Leon Brancourt (1842-1884) (II)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Seglares vicencianos, Sociedad de San Vicente de PaúlLeave a Comment

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Autor: Desconocido .
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CAPÍTULO IV

León halla en la Conferencia de San Vicente de Paúl un poderoso medio de santificación.

Se lee en la Vida de San Vicente de Paúl que había juzgado muy prudentemente que él mismo no podía cami­nar ni guiar a los otros por un camino más derecho y segu­ro que por el que el Verbo y la sabiduría de Dios mismo le había señalado con sus ejemplos y con sus palabras. Por esto—añade el biógrafo—se propuso, antes que otra cosa al­guna, trabajar, con la ayuda de la gracia, en su propia santi­ficación, sabiendo bien que la regla más justa y más segura del amor que debemos a nuestro prójimo es el verdadero amor que estamos obligados a tenernos a nosotros mismos.(Abelly, lib. III, cap. XXIV.)

En las Asociaciones de caridad se encuentran muchos seglares que están animados de esos mismos sentimientos. Como aspiran a una vida de perfección, desean por sí mis­mos y por medio de sus compañeros introducir en las obras exteriores de caridad alguna cosa análoga a las terceras ór­denes, una especie de regla que les señale algunos ejerci­cios de piedad y otros medios para una más cabal santifica­ción de su vida.

El reglamento de las Conferencias de San Vicente de Paúl satisface ese deseo; supone una vida verdaderamente cristiana y prevé muchos sacrificios que hay que hacer para servir a los pobres de Jesucristo, en lo cual se ha dejado pru­dentemente una grande parte a la iniciativa de los socios. Entre los medios más fáciles para adelantar en la perfección se puede señalar la práctica anual de los ejercicios espiritua­les; esos ejercicios son uno de los auxilios más propios para favorecer aquellos piadosos y legítimos deseos de santifica­ción personal. San Vicente, en su tiempo, había organizado en San Lázaro esos ejercicios especiales.

La aspiración a una virtud más generosa y a un estado de perfección que observamos en los hombres del mundo, se manifiesta todavía con más viveza en las reuniones for­madas por jóvenes cristianos.

Nuestro joven socio León sentía este atractivo sobrenatural, que le llevaba hasta la perfección de la vida religiosa. Alrededor de él, semejantes ardores abrasaban el corazón de otros socios de la nueva Conferencia, de cuyo seno  salieron gran número de apóstoles. Uno, tomando el camino abierto por San Francisco Javier, gobierna actualmente como Obispo un vicariato de Kiang-si, en la China.
Otro está fundando, en medio de los pueblos de la América  del Sur, Seminarios mayores y menores. En un Estado vecino su hermano recoge por medio de las misiones los más abundantes frutos.

¿No deberemos también saludar con veneración al he­roico Misionero que se ofreció como víctima al pie de los altares para detener los desastres del bombardeo de la ciudad de Alejandría?

En la capital del Imperio turco un miembro de aquella Conferencia dirige el colegio católico de la Misión; otro tra­baja en el colegio de la Propaganda, en Esmirna.

¡Cuántos otros podríamos citar todavía, que llevan a tierra extranjera, desde el monte Líbano hasta la cadena de los Andes, la luz del Evangelio en el nombre y bajo la in­fluencia de Francia!

Más de treinta han salido de aquella Conferencia para consagrarse a la vida religiosa y particularmente a la fami­lia de San Vicente de Paúl, al apostolado de las Misiones ó a la enseñanza de la juventud. Entre éstos quiso ser contada León.

Después de la apertura de Octubre de 1861, día 21 del mismo, uno de sus antiguos condiscípulos, que había entra­do en la Orden de Santo Domingo, le escribía: «Carísimo amigo: Acabo de saber que has sido elegido prefecto de la amada Congregación de la Santísima Virgen. Este solo tí­tulo indica bastante que, a los ojos de sus condiscípulos que le habían elegido, León era un modelo de piedad y de re­gularidad, a lo cual le estimulaba de un modo particular el deseo que tenía de abrazar el estado religioso, como se ve por la carta que con fecha de 20 de Febrero de 186o dirigió a su hermano, en los siguientes términos:

«No puedo resistir a un pensamiento que me ocupa hace algún tiempo. No será fácil que adivines cuál sea. En virtud de él he formado la resolución de trabajar de manera que llegue a entender y leer la prosa de la lengua griega, como también y con más razón de la latina; pero eso será a condición de que ya que es tan grande tu deseo de mi adelantamiento espiritual, pidas por mí ya a Nuestro Señor en la santa Misa, ya a la Santísima Virgen, que me concedan la gracia que les pido, quiero decir, la vocación religiosa…

Sabes cuánto te ama tu afectísimo hermano. » LEÓN. »

El día 7 de Febrero de 186o, hablando de su proyecto de ir en peregrinación a la Saleta, había manifestado deseos de llegar hasta la gran Cartuja, no para quedar en ella, sino para pasar allí algunos días y volver para preparar los cami­nos, caso que Dios le llamase a una tan dichosa vocación.

Todavía ignoraba qué comunidad escogería, pero ya ha­bía sentido algún atractivo a las Misiones. En 1859 decía a su hermano: «Quisiera tener algo decidido respecto a mi vocación; entonces dirigiría todas mis acciones a ese blan­co. Por otra parte, conozco que en todo debemos tener pa­ciencia y proceder con prudencia. Si pudieses procurarme la Vida del Ilmo. Sr. Borie, Obispo de Acanthe, te lo apreciaría mucho; porque creo tener necesidad de una cosa semejante para animarme… Al presente parece que me inclino a los do­minicos, porque los dominicos van también a Misiones. Te ruego procures poner en mis manos esa Vida, porque creo que su lectura me ha de ser útil; en ella podría ver los sa­crificios que hay que hacer y los consuelos que se pueden esperar».

En otra carta había escrito:

«Carísimo hermano: Me parece que me convendría te­ner relaciones con algún Misionero ó con algún fraile, como por ejemplo, con el Padre que nos ha dado los ejercicios. Dime sencillamente lo que piensas sobre esto. Ya sabes cuá­les son mis sentimientos en cuanto al particular; cada día estoy más decidido a entrar en una orden religiosa. Yo me digo a mí mismo: Si es la voluntad de Dios el que sea Misionero, podrá conducirme a ese estado como fuere de su ¡grado por medio de la santa obediencia. Por de pronto, es menester prepararse. Hace un año que estoy en la misma resolución, y mi deseo es continuar del mismo modo.»

Por sus multiplicadas cartas se ve que esa vocación no es simplemente efecto de una imaginación ardiente, debiéndo­se tener en cuenta que naturalmente era muy reflexivo y que no se resolvía sino después de maduro examen.

CAPÍTULO V

Obstáculos que León halla para entrar en la vida religiosa.

El atractivo del joven socio a la vida religiosa no estaba sin lucha y sin prueba, como se conoce por la siguiente car­ta que con fecha de 17 de Julio de 186o escribía a su her­mano:

«En este momento y desde algún tiempo después de Pas­cua, me hallo entre Dios y el mundo. Con un pie estoy en un lado y con otro en el otro. Por una parte me siento atraído por los falsos placeres del mundo, y por otra conozco la va­nidad de todo lo que ofrece; pero la naturaleza en mí no los mira del mismo modo. En el fondo del corazón quisiera te­ner los dos pies con Dios, pero me hallo como atado, y para romper la cadena se necesita un grande esfuerzo y una con­tinua violencia… Es preciso que me decida a no tener más que un dueño. Tengo diecisiete años, edad de las pasiones y de las tentaciones, y también de las decisiones. Yo miro la que voy a tomar como cosa muy seria; de ella puede depen­der mi eternidad, y ve aquí por qué te había propuesto el ir, durante las vacaciones, a Liesse para hacer unos ejercicios, a fin de quedar bien convencido de las verdades fundamen­tales de la Religión, para decidirme a servir a sólo Dios y para siempre».

Su buen hermano, por razones de prudencia, le había dicho que no era necesario hacer aquellos ejercicios. León, por su parte, dispuesto siempre a no gobernarse por sí mis­mo, le escribió: «Bien sé que me aconsejabas que no fuese a Liesse para hacer los ejercicios. No obstante, sin dejar de someterme de buena gana a tu voluntad, te ruego que atien­das a la narración de mis miserias.» Y le hace la narración de las luchas interiores arriba referidas.

A esta prueba interior se añadió otra muy sensible. Al fin de la carta de 17 de Julio de 1860, puso lo siguiente: «Ruega mucho por mí, pues lo necesito más que nunca. Se trata de mi vocación, es preciso que me decida antes de las vacaciones.

Su digno tío, el abate Turquín, capellán de las religio­sas de la Cruz en San Quintín, a quien León tenía mucho respeto, deseando probar sus deseos de vocación, le escri­bió una larga carta para que abandonase su proyecto. Poco después recibió otra, en el mismo sentido, de su hermano, que le había dirigido en su edad pueril.

El joven León aceptó con humildad todas aquellas ob­servaciones; entretanto acudió a la oración, pidiendo a Dios que le diese luz para discernir la voz del cielo de la de la tierra, y luego pidió consejo a su director.

Su hermano, en una nueva carta, le sugiere el pensa­miento de esperar hasta que esté ordenado de subdiácono para fallar en aquel importante negocio. León, con toda la sencillez de su alma, le responde en los siguientes términos: .Tú me dices: ¿por qué no esperar hasta después de haber recibido el subdiaconado? Yo te respondí, cuando trataba contigo sobre este asunto: ¿Cuántos ejemplos podrías citar­me de jóvenes que, por no haber correspondido con bastan­te prontitud al llamamiento de Dios, perdieron su vocación? Pocos subdiáconos se ven que sigan una vocación religiosa, menos diáconos, y todavía menos sacerdotes. Llegando a cierta edad, cuando ya se han contraído ciertos hábitos, cuesta el sujetarse a una regla más estrecha. Espéranse uno o dos años, y esa dilación nunca acaba, y si tal vez llega el termino, es tanto más difícil el sujetarse cuanto más se ade­lanta en edad».

Con esa madurez raciocinaba un joven estudiante de Filosofía; y si se pregunta, ¿dónde aprendía esa prudencia? deberemos decir que en el Evangelio, porque añadía él:

«Al fin se hace lo que aquel joven a quien Nuestro Se­ñor aconsejaba que vendiese todos sus bienes y le siguiese. Aquello era un consejo, aquel joven pudiera haberse salva­do sin abrazarlo con todo su rigor. ¡Pero qué gloria celes­tial, qué tesoros de gracias habría adquirido si le hubiese seguido!», y concluía así: «Tú me dijiste en el invierno: La voz del director, es la voz de Dios. Yo procuraré escuchar esa voz y obedecerla».

Finalmente, por el mes de Enero de 1862, escribía a su hermano en una carta latina, muy bien redactada, que aquí traducimos:

«…Mi director ha hablado. Y yo he dicho a Dios: Heme aquí. Estoy convencido de que Dios me llama al estado re­ligioso; pero todavía no sé a qué Comunidad. Me quedan ocho meses para encomendarlo a Dios; espero que me ha­blará ya por algún notable atractivo que excitará en mí, ya por medio de mi director, que es hombre dotado de mucha prudencia.

«La muerte de mi amado padre me confirma en mi de­signio, y todavía me confirma más la muerte de mi amigo Destrumelle».

León, efectivamente, había perdido a su padre poco tiem­po antes, y esa pérdida, que había afectado profundamente su tierna alma, le despegaba de la tierra, que ‘tantos disgus­tos y tristezas ofrecía.

Mas, por otra parte, la muerte de su padre había provocado en su corazón mayor ternura para con su madre, su hermano y su hermana, y aquella intensidad de afecto había de hacer mucho más dolorosa todavía la separación.

Estaba para terminar el curso de Filosofía, y llegó el mo­mento en que había de decidir si le convenía entrar en el Se­minario mayor ó seguir su vocación al estado religioso. Des­pués de largas oraciones, comunicó a su director la resolu­ción que había hecho de entrar en la Congregación de la Misión de San Vicente de Paúl.

El director, teniendo presente la recomendación que San Vicente había hecho de no hacer diligencia alguna para atraer a ningún sujeto a la Congregación, se había mante­nido hasta entonces en una absoluta reserva.

La trasplantación de León a otro suelo no le había de preservar de una muerte próxima. ¿Pero no había la muerte herido a su mejor amigo Destrumelle en el suelo natal? Y la vida de San Luis Gonzaga y la de San Estanislao de Kostka, en su noviciado de la Compañía de Jesús, ¿no fue por ventu­ra una ganancia para ellos y para la juventud de la cual son modelo, aunque hayan sido también arrebatados en la flor de su edad?

CAPITULO VI

Entrada del joven socio de la Conferencia de San Vicente de Paúl en el no­viciado de la Congregación de la Misión.—Su felicidad en la vida reli­giosa.

El 26 de Septiembre de 1862 salía León de la casa-rec­toral de Fluquieres (Aisne), donde se hallaban reunidos su hermano, cura de la parroquia, su madre y su hermana.

He aquí algunos rasgos de las impresiones de su despe­dida, que hallamos en una carta dirigida a uno de sus pri­mos, excelente cristiano:

«… Desde el principio de las vacaciones tenía siempre a la vista esta última separación y trataba de que fuera para mi madre lo menos penosa posible. Como había ocho días que estaba enterada de mi partida, cuando llegó la hora, puede decirse que había ya hecho el sacrificio en su corazón. Espero me perdonarás el que te haya negado un día más: eso hubiera sido prolongar su pena y sus lágrimas, y, por mi parte, temía esas lágrimas de una madre que se despide de su hijo y lo pone en manos de Dios. Bien sé lo que pasaba en mí al daros a todos el último abrazo; pero me parecía tam­bién que Dios me llamaba, y esperaba que su gracia me acompañaría en aquel momento».

Semejantes emociones ocupaban el corazón de muchos santos cuando se despedían de aquellos con quienes habían vivido en el mundo, e iban a sepultarse en la soledad para hacer vida religiosa.

Algunos días después, León, escribiendo a su tío y a su tía, les refería así su llegada:

«Estoy muy contento del partido que he tomado y que tanto había deseado. El primer momento de la separación es penoso; es un sacrificio que cuesta a la naturaleza; pero Dios lo suaviza con gracias proporcionadas. Mi pena dismi­nuyó mucho cuando vi la resignación de mi madre, que ha ofrecido su sacrificio a Dios, de quien puede esperar que la vencerá en generosidad.

En cuanto a mí, al llegar solo a París, sin conocer a na­die, me hallaba algo estupefacto. Sin embargo, no me tur­bé. Pregunté a un sacerdote si iba hacia la calle de Sévres, etcétera, el cual me hizo subir en su coche y me condujo hasta San Lázaro. Después supe que era un Vicario general de París ‘, quedando avergonzado de haberle conocido por aquel medio.

«Ya llegado, hice unos ejercicios de pocos días, y poco después los hice con la Comunidad. Al presente estoy habi­tuado a las prácticas de la casa. Estoy tranquilo y contento, dando gracias a Dios de mi felicidad, y rogando por ti de un modo particular.

«Este primer año de noviciado, que se llama seminario interno, no tengo más que hacer sino corregir mis defectos, estudiar la vida de San Vicente, fundador de nuestra Co­munidad, aplicarme a ciertos ejercicios de piedad, a algún estudio de elocuencia, de sagrada Escritura y de Santos Pa­dres. Aquí todos somos hermanos y contribuimos mutua­mente a nuestra felicidad. Finalmente, te ruego que pidas a Dios que me conceda la santa perseverancia».

En su primera carta a su hermano y a su hermana da a conocer la felicidad de que disfruta en su vocación.

«… Como sabéis, desde el sábado 27 de Septiembre me hallo en París, donde vestí la sotana de Misionero el martes siguiente; de manera que actualmente tengo la dicha de ser del número de los novicios, llamados aquí seminaristas. Muchas veces oía decir que Dios recompensaba al ciento por uno los sacrificios que por Él se hacían. Ahora comprendo la verdad de aquellas palabras, porque verdaderamente me hallo feliz en París, y no deseo más que la perseverancia, la cual os ruego -de veras pidáis por mí a Dios. Llegué al mismo tiempo que cuatro irlandeses, y después vinieron otros dos jóvenes del Mediodía de Francia».

Tres meses se pasaron en las primeras alegrías que Dios da al alma que acaba de entregarse enteramente a Él, y el gozo continuaba en su corazón. He aquí, pues, algunas líneas de la carta que escribió a su madre en el mes de Enero de 1863:

(MI APRECIADA MADRE:

» En el discurso del año se ejecutan los deseos que se han tenido al principio de él. Hoy le diré a Ud. de nuevo que es grande el amor que le tengo, y que ese amor irá cre­ciendo, como espero, tanto más cuanto más vaya conocien­do la grandeza de los beneficios que me ha hecho, y de los sacrificios que se ha impuesto por mí, a todo lo cual le es­taré eternamente agradecido, particularmente al sacrificio que hizo tan generosamente al entregarme a Dios.

«Ya comprendo que ese sacrificio le costó a Ud. más que los otros; pero eso mismo ha de aumentar su esperanza. No seamos avaros para con Dios, y su divina Majestad no se dejará vencer en generosidad, ni aun en la presente vida, como suele hacerlo.

De mi parte doy gracias a Dios por el beneficio de la vocación, y le ruego que remunere a Ud. abundantemente y que me conceda la perseverancia. Estoy bien de salud, satisfecho y contento. Ruego por Ud. y por mi pobre di­funto padre, y esté Ud. segura de que en nada ha dismi­nuido el amor que le debe

«Su afectísimo hijo

«LEÓN.»

Manifestando también su dicha a uno de sus primos que dejó en el mundo, le escribía:

«CARÍSIMO PRIMO:

¡Qué preferible es la vida religiosa a la vida del mundo! Bien lo has comprendido desde que vives en medio del mun­do, casi como en un desierto, no teniendo comunicación con él si no es para tener ocasión de adquirir el mérito de la ca­ridad y de la humildad. Bien sabes que, en cierto sentido, la diferencia que hay entre un verdadero cristiano y un religioso no es mucha. ¿Por ventura el único negocio que tiene en el mundo el verdadero cristiano no es el amor de Dios y del prójimo a costa del amor propio? Dios no exige de todos el mismo grado de perfección; tampoco da las mismas vocacio­nes ni los mismos medios. Todos, sin embargo, pueden gus­tar cuán suave es el yugo del Señor y cuán dignos de lás­tima son los que no quieren experimentarlo. Tú sabes eso mejor que yo; sin embargo, tengo el gusto de repetirlo con­tigo, porque ahora conozco mejor la desgracia de aquellos que no sirven a Dios. ¿No es verdad que, en nuestras pere­grinaciones a Nuestra Señora de Liesse, sentíamos una ale­gría más pura y más suave que la que hubiéramos podido tener en las más brillantes reuniones? Tú, que todavía pue­des ir a manifestar sensiblemente tu devoción a Nuestra Se­ñora de Liesse, dale por mí las gracias por el beneficio de mi vocación. Ruégale que acabe la obra que comenzó obteniéndome la santa perseverancia.

Antes de partir, ya te dije el género de vida que aquí llevo. Todo se halla como lo veía de antemano en mi ima­ginación, y mis esperanzas, lejos de haber sido fallidas, se han realizado con ventaja. Eso equivale á- decirte que soy feliz, que estoy contento… Sí, mi apreciado primo, la voca­ción religiosa es verdaderamente una gracia grande; los au­xilios espirituales abundan; está uno rodeado de buenos ejemplos. Estoy ocupado en obras que tienen por fin nues­tra santificación, y en estudios piadosos… Pero ¡qué cuenta también habremos de dar de tantos favores! ¡Qué desgracia si llego a abusar de ellos! ¡Oh! Pide por mí, te ruego, que jamás tenga esa desgracia!».

CAPÍTULO VII

Caridad y celo de León

El celo de León no podía limitarse a la obra de su pro­pia santificación; la caridad del antiguo socio de las Confe­rencias de San Vicente de Paúl le ha acompañado en su nueva vida, y la halla de nuevo hasta en el silencio de su soledad. De aquí es que escribe a su hermano, cura en un país industrial, el cual había fundado en su propia parro­quia una piadosa Congregación

«…Supongo que tu Congregación marcha bien y que comienza ya a producir buenos frutos; pero es muy proba- He que no habrás dejado de tener dificultades que vencer para establecerla y para conservarla. Me acuerdo de que te­mías mucho el mal que podía resultar a las almas del establecimiento de una fábrica en el país. Ruego mucho a Dios que haga prosperar a esa Congregación y que te llene de gracias para obrar en ella y por ella todo el bien que es­peras».

Por ese tiempo, continuaba en su alegría: «Los días—es­cribió—se pasan tan rápidamente que al fin de la semana quedo sorprendido.»

He aquí una carta de gratitud que escribió a su tío y a su tía, que siempre le habían querido mucho. Revela también el amor tierno que tuvo a sus padres.

París, 29 de Enero de 1863.

«… Estén ustedes seguros que el afecto que los debo por tan justo título, y que siempre les he tenido, en nada ha dis­minuido. Los sacrificios que mis amados padres hicieron voluntariamente por mí, no se borran tan fácilmente de la memoria de su hijo. Les aseguro a ustedes, que antes de ve­nir a París había muchas veces derramado lágrimas acor­dándome de la ternura de ese padre tan amado, y sobre todo en ciertas circunstancias que de un modo particular me im­presionaron de manera que no las puedo olvidar. Yo le con­sidero sobre todo en su última enfermedad, y me lo imagino (estando yo a su cabecera) con la vela bendita en la mano, besando el Crucifijo, en el momento mismo de expirar. Y en cuanto a aquella tierna madre, no me olvido de que después de tan duras pruebas puso el colmo, por decirlo así, a su amor para con Dios y a su afecto para con su hijo, ofrecién­dole a Dios sin estar obligada a ello, de buena voluntad, por parecer aquello conforme a la voluntad divina, ¡Oh, cierta­mente que tal generosidad no puede quedar sin recompensa! ¡Cuán culpable sería yo si, después de haber ocasionado esos sacrificios, no hiciera lo que Dios quiere de mí y lo que us­tedes mismos tienen derecho a esperar!

«I Ah! mis amados tíos, rueguen por mí, se lo pido en­carecidamente por aquella misma bondad y por aquel mismo afecto que me mostraron en ustedes otro padre y otra ma­dre, y les obligó a sufrir mis defectos. Perdónenme todos los disgustos que les di y crean que les ama tiernamente, como debe, en los corazones de Jesús y de María.

«Su afecto y agradecido sobrino,

» LEÓN.»

El agradecimiento no se limitaba al estrecho círculo de su familia. El corazón de este excelente joven a nadie olvi­daba, ni al respetable cura de su parroquia, ni a sus antiguos maestros del Seminario menor.

La vida religiosa, lejos de ahogar los sentimientos de gra­titud, de afecto y de sacrificio que se deben a la familia, los purifica y los eleva, santifica y consagra el afecto filial o fra­ternal y los lazos de la amistad.

En la santa Misa que oye diariamente, en sus frecuentes comuniones, devociones particulares, aspiraciones fervoro­sas y periódicas mortificaciones, ocupan un lugar preferente en las intenciones del buen seminarista los seres más ama­dos de su corazón.

Es cierto que, según el consejo y ejemplo del divino Sal­vador, tan recomendados por nuestro amado P. San Vicente, deben los jóvenes seminaristas renunciar al frecuente trato y comunicación con los parientes y amigos del siglo, para ir desasiéndose del afecto de carne y sangre, que tanto impide el adelantamiento en la vida de perfección que han abrazado; mas tampoco deben olvidarse de ellos en la pre­sencia del Señor, interesándose espiritualmente por sus nec­esidades, mayormente por el bien del alma.

En ese tiempo, León se entregaba enteramente al impor­tante negocio de su salvación, como que la miraba como I obra que exige más aplicación personal que ninguna otra.

«No creáis—decía en un escrito—que uno sea santo por­que tiene un género de vida santa en la casa donde vive. No es el lugar lo que hace a uno santo, sino el modo como se porta en él».

Describía su género de vida de esta manera: «No nos dedicamos a ningún otro estudio que al de Dios, de nos­otros mismos, de los ejemplos de los Santos y de sus virtu­des. Como San Vicente de Paúl era el fundador y el maestro de la Comunidad, en la cual proponía se formasen para el ministerio apostólico, «mi principal estudio—decía—es estudiar a San Vicente y quitar los defectos que me impi­den el que forme en mi alma un retrato de sus virtudes.» Escribiendo a uno de sus amigos, le decía: «Tengo gusto particular por Rodríguez. Su libro De la perfección cristia­na me agrada mucho. Me admiro que no me hables de él. Si no lo tienes, lo que no es fácil, procura adquirirlo y léelo».

La diligencia que el joven novicio ponía en adquirir la perfección, no consistía solamente en un dulce trato con Dios y en la lectura de cosas santas, sino que trataba seria­mente de vencerse a sí mismo y de crecer en el amor a la mortificación y al sacrificio.

«La vida de comunidad — escribía a su hermana — está destinada a moderar los caracteres, a suavizarlos y redon­dearlos, como el agua de un torrente limpia, suaviza y re­dondea les guijarros».

Después de una visita que tuvo de su tío y de su herma­no, escribió a su madre en estos términos:

«Mi hermano y mi tío le habrán dicho a Ud cuán bien y contento me hallaba; no tiene, pues, que temer que me hallé aquí menos bien de lo que Ud. desea. Queda, ya lo sé, la pena que causa la separación, que sentí .y siento toda­vía. Para la naturaleza esa separación es penosa, pero estoy seguro de que es agradable a Dios, y cierto de que la ale­gría que tendremos en el cielo compensará colmadamente estos pocos instantes de vida que habremos pasado en el sa­crificio. Unamos nuestros corazones en esta misma confian­za en Dios. Roguemos a la Santísima Virgen que nos lleve al cielo junto a Ella. Allí es donde veremos a nuestro pobre padre y donde todos juntos seremos felices.

Las solemnidades religiosas tenían un atractivo particu­lar para su almá, muy inclinada a la piedad. Las describía -con evidente placer a aquellos a quienes escribía después de haberlas presenciado.

Habiendo asistido a la fiesta de la traslación de las reli­quias de San Vicente, escribió a su madre estas palabras: «Aquel día hubiera querido trasladar delante de los ojos de usted las magníficas ceremonias a que asistí, y que habría usted visto con el mayor consuelo y piedad. Yo creo que bastaría al corazón más endurecido el asistir a alguna de estas solemnidades para entregarse a Dios». Otra vez se en­ternecía con las ceremonias de una ordenación; más tarde con la procesión para conclusión del mes de Mufa, ó con la procesión del Santísimo Sacramento, a las cuales había asistido en el jardín de la Comunidad de las Hijas de la Ca­ridad de París.

Sobre la procesión del Santísimo Sacramento—decía- ­no tengo expresiones para manifestaros los sentimientos de fe que inspira aquí este acto.

Para daros una ligera idea de esta fiesta, representaos a más de cincuenta sacerdotes revestidos de los más ricos or­namentos, los diáconos, los subdiáconos, en gran número, con dalmática, y los demás de la Comunidad, estudiantes y novicios de nuestro Seminario, con sobrepelliz, etc. Las pa­redes, los árboles estaban adornados con colgaduras blan­cos, sembradas de flores y de inscripciones, etc. ¡Oh! qué gracia tan grande me ha hecho Dios llamándome a servirle en una Comunidad tan religiosa. Ayudadme, os ruego, a dar gracias a la Santísima Virgen, que en este punto lo ha hecho todo por mí».

La vocación a la vida de misionero va acompañada de un gran deseo de formarse para un apostolado fructuoso, y este apostolado supone la ciencia. Por eso, aun en el tiempo de seminario se estudia alguna cosita; así es que el joven León se dedicaba al estudio de la Sagrada Escritura, y como era de buen talento se aprovechaba de esos estudios edificantes. En la recreación, en el paseo, gustaba siempre de hacer algunas preguntas a los que ya tenían concluida la carrera de los estudios. Frecuentemente hay en el Seminario sacer­dotes que han ejercido ya el santo ministerio ó han sido catedráticos, y que se preparan para la vida de Congregación, cuyo contacto con los jóvenes contribuye no poco al des­arrollo intelectual de éstos; de cuya ventaja sabía bien apro­vecharse nuestro León.

Tomado de Anales Españoles. Tomo III. Año 1895

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