Lucía Rogé: Circular de Renovación, 1975

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía RogéLeave a Comment

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Autor: Lucía Rogé, H.C. .
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ACTITUD DE POBREZA

2 de febrero de 1975

Queridas Hermanas:

Consciente de estar unida a cada una de ustedes en el gesto de don absoluto al servicio de Cristo en los pobres, he presentado con emoción a nuestro Superior General, nuestra petición de la «Renova­ción». Esta gracia se nos concede este año, en la fiesta litúrgica de la Anunciación, el 7 de abril próximo, en la que renovaremos en la Com­pañía nuestros compromisos para con Dios y los pobres.

Con la preocupación de continuar nuestras reflexiones sobre los puntos fundamentales estudiados en la Asamblea General, me parece bien que nos preocupemos, juntas, de nuestra actitud de pobreza. Digo que nos preocupemos, juntas, ya que esta carta se orienta hacia una puesta en tela de juicio y a unos interrogantes personales y comunita­rios. Esta carta quiere situarse humildemente, en el surco de las circula­res anteriores, relacionadas con el mismo tema (2 de febrero de 1965, 2 de febrero de 1972).

Hoy, con toda sencillez, como preparación para la Renovación, voy a plantearme con ustedes algunas preguntas. El responder a ellas, nos ayudará tal vez a asumir plenamente las exigencias del voto de pobreza.

Esta búsqueda nos pide primero, una toma de conciencia de lo que es la pobreza en nuestro mundo actual y, por tanto, de lo que viven los pobres. San Vicente, en efecto, en varias ocasiones, recomienda a las Hijas de la Caridad «ajustarse a los pobres». ¿Cómo comprender esta recomendación tan frecuente en las conferencias de nuestros Fundado­res? ¿Cómo entrar en este esfuerzo de ajuste?

Les propongo que hagan esta toma de conciencia, a partir de la «pobreza absoluta», según la expresión de los economistas (cfr. L. Sto­leru), es decir, a partir de lo que viven los pobres que pertenecen a fami­lias que no logran salir de la indigencia, después de varias generaciones. La «pobreza relativa» se sitúa en el plano de la diferencia de posi­bilidades que hay para acceder a los bienes colectivos. Ha podido decirse: «Es pobre el que se siente pobre». Esto se revela con el descu­brimiento de las desigualdades y la comparación de los modos de vida. Esta apreciación, subjetiva y objetiva a la vez, contribuye, por otra parte, a engendrar un aumento de pobreza. En efecto, para escapar de esta clasificación, «para no tener aspecto de pobre»… se realza el tren de vida, se sobrepasan las posibilidades, se contraen deudas…

Pero hoy, no voy a reflexionar con ustedes sobre los que son relati­vamente pobres, sino sobre aquéllos que han llegado a una pobreza integral, que les mantiene en el umbral de la subsistencia. Estoy íntima y fuertemente convencida de que san Vicente nos enviaría, con priori­dad, a éstos. Interiormente, tengo la certeza de que nos pide que «nos ajustemos a éstos», y también pensando en ellos dice: Sirviendo a los pobres, es justo que vivamos pobremente.

La «pobreza absoluta» se caracteriza, en primer lugar, por la falta de dinero, falta permanente, la mayor parte de las veces hereditaria. Como consecuencia, se presentan todas las demás penurias. El dinero, en cier­to modo, manda en la vida…, en la del cuerpo, y por vía de consecuen­cia, en la del espíritu. Varias de las Provincias nos lo han hecho com­prender bien en la Asamblea General, durante nuestro intercambio sobre el servicio de los pobres. Está probado científicamente, nos recordaron, que las grandes carencias alimenticias sufridas en los primeros años de la vida, perjudican gravemente al desarrollo del cociente intelectual.

La falta de dinero constituye el punto de partida de un encadena­miento de dificultades y catástrofes que desembocan en un cúmulo de pobrezas: pobreza material, pobreza de salud, pobreza de «vida» social y cultural. En este estadio, en efecto, aparecen tantas diferencias entre el ambiente de consumo y lo que se vive, que la integración en la socie­dad existe sólo en parte.

La O. N. U. ha establecido una definición internacional del standard y niveles de vida, y presenta un análisis en función de varios datos: salud, consumo, alimentación, empleo y condiciones de trabajo, condi­ciones de alojamiento, enseñanza, vestido, ocios…, que permiten deter­minar un «umbral de pobreza». Este «umbral» es distinto según los paí­ses y su desarrollo, pero traspasado, se produce el estado de angustia, con la indigencia casi total en todas sus formas.

Los pobres del «umbral de pobreza» pueden justamente satisfacer las necesidades básicas de la familia. El riesgo permanente es lo impre­visto en cuanto a salud, accidentes, paro… Lo que les caracteriza también es una gran inseguridad, acompañada de una vulnerabilidad cons­tante: por ejemplo, las causas de fallecimiento por accidentes, suicidio, alcoholismo, son cuatro o cinco veces más numerosas que en las otras categorías sociales. A este nivel, existe infaliblemente, transmisión de pobreza de padres a hijos.

De este modo, de generación en generación, se esculpe el rostro del pobre… Radicalmente inseguro, vulnerable, dependiente, desprovis­to de toda posibilidad de iniciativa, de expresión, vive la mayor parte de las veces sin encontrar verdadera consideración, sin llegar a crearse una red de amistades y de relaciones que lo socorran. Con frecuencia, se encuentra humillado, herido por la indiferencia, el desprecio, el olvi­do. Retrocede socialmente con la disminución de sus medios y la obli­gada reducción de sus necesidades.

Siguiendo el proyecto de la revisión, presentada al comienzo de esta carta, hagámonos algunas preguntas.

  1. ¿Estamos atentas, en verdad, a todas esas personas del umbral de pobreza? El amor desarrolla la atención…
  2. La revelación de su pobreza, ¿nos provoca un interrogante sobre nuestra escala de valores y una revisión de la misma?
  3. ¿Estamos prontas a reconocer que existe cierta desigualdad entre el pobre y nosotras…, una distancia que molesta y, a veces, según los casos, impide que se entable el diálogo? Es difícil comunicarse cuando se está «lejos» unos de otros.

«Nuestro Señor quiso estar entre los pobres para darnos ejemplo y que hagamos lo mismo».1 San Vicente emplea varias veces esta fórmula para significar que, para nosotras, se trata de estar en conformidad de situación y de sentimientos con los pobres, lo que él traducía también de otra forma: «Sirviendo a los pobres, es justo que vivamos pobremente». Él conoce en lo concreto, la pobreza y los pobres; su juventud quedó mar­cada por ellos. Sabe la importancia que tienen para la vida el alimento, la vivienda, el vestido: «En el país de donde yo procedo…, se alimentan con un pequeño grano, llamado mijo».2 Experimentó los sentimientos de humillación a que da lugar la pobreza: «Cuando mi padre me llevaba con él a la ciudad, como estaba mal trajeado y era un poco cojo, me daba vergüenza ir con él y de reconocerlo como padre».3 Recuerda las opciones dolorosas que ella provoca y su repercusión en la familia.

Tal es el caso de la venta de un par de bueyes, realizada por sus padres, para pagarle los estudios. Midió toda la amplitud de las modificaciones que producen estos factores, exteriores en apariencia, en el comporta­miento de las personas.

Insistirá, por lo mismo, sobre la importancia de vivir la pobreza mate­rial, subrayará sus componentes y señalará su finalidad desde los pri­meros años de la Compañía: «No tenéis derecho a más que para vivir y vestir; el resto pertenece al servicio de los pobres».4 Este tema, lo repe­tirá a lo largo de su vida: «La pobreza quiere decir que no se tiene la dis­posición de ninguna cosa y que no se desea poseer nada en privado; pues apenas nos empeñamos en disponer de algo según nuestra volun­tad, entonces dejamos de ser pobres».5 Un mes más tarde, el 8 de sep­tiembre de 1657, san Vicente explica de nuevo a las Hermanas hasta dónde debe llegar ese desprendimiento: «El tiempo de las Hijas de la Caridad tampoco es suyo: se lo deben a los pobres y a la práctica de sus reglas».6 Santa Luisa expresará su pensamiento con un acento más absoluto: «Somos las siervas de los pobres; por tanto, tenemos que ser más pobres que ellos».7

Hoy buscamos, siguiendo el ejemplo del Hijo de Dios («¿Quién que­rrá ser rico después de que el Hijo de Dios quiso ser pobre?»),8 y a imi­tación de los Fundadores, cómo podemos ir lo más lejos posible, al encuentro del Otro, ese Otro de quien queremos en verdad ser las sier­vas, ese Otro que es el pobre, ese Otro que es Cristo.

Cuando nos acercamos a los menos favorecidos, a los pobres de ese umbral de pobreza, se esfuma la tentación de creer que podamos llegar a ser como ellos. Por el contrario, comprendemos mejor a medida que la comunicación es más intensa, la profundidad de nuestras dife­rencias, a pesar de que nuestro amor desearía abolirlas. Todas hemos visto, al menos a través de los medios de comunicación social, a aque­lla mujer que recogía los granos de arroz de entre el polvo del suelo, después de la distribución… A aquella otra, que partía un plátano en tres, para sus hijos, quedándose ella misma con hambre… Hemos com­probado la superpoblación de las viviendas en las ciudades de las gran­des aglomeraciones, los empujones de los transportes públicos, la larga espera en las taquillas…, la búsqueda de los objetos que todavía pueden venderse para vivir… Hemos leído encuestas sobre la incertidumbre del trabajo…, las dificultades de contratación, el sujetarse a un trabajo que no se ha escogido, que a veces se encuentra día a día, porque hay que vivir… Tal es la actualidad de la pobreza.

De este modo, como en la época de san Vicente, las cuestiones de fondo para los pobres son, en primer lugar, las que se refieren a los aspectos elementales de la existencia: el alimento, la vivienda, el traba­jo, la salud. Digámonos con humildad que, cuando no hemos conocido esta inseguridad respecto de las necesidades inmediatas de la vida, tenemos que realizar verdaderos esfuerzos para acercarnos a los pobres. Nos imaginamos, creemos saber. En realidad, nos quedamos siempre más acá… Pero con todo, no retardemos nunca la marcha en este encuentro que debe conducirnos a la comunión para el verdadero servicio, recordando que «somos de condición pobre y siervas de los pobres»9 y «os tiene que gustar veros tratadas como los pobres».10

No hay pobreza sin privación. La atención verdadera a los pobres, con la preocupación vicenciana de «ajustarse» a ellos, debe provocar­nos a una renuncia voluntaria.

  1. ¿Estamos dispuestas a aceptar que se ponga en tela de juicio nuestro estilo de vida, nuestras costumbres, a partir de lo que viven los que «carecen», y que «sufren» las restricciones de la pobreza?
  2. ¿Somos capaces de limitar voluntariamente nuestras necesidades, una vez asegurado lo esencial? ¿Y aun de negarnos algo?
  3. ¿Podemos decirnos, con lealtad, cuando estamos en una pobreza próxima a un cierto bienestar, que continuamos «hambrientas de Justicia», vigilantes para salvaguardarla, preocupadas por una promoción indivi­dual y colectiva de los pobres?

Pero el verdadero acercamiento a los pobres en la pobreza, va más allá de una analogía de situación material. Todo nuestro ser es el que debe comprometerse en la pobreza. Buscar vivir la pobreza en el surco del pobre, es caminar, no sólo en la inseguridad, sino también en la insignificancia, ser «no-reconocido», incluso despreciado: «Es cierto que cuanto más despreciado, pobre, humillado sea uno, más se parecerá al Hijo de Dios, el cual tanto amó el desprecio y la pobreza».11 Es también experimentar la molestia y la humillación de sus limitaciones ante los poderosos, los sabios, los ricos. San Vicente ama esta idea de desprecio, aliada a la pobreza. Ya en la conferencia del 25 de enero de 1643, indica a las Hermanas los rasgos específicos de la Hija de la Caridad: «Una señal muy segura de que sois verdaderas Hijas de la Caridad, es que amáis el desprecio, porque no os faltará ocasión de recibirlo».12 Por­que vivir en la pobreza es chocar con la «seguridad» de los demás. Con frecuencia, la seguridad que maneja las ideas, distribuye los juicios, afir­ma opiniones, se apoya en la seguridad material tanto como en el cono­cimiento verdadero.

Para emprender este camino de pobreza, se nos han indicado ante­riormente algunos «pasos». Veámoslos de nuevo, en la lógica de nues­tra revisión de vida de hoy:

«Desprendernos de situaciones de posesión, de nuestras posiciones de autoridad,
de nuestros complejos de superioridad,
para entrar en la proximidad de la inserción y de la colaboración frater­na con los demás».13

Dejar de este modo, cuando los pobres no corran el riesgo de sufrir con ello, toda posición de poder y de poderío, constituye una auténtica búsqueda de pobreza. Ella nos conduce a ocupar nuestro verdadero lugar de Hijas de la Caridad, el de siervas que consienten en pasar su vida en la sujeción a un horario determinado, en la tensión de una fatiga continua y el peso de un control. Ser la sierva pobre, cuyos servicios se dirigen a los verdaderamente pobres, es lo que una vez más ha afirmado la última Asamblea General de las Hijas de la Caridad en sus intercambios.

  1. ¿Tenemos realmente el deseo de facilitar ese reajustarnos a los pobres, cada vez que lo exige un mejor servicio?
  2. El abandono de lo que podría, equivocadamente, ser considera­do como propiedad personal, el salario, por ejemplo, ¿es para nosotras un gesto espontáneo de pobreza y de compartir en Comunidad?
  3. Nuestra colaboración, ¿lleva el sello de la humildad? La humildad es el soporte de la pobreza voluntaria.
  4. Nuestras inserciones, ¿son una verdadera proximidad interior como lo son en el exterior? Al tomar la condición de sierva pobre, nos adherimos a sus consecuencias de trabajo, cansancio, dependencia… Nuestro con­sentimiento, ¿se extiende hasta esas mismas exigencias presentadas por la Compañía y vividas a través de la vida fraterna comunitaria?

A medida que la Hija de la Caridad «se va aficionando a la pobre­za, crece en ella el amor de Dios», nos dice san Vicente.14 La Hija de la Caridad, cuanto más se ajuste a los pobres, en un auténtico segui­miento de la pobreza, cuanto más los trata y entra en ese misterio de la pobreza, tanto más se ve impulsada a unirse con Cristo, «que quiso vivir en este estado». «Contemplación y acción», indispensables para su unidad de vida, se traducen así: «Amor y servicio». Es el amor de nuestro Señor a quien reconocemos, el que dilata nuestra disponibili­dad, nuestra capacidad para acoger y para escuchar. Hace brotar el gesto gratuito, sin esperar retorno, y lo sitúa a nivel del intercambio fraterno.

Si la pobreza se traduce en un estilo de vida, consiste, sobre todo, en una tensión continua, por desprendimientos sucesivos, tendiendo a un crecimiento en el amor. San Vicente desea que sus hijas lleguen a la verdadera pobreza, mediante este acrecentamiento en el amor, que estén libres de todo apego, no queriendo poseer nada que no sea el Señor: «Tenéis que entregaros a Dios para vivir de la manera como vivió vuestro Esposo y para vivir en el estado en que él vivió sobre la tierra… Tenéis que contentaros con no tener más que a él».15

Opción de amor, la pobreza provoca un violento deseo de semejan­za, y apremia a vivir con Jesucristo pobre, y a servirle. Sin amor, nues­tros esfuerzos de semejanza quedan vacíos; cumplidos por amor, pare­cen insuficientes, el amor nunca está satisfecho. Así es como el espíritu de pobreza de una Hija de la Caridad es un «espíritu de abandono de todas las cosas, que nos hace dejarlo todo por Dios».16 San Vicente insiste en la conferencia del 20 de agosto de 1656: «La pobreza obliga a no desear más que a Dios». Y de nuevo, más adelante: «La pobreza consiste en no desear más que a Dios».17 Los dos movimientos apare­cen bien claramente. La pobreza voluntaria nos obliga a no buscar sino a Dios, y cuando nos acercamos a Él, sólo a Él se desea.

Los detalles «a ras de tierra», que jalonan la enseñanza de san Vicente sobre la pobreza, no tener sino lo necesario, tanto por lo que se refiere al alimento como en cuanto al vestido y habitación, no son más que medios para buscar a Dios y asemejarse a Él, y medios para ajus­tarse a los pobres. Se destacan dos impulsos de una misma mística.

Ninguna de nosotras puede seguir con solas sus fuerzas este itine­rario de pobreza vicenciana, exigencia de Amor y de Justicia para con aquéllos a quienes queremos servir. En una oración humilde, pidamos la gracia de nuestra conversión.

Tratar de responder a las preguntas planteadas avivará en nosotras, así lo espero, el deseo de encontrar el rostro de Cristo en los verdade­ramente pobres. Es la llamada al desprendimiento, a cierta soledad, a la dependencia que también Cristo encontró en la Cruz, y que resonó hasta el alba de Pascua. Esta llamada renovada a la pobreza, es la de la Misión. Que podamos, como la Virgen María, hacer de toda nuestra vida la respuesta que Dios espera, y que podamos ser en verdad «sier­vas del Señor», junto a los pobres de hoy…

Nos unimos, en el agradecimiento y la oración, a las intenciones de nuestro Superior General, del Padre Jamet y de nuestra Madre Chiron. En la fe, la esperanza y el amor, fortalecidos en nosotras por la gracia de la renovación de nuestros votos, quedo fielmente, su Hermana.

SOR LUCÍA ROCÉ
Hija de la Caridad

  1. I, 362
  2. IX, 94.
  3. XI, 693.
  4. IX, 99.
  5. IX, 883.
  6. IX, 908.
  7. IX, 1221.
  8. IX, 813.
  9. IX, 841.
  10. IX, 1199.
  11. X, 836.
  12. IX, 94.
  13. S. GUILLEMIN, Conférences et Témoignages, Paris, Fleurus, pp. 33-34.
  14. IX, 892.
  15. IX, 816-817.
  16. XI, 141.
  17. IX, 818.

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