Introducción: la parroquia vicenciana
En cuestión de parroquias, Vicente de Paúl tuvo dos experiencias extraordinarias. Se había sentido bien en Clichy y en Châtillon. Estos dos sitios fueron para él mediaciones de la gracia. Mas no quiso que la cura de parroquias fuese ministerio ordinario de la Congregación, aunque en su tiempo se aceptaran al menos siete de ellas en Francia y una en Varsovia —Alméras aceptaría una, y Jolly seis—. En las deliberaciones sobre la parroquia de San Bartolomé, de Cahors, Vicente admite su aceptación porque es pequeña (no lo era en realidad), y porque daba lugar a que los cincuenta clérigos del seminario ejercitaran sus funciones. Exclamó aun así cuando, en 1638, le fue ofrecida la parroquia de Richelieu: «Esa gran parroquia me da miedo. In nomine Domini«. De hecho, en relación con Nuestra Señora de Richelieu, todo se complicó aún más.
Richelieu surgió por iniciativa del cardenal Richelieu, quien en 1631, obtuvo del rey el derecho a construir una ciudad con muralla y foso. El plan de su arquitectura es diseño del urbanista Jacques Le Mercier (1585-1654), y estaba prevista la erección de una iglesia parroquial: nueva parroquia que suprimía la de Sablon y reducía el territorio de la de Braye. Michel Lemasle, secretario del cardenal, recibió la designación párroco. Se solicitó una bula pontificia, que fue firmada el 5 de enero de 1639, pero registrada sólo el 16 de mayo de 1645. La candidatura de Michel Lemasle había sido ficticia. Esperaba el cardenal convencer a Vicente para que asumiera él mismo dicho cargo. Y acertó, pues fueron allá los misioneros – si bien éstos se vieron perplejos ya al comienzo: ¿bajo qué título firmarían las actas? – Para que la parroquia fuera puesta en manos de la Congregación, se había recurrido a una maniobra en la ejecución de la bula.
Trabajo no faltaba en esta parroquia de unos 1.400 hogares, que dan unos 7.000 habitantes, 10.000 mediado el siglo siguiente. Para que colaborasen con los misioneros, se llamó a las Hijas de la Caridad: hicieron maravillas en el hospital, sobre todo durante los inviernos de 1660 y 1661. Un sector importante de la actividad pastoral era el que constituía la presencia de los protestantes. Tenían que ser numerosos, pues se habla de esta parroquia como «central de abjuraciones».
Es bajo René Alméras, primer sucesor de san Vicente, cuando la Congregación de la Misión acepta las primeras reales capellanías y parroquias: Fontainebleau y Versalles. Van trabándose poco a poco estrechos lazos con el poder. Era una ventaja, pero podía costar cara.
En relación con Fontainebleau, sentábase un arriesgado precedente. La Congregación quedaba desde ese momento vinculada a la monarquía de Francia: podía aparecer como una comunidad muy francesa, y aun demasiado. Creaba además problemas a las relaciones con Roma: resultaba embarazosa una posición neutral en las luchas del rey de Francia con el papado.
El segundo General, Edme Jolly, conocedor del mundo, evitó alinearse. No hubo diferencias con Roma, ni represalias por parte de Versalles. Fue hábil. Estimado en la corte francesa, no pudo resistir a las instancias del rey, y así tuvo que aceptar, en nombre de la Congregación, las reales parroquias y capellanías de Versalles, Los Inválidos, Saint-Cloud, Saint-Cyr, en fin, Londres. Aun así, no admitió ingerencia alguna. Cuando Louvois intervino para impedir un cambio de superior en Los Inválidos, Jolly se declaró presto a abandonar la obra. Entonces el rey se puso de su lado. Jolly acertó a usar muy bien de sus relaciones con la corte en favor de la Congregación. Sabía que los vicencianos no gustaban a todo el mundo. Saint-Simon habla de «los perillanes de las Misiones, burdos cagots (=cretinos) que ejercen la cura de Versalles». Los caballeros de San Lázaro ponen trabas a Jolly. Jolly interviene entonces cerca del rey y del arzobispo de París. Para acceder al rey, acude a la reina, al duque de Orléans y al cardenal Bouillon. Para hacer valer sus razones ante el arzobispo, se dirige a dos importante señoras: la presidenta Lamoignon y Madame de Mirarnont.
Quería el rey establecer en sus diversos palacios un servicio divino digno, transido de respeto, como en El Escorial – no olvidemos la procedencia española de su consorte, María Teresa, ni la suya propia como hijo de Ana de Austria, hermana del rey de España, aunque su apelativo lo ocultase -. Luis XIV guardaba vivo el recuerdo de pasadas escisiones religiosas y su efecto nefasto, y temía los amagos de cisma en la Iglesia de Francia. Comenzó, pues, por su palacio de Fontainebleau.
Fontainebleau
El palacio de Fontainebleau era la residencia preferida de Francisco I. Vuelto de su cautiverio madrileño tras la derrota de Pavia, hizo construir un palacio en el estilo del Renacimiento. Allí nació Luis XIII, y el hijo de éste iba con frecuencia a él. El verano de 1661 fue la corte a pasar las vacaciones en un lugar suntuoso. Estaba entonces encinta la reina María Teresa de España. El rey Luis XIV coqueteaba con las jóvenes cortesanas. No hacía el menor secreto del embeleso que causaba en él Enriqueta de Inglaterra, cuñada suya y objeto de desdén para Felipe de Orléans, el real segundón rodeado por Mazarino de amistades masculinas. Todo ello se convirtió en motivo de enojo para Ana de Austria.
Ana quiso inducir al hijo a una vida más reglada. Así fue como propuso un cambio en el tenor de la vida religiosa de la corte. A ésta llegaban muchos embajadores, y se requería cierto decoro. Atendían a las solemnidades los Padres Maturinos (o Trinitarios), procedentes de la parroquia de Avon-Fontainebleau. Eran negligentes, y estaban en plena decadencia – lo que no estorbó que luego disputasen a los vicencianos esta provisión -.
La reina madre sentía veneración por la memoria de san Vicente: la casa de la Misión en Metz, por ella fundada, testimonia su estima de la Congregación. Había notado el estilo digno y recogido de los misioneros, su renombre de varones discretos y prudentes, su exactitud en las ceremonias. Eran otros tantos argumentos a su favor, como candidatos a la parroquia de la corte. Y existía un motivo ulterior: había que evitar una comunidad tocada de jansenismo, razón por la que se descartó a los oratorianos.
Cuando Alméras fue llamado a la corte, acudió decidido a rehusar. No era el ambiente más propicio para los misioneros; la nueva fundación conllevaba además las funciones de párroco . Ana se obstinó, y el General hubo de ceder.
Se tomó posesión de la parroquia el 27 de noviembre de 1661 . Antoine Durand fue su primer superior. Le asistían nueve vicencianos. La comunidad comenzó luego a organizarse. Se estableció una «Caridad» . Las ceremonias eran fielmente ejecutadas. Cuando estaba la reina, se oían dos misas: en la primera se distribuía la comunión; en la segunda tocaba la orquesta del rey . Se hacía vida de comunidad , con oración mental diaria, y había que guardar modestia, sobre todo, en presencia de señoras; las actas bautismales y matrimoniales, por ejemplo, debían escribirse fuera de la sacristía; no debía encargarse a los niños del coro expedir cartas ni comprar la Gazette; no se debía inquirir qué nuevas había. La irradiación pastoral de los vicencianos quedaría asegurada en la medida en que fuesen ejemplares, objeto de estima y de amor.
La aceptación de la real parroquia de Fontainebleau puso a la Congregación en una situación delicada. Al comienzo del gobierno personal de Luis XIV se multiplicarían los conflictos entre Roma y Francia . Al contrario, hubo paz durante el pontificado de Clemente X (la paz clementina, 1669), una especie de tregua en la querella jansenista – la infiltración del jansenismo no era tolerada en la Congregación -.
Versalles
En 1672 informaba Alméras a la Congregación de cómo era urgida por el rey, a través del arzobispo de París, para que se encargase de la parroquia de Versalles . Era éste un antiguo dominio de los Gondi, quienes el año 1632 habíanlo vendido en 66.000 libras a Luis XIII. El pabellón de caza, sobre una loma próxima a la aldea, quedó transformado en castillo. Luis XIV se prendó del sitio. En 1661 confiaba, primero a Le Vau y Le Brun, luego a Hardouin-Mansart y d’Orbay – encomendados a Le Nôtre los jardines – la construcción y decoración de un segundo castillo que englobaba al primero. Trabajaron 36.000 obreros, con 6.000 caballos. El rey mandó organizar suntuosos festejos, y se instalaba definitivamente allí el 6 de mayo de 1682. Versalles se convirtió de hecho en la capital del reino. Ya a comienzos del siglo XVIII tenía 25.000 habitantes. Naturalmente, debían asegurarse unos dignos servicios religiosos. Y el éxito de la Congregación en Fontainebleau indujo al rey a pedir misioneros.
La ejecución no fue inmediata. Jolly, obligado por la promesa de su predecesor, tuvo que obedecer. El rey firmaba en 1674 el acta de fundación. En su calidad de real establecimiento, la nueva casa exhibía blasón. Le Bas y Marthe dieron una misión el año 1675, del 23 de octubre al 10 de diciembre, fecha en que se instalaba como superior y párroco Nicolás Thibault. Con él iban destinados seis padres, un clérigo, y hermanos coadjutores.
La parroquia tenía su iglesia, San Julián, que resultó demasiado pequeña. En 1679 sería trasladada a la nueva ciudad. Aquí tuvieron lugar las exequias de María-Teresa, reina de Francia, el 2 de agosto de 1683. Se evidenció en aquel momento la necesidad de ampliar la iglesia. Al año siguiente el rey dispuso la construcción de otra mayor, y encomendó la tarea a Jules Hardouin-Mansart. La nueva iglesia, dedicada a Nuestra Señora, fue consagrada por el obispo de Belén, François de Batailler, el 30 de octubre de 1686, con asistencia de cuarenta misioneros, y de numeroso clero y nobleza.
El diseño de la iglesia era digno de la corte. Mansart ejecutó una importante obra, de estilo clásico, como San Sulpicio, o bien San Luis de Versalles – iglesia ésta luego encomendada asimismo a la Congregación -. Dividen la fachada dos series de columnas coronadas por un frontón. Un conjunto de esculturas dulcifica la impresión de austeridad. El interior mide 64 x 10 metros. Recubre el transepto una cúpula oscura. Desde el campanario lanzaban al aire un son purísimo seis campanas, afinadas según las notas musicales: fueron donadas por la Delfina y los príncipes de sangre para el bautismo del Delfín.
Se instaló un órgano. Terminado en 1690, costó 9.590 libras. Estaba, según los especialistas, entre los mejores de la época. Un rayo lo dañó en 1730, mas luego fue reparado. Al efectuarse los inventarios de la Revolución, se consideró al instrumento en perfecto estado. En el coro, los sitiales de los misioneros estaban próximos al altar; venían luego los de los príncipes y, por el lado de la epístola, el sillón del rey adosado a una columna. El púlpito era de madera tallada y dorada. En la nave no había sillas, sino sitiales fijos. Fuera del coro, del lado del evangelio, estaba el sitial de Madame de Maintenon .
Algo más tarde hubo una nueva petición de misioneros – seis padres, seis clérigos y dos hermanos -, para el servicio de la capilla de palacio . Tenían que estar siempre prestos a dar asistencia espiritual a cualquier persona que la necesitara con urgencia. La capilla fue luego (1690) remodelada por Jules Hardouin-Mansart.
Por lo que hace al servicio de la capilla de la corte – rematada sólo en 1710 y dedicada a san Luis -, constaba en las letras patentes del rey que el primer deber de un príncipe cristiano era reconocer los beneficios otorgados por Dios a su persona, a su familia y al Estado . He ahí por qué declaraba el rey haber siempre juzgado necesario emplear «a ministros del altar que elevasen las manos al cielo e implorasen el favor divino sobre el gobierno y las armas francesas».
Todos los días a las 6:30 de la mañana celebraba un sacerdote misa rezada, añadiendo a ella la letanía del Nombre de Jesús y la oración Domine fac regem. También a diario tenían que celebrar los misioneros una misa solemne, implorando la luz necesaria al gobierno del Estado, según las normas de la justicia y de la gracia, y pidiendo su robustecimiento, como también el de la Iglesia, en Francia y sus posesiones. Indicios todos que delatan una actitud cada vez más centralizadora. No habiendo desde ahora sino un solo rey, respetado y todopoderoso, y una sola ley, era evidente que sólo podía haber una única religión: la del Rey-Sol. He ahí cómo se iban echando los cimientos del régimen que perseguiría a los protestantes. Estamos en abril de 1682: un poco más, y se producirían las dragonadas y la revocación del Edicto de Nantes .
La misa solemne debía ser cantada los días en que asistía el rey. Por la tarde, nueva celebración. Muerto Luis XIV, debían celebrarse dos misas de óbitos rezadas, por dichos rey, reina, más reales vástagos. Todos los domingos tenía lugar la adoración eucarística solemne, para satisfacer la devoción que la real pareja sentía por el Santísimo Sacramento. Para señalar la devoción a la Virgen se exponía el Santísimo en todas sus fiestas, como también en las de san José, san Luis y santa Teresa.
Dos Padres se alojaban en una estancia del castillo: debían asistir a quien cayese enfermo de improviso y prevenir toda falta de decoro en la capilla.
Para el sustento de los misioneros prometió el rey una renta de 1.400 escudos. Los ornamentos y sagrados vasos de la capilla corrían por cuenta del soberano. Para hacer más digno el servicio divino, se constituyó una escolanía de veinte niños: a éstos precisaba enseñar el latín, el canto llano y las ceremonias romanas .
Había especiales prescripciones que observar cuando asistían el rey y la corte. Si en la tribuna estaba orando un príncipe o princesa de sangre real, el misionero que entrase en la capilla o saliese de ella, hecha la genuflexión, se volvía para hacer inclinación profunda al orante. La víspera del día en que tuviese el rey intención de viajar, los misioneros, revestidos de sobrepelliz, se situaban ante su tribuna y le deseaban feliz recorrido. Lo equivalente acontecía al real regreso. En las diversas festividades (Purificación, Ramos, Corpus, Asunción), el rey tomaba parte en la procesión. Los misioneros entraban entonces a la iglesia después del rey, de dos en dos, hacían la genuflexión, y luego se volvían cara al trono, inclinándose profundamente. Iniciada la procesión, los misioneros iban detrás de la cruz, hecha antes reverencia al rey. Para la procesión de Corpus, el rey se hacía conducir a la parroquia en una carroza tirada por dos caballos blancos, reservados para esta única ocasión. Le escoltaba una guardia personal de cien suizos. La procesión, con la corte, proseguía luego a pie hasta Notre-Dame. Allí finalmente oficiaba el capellán una misa solemne.
La predicación tenía asimismo momentos especiales: los ciclos mayores de Adviento y Cuaresma. Entonces se recurría a los jesuitas. La Cuaresma de 1675 estuvo a cargo de Bourdaloue, con la eficacia que le era habitual: urgió la confesión a los pecadores empedernidos. Por su parte, Bossuet intentó concienciar al rey, entonces bajo el embrujo de la Montespan. El jesuita François d’Aix de la Chaise, real confesor, se unió a Bossuet, quien escribía al monarca: «Reflexionad, Sire, que no podéis verdaderamente convertiros, más que comprometiéndoos a eliminar del corazón, no sólo el pecado, sino además su raíz».
¿Convenía a los misioneros esta atmósfera? Evitemos un juicio demasiado rápido, basado en lugares comunes o en una visita precipitada a Versalles. Para la comprensión de lo que significaba vivir en la corte, refirámonos a dos personalidades: Madame de La Vallière y Bossuet.
Françoise-Louise de La Baume Le Blanc, marquesa de La Vallière y luego duquesa de Vaujours (1644-1710), fue escogida como dama de compañía o de honor de la princesa Enriqueta de Inglaterra. El joven y atento Luis XIV la observa y la hace amante suya. Tres o cuatro hijos nacerán de esta unión. Suplantada por la Montespan en 1667, no se despiertan en ella grandes celos: estaba harta de la corte, que abandona para enclaustrarse en un carmelo, donde recibe el nombre de Luisa de la Misericordia. La genuinidad de su conversión es reconocida por todos. Se dio al seguimiento de Cristo, y el deseo de penitencia la llevó a exaltar la misericordia divina. En el carmelo vivió la alabanza de la divina bondad: «Todo lo que oso esperar de Nuestro Señor es que sea misericordioso para conmigo, y que yo me sienta llena de sus gracias» (27). Había cobrado conciencia de los peligros de la corte, y de la continua tentación que constituían los cortesanos, según manifestaba desde detrás de la reja.
En cuanto a Bossuet: vivió en la corte, como preceptor del Delfín, de 1670 a 1681, zarandeado por las tensiones. De un lado admiraba a La Vallière por su valentía en escapar de aquel ambiente inquietante. Cierta vez en Cuaresma dijo: «¿Qué es la vida de corte? ¿Servir con todo el tesón al ascenso en la propia carrera? ¿Qué es la vida de corte? ¿Ocultar lo que disgusta y sufrir toda afrenta por complacer a quien manda? ¿Qué es la vida de corte? ¿Inquirir sin descanso qué piensan los demás, renunciando al propio pensamiento? Quien ignora esto, desconoce la vida de corte» (28). Otra vez señalaba cómo, habiendo radical oposición entre Cristo y el mundo, de cuyos asuntos es la corte centro y principio, el demonio elige a aquélla para excitar las más sutiles pasiones, los intereses más frágiles, las esperanzas más desorbitadas. He ahí por qué en muchos no hay ya cabida para la verdad de Jesucristo. Y concluía: «¡Oh real y augusta corte, cómo quisiera ver desvanecerse la ambición que te impele, las envidias que te dividen, las querellas que te ensangrientan, los placeres que te corrompen, la impiedad que te deshonra!» (29). Bossuet procuró con sinceridad la conversión del rey y de Madame de Montespan. No desdeñaba, aun así, la fácil vida, los cumplimientos mundanos, la presencia de «preciosas» debutantes (30).
Era sin embargo un ambiente donde no faltaba la devoción: se podía hallar acomodo. En Versalles, llegado el turno de Madame de Fontanges como amante oficial del rey, advertía un testigo que Madame de Montespan se ponía en la tribuna del lado del evangelio, rodeada de los hijos que había tenido del rey, mientras que del lado de la epístola se ponía la joven y fresca Marie-Angélique de Fontanges. Y concluye nuestro testigo que la corte es la comedia más hermosa del mundo (31). En 1673 Bossuet dio al rey una instrucción. Recordó al soberano el real deber de amar y hacer amar a Dios de todo corazón. Debía proteger la religión, como la religión le protegía a él, lo que constituía el mayor motivo de estarle sometida la población. Y tras haber enumerado los diversos planos de su gobierno, exhortábale a la plegaria: no son necesarias largas oraciones; aun durante los viajes se puede orar; rece el rey las oraciones que habitualmente se acostumbra, dirija interior y secretamente una mirada a Dios, que nos protege y guarda (32).
Precisaba grandemente asegurar a los misioneros una presencia exenta de mundanidad. Según la frase de Brémond, aquél era un excepcional observatorio del mundo. Se necesitaba comedimiento, discreción, desprendimiento, sentido de Dios, humildad. Por allí desfilaban eclesiásticos, pretendientes, aduladores, usureros, gente devota. Era el ombligo del mundo. Cundía la corrupción, y de ello eran sabedores los vicencianos (33).
Los superiores de la Congregación no tuvieron empacho en mandar a seminaristas de San Lázaro para el servicio de la capilla. En esta capilla se celebró probablemente la boda de Luis XIV con Madame de Maintenon (34), un asunto de Estado, rodeado por ello del máximo sigilo.
Sigilo que nada escondería al seminarista encargado de la sacristía. En 1682 estaba en Versalles el joven Jean Bonnet (1664-1735), quien permaneció allí desde 1711 hasta la muerte del Superior General. Natural de Fontainebleau, había recibido de Bossuet la tonsura, antes de entrar en la Congregación. En Versalles tenía por oficio instruir y dirigir a los niños del coro que servían en la capilla. A éstos se impuso por su natural ascendiente. No necesitaba alzar la voz para hacerse obedecer. El dominio de sí propio le habilitaba para mandar a otros (35).
Obtener de los príncipes y grandes señores la disciplina del silencio y del recogimiento no resultaba tarea fácil a los misioneros (36). De las fuentes que poseemos fluye la noción general de que se consideraba a éstos como personas simples, no entrometidas, más bien ajenas a la vida de palacio. Sólo Hébert destaca. Sobre los misioneros originarios se observa que conservaron el espíritu de sencillez; en cuanto al superior Thibault, se dice que tenía escaso mundo. No hubo, a juicio nuestro, grandes bandazos.
Los inválidos
El año mismo en que se estableció Versalles llegaba la solicitud de dirección espiritual para otra fundación de Luis XIV, el Hôtel des Invalides (37). Fue François-Michel Le Tellier, marqués de Louvois, quien pidió al rey la asumiese la Congregación. La dirección sanitaria se encomendaba a las Hijas de la Caridad. El contrato (38) preveía que doce Padres de la Misión – nómina extensiva hasta veinte – se hiciesen cargo de la numerosa feligresía, todos excombatientes mutilados. Los misioneros debían cantar la misa y las vísperas los domingos y fiestas, recitar en tono moderado las horas canónicas, administrar los sacramentos, pronunciar exhortaciones, sermones y doctrinas, entonar diariamente el Salmo Exaudiat por el rey, cuyo versículo Dominus salvum fac regem se repetía por tres veces, concluyendo con la oración Pro rege. Incumbíales luego, a perpetuidad, en el aniversario de cada muerte, celebrar un oficio exequial. Los misioneros estaban puestos bajo la protección especial del rey, sólo ante el cual respondían. Disfrutaban exención de impuestos en el vino y la sal, recibían medicación gratuita, y libremente podían cambiar superiores y súbditos. Como paga – de doce padres y cuatro hermanos – percibían 3.000 libras. Lo que excediera a esta suma corría a cargo de la Congregación. Se hacía merced a los misioneros del mobiliario y un millar de libros.
Este servicio comenzó en junio de 1675. Había un edificio donde vivían los misioneros. Estaba aislado de los que ocupaban los oficiales y soldados inválidos, y tenía tres plantas: en el sótano, tres despensas les estaban destinadas a ellos solos; en el entresuelo se ubicaba la cocina, un horno, el refectorio – introducido por una sala para las abluciones -, el locutorio y la cámara del portero. Desde allí se accedía al jardín reservado a los misioneros. En la primera planta estaban los cuartos de los misioneros: la del superior cerca de la entrada; de las demás, siete daban a la derecha y ocho a la izquierda. En esta planta estaba la biblioteca, que ocupaba dos cuartos unidos. En la planta superior estaban la enfermería, la capilla, y la sala de recreación. En el último piso había dieciséis cuartos suplementarios; allí estaban además la ropería y una sala para los niños del coro. El desván era empleado como granero. Proveían a caldear las plantas inferiores los fogones de los excombatientes, instalados del lado opuesto en el muro de separación. En la planta tercera se calentaba aparte una habitación.
La actividad de los misioneros era intensa. Debían ponerse en contacto con cada nuevo soldado que llegaba. Podían pedir sus buenos oficios a sacerdotes extranjeros, si el recién llegado no hablaba francés. Tenían que visitar a los enfermos, confesarlos, ayudarles a bien morir, socorrer a las familias de los oficiales mutilados, distribuir las limosnas en la vecindad. Incumbía también a ellos velar por la moralidad en el establecimiento. Estaban previstas, entre otras, sanciones contra los blasfemos: dos meses de prisión la primera vez; a la segunda, exclusión del hospital. Se castigaba asimismo la embriaguez: llegaban a hacerse hasta ocho amonestaciones, antes de enviar al reincidente por un año a Bicêtre.
El conjunto del establecimiento tenía el aire de las instituciones totalitarias. Una vez admitido, el soldado no salía por primera vez hasta pasados cuarenta días. Todo ese tiempo se le vestía, pero sobre todo se le preparaba para la confesión general, se le instruía en sus deberes de cristiano y en los reglamentos de la obra. La cuarentena quedaba reducida a quince días para los oficiales. Los domingos era obligatorio asistir a misa y a vísperas. Prescritas estaban también las oraciones de la mañana y de la noche, al toque de la campana o del tambor. Se daban cédulas de confesión que probasen el cumplimiento con el precepto pascual.
Para fomentar la formación religiosa, los misioneros se consideraban en misión permanente. La predicación giraba toda ella en torno a temas de la misión. El catecismo se enseñaba en una «sala de clase» decorada con cuadros que inducían a la piedad. Los misioneros suministraban a oficiales y soldados libros de devoción, folletos de oraciones, prontuarios para la confesión general, piadosos grabados. En las fiestas tenían lugar solemnes procesiones por la Plaza Real. Se distribuía durante la misa pan bendito ornado con las armas del rey. Aquellos días enriquecían la mesa sorpresas genuinamente regias.
¿Qué resultados dio? Difícil es decirlo. Morían más de 150 personas al año (39). Los misioneros intentaban confortar a todo el mundo. Apenas puede saberse más. Una guía de París registra juicios no carentes de significación. En 1713 escribía Germain Brice: «Al entrar en la capilla es raro no hallar un importante número de soldados en oración, con un recogimiento que edifica. En la mayoría de estos soldados se nota una modestia, un recato, una devoción tales, que tocan y conmueven a los espectadores» (40).
Saint-Cyr
Llegada en la corte a la omnipotencia Madame de Maintenon, sugiere a Luis XIV la erección de un magno colegio para la educación de empobrecidas muchachas nobles, proyecto que cuajó: las letras patentes se firmaron el 9 de abril de 1685; fue encargado a Mansart, de cuyos planos emergió un imponente edificio (41).
Para la dirección de este colegio se recurrió a las Damas de Saint-Cyr, comunidad religiosa fundada y dirigida por la propia Madame de Maintenon. Luego se pensó en una comunidad masculina para la dirección espiritual. Competían dos de éstas, ambas estrechamente vinculadas a Luis XIV: jesuitas y lazaristas. Jacques Charles de Brisacier (1642-1736) sugirió fuesen preferidos los lazaristas. Fuentes jansenistas aseguran haberse mostrado resentidos los jesuitas (42).
El rey presentó a Jolly una solicitud precisa. Según Madame du Pérou, el General interpuso dos objeciones: 1ª, La Congregación había sido fundada para la evangelización de los campos; 2ª, Las Reglas de la Misión prohibían la dirección de comunidades femeninas.
El rey reiteró sus razones: 1ª, Toda regla conlleva excepciones; 2ª, Saint-Cyr no era un convento; 3ª, La comunidad de Damas de Saint-Louis es sólo parte del establecimiento, que incluye a otras 250 señoritas, cuya dirección constituirá una especie de dirección permanente; 4ª, Las señoritas son nobles, mas hállanse en circunstancias peculiares; 5ª, ¿Es que en las misiones, no se hace distinción entre pobres y ricos? (43)
Jolly se tomó algún tiempo, Luis XIV se alegró. Según Madame du Pérou, habría podido el rey imponer su voluntad, mas prefería que los súbditos consintiesen libremente.
Se firmó un contrato. La Congregación se obligaba a mandar a Saint-Cyr seis padres, de más de treinta años de edad, y tres hermanos. Los padres asumirían la celebración de las funciones litúrgicas en una capilla casi enteramente despojada de cuadros e imágenes; administrarían los sacramentos; impartirían instrucción religiosa a las damas, a las hermanas conversas, a las pensionistas y a la servidumbre. Las damas se obligaban a pagar 400 libras anuales por cada padre y 300 por cada hermano; en total 3.000 libras, con expensas de visita y otros servicios del superior de la Misión, mantenimiento de edificios y tratamiento de enfermos.
El obispo de Chartres (45), Paul Godet des Marais (1648-1707), redactó un reglamento, dos de cuyos puntos eran de lo más interesante. Muy en primer lugar, se considera al General de la Congregación como superior inmediato de la casa vicenciana, pero bajo la autoridad del obispo de Chartres:
Por este documento mandamos y obligamos al superior general de dicha Congregación, que ejerza las funciones de superior inmediato de nuestra casa, en total dependencia nuestra y bajo la autoridad de nuestros sucesores los obispos de Chartres, en su calidad de superiores mayores, el tiempo que el rey y sus sucesores hallaren conveniente sea servida vuestra capilla y dirigida vuestra comunidad por dichos sacerdotes de la Misión, y para el cual dan a él poder de pasar visita y delegar la potestad necesaria al buen gobierno de dicha comunidad, conforme a las constituciones y reglamentos que están o sean aprobados por Nos.
Estaba prevista, a buen seguro, la presencia de un superior local, destinado a suplir al General.
El otro punto se relacionaba con las misiones que los seis misioneros debían dar por tierras de la abadía de Saint-Denis y aquellas otras que en el porvenir pertenecieran a Saint-Cyr (46).
Algunos años más tarde se incrementó el número de misioneros, obtenida aunque con dificultad la derogación de lo tocante a la edad – había entonces en la Congregación muchos jóvenes menores de 30 años, mientras que escaseaban los misioneros maduros. Se sumaron dos padres y un hermano. Los honorarios de los que daban misiones subieron hasta las 600 libras anuales. Se añadían, para cuidados sanitarios, otras 600 libras, y 500 más para la lámpara del tabernáculo, las sagradas formas y el vino, gastos extraordinarios de confesores, director de retiros y visitas del General (47).
Los vicencianos se establecieron en Saint-Cyr el 9 de agosto de 1691. Para ellos había sido edificada una casa confortable, que diseñó Jules Hardouin-Mansart (1646-1708), complementada con una casa de campo en Fontenay-les-Fleury.
Ya al comienzo se plantea un problema: el teatro. Los misioneros eran notoriamente contrarios a toda representación teatral, fuese en las misiones o en los seminarios. Éste era un caso particular. Esther y Athalie habían sido escritas por Racine expresamente para las pensionistas. La actuación de las damiselas entusiasmó a todos. Fraçois Hébert (1675-1728), rector de la real parroquia de Versalles, estuvo entre quienes se opusieron a este tipo de espectáculos. Halagábalos el aplauso de toda la corte, mas ni aun así ocultó su decepción Hébert. Razones de carácter moral aconsejaban sustraer estas escenas a la mirada de los cortesanos. Hébert admitía el teatro en los colegios masculinos. El varón desempeña un papel público y, subiendo a las tablas, ensaya su actuación en el escenario de la vida. No acontece lo mismo con la mujer: «Para ser juiciosas, deben estar en el hogar, evitar mostrarse al exterior y permanecer ocultas» (48).
Madame Guyon tuvo un éxito estruendoso, al ser conocida en Saint-Cyr. Los misioneros estaban alarmados: se hablaba demasiado del puro amor. El prudente Hébert, que había tratado brevemente a Madame Guyon, pasó a ser fiero adversario suyo. Declaró no estar permitida a todos la lectura de teología mística. De otro lado, los autores de semejantes obras debieran mostrarse lo bastante sabios como para no dar la impresión de quererse aventurar en los secretos de Dios (49). Madame Guyon tuvo, al parecer, siquiera un defensor entre los misioneros.
El General P. Bonnet escribió a comienzos del siglo XVIII, con destino a la casa, unas normas de comportamiento. Era principio inspirador de la presencia de los misioneros la santificación de las 40 señoras y 250 jóvenes, «quienes debían servir de edificación al mundo y a los monasterios, y ganarse el cielo» (50). No era aquel trabajo fácil. Los amigos de Job le causaron menos pesar que su mujer. Obligados a tratar con mujeres, podría acontecer a los misioneros otro tanto: «La mujer ama u odia, no sabe término medio». Bonnet aconsejaba al superior una actitud independiente, no dejarse atar, evitar dos extremos, la hosquedad y melosidad. En lo tocante a las confesiones, las penitentes debían acostumbrarse a hacerlas sólo semanalmente; más de eso no sería llevadero. Los misioneros habían de estar disponibles, pero no ir en busca de las penitentes, pues éstas desprecian a los demasiado insistentes o que agobian. En particular, la índole misma de la institución le inducía a advertir: «No debemos rechazar a quienes nos necesitan, mas tampoco podemos prestarnos a todas las fantasías, pues ya no nos desembarazaríamos de éstas» (51).
Conclusión
La Compañía tuvo, pues, parroquias ya en los comienzos: si en los actuales estatutos se trata a las parroquias como de ministerio de la Congregación (52), ello corresponde a la verdad, de hecho y de derecho.
En cuanto al primer punto, no hay duda alguna: los datos que tenemos permiten seguir la serie de gestiones que llevó, como resultado final, a aceptar cierto número de parroquias en Francia y en Polonia.
Por parte del derecho, conviene se consideren los criterios. Se asumían parroquias en razón de estar unidas a los seminarios y posibilitar el ejercicio de las sagradas funciones. De otro lado, la actividad parroquial no movilizaba a gran número de vicencianos, y de ahí que no envolviera renuncia a las misiones. Además, el continuado ministerio parroquial era favorecido por el número elevado de seminaristas.
La aceptación de parroquias estaba sujeta a ciertas condiciones: la primera atañía al lazo con el seminario; la segunda decía relación al ministerio de las misiones: no debían rechazarse, habiendo suficiente personal, las de pequeñas ciudades; la tercera condición era: para quitar toda humana motivación, no debían buscarse parroquias, sino más bien esperar a que fuesen ofrecidas; finalmente, debían tener un papel evangelizador, espiritual o temporal, es decir tenían que poner en cabeza la catequesis, la proclamación, la sacramentalización, la vuelta de los alejados, los cuidados a pobres y presos, la visita a los enfermos y la atención a la doctrina de base.
Las parroquias aceptadas en aquella época satisfacían todas estas condiciones, y constituyeron una sana inversión de personal cualificado en un servicio conforme con el espíritu de san Vicente.
El hecho verdaderamente importante fue aceptar las reales parroquias, las cuales dieron origen una mentalidad nueva en la Congregación, con no desdeñables consecuencias.