«Si sois fieles en la práctica de esta forma de vida…»
San Vicente 14 de junio de 1643.
«¿Amáis vuestra forma de vida…?»
Santa Luisa, Carta 377, hacia 1652.
«Forma de vida» es una expresión que encontramos con frecuencia en labios de los Fundadores y no como meras palabras sin mayor contenido, sino con el propósito de designar lo que verdaderamente constituye a la Hija de la Caridad, lo que traduce su ser profundo, lo que le permite responder plenamente el designio de Dios sobre ella y sobre la Compañía.
¿Y dónde encontrará la Hija de la Caridad esa «forma de vida» para poder ajustarse a ella tan perfectamente como le sea posible, en fidelidad a la gracia divina y al Espíritu que la va moldeando sin cesar, lo mismo que a todas sus Hermanas? En su Regla de vida como lo explicaba con toda claridad San Vicente en la conferencia del 14 de junio de 1643; por lo tanto, hoy, en las Constituciones en las que «encontramos el proyecto del Señor sobre nuestra familia espiritual».
A la luz, pues, de las Constituciones, la Hija de la Caridad llegará a comprender mejor cómo vivir su entrega total a Dios esencialmente para y en el servicio a los pobres, en sencillez, humildad y caridad y cómo a partir de esa entrega y con miras al servicio, el mismo radicalismo ha de penetrar toda su existencia, en particular su vida espiritual, su vida comunitaria, su vida según los consejos evangélicos. Así será como, día tras día, llegará a realizar la «unidad de su vida»: es decir, en torno al eje esencial del servicio alcanzará la cohesión y coherencia de todo su ser de Hija de la Caridad.
Por ello, vamos a detenernos primeramente, en las exigencias de radicalidad que requiere el servicio a los Pobres.
Podemos presentarlas bajo cuatro aspectos:
- Ser, estar para los Pobres,
- con los Pobres,
- como los Pobres,
- por medio o a través de los Pobres.
a) Ser, estar para los pobres
Esto implica dos elementos fundamentales: por una parte, trabajar según nuestra vocación y nuestra capacidad, para eliminar o reducir la pobreza, en tanto es un mal y un desorden; por otra parte, ayudar a que se logre vivir la pobreza de manera liberadora.
1) Trabajar para reducir la pobreza
En el primer caso se tratará —y aquí están los dos niveles que nos son familiares— de asistir al que se encuentra en necesidad proveyéndole de lo más necesario y, por otra parte de atender a la promoción de las personas, porque sigue siendo más importante enseñar a pescar al que no tiene que comer, que regalarle un pez… Sin duda, son números los pobres de toda categoría a los que se les puede ayudar a hacerse más conscientes de su situación, de sus derechos, de sus deberes, de los mecanismos que producen su empobrecimiento y de la lucha que hay que emprender para cambiar esa situación, tanto en el plano personal como colectivo.
De esta manera, trabajamos en la instauración de un mundo en el que los hombres y las Instituciones lleguen a asumir los valores del Reino.
2) Ayudar a vivir la pobreza de manera liberadora
Esto se impone por el simple hecho de que, tanto los conocimientos como las técnicas necesarias para combatir ciertas pobrezas, son insuficientes; se impone también por el hecho de que el hombre no está lo suficientemente abierto al Evangelio como para desarraigar de su corazón las causas de muchas pobrezas individuales o colectivas. Pero la persona tiene la capacidad de transformar una sujeción creciente, una servidumbre, en camino de libertad. Ahora bien. para conseguirlo necesita que se llegue con ella misma hasta el fondo de su misterio personal, que se la ayude a expresar lo que experimenta, que se la reconozca por lo que es.
Añadamos que esta acción de «acompañamiento», como ahora se dice, no es fácil. Por supuesto, no podrá nunca ser cuestión de intentar dicho acompañamiento dejando subsistir una pobreza que se podría reducir. En tal caso, algunas frases como «no le olvidaré», «voy a pedir por usted», aunque sean sinceras en el fondo, pueden sonar a insulto. Sea como quiera, no podemos olvidar que junto a la pobreza, mal en sí, existe toda la enseñanza evangélica —perdónenme la expresión paradójica— sobre «la riqueza de la pobreza.
b) Estar con los pobres
Aquí también, y como consecuencia de lo que acabamos de decir, nos encontramos con dos aspectos principales: Por una parte, ¿cómo se podría trabajar para eliminar o reducir la pobreza, sin estar con los pobres, del lado de los pobres? Y por otra, ¿cómo ayudarles a vivir la dimensión liberadora de la pobreza sin tener con ellos una relación fraternal?
1) ¿Comó estar del lado de los Pobres?
No se trata de estar del lado de los pobres de una manera ciega, como si siempre tuvieran razón en todo y los demás siempre estuvieran en falta. Se impone un discernimiento siempre que hay que tomar partido, a favor o en contra de las actuaciones y de las actitudes de una persona o de un grupo, pero cuando haya que hacer opciones, siempre debe optarse por el explotado, frente al explotador, por el oprimido, frente al opresor.
A primera vista, éste es al parecer el partido que tomamos habitualmente. Pero si examinamos atentamente nuestras opciones interiores, acaso veamos que no tienen siempre la calidad humana y sobre todo la calidad evangélica que les adjudicamos. ¿No nos ocurre con frecuencia querer ante todo conservar nuestra tranquilidad personal o comunitaria? ¿Somos siempre solidarios de los humildes hasta el punto de hacer nuestra su causa justa, de convertirnos en su «voz» en algunas circunstancias, de defenderles cuando se ven lesionados? ¿Somos lo bastante libres interiormente para tomar el partido de los Pobres cuando el Evangelio lo exige, y según el espíritu del Evangelio?
Al participar en el destino y condición de los Pobres, llegamos a ser vulnerables como ellos en una sociedad en la que, todavía con demasiada frecuencia, la ley del más fuerte es la que prevalece, y corremos el riesgo de que se nos acuse de dirigir la subversión, de ser contestatarios, de inmiscuirnos en lo que no nos concierne… ¿Tenemos la valentía de afrontar ese riesgo con sus consecuencias habituales?
2) ¿Cómo mantener con los Pobres una relación fraternal?
Si es importante estar de esta manera del lado de los pobres, importa más todavía tener con ellos una relación fraterna. Para el pobre, como para todo ser humano, el encuentro, la relación, es primordial; la amistad, el don más preciado. De ahí que tengamos que hacernos esta doble pregunta: ¿Vivimos en comunión fraterna con los pobres? ¿Son verdaderamente nuestros amigos?
Una actitud simplemente humana y con mayor razón una actitud evangélica, exigen que se preste atención, que se torne interés por los sentimientos tanto de dolor como de alegría que se nos manifiesten, que se acojan profundamente las necesidades y los deseos de los pobres. Si falta esta condición, nunca llegaremos a conocer a los pobres aunque les sirvamos, nunca llegaremos a ser sus amigos.
¿Cómo amar a los que se ignora o a los que sólo se conoce superficialmente?… De ahí la importancia que tiene dedicar tiempo a los pobres, hablar con ellos, escucharles, salir de nuestro papel de bienhechores para tener con ellos relaciones de persona a persona.
Para eso es necesario acercarse a los pobres con una presencia viva, palpable, cercana, cálida Es importante manifestarles y compartir con ellos nuestros propios sentimientos, en vez de disimularlos u ocultarlos como si fuéramos insensibles: ¿por qué tener miedo a manifestar nuestra alegría o nuestra pena?…
En estos encuentros —así hay que esperarlo— crecerán también en nosotros la inquietud y la vergüenza por vernos tan poco evangelizados, la convicción de haber medido nuestra vida más a la luz de los valores de este mundo que a la de los valores del Reino, el deseo de una vida de pobreza más condicionada por las exigencias del Evangelio. De esta forma el pobre no será únicamente el que recibe, sino también el que da; y nosotros no seremos sólo los que ayudan sino los que reciben ayuda: unos y otros viviremos los dos elementos del amor: el don y la acogida, el saber dar y el saber recibir.
c) Ser como los pobres
Como sabemos muy bien, el amor busca la semejanza, tiende a suprimir muros y barreras. Este amor será el que, de una forma natural, hará que una Hermana se diga: «Yo querría como Jesús, ir hacia los más pobres, ser pobre entre ellos para hacerles asequible el mensaje que Jesús ha querido dejarnos a través de la pobreza de su vida».
1) Evaluemos nuestras aptitudes
Sin dejar de reconocer que la semejanza de vida favorecerá nuestro «ser para los pobres» y nuestro «estar con los pobres», tenemos que reconocer también que no todos somos aptos para compartir la vida de los pobres y que, de todas formas es ésta una cuestión que hay que comprender bien. ¿Somos capaces de abandonar nuestro estilo’ de vida para abrazar el de los Pobres, al menos corno «estilo», precisamente? Tenemos que plantearnos la pregunta.
2) Evaluemos nuestro estilo de vida
Otro interrogante no menos complejo nos lo plantean los que, y las que, entre nosotros quieren verdaderamente insertarse en la condición de los pobres. Por lo menos tenemos que dejarnos interpelar por ellos para hacer una confrontación con nuestra propia vida y tratar de simplificarla.
3) Evaluemos nuestras motivaciones
Pero, por otra parte, reconozcamos con la misma lucidez que «ser como los Pobres» no es un valor en sí, sino una realidad relativa, subordinada por completo al «ser para los pobres» y al «estar con los pobres». No se entra en comunión con una situación de desorden porque sí, sino para ayudar a los que en ella se encuentran a salir de tal situación o por lo menos a vivirla de manera liberadora. Si el Hijo de Dios se hizo pobre, fue para enriquecernos con su po breza, no para asumir nuestra miseria y mantenernos en ella; se despojó para hacernos llegar a ser hijos de Dios.
De ahí, la importancia para los que se sienten más directamente aludidos, de deshacer la ambigüedad eventual de su opción explicando cuanto sea posible y necesario su significado humano y su significado cristiano. En la medida en que los Pobres comprendan su conducta, se verán impulsados, lo primero, si puedo expresarme así, a perdonarles su intrusión en el ambiente desfavorecido y, después. poco a poco a establecer con ellos una relación amistosa.
4) Evaluemos nuestras palabras, nuestros juicios
Por otra parte, el hecho de vivir la misma condición de los Pobres —si realmente nos permite comprenderlos mejor y ayudarles más eficazmente— tiene que !lavarnos a nosotros también a desconfiar de ciertas tendencias, por ejemplo: la de decir y hacer ver que la situación de los pobres ha de imputarse totalmente a los demás; la de utilizar un lenguaje que dé la impresión de que pobreza es automáticamente sinónimo de virtud; la de juzgar con severidad a los que no comparten la situación de los humildes; la de hablar y obrar como si el hecho de haber tomado esa opción fuera una patente de vida evangélica; por último, la tendencia a predicar o utilizar la violencia para conseguir más rápidamente la eliminación o la reducción de la pobreza. Sabemos muy bien que los que ceden a estas tendencias, lo que hacen de hecho es perjudicar a la causa que se proponen servir.
d) Ser, existir por los pobres
1) Dejarse interpelar por los Pobres
La existencia de los Pobres, como hemos dicho, nos interpela sobre nuestra manera de vivir individual y comunitaria. Millones de personas se ven privadas de lo estrictamente necesario, mueren de hambre, etc. Así nos hacemos conscientes de nuestro aburguesamiento, y esto tiene que suscitar en nosotros el deseo de una superación. Así es como por el mero hecho de su existencia, los Pobres nos ayudan a ser lo que hemos escogido ser.
2) Hacerse servidores del Amor
Además, al comprometernos en favor de los pobres, al luchar con ellos por la supresión o disminución de su pobreza, si realmente vivimos todo esto en Fe y Amor, colaboramos con el Espíritu en el crecimiento de Cristo en nosotros, nos hacemos más «servidores», más «siervas» de Dios en el pobre, se desarrolla nuestro ser cristiano, el testimonio de nuestra vida es más elocuente: también en este sentido los Pobres nos ayudan a ser lo que la Iglesia nos pide que seamos, testigos del Amor.
3) Restituir lo que hemos recibido
El pobre nos recuerda constantemente nuestra propia condición de «pobreza- mal», de «pobreza-desorden». ¡Con qué facilidad, nos creemos dioses, nos atribuimos lo que de El procede, nos apropiamos de lo que le pertenece, nos comportamos con El como si sólo tuviéramos derecho!… Ahora bien, esta forma de «pobreza-mal» o «desorden» es mucho más grave que otras muchas pobrezas más aparentes: es la más profunda de todas, la raíz de las demás. Como decía San Agustín, si diéramos de nuestro propio bien, sería generosidad, pero como damos de lo que hemos recibido, es simple restitución.
4) Descubrir nuestra propia pobreza
Por eso los pobres nos recuerdan otra forma de nuestra pobreza: la de todo hombre como criatura. La realidad de nuestro ser está señalada por la carencia total, no en el sentido de que no tengamos nada, sino en el sentido de que todo lo que somos y todo lo que tenemos viene de Dios, le pertenece de manera absoluta, El es quien nos lo da a título gratuito. Si los pobres necesitan de los demás para vivir, nosotros tenernos incomparablemente más necesidad de Dios para ser. De ahí la importancia de la dimensión de dependencia de la que ya hemos hablado varias veces.
5) Comulgar con la pobreza de Cristo, el Pobre por excelencia
Por último, los pobres nos ayudan a referirnos constantemente a Cristo Pobre con el que nos identificamos. Hemos de discernir, con nuestros Fundadores, en los rasgos de los pobres, los rasgos del mismo Jesús, de tal manera que nuestra presencia junto a los desfavorecidos de este mundo se convierta en presencia junto a Cristo. En los pobres a quienes amamos y servimos, contemplamos a Aquel que por nosotros se hizo pobre en su vida terrena y que nos salvó por esa pobreza: es el Amor humillado hasta hacerse uno de nosotros…
Jesús fue pobre porque vivió en la desposesión total su relación con el Padre, como ya hemos visto, pero también porque se desposó con la condición humana con su «pobreza-mal en sí» y su «pobreza-desorden», excepto el pecado. El rostro del pobre nos recuerda, pues, que hemos sido salvados por el Pobre por excelencia y que no podemos completar lo que falta a su Pasión si no es en comunión con su pobreza.
Este pensamiento nos ayuda a participar de forma más evangélica en la misión de la Iglesia de la que somos responsables en la medida de los dones que hemos recibido.