Lucía Rogé: Circular de Renovación, 1984

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía RogéLeave a Comment

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Autor: Lucía Rogé, H.C. .
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MADRE GUILLEMIN

París, 2 de febrero de 1984

Queridas Hermanas:

La Renovación de este año es la primera después de la promulga­ción de nuestras Constituciones y reviste, además, un carácter especial por la certificación que se nos pide de haberla hecho, como se acos­tumbró en los orígenes de la Compañía. Por otra parte, ha sido al día siguiente del aniversario del martirio de nuestras Hermanas de Angers cuando he presentado a nuestro Superior General el ferviente deseo de ustedes, manifestado en sus cartas, de consagrarse totalmente a Dios por medio de los santos votos. Esta gracia se nos concede para el día 24 de marzo próximo, en la fiesta de la Anunciación a la santísima Virgen.

En este año, el Señor pone en nuestra mente y nuestro corazón el ejemplo de la entrega absoluta, hasta el martirio, de nuestras dos Her­manas ejecutadas por odio a la fe. Siguiendo la línea radical del «total­mente entregadas a Dios» que nos trazaron los Fundadores y la primera Hija de la Caridad, Margarita Naseau.

Esos ejemplos de los siglos XVII, XVIII y podríamos decir también del XIX, pensando en santa Catalina, santa Isabel Ana Seton y Sor Rosalía, nos impulsan a la entrega total. Pero yo me he sentido verdaderamente apremiada a hacer revivir ante ustedes las palabras de un testigo mucho más cercano a nosotras: La Madre GUILLEMIN.1

Su vida tropezó con nuestras acostumbradas dificultades y, con un profetismo cierto, sus palabras coinciden con nuestros interrogantes de hoy. La Madre Guillemin es, en verdad, «palabra» para nuestro tiempo. Esta circular se presenta como una antología de su pensamiento, cuyo mensaje cobra singular resonancia en la Compañía de 1984.

Voy a apoyarme en textos de sus circulares y conferencias, en fra­ses recogidas de sus labios, en la familiaridad de los intercambios sobre la oración y en extractos de su correspondencia.

Impresiona descubrir las coincidencias que se dan en la vida de la Madre Guillemin con los Fundadores y con Margarita Naseau, y ver, como ocurrió con ellos, la invasión progresiva de todo su ser por el amor.

Ese impulso interior hacia una entrega absoluta a Dios, la incita a lanzar una llamada a la verdadera conversión… ¡Quiera Dios que su eco resue­ne de nuevo en nosotras!

«…He reflexionado y meditado largamente acerca del tema sobre el que convenía que fijásemos nuestra atención. Temerosa de cansarlas con repe­ticiones, no me atrevía a ceder al impulso que me movía a decirles una vez más: ¡conviértanse, conviértanse! Cuando han venido a mi mente las pala­bras de san Pablo: reprende, exhorta, increpa, insta a tiempo y a destiem­po. Y no sé si a tiempo o a destiempo, voy a transmitirles una vez más la invitación que Dios nos hace a una conversión sincera».2

En la línea de una circular de la Renovación, estas breves páginas se limitan de una manera sencilla e incompleta, a señalar la soberanía del amor de Dios en la vida de la M. Guillemin:

  • su adhesión irrevocable a Jesucristo, como discípula fiel de san Vicente y de santa Luisa;
  • su pensamiento sobre los votos y la vida fraterna;
  • su sentido de pertenencia a la Iglesia y a la Compañía.

Habría otros muchos rasgos de su fisonomía espiritual que podrían hacerse resaltar, hasta tal punto nos presenta el rostro de la verdadera Hija de la Caridad hoy.

I. SU ADHESIÓN IRREVOCABLE A JESUCRISTO COMO DISCÍPULA FIEL DE SAN VICENTE Y DE SANTA LUISA

Con san Vicente y como él, reconoce:

«Cristo domina nuestra vida como dominó la de san Vicente».3

Y hablando de nuevo de san Vicente, dice:

«Todas sus enseñanzas van impregnadas del amor y de la contemplación de Cristo. De continuo, invita a mirarle, a imitarle, a servirle».4

Y reuniendo a nuestros Fundadores en una misma admiración, comenta:

«Nosotras también nos hemos lanzado por ese camino; vamos a Dios por Jesucristo. Los santos votos que perfeccionan la gracia del bautismo, nos unen a Jesucristo de manera especial por la promesa que hacemos, libre y ponderadamente, de ir más allá de lo que es de estricta obligación, de vivir como Él mismo quiso vivir…».5

«¿No tenemos que examinarnos con insistencia para ver si somos realmente fieles a nuestra vocación y a nuestras promesas y si el evangelio puede leer­se en nuestra vida como, guardada la debida proporción, en la de Cristo?»

«Que el trabajo de nuestra renovación de 1964 (… 1984) sea el de vigori­zar en nosotras ese deseo vital que nos lanza hacia el Señor: sois de Cris­to y Cristo es de Dios. No podréis descubrir las exigencias de nuestra vida consagrada sino al calor y a la luz de esta vida interior».6

Adhesión a Jesucristo

Este pensamiento de impulso hacia el Señor, de búsqueda del Señor, es como un «leitmotiv» en los escritos de nuestra Madre. Corres­ponde a una disposición personal suya:

«Busco a Dios con un inmenso deseo, lo busco porque es la única realidad y porque creo que no amo ya nada en el mundo. Ya comprende usted en qué sentido digo esto».7

El amor a Dios la invadía por completo… Al formular sus felicitaciones y buenos deseos, se traiciona sencillamente, dejando ver su secreto:

«Pido a Dios, y se lo pediré todos los días, que sea para usted el todo que ocupe el lugar de todo lo demás y que la lleve hasta esa medida de amor a la que la ha llamado».8

El sentimiento del amor que debemos al Señor le hace confesar, pensando en la Compañía:

«Estoy agobiada ante la certeza de que mi trabajo esencial es el de reavi­var el fervor de las Hermanas, certeza que va acompañada por la inmensa dificultad que ello supone. Mi paz y mi esperanza descansan en el pensa­miento de que semejante tarea es la obra de Dios y que yo no tengo más que seguirle a Él».9

Y para reavivar ese fervor, no cesa de estimular, provocar, comunicar, tomar nuevas disposiciones (nuevas formas de hacer el retiro mensual o los Ejercicios Espirituales anuales, por ejemplo) con miras a ensanchar el espacio de intimidad de cada una con Dios. En su opinión, el servicio a los pobres es el que, de hecho, se ve amenazado por la tibieza. ¿Cómo podrían los pobres leer el mensaje de Cristo a través de nuestra vida? Por cierto que su última circular trata del voto del servicio a los pobres. Si el Señor permitió que éste fuese su último mensaje a toda la Compañía, ¿no es lícito pensar que dicha circular representa una espe­cie de testamento espiritual?

Adhesión a Jesucristo y servicio a los pobres

La Madre Guillemin sitúa el servicio exclusivamente en la línea del amor:

«El servicio no es otra cosa que el ejercicio práctico del amor… Es la expre­sión, el ejercicio práctico de la Caridad de Jesucristo que apremia nuestros corazones».10

El año anterior, en la comunicación de su oración a las Hermanas Sirvientes que hacían Ejercicios Espirituales, había puntualizado:

«Nuestra vocación de Hijas de la Caridad se caracteriza de una manera muy sencilla: es el amor a Cristo en el pobre. Cristo nos espera en el pobre. Necesitamos, sobre todo, meditar en ese misterio del pobre: misterio de Cristo. Ése es el verdadero centro de nuestra vida. Y la clave de todos nuestros problemas. Ese Cristo que vive en nosotras, tenemos que darlo. Tenemos que saber encontrar a Cristo en los pobres y servirle».

Con su gran lucidez de siempre, añadía:

«Es una enseñanza relativamente fácil de captar por la inteligencia. Los apóstoles, cuando Cristo los enseñaba, comprendían intelectualmente pero esas enseñanzas no las habían transformado aún en vida. Para que llegasen a vivirlas, fue necesaria la infusión del Espíritu Santo. También nosotras necesitamos el auxilio del Espíritu Santo».11

Nuestra Madre califica ese voto del servicio a los pobres como:

«Voto específico que nos indica que debemos encontrar a Dios en el servi­cio a los pobres. Hemos nacido del servicio a los pobres. Porque los pobres existen, existimos nosotras. Cuando un pobre se dirige a nosotras, es el mismo Jesucristo. ¡Quiera Él concedernos esta luz!.12

Pero en su búsqueda de autenticidad, desciende a lo concreto de la vida de las Hijas de la Caridad con sus interrogantes:

«No podemos decir que amamos realmente a los pobres si no nos sentimos fuertemente acuciadas a acercarnos a ellos, viviendo en medio de ellos, en auténtica proximidad de vida y de preocupaciones… Y ahí, es donde se nos plantea el dilema que nos apremia: compaginar este impulso de nuestra alma y nuestro corazón, que nos arrastra a identificar nuestra situación con la de los pobres, con las exigencias específicas de la consagración y del testimonio comunitario».13

Una vez planteado el problema, prosigue:

«Estemos desde ahora firmemente persuadidas de que la auténtica aproxi­mación a los demás es de índole interna. Es en el corazón donde reside la verdadera fraternidad humana, fruto de la humildad y de la caridad. Para comprender al pobre, hay que considerarse pobre, uno mismo, y desear ser pobre por amor a Jesucristo… El amor borra las distancias y permite a los corazones comprometerse».14

Considera con realismo las transformaciones que hemos de vivir. En efecto, esa búsqueda de identificación que va unida a nuestro voto específico, supone un movimiento de conversión. En Roma, el 26 de octubre, en una conferencia sobre la vida religiosa, traza las etapas de un verdadero cambio de situación. Son los célebres pasos:

  • «de una situación de posesión, a una situación de inserción;
  • de una posición de autoridad, a una de colaboración;
  • de un complejo de superioridad religiosa, a un sentimiento de fraternidad;
  • de un complejo de inferioridad humana, a una franca participación en la vida;
  • de una preocupación de conversión moral, a una inquietud misionera».15

Hemos empezado a franquear esos pasos, pero no hemos acabado de recorrerlos… San Vicente y santa Luisa nos pidieron coherencia entre

  • lo que creemos: Jesucristo en los pobres: «Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis»;16
  • lo que hacemos (según rezan las Constituciones): el servicio y la actitud de siervas con humildad, respeto, amor y alegría;
  • lo que pretendemos ser: «Decidle que sois unas pobres Hijas de la Caridad, que os habéis entregado a Dios para el servicio de los pobres»,17

y nuestra vida.

De ahí que la Madre Guillemin precisara:

«…nuestra razón de ser… es encarnar la Caridad… Lo que el Señor espera de nosotras es… que hagamos a Dios presente y operante en el esfuerzo humano que llevamos a cabo en nombre de la Iglesia… Allí donde se encuentre una Hija de la Caridad, todo hombre pobre debe sentirse com­prendido, amado, respetado en su dignidad personal. Debe encontrar una imagen viva del amor de Cristo».18

Según nuestra Madre, esta vocación de siervas de los pobres exige que tengamos una vida interior profunda, sostenida por la oración:

«Con frecuencia, me parece verme sepultada en la mediocridad espiri­tual… Y me siento muy incapaz de santificar a las demás, aunque actual­mente percibo, con una agudeza jamás experimentada hasta ahora, que ése es el primer deber, lo único necesario. Y que además, se trata del nudo de la situación actual. Pida por mí para que me haga consciente de mis responsabilidades y, sobre todo, para que tenga la valentía y la perseve­rancia necesarias para afrontarlas, a pesar de mis defectos».19

Esa vida interior, la concibe como una desposesión de nosotras mis­mas para abrirnos a Dios:

«Tenemos que preguntarnos si en realidad nos ha conquistado el Señor. Es decir, si nuestras acciones, pensamientos, palabras, emanan de Él. Si nuestra vida intenta ser una respuesta a esa llamada suya que son las bienaventuranzas».20

Porque para ella:

«una de las tradiciones más genuinas de nuestra Compañía es la de basar nuestra vida espiritual y apostólica en la imitación de la vida de nuestro Señor… Que cada Hermana esté sedienta de saborear la Palabra de Cristo… Nuestra fe no será pura, ni nuestra justicia exacta si en el aspecto concreto de nuestra vida, en la práctica, no creemos en las Bienaventu­ranzas y negamos el misterio de la Cruz».21

Convicción tan fuerte en ella, que podemos leer en una carta dirigida a una Hermana que pasa por una prueba:

«Pese a su sufrimiento actual, por grande que sea, doy fervientemente gracias al Señor que le da tal prueba de amor y de confianza y que le presenta, sobre todo, la ocasión de poder llegar hasta lo absoluto en su sacrificio».22

Ella misma, tras una prueba, manifiesta así su sentido de la Cruz:

«Voy a mandar celebrar una Misa de acción de gracias por este inmenso favor recibido: el desgarramiento, los santos votos puestos en acción…».23

II. SU PENSAMIENTO SOBRE LOS VOTOS Y LA VIDA FRATERNA

Los santos votos puestos en acción, según expresión de nuestra Madre, no son otra cosa sino la entrega sumisa por amor a la persona de Cristo por amor, por «ese amor que constituye la trama de nuestra vida».24

«Toda nuestra existencia debe someterse a la persona de Cristo. Es nece­sario que pueda reconocerse la presencia de Cristo en nuestra vida. Todas las mañanas viene a nosotras en la realidad sacramental… También está en torno nuestro… No encontramos a ninguna persona que no sea Él… Tene­mos, pues, que reconocerle por todas las partes donde se encuentra, ya sea en aquella persona a quien vemos habitualmente, ya en aquella otra que fortuitamente se nos presenta; en la que está en situación de fe, de autoridad y en la que viene a pedirnos. Verle a Él… Tener ese «sexto senti­do» que nos permita ver a Dios, y una vez que le hemos visto, amarle. Que nuestro corazón se vuelva hacia Él».

«Cristo se acercaba a sus contemporáneos trastornando sus tendencias, sus disposiciones de ánimo. Nosotras tenemos que purificar nuestra mirada para que quede purificado nuestro corazón. Entonces podremos adherirnos a su persona, a sus órdenes, después de haber visto y reconocido lo que pide de nosotras. Evitemos esas agitaciones interiores que amenazan nuestro equili­brio. Pongámonos en situación de confianza plena, porque Cristo no puede querer sino nuestro bien… Entonces, nos hallaremos en las disposiciones de la santísima Virgen cuando decía: «Haced lo que Él os diga»».25

Castidad

Nuestra Madre Guillemin vuelve una y otra vez a recordarnos que la única trayectoria de nuestra vida de Hijas de la Caridad es la del AMOR. Por lo demás, lo mismo nos dicen nuestras Constituciones en las que leemos:

«La castidad es una respuesta de amor».26 «La pobreza que permite acoger al espíritu, abre al amor de todos». «La obediencia reproduce la actitud del Hijo que, para cumplir el designio de amor del Padre, se hizo obediente».27 Por último: «El servicio es un acto del amor».28

No es de extrañar, pues, que cuando nuestra Madre habla de la Castidad lo haga tomando como punto de referencia el amor a la santí­sima Virgen:

«Su oración era un foco de amor porque era Inmaculado…».29

«Por la santísima Virgen, nació la virginidad…»

«La pureza y la humildad son el apoyo de la prudencia en nuestra vida, que impide que pueda sospecharse del vicio contrario, lo cual requiere como condición observar nuestras santas Reglas que tienen valor de máximas evangélicas».

«La castidad no es ignorancia ni parálisis de la sensibilidad. Camina entre sus dos escollos que son los sentidos y el corazón, entre la falta de tem­planza y la indiferencia. Cuanto más amamos a Dios y más amamos a los que Él ama, como Él los ama, tanto más castos somos. En esas condicio­nes, la influencia de Cristo pasa a través de nuestras miradas y de nues­tros actos. Ya que debemos ser «Él» en medio de los pobres, tenemos que tener sus actitudes».30

La circular de 1966, dos años antes de su partida a la casa del Padre, descubre lo profundo de su sentimiento:

«Debemos vivir de tal forma nuestra castidad consagrada a Dios, que reve­le a los pobres (pobres según el mundo, o pobres según Dios) el gran mis­terio de la Salvación».31

Es necesario que pueda comprenderse ese testimonio de amor absoluto en nuestras vidas. Es un amor de preferencia que queremos dar a Cristo en una fidelidad creciente siempre. Los riesgos que lleva consigo nuestro compromiso de Hijas de la Caridad en la sociedad actual, suponen una ascesis de vida. Nuestra Madre, adentrándose en la realidad cotidiana, dice:

«No hay fidelidad posible sin un perfecto señorío de la mente, del corazón y del cuerpo. La ascesis del espíritu implica una parte positiva: humildad y oración…, búsqueda de la verdad; y una parte negativa: renuncia a todo lo que pudiese mancillar o falsear nuestro pensamiento».32

Siguen detalles relacionados con una actitud radical de castidad. Prosigue después:

«Disciplinemos nuestro cuerpo y todas sus exigencias, afín de que esté siempre dispuesto para el servicio de Dios y de nuestros hermanos; más aún, mediante la mortificación, debemos conseguir que el amor a nosotras mismas, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, ceda el paso al amor de Dios. Debemos habituarnos a ceder ante Dios; a demostrar, contrariándonos a nosotras mismas, que le preferimos siempre».33

Y en una repetición de oración se le oiría afirmar: «No hay pureza posible sin mortificación».

La ascesis del corazón la lleva a denunciar las compensaciones afectivas que destruyen el equilibrio de la vida y empañan el testimonio de castidad. En cambio, nuestra Madre presenta la amistad verdadera como fruto de la castidad:

«Las amistades más bellas son las que nacen entre personas consagradas a Dios y cuyo lazo es Dios. Solamente esos corazones son lo suficiente­mente libres para amar en el verdadero sentido de la palabra»…34

En su correspondencia, esa amistad verdadera se revela con fór­mulas que recuerdan mucho las de santa Luisa:

«No voy a tener tiempo de volver a leer esta carta y voy a enviarla así, con la impresión de que es muy seca y formulista y no traduce los sentimientos de gran afecto hacia usted, que siempre permanecen vivos en mí. Léala, pues, con indulgencia, diciéndose que en estos momentos he llegado al límite de la sobrecarga de trabajo y que no me es posible escribir como no sea de noche…».35

En este terreno de la castidad, como en todos los demás, nos invita a mirar el perfecto modelo que es la santísima Virgen:

«Su mirada se hallaba de continuo vuelta hacia Dios. La mirada de su fe era una aquiescencia total a Él. ¿Y nosotras? ¡Con qué facilidad se desvía nuestra mirada! Tenemos que pedir esa fijeza de nuestra mirada en Dios que nos lleva a amar soberanamente su voluntad».36

Obediencia

Del mismo modo, la obediencia no es para la Madre Guillemin otra cosa que amar la voluntad de Dios:

«La obediencia debe orientar todos los actos de nuestra vida. La obedien­cia se basa en las virtudes teologales. Exige un acto de fe. Dios ha queri­do pasar a través de los hombres, de hombres imperfectos; poco le impor­ta la perfección de los instrumentos. Y así viene sucediendo desde los comienzos de la Iglesia en el mundo: los apóstoles eran imperfectos… De tal manera que cualquiera que sea el acto que tenemos que hacer o el ofi­cio que tengamos que desempeñar, al obedecer hacemos un acto de esperanza: la esperanza de que se nos dará la gracia que necesitamos.

Pero es necesario, además, que mediante un acto de amor prefe­rencial a Dios, nos adhiramos a su voluntad que nos reclama, prefirién­dola a nuestra propia voluntad».37

«Sabremos que poseemos la virtud de la obediencia si, de manera habi­tual, ante las directivas u órdenes recibidas, nuestra primera reacción inte­rior es una referencia a Dios».38

«No busquemos, pues, otro fundamento a nuestra obediencia -dice en 1967- que las admirables palabras que repetimos cada día al besar nues­tro crucifijo. «Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte y muer­te de cruz». Cristo es el ejemplo, la fuente y la sola justificación de toda obediencia religiosa Con plena libertad y responsabilidad, consciente de lo absoluto de su compromiso, es como una Hija de la Caridad debe renovar de continuo la opción que ha hecho de obedecer, para que la voluntad de Dios se cumpla en ella y por ella».39

Y pone de relieve:

«No debemos confundir libertad con oposición: la libertad no consiste en actuar siempre según la propia opinión y, para afirmarse en ella, oponerse a las opiniones contrarias. Sería ésta una actitud específicamente adoles­cente, ya sea por adhesión pura y simple a una orden dada, ya partici­pando por medio del diálogo en la elaboración de la decisión que debe tomarse, de una u otra forma. La responsabilidad queda siempre compro­metida en todo acto de obediencia».

«El verdadero objeto de nuestra obediencia, con miras al cual se nos darán órdenes, es el género de vida prescrito por nuestras Constituciones y nues­tra Reglas, perseguir la santidad según el espíritu de san Vicente, el servi­cio a los pobres en la Iglesia… Pero si somos fieles en mantenernos a nivel de fe, en el don continuo de nosotras mismas, la obediencia penetrará poco a poco en todas las zonas de nuestra vida, como un amor creciente que invade progresivamente todas las facultades de pensar y de obrar».40

De nuevo, la referencia a la Virgen María:

«La santísima Virgen es un modelo perfecto de obediencia porque necesi­tó de una intensidad de fe poco común para aceptar el anuncio del ángel, para reconocer a Dios hecho Niño, así como durante los largos años de la vida oculta y los tres de la vida pública, con sus contradicciones, y por últi­mo la derrota del Calvario. Si lo aceptó todo, es porque tenía fe en Dios, porque su esperanza era viva. Creyó, esperó y amó profundamente: por eso fue obediente.

Tengamos como ella, esa fe profunda, porque obedecemos a Dios. Obe­dezcamos aun cuando no comprendamos. El espíritu de fe está ahí para decirnos que, en realidad, esas órdenes son la voluntad de Dios, cuyos caminos no son nuestros».41

Pobreza

«…el primer ejemplo que Jesús quiso dar al mundo, su primer mensaje, fue el de la pobreza. Parece como si no hubiera encontrado nada más urgen­te que decir, nada más importante que enseñar».42

«Mantenernos como quien lo espera todo de Dios. El pobre no puede espe­rar nada por sí».43

En estas frases, encontramos brevemente expresado el pensa­miento de nuestra Madre sobre la pobreza. A la luz de su vida, puede descubrirse también hasta qué punto supo vivir en lo íntimo de sí misma la verdadera pobreza interior:

«Mi vida quedó completamente absorbida por mi tarea… Nunca me he visto tan desposeída de mí misma. Es algo verdaderamente mortificante, en el sentido exacto de la palabra».44

«Ruegue unida a mí para que consiga desprenderme por completo y pueda adelantar. ¡Tengo tanta necesidad de Dios en todo, por todo y siem­pre! He podido evaluar la profundidad de mi nada, la impotencia de mis medios humanos. Él es quien tiene que hacerlo todo».45

La pobreza interior ha sido uno de los rasgos más acusados de la personalidad excepcional de nuestra Madre. Su humildad se traslucía por encima de cierta reserva sencilla y de la dignidad natural que la caracterizaban. La pobreza material, concreta, fue para ella, una bús­queda continua, a veces penosa, porque espontáneamente se inclinaba hacia lo bello en todos los terrenos:

«Estamos consagradas a los pobres y corremos el riesgo de caer en la hipocresía viviendo de manera distinta a ellos… y pretendiendo, además, transmitir el mensaje evangélico».46

Mas para ella, lo que importa de verdad es tener alma de pobre, porque:

«En cada ocasión que se presenta, nuestra respuesta deberá brotar de nuestras actitudes profundas, de nuestro estado de pobreza interior, de la desposesión en que nos hayamos habituado a vivir. En nuestros gestos, en nuestra manera de vivir es donde se revela el corazón de propietarias o el alma pobre».47

«Vivir como pobres -explica- quiere decir en primer lugar, no poseer nada y por lo tanto, no poder proporcionarse nada uno mismo, tener que pedir­lo todo… La forma en que nosotras hemos de practicar la pobreza es la dependencia».48

«Es una pobreza que sin cesar volvemos a escoger. Por lo general, la pobreza-obediencia se comprende mal, en tanto que la pobreza-despo­seimiento se lleva todos los sufragios».49

«Debemos tener siempre presente el recuerdo de los más pobres…, para animarnos a administrar bien el dinero y demás efectos que se nos han confiado. En nuestros días, la riqueza de un hombre se calcula, más que por la fortuna que posee, por su poder de adquisición».50

La circular va precisando detalles con la advertencia de que por el voto de pobreza renunciamos a nuestra libertad en lo que a ese poder de adquisición se refiere y, por eso, recomienda:

«Dejar siempre un margen a la mortificación… Tener sumo cuidado en no aprovecharse de las facilidades de vida (que proporcionan las obras: auto­móvil, etc.)… Mantener una diferencia claramente ostensible (entre lo que está en función de las obras y lo que pertenece a la comunidad)».51

En efecto, no olvidemos que:

«Una cierta pobreza en los medios empleados, debe poner de relieve la primacía de la esperanza puesta en Dios».52

Pero este hacer reconocer la pobreza como signo de Dios -hace observar nuestra Madre- pocas veces se consigue con un acto aislado, mientras que un solo acto contrario a la pobreza, inmediatamente se capta por la opinión y hace impacto. Entonces, se plantea el problema de nuestra pobreza colectiva, de la pobreza comunitaria. Para ser signo de Dios en el mundo, nuestra pobreza:

«ha de mantenerse como un hecho comunitario que todos puedan recono­cer fácilmente. Y aquí, es donde tropezamos con la mayor dificultad, la misma que sirvió de acicate a la Iglesia en el Concilio. La que atormenta día y noche a muchas de nosotras. La que es el objeto constante de nues­tro estudio y de nuestras plegarias».53

Pero, al estilo de san Vicente y santa Luisa, nuestra Madre acude a las motivaciones profundas para orientar nuestra búsqueda y nuestros esfuerzos por avanzar:

«Nuestra razón de amar y practicar la pobreza es perentoria y suficiente, el Hijo de Dios quiso ser pobre. El amor a la pobreza, la inteligencia de la pobreza, sentir su atractivo y la fortaleza necesaria para practicarla, sólo puede venirnos de la contemplación de Cristo pobre».54

Mucho tiempo antes de haber redactado esta circular, la meditación sobre Cristo pobre, la había hecho escribir:

«Cada día que pasa, se afianza más en mí la convicción de que se me van a pedir otros desprendimientos, más crueles, más completos. Siento que todo tiene que desembocar en el Calvario, y que no debe quedarme como posesión más que lo que a Jesús le quedaba en la Cruz. Por eso me pre­paro para cuando Dios lo quiera, ¡a perderlo todo… todo!».55

En la circular del 2 de febrero de 1965, después de haber citado a san Vicente que nos pide «preferir la pobreza a las riquezas, los pobres a los ricos, la providencia divina a la prudencia humana…», escribía estas palabras que bien podemos hacer nuestras, en vísperas de nues­tras Asambleas:

«Que nuestra oración se enfervorice con tales acentos para pedir a María, la Virgen pobre y humilde por excelencia, que guíe en el sentido de la pobreza y la humildad, los trabajos de nuestras reuniones…».56

Vida fraterna

Nuestra Madre tenía para sí que la vida fraterna comunitaria corres­ponde al carisma inicial transmitido por san Vicente y santa Luisa:

«Desde que abrazamos la vida de Hijas de la Caridad, que es una vida consagrada a Dios por los santos votos y por el compromiso de vivir en comunidad, esa vida fraterna en común se ha convertido para nosotras, en una obligación… Por lo demás, en la fórmula de los Santos Votos, obser­varán ustedes que decimos: «en la Compañía de las Hijas de la Caridad». La vida fraterna es, pues, voluntad de Dios, llamada que el Señor nos hace… Y es en comunidad cómo y dónde debemos intentar dar a Cristo a los demás».57

La vida fraterna empieza estableciéndose por lazos espirituales, de la mente:

«La vida fraterna es una vida de unión, unión que debe efectuarse desde el espíritu».58

Por eso, insiste en los medios que le parecen factores de unión: la comunicación mutua de la oración, la revisión de vida comunitaria, todos los intercambios y, sobre todo, la oración. Concede gran importancia a la lectura:

«Es necesario leer juntas, como también, comprender juntas, y querer ade­lantar juntas».59

Y concluía poniendo el ejemplo de los militantes obreros que tienen la preocupación constante por la promoción colectiva del mundo obre­ro. Y es cierto que con ella hemos leído mucho y a veces discutido ampliamente, a partir de lo que habíamos leído.

La oración comunitaria debe desbordar el marco de la propia comu­nidad:

«Oremos por las grandes intenciones de la Iglesia, oremos por los pobres, oremos por todos los que no conocen el nombre de Dios».60

La unión de las mentes se establece también en el silencio que res­guarda y sostiene el pensamiento y prepara los intercambios. Nuestra Madre valoraba mucho el silencio y lo sostenía con su presencia:

«Cualquier esfuerzo de conversión hacia Dios no puede efectuarse sin cier­to número de condiciones previas, las principales son el silencio y la ora­ción, junto con la aceptación de la voluntad de Dios. Tenemos que volver sin cesar a la práctica del silencio. No sabemos respetar lo bastante el silencio porque no lo llenamos bastante de Dios. Si estuviéramos ávidas de conver­sar con Él, también lo estaríamos de silencio. Los momentos prescritos por la Regla los veríamos como momentos privilegiados. En verdad, podríamos preguntarnos muy en serio en nuestras oraciones si la mejor traducción de nuestras negligencias con relación al silencio, no es acaso la tibieza de nuestro amor. Cuando se ama de verdad, se desea la comunicación y, entonces, el silencio entre dos seres pasa a ser comunión en una misma inquietud. ¿Amamos suficientemente a la Compañía como para reflexionar en silencio en las cuestiones que nos plantea? ¿Somos lo bastante cons­cientes de que formamos la Iglesia como para sentirnos aludidas por todo lo que nos propone?… Tenemos nuestros tiempos de silencio para escuchar en nosotras las inspiraciones del Espíritu… Pero es Espíritu de Amor y no vendrá a nosotras sino en la medida en que le llamemos y en que se esta­blezca en nuestra mente y en nuestro corazón, la primacía de la Voluntad del Padre y en que se configure nuestra conducta con la de Cristo, sobre todo, en lo esencial de cuanto vino a decirnos: el amor al prójimo y la humil­dad de corazón. Sí, en esa medida, es cómo resonará en nosotras la voz del Espíritu y los silencios no nos serán ya una carga pesada».61

La vida fraterna es también lazo de caridad entre nosotras, sobre todo, por la tolerancia. Al igual que los Fundadores, nuestra Madre hablaba con frecuencia de ello en los intercambios:

«Reflexionemos sobre la manera cómo soportamos los defectos de las demás. Es indudable que nosotras tenemos defectos que constituyen una carga personal que nos hace sufrir. A pesar de nuestros esfuerzos, no con­seguimos dominarlos. Esto, referido a nosotras, lo comprendemos muy bien. Comprendámoslo, pues, también en relación con las demás. Alter alterius… La carga de mi hermana son sus defectos, hagámosla nuestra, estemos pron­tas a cargar con ella. Esto supone caridades espirituales hechas con amor».62

Nuestra Madre atraía sin cesar nuestra atención sobre el progreso de nuestra vida espiritual, de la que somos responsables. Insistía en que tuviéramos una verdadera dirección espiritual y veía en esa dirección «un medio eficaz para adelantar en la imitación de Cristo»:63

«Nuestra vida espiritual, como toda vida humana, supone un ritmo de crecimiento, de desarrollo, y es responsabilidad nuestra cuidar de ella».64

III. SENTIDO DE PERTENENCIA A LA IGLESIA Y A LA COMPAÑÍA

Sentido de Iglesia

«Entrar activamente en la marcha de la Iglesia y adaptarse al mundo de hoy, es cuestión de vida o muerte para una comunidad y, lo que es más grave todavía, de fidelidad o de traición a su vocación dentro de la Iglesia».65

Así se expresaba nuestra Madre el 26 de octubre de 1964, dirigién­dose a unos obispos reunidos en Roma para la tercera etapa del Conci­lio. Dos años antes, y con motivo de su elección como Superiora General, la Audiencia con el Papa Juan XXIII había sido de íntimo gozo para ella:

«Ya sabrá, por todos los detalles de la audiencia de la que bien puede decirse: «ha sido en realidad una dirección espiritual, de unos veinte minu­tos de duración». Las palabras del Santo Padre: «la acojo como Hija de la Caridad y como hija de la iglesia», me han proporcionado una inmensa ale­gría. «Realizar el Evangelio», ha sido como una confirmación… En resu­men, vivamos en la pobreza, sencillez y la alegría. Sólo el espíritu de fe puesto en práctica nos llevará a la paz. El Santo Padre me ha dejado, sobre todo, la impresión de su santidad personal y de un gran desprendimiento de su cargo, a cuyo servicio está sin apropiárselo».66

Este sentido de Iglesia se irá acentuando a lo largo de los trabajos del Concilio:

«Se nos ha confiado una porción de la Iglesia, somos solidariamente res­ponsables, todas juntas, de esa realidad de la Iglesia que es la Compañía de las Hijas de la Caridad», decía en mayo de 1965, cuando invitaba a las Visitadoras a que consideraran bajo la mirada de Dios, si la Compañía es verdaderamente «la representante ante los pobres de la caridad de Dios y de la Iglesia».

Sentido de la Compañía

Nuestra Madre había recibido de Dios una gracia particular para penetrar en el carisma de la Compañía, un agudo sentido de su voca­ción. Sin duda, ésta es la razón por la que, más de diez años antes de ser elegida Superiora General, pudo escribir:

«Me convenzo cada vez más de que nos hallamos en una curva peligrosa y crítica, y que serán necesarios largos años para conseguir una renova­ción. Pero tengo la seguridad de que se conseguirá».67

O también:

«Les aseguro que la situación es grave y los remedios difíciles y urgentes… Cuando entro dentro de mí misma, veo en mí esa columna inconmovible que es mi Dios, único pero firme apoyo de todo mi ser, única razón de ser, de mi actividad. Comprendo que la obra de la Compañía es obra de Él, que yo no soy más que un instrumento que puede, según quiera, utilizar o desechar, y que, a pesar de todas las deficiencias humanas, llegará al fin que se propo­ne sencillamente, sin tener en cuenta nada, con la única condición de que haya suficientes Hijas de la Caridad que trabajen por santificarse. Por tanto, mi mayor obra es santificarme y alcanzar la santificación para las demás».68

Más adelante, pondrá acento sobre el hecho de que:

«no son las transformaciones exteriores las que garantizan la renovación de un Instituto, sino la conversión individual al espíritu de Cristo y al Evange­lio. Eso es lo importante… La finalidad última de la renovación de la Com­pañía es llegar a ser rostro de Cristo presente en el mundo de los pobres. Pero no se trata de una simple presencia corporal; lo que da testimonio del Evangelio es la pureza de intención. Lo que hemos de pretender es la transformación de nuestra alma. Si nos hemos resuelto a unirnos a Dios, tenemos que ser totalmente suyas».69

En el Encuentro de la Unión Internacional de Superioras Mayores en 1967, puso de relieve la necesidad de ahondar en la unión con Cristo, a la vez que se hacía un esfuerzo de aproximación al mundo. Pero mani­festó también su firme convicción de que es necesario acentuar la voca­ción específica de cada Instituto:

«Cuanto más se va constituyendo la unidad de la vida religiosa en la Igle­sia universal, tanto más debe destacar y afirmarse la vocación específica de cada una de las familias religiosas».

El amor profundo a los Fundadores iba unido en nuestra Madre a una fidelidad, una adhesión apasionada a la Compañía no exenta de sufrimiento:

«¡Pobre y amada Compañía! Se me saltan las lágrimas sólo con evocar su nombre».70

«¡Pida mucho por mí! Es la primera vez que me veo cargada con un tra­bajo completamente, absolutamente contrario a mis inclinaciones. No me gusta lo que hago… Todas las mañanas pido a Dios la gracia de cumplir debidamente mi deber de estado y trato de no detenerme en mí misma».71

Hablando de la Compañía, dice esta frase:

«Creo que su transformación debe ser más una redención que un trabajo».72

Y en medio de sus múltiples dificultades, observa:

«En medio de todo, el único consuelo es un sentimiento de pertenencia absoluta a Dios, a la santísima Virgen, a la Compañía, para lo mejor y para lo peor».73

Siendo ya Superiora General, la expresión de su amor a la Compa­ñía irá siempre acompañada por su admiración ante lo que va descu­briendo. Durante su visita a diversas Provincias, escribe:

«Vamos del Magnificat de la llegada a la reunión de Hermanas Sirvientes, pasando por la reunión general de las Hermanas. Éstas, las Hermanas, son conmovedoras en su espíritu de fe, en su buena voluntad. ¡Son oro puro! ¡Que Dios nos conceda la gracia de saberlas moldear en el verdadero espíritu de san Vicente!».74

Y durante esas visitas, una inquietud, siempre la misma:

«Pida sobre todo al Señor que lo vea yo todo con su propia mirada y que así pueda descubrir lo que Él espera de nosotras en estos países, donde parece que hay tanto que hacer».75

De otra región, explica:

«Los cuatro primeros días han estado consagrados a las Hermanas: visita a las casas, benedicamus, instrucciones, intercambios. Todo esto, en un clima familiar muy bueno. ¡Qué emocionante es encontrar en todas partes Hermanas tan adictas a la Compañía, tan cercanas de mente y corazón! ¡Qué bueno y poderoso es Dios por habernos conservado en tal unidad! Verdaderamente, es una gracia especial de la Compañía. Ahora, tenemos aquí a las Visitadoras, y desde ayer por la mañana, trabajamos asiduamente en sus problemas particulares. Están encantadas de ello. Creo que es buena la fórmula de este tipo de encuentros regionales que van más allá de los problemas nacionales, aun quedando dentro de los límites de situaciones concretas, muy parecidas, por lo demás. Creo que es una fórmula con futuro, preferible con mucho, a los viajes de gran «estrépito oficial», con cantos, bailes, etc. Nuestra época es la del trabajo, y yo personalmente no tengo ningún carisma de ecos de sociedad».76

Llega en una ocasión a preguntarse:

«¿Nos ajustamos verdaderamente a la voluntad de Dios, al espíritu de la Compañía?».77

Su amor a la Compañía le hace considerar como prioritario ese tra­bajo interior:

«un trabajo personal que consiste en ponernos es estado de conversión».78

Es entonces, cuando propone a la Compañía, como preparación a la Asamblea General, ponerse en actitud de búsqueda de

«la verdad, la caridad y la unidad. Que nuestro espíritu y, sobre todo, nuestro corazón, estén dominados por estas palabras que son apelativo del mismo Dios».

Y sigue:

«No dar entrada jamás en nuestro pensamiento a nada contrario a la ver­dad… Situarnos en la caridad. No considerar nunca a nadie, quienquiera que sea, fuera de los términos de la caridad… Ser fermento de unidad».79

Estos breves extractos de las enseñanzas de nuestra Madre Guille­min, aunque limitados, se proponen ante todo hacer comprender lo que en su vida fue el «IMPERATIVO SOBERANO DE LOS VOTOS». Pero nos queda por señalar todavía en nuestra Madre, su humildad verdadera, sin límites ni escapatorias. Su naturaleza profunda lo atribuía todo a Dios:

«Me es imposible ahora dudar de que yo no soy nada y que Dios lo con­duce todo», escribía con motivo de acontecimientos relacionados con la Compañía. Esta convicción era para ella alegría y esperanza: «El mundo es como un paso. Lo que hacemos no tiene otro fin que entregarnos a Dios».80

Cuando, vencida por la embolia, repite varias veces: «me voy a morir…», era una afirmación que esperaba se le confirmase. La jaculato­ria que se le sugirió: «Dios mío, os amo con todo mi corazón», suscitó en ella la rectificación que correspondía a su entrega plena y total: «¡Dios mío, os amo con todo mi ser!».

Un día, en una de esas conversaciones inesperadas que surgen en los momentos de expansión comunitaria, una de nosotras le había pre­guntado: «Y a usted, Hermana, ¿cómo le gustaría morir?». Sencillamen­te contestó: «En el momento en el que más gloria pueda dar a Dios». ¿No escuchó el Señor este deseo?

En este año de estudio en profundidad de nuestras Constituciones, dejémonos desafiar a la conversión, por los testigos que Dios nos ha dado y nos sigue dando en la familia vicenciana:

«La conversión consiste en reajustar lo que somos con lo que debemos ser…81 El carisma de la Hija de la Caridad, prolongación del de su santo Fundador, no es otro que el descubrimiento de Cristo en los pobres por la contemplación… Necesitamos recobrar esta plenitud de vida espiritual, so pena de perder lo que constituye el alma de nuestra vocación».82

Llenas de gratitud, reiteramos la seguridad de nuestras oraciones por las intenciones de nuestro Superior General, P. Richard McCullen y por las del P. Lloret, nuestro Director General, quienes no cesan de orientarnos hacia el cumplimento de los designios de Dios sobre noso­tras. No dejemos de orar también por el P. Richardson, el P. Jamet, nues­tra Madre Chiron, así como por los Sacerdotes de la Misión que nos sos­tienen en nuestra vocación.

Por mi parte, pido también por todas ustedes y les quedo profunda­mente unida en Aquél que es nuestro todo. En Él, suya afma. hermana,

SOR LUCÍA ROGÉ
Hija de la Caridad

 

  1. Salvo indicación contraria, todas las citas está tomadas de, Sor Susana Guillemín, Escritos y Palabras, Ed. CEME, Salamanca, 1988.
  2. Sor Susana Guillemin, p. 47-48.
  3. Idem, p. 98.
  4. Idem, p.111.
  5. Idem, p.111.
  6. Idem, p.113.
  7. Correspondencia.
  8. Idem.
  9. Idem.
  10. Sor Susana Guillemin, Escritos y Palabras, p. 165.
  11. Repetición de Oración, mayo 1967.
  12. Repetición de Oración, 15 de enero de 1962.
  13. Sor Susana Guillemín, o. c., pp. 166-167.
  14. Idem, p.168.
  15. Susana Guillemin, Problemas y futuro de las religiosas, Mensajero, Bilbao, 1969. p. 35.
  16. Mt 25, 40.
  17. IX, 498.
  18. Sor Susana Guillemin, o. c., pp.178-179.
  19. Correspondencia.
  20. Sor Susana Guillemin, o. c., p. 907.
  21. Idem, pp. 22-23.
  22. Correspondencia.
  23. Correspondencia.
  24. Cfr. C. 2.9.
  25. Repetición de Oración, 18 de enero de 1962.
  26. Cfr. C. 2.6.
  27. Cfr. C. 2.8.
  28. Cfr. C. 2.9.
  29. Repetición de Oración, 21 de septiembre de 1960.
  30. Repetición de Oración, 24 de enero de 1961.
  31. Sor Susana Guillemin, o. c., p.140.
  32. Idem, p. 143.
  33. Idem, p. 144.
  34. Idem, p. 145.
  35. Correspondencia.
  36. Sor Susana Guillemin, o. c., p. 904.
  37. Repetición de Oración, 26 de mayo de 1959.
  38. Repetición de Oración sin fecha.
  39. Sor Susana Guillemin, o. c., pp. 150. 154.
  40. Idem, pp. 155, 160.
  41. Repetición de Oración, 12 de diciembre de 1957.
  42. Sor Susana Guillemin, o. c., p. 120.
  43. Repetición de Oración, 5 de abril de 1962.
  44. Correspondencia.
  45. Idem.
  46. Repetición de Oración, Renovación, 1961.
  47. Repetición de Oración, 26 de octubre de 1964.
  48. Sor Susana Guillemin, o. c., pp.122-123.
  49. Repetición de Oración, 23 de junio de 1964.
  50. Sor Susana Guillemin, o. c., pp.125-126.
  51. Idem, pp.127-128.
  52. Repetición de Oración, 24 de junio de 1964.
  53. Sor Susana Guillemin, o. c., pp. 126-127.
  54. Idem, p. 122.
  55. Correspondencia.
  56. Sor Susana Guillemin, o. c., p.134.
  57. Idem, pp. 315-316.
  58. Idem, p. 314.
  59. Idem p. 328.
  60. Idem, p. 330.
  61. Repetición de Oración, sin fecha.
  62. Repetición de Oración, mayo de 1956.
  63. Cfr. C.2.13.
  64. Hermanas Sirvientes, mayo de 1966.
  65. Susana Guillemin, Problemas y futuro de las religiosas, Mensajero, Bilbao, 1969. p. 22.
  66. Correspondencia.
  67. Correspondencia.
  68. Idem.
  69. Intervención de 26 de junio de 1967.
  70. Correspondencia.
  71. Idem.
  72. Idem.
  73. Idem.
  74. Idem.
  75. Idem.
  76. Idem.
  77. Intervención del 12 de abril de 1964.
  78. Intervención de 27 de febrero de 1967.
  79. Ibidem.
  80. Repetición de Oración, del 4 de enero de 1962.
  81. Sor Susana Guillemin, o. c., p.51.
  82. Idem, pp. 55-56.

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