La tribu de Jesús

Francisco Javier Fernández ChentoFormación Vicenciana, Juventudes Marianas VicencianasLeave a Comment

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Autor: Luis Laborda, C.M. · Año publicación original: 2011 · Fuente: Revista JMV.
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En la última revista JMV Marifé termina su artículo escribiendo: «Actualmente, cuando miramos a nuestro alrededor reconocemos a qué tribus urbanas pertenecen los jóvenes…en qué universo cultural están «sumergidos». ¡Qué sugerente! Sumergidos en Cristo por el Bautismo, metidos en sus aguas y saliendo de ellas, renovados con nueva y profunda identidad. Con nueva vestidura y hasta con nuevo nombre. ¡Perteneciendo a una nueva TRIBU! Hablemos de la tribu.

Esta tribu es, además de urbana, rural, acuática, aérea, celestial. Es una tribu universal. Una tribu que tiene: sus rituales propios, sus costumbres, su forma de organizarse, sus principios, su forma de vida…

¿La conoces? ¿Será posible una tribu con tantas señales de identidad y, a la vez, tan universal?

Estaba yo en Nacala (Mozambique) y me pidieron que fuese a celebrar la Eucaristía a la comunidad de san Agustín. Manifesté mi dificultad lingüística, especialmente para la homilía. No hay dificultad. Me dicen: tú hablas en castellano, te traducen al portugués y luego, alguien lo hará al macúa. Solucionado.

Llego con alegría y feliz. Saludo. Me quedo impresionado: gente, organización, sonrisas, fiesta… ¡Qué ambientazo! Se nota algo especial. Me dispongo a preparar la Eucaristía que, ya me han advertido, será muy movida, al estilo africano, tendré hasta que «bailar». Y, de repente, cambia todo.

Me comunican que alguien desea confesarse. Yo pienso que habrá un problema con la lengua. Pero pronto hallo la solución: que la persona hable despacio en portugués y yo, en castellano. Contento de nuevo.

Se complican las cosas. Los penitentes solo se expresan en su idioma, el macúa. No sé qué hacer, pero me decido a ir al lugar de la Celebración Penitencial. Tiemblo, pero como soy un atrevido…

Llega el momento. Hacemos en el nombre del Padre…, la persona se recoge, me habla. Luego me mira, yo le sonrío y le doy un abrazo. Le enseño el crucifijo. Levanto las dos manos sobre su cabeza, ella la agacha y se recoge, digo las palabras de la absolución y hago la señal de la cruz en el momento de decirle «Yo te absuelvo…en el nombre del Padre…», ella se santigua. Me mira, sonríe, le doy otro abrazo y se va. Así, hora y cuarto.

¡Nos hemos entendido perfectamente! Ellos y ellas, en macúa y yo, en castellano.

¡Es que esta tribu es universal! Aquella Eucaristía que siguió, ha sido una de las más felices y sentidas de mi vida, porque comprendí, en la experiencia intensa, que mi seguimiento a Jesucristo tiene una dimensión comunitaria y universal. Ya lo sabía, pero sentirlo tan fuerte me hizo vivirlo a tope. ¡Yo les había entendido! ¡Ellos me habían entendido!  Es que somos de la misma tribu y tenemos unos mismos principios, unos mismos signos, un mismo lenguaje, unas mismas contraseñas,…

Pensemos en el comienzo de esta tribu. No nos olvidemos, que se trata de la de los sumergidos en el Señor Jesús. Los bautizados, sus seguidores.

Y ocurrió que el primer acto público de ella, donde se dio a conocer,  fue una predicación. La escucharon gente venida de muchos sitios y con diversas lenguas y todos entendieron a un pescador tozudo, cabezón y recalcitrante que les hablaba de un tal Jesús, a quien acababan de matar y que había resucitado; que pasó la vida haciendo el bien; que Él era el Mesías prometido, y que los que estaban con él eran testigos de esta resurrección.

¿Qué había sucedido? Porque unos días antes el tal Pedro y sus compañeros y compañeras habían huido, llenos de miedo en el cuerpo. Muy sencillo, había venido sobre ellos el Espíritu Santo y les había dado toda su fuerza para que comprendiesen lo que habían visto y oído junto a Jesús y se lanzasen a anunciarlo al mundo. Así nació la tribu de los seguidores de Jesús, de los sumergidos en Él, la IGLESIA.

Pedro les invitó a apuntarse y muchos lo hicieron.

Lo que allí comenzó, no paró, sino que, siguiendo el mandato del propio Jesús, se fue anunciando por toda la tierra. Estos días celebramos a San Francisco Javier ¡mira que fue un misionero incansable! Estuvo en la India, Japón y hasta las puertas de China Le dije a un compañero nacido en la India:» Celebrarás a San Francisco que llevó la fe a la India» (¡Que metedura de pata por mi parte!) Me contestó: fue Santo Tomás. Era uno de aquellos primeros pertenecientes a la Iglesia, de los apóstoles y discípulos que recibieron la fuerza de Dios. Llegó hasta la India.

De todas formas, ya Jesús en  su vida en medio de la humanidad fue apuntando la necesidad del grupo. Recuerdo unos sencillos retazos. Desde que comenzó a hablar del Reino de Dios, llamó a unos especialmente junto a él, los Apóstoles. No es que fuesen de mucha ayuda, en ocasiones eran un estorbo, pero siguió empeñado en estar con ellos. Os recuerdo algunos sucesos: a Pedro le dijo: «apártate de mi Satanás» cuando intentaba convencerle de que no fuese a Jerusalén y así se quedase bien instalado en Galilea; les tuvo que llamar la atención cuando discutían quién sería el primero después de Él en el gobierno del reino y todos se cabrearon entre sí; lo traicionaron y abandonaron en cuanto llegó el peligro; ya había resucitado y seguían pensando si ya comenzaría a gobernar… Pese a todo, siempre siguió con ellos y los mantuvo como grupo.

La Iglesia inmediatamente comenzó a organizarse en pequeños grupos. A cada ciudad que llegaba el anuncio de la buena noticia que Jesús había anunciado y alguien se hacía su seguidor, lo aceptaba para sí, intentaba vivir como Jesús proponía, con el amor y la misericordia por delante,… se reunían, oraban juntos, cenaban juntos, recordaban juntos las palabras y propuestas de Jesús y vivían el recuerdo de la Última Cena partiendo y compartiendo el mismo Pan y el mismo Cáliz. Recordaban y celebraban semanalmente su Resurrección, el triunfo sobre el mal. Y cada vez se les unía más gente.

Unas comunidades con otras se relacionaban continuamente. Se intercambiaban copias de los dichos y hechos de Jesús que habían puesto por escrito después de oírlas de boca de los discípulos. Se ayudaban en momentos difíciles. Todo el que llegaba a una ciudad buscaba a sus hermanos para celebrar con ellos la misma fe y esperanza. Fue surgiendo una bella e intensa relación que llamamos con una preciosa palabra: COMUNIÓN.

No fue fácil en los comienzos, ni luego más tarde, ni lo es ahora. La Iglesia quiere ser y hacer esa comunión entre quienes siguen a Jesús, pero los intereses, las infidelidades, el poder, la cabezonería, el individualismo, el radicalismo… ha hecho y hace, que sea una gran tarea muy frágil. Pero, a la vez lo más bello. Quienes siguen a Jesús, quienes de verdad y corazón están sumergidos en Él, se sienten en comunión. Es una unión que se percibe por encima de las distancias y hasta de las ideologías en la mayoría de las ocasiones.

¡Qué sabio fue Jesús! Esta era una de sus grandes preocupaciones y cuando se estaba despidiendo de sus más íntimos, primero nos regalo el pan partido y el cáliz compartido, su Cuerpo y su Sangre para que todos pudiésemos unirnos en ellos y tomar fuerza de ellos para mantener la comunión. El mismo pan y la misma bebida en todas las reuniones de los suyos.

Después, hizo un gesto que es la clave de esa comunión: lavar los pies, es decir, servirnos unos a otros, y servir más, quien más encargo tiene de trabajar por esa comunión, los que tienen cualquier ministerio y tarea en la Iglesia. Y juntos servir a la humanidad.

Además, en el testamento-oración posterior a la cena le pide al Padre: «Que todos sean uno para que el mundo crea que tú me has enviado». Y lo pide con insistencia y reiteración (cf Jn 17, 1ss).

En la historia la comunión se ha roto de muchas formas y por muchos motivos. Unas veces porque unos han pensado una cosa de Jesús y otros, otra; en ocasiones, por pensar distinto sobre la organización de la Iglesia; en otras, por intereses políticos o particulares; otras, por el egoísmo de querer mandar o introducir pensamientos propios…

Muchas veces se ve que cuando los seguidores del Señor piensan en los pobres y en el amor y misericordia que Jesucristo nos anunció, se suelen destruir todas las divisiones. Cada vez más la Iglesia soñamos y queremos esa comunión que nos pidió.

Pero la comunión no solo es un problema de asuntos graves y grandes, sino de lo más cercano. Es algo que tenemos que hacer visible entre los pequeños grupos, comunidades, que formamos la Iglesia.

Es muy importante la palabra VISIBLE.

En más de una ocasión surge la discusión sobre la comunión en la Iglesia hablando de cómo todos estamos unidos en el Pan eucarístico, en el Obispo que nos preside,… Eso es verdad, pero ¿cómo puede el mundo creer si no ve visiblemente esa unidad, sino sólo se queda en lo profundo de la conciencia de los cristianos, y en lo externo aparece la división o diferencias? Esta es una tarea que nos corresponde llevar a cavo con interés, sin descanso.

Además lo sentimos y sabemos, cuando un grupo de cristianos está muy unido, llama la atención. Cuando un grupo de aquí y otro de allí se encuentran y hacen visible esa unidad, ¡qué sensación de felicidad vivimos!

¿No pasa eso en nuestros encuentros, en el ciber espacio (aunque sea en «generación inserso»)? Este es uno de los grandes valores de momentos como ahora nos disponemos a celebrar: la Jornada Mundial de la Juventud. Creo que es su mayor riqueza: sentir la comunión, que formamos parte de la misma Iglesia. Tiene otras muchas, como tiene otros problemas, pero la experiencia fuerte de entender y vivir los mismos signos, las mismas esperanzas, la misma fe todos juntos, venidos de todos los lugares del mundo es central.

De la Iglesia se dicen muchas imágenes para expresar qué es y cómo es: nuestra madre, Jerusalén celestial, esposa de Cristo, cuerpo de Cristo, una barca…  Todas son bonitas y nos aportan muchas cosas. El Concilio Vaticano II escogió una en el documento Lumen Gentium (Luz de los pueblos) preciosa: Pueblo de Dios. Dedica todo el Capítulo II que lo colocó expresamente antes de hablar de la organización de la Iglesia. Porque todos, por el Bautismo somos parte de este pueblo que en la Tierra es semilla en medio de la humanidad del Reino de Dios. Esta es nuestra principal identidad y lo que más claro tenemos que tener. Lo tenemos que tener claro y vivirlo.

Cuantas veces hablamos de la Iglesia y sólo nos referimos a la organización. Es una equivocación que los que nos sentimos seguidores claros de Jesús no podemos tener. ¡Somos la Iglesia!

Que hay cosas de la organización que no te gustan del todo, ¡pues a proponer que sean de otra forma! Pero lo que nos define es nuestra tarea, nuestra forma de vida tomándose en serio lo de ser semilla de ese reino en donde vivimos y en la misión que nos ha pedido Dios y a la que estamos intentando responder. Todos tenemos algo especial que hacer por ese Reino.

A veces resulta difícil identificarse claramente con la Iglesia. Basta mirar encuestas y opiniones. Sirva como ejemplo que se puede consultar los datos del último estudio de la Fundación SM «Jóvenes 2010» (15-24 años) mientras un 53,5 % se considera católico, solo un 22 % opina que la religión es algo importante en su vida. Ocupa el último lugar entre las propuestas presentadas a los jóvenes. La política le pasa porque lo es para un 27% y la siguiente por abajo es la vida sexual satisfactoria (¡ojo al dato!) con un81% de importancia. ¡Qué distancia!

Un 32 % se siente parte de la Iglesia y piensa que seguirá siéndolo. Un 60% de los que dicen ser creyentes piensan que las cosas de la fe son privadas y no hay porqué expresarlas en público. ¡Equivocados! La fe tenemos que vivirla juntos y hacer visible nuestra comunidad, la Iglesia, la «tribu» ¿Qué sería de un gótico que nunca saliese a la calle con ropa negra?

¡Cuántas veces oímos aquello de «creo en Dios, pero no en la Iglesia!

Por muchos datos y frases que oigamos, no hay duda. Lo importante es la identidad auténtica y decidida de quienes sentimos ser seguidores de Jesucristo y formamos y nos sentimos parte de su Iglesia, de su tribu. Porque vivimos llenos del amor y del servicio. Y nos reunimos y celebramos la vida semanalmente, extraordinariamente en los momentos cruciales de la vida. Somos testigos de nuestro Señor y esperamos el triunfo del bien sobre el mal en la humanidad.

Había una vez una preciosa hoguera que daba calor y luz. La formaban un buen número de troncos. Empezaron a discutir entre ellos si no sería mejor separarse para así dar luz y calor a más espacio. La mayoría concluyo que no, que todos juntos cumplían mejor su misión. Pero uno de los troncos no lo aceptó y se apartó. Pronto se fue apagando y comprobó que no podía dar ni luz ni calor. Corrió a ponerse junto a los otros y su llama prendió de nuevo y siguió dando luz y calor.

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