El miércoles de la Semana Santa del año 1500 una expedición portuguesa, procedente del otro lado del Atlántico, arribaba a las indígenas tierras brasileñas. Pocos días más tarde, el Domingo de Resurrección, bajo la protección de una enorme Cruz plantada en la arena, el franciscano fray Enrique de Coimbra celebraba en ese mismo lugar la primera Misa. Así nacía, en las bonitas playas de la costa sur del Estado de Bahía, un país de proporciones continentales. Bautizado con el nombre de Tierra de Santa Cruz, Brasil llevaba consigo, en germen, todo un futuro de actos heroicos y de catolicidad, que llenan las páginas de su Historia.
Uno de ellos ocurrió en nuestros días, tan marcados por el pragmatismo y por la falta de Fe, tan carentes de personas dispuestas a servir a Dios, de ser generosas, de ser castas o darse a los demás.
También en una Semana Santa, en la misma Bahía gloriosa, al igual que Santa María Goretti, una monja de nuestros tiempos derramaba su sangre en defensa de su pureza, en el amor a la obediencia y al servicio de los más necesitados, cumpliendo su vocación de Hija de la Caridad de San Vicente de Paúl y de Santa Luisa Marillac: la Hermana Lindalva Justo de Oliveira.
Propensión para ayudar a los otros
Nació el 20 de octubre de 1953, en el seno de una familia campesina del municipio de Açu, en el Estado de Río Grande do Norte. Recibió las aguas bautismales tres meses después de venir al mundo.
Su padre, Juan Justo da Fe, cultivaba su pequeña propiedad agrícola para mantener a una familia numerosa de 16 hijos. Era un hombre piadoso y de carácter fuerte. Admiraba las historias de los patriarcas del Antiguo Testamento y en cierta manera los imitaba. María Lucía, su madre, era consciente del compromiso que había asumido al contraer matrimonio: la formación de sus hijos. En esta católica familia se reflejaba el amor entre padres e hijos, aunque no faltaban la disciplina y la severidad si era necesario corregir el menor capricho o travesura infantiles.
Desde chica, Lindalva demostraba propensión para ayudar a los otros y se sensibilizaba con el sufrimiento ajeno. No le gustaban las riñas y nunca se irritaba. Le agradaba correr, bañarse en una laguna cercana o subirse a los árboles para comer los frutos recién cogidos. Su diversión favorita era moldear muñecas de barro, que dejaba secándose al sol, y después les hacía vestiditos con retales de tejidos.
Manifestó ser una niña muy madura para su joven edad. Tenía ya conciencia del sacrificio que suponía para sus padres mantener y educar a tan numerosa prole y quería auxiliarles de alguna manera. Siempre estaba disponible para ayudar a su madre; aprendió enseguida a cocinar y a coser. Intentaba imitar el ejemplo de su progenitora que, a pesar de pobre, sacaba de su parca despensa para socorrer a otros más necesitados.
Vivía en el mundo sin ser del mundo
Los niños crecían, necesitan estudiar y las exigencias aumentaban. Juan decidió mudarse a la ciudad, Açu, donde varios de sus hijos consiguieron un empleo. Lindalva estudiaba primaria y trabajaba como niñera en la casa de una rica familia. Si algún conocido necesitaba ayuda, por enfermedad u otro motivo, recurría a ella. «Debes tener vocación de enfermera, pues estás siempre disponible y lo haces todo con alegría» —le decía una de sus compañeras.
Cuando nació la primera hija de su hermano mayor, que se había trasladado a la ciudad de Natal, se fue a vivir con él. Ayudaba a la joven madre, mientras proseguía sus estudios. Consiguió un trabajo de asistente administrativa y llevaba la vida de cualquier muchacha de buenos principios. Vivía en el mundo, pero no pertenecía a él. No tenía propósitos de casarse y prestaba servicios como voluntaria en un asilo para mayores, mantenido por las Hijas de la Caridad.
Aunque por su temperamento era tímida y reservada, allí se transformaba, volviéndose extrovertida, llena de vida y con una alegría que contagiaba. Los ancianos la esperaban ansiosos, porque tenía mucha paciencia, afecto y afabilidad con ellos. Era la vocación que maduraba con fuerza en su alma. «El fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza» (Ga 5, 22), dice el Apóstol. Y no fue otra cosa la que Lindalva manifestó a lo largo de su vida relativamente corta.
Alegría en la donación a los demás
Empezó a estudiar enfermería para poder darse más y tomó la gran decisión de su vida: en septiembre de 1987, escribía a la Provincial de las Hijas de la Caridad para pedirle ser admitida como postulante. «Hace mucho tiempo que deseo entrar en la vida religiosa, pero sólo ahora me siento disponible a seguir la llamada de Dios. Estoy lista para dedicarme al servicio de los pobres», escribió.1
Ingresó dos meses después y fue enviada a hacer el postulantado en la comunidad del Centro Educativo Santa Teresa en Olinda, Estado de Pernambuco. Este período no fue sino un continuo ejercicio del propósito que había hecho de basar su vida espiritual en la felicidad en Cristo y en el bien del prójimo. El testimonio de sus superioras durante esta etapa siempre fue de admiración por su disponibilidad, por su humildad, y la alegría en la entrega a los demás, fueran pobres o ancianos o sus propias hermanas de vida comunitaria.
«¡Quiero ser santa!»
Progresaba en la vida interior, entregándose más y más en las manos de Aquel en quien se había abandonado, confiándole por completo su destino, tal cual lo recomienda el rey Profeta: «Encomienda tu suerte al Señor, confía en Él, y Él hará su obra» (Sal 37, 5).
Algunas de sus cartas confirman la plenitud de esa entrega al Señor, y revelan la autenticidad de la vocación que había elegido. «Me encuentro muy feliz. (…) Mi destino está en las manos de Dios, pero deseo de todo corazón servir siempre en el amor a Cristo», así le escribía a una amiga suya en marzo de 1988.
Enseña Dom Chautard que el alma de todo apostolado está en el desbordamiento de la vida interior. Y el don de servicio que Lindalva tenía se cimentaba en su vida de piedad y de oración. No sólo se limitaba a aliviar los sufrimientos físicos o las tristezas de los más necesitados, sino que procuraba dar alimento al espíritu con oraciones y buenos consejos. Le gustaba rezar con ellos, sobre todo el Rosario meditado, acompañado con canciones a la Virgen.
De hecho, su oración preferida era el Rosario. Lo tenía siempre a mano y aprovechaba cualquier momento libre para recitarlo. Explicaba esta costumbre de este modo: «Hay mucha gente que necesita mi ayuda y no puedo hacer otra cosa que rezar por ellos».
Su anhelo de progresar en la vida espiritual le llevó a preguntar cándidamente a su superiora, la Hna. María Expedita Alves, qué había que hacer para ser santa. Con sabiduría, le respondió:
— Hija mía, nadie nace santo; esto se puede lograr buscando la perfección en lo cotidiano de nuestra vida y también en cada una de nuestras acciones, incluso la más insignificante.
— ¡Quiero ser santa! —respondió Lindalva, fijando sus ojos en su superiora con una mirada profunda.
«¡Aquí todo es gracia!»
Este firme propósito fue el que marcó su vida, en el recorrido simple y común de una postulante, rumbo a la plenitud de la vida religiosa, en la práctica de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia.
Bajo la mirada atenta de sus superioras, fue admitida en el noviciado, dando así un paso más decidido en la entrega a Jesús, dentro del carisma de su Congregación: el servicio a los pobres y necesitados. En la fiesta de la Virgen del Carmen, el 16 de julio de 1989, vestía el hábito de Hija de la Caridad y pasó a llamarse Hermana Lindalva.
En una carta a una amiga, ese mismo año, le manifestaba como se sentía realizada en la vida religiosa: «¡Aquí todo es gracia! Vivimos en un profundo silencio y unión con Dios. (…) Mis pensamientos y el deseo que tengo de amar a Dios sobre todas las cosas hacen con que me sienta muy feliz. Otra parte de nuestra vida es el amor a las personas que conquistamos, pero es a través del amor a Dios con el que amamos a las criaturas; únicamente lo que no debemos dejar es que este amor sea mayor que el amor a Dios».
Todos la admiraban mucho
Habiendo terminado el noviciado, el 26 de enero de 1991, la Hna. Lindalva fue enviada a una residencia de ancianos en Salvador, la capital del Estado de Bahía. En una carta dirigida a una hermana de hábito volvía a renovar sus propósitos de ser humilde y sencilla en las dificultades que ciertamente vendrían, recordando las palabras de la Escritura: «No temas, porque Yo te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú me perteneces. Si cruzas por las aguas, yo estaré contigo, y los ríos no te anegarán» (cf. Is 43, 1-2).
Con esta confianza fue con la que cruzó las puertas del antiguo caserón del siglo XIX donde está instalada esa residencia llamada «Abrigo Don Pedro II», que está bajo la administración municipal, pero al cuidado de las Hijas de la Caridad. Recibió la incumbencia de cuidar del pabellón San Francisco, con 40 ancianos, situado en la primera planta del imponente edificio. En poco tiempo cautivó a su superiora y a sus compañeras de hábito, así como a los viejitos, con su manera alegre de ser y el perfume de santidad de su presencia. Todos la admiraban mucho.
Calmaba a los quejosos, recordándoles los sufrimientos del Salvador, y le daba alguna ocupación a los que aún podían hacer algo, para que se sintieran útiles. Donde surgía una necesidad, allí estaba la Hna. Lindalva con su porte siempre animado y caritativo.
No solamente cuidaba de las cosas materiales de los mayores, sino que también se preocupaba por su vida de piedad. Rezaba con ellos el Rosario y traía al capellán para que administrara los Sacramentos. Su vigilancia con respecto a la castidad se notaba incluso cuando iba a buscar al sacerdote, porque siempre pedía que alguien le acompañara. Era asidua a los actos de la Comunidad y cuando le sobraban algunos minutos, invariablemente, estaba en la capilla, rezando un poco más.
En el poco tiempo que le sobraba de las atenciones en la residencia, el Abrigo Don Pedro II, la Hna. Lindalva participaba en el Movimiento de Voluntarias de la Caridad Santa Luisa de Marillac, que visitaba a ancianos y enfermos en la periferia de la ciudad. Este Movimiento estaba dividido en grupos y ella pertenecía al de Santa María Goretti. Quizá no fuese por mera casualidad, como se verá más adelante.
Subida al Monte Calvario
Esta santa religiosa no podía imaginar que aquel querido Abrigo sería su Monte Calvario, el lugar destinado por Cristo para mezclar su sangre con la de Él. Los problemas empezaron en enero de 1993, cuando fue admitido un tal Augusto da Silva Peixoto. Sólo tenía 46 años, no cumplía la edad como para estar en un centro de caridad para ancianos, pero las monjas tuvieron que aceptarlo por motivos políticos. Lo alojaron en el pabellón que estaba a cargo de la Hna. Lindalva.
Este hombre desposeído de principios religiosos y morales se interesó, con malas intenciones, por aquella religiosa de vida pura y comenzó a asediarla de manera insistente e inconveniente. Las amonestaciones que recibía de otros internados y de la propia directora del sector social del Abrigo sólo sirvieron para aumentar en él fuertes sentimientos de frustración al ser siempre repudiado.
La Hna. Lindalva, que prefería morir a romper su voto de castidad, se vio obligada a tener mucho cuidado, y evitar cualquier actitud que pudiese ser mal interpretada por aquel individuo sin escrúpulos. Comentó la situación con algunas monjas y compañeras de voluntariado e intensificó sus oraciones. Pero por amor a los ancianos y por la fidelidad a la obediencia que la había designado para estar en el Abrigo, no quiso salir de allí. Por su carácter fuerte y seguro, no conocía el miedo o la debilidad, y jamás abandonaría su «campo de batalla». «Prefiero derramar mi sangre, antes que marcharme» —afirmó durante una recreación de la Comunidad.
«Nunca cedió»
El lunes de la Semana Santa de 1993, este personaje nefando compró en la feria del pueblo un cuchillo de pescadero, con la deliberada intención de matar a aquella religiosa que levantaba una infranqueable barrera a sus pésimos objetivos.
Durante toda la semana, al amanecer, la Hna. Lindalva participó en el Vía Crucis de la parroquia del Buen Viaje. Mientras recorría las calles de las cercanías en la madrugada del Viernes Santo, el 9 de abril, meditando la Vía Dolorosa de Jesús, ciertamente no tendría ni idea de que su subida particular al Calvario también culminaría ese mismo día.
De regreso al Abrigo, se dirigió enseguida al comedor para cumplir su tarea de servir el desayuno a los ancianitos, pero sin percatarse de la presencia de Augusto que estaba sentado en uno de los bancos del jardín. Éste, que la estaba esperando, subió detrás de ella, entró por la puerta del fondo del salón y la atacó por la espalda con una furia insana y diabólica. La frágil víctima mal pudo balbucear: «¡Dios me proteja!» Había recibido 44 cuchilladas.
Mientras limpiaba en su propia ropa el arma manchada con sangre inocente, el criminal enloquecido rugía: «¡Nunca cedió! ¡Aquí está su recompensa…!» De esta manera testimoniaba que la Hna. Lindalva había dado su vida como prueba de amor a Dios, por conservar intacta su pureza, en un auténtico martirio del cual los propios internados lo atestiguaban.
Semilla de nuevas vocaciones
Durante toda la noche pasó por el Abrigo un continuo flujo de fieles deseosos de rendirle un último homenaje a la religiosa. El Arzobispo Primado de Brasil, en la época el Cardenal Lucas Moreira Neves, ofició la ceremonia fúnebre y afirmó en su homilía que «la sangre de la víctima será semilla de nuevas vocaciones, no sólo para las Hijas de la Caridad, sino también para todas las Congregaciones de la Iglesia de Dios».
La Iglesia la proclamó Beata el 2 de diciembre de 2007, durante la ceremonia realizada en el Estadio Manoel Barradas, en San Salvador de Bahía. Sus restos mortales se encuentran en la actualidad en la capilla del Abrigo Don Pedro II. La Beata Lindalva es un ejemplo de cómo la alegría y la pureza son notas características de la santidad, a la cual todos hemos sido llamados.
Es lo que declaró el Cardenal Saraiva Martins en aquella ocasión: «A todos deseo, y pido al Señor para cada uno, la vitalidad gozosa que transmitía a los demás y que es la herencia más hermosa de Lindalva a sus devotos, para que sepan contagiar a las personas de su entorno, sabiendo bien que en cuanto hijos de Dios todos estamos llamados a ser santos y que el camino de la santidad es una senda de libertad para cada uno, porque hunde sus raíces en Cristo crucificado y resucitado».2