Las Hijas de la Caridad. Mártires de la Fe (I)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Hijas de la Caridad, Historia de las Hijas de la Caridad1 Comment

CRÉDITOS
Autor: Renée Lelandais · Fuente: Ecos 1994.
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Hablando del Martirio a sus Misioneros, en noviembre de 1656, San Vicente les decía: «Deberíamos pedirle muchas veces a Dios esta gracia y esta disposición, de estar prontos a exponer nuestras vidas por su gloria y por la salvación del prójimo, todos los que aquí estamos…» (Síg. XI/3, p.258). Repetidas veces abordó este tema. En la Compañía ha habido muchas Hermanas que han probado a Dios su Fe, permaneciéndole fieles hasta el martirio. Así tenemos las Hermanas de Angers, Dax, Arras, durante la Revolución Francesa, en 1794; las de Tientsin, en China, en 1870, numerosas Hijas de la Caridad en España, durante la guerra de 1936-1939…

 

1.– Hermanas mártires en Francia

Breve panorámica de la Compañía al iniciarse la Revolución Francesa en 1789

Era Superior General de la doble Familia de San Vicente, desde 1788, el Padre Cayla de la Garde, y Superiora General de la Compañía, desde 1784, Sor Renata Dubois. En Pentecostés de 1790, quedó remplazada por Sor Antonia Deleau.

El 12 de julio de 1790, la Asamblea Constituyente votó la Constitución Civil del Clero, que sustraía al clero de la autoridad espiritual del Papa y lo sometía al poder civil.

Unos cuatro meses después, la Asamblea prescribió a todos los sacerdotes que prestaran juramento a dicha Constitución. Esto conllevó una división en el clero entre curas juramentados y no juramentados. A éstos últimos los apoyaban, en cuanto podían, en el ejercicio de su ministerio personas consagradas, las que, por este mismo hecho mismo, cayeron en desgracia del Gobierno. Este, el 6 de abril de 1792, decidió suprimir todas las Congregaciones religiosas. Para no verse obligado a prestar ese juramento cismático, el P. Cayla de la Garde tomó el camino del destierro. En 1794, se hallaba en Roma, donde murió en 1800.

La Convención amplió todas las decisiones tomadas por las dos Asambleas anteriores en contra de los que permanecían adictos a los sacerdotes no juramenta­dos. A fines de 1793, un miembro de la Convención sometió a sus colegas una idea (fue se le había ocurrido: «¿Por qué no pedir a las religiosas que presten ellas también juramento a la Constitución civil del Clero?» Es posible que en su fuero interno algunos miembros del gobierno no estuvieran de acuerdo con la propuesta, pero ninguno se atrevió a decirlo y todos opinaron afirmativamente. Así fue como los Comisarios de los Departamentos recibieron el encargo de tomar el juramento a las religiosas de su jurisdicción.

Felizmente, un buen número de estos delegados del gobierno eran personas sensatas, más o menos moderadas, acaso temieran el futuro o, por lo menos no veían ol motivo de dar la muerte a personas que estaban prestando buenos servicios en la región. Sin embargo, tampoco faltaban algunos fanáticos, que se alegraron de que se les diera ocasión de hacer rodar algunas cabezas. Esto fue lo que ocurrió, en 1794, en las Comunidades de Hijas de la Caridad de Angers, de Dax, de Arras. Este año celebramos el segundo centenario de estas muertes.

 

1. Las hermanas mártires de Angers

El 1° de febrero de 1794, las Hermanas Sor María Ana Vaillot y Otilia Baumgarten fueron fusiladas en Angers por haberse negado a prestar el juramento cismático. En un campo situado a las afueras de la ciudad fueron ejecutadas juntamente con otras noventa y siete personas. El largo cortejo de los condenados iba precedido por un grupo de sujetos dudosos, vestidos de harapos y muchos de ellos ebrios y también por una banda de música que al son de sus instrumentos cantaban cantos revolucio­narios. Seguían los jueces de la Comisión militar, «emperifollados» y ceñidos de un amplio fajín del que pendía un sable, que blandían de vez en cuando para excitar las aclamaciones. Pero, en realidad, reinaba un pesado silencio de muerte.

Se puso en fila a los condenados ante unos grandes fosos, en los que deberían caer sus cadáveres. Las Hermanas, que iban al final de la cadena, se adelantaron a su vez. Al verlas, un grito se dejó oir: ¡Gracia para las Hermanas! Fue tan irresistible el movimiento levantado, que el comandante cedió a él. Espontáneamente se adelantó hacia las Hermanas y les dijo: «Ciudadanas: tenéis tiempo todavía de escapar a la muerte… Volved a vuestra casa. No hagáis el juramento, puesto que os contraría, yo tomo sobre mí la responsabilidad de decir que lo habéis prestado y os doy mi palabra de que no os sucederá nada malo ni a vuestras compañeras que están presas».

– «Gracias, -respondió Sor María Ana- por su generoso ofrecimiento. Nuestra conciencia no nos permite prestar el juramento. Y tampoco queremos pasar por haberlo hecho».

El oficial guardó silencio y, a continuación, con un gesto de impotencia desespe­rada, levantó el sable dando la señal para que empezaran los fusilamientos.

Sor María Ana Vaillot, nacida el 13 de mayo de 1736, en Fontainebleau, había ingresado en la Compañía el 25 de septiembre de 1761. En el momento de su arresto, era responsable de la despensa del hospital San Juan de Angers.

Sor Otilia Baumgarten, nacida el 15 de noviembre de 1750, en Gongrexange, Lorena, había ingresado en la Compañía el 4 de agosto de 1775. En el mismo hospital, estaba encargada de la farmacia.

El suplicio de las dos Hermanas fusiladas levantó tal indignación, que los jueces cedieron ante el temor y se contentaron con deportar a Cayena a las otras diecinueve Hijas de la Caridad refractarias. Se las envió a Lorient, para que allí esperaran el barco que debía llevárselas a Cayena, en la Guayana francesa. Mientras esperaban el barco, las Hermanas se ofrecieron a atender el hospital del arsenal, en el que había una epidemia de escorbuto. Cuando el barco llamado para llevarse a las proscritas estaba a punto de zarpar, la policía fue a hacerse cargo de ellas. Pero el comandante de marina se negó a entregarlas. Y como insistiesen en ello, ordenó que cerrasen las verjas del arsenal, jurando que respondería a tiros a las nuevas insistencias que le hicieran. La autoridad jacobina contemporizó, entre tanto, la muerte del último jefe de la Convención, marcó una suspensión, o al menos un freno, para todas las demás penas de muerte.

 

2. Sor Margarita Rutan, en Dax

Los dos delegados del Gobierno nombrados para el Departamento de Las Landas -Pinet y Cavaignac- llegaron allá el 11 de octubre de 1793 y una de las primeras medidas que tomaron fue la de instalar una «guillotina departamental». Muchos sacerdotes y seglares subieron a ella, pero Sor Margarita Rutan fue la única religiosa guillotinada en Las Landas.

Las Hijas de la Caridad estaban por aquel entonces encargadas del Hospital de Dax, del que se habían hecho cargo en 1710. En 1794, la Hermana Sirviente era Sor

 

Margarita, nacida en Metz en 1736. El año 1793, había tenido, al igual que sus Compañeras, que quitarse el hábito religioso, pero todas habían continuado al servicio de los enfermos.

Un soldado del batallón de Voluntarios de Las Landas cayó enfermo y lo ingresa­ron en el Hospital de Dax. Los Voluntarios eran soldados jóvenes que se alistaban para defender al país contra las agresiones exteriores. Curado al cabo de unos días, aquel Voluntario quiso manifestar su agradecimiento a las que le habían salvado la vida. Y con otros soldados, músicos como él, dió una serenata a sus bienhechoras. Estas, a su vez, dieron las gracias a los que las agasajaban y les ofrecieron un refresco. El hecho se supo y se interpretó torcidamente. De tal manera que se detuvo a Sor Margarita y se la sometió a juicio. En aquel acto, el presidente del tribunal leyó lo siguiente:

«En nombre de la República, la Comisión extraordinaria, con sede en Dax, ha pronunciado el juicio siguiente:

Ha comparecido ante la audiencia la llamada Margarita Rutan… El Presidente le ha señalado que se la acusaba de haber empleado medios de seducción, ya de palabra, ya proporcionando dinero a los bravos defensores de la Patria… instándoles a unirse a los «Bandidos de Vendée» -los campesinos de aquella región de Vandée, rebeldes a algunas de las leyes de la Convención-… de haber mantenido relacio­nes con allegados al tirano de Austria -que estaba en guerra declarada contra Francia-… y que se han encontrado en su despacho panfletos infames y anti-revolucionarios…».

Sor Margarita murió en el cadalso el 9 de abril de 1794 (30 germinal, Año II). Las Hermanas, sus compañeras, sólo tuvieron que sufrir algún tiempo de reclusión.

 

3. Las Hermanas de Arras

El Establecimiento que dirigían las Hermanas había sido fundado en vida de San Vicente. Tenía como obras principales el servicio a los pobres a domicilio y una escuela gratuita de niñas.

Al dar comienzo la Revolución, había en la Casa siete Hermanas. Como la más joven tenía verdadero pánico de lo que pudiera suceder, se la envió con su familia. Otras dos, que no querían dejar de ser Hijas de la Caridad, pero que temían el porvenir, al presentarse una ocasión propicia para ello, se las confió a un comerciante de la ciudad, quien se encargó de hacerles pasar la frontera, protegidas por un disfraz. Después de un largo viaje del que no se conocen las peripecias, llegaron a la Polonia Austriacam.

Terminada la Revolución, regresaron a Francia y fueron, una tras otra, Hermanas Sirvientes de Arras. Pero siempre lamentaron el no haber sido guillotinadas con sus Compañeras. Las cuatro restantes eran: Sor Magdalena Fontaine, Sor Teresa Fantou, Sor Juana Gérard, Sor María Francisca Lanel.

La llegada a Arras del Comisario Lebon (1765-1795) fue lo que precipitó los acontecimientos. Oratoriano y sacerdote juramentado, designado por la Conven­ción como Delegado de Arras, se le nombró alcalde de la ciudad y diputado de la Convención. Llegó a Arras el 1 de noviembre de 1793, y ya el día 14 del mismo mes empezaba a indagar si las Hijas de la Caridad habían prestado el juramento. La casa de éstas, a la que en ese momento se la llamaba «Casa de la Humanidad», estaba bajo las órdenes de un empleado municipal encargado de vigilar a las Hermanas. Acusa­das, sin razón, de tener en su poder papeles y periódicos contra-revolucionarios y habiéndose negado a jurar la Constitución Civil del Clero, fueron detenidas e internadas en la cárcel de Arras.

La guillotina, en aquella época, se alzaba en Cambrai, y el 25 de junio de 1794, se dio órdenes al director de la cárcel para que enviara rápidamente a las Hermanas a aquella ciudad. Llegaron el día 26, muy temprano, y poco después se las condujo al cadalso. Antes de subir al mismo, Sor Magdalena Fontaine repitió lo que ya había dicho varias veces: «Seremos las últimas víctimas». Esta profecía, que movió a risa al Comisario Lebon, se cumplió al pie de la letra: fueron, en Cambrai, las últimas víctimas. El hecho es que, aquella misma tarde, la guillotina dejó de funcionar, con motivo de una fiesta cívica inventada por Lebon: hubo que desmontarla para dejar sitio a las decoraciones de la fiesta, y no se la volvió a armar de nuevo. Muy pronto, la caída de Robespierre —que, con Marat y Danton, había dirigido la Convención y la había llevado a todos los excesos que durante ella se cometieron— produjo también la de Lebon y puso fin a la sangrienta persecución.

 

CONCLUSION

Estas siete Hermanas constituyen el precio que la Compañía pagó a la Revolu­ción. Pero otras varias tuvieron que sufrir cárcel, malos tratos, trabajos diversos y penosos. En todas las regiones de Francia, muchas Hermanas se mostraron inque­brantables en su adhesión a la Iglesia. Para terminar, una anécdota que da a conocer cómo las Hermanas de Nancy escaparon a la guillotina:

Las autoridades municipales de esta ciudad quisieron obligar a las Hermanas a que prestaran el juramento a la Constitución Civil del Clero. Pero, con el fin de no dar lugar a que se respaldaran unas a otras, decidieron hacerlas comparecer individual­mente, pensando que así sería más fácil someterlas. Llamaron en primer lugar a Sor Cecilia Choquart, porque les pareció que sería la más fácil de convencer para que se aviniese a sus propósitos, dada su sencillez. Una vez convencida la primera, las demás harían lo mismo.

Así pues, hicieron comparecer a Sor Cecilia, bien escoltada, en la sala de audiencias, ante los miembros del municipio. La Hermana empezó por saludarles y les dijo sin que apareciese en ella la menor preocupación: «Qué desean de mi, ciudadanos? Le respondieron, con muchos circunloquios, aunque con buenos moda­les, que la ley obligaba a las Hermanas a que prestasen juramento. Ella respondió:,«Hace mucho tiempo que hice un juramento: fue al recibir el bautismo, cuando juré a Dios serle fiel. Más adelante, he hecho otro juramento a Dios, al hacer los votos propios de mi estado. Y ya no tengo más juramentos que hacer». Señalando, entonces, el cuello con la mano, añadió: «Aquí tienen mi cabeza, si la desean estoy dispuesta». Aquella respuesta tan firme y, a la vez, tan poco esperada, desconcertó a los munícipes que, sin embargo, no se dieron por vencidos en su propósito. Pero la Hermana se mantuvo firme en la misma actitud.

No se sometió a interrogatorio a las demás Hermanas y todas pudieron proseguir con tranquilidad su servicio.

 

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