Lucía Rogé: Clausura de la Asamblea (1980)

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía RogéLeave a Comment

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Autor: Lucía Rogé, H.C. .
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Sor Lucía Rogé, H.C.

Sor Lucía Rogé, H.C.

Sábado, 9 de febrero de 1980

La Asamblea 1980 termina. Ha sido densa y de estudio profundo. La tarea ha podido parecer larga y hasta difícil en algunos momentos. Consti­tuía una última etapa. Era absolutamente necesario clarificar la especifici­dad de la Compañía en la Iglesia, los criterios de pertenencia a la Compa­ñía, la importancia de la formación para llegar a ser auténticas siervas de los pobres, según san Vicente y santa Luisa, y otros muchos puntos más.

Hoy, lo que domina en nosotras, es la acción de gracias por el tra­bajo realizado y por la unión de mente y de corazón en el transcurso de estos días. Si ha habido algunas tensiones, se han dulcificado y desva­necido rápidamente. La liturgia nos ha ayudado mucho a esto, nos ha permitido unirnos íntimamente en un mismo caminar hacia Dios. La ora­ción personal ha acompañado también a esta Asamblea, a veces, se prolongaba hasta muy tarde en la Capilla. Estábamos seguras también de las de todas las Hermanas, especialmente de las oraciones de nues­tras Hermanas enfermas. Hoy, tenemos en el corazón la convicción de que el Señor ha tenido en cuenta nuestros esfuerzos.

El sacrificio ha sellado esta Asamblea de una manera particular. También en esto, hemos participado en el mismo misterio del sufrimien­to. Prometemos nuestro afecto y nuestra oración a aquéllas que a su regreso sientan la pena de ver que una presencia fraterna se ha con­vertido en ausencia. Sin embargo, en la fe, tenemos como ellas, la segu­ridad de una presencia continua, aunque invisible.

También, hemos experimentado una íntima acción de gracias por la declaración de la Asamblea sobre la Virgen María. En cierta manera, ha sido para nosotras volver a encontrar la inspiración de santa Luisa al ir a Chartres para confiarlo todo a Nuestra Señora. Ha sido también la res­puesta al interrogante propuesto por nuestro Superior General en la carta del 27 de noviembre: «Actualmente, ¿va todo tan bien para noso­tros, que no sabemos que hacer con su mensaje?» «Sin María, prosigue la carta, temo que estos esfuerzos (los de redactar las Constituciones y Estatutos) sean vanos».1

Hemos afirmado de nuevo que María es nuestra única Madre y que contamos con ella como hijas que la aman. Agradecemos también a Dios el clima de serenidad. Sé que la comunidad de Villa Letizia era muy alegre, pero también aquí, hemos sabido reír y cantar.

Sin embargo, nos encontramos ante cierta dificultad. ¿Cómo poder comunicar, a la vuelta, la experiencia de estas semanas, que tan pro­funda huella han dejado en las que hemos vivido?

Con las sencillas reflexiones de esta mañana, quisiera proponerles algunas respuestas a lo que las Hermanas esperan de nosotras. Me parece que estas respuestas podrían situarse a nivel de las conviccio­nes que se han afirmado en el transcurso de la Asamblea, al de las opciones que se desprenden de ella, y de las resoluciones que, lógica­mente, se deducen de todo ello.

CONVICCIONES

1. La primera convicción que se ha de manifestar concierne al tra­bajo realizado en la Asamblea. Toda la revisión de las Constituciones se refiere a la finalidad esencial de la Compañía, el servicio a Cristo en los pobres. Nadie lo puede dudar.

2. Somos hijas de la Iglesia. El sentido de Iglesia se ha hecho más profundo en nosotras, a través de todo lo que hemos vivido aquí en Roma, particularmente a través de la audiencia del Santo Padre, las fies­tas litúrgicas, los Angelus del domingo, la peregrinación a las Catacum­bas. El silencio que precedió a la audiencia pontificia era la traducción de las disposiciones de fe en las que la homilía de nuestro Superior General nos había preparado por la mañana. Esperábamos, verdadera­mente, un mensaje del Señor. ¿Y cómo no sentirnos profundamente con­movidas ante su respuesta que, a través de la voz del Santo Padre, nos decía: «No tengáis ni ojos ni corazón sino para los pobres?».2

La coincidencia de las palabras del Santo Padre con nuestro traba­jo actual de profundizar en el carisma de la vocación, así como con las palabras de san Vicente, es claramente una respuesta del Espíritu, a la que no podemos resistir, si queremos ser leales con nuestra vocación. Así, se expresa nuestra tercera convicción.

3. En la Iglesia, estamos al servicio de los pobres y, si es posible, de los más pobres, que son para nosotras la presencia de Cristo. La intensidad con que se escucharon en silencio los testimonios, reveló nuestra comunión en este punto. Es muy significativo comprobar, igualmente, hasta qué punto las motivaciones de un gran número de intervenciones en la Asamblea se referían al servicio de Cristo en los pobres.

4. La Virgen María es, de una manera particularísima, la única Madre de la Compañía. Este año del 150 aniversario de las Apariciones, coin­cidiendo con la Asamblea General, coloca ante nosotras todos los acon­tecimientos vividos por santa Catalina. Meditemos con frecuencia lo que María es para la Iglesia, para el pueblo de Dios y, especialmente, lo que ella es para tantos pobres, a través de una presencia maternal, tan accesible, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, Nuestra Madre de la Omnipotencia Suplicante. No podemos olvidar que ella ha dado al mundo al Salvador, que, en ella, tenemos el modelo de la verdadera Sierva del Señor. En fin, no podemos olvidar todo cuanto ha hecho por la Compañía de las Hijas de la Caridad, y debemos traducir nuestro amor, en respuesta al suyo, mediante una relación filial, espontánea pero fiel, en la vida cotidiana.

5. Somos una familia internacional. Esta afirmación se encuentra en nuestras Constituciones, pero la hemos experimentado en el concreto vivir, hombro con hombro, en las Comisiones, en las Sesiones plenarias y en la oración. Este sentido de familia internacional lo hemos conside­rado como una gracia del Señor que nos ha unido en la diversidad. Hay que decirlo bien alto, ha habido muchos progresos en este aspecto, durante esta tercera Asamblea General postconciliar. Casi nos hemos aproximado a la espontaneidad de las Hermanas Jóvenes, en una línea de comunión en la diversidad. Al final, todo convergía en la misma direc­ción, el don a Cristo y su servicio en los pobres. Lo demás quedaba situado en segundo termino.

Me llamó la atención un día la serenidad de una Hermana de esta Asamblea que me hablaba de otro miembro de la Asamblea. Me decía con buen humor: «Yo he comprendido por qué ella no me comprendía». ¡Qué paso tan importante para el encuentro y para la unión! ¡Compren­der las razones de las resistencias humanas de los demás! Sí, la Com­pañía es internacional y es una situación de familia que amamos como más conforme al proyecto de Dios sobre el mundo y a la visión que san Vicente tenía de la Compañía, pequeño reflejo de lo que es la Iglesia de Dios. Esta situación lleva consigo dos consecuencias, la invitación a las Hermanas Jóvenes, a aprender una lengua, la posibilidad, para todas, de rezar juntas en latín, oraciones fundamentales de nuestra fe, Pater, Credo, Magnificat, etc.

6. El volver a las fuentes, tanto en lo relativo a nuestros Fundado­res como a nuestras primeras Hermanas, haciendo resaltar las leccio­nes de nuestra historia, nos ha parecido fundamental para el dinamis­mo de la Compañía. En este sentido, poner de relieve el valor de la lectura de los Fundadores me parece que debe ocupar un lugar espe­cial en el Proyecto Comunitario local. La convicción de que, para reno­varse, la Compañía ha de tomar impulso en sus raíces, se ha expre­sado mil veces. En efecto, ahí, es donde se encuentra, para nosotras, la invitación al rejuvenecimiento y al cambio y los criterios que deben controlarlo.

7. La elaboración, juntas, del proyecto comunitario y del proyecto provincial para la Misión, así como su importancia para el desarrollo de la vitalidad apostólica de las comunidades, se han reafirmado con fuer­za, y debe polarizar de nuevo la atención y el celo de las Visitadoras y de los Consejos Provinciales. La revisión regular y la confrontación leal de estos proyectos con las Constituciones, condicionan su eficacia.

8. Un cierto número de Hermanas, que vivían por primera vez una Asamblea General, me han comunicado una profunda convicción, el valor de la solidaridad entre las Hijas de la Caridad, la solidaridad mate­rial y espiritual. A veces, esta última, es la única posible. La diversidad de las Provincias y de los regímenes políticos bajo los cuales viven, nos han demostrado, a partir de la vida, el papel irreemplazable de apoyo, de progreso y comunión, de esta solidaridad en la Compañía.

Esto nos ayuda a comprender que, para identificarse con los pobres, la Hija de la Caridad no tiene necesidad de comprometerse en un movi­miento político, cualquiera que sea. Cosa que, por otra parte, reduciría su compromiso misionero. Con mucha mayor razón, si aquel compro­miso la aproxima a una ideología marxista.

El vigor del sentido misionero, en relación con los pobres, proviene de una visión de fe y amor. Los primeros cristianos de las Catacumbas, no tenían más que a Jesús resucitado como promesa de felicidad que ofrecer a sus contemporáneos. La Iglesia, sin embargo, se ha desarro­llado y extendido por el mundo.

OPCIONES

Todas estas convicciones que acabo de enumerar (cada una de nosotras tiene también otras muchas), traen consigo naturalmente varias opciones. Desearía detenerme en algunas.

  1. Tomar en serio, en el trabajo de la Provincia, la invitación del Santo Padre, para afirmarnos en la actualidad de nuestra vocación: «No ten­gáis ni ojos ni corazón, sino para los pobres».3
  2. Basándonos siempre en las palabras del Santo Padre: «Desarro­llar nuestra pertenencia radical a Jesucristo, según las promesas que renovamos cada año el 25 de marzo».4 Revisar nuestras semientregas y nuestra búsqueda de comodidades.
  3. Para la pertenencia radical, el Santo Padre ha subrayado: «Amad el ser pobres vosotras mismas, en espíritu y en obras».5 Y ha explicado con hechos vividos, con actos realizados, cómo lo entiende él. Esto es para la Compañía, para cada Provincia, para cada una de nosotras, una invitación a la reflexión. Hay que vivir la pobreza, en seguimiento de Cristo pobre. Esto exige mucho.

Las Hermanas Jóvenes han sido muy explícitas en este sentido. Recuerden la marcha a pie, como ejemplo de expansión no costosa. Ellas pueden ayudarnos mucho a ese reajuste que hemos de hacer. No las decepcionemos. Una de ellas me escribía hace algún tiempo: «Me ha conmovido mucho la confianza que se ha otorgado a las jóvenes, ver­daderamente hay que conocer para amar, y eso es lo que, día tras día, vivo con relación a la Compañía. Tengo mucha suerte y, por eso, quiero comprometerme más en mi servicio a los pobres. Es lo que he dicho a Dios esta mañana».

La pobreza es de una importancia máxima para nuestro espíritu y para nuestra credibilidad misionera entre los pobres. Hemos comenza­do a aclarar el camino, con ayuda de los Postulados sobre la Adminis­tración de bienes, por ejemplo. Me parece que la opción sobre la pobreza interior y exterior se impone a la Compañía de las Hijas de la Caridad como distintivo particular, lo que además sostiene su castidad y obediencia y contribuye a subrayar la radicalidad de su compromiso. La pobreza es seguimiento de Cristo y pertenencia a Él solo. Es respe­to a los pobres y a la comunión con ellos. Es un homenaje a Dios, el único que basta.

El Espíritu Santo nos inspira otras opciones en la línea de todo lo que hemos vivido juntas. Ahora, quisiera detenerme en algunas resoluciones que se desprenden lógicamente de todo lo dicho.

RESOLUCIONES

Hoy, hemos llegado a esta fuerte convicción, queremos permanecer fieles al carisma de los Fundadores con todas sus exigencias. Es un punto irrevocable. Pero esto nos conduce claramente hacia dos cambios.

1. La revisión de obras; ya he hablado de ella con la evaluación de los servicios prestados, servicio corporal y espiritual, a ejemplo de Mar­garita Naseau, realizado sencilla y humildemente, en la pobreza.

a) Servicio a los pobres con la dimensión de comunidad fraterna, rechazando las tentaciones de dispersión, dejando lugar, sin embargo, a las excepciones para los casos urgentes, en respuesta a las llamadas de los más pobres. San Vicente ha unido siempre el servicio de sus hijas a la realidad humana del momento presente.

b) Servicio a los pobres, enfocado en su doble realidad. Tratamos de servirlos, pero al mismo tiempo recibimos de ellos continuamente un ser­vicio espiritual, nos impelen a vivir los verdaderos valores del Evangelio. Una intervención nos lo ha recordado. Por ellos, llegamos a comprender el valor del trabajo y su papel en la construcción del hombre (esto nos invita a leer de nuevo la Conferencia de san Vicente sobre el amor al tra­bajo, 28-11-1649). Por ellos, descubrimos hasta dónde puede llegar la pobreza y lo que significa en lo concreto, aceptarla para sí y para los que amamos. Amarla y fiarse de la única riqueza, Dios (la Providencia, decía san Vicente). Son ellos, en fin, quienes nos ayudan a ver que la fe puede hacernos libres. Y hasta dónde, el sentido de pertenecer a la Iglesia llega a ser una verdadera fuerza interior (algunas Provincias lo saben bien). Sepamos dar gracias a Dios, juntas, por todo el servicio espiritual que sin cesar, recibimos de los pobres.

2. Proclamamos la necesidad de discernir los criterios vicencianos para aplicarlos a nuestro estilo de vida. El Santo Padre nos dice: «El Evangelio nos presenta casi siempre a Cristo entre los pobres. Es el entorno en que se desarrolla su vida».6 Como lo fue el de los Fundado­res y de las primeras Hermanas. Tomemos pues la resolución de com­batir en nosotras una cierta mentalidad de previsión y de seguridad exa­gerada, de resistir el empuje de la sociedad de consumo, de buscar modalidades de practicar la pobreza efectiva, por ejemplo, procurando no utilizar los medios más caros.

Estemos siempre dispuestas a defender los derechos del pobre, sobre todo, ante la injusticia.

3. Tomemos la resolución de acentuar el trabajo de formación per­manente en el marco de nuestra propia vocación, es decir, guardando nuestra identidad de siervas, por medio de la práctica atenta de la humil­dad (éste es uno de los temas que hay que retener para la próxima reu­nión de Visitadoras, para la cual les consultaremos pronto). De situarnos siempre en la obediencia a la Compañía a través de sus Constituciones, a fin de corresponder a los designios de Dios sobre nosotras. Se trata también de no dejar implícita la referencia a la Compañía. San Vicente dice: «…es decir que, siempre que estáis en la Compañía, estáis obliga­das a observarlas (las Reglas, las Constituciones). Es un camino que Dios ha señalado, son los senderos por los que quiere conduciros…».7

De comprometernos a una caridad fraterna. Nuestra caridad con los pobres no es real y significativa si no existe ya entre nosotras, en el inte­rior de la Compañía. Éste es el pensamiento de san Vicente: «La caridad que habéis de tener es la caridad para con Dios, para con el prójimo y para con vosotras mismas. Tenéis que empezar por vosotras mismas, amándoos con mucho cariño».8

En la conferencia del 22 de octubre de 1646, san Vicente dijo esa magnífica oración: «Señor mío y Dios mío, Jesucristo, Salvador mío, el más amable y más amoroso de todos los hombres, que has practicado incomparablemente más que todos juntos la caridad y la paciencia. Escucha, te rogamos, la humildísima oración que te dirigimos, para que te plazca derramar sobre la Compañía el espíritu de caridad, de man­sedumbre y de paciencia que tú tuviste. A fin de que, por la práctica de estas virtudes, pueda glorificar a Dios, imitándolo y ganar con su ejem­plo a las almas para su servicio, y sobre todo, Dios mío, para que, por la tolerancia mutua, te sea agradable esta Compañía».9

Sólo una Comunidad unida es capaz de irradiar y atraer.

Por consiguiente, resolución de revisión, de evaluación en el sentido de conversión. Atrevámonos, juntas, a plantearnos algunas preguntas sobre nuestra manera de obrar, por ejemplo, ¿descubrimos en la vida de las comunidades, la necesidad de cambios que sean, no una capitula­ción o evasión, sino una exigencia del servicio a Cristo en los pobres, o un progreso de interiorización, de unidad entre contemplación y servi­cio? ¿Cómo podemos manifestar nuestra identidad de siervas? ¿Qué testimonio de oración damos? El vínculo entre fe y vida ¿es perceptible?

CONCLUSIONES

Nuestra situación, al final de esta Asamblea General, es una situa­ción de responsabilidad respecto a la Compañía. Cuando las Hermanas, a su regreso, les pregunten: ¿qué vamos a hacer ahora?, yo quisiera sugerirles que les respondan: ¿Qué vamos a ser ahora? Porque esto es lo más importante.

¿Qué vamos a ser para Cristo? ¿Qué clase de siervas seremos para Él? ¿Nos reconocerán por nuestra pobreza sencilla, por nuestra casti­dad alegre? ¿Nos reconocerán por nuestra voluntad libremente entrega­da? ¿Aceptaríamos, como dice san Vicente, encontrarnos «en un estado tan dichoso, en que uno no sabe ya seguir su voluntad, a no ser que sea conforme con la voluntad de Dios?».10 Para conservar nuestra identidad, ¿estamos decididas a cambiar lo que, en nosotras, la deforme, es decir, estamos dispuestas a llevar una vida coherente con nuestra vocación? Es cierto que diversas formas de servicio forman parte de la identidad de Hijas de la Caridad, pero ellas solas no bastan. Es necesario también que seamos capaces de dar testimonio de la soberanía de Dios en nuestra vida y realizar el servicio espiritual de animadoras de la fe.

Siguiendo a santa Luisa, acudamos al Espíritu Santo, dejémonos conducir por Él a fin de encontrar lo que haya que convertir en nuestras vidas, para que sean mejor testimonio del Evangelio, para que ayuden a nuestros Amos y Señores, a descubrir la Buena Nueva de Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros.

Como conclusiones de esta Asamblea General, querría proponerles este texto de San Pablo a los Efesios: «Siendo sinceros en el amor, crez­camos en todo hasta aquél que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión, realizando así, el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor».11

Al término de la Asamblea General, 1979-1980.

  1. P. RICHARSON JAMES W, Ecos de la Compañía, n. 5, mayo de 1980, p. 105.
  2. Juan Pablo II, Mensaje a las Hijas de la Caridad, 1980.
  3. Juan Pablo II, Mensaje a las Hijas de la Caridad, 1980.
  4. Ibídem.
  5. Ibídem.
  6. Ibídem.
  7. IX, 295.
  8. IX, 560.
  9. IX, 280.
  10. IX, 757.
  11. Ef 4 15-16.

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