La vida espiritual de la Misión

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Autor: Carlo Braga, C.M. · Traductor: Luis Huerga, C.M.. · Año publicación original: 1981 · Fuente: Anales españoles, 1981.
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Esta conversación, más que tratado orgánico y exhaustivo de todo el pro­blema atañedero a la vida espiritual de la C. M., intenta reflexionar sobre algunos aspectos de nuestra vida relacionados con la espiritualidad vicen­ciana. Aspectos ciertamente conocidos, derivados del pensamiento de San Vicente y por éste expresados con claridad en las Reglas Comunes o en las Conferencias y recogidos también en las nuevas Constituciones. Unidos unos con otros, pueden ofrecer un óptimo itinerario espiritual que meditar y hacer efectivo en nuestras comunidades.

La vida espiritual

1. No quiero proponer una definición de vida espiritual. Me contentaré con decir que por vida espiritual entiendo sobre todo un modo de ser, una inspiración que permea y guía la vida entera y sus manifestaciones, hasta el punto de constituir una característica del individuo y de la comunidad. Diría que es más que nada una tensión, la cual sostiene y da el tono a cuanto uno hace y quiere ser. Y todo reproduciendo en la vida propia y en el propio ser un modelo al que aquélla se remite y en el cual se inspira de continuo para alimentar ese mismo espíritu y esa misma tensión.

A su vez, ese espíritu y esa tensión tienen sus manifestaciones externas en ciertos momentos que acostumbramos a llamar «fuertes» y cuyo propó­sito es sostener y reforzar el espíritu mismo. En la práctica son los momen­tos de oración, de interiorización, de coloquio con Dios. No agotan todo el campo de la espiritualidad, sino que forman parte de ella y la sustentan.

Así como toda la vida y la acción apostólica de una comunidad y de sus miembros se avoca al fundador, del mismo modo la espiritualidad. Todo tiende en cierto modo a perpetuar en la Iglesia, según la diversidad de tiempos y situaciones, el carisma, la presencia espiritual del fundador, quien así prolonga en ella su servicio.

2. En la base de la espiritualidad de San Vicente y nuestra está la misión, o sea el deseo y el compromiso de seguir a Cristo en la actitud es­pecífica de ejecutar la voluntad del Padre anunciando la Buena Nueva a los pobres. San Vicente descubre esta misión en los acontecimientos de su vida, que guía la Providencia; acoge y vive aquélla y la propone a cuan­tos quieran participar con él en la misión del Hijo de Dios, como él anun­ciando el evangelio a los pobres.

Eso se convierte a un tiempo en fin y fuente de espiritualidad (Cf. Cons­tituciones, Introd.). «… la pequeña Congregación de la Misión desea, con la ayuda de la gracia de Dios y según sus pocas fuerzas, imitar al mismo Cristo Señor…» (RC I, 1). Es imitación, pero aun antes asimilación del es­píritu: «… persuadidos de que los llamados a continuar la misión del mis­mo Cristo, consistente ante todo en la evangelización de los pobres, debie­ran tener los sentimientos y afectos del mismo Cristo, más aún, estar re­pletos de su espíritu y seguir sus huellas» (RC, Introd.).

Brevemente podremos decir que nuestra misión, y la espiritualidad que la anima y alimenta, es seguir a Cristo en su misión de evangelizador de los pobres con unos sentimientos iguales a los suyos.

En el plano ideal se trata evidentemente de un redescubrimiento conti­nuo de la voluntad de Dios, quien llama a la evangelización.

En el plano de las realizaciones y de la inspiración, trátase de descubrir constantemente al pobre. En San Vicente es constante la preocupación por el encuentro del pobre, por el socorro de éste, anunciando y, según él decía, haciendo efectivo el evangelio, aun cuando la actividad requerida por las exigencias del prójimo y de la Iglesia no toque inmediatamente al pobre. El pobre permanece siempre un ideal que inspira, que da su tono al modo entero de ser y obrar. También en la Congregación de la Misión debe la presencia del pobre iluminar y guiar la actitud y la acción de comunidades e individuos; debe ser un espíritu, una preocupación constante, una nota que se explicite en los diversos ministerios y en la vida misma de acción.

Sólo a esta luz halla su plena aplicación el «fin» propuesto originaria­mente por San Vicente a su Congregación en las Reglas Comunes (cap. I, número 1) y transcrito a un lenguaje más actualizado en el número 1 de las nuevas Constituciones. Antes todavía que de realizaciones prácticas en beneficio directo o indirecto del pobre, se trata de un ideal que vivir; y aun las mismas realizaciones serán auténticas y eficaces en la medida en que las inspire ese ideal. «El fin de la C. M. es seguir a Cristo evangeliza­dor de los pobres.» He ahí el gran ideal, que da origen y se materializa en las tres célebres mediaciones, la primera de las cuales concierne a la vida espiritual: «Esforzarse por revestir el espíritu de Cristo (RC I, 3), por ad­quirir la perfección que conviene a nuestra vocación (RC XII, 13).» Y luego las otras dos: La evangelización y la formación de sacerdotes y seglares con miras a la evangelización. Así pues, Cristo y el pobre orientarán las diversas expresiones de la vida y de la actividad de la Congregación.

3. Es un seguimiento de Cristo que se hace imitación, hasta el punto de ser Cristo «la regla de la Misión»; hasta que el espíritu de Cristo llega a ser espíritu de la Misión (Const., n. 5).

No consiste, para San Vicente, la espiritualidad de su Congregación en la práctica de virtudes abstractas, sino que es reproducir al Hijo de Dios hecho hombre en su vida, en su misión de Salvador. No es sólo una derivación de la «devoción moderna», del Medievo, que se detiene en la humanidad del Hijo de Dios, ni recoge sólo la espiritualidad de la «escuela francesa» de aquel tiempo. Hay conciencia de ser, por la misión y en plena comunión con la Iglesia, continuadores de la misión y obra de Cristo en el mundo de hoy. De aquí la exigencia de llenarse del mismo espíritu y de las virtudes mismas que Cristo evangeliza.

Es la espiritualidad de las Reglas Comunes: Todos los capítulos comien­zan invocando el ejemplo de Cristo como modelo de la serie de virtudes y preceptos que San Vicente propone a su comunidad. Lo que Cristo hacía cuando formaba a sus discípulos, evangelizando juntamente con ellos, eso mismo debe hacer la pequeña Congregación (RC, Introd.).

Las nuevas Constituciones acentúan dos aspectos de esta espiritualidad:

a) El primero es que nuestro espíritu reproduzca las disposiciones del alma de Cristo en su misión (Const., n. 6) cuales se expresan sobre todo en las siguientes actitudes:

  • Amor reverente para con el Padre, que lo impulsa a que actúe por amor. Es el primer polo de atracción para toda actividad, el que orientará a todo el espíritu.
  • Amor compasivo y eficaz para con los pobres. No sólo compasivo, sino también eficaz; el pobre es imagen privilegiada de Dios, sacramento de la presencia de Dios en el mundo. Se trata ante todo de que el pobre sirva de itinerario por que Dios sea descubierto, y uno vaya hacia El. De ponerse luego al servicio del pobre y, por medio del pobre, al servicio de Dios, con el compromiso personal, el sacrificio, la dedicación. Es llegar a amar a Dios por el pobre, socorriendo al pobre con el propio trabajo.
  • Docilidad a la Providencia. No se basa el propio trabajo en una cons­trucción ideal a la que se intenta adaptar la realidad, haciendo que ésta entre en aquélla de grado o por fuerza. La realidad por la que Dios llama debe en cambio suscitar ese trabajo. Es dejarse guiar por la Providencia. Es saber leer los signos de los tiempos, hacer de ellos instrumento de llamada. No es buscar pobres a la medida de uno mismo, sino adaptar nuestros servicios y a nosotros mismos a la medida de los pobres. Es ese gran espíritu de independencia y liber­tad que conduce a ver en la Providencia no sólo la llamada a comen­zar, sino también la señal para terminar una obra o servicio concre­to cuando nuestra presencia ya no es necesaria.

b) El segundo aspecto de esta imitación de Cristo evangelizador apa­rece en el número 14 del capítulo 2 de las RC, y del 7 en adelante de las nuevas Constituciones: La asimilación de las cinco virtudes o facultades del alma que deben imprimir una nota particular a nuestra actitud espiri­tual y a nuestra acción: La sencillez, la humildad, la mansedumbre, la mor­tificación, el celo. Es un programa de vida espiritual por la acción apostó­lica. Son virtudes que no quedan sólo en lo íntimo del espíritu, sino que se realizan sobre todo en el contacto con el prójimo. La sencillez en el ac­tuar, la humildad en la relación con los demás, mirando sobre todo a los pobres como a «amos y maestros»; la mortificación, que conduce a la re­nuncia de sí y de la propia comodidad para suscitar un servicio más ge­neroso; la mansedumbre, como estilo del acercamiento y del trato; el celo, como llama que manifiesta y alimenta el fuego del amor de Dios que debe expresarse en todo nuestro modo de ser. Releamos la conferencia del 22 de agosto de 1659 para ver, en las palabras del mismo San Vicente, cómo estas cinco virtudes, fundamentales para el misionero, entran como dina­mismo en toda la espiritualidad y como respuesta en las exigencias con­cretas de la evangelización, encarnada en la realidad del pobre.

Brevemente podemos decir que la espiritualidad del misionero se resu­me en la tensión que lo lleva a asimilar el espíritu de Cristo evangelizador y a reproducirlo como actitud constante para con el Padre, como actitud de servicio para con el pobre. Las cinco virtudes son como la coloración, como el eje sobre el que gira nuestro ser, nuestro obrar frente por frente de Dios y del pobre.

La vida apostólica

Vida espiritual y vida apostólica, en San Vicente, no son dos elemen­tos que luchen entre sí y alternativamente se excluyan. Más bien están des­tinados a completarse y nutrirse mutuamente. La vida espiritual sostiene en la actividad apostólica; ésta es fuente de dinamismo y de vida espiritual. No puede haber separación si se quiere realizar la misión y vocación res­pectivas hasta el fondo. La realidad sanamente vivida debe inspirar la vida del espíritu y los valores que son como su ideal. La vida apostólica será auténtica si sabe volver continuamente a Cristo evangelizador y al pobre.

Recojamos algunas inspiraciones del capítulo de las nuevas Consti­tuciones sobre la actividad apostólica:

  • «Fuente de nuestra actividad apostólica es el amor de Cristo, que tiene compasión de las multitudes» (n. 11). Es una nueva llamada al amor compasivo y eficaz de Cristo por las multitudes que acuden a él. Un amor que no se limita al anuncio teórico e idealista del evangelio, sino que im­pele a su realización. Está ahí toda la realidad de la evangelización y de la promoción del hombre, que requiere de quien anuncia el evangelio la consideración del hombre en toda su dimensionalidad. Para el pensamiento de San 1. icen te trátase de manifestar ante el mundo lo que, anunciado por !os profetas para la salvación del hombre, no se cumplió sólo una vez en Cristo, sino que continúa realizándose aún hoy. Está ahí el empeño de nuestra espiritualidad y de nuestra vocación, que nos lleva no hacia un evan­gelio desencarnado, sino a un evangelio que envuelve la vida real de cuan­tos lo acogen hasta el punto de transformarla. Al fondo está el pobre como destinatario y Cristo como inspirador.
  • Ello exige y produce también una sensibilidad profética en la deter­minación y elección de los campos y sectores de actividad. Es un concepto recordado por el número 12,2 de las Constituciones, y que tiene por fun­damento la atención, la sensibilización al problema de la pobreza en el mundo. Es un espíritu profético que, como el de Cristo, debe ser capaz de percibir el grito del pobre, de denunciar la injusticia, pero al mismo tiempo infundiendo fuerza e invitando a la conversión. La sola denuncia no sería cristiana, ni siquiera sería humanamente completa.
  • Una evangelización impulsada hacia adelante, en actitud de imitar el espíritu compasivo de Cristo y sensitivizada aún más por un espíritu profético, no es ya sólo dar a los demás. Por el contacto salvífico con el pobre se efectúa una evangelización enriquecedora que salva al evangelizador. Somos pues evangelizadores por vocación, pero estamos abiertos para ser evangelizados por los pobres a condición de insertarnos en la rea­lidad de éstos y hacernos partícipes de ella (n. 12,13). La Buena Nueva no se contenta con pasar por nosotros, sino que deja en nosotros huella de su anuncio, pues también nosotros participamos en su salvación.

Son tres breves alusiones al problema. No ofrecen un cuadro completo, pero bastan para demostrar una vez más el vínculo profundo y mutuamen­te enriquecedor entre ministerio y vida intuido por San Vicente y dado no como ocasión de dispersión, sino como elemento constructivo de la espiri­tualidad propia del apostolado.

La vida comunitaria

1. Para ser auténtica la comunidad religiosa, sobre todo cuando es de vida activa, ha de tender a la realización de una misión. El estar juntos, hacer vida común, compartir lo que uno es y tiene, no puede agotarse en el interior de la casa o de la comunidad religiosa, sino que debe lanzarse hacia fuera en impulso apostólico. Grande es la claridad de San Vicente en cuanto a este punto: Con un sentido que podemos llamar profético, quiso para su Congregación la vida comunitaria como «nota propia» (Cons­titución, n. 33), mas impulsada a realizar, con espíritu fraterno y apostó­lico, la misión a que nos llama una vocación común (Const., n. 31). No quiso la vida comunitaria del cenobita o del monje, consistente en vivir el evangelio junto a sus hermanos, lo que agota la fuerza espiritual de vivir unidos, pues tal es su vocación. El en cambio marcó nuestra vida comuni­taria con una clara tensión «ad extra»: La evangelización de los pobres.

2. Nuestra espiritualidad se hace efectiva cuando convierte nuestra vida comunitaria no funcionalmente en simple instrumento que nos lleva a estar y trabajar juntos de manera más eficaz y productiva, sino en un estar jun­tos empapado de las auténticas exigencias de la misión, de suerte que se transforme en un estímulo para el crecimiento tanto en la búsqueda de la vocación como de la perfección.

Las condiciones requeridas por San Vicente para que nuestra vida co­munitaria sea auténtica y fecunda, son principalmente éstas:

Hemos de hacer iglesia, reproduciendo las notas de la vida trinitaria en la vida de comunidad. Hacer iglesia es hacer que la comunidad llegue a ser el lugar de nuestra salvación y un testimonio, un «sacramento», de la presencia salvífica de la Iglesia en el mundo. La compararíamos a la asamblea litúrgica. Esta es signo de la Iglesia; en ella se manifiesta la rea­lidad sacramental del pueblo de Dios convocado en la fe y el amor; en ella recibe la salvación ese pueblo de Dios, de la que se hace testigo y prego­nero ante los demás. Es lo que acontece en la comunidad religiosa: El vivir juntos, llamados y reunidos por la misma vocación y caridad apostólica, es signo de la unidad de salvación para nosotros y del anuncio que se hace a los demás, concepto que hallamos en el número 32 de las Constituciones.

Pero recordaría sobre todo la idea del número 33: «La vida comuni­taria es una característica («nota propria») de la Congregación desde sus orígenes y por voluntad expresa de San Vicente.» Recordemos el contrato de fundación que obligaba a los primeros misioneros a vivir juntos, y cuya aplicación era aquel salir juntos, dejando la llave al vecino, con el ruego de que echara un vistazo a la casa. Es una característica que sólo perma­nece tal si se traduce en una realidad ordinaria y continua. He ahí pues cómo reaflora, haciendo que cuaje y estimulando el ideal de la misión en cuanto que alimenta la vida comunitaria, y ésta favorece la maduración, el perfeccionamiento espiritual del individuo y de la comunidad. Misión, comu­nidad, individuos: Tres elementos y otros tantos grados según los cuales crece y se desarrolla el ideal de la evangelización. El signo de la comuni­dad que crece y se desarrolla será una forma de anuncio tan eficaz como la palabra y aún más. Las Constituciones hablan de hacer más incisiva la acción evangelizadora.

En la práctica se trata de coordinar aquellos aspectos que, de absoluti­zarse, llegan a crear tensiones entre una vida de comunidad formalista y mortificante y la acción apostólica que se convierte en fuga de un forma­lismo no formativo.

3. Para vivir de modo eficaz y constructivo bajo el aspecto espiritual, nuestra fraternidad, se nos dan algunos medios. Retornemos a las palabras mismas de San Vicente:

  • Nuestra vida común no consiste en vivir juntos de cualquier modo, sino «in morem carorum amicorum» (RC VIII, 2; Cons­tituciones, 37,1). Importa que sepamos vivir juntos, aun a nivel humano, para completarnos; que aprendamos a intercambiar el don de la herman­dad, de la amistad, del mutuo sostenimiento. Importa encontrar a alguiencon quien confiarse y alternar desinteresadamente, sentirse partícipes de su suerte, compartir sus momentos de alegría y de tristeza.
  • Amigos, sin embargo, que saben del «honorem invicem prevenientes» (RC VIII, 3); no un respeto, producto del distanciamiento y de la separa­ción, sino que fluya del encuentro, de la participación, que posibilite el cap­tar todos los valores del otro, la dignidad y la capacidad de aquel con quien se ha de vivir y trabajar.
  • En este encuentro amistoso y compartido sabremos asimismo evitar la pertinacia, la contienda, la pretensión de tener siempre razón (RC VIII, 9). Eso nos permitirá manifestar las propias razones y escuchar las ajenas cuando discrepan entre sí las visiones. No precisa llegar siempre a la una­nimidad. Sería ideal, mas a veces la diversidad enriquece también; y es cuando, aun discrepando, se aviene uno a colaborar sinceramente, superan­do las diferencias por el único ideal.
  • Un último rasgo, que ha de madurar y manifestarse en clima de espiritualidad auténtica: Respetar a los cohermanos y a la comunidad, no hablar mal ni señalar defectos, sino velar caritativamente lo encubierto si llega a ser preciso, evitando molestar a los individuos y a la comunidad (RC VIII, 9). Son detalles, matices del espíritu de caridad, que hacen tanto más estimable y enriquecedor el vivir juntos. Más que ser fruto de una buena educación y de la sensibilidad humana, brotan de la conciencia de formar una comunidad que es signo de la Iglesia y, en cuanto tal, evange­lizadora.

4. Una comunidad que así vive, buscando unánimemente la voluntad de Dios, es por fuerza un testigo de la novedad de la vida evangélica ante el mundo. Un testimonio que las Constituciones nos sugieren demos, sobre todo en una triple proyección (n. 36):

  • Ofrecerse recíprocamente ayuda y comunicarse alegría en sencillez de espíritu. No sólo participar en la alegría de otros, sino dársela también a ellos. Supone estar repletos, convencidos, conseguidos en la propia voca­ción, hasta hacerse portadores de gozo, serenidad, distensión.
  • Fomentar el diálogo superando el individualismo. La tentación a re­plegarse sobre sí mismos, en una exagerada forma de individualismo, es grande, en especial si las cosas no van bien. Pero precisa acometer el diá­logo, cotejar las respectivas ideas, enriquecerse en posibilidades de vida.
  • Ejercitar la corrección fraterna, sabiendo también reconciliarse, justo porque, viviendo juntos, puede haber lugar a molestias. De ahí entonces, en espíritu cristiano, la corrección, la amonestación fraterna, la reconcilia­ción, que es reconstruir el espíritu de la comunidad, origen e impulso de la Iglesia.

5. Puede que lo precedente parezca un desordenado cúmulo de materia­les más o menos afines. Pero demuestra palmariamente un postulado de la vida común: La creación y el respeto de la persona e individualidad de cada uno. La diversidad de dones, de carismas, cuando están debidamente enderezados, no perjudica a la unidad; la favorece y hace más rica. Y como la Iglesia, así también la comunidad necesita esta diversidad para manifes­tar la riqueza del Espíritu y la abundancia de sus dones. El espíritu de la Misión necesita esta diversidad de dones para hacer frente a la diversidad de interpelaciones; ha de ser fomentada, no apagada, a la luz y bajo el im­pulso de una espiritualidad auténtica.

Consagración

También nuestra consagración recibe una luz particular de la imi­tación de Cristo evangelizador, propia de nuestra espiritualidad. Y en esta línea, nuestras Constituciones hacen resaltar, mucho más claramente que en 1968, el significado de nuestros votos y la relación que los une.

No es nuestra vida la del religioso que profesa los consejos evangélicos para plenamente vivir esos mismos aspectos de la doctrina evangélica junto con sus hermanos aparte del mundo. La profesión de los consejos evangé­licos no se convierte para nosotros en lo que era para la antigua espiritua­lidad monástica, o sea una «fuga e saeculo». Consiste más bien en el se­guimiento de Cristo evangelizador, punto de inserción en el mundo, pues nuestra consagración no se basa en los consejos evangélicos, sino en la de­dicación a la misión, o sea en reproducir «los sentimientos y afectos» y z un la persona misma de Cristo en cuanto evangelizador de los pobres. Los tres consejos evangélicos, profesados por voto, son queridos por San Vi­cente en cuanto que hacen más estable y constante nuestra consagración y sustraen a nuestra vida cuanto pudiera vincularla al mundo, distraerla del pleno seguimiento de nuestra llamada a la misión. La pobreza hace consideremos al pobre, al que nos dirigimos, y demos también una orien­tación al estilo de nuestra vida; la obediencia sirve para crear una comu­nidad responsable, de espíritu y de acción evangélica y comunitaria; la castidad conduce a una universal apertura de espíritu aceptando a todos, en particular al pobre, para conducirlos a la salvación. Es un aspecto ca­racterístico de nuestra organización y de nuestra espiritualidad: En virtud de él podemos afirmar no ser religiosos.

Para ser auténticos hemos de vivir nuestra consagración, antes que por la profesión y ejecución de los tres consejos evangélicos, por la dedi­cación a la evangelización del pobre. De este modo realizamos la línea de nuestra espiritualidad, que hace sigamos a Cristo evangelizador. Tal es el pensamiento auténtico de San Vicente, el cual hace vivamos lo caracterís­tico de nuestra espiritualidad aun en la consagración. El hablar de vida de comunidad religiosa, etc., no tiene para nosotros el significado estricta­mente canónico de ese término. Indica sólo, y más exactamente, una vida, una comunidad consagrada que se da particularmente a perpetuar la mi­sión de Cristo, enviado para evangelizar. Los consejos evangélicos nos ayu­dan y estimulan en una más libre dedicación a nuestra originaria y funda­mental consagración. E importa esta visión y esta proyección de los valores, porque permite que seamos auténticos y caracterice a nuestra vida una espiritualidad específica.

La vida de oración

San Vicente propone una vida de oración que no nos diferencia mu­cho del sacerdote «secular». Las expresiones externas de ella se contienen dentro de los límites de una sólida piedad capaz de nutrir la vida apostó­lica y apta para que, a su vez, ésta la alimente a ella con capacidad de sos­tener y fomentar la llamada a la santidad propia del sacerdote. Mas no quiso hacer de nosotros monjes, ni menos aún puros contemplativos, sino que nos remite a las líneas características de la espiritualidad fundamental de la Congregación.

A ejemplo de los institutos de la Reforma, y también para evitar cual­quier equívoco por el que pudiéramos aparecer como religiosos, no impone San Vicente la obligación del coro. Quiere empero que oremos juntos. La comunidad, llamada a una acción apostólica en común, lo está asimismo a orar unida: Hay entre una y otra actividad estrecha correlación.

  • Tenemos ante todo la oración litúrgica (Const., n. 63). Sabemos cuál fuese el pensamiento vicenciano en punto a oración litúrgica y sobre la im­portancia de ella en la vida del misionero y del sacerdote en general. Acusa el concepto de liturgia en boga por aquella época. Mas por la precisión que exige y la formación que da a ordenandos y sacerdotes, quiere obtener una celebración no sólo exacta bajo el aspecto ritual, sino sobre todo capaz de hacer percibir y asimilar el contenido espiritual del misterio en cuanto re­pleto de sacramentalidad, de encuentro con Dios, de santificación. De aquí la formación dada a los sagrados ministros para que sepan vivir y hacer vivir todo esto.
    De todo el misterio sacramental y litúrgico, puesta ante el espíritu la figura de Cristo evangelizador, San Vicente tiende a poner de relieve los elementos esenciales a la misión y a la espiritualidad del misionero. La eucaristía, como cima en el itinerario de la conversión; la misma conver­sión que pasa por la penitencia, en su doble aspecto de reconciliación con Dios y con el hermano. Es esencial para San Vicente que se afirmen estos dos polos de la vida sacramental en la vida de la comunidad y en la misión, y no se los puede reducir a simple cumplimiento de una ley o a mera prác­tica devocional. Tienen que ser los momentos fundamentales de la reali­dad sacramental, encuentro personal con Dios y compromiso de darse a los hermanos.
    Sobre estos dos polos de la vida sacramental de la Iglesia gravita y se ordena la restante actividad santificadora de ella ya en la acción sacramen­tal, ya en la oración, especialmente en la liturgia de las horas. El contenido espiritual del número 5 del capítulo X de las Reglas Comunes sobre la ce­lebración de la liturgia de las horas tiene aún plena actualidad.
  • Permaneciendo en un plano ideal, hemos de unir a la misión el as­pecto de la espiritualidad vicenciana, que quiere de nosotros una particu­lar veneración de los misterios de la Trinidad y de la Encarnación. Son los misterios fundamentales para la salvación, pero forman sobre todo la base del anuncio y de la ejecución de la salvación en el misterio de la misión, que primero hemos de llevar a la práctica en nuestra vida para luego difun­dir eso mismo entre otros. Y los misterios trinitario y cristológico, cuando lucen en su plenitud, encierran también el misterio de María (Cf. RC X, 2-4).

3. En el contexto de la espiritualidad vicenciana, y con miras a la edifi­cación de la comunidad, no es la oración en común mera yuxtaposición de individuos y voces. Ni siquiera es cuestión de sostenerse unos a otros por el ejemplo. Es preciso construir la comunidad creando reciprocidad amis­tosa nacida de una comunicación sencilla y sincera de los propios sentimien­tos, consecuencia de poner el propio mundo espiritual en contacto y sin­tonía con el de los otros, de que se establezca la familiaridad entre cohermanos. La repetición de oración y el propio método vicenciano de las con­ferencias tienden a ello. En la oración y en la conferencia no hay sólo pro­puesta teórica y a menudo árida de un tema, sino que se tiende a comunicar y a suscitar unos en otros sentimientos de recíproco apoyo e intercambio de experiencias, y a crecer espiritualmente como individuos y como comu­nidad. No es puramente intelectual ese crecimiento, sino que la comunidad debe formarse a sí misma en proceso continuo de responsabilidad, de con­cienciación, de compromiso con la misión. Y lo que Dios hace en cada cual, puesto en común, llega a ser estímulo que acucia el crecimiento y perfec­cionamiento en el seguimiento de Cristo (Const., n. 64).

4. La autenticidad de los momentos de oración exige también una unión profunda entre vida y oración. Aun esto es en cierto modo, según el espí­ritu de San Vicente, seguir la vida del pobre, quien no dispone de todo el tiempo deseado para dedicarlo a la oración y la contemplación, sino que debe servirse de su vida y de su trabajo para transformarlos en oración. Eso mismo se aplica al misionero: Su compromiso apostólico continuo no le permite largas oraciones; por ello debe convertir su ministerio: La pre­dicación, la administración de sacramentos, la acción caritativa en ocasión de más auténtica oración que proceda de la vida y desemboque en ella (Const., n. 62). Sólo de este modo puede activarse la expresión caracterís­tica de San Vicente: «Dejar a Dios por Dios» cuando se trata de anunciar a Dios y de servir al prójimo. Aun la unión habitual entre oración y acción debe ser tal que funda uno y otro elemento hasta que no se distingan entre sí, sino que ambos sincronicen y se releven perfectamente por la caridad del corazón. Puede traerse otra expresión que refiere Abelly y constituye un programa espiritual maravilloso: «El misionero ha de ser cartujo en casa y apóstol en campaña.» Cartujo y apóstol no sólo en una sucesión ma­terial de tiempo, sino como compenetración continua y profunda de ambos aspectos. Es el pensamiento vicenciano que pasó a las nuevas Constitucio­nes (nn. 59-60).

5. El pobre, que nos ilumina en cuanto interpelados por la misión, debe inspirarnos también los sentimientos que animan nuestra oración (Consti­tuciones, n. 61). No sólo es objeto de ésta, como lo es de la evangelización; evangeliza además nuestra oración, indicando los sentimientos que han de guiarla: Espíritu filial, humildad, confianza en la Providencia, son las notas que se captan en la actitud del pobre y que se inspiran en la pobreza con la que comienzan las bienaventuranzas evangélicas. El sentirse privados de lodo, necesitados, el esperarlo todo de Dios, en primer lugar aquel espíri­tu que debe sugerirnos lo que hemos de pedir. Es una espera confiada que se llena de fe cuando a ella sabemos unir nuestra colaboración total en la realización de los proyectos de Dios (Cf. Const., n. 59).

Conclusión

El Superior, animador de la comunidad, debe conferir a todo este pro­grama de espiritualidad su cooperación e inspiración, el estímulo de su atención y presteza y hacer de modo que la vida de oración de la comuni­dad fluya libre de aquellas formas monótonas y escleróticas que generan la fatiga. Debe, por el contrario, ayudar a que la comunidad ore en forma tal que se vea constantemente renacer de la oración misma. Atribuimos a la eucaristía una misteriosa realidad: Celebrándola, la Iglesia realiza la eucaristía; pero ésta a su vez realiza la Iglesia, a la que posibilita una re­novada regeneración. Pues bien, apliquémoslo a la vida espiritual y de ora­ción comunitaria. La comunidad hace oración; viceversa, el orar juntos crea comunidad, funde a los individuos en un solo cuerpo y los impulsa a pro­seguir la misión evangelizadora del Hijo de Dios. Tal es la doble tensión que ahí se origina.

He recogido, pues, y propuesto a la consideración común algunos con­ceptos de las nuevas Constituciones cual me los ha mostrado la meditación de algunos pasajes. Abrigo la esperanza de que nos ayuden a redescubrir una y otra vez las notas características de la espiritualidad vicenciana, que día tras día hemos de vivir y traducir a la realidad de una vida de servicio.

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