Leon Brancourt (1842-1884) (Final)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Seglares vicencianos, Sociedad de San Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Desconocido · Año publicación original: 1895 · Fuente: Anales Españoles. Tomo III.
Tiempo de lectura estimado:

CAPÍTULO VIII

León contrae sus primeros compromisos en la Congregación de la Misión.
Fervorosa preparación con que lo hace.

San Vicente reducía, para la dirección de sus Misione­ros, los documentos evangélicos a cinco virtudes: la senci­llez, la humillad, la mansedumbre, la mortificación y el celo del bien de las almas, deseando que fuesen, como él de­cía, «como las facultades del alma de toda su Congregación».

A la práctica de estas cinco virtudes se aplicó el joven no­vicio; sus cartas respiran el suave olor de ellas.

El gran candor de su alma y su sencillez columbina se revelan en la confesión que hacía de sus faltas, de sus olvi­dos, de sus distracciones, de sus negligencias, achacando a su propia miseria lo que podría tener una legítima excusa. Por su rectitud, no buscaba sino a Dios en el tierno fervor de su piedad; como era tan delicado, tenía horror a las más pequeñas faltas.

Ya hemos visto cómo, por su humildad, supo aprove­charse, para acrisolar su virtud, de las advertencias que su hermano y su tío habían creído conveniente hacerle para probar su vocación. Por mucho tiempo estuvo preocupado del pensamiento de hacer penitencia para expiar, como de­cía, sus pecados. Desconfiado de sí mismo, mendigaba continuamente de todas partes oraciones para obtener la santa perseverancia y no abusar de las gracias de Dios. Jamás el orgullo ó la presunción se dejaron ver ni en sus modales, ni en sus palabras, ni en su conducta exterior. Miraba como una especie de obligación el humillarse a los pies de los otros, pidiéndoles que tuviesen la caridad de avisarle de sus defectos.

Estaba dotado de una mansedumbre natural y muy sim­pática, que en parte provenía de su temperamento y se ma­nifestaba en la apacibilidad de su mirada; su frente, pálida, indicaba una salud frágil y delicada; jamás se veía en su fiso­nomía el movimiento de las pasiones; de modo que, al pa­recer, no tuvo que hacer grandes esfuerzos para adquirir la mansedumbre, la que supo conservar del mismo modo que su candor. No creemos que se hubiese enfadado nunca con­tra persona alguna; su corazón, tan bueno y afectuoso, le inclinaba a servir a todos, sin acordarse de sí mismo. Aun­que su delicada salud exigía que se cuidase de un modo es­pecial, no obstante, siendo todavía joven, hacía a pie sus pe­regrinaciones a Nuestra Señora de Liesse, y penetrado del espíritu de penitencia, lejos de buscar algún alivio, cuidaba, como San Vicente, de escoger más bien lo que podía inco­modar ó servir para domar la naturaleza. Exacto observante de los reglamentos, jamás se apartó de ellos. Al fin de sus estudios obtuvo el premio de honor que coronaba su sabi­duría, su observancia y su trabajo. En el noviciado miró la regla como el ejercicio ordinario de mortificación; pero él, con el permiso del Director, añadió maceraciones y austeri­dades que gustosamente ofrecía a Nuestro Señor como una prueba de amor a la adorable Víctima ofrecida en el Calva­rio y en el altar.

Puede decirse que la mayor pasión de León fue el celo de la salvación de las almas. Durante sus estudios de Huma­nidades, elegido miembro presidente de la Congregación de la Santísima Virgen, y después socio de la Conferencia de San Vicente de Paúl, era considerado por sus condiscípulos como el más apto entre todos para dar un verdadero impulso a las obras de la caridad y del celo. Para corresponder a ese amor de Dios que le apremiaba, tomó la resolución de ser Misio­nero. En sus conversaciones y en sus cartas parecía que quería comunicar a los otros el divino fuego de que estaba abrasado. No pudiendo dedicarse al ministerio de las almas durante el noviciado, trataba de suplirlo por medio de la ora­ción fervorosa y de las penitencias que se imponía. Rogaba sobre todo por los Misioneros que ejercen su apostolado en las Misiones extranjeras.

La continua práctica de esas virtudes hizo juzgar a los superiores que el joven novicio era digno de pronunciar los primeros compromisos ó «los propósitos», es decir, de presentar a Dios su determinado deseo de emitir, después de un segundo ario de formación, los votos de pobreza, de castidad, de obediencia y de consagración especial a la evangelización y al servicio de los pobres campesinos.

He aquí lo que escribió a su madre en esta ocasión

«…A los 27 de Septiembre, día del aniversario de la muer­te de San Vicente, Dios me concedió un nuevo favor. Es ver­dad que por esta consagración no estoy todavía irrevocable­mente ofrecido al servicio de Dios con los santos votos; pero fuera de los votos, es el compromiso más solemne. Ayúdeme usted a dar gracias a Dios por ser tan bueno para conmigo. Pídale por mí la perseverancia y la fidelidad a mis propósi­tos. ¡Oh! sí: e no es la mayor de las felicidades el ser de Dios por toda la vida, mediante los votos? Guarden los ricos sus tesoros y los Emperadores sus tronos; a mí me basta mi vo­cación, y no envidio su suerte. Concédame Dios la perseve­rancia, y esto me basta. ¡Oh! ¡cuánto tengo que agradecerle- también a Ud., tierna madre, por el sacrificio que hizo usted a Dios de su hijo! ¡Ojalá ya en este mundo le sea recompen­sado al ciento por uno!»

Tales eran los piadosos sentimientos que llenaban su alma después de la nueva consagración que acababa de hacer mediante los propósitos.

En otra carta decía a su buena madre: «No podré en se­guida escribir a mi tío, porque acaban de confiarme una ocupación que me deja poco tiempo para la correspondencia. Pero obedezco, y eso es mucho para mí y para todos ; Dios arreglará lo demás.»

La santidad de su alma se reflejaba en su actitud exte­rior. Desde su infancia se admiraba su modestia en su sem­blante, en su mirada y en todos sus modales. Llevaba a Dios a los que le veían, sobre todo en la iglesia, donde oraba con el recogimiento de un ángel. Era muy reservado en sus pa­labras, que estaban animadas de la piedad de su alma. Muy prudente en su conducta, huyendo de todo lo que hubiera podido tiznar en lo más mínimo su inocencia, que apreciaba más que todo.

Al mismo tiempo que era de carácter amable, era enér­gico y firme para evitar el mal; parecía que Dios le había dado un ángel para mantenerle siempre en aquella prudente reserva de una virtud modesta y al mismo tiempo persua­siva.

El joven socio de las Conferencias de San Vicente de Paúl había bebido en aquella Asociación el amor de la vo­cación especial que le dedicaba en la Congregación a la evangelización de los pobres. Los miembros de las Confe­rencias no se contentan, en efecto, con llevar su limosna a los pobres, sino que en cada visita tratan de sus intereses espirituales, derraman en su alma la suave luz de las ver­dades de la fe, disipan su ignorancia, sus preocupaciones, sus errores, les apartan de la indiferencia religiosa y los con­ducen a Dios.

El joven novicio, que en su Conferencia había hecho el aprendizaje de esa evangelización, tenía un encendido deseo de concluir sus estudios para consagrarse a la obra de las Misiones.

CAPÍTULO IX

Su enfermedad y muerte

Habiendo León terminado su primer año de probación, entró en la categoría de los estudiantes. Con ocasión de las Pascuas de Navidad, impresionado de la pompa con que se había celebrado la fiesta, escribió a su madre, concluyendo la carta con estas palabras: «Ruegue Ud. que nos veamos re­unidos en el cielo». ¿Sería esto un presentimiento? En casi todas las cartas del piadoso novicio se ve el pensamiento y el ardiente deseo del cielo como una de sus más frecuentes aspiraciones. No habían de tardar en ver cumplidos sus votos.

Dios quería elevar aquella alma ya tan pura a una más elevada santidad por el camino reservado a los mejores ami­gos de su divino Hijo, que es el padecimiento. Aquel fervo­roso novicio sufrió con un ánimo invencible las pruebas de la enfermedad que cargaron sobre él.

Por el mes de Febrero de 1864 escribía a uno de sus pri­mos: «Mucho tiempo se ha pasado desde que recibí tu grata; tres meses han transcurrido. Tenía un momento destinado para tratar algunos instantes contigo, pero Dios ha tenido a bien el privarme de ese consuelo, enviándome un dolor de riñones bastante intenso, y algunos días después se declaró la enfermedad de viruela, tan temida y tan temible. Cuando esa especie de lepra desapareció de todo mi cuerpo, me so­brevinieron algunos accesos que se encargaron de purificar mi cuerpo. Por ahora, creo que no haya nada que temer de las consecuencias de la enfermedad. Te ruego que me ayudes a dar gracias a Dios, porque había motivo de temer que la enfermedad tendría otro fin».

Efectivamente, la enfermedad fue violenta y había mu­cho que temer por la vida del piadoso novicio. La indispo­sición se prolongó, y tres meses después el enfermo conti­nuaba todavía en la enfermería. Sin embargo, a fines de Abril pareció que estaba en plena convalecencia, a pesar de que le quedaban todavía en las piernas tumores que era pre­ciso abrir y quemar casi cada día. Ese mal resistía a los re­medios; los médicos ordenaron entonces las aguas de Bour­bon-I’Archambault. El Sr. Superior general le mandó que fuese allí y le dio por compañero un excelente Hermano enfermero, el Hermano Verniére, que le había cuidado du­rante su larga enfermedad.

León partió el 8 de Junio. Las tres primeras semanas fueron muy felices; las llagas se secaron; todo parecía anun­ciar una verdadera y completa curación, cuando de repente se declaró la calentura tifoidea y se complicó con otras en­fermedades. Se aprovecharon veinticuatro horas de calma para volverle a París, donde llegó el 23 de Julio. El día 4 de Agosto escribieron a su familia que unos vómitos violentos le habían quitado todas sus fuerzas y que se hallaba en mu­cho peligro. Parecía que Dios, multiplicándolos padecimien­tos, quería dar a su amado siervo una semejanza más perfec­ta con la víctima de Gethsemaní.

Acudieron luego algunos de sus parientes, y hallaron al enfermo fortificado con los últimos Sacramentos, que había recibido con la más tierna devoción. La vista de la familia reanimó, al parecer, en él la vida que se acababa. Viendo el dolor de la familia, le contó, para consolarla, la vida agrada­ble que tenía en San Lázaro, repitiendo con gusto lo dicho­so que era en medio de aquella familia de hermanos, muy considerado y afectuosamente cuidado. Antes de recibir los últimos Sacramentos, había tenido la dicha de ser admitido a emitir los votos de los miembros de la Congregación de la Misión, hijos de San Vicente de Paúl, y aquel favor le había dado un grande consuelo que se manifestaba en vehementes y amorosos afectos, señales ciertas de su interior alegría.

En medio de una crisis que entonces le sobrevino, el Hermano enfermero le presentó el crucifijo de sus votos ex­hortándole a ponerse en manos de Dios; a lo cual respondió: «Ponga la imagen de mi buen Salvador delante de mis ojos, y me dará valor;» entretanto miraba con atención la adora­ble Víctima, uniendo a los dolores de ella los que estaba su­friendo. Su buen hermano, que no se había apartado de él, le animaba a encomendarse a Dios: «¡Oh!—le dijo el—haz­lo tú también por mí ; yo apenas puedo hacer más que pa­decer.»

El miércoles fue un día todavía más terrible. El vómito reapareció y se renovó cada hora hasta la caída de la tarde. Los ataques eran violentos; el sudor que esas sacudidas vio­lentas provocaban y los ayes que le arrancaban daban a co­nocer lo mucho que padecía. Aquello era cada vez una esce­na desgarradora. Apenas había acabado la crisis, cuando su semblante recobraba la paz y la sonrisa reaparecía en sus labios. Hablando de los enfermeros, decía: «Qué bien me sirven, qué bien entienden de cuidar enfermos. Aquí no se espantan, y por eso las cosas van mejor».

Perfecto obediente al Hermano enfermero, se sometía con la mayor docilidad a todo lo que le prescribía.

Su corazón, lleno de caridad, hacía que se cuidase más de los otros que de sí mismo. Pedía a los que le visitaban noticias sobre lo que les podía interesar. Preocupado de la fatiga que podría sentir su digno hermano, sacerdote, decía al enfermero: «Cuando me viene el vómito, conviene hacer retirar a mi hermano; aquello le impresiona demasiado». Y después añadió: «Si yo me fuese, le dará Ud. este relicario de la Vera-Cruz que llevo siempre sobre mí».

El día de la Asunción de la Santísima Virgen, habiéndo­le dicho su hermano que la Purísima Señora le haría una gracia muy grande si le curase aquel mismo día, — «eso… según» —respondió. Porque, como conocía bien el estado en que se hallaba, no temía la muerte. A la pregunta que se le hizo «¿Tiene Ud. miedo de morir?» «¡Oh, no!»—respondió — sonriéndose». Miraba a la muerte con semblante sereno; la consideraba como la puerta del cielo. Habiendo venido a vi­sitarle el capellán, su tío, le dijo: «¿Qué pedirás por nosotros cuando estés en el cielo?» «¡Que convierta Ud. muchas al­mas!» Era como un eco de la palabra del Salvador murien­do por los pecadores.

Su tío, admirado de ver aquella calma en el momento de la muerte, le dijo: «Tú estás muy enfermo, y, no obstante, siempre te ríes». «¿Qué quiere Ud.?—respondió, cuando hay contento en el corazón no puede uno menos de reírse».

El sábado, día de su muerte, habiendo oído pronunciar la palabra bienaventurados en una conversación que se te­nía junto a la ventana de su aposento, dijo luego a su tío: —¿Quiénes son a los que llaman bienaventurados? —Y como no le daban luego la respuesta, añadió: —Serán los que lo han merecido por sus grandes virtudes. — ¡Sin duda — le dijo su tío—serán como tú, que serás bienaventurado porque Dios coronará tu paciencia! — Muy bueno tiene que ser —replicó el enfermo. — Como lo es — respondió el piadoso capellán—y lo será para ti. ¿Te acuerdas de las peregrina­ciones que con tanta alegría hacías a Liesse, de tus comu­niones, de tu celo en la visita de los pobres? Cree que Nuestro Señor te ama mucho y también la Santísima Virgen.—¿Lo cree Ud.? — dijo el joven enfermo, sonriéndose con el tono de un hombre que no se admira de que así sea;–Jo cree Ud.?—Sí, lo creo.—Pues bien, yo también, y los amo con todo mi corazón.

Al acercarse la noche su tío le sugirió algunas piadosas aspiraciones, que el enfermo repetía amorosamente, dicien­do: «¡Jesús, tened piedad de mí; María Santísima, rogad por mí; San Vicente de Paúl, rogad por mí!» Y como proseguían, pasando en silencio el nombre de su Patrón, interrumpió para añadir: «¡San León , rogad por mí; santos y santas del cielo, rogad todos por mí!»

Con estos santos pensamientos y con estas fervorosas invocaciones entregó su hermosa alma a Dios el sábado, 20 de Agosto, a las once y cincuenta minutos de la noche. La San­tísima Virgen habrá querido, sin duda, hacer que su piado, so siervo oyese los últimos ecos de la gran fiesta de la Asun­ción, celebrada en el cielo por los ángeles y por los esco­gidos.

El día 22 se hizo un solemne funeral por su alma en la capilla de la Casa-madre. El Ilmo. Sr. Spaccapietra, lazaris­ta, Arzobispo de Smyrna, que había ido a visitarle y a ben­decirle cuando estaba enfermo, quiso asistir a sus funerales. Después de la ceremonia, su hermano y sus tíos, sacerdo­tes, hicieron trasladar sus restos mortales a Chalaudry en la sepultura de su familia.

Del mismo modo que lo había hecho toda la Comunidad en París, todos los habitantes de su país tomaron parte en el dolor que ocasionó la pérdida de un tan excelente joven. Ocho sacerdotes y muchos seminaristas asistieron a la in­humación. Todos a una voz manifestaban el sentimiento que les causaba la ausencia del piadoso y tan amado difun­to. El muy ilustre señor deán de Crecy, aprovechando la espontaneidad y unanimidad de aquellos sentimientos de sim­patía, dirigió al concurso enternecido las palabras que aquí reproducimos, que son el fiel retrato de aquel amable discí­pulo de San Vicente de Paúl, y la expresión del grande apre­cio en que era tenido en su país:

«No os entristezcáis como hacen los que no tienen espe­ranza. He aquí, hermanos míos, las palabras de consuelo que del fondo de ese sepulcro os dirige el piadoso levita, cuyos restos mortales rodeáis con tanto amor y con tantas lágri­mas. No le veréis más en este mundo, es verdad; la Iglesia queda privada de los servicios que por su celo precoz y su distinguido talento estaba, al parecer, destinado a prestarle, y su familia no disfrutará más de la alegría que le procuraban sus preciosas cualidades.

Con aquel santo entusiasmo que la fe comunica a un corazón de fuego, me hablaba hace algunos meses, porque no podía menos, de la dicha de su vocación. Ya le parecía que se iba al través de los mares para llevar a los pueblos lejanos el amor de Jesucristo, del cual estaba abrasado su corazón.

«En ese piadoso entusiasmo tenía presente los padeci­mientos, persecuciones y el martirio que por la gloria de su divino Maestro debía pasar. En frente de ese porvenir, la ale­gría de que estaba inundado su corazón se traslucía en su semblante y añadía a la amabilidad de su fisonomía cierta irradiación que ponía a la vista toda la extensión de su bon­dad más amable que nunca.

«Repitamos con los Libros santos: «La vida no es más «que un soplo, la salud más brillante no es más que una flor que luego se seca. Dios quería contentarse con su buena voluntad  y después de haberle hecho gustar aquí abajo las delicias de una alma fiel a la gracia, librarle de los enga­ños y de las tristes realidades de la vida, tiene la dicha de ha­ber vivido bastante para recoger el mérito de su inocencia, y no tanto que tenga que expiar en el otro mundo las faltas de la fragilidad humana.

Si en esta desgarradora separación, la naturaleza recla­ma sus derechos, contentaos, hermanos míos, con los con­suelos de la fe. Sean vuestras lágrimas santas, purificadas con la esperanza cristiana, dignas, en fin, de aquel cuya vida y muerte fueron las de un predestinado,

Ese hijo tan amable, ese hermano tan afectuoso, ese pa­riente, ese amigo tan digno de vuestro amor, no os ha sido arrebatado, los lazos que le tienen unido a vosotros no están rotos; vive todavía y vivirá para siempre en el cielo, en el orden de aquellos jóvenes levitas cuyas graciosas virtudes imitó en este mundo, y un día le volveréis a ver sin más te­mor de una triste separación.

Padres cristianos, que la memoria de este hijo os sea dulce semejante a un oloroso perfume, que consuele y san­tifique vuestra tristeza y llene vuestra vida del buen olor de sus virtudes.

Y vosotros todos, hermanos míos, asociados a este pro­fundo dolor, amad más y más la fe tan poderosa en sus ins­piraciones, tan consoladora en sus inmortales esperanzas; y por la pureza de otra vida, mereced tomar parte en aquel des­canso sin fin, en aquella eterna felicidad que el Señor se ha dignado conceder al amable joven, cuyo grato recuerdo quedará para siempre grabado en nuestros corazones».

El recuerdo de este virtuoso joven, seminarista piadoso, miembro fervoroso de las Conferencias de San Vicente de Paúl, novicio ejemplar, quedará grabado en el corazón de cuantos le han conocido, dejando en él la impresión de la santidad. Un seminarista que asistió a sus funerales y que había sido condiscípulo suyo, preguntado más tarde por el que escribe estas líneas, diciéndole si se acordaba de León Brancourt: ¡Oh, si—respondió—era un verdadero santo».

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *