La transmisión de la fe, hoy

Francisco Javier Fernández ChentoFormación CristianaLeave a Comment

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Autor: Francisco Maya Maya · Año publicación original: 2006 · Fuente: XXXII Semana de Estudios Vicencianos (Salamanca).
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Introducción

La transmisión es un acto de comunicación. Si buscamos lo que significa comunicación en el diccionario de la Lengua Espa­ñola de la Real Academia, leemos que comunicar es:

  • Hacer partícipe a otro de lo que uno tiene.
  • Describir, manifestar o hacer saber a alguien alguna cosa.
  • Conversar, tratar con alguien de palabra o por escrito.
  • Transmitir señales mediante un código común al emisor y al receptor.

En general, podríamos definir la comunicación como «un proceso, más o menos complejo, en el que dos o más personas se relacionan y, a través de un intercambio de mensajes con códi­gos similares, tratan de comprenderse e influirse de forma que sus objetivos sean aceptados en la forma prevista, utilizando un canal que actúa de soporte en la transmisión de la información» y, si además de esto, «si soy capaz de comunicarme de forma que al otro le guste hablar conmigo, si consigo que mi interlocutor se sienta escuchado, si comunico lo que quiero sin agredir a nadie y consigo transmitir una actitud estimulante y favorecedora del diálogo y el intercambio de pareceres, si consigo transmitir todo esto, además de comunicarme, posiblemente esté relacionándo­me de forma adecuada con los demás»1.

Esto que escribe Van-der Hofstadt Román en el libro de las habilidades de la comunicación, es quizás lo que deseamos y añoramos cuando nos planteamos la transmisión de la fe: vivir esa transmisión como un encuentro y una relación cálida y res­petuosa en la que compartir una experiencia que fundamenta mi vida, «haciendo partícipe a otro de lo que yo tengo».

Queremos transmitir un mensaje, pero no podemos ser inge­nuos creyendo que como el mensaje merece la pena todo va a resultar sencillo. El contenido de lo que queremos comunicar se inserta en ese «proceso complejo», en ese recorrido difícil y complicado que lleva a descubrir el tesoro, y necesitamos cono­cer y dominar las herramientas que hacen posible transitar ese territorio.

Herramientas que vienen definidas en los elementos que intervienen en el proceso de comunicación:

  • Emisor
  • Receptor
  • Mensaje
  • Código
  • Canal
  • Contexto
  • Ruidos
  • Filtros
  • Feedback

Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el tema de la transmi­sión de la fe? ¿Conducirá a lo que esperamos? ¿Ayudará a orien­tarnos? ¿Será eficaz?

Es sana esa inquietud. Responde a una pregunta fundamental: ¿coincidirán los objetivos que se ha marcado este señor que da la charla con los objetivos que los que escuchamos queremos conseguir?

Porque es fundamental que el emisor defina con claridad sus objetivos; de no ser así se producen toda una serie de problemas: ambigüedad en la transmisión, dificultad en valorar de forma objetiva los resultados de la transmisión del mensaje, dificultad de que el emisor codifique sus ideas, sentimientos o pensamien­tos y que las adecue al código de los que escuchan…

¿Porque el objetivo es que yo lance unos contenidos para que quedéis informados, y ya está? ¿Ya cumplí con mi responsabi­lidad de transmitir un mensaje? ¿Y si no os enteráis porque no he adecuado lo que quiero transmitir a vosotros? ¿Y si no utilizo imágenes cercanas a la realidad en la que estáis? ¿Y si mi len­guaje no es claro, y hablase un extremeño cerrado que hiciese confusas las frases? ¿Y si lo que os cuento no responde para nada a vuestra experiencia? ¿Y si encima tenéis la impresión de que vengo de listillo a decir cómo tienen que hacerse las cosas? ¿Y si pensáis que no me he informado para nada de vuestra realidad y eso os hace sentir que no me interesáis más que para recibir pasivamente lo que yo os vengo a decir? … En realidad sería vuestro problema si mi objetivo único es lanzar unos contenidos para informaros; y si ni siquiera os ha llegado bien mi infor­mación, mi problema desde luego no va a llegar a ser si no os pregunto y no recibo vuestras opiniones al respecto.

Ahora bien, sería mi problema, y un problema serio, si mi objetivo fuese otro: no sólo transmitir unos contenidos para informaros, sino transmitir mi experiencia honda; y más aún sería mi problema si, a ese objetivo, le añado, el de que os afec­te lo que os digo, os genere inquietudes y preguntas… y más aún, si el objetivo es que provoque cambios en vuestra vida, y responda a vuestras necesidades y llegue a ser, también para vosotros, una experiencia honda capaz de transformar vuestra vida.

Hoy, la Iglesia se plantea con seriedad la transmisión de la fe. Ya tenemos al emisor y ya ponemos nombre al mensaje. El receptor son los hombres y mujeres de nuestro mundo de hoy; recalco el hoy, porque en función de él hay que adecuar el códi­go que utilicemos, es decir, las claves, las imágenes, el lenguaje… Si el código no es compartido entre el emisor y el receptor es imposible que se produzca el proceso comunicativo; también en función del hoy tendremos que estructurar el mensaje, jerar­quizar los contenidos, priorizar determinados aspectos… Y este hoy nos va a ayudar a identificar los filtros, es decir, las barreras mentales que pueden convertir a nuestros receptores en sordos a nuestro mensaje. Y es a estos hombres y mujeres de hoy a los que habremos de preguntar cómo les llega lo que transmitimos, si lo entienden, si lo viven como importante, si responde a sus inquietudes, si da sentido a sus vidas, o es mero ruido que no genera cambios ni en su interior ni en su exterior; y también tendremos que tener el valor de preguntarles, y más valor aún para escucharles, como nos ven, qué prejuicios se cuelan entre ellos y nosotros…

Realmente, si nos tomamos en serio nuestra responsabilidad de anunciar y transmitir un mensaje tenemos que ser humildes para reconocer cuánto nos queda por aprender, porque llevamos este tesoro en vasijas de barro. Si obviamos esto, la ignorancia de estas herramientas que ahora, en este mundo más complejo con seres humanos más complejos, necesitamos aprender, se vol­verá un obstáculo, y seremos nosotros mismos los que apagare­mos la luz y la vida de los contenidos que nos empeñamos en transmitir. Es tiempo de hacernos responsables de nuestra misión y dejar de culpar a los demás… Puede que los otros estén ciegos, pero mal papel hace un ciego queriendo guiar a otro ciego.

Si aceptamos estas premisas, podemos entrar más de lleno en el tema. Para ello, vamos a hacer el siguiente recorrido: primero, nos adentraremos en el contexto cultural, desde el que hemos de transmitir hoy la fe; segundo, analizaremos qué es la fe, en sus diferentes vertientes, tratando de responder a la pregunta: ¿es posible transmitir hoy la fe?; y por último, presentaremos algu­nas líneas de acción, que nos permitan incidir en cómo hoy hemos de proponer la fe, centrándonos tanto en el emisor como el receptor de la acción evangelizadora.

I. El cambio cultural

Sabemos, por propia experiencia, que la situación cultural es totalmente nueva, vivimos en una situación socio-cultural y reli­giosa que plantea exigencias nuevas al anuncio del Evangelio. Ha cambiado la situación del receptor, nos encontramos con receptores totalmente indiferentes a los mensajes, que deseamos transmitir.

Nos es necesario y fundamental reconocer las nuevas condi­ciones en las que debemos vivir y anunciar el Evangelio, asumir la actual situación como discípulos y ciudadanos, aceptar situar­nos como católicos en el actual contexto socio-cultural e institu­cional. Es importante que captemos bien la importancia y el sig­nificado de este tiempo eclesial. Se trata de ponernos en condiciones de comunicar el Evangelio de Jesucristo al hombre de hoy, de buscar juntos cómo hemos de revitalizar y configurar nuestra Iglesia para que sea signo e instrumento eficaz de evan­gelización en la sociedad actual. Pablo II o ha expresado de este modo: «El cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta exigencia de inculturación»2.

El análisis del contexto, es decir, de la situación en la que se lleva a cabo un proceso de comunicación, es tan importante que condiciona el resto de los elementos. No es lo mismo transmitir hoy algo que transmitirlo hace cuarenta años o hace dos siglos, ni será igual transmitirlo en cualquier otro tiempo futuro. El con­texto que define la actual situación histórico-social influye, e incluso a veces llega a determinar, nuestra manera de ver las cosas, de interpretarlas, de sentirlas… condiciona nuestros fil­tros, hace que valoremos de una u otra manera los mensajes que recibimos…Y, nosotros, los que hoy nos preocupamos del pro­blema de la transmisión de la fe, somos a la vez emisores y receptores; por tanto estamos condicionados exactamente igual que aquellos a los que queremos dedicar nuestro mensaje: pade­cemos sus mismas cegueras y sorderas, sus mismos prejuicios, nos movemos desde las mismas necesidades básicas y topamos con dificultades semejantes. Sin aceptar esta pertenencia a un mismo contexto y, por tanto, esta influencia y este condiciona-miento común, es difícil que podamos realizar una transmisión con posibilidades de ser entendida y asumida.

¿Qué aspectos podemos destacar de nuestra situación actual? ¿Cuáles son los mimbres que urden la trama de este contexto en el que todos estamos metidos, y que nos rodea, sosteniéndonos y aprisionándonos a la vez?

1.1. El cambio cultural y su incidencia en la realidad cristiana

No es fácil analizar lo que está sucediendo. El momento actual es complejo y está lleno de tensiones y contradicciones. No todos hacen la misma lectura, pero casi siempre se pronuncia una palabra: crisis. Los obispos franceses nos dicen que nos encontramos en «una situación crítica, un contexto global de cambios profundos y de fracturas sociales, una crisis de transmi­sión generalizada», que apelan a «nuestra responsabilidad de cre­yentes»3. Todos estamos de acuerdo en que «está surgiendo un nuevo modelo antropológico y social que conlleva un replantea­miento religioso. En realidad, el cambio religioso es consecuen­cia y causa al mismo tiempo de la sociedad»4.

Las filosofías modernas entienden que la crisis se ha conver­tido en el horizonte de comprensión del momento actual. La apa­rente armonía de un mundo unificado y coherente se ha derrum­bado. Todo aparece cuestionado. Se habla de crisis total. De ahí, que la crisis de la transmisión de la fe haya que inscribirla en el marco de una crisis más amplia5.

La crisis afecta a todos los sectores de la vida y a todas las instituciones: hay crisis metafísica, cultural, religiosa, económi­ca, ecológica. Está en crisis la familia, la educación y las institu­ciones sociales de otros tiempos. De hecho en el interior de nues­tra Iglesia están en crisis las congregaciones religiosas, los seminarios, las parroquias, etc.

Está en crisis la transmisión del patrimonio socio-cultural a las nuevas generaciones. Se va perdiendo la memoria histórica y religiosa. Emerge una cultura plural y difusa en la que las gran­des tradiciones culturales, religiosas y políticas van perdiendo la autoridad que han tenido durante siglos. Se ponen en cuestión los sistemas de valores que configuraban en el pasado el comporta­miento ético. Crece la indiferencia ante lo religioso, lo metafísi­co y lo político. Se ha dejado de creer en «las antiguas razones de vivir». Para Mardones «la tradición ha perdido autoridad. Ya no se puede dar como evidente lo que era o fue creído, aceptado, vivido y practicado anteriormente. El criterio de la ‘solera’ de una tradición no es suficiente para ser aceptada sin más. A menu­do es una contraindicación»6.

Esta nueva situación está teniendo gran incidencia en la rea­lidad cristiana. Los obispos vascos manifiestan que «antes que nada, queremos que nuestras diócesis tomen conciencia de que comienza una etapa histórica nueva para nuestra Iglesia. Hasta hace poco, nuestras parroquias y comunidades cristianas y todos nosotros hemos vivido en el interior de una cultura nacida más o menos directamente de la fe cristiana. Hoy no es así. Todos per­cibimos ya de manera clara cómo esa situación cultural está sien­do sustituida por otra nacida, en gran parte, del agnosticismo y la increencia. Está concluyendo entre nosotros un ciclo cultural en el que la fe cristiana se vivía, se enseñaba y transmitía de una forma casi espontánea»7.

De esta manera, la fe cristiana se va debilitando implacable­mente en todo el occidente europeo. El clima social europeo con­temporáneo es autónomo e independiente respecto a lo cristiano. La sociedad europea no conduce ya a la fe cristiana. La seculari­zación en Europa Occidental se está haciendo un fenómeno de masas. «Estamos pasando en Europa un riguroso invierno religio­so y eclesial»8. Según el análisis de no pocos expertos estamos entrando en una era postcristiana9. De hecho es fácil constatar la pérdida creciente de la «memoria y la herencia cristiana»10. Cada vez son más los que ignoran el hecho cristiano, incluso como fenómeno histórico y cultural. Se desmorona delante de nuestros propios ojos un proyecto que ha tenido siglos de vigencia11.

1.2. Rasgos culturales de la postmodernidad

Veamos cómo en este tiempo desconcertante estamos llama­dos a anunciar el evangelio de la esperanza12.

1.2.1.- La modernidad puso toda su fe en la razón; fue la diosa de la Razón. La postmodernidad es una reacción contra la dictadura de la razón, que no ha sido capaz de garantizar el progreso de la humanidad, ni la felicidad que tanto ansiamos. La postmodernidad se propone rectificar el rumbo de la historia: desconfía de la razón y de su capacidad para dirigir la humani­dad hacia estadios superiores de felicidad.

Es el descrédito y la desconfianza el primer rasgo de la pos­tmodernidad. No resulta fácil creer en el pensamiento humano. Las grandes ideologías del siglo xx han conducido a la Humani­dad a las mayores tragedias de la Historia: dos guerras mundia­les, el Holocausto (Shoah), Nagasaki, Hiroshima, la era estali­niana, las guerras de Camboya, Yugoslavia, Ruanda.

1.2.2.- La modernidad fue la etapa de los grandes metarrela­tos (racionalismo, idealismos, marxismo… cristianismo), de las grandes ideas y utopías. La postmodernidad es una protesta con­tra todo metarrelato o cosmovisión integral o pensamiento siste­mático, que alberga la uniformidad y el totalitarismo; apuesta por un pensamiento débil, pragmático, fragmentario, basado en experiencias no racionales (y a veces irracionales). Nada de cos­movisiones; es mejor improvisar una interpretación de la reali­dad acomodada a las necesidades del momento.

No se aceptan, por tanto, los grandes relatos de salvación, las grandes síntesis, los sistemas unificadores, las grandes religio­nes. Ya no es posible un mundo en común. En adelante se vivirá en el pluralismo. La verdad está en el fragmento. No se busca un fundamento metafísico último porque no se ve que sea necesa­rio. Esta ausencia de marcos de referencia agudiza la existencia de cada individuo pues le obliga a ahondar por sí mismo para encontrar sus razones para vivir y para creer.

1.2.3.- La postmodernidad ha abandonado el mito moderno del progreso, la fe ciega de los modernos en el progreso científico-tecnológico como garantía de un futuro feliz para la humanidad. El resultado es que el ser humano se ha convertido en víctima de su propio progreso. Éste amenaza el futuro de la humanidad. Por eso la cultura postmoderna promueve la vivencia interna y a tope del presente, sin preocuparse demasiado del futuro.

Ciertamente no es fácil creer en el progreso humano cuando el cinismo económico de los países más avanzados mantiene en el hambre y la miseria a un tercio de la Humanidad. En medio de la incertidumbre y desconfianza sólo queda el ser humano con su fuerza creadora y también con su poder destructor.

1.2.4.- Por consiguiente, el postmoderno no está preocupado por buscar fundamentos o identidades definitivas; sino lo que busca es ir construyendo su vida en retazos, por etapas cortas, con una «moral de situación».

La crisis genera como fruto espontáneo el nihilismo que podríamos considerar como la actitud que renuncia a buscar los «por qué» de la existencia. Ya E Nietzsche anunció que el nihi­lismo sería la gran enfermedad de las sociedades modernas. El proceso es el siguiente: se vive con la sensación de que los valo­res, las normas y principios que regían en tiempos pasados la existencia ya no sirven; pero, una vez instalados en esta crisis, los individuos se deslizan cada vez más hacia actitudes impreg­nadas de nihilismo.

1.2.5.- Frente a la secularización de la modernidad, la postmo­dernidad ha reaccionado reclamando «la vuelta a lo sagrado» o el «retorno de los dioses». El postmoderno busca la experiencia reli­giosa a cualquier precio y sin ningún canon, que no sea la medida del propio sentimiento. Sin necesidad de mantener lealtades con las religiones y las Iglesias tradicionales, sin normas ni mandamientos.

1.3. Una situación religiosa cada vez más compleja

A la luz de estos datos, podemos observar que la situación religiosa se va haciendo cada vez más compleja. Ya no estamos en aquella sociedad en que prácticamente todos estaban bautiza­dos, la mayoría eran cristianos practicantes y casi todos se some­tían dócilmente al magisterio de la Iglesia. Hoy podemos obser­var diferentes formas de fe, de indiferencia y de increencia. Podemos encontrarnos con creyentes piadosos y con gente indi­ferente desinteresada totalmente de lo religioso, con ateos con­vencidos y con personas escépticas de actitud agnóstica, con adeptos a nuevas religiones y movimientos, con personas que desean creer y no aciertan a descubrir un camino, con sectores que creen vagamente en «algo», con individuos sincretistas que viven «una religión a la carta» para su uso particular, con perso­nas que no saben bien si creen o no creen, gente que cree en Dios sin amarlo, personas que oran sin saber muy bien a quién se diri­gen, gente que cree a los que le hablan de Dios…

Sin embargo, aunque convivimos en la misma sociedad y nos encontramos diariamente juntos y mezclados en el trabajo, en el ocio y las relaciones sociales, lo cierto es que apenas sabemos nada de lo que piensa el otro acerca de Dios, de la fe, del senti­do último de la vida. Cada uno lleva en su interior cuestiones, dudas, incertidumbres y búsquedas que no conocemos. Puede ser un error definir desde fuera la postura religiosa de las personas.

Tampoco es difícil constatar que lo religioso se va reducien­do a un sector cada vez más restringido. La experiencia religio­sa va quedando confinada al interior de las Iglesias. El sector de practicantes es cada vez más minoritario y está constituido en buena parte por personas de edad avanzada, transmitiendo la imagen de una religión terminal que no pertenece a nuestros tiempos sino al pasado. Hace tiempo que la religión ha ido per­diendo influjo en el campo político, social, cultural o artístico. Lo que ahora observamos es que ocupa un lugar cada vez menor en la vida cotidiana de las personas. Aparece en momentos cru­ciales o significativos (nacimiento, muerte, boda…) pero la vida cotidiana se organiza sin una referencia habitual a Dios. Se diría que se conserva la religión como en reserva pero sin que se vea con claridad qué puede aportar en la vida diaria.

Es necesario captar la crisis religiosa en toda su hondura y gravedad para no movernos de manera ingenua en la búsqueda de nuevos caminos pastorales, pero corremos el riesgo de caer en una sensación de vértigo e impotencia que no conduce a ningu­na parte. A nosotros nos toca vivir este momento histórico en este «rincón de Occidente». Aquí y ahora hemos de vivir y comu­nicar la experiencia cristiana del Dios vivo de Jesucristo. Por ello, hemos de situarnos en la crisis religiosa dentro del contexto en el que nosotros nos movemos. Las gentes se van familiarizan­do a la cultura de «la ausencia de Dios»: se prescinde de Dios y no pasa nada especial. Los mismos cristianos se van acostumbrando a la nueva situación de indiferencia. Convivimos sin desazón alguna con personas a las que Dios no atemoriza ni atrae, no cuestiona ni fascina. Sencillamente, las deja indiferentes.

Se observa también que la fe religiosa es cada vez menos definida y más fluctuante. La adhesión a una religión es cada vez menos firme y más abierta a posibles combinaciones. La gente se siente cada vez menos obligada a dar cuenta de sus referen­cias o actitudes religiosas. Se puede creer sin pertenecer institu­cionalmente a una Iglesia, cada vez se acepta menos la imposi­ción de las creencias, normas éticas o prácticas cultuales por parte de una institución. Por ello, asistimos a una especie de diseminación de lo religioso. Cada uno se busca sus fuentes y referencias, y se elabora su propia posición religiosa: «bricolaje religioso», «religión a la carta», «religión de supermercado».

1.3.1. Cambios que se van produciendo en los cristianos

Es conveniente también tomar nota de algunos cambios que se van produciendo en aquellos que, en medio de esta crisis reli­giosa, se dicen cristianos. Se está dando estadísticamente, como veremos en el siguiente apartado, un descenso en la práctica dominical, un alejamiento progresivo de la comunidad cristiana, una crisis de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones, un descenso de vocaciones, envejecimiento del clero… Son, sin duda, indicadores visibles de la crisis. Nosotros vamos a recor­dar algunas tendencias básicas.

En primer lugar, va creciendo la ambigüedad de la figura del cristiano. Hace unos años el perfil de cristiano estaba claramen­te definido por su adhesión a la doctrina cristiana, su aceptación de la moral y la práctica cultural. Hoy todo se ha desdibujado. Basta que uno conserve una cierta religiosidad o siga vinculado a alguna devoción o sienta un cierto atractivo por Cristo para que se siga considerando cristiano. Pero no es fácil saber cuál es el contenido de su fe: ¿qué ha sido de las «certezas dogmáticas» de otros tiempos? Cada uno cree a su manera. Muchos viven llenos de dudas y confusión, con preguntas que casi nunca se plantean ni aclaran debidamente. Otros prescinden tranquila­mente de aspectos esenciales de la fe cristiana (se sustituye la fe en la resurrección por la fe en la reencarnación o se afirman las dos al mismo tiempo). Algo ha ido cambiando en el interior de la conciencia de los cristianos. Muchos dicen que ahora creen de otra manera. La impresión generalizada es que se cree menos y peor. La fe de muchos se va debilitando y descuidan­do cada vez más.

Por otra parte, los católicos no forman ya un todo homogé­neo. La situación se va haciendo cada vez más compleja y diver­sificada No todos extraen de la fe las mismas conclusiones de cara a las opciones y los comportamientos. No todos se relacio­nan de la misma manera con la institución ni se sienten vincula­dos a ella en el mismo grado. Junto a los que alimentan y cele­bran su fe en la comunidad cristiana (una minoría), están los que sólo esperan de ella un servicio religioso puntual, un marco ritual, alguna vez referencia ética.

Lo que sí parece claro es que, por lo general, los que se dicen cristianos no difieren mucho en su estilo de vida de quienes no se reconocen como tales. Mezclados en las diversas situaciones de la vida familiar, laboral, social, comparten casi siempre actitudes, posicionamientos, intereses y valores muy seme­jantes. Pero, ¿qué es la vida cristiana si no es praxis de seguimiento a Cristo?

Está cambiando también el modo de creer. Sólo señalaré algunos datos de importancia. Poco a poco se abandona la lectu­ra literal de la Sagrada Escritura, sin que, por otra parte, se sepa bien sobre qué interpretación bíblica basar la propia fe; cada uno se va haciendo su idea del mensaje bíblico. Por otra parte, a dife­rencia de lo que sucedía en tiempos pasados, la duda no es per­cibida como algo que está en contradicción con la fe; se puede dudar de muchos aspectos del cristianismo pero sentirse cristiano. Además, son cada vez más los que no se sienten obligados a creer todo lo que enseña el Magisterio ni como lo enseña; cada uno se reserva el derecho de pensar y creer por cuenta propia; no se sien­te la necesidad de un alineamiento puro, simple y sistemático. Se vive como en tensión dentro de una comunión básica de fe.

1.3.2. Radiografía del catolicismo español

José María Mardones en su libro de La indiferencia religiosa en España13 nos ofrece una radiografía del catolicismo español:

  • Una fotografía estadística: 81% católicos: 27-29% practi­cantes (van a misa dos veces al mes); 28% sesionales (en algún tipo de acontecimiento); 24% no practicantes duros (sin relación eclesial alguna); 18% indiferentes.
  • Disminución de la práctica religiosa: ritmo, 1% anual desde 1980. Se tiende a vivir las propias creencias al mar­gen de la institución religiosa. Para R. Díaz-Salazar, esta «religiosidad desinstitucionalizada» es la tendencia más significativa del panorama sociorreligioso de la España de fin de siglo14.
  • Indiferentes: arreligiosos (de procedencia sin religión): 9%; desafectos (han abandonado la Iglesia): para un 9% Dios ha dejado de ser el fundamento del orden social y el principio integrador de la cultura. De una afirmación social masiva, pública e institucional de Dios se ha ido pasando a una situación de indiferencia cada vez más generalizada. La cuestión de Dios ni atrae ni inquieta. Sencillamente deja indiferente a un número cada vez mayor de personas. Se constata así una «indiferencia religiosa» vivida, por lo general, sin hostilidad hacia lo religioso; una indiferencia tranquila, ajena a todo planteamiento sobre Dios. Pero esta indiferencia hay que situarla dentro de una indiferencia más amplia y profunda. Lo que crece es el desinterés y el escepticismo hacia las cuestiones más vitales de la existen­cia: ¿para qué vivir?, ¿en qué creer?, ¿por qué esperar? No interesan las grandes cuestiones del ser humano sino el vivir bien.
  • Sentimiento religioso: 44% no se sienten religiosos. Se está produciendo lo que J. B. Metz ha llamado crisis de Dios. El hecho ha sido captado de muchas formas: Dios ha muerto (E Nietzsche), estamos viviendo «el eclipse de Dios» (M. Buber), nos hemos quedado «sin noticias de Dios». Se sigue hablando de él, pero «Dios» se ha convertido para muchos en una «palabra fósil»: testigo de la fe de otros tiempos, pero privada hoy de significa­do real.
  • Pocos cristianos nucleares comprometidos: solamente un 4%.
  • Estos datos se endurecen en los jóvenes, tal y como nos lo ha puesto de manifiesto el estudio del año 2005 de la Fun­dación de Santa María. Según este estudio, hace diez años los jóvenes que se consideraban católicos eran el 77% y hoy, por primera vez en la historia, no llegan al 50%. Sólo el 6% se declara católicos practicantes. El porcentaje de agnósticos, ateos o indiferentes a la religión asciende al 46% (en 1994 era del 22%).

1.3.3. Percepción negativa de la Iglesia

Son cada vez más amplios los sectores que perciben a la Igle­sia de manera negativa. Se considera a la Iglesia como una ins­titución anacrónica, preocupada por su propia conservación, replegada sobre sus propios problemas, aislada de la vida moder­na que evoluciona de manera acelerada; siempre en actitud con­servadora y repetitiva, sin sentido alguno de creatividad. Para los jóvenes, según el último estudio de la Fundación de Santa María, la institución que menos valoran de la sociedad es la Iglesia.

Se la percibe también como una institución autoritaria, poco democrática, con métodos de gobierno de una rigidez poco evan­gélica. Se considera que es una Iglesia condenadora, que no sabe reanimar la mecha que humea ni suscitar esperanza en quienes buscan a Dios, que no ofrece la imagen del Dios de la gracia y de la misericordia revelado en Cristo, sin la debida actitud dialo­gante y comprensiva, de una intransigencia moral excesiva (divorciados, homosexuales); que cultiva la sospecha y la des­confianza sobre quienes buscan caminos nuevos. Dicho en pocas palabras, está aumentando el número de los «decepcionados» por la Iglesia, o de aquellos que se sienten mayormente como «cris­tianos sin Iglesia».

1.4. Signos alentadores

Como todos los fenómenos históricos, también este de la postmodernidad nos presenta valores que teníamos un tanto olvi­dados: lo gratuito, las posibilidades de felicidad que ofrece esta tierra siempre que no contradigan valores superiores, la importan­cia de los sentimientos, un sentido del progreso más humanista, la necesidad de poner límites a la ciencia desde el personalismo y la ecología, la valoración del presente.

La fe en Dios nos empuja también hoy a salvar lo mejor de todas las utopías; a redescubrir la presencia de Dios desde una ciencia que se ha hecho más consciente de sus posibilidades y más humilde ante la inmensidad de las preguntas; a mantener viva la crítica frente a un neocapitalismo, que está acrecentando el número de pobres y el abismo que separa a los pobres de los ricos; a aprender a situarnos con respeto en medio del pluralismo cultural; a saber escuchar el clamor profético de los grupos y colectivos que hoy reivindican un mundo más justo y ecológico; a colaborar con aquellos que hoy buscan un mundo articulado desde la tolerancia, la paz, la fraternidad, el respeto y el diálogo, y la defensa de los derechos humanos.

Existen, por tanto, signos alentadores en el momento actual. El Papa Juan Pablo II en su exhortación apostólica Ecclesia in Europa15, y los Obispos vascos nos presentan algunos de ellos en su carta pastoral Renovar nuestras comunidades cristianas16.

1.4.1. En el ámbito de Europa

Resalta Juan Pablo II: la libertad de la Iglesia; la apertura recíproca de los pueblos; la reconciliación entre naciones; la ampliación progresiva del proceso unitario a los países del Este europeo; el reconocimiento de las colaboraciones e intercambios de todo tipo; una conciencia europea con mayores sentimientos de fraternidad y con voluntad de participar; los métodos demo­cráticos utilizados, basados en procedimientos pacíficos, con respeto a las diversidades, sosteniendo el proceso de unificación de Europa; el respeto a los derechos humanos, y la mejora en la calidad de vida.

También hay que señalar cómo el auge increíble de los llama­dos «nuevos movimientos religiosos» ha sorprendido a propios y extraños. Este «revivir de lo religioso», a pesar de sus carencias, ambigüedades, contaminaciones y distorsiones, lejos de revelar una descomposición de la Religión, parece expresar una resisten­cia y una protesta del corazón humano ante un clima social y cul­tural asfixiante, empeñado en explicar, dominar y parcelar la rea­lidad del mundo y olvidado de contemplarlo como un todo, de respetarlo y de preguntarse por su origen y su destino. Los nuevos movimientos religiosos revelarían la apertura básica de los huma­nos a Algo o Alguien que nos desborda.

1.4.2. En el ámbito estricto de la Iglesia

  • Existen en todos los rincones de nuestras Iglesias realidades evangélicas que certifican la presencia viva y activa del Espíritu Santo. La Palabra de Dios comienza a ser mejor conocida y más estimada que en épocas pasadas. A pesar de que no ocupa todavía el puesto central que se merece, va convirtiéndose efectivamente paso a paso en sustento y vigor de la Iglesia17. Se multiplican las sesiones de inicia­ción a su lectura personal y comunitaria. Muchos creyentes están descubriendo con alegría la Palabra del Señor y expe­rimentan su eficacia salvadora. Devolver la Palabra al pueblo creyente es un viejo deber de sus pastores.
  • Algo semejante sucede con la misma teología. El número de laicos/as que se acercan a servicios de formación ofre­cidos por nuestras Iglesias es notable y creciente. El deseo de conocer mejor el meollo de nuestra fe, la inquietud por disipar dudas y malentendidos, la voluntad de llevar una vida cristiana más coherente y la preocupación por «for­marse mejor para formar mejor» motivan a los que buscan este servicio eclesial.
  • Es verdad que bastantes asistentes a la Eucaristía domini­cal la encuentran tediosa y repetitiva. Sin embargo, a pesar del largo camino que nos queda por recorrer, es indudable que la calidad de su celebración ha mejorado en muchos lugares. En general, las moniciones, los cantos, el ritmo, la participación, la proclamación de la Palabra, la misma pre­paración han ganado en dignidad y cuidado.
  • La solidaridad afectiva y efectiva con los excluidos y mar­ginados es un signo inequívoco de humanismo y una pie­dra de toque imprescindible de nuestra fe. Todos los indi­cadores revelan que en este punto la «temperatura media» de los cristianos es más alta que la del conjunto de la socie­dad. Nuestras Cáritas son vigorosas y creativas y constitu­yen uno de los rostros de la Iglesia más reconocidos por la sociedad. El número de cristianos implicados en iniciativas de solidaridad, eclesiales y cívicas, es notable. El despren­dimiento económico de la comunidad cristiana a favor de los necesitados alcanza una parte muy substanciosa de sus ingresos reales. La aportación a «Manos Unidas» y otras organizaciones en favor del Tercer Mundo, es extraordina­riamente generosa. Es verdad que los pobres no están toda­vía en el centro de nuestras comunidades en torno al Señor. Es asimismo verdad que están cada día más cerca.
  • En los veinte últimos años el número de laicos implicados en tareas de colaboración pastoral se ha multiplicado. Las puertas para favorecer su formación y su verdadera corres­ponsabilidad están cada vez más abiertas. Ahora bien, el relevo de las generaciones de ayer se torna cada día más difícil. La resistencia al compromiso estable es hoy común en toda la sociedad. Cada vez cuesta más encontrar gente dispuesta para formar parte de un comité de empresa, para militar en un partido político, para presentarse en una can­didatura municipal, para formar parte de un consejo esco­lar, para renovar la directiva de un club deportivo. Y, por supuesto, para comprometerse en tareas y responsabilida­des de una parroquia o de una obra eclesial.
  • La imagen de nuestra Iglesia es «directiva y poco partici­pativa». La realidad va cambiando paso a paso. Casi todas nuestras parroquias tienen algún órgano colegiado en torno a sus presbíteros: un Consejo de Pastoral o una Junta parro­quial. Casi todas las obras de los religiosos tienen también sus Consejos. El Consejo Pastoral Diocesano es una reali­dad asentada. Es cierto que quedan todavía reflejos autori­tarios y decisiones tomadas en soledad. Queda un trecho para que arraigue entre nosotros una «cultura» participad-va y corresponsable.
  • La misma situación de la Iglesia, carente del respaldo de las instituciones civiles y del «viento a favor» del ambien­te, nos está ayudando a ser más humildes y menos arrogan­tes, más transparentes y menos opacos en la información y comunicación.
  • La intemperie religiosa que padecemos en la atmósfera cultural de nuestro tiempo ha debilitado sin duda la fe de muchos. Los horrores de la historia de la humanidad en este último siglo (el holocausto nazi, los «gulags» comu­nistas, las matanzas de Rwanda y Sudán, la extensión pavorosa del SIDA así como las catástrofes naturales), gol­pean nuestra fe con más contundencia que muchos libros de los filósofos increyentes. Pero en muchos casos esta fe se ha purificado y ha pasado de ser simplemente heredada a ser más personal, más purificada y más trabajada.

1.5. Conclusión

Con respecto al tema que nos ocupa, podemos concluir haciendo referencia a los tres aspectos, que subraya Martín Velasco18:

  • La quiebra de la transmisión religiosa tal y como venía operándose en situaciones de predominio de lo religioso sobre lo social y lo cultural, cuando esa transmisión forma­ba parte de un proceso de socialización que incluía lo reli­gioso como factor determinante de la realidad socio-cultu­ral en que se socializaba a los destinatarios de ese proceso.
  • La quiebra de la tradición como entrega de un depósito de ideas, valores y normas capaces de regular el presente y de orientar el futuro de las sociedades y las personas que lo recibían dispuestas a reproducirlo.
  • La pérdida de credibilidad de las instituciones —y en nues­tro caso de la institución religiosa— como garantes autori­zadas de los contenidos transmitidos y de su carácter nor­mativo sobre el presente y el futuro de los destinatarios de la transmisión.

«La novedad de la situación presente se puede enunciar diciendo que asistimos al fin del cristianismo de cristiandad en Europa»19. Y en esta nueva situación, hemos de acoger el don de Dios y reencontrar el gesto inicial de la evangelización: el de la propuesta sencilla y decidida del Evangelio. «Detrás de la crisis de la transmisión, se lanza la invitación a una inculturación del anuncio»20.

II. La transmisión de la Fe

A este hombre de hoy, situado en esta cultura postmoderna, hemos de transmitir un mensaje, que pueda ser captado por él, con un lenguaje y una pedagogía apropiada a su experiencia existencial.

2.1. Transmitir la Fe21

La fe es posible en la crisis actual pues Dios sigue actuando en el ser humano. Dios está en contacto inmediato con cada ser humano, y la crisis actual no puede impedir la gracia de Dios a cada sujeto.

Ahora bien, será necesario clarificar qué entendemos por fe, ya que a la luz de su definición podemos situarnos de manera diferente con respecto a la transmisión de la misma.

Situado en la tradición teológica del Vaticano I, fiel a una concepción muy objetiva de la Revelación, el catecismo se entendía como una transmisión de saberes. Para el Vaticano I, la fe es un adhesión, a través de las fórmulas, que no podemos com­prender, pero que debemos admitir, sobre la autoridad de Dios que no puede engañarse ni engañarnos (Dios es la garantía de la Revelación), y sobre la autoridad del magisterio, que notifica al hombre esta revelación22.

Pero el Vaticano II, en la constitución Dei Verbum (cap. 1), adopta una perspectiva totalmente nueva: La Revelación no es un conjunto de verdades propuestas al hombre para que se adhiera a ellas. La Revelación es un acto en el cual Dios, en Jesucristo, que es su Palabra, se comunica al hombre en un cara a cara decisivo23. Dios se muestra como quien quiere comunicarse a Sí mismo, haciendo a la persona humana participe de su natura­leza divina. Es así como se realiza su designio de amor24.

No se limita, como en el Vaticano I, a las verdades y a las fór­mulas. La fe es la adhesión directa a Dios que nos salva en Jesu­cristo. Dios es alguien y hay que reconocerlo y, para reconocer­lo, hay que encontrarlo. Creemos y nos adherimos al Dios vivo a quien los cristianos encontramos encarnado en Jesucristo. En Él encontramos nosotros el camino para acércanos al Misterio de Dios. A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado (Jn 1,18). En Jesús se nos ofrece la verdad de Dios, se nos comunica su vida y se nos reve­la el camino que lleva hasta él. Para acoger plenamente a Dios es necesario seguir a Jesús, vivir su experiencia, practicar su vida, dejarnos animar por su Espíritu. Sólo quien vive como Jesús acoge al Dios de la vida. Sólo quien ama como él, se abre al Dios del amor. Sólo quien vive la fraternidad y se acerca a los aban­donados, obedece al Padre de los pobres.

Se pasa, por tanto de una concepción más voluntarista a una concepción más afectiva de la fe:

  • Para el Vaticano I, la fe es un acto de la voluntad: Dios habla y uno se somete.
  • Para el Vaticano II, la fe es un acto global del ser que desea y espera la Palabra para comulgar con ella, con un lugar privilegiado para la afectividad.

La fe es regalo de Dios25, y no se debe al esfuerzo generoso que realiza la persona. «La fe es un don de Dios. Sólo puede nacer en el fondo del corazón humano como fruto de la ‘gracia que pre­viene y ayuda’, y como respuesta, enteramente libre, a la moción del Espíritu Santo, que mueve el corazón y lo convierte a Dios»26.

La persona sólo inicia su movimiento hacia Dios porque, desde el primer momento, Dios, está en el fondo de su ser, atrayéndola hacia su propio Misterio. Es su presencia amorosa la que origina y sostiene su itinerario hacia Dios. Buscamos a Dios a tientas, pero él no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,27-28). En la fe, Dios tiene siempre la iniciativa, Dios propone: se revela por y en su Palabra.

Por eso, «el esfuerzo de la persona que quiere creer no se diri­ge a «conseguir» algo, a «poseer» a Dios, a «entender» por fin el misterio de la vida. Se orienta, más bien a hacerse disponible, a escuchar y acoger, a sintonizar con la llamada que se le hace, a dejarse buscar por Dios. No se trata de conocer a Dios, sino más bien, de reconocerlo: Dios estaba ahí, y yo no lo sabía (Gn 28,16)»27. Decir «creo» es abrir mi existencia al misterio que habita dentro de mí, decir sí al misterio de la vida, y encontrar­me personalmente con el Dios que me trasciende como persona y me respeta como persona, llenando de sentido mi vida. Este encuentro, basado en la confianza total en Dios (me fío de ti, creo en lo que me dices), me lleva a reconocerlo como el único abso­luto, entregándome a él (me adhiero de todo corazón a él) y viviendo desde él, teniendo a todos los hombres como hermanos, porque Dios es mi Padre.

No llegamos a creer como resultado de un esfuerzo intelec­tual. Creer y saber son dos experiencias diferentes, pero no nece­sariamente opuestas28. Todo creer requiere un mínimo saber y se apoya en él. La fe implica siempre un contenido. No es posible creer en Dios sin creer en lo que Dios nos revela29. Es decir, a la fe personal (yo creo en ti, me fío de ti y te creo) le acompaña siempre la fe afirmativa: creo lo que me dices. Y lo que me dices tú, es el único camino seguro de que dispongo para saber lo más íntimo de ti y para conocerte en profundidad.

La fe no es producto de la razón humana, pero tampoco es un salto en el vacío. La fe es razonable, pero no evidente; exige siempre una decisión libre. La fe responde de forma razonable y coherente a cuestiones, interrogantes y anhelos reales que lleva dentro de sí el ser humano. «Nos abrimos a la fe en medio de una serie de caminos de todo tipo: los de la duda y el desconcierto; los del sufrimiento y la deficiencia; e igualmente lo de la curio­sidad, la búsqueda paciente o la creatividad. La fe se enraíza en experiencias humanas fundamentales: el amor, una opción de vida, la solidaridad, la debilidad, la indigencia, la impotencia…, como otros tantos lugares de encuentro con la verdad, el abando­no de sí y la libertad interior. De todas estas situaciones existen­ciales se pueden intentar extraer la experiencia espiritual que brota de la vida, que asombra, que hace presentir lo esencial, que despierta, que pone en camino, que hace vivir. Estas experiencias abren a la persona a una trascendencia…»30

El acto de fe supone:

  • Un encuentro y reconocimiento de Dios que habita en Jesucristo;
  • Una adhesión a una Revelación como expresión de un designio del amor de Dios sobre el hombre;
  • Una respuesta a una invitación que termina en la decisión de hacer una alianza de amor con Dios;
  • Una comunión de vida con Dios en la intimidad, la dispo­nibilidad que conduce a una transformación de la existen­cia humana según el Evangelio.

La fe abarca a toda la persona, afectándola por entero. «Al encontrar a Jesucristo, y al adherirse a El, el ser humano ve col­madas sus aspiraciones más hondas: encuentra lo que siempre buscó y además de manera sobreabundante. La fe responde a esa `espera’, a menudo no consciente y siempre limitada, por cono­cer la verdad sobre Dios, sobre el hombre mismo y sobre el des­tino que le espera. Es como un agua pura que reaviva el camino del ser humano, peregrino en busca de su hogar»31.

2.2. ¿Es posible transmitir la Fe?32

Como es bien sabido, la fe no se puede propiamente «trans­mitir». Podemos exponer al otro el contenido de la fe. Pero «creer» es un acto personal; una decisión que cada hombre o mujer ha de tomar libremente ante Dios33. No es posible «forzar» a creer.

El servicio a la fe consiste en preparar esa relación personal de cada uno con él. No sólo «informar» de la fe, sino ayudar a tomar una decisión responsable ante el Dios vivo revelado en Cristo. «Transmitir o comunicar la fe consiste fundamentalmen­te en ofrecer a otros nuestra ayuda, nuestra experiencia como creyentes y como miembros de la Iglesia, para que ellos, por sí mismos y desde su propia libertad, accedan a la fe movidos por la gracia de Dios. Transmitir la fe es, pues, preparar o ayudar a otros a creer, a encontrarse personalmente con Dios»34.

Martín Velasco dirá que sin negar lo anteriormente expuesto, «no se debe separar indebidamente la fe como acto personal, de las mediaciones en las que se encarna, mediaciones que, aunque, deban distinguirse, no pueden separarse de ella, porque son indispensables para su realización»35.

Existe todo un proceso —continúa diciendo Martín Velasco—en el que el sujeto, primero hereda, y después asume y hace suyo, para finalmente transmitirlo, el caudal de la humanidad en que se inscribe esa vida. De ahí, el papel tan importante que juega la tradición, que hace de memoria, la pone en ejercicio y la condensa: La Iglesia en su doctrina, vida y culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella misma es, todo lo que ella misma cree (Dei Verbum, 8). Esta tradición com­porta tres elementos fundamentales: el contenido transmitido, lo traditum, es decir, el conjunto de creencias, usos, costumbres, símbolos… que una generación entrega a la siguiente; el acto mismo de transmitir, traditio como acto de tradere, el hecho de donar o entregar; y la recepción que le corresponde. En ese acto complejo interviene unos agentes autorizados: familia, maestros y, en definitiva, una institución religiosa que pone en juego todas las estructuras, medios y recursos de que dispone.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dirá que «la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo con­tribuyo a sostener la fe los otros»36.

III. Proponer la Fe hoy

Si estamos llamados a transmitir la fe, que hemos recibido, ¿cómo hemos de hacerlo en las actuales circunstancias? Los obispos franceses plantean la necesidad de transformar la pasto­ral, que venimos desarrollando: «la pastoral llamada ‘ordinaria’ —vivida a menudo como una pastoral de la acogida— debe transfor­mase también, cada vez más, en una pastoral de la propuesta»37.

Proponer no es imponer ni presionar. Es una invitación. Es presentar mi fe sometiéndola a la posible adhesión o rechazo. Ahora bien, nosotros deseamos que nuestra propuesta llegue y sea acogida por el receptor.

Para profundizar en esta idea, resalto algunas frases, que he ex­puesto anteriormente, referentes al mensaje que queremos transmitir:

«No es un mensaje que consista fundamentalmente en datos, sabe­res, verdades, fórmulas». Por tanto no se trata sólo de informar… «Porque lo esencial de este mensaje es la adhesión a alguien».

Estamos ante un mensaje cuyo núcleo fundamental habla de entrega, adhesión, encuentro, experiencia, vida, afectos, confian­za… Es una concepción afectiva, y es desde ahí desde donde hemos de comunicar y transmitir.

Así, se trata más de caminar con… para prepararle para una relación, para un encuentro. ¿Creemos esto de verdad? Y si lo creemos ¿consideramos que nuestra manera de hablar de nuestra fe es la más adecuada para transmitirla?

Porque si el acto de fe es:

  • Encuentro y reconocimiento
  • Adhesión
  • Respuesta a una invitación a una alianza de amor
  • Unión en la intimidad
  • Disponibilidad y transformación…

Entonces, el código que transmita tal acto de fe tendrá que estar constituido por palabras, imágenes, gestos, miradas, tonos y comportamientos acordes a la esencia de esa fe.

Lo nuclear es que queremos anunciar, no un catálogo de leyes, normas, teorías y conceptos principalmente, sino la Buena Noticia de Jesucristo, la Buena Noticia de un acontecimiento que experimentamos en nuestra vida y vemos en la de otros, y que nos afecta y nos transforma. Y no empobreciéndonos, castrándo­nos o fosilizándonos. Nosotros queremos anunciar una Noticia Buena, positiva, gratificante… tanto, tanto, que venderíamos todo lo que tenemos para conseguirla. ¿Cómo nos imaginamos a quien anuncia algo así? ¿Somos conscientes de que para anun­ciar la Buena Noticia de Dios no basta sólo con hablar? Es nece­sario hablar de tal manera que ese mensaje llegue al hombre de hoy. Un lenguaje rutinario, muerto, inadaptado, puede significar falta de auténtica experiencia de Dios, conocimiento insuficien­te de la realidad actual o pereza.

El anuncio de Dios no sólo exige ser ortodoxo y correcto. Ha de llegar a la gente para alcanzar su pretensión de ser luz y vida. Y no tiene posibilidad alguna de llegar si no es fiel a la Palabra de Dios y fiel a la experiencia de aquellos a los que va dirigido.

Una experiencia que nos transforma haciéndonos más plenos y más vivos, más auténticos, potenciando todo lo que hay en nosotros para llevarnos a una plenitud cada vez mayor. ¿Cómo se transmiten las experiencias? ¿Qué tipo de lenguaje utilizar? ¿Cómo hacer para ser vehículos transparentes que no bloqueen, distorsionen o destruyan este mensaje?

3.1. Unas premisas fundamentales sobre los procesos de comunicación

Antes de plantearnos cómo llevar a cabo la transmisión de la fe, hemos de analizar cuáles son los elementos que determinan una buena transmisión o comunicación. En los experimentos realizados sobre los procesos de comunicación se aportan datos llamativos38. Hay tres tipos de elementos:

  • Verbales (Contenido, Humor, Atención personal, Preguntas, Respuestas a preguntas).
  • Paraverbales (Volumen de la voz, Tono, Timbre, Fluidez ver­bal, Velocidad, Claridad, Tiempo de habla, Pausas / Silencios).
  • No verbales (Expresión facial, Mirada, Sonrisas, Postura, Orientación, Distancia / Contacto físico, Gestos, Aparien­cia personal, Automanipulaciones, Movimientos nerviosos con manos y piernas).

Pues bien, los resultados que arrojan los diversos experimen­tos sobre el peso que cada uno de estos elementos tienen sobr… el efecto del mensaje transmitido son39:

  • Elementos verbales: 20% (que en algunos se reduce a un 10%).
  • Elementos paraverbales: 40%.
  • Elementos no verbales: 40%.

¿Sorprendente? Aún lo es mucho más lo que dice Mehrabian Albert40 a raíz de sus últimas investigaciones: en los mensajes que transmitimos, las palabras tienen el 7% de importancia, el tono de voz el 38% y el lenguaje corporal el 55%.

Estos datos nos llevan a una reflexión seria, porque si en cual­quier tipo de mensaje, los aspectos no verbales, es decir los que transmitimos desde las emociones, las convicciones, las expe­riencias… tienen tanta fuerza, y si el mensaje que nosotros que­remos emitir es esencialmente vivencial, entonces sí que nuestro tono y nuestro lenguaje corporal son los responsables últimos y los que van a llegar al receptor, atravesando sus filtros y barreras convenciéndole o, bien dejándole indiferente o, peor aún, creán­dole resistencias, prejuicios y defensas aún mayores que las que tenía antes de empezar a escucharnos.

Nos cuesta aceptar nuestra responsabilidad. Preferimos creer que si el mensaje no llega es por culpa del que nos oye, y espera­mos que sea el receptor el que cambie, el que se convierta, el que aprenda nuestro idioma. Pero no es la gente la que ha de aban­donar sus categorías para tratar de captar nuestro lenguaje, apto sólo para «iniciados». Somos nosotros los que hemos de hacer el esfuerzo propio de todo evangelizador: encarnar la noticia de Dios en las categorías y experiencias del hombre de hoy. Una pregunta para predicadores, catequistas, educadores y cuantos hablamos de Dios: nuestro lenguaje ¿está inspirado por un deseo de llegar a la gente o sigue rutinariamente el camino de lo prefijado?

Si seguimos repitiendo fórmulas y esquemas aprendidos, nuestra distancia con el mundo será cada vez mayor. Más aún, la distancia dentro de nosotros mismos será mayor, porque si como decía Wittgestein, «mi lenguaje configura mi universo», un len­guaje interno inadecuado conseguirá que, poco a poco, nuestra cabeza con nuestros conocimientos, vaya por caminos diferentes a nuestras emociones, y de este modo, nuestra experiencia que­dará rota, partida en dos por dos fuerzas tan poderosas, sin tener una tierra interna en la que echar raíces.

Si mi lenguaje, y el lenguaje primero es interior, es racional, conceptual, normativo únicamente, ¿dónde tendrán espacio mis experiencias, a veces tan ilógicas, tan irracionales, tan difíciles de encajonar en conceptos y verdades dogmáticas? Si mi lenguaje es parcial y sólo sirve de vehículo a una parte de mí mismo (mis ideas), quién dará voz a mis experiencias? Y ¿cómo enton­ces comunicaré mi experiencia de Dios? Me pasará, como nos pasa a la gran mayoría de los creyentes, que seré incapaz de con­tar, ni siquiera a los más cercanos, mi experiencia… y subrayo experiencia, no digo mis ideas, mis teorías, mis pensamientos acerca de Dios.

Y si esto es así, lo más normal es que no tenga palabras ni gestos para hablar a grupos más numerosos, y el miedo y la inse­guridad harán que me agarre a lo ya sabido y trillado: los con­ceptos y las ideas. Es cierto que nuestro mensaje también está hecho de contenidos lógicos, pero como durante tantos años se ha hecho hincapié en ellos, es por lo que ahora llamo la atención sobre la parte experiencial del mensaje; por eso, y porque como hemos repetido, lo esencial de la fe que profesamos es la adhe­sión a una persona y la experiencia de ese encuentro.

Para ser testigos de algo, hemos de conocerlo y experimen­tarlo. Sin conocimiento y sin experiencia no es posible el testi­monio, por tanto no es posible la transmisión.

Necesitamos pues, una gran coherencia entre nuestras ideas y nuestras vivencias; entre lo que decimos y lo que vivimos para que nuestra comunicación sea creíble. Los expertos exponen que una comunicación llegará a producir en el receptor efectos de escucha, interiorización, identificación y sumisión, cuando el emisor (el comu­nicante) posea las características de credibilidad, atractivo y poder41.

La credibilidad, es decir, cuando el comunicante es percibido como alguien experto, entendido, digno de confianza y honesto, produce en el receptor la interiorización de su mensaje, integrán­dolo en el propio sistema de valores y creencias y permite su asimilación y permanencia. Pero difícilmente resultaremos creí­bles para el que nos escucha si no existe coherencia entre nuestro lenguaje verbal y no verbal. Podemos preguntarnos a nos­otros mismos: ¿Anuncio buenas noticias con apatía y tristeza? ¿Hablo del perdón con rigidez y crítica? ¿Cómo hablo a otros de mis ideas y cómo les hablo de mis encuentros? ¿Cómo hablo de lo que pienso y cómo hablo de los que amo? ¿Cómo ando de capacidad para expresar mis sentimientos, mis vivencias, mis experiencias? Si huyo de la comunicación vivencial e íntima ¿cómo comunicaré aquello que acontece «en lo más íntimo mío»?

El atractivo del comunicante, es decir, una atracción que el receptor percibe, y sin necesidad de argumentos, por la sola rela­ción comunicante-receptor, produce el cambio. Se trata de una identificación por el deseo de mantener una relación gratifi­cante, que le lleva a dinamizar el cambio de actitudes en su vida. Hay una identificación afectiva que permite el trasvase de acti­tudes del comunicante al receptor. ¿Me pregunto si mi mirada, mi apariencia personal, la expresión de mi cara, etc., resultan atractivos? ¿Gratifica mi presencia y comunicación al otro?

Otra característica es el poder del comunicante, su autoridad con respecto al receptor, que le lleva a la sumisión. Pero cuando la única motivación es el sometimiento a un poder o el cumpli­miento de una norma, sin amor alguno, esta comunicación no transforma más que exteriormente, y puede originar un cambio espectacular, pero que dura lo que dure el temor. ¿Nos interesa saber cómo ha recibido la otra persona el mensaje?, ¿qué res­puesta tiene ante lo que le estamos comunicando?

3.2. Una comunidad renovada en su interior

Hasta ahora hemos ido dando pasos progresivos: a) hemos analizado el contexto en el que se sitúa las personas a las que queremos transmitirles un mensaje de vida; b) hemos profun­dizado en qué consiste este mensaje; c) hemos planteado qué lenguaje utilizar, para hacer que éste sea creíble, atractivo y rea­lizado con autoridad.

Ahora, vamos a poner nuestra mirada en el emisor, que en la transmisión de la fe es el creyente y la comunidad de la que forma parte.

La comunidad cristiana, y todos los cristianos que la forma­mos, si queremos llevar a cabo una eficaz transmisión de la fe, hemos de replanteamos nuestras vidas, nuestros mensajes y len­guajes, nuestros gestos, nuestras estructuras, etc., para ver si hoy estamos siendo creíbles y atractivos, ver qué hemos de hacer para revestirnos de aquella autoridad, que poseía Jesús, y que causaba admiración, entusiasmo, adhesión y búsqueda de la verdad.

El desafío que tenemos en el actual contexto religioso cristia­no es el de una minoría, que deseamos que sea significativa y creíble. Iremos a menos estadísticamente, pero lo importante es preguntarse si seremos todavía significativos42.

3.2.1. Un testigo que comunica lo que vive

Tomás de Aquino, citando las palabras de Hilario, decía: «Soy consciente de que el principal deber de mi vida para con Dios es esforzarme porque mi lenguaje y todos mis sentidos hablen de él»[/note]Tomás DE AQUINO, Contra gentes, 1.1, c 2.[/note].

Lo primero, para poder transmitir la fe es que exista en mí la fe. Mi credibilidad dependerá de la fe que posea. La fe requiere de mí un compromiso permanente de pensar como Jesús de Nazaret, de juzgar como Él y de vivir como Él lo hizo.

Observemos cómo la lógica de Jesús difiere de la nuestra habitual. Cuando nos ponemos a hablar de comunicar la fe, nos referimos, en primer lugar, a las resistencias de la gente. Enton­ces fácilmente llegamos a la conclusión de no hay nada que hacer… Esta es nuestra lógica. La de Jesús se centra en la calidad de la sal y de la luz. La transmisión de la fe depende de la calidad, la credibilidad, y la fuerza de nuestra fe. Esto es lo prioritario43.

La fe cristiana no es en primer lugar ni fundamentalmente una doctrina que se ha de aceptar, ni un código moral que se ha de cumplir; ni unas prácticas religiosas que se han de observar. La fe en los momentos actuales necesita con mayor apremio ser interiorizada, personalizada, pasada por el corazón, impregnada por la experiencia creyente. Antes que nada, la fe cristiana es una experiencia que ha de ser vivida, ofrecida y comunicada como Buena Noticia de Dios. En este sentido, J. M. Mardones, habla de la «religiosidad de la frontera»: «La religiosidad de la fronte­ra, que se vive en la profanidad, que desacraliza al mundo, lleva, como de vuelta, a vivir la presencia del misterio de Dios reco­rriendo todos los entramados de la historia de los hombres»44.

El creyente, que ha tenido una experiencia de encuentro con Dios, y la vive y difunde, recorre el mundo siendo un testigo de Dios entre los hombres. «Se trata de ser testigos de la profundi­dad en medio de la profanidad… Hay que vivir lo sagrado por los caminos de lo profano, pero desvelando la presencia ausente de la Fuente. La tarea que nos espera en el próximo futuro es ser testigos y guías del Misterio»45. Sin testigos no es posible la transmisión de la experiencia de Dios vivida en Jesucristo.

El testigo no pretende convertir a otros: vive convirtiéndose él; no trata de salvar a los demás: vive su experiencia de salva­ción; no se esfuerza por hacer crecer la Iglesia mediante la adhe­sión de nuevos miembros: vive abriendo camino al Reino de Dios en la vida de las gentes. No le mueve ningún interés prose­litista. Lo que motiva al testigo es la experiencia que él mismo vive. Es lo que dice san Pablo: «Nosotros creemos y por eso hablamos» (2 Cor 4,13), «predicar el evangelio no es para mí un motivo de orgullo; es algo que me incumbe: pobre de mí si no lo anunciara» (1 Cor 9,16).

El testigo comunica lo que vive, lo que está cambiando su vida, lo que la transforma. Ofrece su experiencia, no su sabidu­ría. Irradia y contagia, no informa, no indoctrina, no instruye. Se implica en su comunicación, está cogido por lo que comunica, no transmite un dato frío, desde fuera. Al testigo se le ve habitado por convencimiento más que por grandes saberes acerca de la fe, ofreciendo lo que a él le hace bien.

Sin duda, en nuestras comunidades es importante contar con personas valiosas, necesitamos una organización pastoral efi­ciente, un mayor número de personas comprometidas, medios eficaces, formación más adecuada, pero fundamentalmente, lo que estamos necesitando son personas con profunda experiencia de Dios, que sepan comunicar su experiencia nueva y buena de un Dios Salvador. Se necesitan testigos con una experiencia nueva, de una vida transformada: Vosotros recibiréis una fuerza, cuando el Espíritu venga sobre vosotros y de este modo seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra (Hch 1,8). Lo decisivo son los testigos, es decir, creyentes en cuya vida se pueda intuir y captar la fuerza salvadora y humanizadora que se encierra en Jesucristo cuando es acogido con fe viva y amor.

Y para ello, hemos de tener como tarea prioritaria en nuestras comunidades fortalecer la fe de los fieles, llevando a cabo proce­sos que ayuden a pasar de una fe social (poco viable hoy día) a una fe experienciada, que nos convierta en testigos vivos de Jesucristo entre los diferentes ambientes por los que caminamos en la vida.

Para cultivar la experiencia cristiana en los creyentes de nues­tras comunidades será necesario, entre otras cosas:

  • Enseñar a orar. Muchos de nuestros cristianos sólo cono­cen la «oración de emergencia» de momentos especiales y la oración vocal heredada. Es preciso iniciar a ella. En nuestras comunidades hay que organizar talleres y escue­las de oración; ofertar materiales oracionales para ser utili­zados en familia; organizar celebraciones especiales en los arciprestazgos para la juventud, con especial implicación de los movimientos, centros educativos y parroquiales; ofrecer días de retiros, de desierto; preparar espacios, que propicien un clima de silencio, recogimiento y oración.
  • Preparar y purificar el corazón. Debemos preparar el cami­no que posibilite esa experiencia creyente. Es necesario preparar el terreno antes de la siembra. La fe es un don de Dios, pero requiere una actitud de apertura para recibirlo, se requiere una cierta disposición interior y exterior46. Para entrar en este camino, hay que superar la dicotomía ética-mística y descubrir que se necesitan mutuamente. Contra­ponerlas comporta debilitarlas. La ética es la carne de la mística; la mística, el alma de la ética. En el itinerario de la vida en el Espíritu se han distinguido tres grandes etapas: la vía purificativa, iluminativa y unitiva. Hallamos esta concepción a partir de los escritos de Orígenes, Evagrio Póntico y Dionisio el Areopagita, y es retomada durante la Edad Media por autores como San Buenaventura, Hugo de Bauma y Henri de Souso. Este esquema concibe la vida espiritual como un proceso que va desde una opacidad ini­cial hasta una transparencia final, pasando por grados pro­gresivos de iluminación a lo largo del camino.
  • Llevar a cabo procesos de iniciación o reiniciación cristia­na. Hay que replantearse seriamente en el seno de nuestras comunidades la iniciación o reiniciación cristiana: «Una verdadera iniciación es algo mucho más rico que un sim­ple adoctrinamiento mental. Iniciar es despertar a la expe­riencia de la fe y desde ella enriquecer sus contenidos, orientar la vida moral, familiarizar con la Palabra de Dios y con los grandes símbolos de la liturgia, abrir la sensibili­dad para servir a la sociedad»47.
  • Hacer lectura creyente de la realidad. Se trata de un instru­mento (una mística) pastoral que está en la línea de escru­tar los signos de los tiempos y del necesario discernimiento comunitario. Parte de la certeza de que Dios está presente en la vida cotidiana, por lo que en todo hecho de vida, cuando se mira con la mirada de Dios, se descubre su presencia misteriosa. A través de esta lectura creyente se pretende observar y analizar la realidad, constatando los aspectos que favorecen el proyecto de Dios sobre la histo­ria y aquellos que lo dificultan. Se interpreta esta realidad a la luz de los criterios bíblicos, evangélicos y eclesiales, y se planifica un proyecto operativo, que permita incidir en la transformación de esa realidad.

A la hora de pensar en la transmisión de la fe y la cristianiza­ción de las nuevas generaciones, la primera condición requerida es la conversión de la Iglesia, la conversión de los cristianos, nuestra propia conversión. Así lo ha proclamado insistentemente el Papa Juan Pablo II48. La necesidad más urgente de la Iglesia en Occidente, es la necesidad de contar con evangelizadores creíbles, gracias a un testimonio personal y colectivo de vida santa49.

3.2.2. Una comunidad en la que se comparte la nueva forma de vida surgida del evangelio

La transmisión y educación de la fe sólo es posible cuando la comunidad que evangeliza, la Iglesia, es una manifestación radiante de la fe cristina y presenta una manera de vivir que atraiga. Si la Iglesia tiene que presentar al mundo un mensaje de esperanza y de amor, de fe, de justicia y de paz, algo de esto tendría que ser visible, audible y tangible en la Iglesia misma (cfr. Hech 2,45-47; 4,32-35). El testimonio de vida de la comu­nidad creyente prepara el camino al Evangelio50.

La experiencia cristiana es personal y comunitaria51. Siendo la fe una opción libre y personal, sin embargo nadie la recibe, la comunica ni la vive de forma individual y aislado de los demás creyentes. La fe que recibimos, comunicamos y vivimos es la fe de la Iglesia, la que hemos recibido de nuestros mayores trans­mitida interrumpidamente desde los tiempos apostólicos52.

Una tentación actual es «creer sin pertenecer». Pero sin la referencia eclesial el creyente se sentiría confuso y perdido. «No se trata —dicen los obispos vascos— simplemente de una nece­sidad teológica, sino también sociológica: para vivir con inte­gridad la vida cristina y mantener incluso la fe católica hoy, en tiempos de intemperie, es cada vez más necesario pertenecer efectivamente a la comunidad»53.

La fe es un proceso eminentemente social que no puede rea­lizarse al margen de la comunidad. Eso supone que el primer paso de la evangelización tiene que ser una recuperación del vigor espiritual de la Iglesia y de los cristianos, de las comunida­des parroquiales, de las familias cristianas. El primer paso para poder evangelizar las nuevas generaciones es contar con unas comunidades cristianas que vivan del patrimonio de la Iglesia, de la «fe vivida por los santos».

Necesitamos poner en pie unas comunidades cristianas verda­deramente entusiasmadas con Cristo, conscientes de su significación como Hijo de Dios encarnado para salvar la humanidad entera. Comunidades que se sientan felices por haber conocido a Cristo, verdaderamente arraigadas y centradas en Él, conscientes de su responsabilidad y de sus posibilidades como testigos de Cristo y portadores de una palabra de salvación que se mantiene joven y eficaz. Este paso no sería realista si no tuviéramos en cuenta los muchos cristianos sinceros que hay en la Iglesia. Es preciso llamarlos, convocarlos, hacerlos verdadera comunidad, en las parroquias, en la Iglesia local, dentro de la comunión católica.

En cualquier caso, una cosa es cierta. La primera condición para la transmisión o la difusión de la fe en la sociedad actual es la existencia de una comunidad cristiana renovada, espiritual­mente vigorosa, unida y consciente del tesoro que posee y de la misión que le incumbe. Una iglesia misionera tiene que ser una Iglesia de santos y de testigos. Esto no es retórica. Es la conclu­sión más evidente de un razonamiento serio y responsable54.

Las comunidades cristianas están llamadas a ser contextos vitales en los que las personas compartan la nueva forma de vida surgida del evangelio. Situadas en medio de la gran comunidad humana, estas comunidades deberán:

  • ser lugar de encuentro, abriendo puertas y no cerrándolas, sabiendo acoger gratuitamente como Jesús;
  • vivir las relaciones de fraternidad y cercanía; cultivar los vínculos de conocimiento, amor, ayuda. En nuestras comu­nidades hay que conjugar hogar y libertad, evitando prote­ger tanto dentro de ella que se infantilice a los miembros. «Hoy el riesgo se llama `fundamentalismo’, `integrismo’, `tradicionalismo’, es decir, incurrir en el ‘sectarismo’ de los grupos y movimientos como atmósferas cargadas de afectividad y de orientación estricta, donde todo está pen­sado y controlado»55;
  • ser comunidades sanantes. «Promover comunidades cris­tianas edificadas sobre la cultura de la comunión y de la solidaridad, capaces de acoger, de hacer vivible la vida, de sanar el propio tejido relacional»56;
  • entrar a gustar el Misterio de Dios. Se trata de descubrir que «ya está y vive en nosotros» (Jn 14,27). Fomentar la mística cristiana de los ojos abiertos, que no nos evada de la realidad. Tenemos que conjuntar mística y política, soli­daridad y oración. Debemos enseñar a orar en la vida dia­ria, a leer y estudiar la Palabra de Dios, e iniciar en la lec­tura creyente de la realidad;
  • celebrar la Eucaristía, como centro y culmen de la vida comunitaria. En cada eucaristía se anuncia, se celebra y se vive el misterio pascual, pues en ella se halla el Cristo viviente, pan para el camino, alimento para la fe, cimiento para la unidad de la Iglesia, fuerza para el testimonio y el don de sí57;
  • servir a los pobres. La atención y servicio a los pobres debe ser primordial para ella, buscando respuestas solidarias y significativas a la exclusión o pobreza existente. La místi­ca cristiana mira hacia la realidad doliente de la humani­dad, y ahí mismo experimenta la interpelación de Dios, que le empuja a tomar una postura.
  • ser comunidades vivas, comprometidas con el hombre de hoy, viviendo entre la gente, siendo luz y fermento de humanización, liberación, sanación. Su acción eclesial debe realizarla desde la búsqueda y promoción de los valo­res del Reino, llevando a cabo el poder humanizador de la fe y promoviendo la justicia y la solidaridad58;
  • hacerse «co-loquio»59, haciendo su oferta evangelizadora desde el diálogo, la kénosis y la debilidad. «Hace falta rea­vivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica des­pués de Pentecostés»60;
  • vivir en unidad y corresponsabilidad, poniendo cada cual su carisma o ministerio al servicio de los demás. «Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como princi­pio educativo en todos los lugares donde se forma el hom­bre y el cristiano»61;
  • formar a sus miembros, para que lleguen a superar la rup­tura entre fe y vida. «La formación de los laicos ha de con­tribuir a vivir en la unidad dimensiones que, siendo distin­tas, tienden con frecuencia a escindirse: vocación a la santidad y misión de santificar el mundo; ser miembro de la comunidad eclesial y ciudadano de la sociedad civil; condición eclesial e índole secular en la unidad de la nove­dad cristiana; solidario con los hombres y testigo del Dios vivo; servidor y libre; comprometido en la liberación de los hombres y contemplativo; empeñado en la renovación de la humanidad y en la propia conversión personal; vivir en el mundo, sin ser del mundo, como el alma en el cuer­po, así los cristianos en el mundo. El cristiano laico se forma especialmente en la acción. Un modo eficaz en su formación es la revisión de vida, avalado por la experien­cia y recomendado por el magisterio de la Iglesia»62;
  • aprender de los increyentes. Es necesario escuchar y dejamos enseñar por aquellos que no comparten la fe. Ellos nos ense­ñan que Dios no es una evidencia sino un Misterio que nunca acabamos de comprender ni poseer nadie. Nos invitan a criti­car representaciones interesadas y utilitaristas de Dios, a puri­ficar nuestra fe, y nos estimulan a buscar con más sinceridad.

Y en relación a lo que ha de transmitir la comunidad, deberemos centrarnos en lo que es lo esencial de la fe. Por eso, es necesario reconsiderar los contenidos de la transmisión de la fe: el Evangelio de Dios, la Buena Noticia de Salvación, que llama a una nueva forma de vivir, vinculada a la forma de vivir de Jesús, el Cristo, cru­cificado injustamente por los poderes de su tiempo y resucitado de entre los muertos por la fuerza del amor del Padre Dios.

«Transmitir la fe es proponer lo nuclear del mensaje cristia­no, el credo de la Iglesia, no como una fórmula, sino como un mensaje cargado de referencia y motivos para vivir de otra manera, desde una perspectiva: la del mismo Dios»63.

Toda la comunidad está llamada a proponer la fe, todos somos corresponsables en la transmisión de la fe, aunque cada uno ha de aportar su propio carisma o ministerio64. En esta tarea los laicos han de sentirse urgidos a llevar a cabo la Nueva evangelización65.

Dentro de la comunidad, quiero hacer hincapié en la familia, que en las actuales circunstancias ha de seguir transmitiendo la fe, sin desfallecer. La mayoría de los padres han dejado de ini­ciar religiosamente a sus hijos, en gran medida porque están ale­jados de la práctica religiosa e incluso de la fe. A lo sumo lo hacen las abuelas.

Si algunos ya han renunciado a su deber de maestros, muchos más son los que lo han hecho a su deber de testigos. Ciertamen­te, hay un sector mínimo de familias que siguen transmitiendo la experiencia de Dios, sobre todos cuando los padres son creyen­tes y militantes en la parroquia o algún movimiento o asociación, con variadas visiones y experiencias de Dios. Hoy no hay la uni­formidad que se dio en épocas pasadas.

El primer medio del anuncio de Dios para innumerables generaciones de católicos, hasta hace pocas décadas, ha sido la familia. Ella ha sido la encargada de llevar a cabo el despertar de la fe. Y hoy es quien puede ofrecer al niño una «experiencia reli­giosa», pero en un clima de afecto, confianza y amor que ningún otro grupo puede fácilmente asegurar. Los padres de familia en la transmisión de la fe deben ser más testigos que maestros. Son ellos, los que como testigos poseen una autoridad moral, que no posee otra institución o grupo.

En el hogar el niño puede captar conductas, valores, símbo­los y experiencias religiosas pero no de cualquier manera, sino con afecto. Todos los estudios apuntan hacia la misma dirección: la fe religiosa depende, en buena parte, de que la persona haya tenido de ella una experiencia positiva. El individuo vuelve casi siempre a aquello que ha vivido en sus primeros arios con satis­facción, seguridad y sentido. Por el contrario, si falta esta expe­riencia positiva básica en el hogar será muy difícil luego desper­tarla en otros ámbitos como la parroquia o el colegio.

En primer lugar, es fundamental que los padres se quieran y que los hijos lo puedan percibir así. Ese amor entre los padres es la base para crear un clima de confianza y seguridad para la con­vivencia y también para el crecimiento de la fe.

Es esencial también el afecto hacia los hijos. La atención per­sonal a cada uno, el respeto y la cercanía, el cuidado solícito, el tiempo dedicado a escucharlos a solas. Los padres sólo pueden ser modelo de identificación para los hijos si éstos se sienten queridos.

Es importante el clima de comunicación. Éste sólo es posible cuando se evita lo que genera mutua desconfianza y distancia­miento. Se necesita, además, asegurar momentos de conviven­cia. Lo decisivo no es tener más tiempo para estar juntos, sino que cuando la familia se reúne todos se sientan a gusto y se pueda dar un intercambio confiado.

Hay que recordar también la coherencia entre lo que se pide a los hijos y el propio comportamiento. Los padres pueden tener errores y fallos, pero lo importante es que los hijos perciban un comportamiento de fondo, que trata de ser fiel a las propias con­vicciones religiosas.

La fe pide un clima, un comportamiento, unas actitudes. Para ello, los padres han de:

  • Confesar la propia fe manifestando lo que a uno le aporta. Narrar la propia experiencia de fe.
  • Orar juntos. La dificultad está en que los esposos están condicionados por la falta de costumbre y un cierto pudor inicial. Sin embargo, una oración sencilla hace bien a la pareja y es la base para suscitar la oración en el hogar.
  • Cuidar más el tono festivo del domingo y de las grandes fiestas cristianas.
  • Prestar atención a las necesidades de los más pobres, cultivar el sentido de la solidaridad, la justicia y el amor gratuito.
  • Educar en cómo ser ciudadanos creyentes.
  • Compartir la experiencia del perdón ofrecido y recibido sinceramente.
  • Introducir algún signo o imagen religiosa de buen gusto en la sala de estar o en los dormitorios.
  • Ambientar el hogar en tiempos especiales como la Navidad o la Pascua. Cuando una familia se siente creyente lo refleja en su entorno.
  • No olvidar que lo decisivo es siempre el amor y la perte­nencia a una misma familia en la que Dios quiere a todos, creyentes y no creyentes.

Hay que aprovechar la capacidad evangelizadora de las pocas familias cristianas que hay en nuestras parroquias66. Identificar­las, invitarlas, reunirlas, concienciarlas, apoyarlas. Construir con ellas una verdadera comunidad catecumenal y catequética. Hay que intentar que las parroquias sean verdaderas comunidades catecumenales con capacidad de engendrar cristianos nuevos. Por lo menos que el núcleo de la comunidad parroquial sea una pequeña comunidad de cristianos convertidos, orantes, convi­vientes y actuantes.

Los Movimientos tienen que sentirse llamados a colaborar en esta renovación espiritual, comunitaria y apostólica de las parro­quias y de la Iglesia local entera. Para ello tiene que darse una convergencia entre Movimientos y Parroquias que ahora no se da. Esta necesidad de acercamiento real entre parroquias y movi­mientos aparece claramente formulado en la Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa67. Los Movimientos tienen que ser de verdad parroquiales y diocesanos. Las comunidades parroquiales y diocesanas tienen que incorporarlos sin reticencias y asimilar ellas mismas las notas más genéricas y eclesiales de los Movi­mientos.

Si en la comunicación de la fe hemos de tener presente no sólo los elementos verbales, sino también los paraverbales y no verbales, se impone, como hemos querido poner de manifiesto, en este apartado sobre una comunidad renovada en su interior, lo que llamaríamos pastoral de la autenticidad. Antes que un con­junto de proyectos, acciones o campañas expresamente evange­lizadoras, el medio por excelencia de la transmisión de la fe es la misma vida de los creyentes y de la comunidad cristiana. La vida cristiana vivida debería presentar un determinado modelo de existencia que resultara atractivo por su calidad intrínseca

3.3. Una comunidad que propone la Fe

Anteriormente hemos hablado del emisor, ahora nos situamos en aquellos a los que va dirigido nuestro mensaje: los receptores. Independientemente de si son católicos o no, creyentes en algo o en nada, jóvenes o adultos… todos ellos comparten algo en común: las necesidades y los anhelos de los hombres y mujeres que habitan el contexto antes descrito. Ningún mensaje tiene sentido si no responde a las necesidades de aquellos a los que va dirigido.

Por aquí aparece una senda que nos puede ayudar en este recorrido: como nosotros somos también receptores, buceando en nuestras necesidades lograremos identificar las de aquellos que nos van a escuchar, y al poner nombre a cómo el mensaje que queremos transmitir llena y satisface esas necesidades pro­pias, estaremos ya articulando las palabras para formularlo.

Para estructurar todo esto, nos vamos a ayudar de la pirámi­de de necesidades que Maslow68 dibuja:

piramide_de_maslow

Esta teoría de Masolw, establece una jerarquía de cinco nece­sidades: Fisiológicas, de Seguridad, Sociales, de Estima y de Autorrealización, y, cuando se satisface una parte importante de cada una de estas necesidades domina la siguiente necesidad.

a) Necesidades fisiológicas.: Incluye hambre, sed, abrigo, sexo y otras necesidades corporales.

b) Necesidad de seguridad. Incluye la seguridad y protección contra daños materiales y emocionales.

c) Necesidades sociales. Incluyen el afecto, el sentimiento de pertenencia, de aceptación y de amistad.

d) Necesidad de autoestima. Incluye factores de estima internos como el respeto a sí mismo, la autonomía, etc., y factores de estima externos como la posición, el recono­cimiento, el sentirse apreciado y la atención.

e) Necesidad de autorrealización. El impulso por llegar a ser aquello para lo cual uno tiene capacidad. Incluye creci­miento, realización y aprovechamiento de todo el poten­cial propio.

¿Cuáles de estas necesidades tenemos todos en general, más insatisfechas en este momento histórico-social en el que vivimos?

Si empezamos desde abajo, la comida y la higiene mínima a unos nos sobra y a otros les falta. Pero no parece que la fe vaya a satisfacer mucho estas necesidades… Aunque es curioso ver cómo en el evangelio, Jesús da de comer, y sana… Y también es curioso ver cómo en las sociedades de la opulencia hay tantos trastornos de alimentación… ¿Qué otro hambre y qué otra sed se mueven por debajo?

Necesidad de seguridad. Nuestro mundo de hoy es de todo menos seguro. El ser humano actual tiene miedo, un miedo intenso en medio de tanto progreso. Nunca habían florecido tanto las empresas de seguros, los planes de jubilación, las medi­das de seguridad… En momentos de cambio todo se mueve. ¿Habrá algo inmutable? ¿Existirá algo sólido en lo que asentar­nos? Cuando nosotros sentimos este miedo, esta inseguridad ¿a qué recurrimos? ¿aquello en que creemos nos aporta seguridad, nos da paz y fuerza, mantiene nuestra esperanza? ¿genera cam­bios en nuestros estados de ánimo, o se queda sólo en nuestra cabeza, incidiendo en nuestras ideas, pero sólo en ellas, dividién­donos entre nuestra cabeza que sí cree y unas emociones y una sensibilidad que no se ven afectadas ni transformadas?

Necesidades sociales. ¿Quién no necesita en su vida del afec­to? El ser humano es un ser social, es decir, necesitado de los otros para vivir y evolucionar. Y esa necesidad se expresa en nuestro deseo de ser amados, de ser deseados: El mayor deseo del ser humano es ser deseado dice Xavier Quinzá69. Las películas, las canciones, el arte, nuestros planes y proyectos, nuestros sueños y anhelos… ¿no expresan continuamente esta necesidad honda de ser queridos, aceptados y valorados por los demás? ¿No sentimos nuestra vida con un vacío grande si nos faltan los amigos? ¿No buscamos todos grupos de referencia, comunida­des, espacios diversos a los que nos sintamos pertenecer? Y pre­cisamente hoy, en esta época, esta necesidad está viva y palpi­tante. ¡Cuánto pánico a la soledad! ¡Cuánto deseo de conectar con alguien! ¡Cuánta necesidad de contacto y de cercanía! Desde estas vivencias que todos experimentamos nos hacemos una pregunta: Aquello en lo que creemos ¿invade nuestros afectos? ¿dinamiza nuestro cariño? ¿nos implica en grupos? ¿nos hace más amigables? Santa Teresa decía a las hermanas de sus comu­nidades que «cuanto más santas más conversables».

Necesidad de estima. ¡Ser valorados, admirados, reconocidos…! La apariencia física, el resultar atractivos, tener un buen tipo, vestir bien, ser aplaudidos profesionalmente, tener éxito, que nos presten atención… ¿Quién no aspira hoy a ello? ¿Quién diría que no le afec­ta nada todo esto? Desde luego, si no afectase a muchos millones de personas, nuestra sociedad de consumo dejaría de existir. Y ¿cuán­do se ha hablado más de la necesidad de una buena autoestima, cuándo se ha peleado más por lograr la autonomía personal y cuán­do se ha gritado más nuestro derecho a que se respete nuestra dig­nidad? ¿Tiene algo que decir a estas necesidades nuestra fe?

Necesidad de autorrealización. Proliferan por doquier los cur­sos de conocimiento personal, los libros de autoconocimiento y autoayuda, se alzan como ídolos de masas los gurús de la auto­rrealización personal. El hombre de hoy está necesitado de sen­tido. Victor Frankl hablaba de lo que sería la gran neurosis del hombre de este siglo: la falta de sentido. Ansiedades y depresio­nes se colocan en los primeros lugares de los padecimientos psí­quicos de nuestro primer mundo. Rodeados de riquezas de todo tipo, no sabemos muy bien para qué vivimos. Cierto que no nos interesa planteárnoslo, que hechizados y ahogados por tanto estímulo exterior creemos que no pensando y no mirando dentro de nosotros seremos más felices ¡cómo los niños pequeños que creen que cuando se tapan los ojos los demás ya no les ven! Pero cuando nos cerca el sufrimiento, la enfermedad, el paro… cuando ya no nos sentimos útiles, o valiosos, o productivos, cuando nos quedamos solos… entonces nos rodea esa sensación que tan bien conocemos los hombres y mujeres de esta época: esa sensación hecha con la mezcla del vacío y de la angustia. Yen medio de tanta algarabía, de tanto ruido, de informaciones tan variadas, de estí­mulos llenos de colorido y música, de tanto «poderío», los seres humanos tenemos miedo: miedo a no llegar a esa plenitud que ansiamos, miedo a no poder ser nosotros mismos, miedo de que la vida vaya pasando sin que nos sintamos realizados y satisfechos.

Definíamos como una característica de la posmodernidad la vuelta a lo sagrado. Lógicamente, al estar tan satisfechos mate­rialmente necesitamos de lo espiritual para alcanzar el equilibrio, necesitamos algo que nos dé sentido. El hombre y la mujer de hoy, todos nosotros, tenemos ansia de encontrar algo auténtico más allá de lo exterior, tenemos sed de sentido y lo buscamos en nuestro retorno a los dioses.

¡Tenemos sed! ¿No vienen a nuestra imaginación ese pozo de Samaria, esa mujer con su cántaro y ese hombre que se atreve a ofrecer un agua que calmará para siempre toda nuestra sed?. ¿Qué sucede pues, para que nosotros, que se supone que conoce­mos a ese tal Jesús, que sabemos dónde vive y cuál es esa agua, no sólo no aliviemos la sed de los demás, sino que andemos tam­bién despistados sin saber cómo beber y saciarnos nosotros?

3.3.1. La presencia y la participación en la vida de la gente

Para detectar y tratar de responder a las necesidades concre­tas de las personas que nos rodean, hemos de hacernos presentes en sus vidas, participar en su mundo y caminar con ellos, como hizo Jesús con los discípulos de Emaús.

Creemos en una Palabra encarnada, lo cual quiere decir que habita en la carne de la humanidad. Se ha hecho carne y se ha hecho historia. Es una Palabra que asume, ratifica, confirma lo que hay de Dios en la humanidad, lo que hay de divino, y lo que hay de verdaderamente humano en la creación, en la sociedad, en la historia.

El Dios encarnado es un Dios humano, normal, sencillo. Está presente y se deja ver entre personas de poca importancia, en suce­sos insignificantes, en ambientes seculares. Es el Dios que respon­de, desde el contacto con las personas, a sus necesidades vitales.

La Iglesia también ha de ser una Iglesia encarnada en el mundo: «Es necesario que la Iglesia esté presente en estos grupos huma­nos por medio de sus hijos, que viven entre ellos o que a ellos son enviados. Porque todos los cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de la palabra el hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo, y la virtud del Espíritu Santo»70. Se trata de vivir la espiritualidad de Nazaret como bella y profundamente ha expuesto Emmanuel Asi, en su libro El rostro humano de Dios71.

La presencia constituye una especie de primer mandamiento de la acción misionera para testimoniar y anunciar el Evangelio con la vida y la palabra. Lo primero que es necesario hacer es «Ir». Jesús dice a los apóstoles: ¡Id! ¡Haced discípulos! (Mt. 28,19-20). El ir a los otros, a los no cristianos, la presencia en medio de ellos (a menudo como uno de ellos), parece ser un prin­cipio primario de todo anuncio del Evangelio. La presencia es la condición básica y, al mismo tiempo, el primer modo de anunciar el Evangelio72. Lo segundo, es «Venid y lo veréis» (Jn 1, 38-39). Hay que estar presentes en medio de los otros como portadores, representantes de otra realidad. Por eso, pueden invitar a los otros a «venir y ver» cómo esa realidad evangélica transforma al hombre en sentido positivo: conocer en directo la realidad del Evangelio que actúa en la vida de personas humanas, tener expe­riencia del cristianismo73.

Se trata de una presencia gratuita, compasiva y servicial. El evangelizador sólo podrá ser aceptado y acogido en la medida en que primero acepte positivamente a las personas y muchos aspectos de su vida, cultura y religión. Y esto requiere tiempo. La comprensión mutua y un cierto nivel de confianza recíproca no se consiguen de un día para otro. Hay que querer a la gente, y así se logra hacerse querer. Para ello es necesario estar presen­te en medio de ellos, participar en su vida y apreciar lo que a ellos les gusta.

Una verdadera presencia requiere la participación sincera en la cultura y en la vida de la gente, al menos del grupo local donde el evangelizador está presente. No se puede evangelizar desde lejos, sin implicarse con la gente, sin compartir sus preocupaciones y alegrías. Recordemos lo que anteriormente manifestábamos, y que Juan Pablo II nos lo recordaba en la Redemptoris missio: «El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros, cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías. El tes­timonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión»74.

El creyente actúa desde la experiencia que vive, y es esa experiencia la que le lleva a comprometerse con el hermano, a buscar cómo transformar la realidad en la que él se encuentra. Porque evangelizar es transformar la realidad hacia un mundo de fraternidad, dignidad y libertad que manifiesta nuestro ser de hermanos e hijos de un Dios Padre75.

Y esta presencia transformadora ha de estar siempre animada por la caridad con que nos amó Dios, que quiere que nos ame­mos con la misma caridad. En realidad, la caridad cristiana se extiende a todos sin distinción de raza, condición social o reli­gión; no espera lucro o agradecimiento alguno. Porque así como Dios nos amó con amor gratuito, así los fieles han de vivir preo­cupados por el hombre mismo, amándole con el mismo movi­miento con que Dios lo buscó»76. Sumergido en el amor en Dios y con Dios me dispongo a situarme ante el otro con una actitud de amor, acogida y misericordia: «Más allá de la apariencia externa del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las orga­nizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigen­cias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que necesita»77.

3.3.2. La acogida y la misericordia

Si en la comunicación los elementos verbales sólo poseen una incidencia máxima de un 20%, los elementos paraverbales un 40%, y los no verbales otro 40%, quiere decir que hemos de cuidar todos esos elementos, que en nuestro lenguaje pas­toral hemos denominado la pastoral de la acogida y la miseri­cordia.

La pastoral de la acogida y la misericordia78 cristiana habrá de estar siempre configurada por la «sym-pathia» de Jesús (Cfr. Heb 4,15); esa «sym-pathia» se verifica en la acogida y la mise­ricordia, que ha de perfilar el rostro de la Iglesia; por ello la acogida habrá de ser un valor transversal de todas sus acciones pastorales.

Esta pastoral, que hemos de ejercitarla en todos los ámbitos y campos de nuestra vida personal, profesional y comunitaria, deberemos efectuarla particularmente en aquellos encuentros o contactos con las personas alejadas de la fe, que vienen a nues­tra comunidad por algún motivo concreto (bodas, primeras comuniones, funerales, etc.). Para ellos, hemos de:

  • Actuar con empatía: tener ante el otro una actitud positi­va y con capacidad de escucha, dejándole ser él mismo, confiando en él. El amor estimula lo mejor que hay en el individuo.
  • Tener «respeto a la situación religiosa y espiritual de la per­sona que se evangeliza. Respeto a su conciencia y a sus convicciones, que no hay que atropellar»79.
  • Ser capaces de mirar la realidad con ojos caritativos, pacientes, misericordiosos, amigos y cordiales (cfr. 1 Tes. 5,14-15). Hay que tratar de comprender lo que dicen los «otros», los que viven alejados de la fe, por quienes Dios nos habla también.
  • Acoger con cariño, serenidad y buen humor, sabiendo dar explicaciones con respeto y calma, incluso cuando sea preciso rectificar informaciones equivocadas o responder ante actitudes poco dialogantes.
  • Afrontar con lucidez los conflictos pastorales que se pue­dan generar y procurar resolverlos con afecto fraterno, serenidad y calma, nunca con nerviosismo o impaciencia.
  • Fomentar espacios de acogida, acercamiento y de fraterni­dad. La acogida no debe realizarse sólo en circunstancias dolorosas o límites, sino también en las alegres y festivas.

La pastoral de la acogida y la misericordia es expresión de la ternura, acogida, fidelidad y misericordia de Dios; expresión de una Iglesia maternal y evangelizadora, que quiere ser hogar entrañable donde se vive y se anuncia la Buena Nueva de Jesús80.

3.3.3. El lenguaje de los signos mesiánicos

El Dios cristiano es, ante todo, el Dios de Jesús. Cuando un cristiano habla de Dios se refiere al revelado en Jesús de Naza­ret: el Dios Padre de amor81, el Dios del perdón y la misericor­dia, que nos pide que tengamos su mismo corazón: «Sed compa­sivos como el Padre es compasivo» (Lc 6,36). Por eso, quien quiera hablar de Dios cristianamente habrá primero de practicar­lo con vigor y con fidelidad, como lo hizo Jesús: «Id a contar a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resu­citan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva; y dichoso aquel que no se escandalice de mí» (Lc 7,22-23).

Quien vaya a hablar de Dios en esta sociedad desigual, socie­dad de consumo y exclusión, deberá utilizar el lenguaje de los signos mesiánicos: lenguaje del amor afectivo y efectivo, len­guaje de la solidaridad, el amor a los pobres, el compromiso con los excluidos, la lucha por la justicia y por la paz, la búsqueda de inserción de los marginados, la lectura y reflexión de cuanto sucede en el mundo desde el reverso de la historia, el compartir generoso, el acompañamiento de los enfermos, la militancia política, etc., sólo así no se llegará a usar el nombre de Dios en vano, y estaremos llevando a cabo la misión que Dios nos enco­mendó de cuidar la creación, de humanizarla y hacer de ella un digno hogar para todos los seres humanos.

El lenguaje testimonial hace que surjan preguntas, que orien­tan a Dios y al evangelio: «El testimonio evangélico al que el mundo es más sensible es el de la atención a las personas y el de la caridad para con los pobres y los pequeños, con los que sufren. La gratuidad de esta actitud y de estas acciones, que contrastan profundamente con el egoísmo presente en el hombre, hace sur­gir unas preguntas precisas que orientan hacia Dios y el evange­lio. Incluso el trabajar por la paz, la justicia, los derechos del hombre, la promoción humana, es un testimonio evangélico si es un signo de atención a las personas y está ordenado al desarrollo integral del hombre»82.

Pero este lenguaje testimonial no posee un fin proselitista: «La caridad no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para conseguir otros objetivos… Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Igle­sia»83. Se tratará de saber cuándo es oportuno hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable solo el amor, pues la mejor defensa de Dios y del hombre consiste pre­cisamente en el amor84.

El cristiano que se asome hoy al panorama de la pobreza en el mundo, se sentirá llamado a promover no tanto y no sólo la efica­cia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercano y solidario con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno85.

La fe cristiana no se agota en la confesión o profesión pública; implica también unas prácticas históricas, un hacer acorde con los valores y exigencias de la misma fe. El ver­dadero cristiano no sólo reconoce y confiesa públicamente su condición de creyente; va más allá e intenta poner en práctica su fe, traducirla en prácticas y compromisos conso­nantes con los valores que profesa. No se contenta con decir «Señor, Señor». También procura hacer la voluntad de Dios, porque la fe sin obras es una fe muerta, como dice la carta de Santiago.

La fe en el Dios revelado en Jesús es la que nos lleva a avi­var en nosotros el amor misericordioso hacia los pobres, escu­chando su llamada y prestando su voz a los que no tienen voz, porque lo pobres son sacramento de Cristo: «Solo una Iglesia que se acerca a los pobres y a los oprimidos, se pone a su lado y de su lado, lucha y trabaja por su liberación, por su dignidad y por su bienestar, puede dar un testimonio coherente y convincente del mensaje evangélico. Bien puede afirmarse que el ser y el actuar de la Iglesia se juegan en el mundo de la pobreza y del dolor, de la marginación y de la opresión, de la debilidad y del sufrimiento»86.

La fe en el Dios de los pobres y pequeños debe motivar a nuestras comunidades diocesanas y parroquiales a realizar accio­nes concretas dentro de un proyecto global de transformación de la sociedad, que hemos de tener y asumir a la luz de Evangelio y de la dimensión social de la fe. Estas acciones han de tener una gran carga de calidad. Por muy sencillas y cotidianas que sean, tienen que surgir de motivaciones claras y estar impregnadas de valores alternativos que permitan traslucir su significado, que no es otra cosa que la construcción de una sociedad inspirada en los valores evangélicos. En una acción significativa los destinatarios son agentes y no objetos.

3.3.4. El anuncio explícito de Jesucristo

Pero la presencia, la participación en la vida de la gente y la acogida, necesita del anuncio explícito. «Sin anuncio explícito el significado de la vida y acción de los cristianos queda oscure­cido, ambiguo, achicado. Las prácticas no llevan ni remiten a Cristo ni a la Iglesia. Remiten a nosotros personalmente y punto. La activación del anuncio explícito en el proceso evangelizador hace posible que el conjunto de la acción evangelizadora sea más misionera y más cristofinalista»87.

El testimonio es el comienzo del anuncio. Es un anuncio no verbalizado, no explicitado. Es palabra de vida. El testimonio aporta al anuncio credibilidad. La palabra no creíble es una palabra estéril. La palabra no creíble es una palabra vacía. La palabra no creíble llega incluso a descalificar a aquello de lo que habla.

Pero, «la Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser, pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios»88. El anuncio explícito es:

  • la antesala, la condición de posibilidad de la adhesión per­sonal a Cristo y la inserción a la comunidad. Sin anuncio explícito es prácticamente imposible la evangelización de los no cristianos.
  • El esclarecimiento, la justificación y la explicitación del testimonio y el compromiso transformador.

Por consiguiente, no se debe separar nunca la palabra de la acción, del ejemplo, de la presencia cristiana, del testimonio de la vida. La acción sin palabra es muda; la palabra sin la acción está vacía. La palabra interpreta las acciones y las acciones hacen válida la palabra, lo cual no quiere decir que cada acción haya de tener una palabra que esté ligada a ella, ni cada palabra una acción.

Se necesita el testimonio oral explícito sobre el Evangelio de Dios. Habrá que poner de manifiesto quién es Dios para los cris­tianos, qué significa la fe el único Dios verdadero; quién es Jesu­cristo; cuál es el contenido central del Evangelio, y el camino de Cristo para alcanzar la Vida eterna89. En el Nuevo Testamento hay textos que nos hablan con claridad sobre cual es la finalidad del primer anuncio del Evangelio:

  • En primer lugar, está la conocida frase de Jesús: «El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc. 1,15).
  • En los Hechos de los Apóstoles, san Pablo resume su pro­pia misión del siguiente modo: «…dando testimonio tanto a judíos como a griegos para que se convirtieran a Dios y creyeran en nuestro Señor Jesucristo» (Hch 20,21).
  • El evangelio de Juan termina con la conocida afirmación: «Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro. Éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn 20,30-31).

A la luz de esto texto vemos que el primer anuncio tiene como objetivos: «primero, crear posibilidades reales para encon­trarse con Jesucristo y su Evangelio, así como lugares en los que sea posible tener la experiencia del cristianismo; segundo, dar a conocer las propuestas y exigencias fundamentales del Evangelio de Jesucristo; tercero, invitar a realizar seriamente la conversión a Dios y la adhesión a Jesucristo y su Evangelio; cuarto, acompañar, si es posible, a las personas interesadas a lo largo de este proceso que debería cambiar profundamente su vida»90.

A la persona que de algún modo está abierta y disponible, se le propone el Evangelio de tal modo que pueda hacerse una idea suficientemente correcta de esta propuesta, sienta el deseo de adherirse a la persona de Jesucristo y tome una opción inicial de plantear su vida de acuerdo con el camino de Jesucristo.

El anuncio ha de proporcionar sentido al hombre y al mundo de hoy. Pero hoy está desapareciendo la pregunta por el sentido. «El oscurecimiento de esta pregunta por el sentido último de la vida es un asunto preocupante para la evangelización. Hoy la tarea de ésta no es ya simplemente dar respuestas a las grandes preguntas existentes, sino suscitar esas mismas preguntas o inducirlas en el corazón de una cultura secular. La nueva evan­gelización ya no debe conformarse con anunciar explícitamen­te el Evangelio para contestar a las preguntas existentes. Tiene que comenzar suscitando las grandes preguntas, o debe anun­ciar y actualizar el Evangelio, de tal forma que pueda suscitar esas preguntas sobre el sentido último, preguntas que han sido anuladas y oscurecidas en esta cultura de la increencia y de la indiferencia»91.

Ciertamente sólo tiene sentido la respuesta de la fe para quien busca con sus preguntas, aunque no acierte a formularlas adecua­damente. De ahí que tengamos que suscitar preguntas e interpe­lar respetuosamente a otros sobre sus motivos, actitudes y com­promisos en la vida. Compartir con los demás las preguntas que nosotros mismos nos hacemos en la búsqueda de la fe puede motivar en ellos el interés por las mismas cuestiones.

No se trata de hacer anuncio explícito por decreto, se trata de provocar en la persona la cuestión del sentido, de lo que espera, de lo que le angustia, de lo que verdaderamente le mueve por dentro. Si no emerge la necesidad de Sentido, de Salvación, de Liberación, si no hay sed, ¿para qué ofrecer agua?, ¿para qué invitar a beber juntos el pozo de la vida eterna? No ha lugar al anuncio explícito si no hay una actitud activa de búsqueda, de expectación. O quizá mejor, el anuncio muchas veces habrá de ser no más que pregunta, que interrogación… o incluso silencio.

El itinerario del primer anuncio de Jesucristo puede durar un tiempo muy variable, más o menos largo, que a veces, puede prolongarse incluso por varios años. De por sí, no se requiere tanto tiempo para hacer el primer anuncio, para presentar la Buena Noticia de Dios y de su proyecto sobre el hombre; pero la persona a la que se le hace el primer anuncio del Evangelio suele necesitar mucho tiempo antes de asumir estas actitudes iniciales de fe en Dios y en Jesucristo que son necesarias para el catecumenado.

3.3.5. Los procesos de iniciación o reiniciación cristiana

El proceso de iniciación de la fe, a través de un catecume­nado, lo inicia aquella persona que ya ha recibido el primer anuncio, y expresa su deseo de adherirse a Jesucristo, pidien­do que se le admita al catecumenado allí donde se aprende de un modo más específico a ser cristiano y a vivir como discípulo de Jesucristo.

La finalidad del catecumenado es ayudar a quien empieza a creer a consolidar la fe y la conversión, y ofrecer al catecúmeno el indispensable aprendizaje para ser seguidor de Jesús en la comunidad de los creyentes y en la realidad del mundo. En él se quiere provocar tanto una adhesión firme de la fe como la pro­fundización en la experiencia de esa adhesión: «Transmitir la fe es, fundamentalmente, educar a las personas a la experiencia de Dios presente en su interior, provocando en ella la adhesión de la fe y la experiencia de esa adhesión»92.

Para favorecer la experiencia de Dios se requiere revisar los procesos, que estamos llevando en nuestras comunidades a la hora de transmitir la fe. Los itinerarios que tenemos planificados, quizás no están siendo los más idóneos para personas que vienen de la indiferencia y la ignorancia religiosa. Estos procesos deberán partir de la experiencia de vida de cada persona: «La experiencia religiosa se da en la experiencia global del ser humano. Cabe dis­tinguirlas, pero no separarlas» (P. Tillich). El cristianismo es una interpretación creyente de la realidad y de la historia93.

Hay que idear procesos, que guíen a las personas por esos caminos personales que les conduzcan a exclamar: «Dios está aquí y yo no lo sabía». Para ello, es necesario preguntarse cuáles son las experiencias fundamentales que les permitan ahondar en ese contexto personal íntimo, que les permita abrirse al Misterio de Dios. J. Martín Velasco habla de las experiencias que «se sitúan en el orden del conocimiento, del deseo, la admiración ante la belleza, el consentimiento a los valores, la lucha por la justicia, la relación interpersonal, aunque en realidad abarcan la totalidad del ejercicio de la existencia»94.

Y en estos procesos debemos ayudar a las personas a que sepan nombrar, identificar, desplegar procesos, desbloquear situaciones, detectar tentaciones… Vivimos muchas cosas que, por no saber identificarlas, no acaban nunca de emerger. Ya lo expresó san Juan de la Cruz en el prólogo a la Subida del Monte Carmelo: «Es lástima ver muchas almas a quien Dios da talento y favor para pasar adelante, que, si ellas quisiesen animarse, lle­garían a este alto estado, y quédense en un bajo modo de trato con Dios, por no querer, o no saber, o no las encaminar y ense­ñar a desasirse de aquellos principios»95.

La experiencia religiosa no se aprende como llegamos a aprender un deporte cualquiera. Necesitamos tener planificado en nuestras comunidades un buen proceso de iniciación, como ya indicábamos en el apartado 3.2.1.96. Es necesario revisar y reno­var planteamientos e itinerarios en una nueva perspectiva pasto­ral y buscar caminos nuevos que hagan posible una verdadera y auténtica iniciación. Esta iniciación no solo la necesitan los ale­jados que buscan o los practicantes ocasionales. También muchos practicantes habituales necesitan una reiniciación a la fe y a la vida cristiana.

Para poner en marcha estos procesos de iniciación se ha de tener presente el catecumenado bautismal como modelo inspira­dor de toda acción catequizadora de la Iglesia: «La catequesis postbautismal, sin tener que reproducir miméticamente la confi­guración del catecumenado bautismal, y reconociendo el carác­ter de bautizados, que tienen los catequizandos, hará bien en ins­pirarse en esta ‘escuela de la vida cristiana’, dejándose fecundar por sus principales elementos configuradores»97. La iniciación cristina ha de quedar organizada en un itinerario catequético y sacramental, y su meta es siempre la confesión de fe plena y consciente integración del bautizado en la comunión y en la misión de la Iglesia98.

Los obispos españoles presentan como lugares eclesiales de la iniciación cristiana: la parroquia, la familia, la Acción Católi­ca y las asociaciones y movimientos laicales, la escuela católica y la enseñanza religiosa escolar, aunque esta última no es propia­mente un ámbito de iniciación cristiana como los anteriores, pero puede contribuir a los objetivos de ésta.

Urge revisar los procesos de educación en la fe para acentuar esta experiencia cristiana personalizada. Para ello debemos:

  • Replantear los procesos previos a la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confir­mación y Eucaristía.
  • Revisar los procesos de iniciación cristiana de preadoles­centes, adolescentes, y jóvenes, potenciando la atención personal y el crecimiento espiritual. No se puede iniciar en masa. Este delicado proceso está reclamando una atención individual y personalizada.
  • Disponer de un Plan de iniciación Cristiana de Adultos. Tal vez ha llegado el momento de experimentar en algunos puntos de nuestras diócesis un verdadero catecumenado o, al menos, encuentros con personas que inician su búsqueda de Dios «desde fuera de la Iglesia». Pensamos en procesos donde sea importante: abordar los grandes interrogantes del ser humano; presentar lo esencial de la fe cristiana; purificar la idea de Dios; mostrar las afinidades entre el Evangelio y el corazón humano; concretar las principales aportaciones de la fe al crecimiento humano; iniciarse en la oración a Dios.
  • Garantizar que los diversos procesos de iniciación a la fe estén convenientemente engarzados.
  • Ofertar narraciones y testimonios personales de experien­cias de fe significativa.

3.3.6. El acompañamiento personal y comunitario

Tanto los creyentes que inician sus procesos de crecimiento en la fe, como aquellas personas que buscan a Dios y quieren creer en él, necesitan acogida y acompañamiento personal o en grupo. Su fe no podrá crecer si no es acompañada, confirmada y fortalecida por otros creyentes. Por ello hemos de atender a quie­nes vienen a los procesos de iniciación, pero también hemos de aprender a acompañar a quienes, por diversos caminos, buscan hoy a Dios.

Quizá el problema está en ponerse de acuerdo en lo que sig­nifica eso de «acom-pañamiento». Es claro, que no significa:

a) «Dirigir», «someter» a alguien.

b) No es, pues, una «comedura de coco» que una persona muy espabilada lleva a cabo en un pobre inmaduro.

c) Ni tratar de solucionar la vida de otro desde fuera.

«Acom-pañ-amiento», etimológicamente, se refiere a alguien que comparte su pan con otros mientras hacen el camino; así pues, un «acompañante» es, de algún modo, un «compañero».

El acompañante es el buen «com-pañ-ero», como lo fue Jesús99, a quien «se le conmueven las entrañas», como tantas veces se nos dice de él en el NT (cfr. sólo en Mc.: 1, 41; 6, 34; 8, 8, 2; 9, 22) ante el sufrimiento de todo aquel que lo está pasando mal.

El acompañante deberá:

  • Intentar que el acompañado no sea como él, sino que se pone a su servicio para que éste un día pueda caminar solo hacia donde crea mejor.
  • Mirar «com-pasivamente», «sym-páthi-kamente» la vida, sabiendo que sólo así podrá ayudar a poner nombre y a ilu­minar todas esas zonas oscuras que existen en la vida de cada uno de nosotros y que preferiríamos dejar tapadas, porque tocan puntos muy sensibles nuestros que nos pro­ducen dolor.
  • Pasar por la autocrítica, por no condenar100, por invitar al cambio; por «con-sentir» con el acompañado: no es un tra­bajo más al que podemos acercarnos de un modo totalmen­te aséptico, sin sentirnos conmovidos, en ocasiones por el dolor y siempre por el respeto profundo ante una persona. Actuar en favor de otro, con paciencia histórica (cfr. la parábola del trigo y la cizaña: Mt 13, 24-30), respetando sus ritmos, aunque no sean como los nuestros ni como los que a nosotros nos gustan.
  • Detectar rastros de vida y esperanza, donde los demás sólo descubren cañas ya del todo rotas y pábilos por completo apagados; ha de ser siempre capaz de decir, convencido, que la caña aún no está del todo rota y puede ser recom­puesta y que el pábilo recortándolo, arreglándolo, puede volver a iluminar (cfr. Mt 12,15-21. Is. 43, 16-21). Aunque los demás no lo noten, el acompañante siempre estará como un atalaya atento a la más pequeña brizna de hierba que pueda estar comenzando a nacer.
  • Intercambiar experiencias: todos estamos en camino hacia Dios; todos podemos «aprender» los unos de los otros; el aprendizaje es mutuo y la conversión se da por ambos lados. Así se hace patente que la fe no es resultado de la iniciativa tomada por un individuo aislado, sino acción de Dios en nosotros, que tiene su lugar más natural en una Iglesia que peregrina hacia él.
  • Ser buena Noticia para aquél a quien acompaña: anuncia la Buena Noticia, y él es Buena Noticia.

Y un buen acompañado es aquel que, al igual que Samuel, sabe que no entiende los signos de la llamada de Dios y consi­guientemente está convencido de que necesita recurrir a un Elí (cfr. I Sam. 3, 8-9), que lo ayude a formular lo que le pasa y lo ponga tras la pista de Dios.

El acompañamiento es uno de los retos de nuestras Iglesias: ¿Dónde encontrar creyentes capaces de acompañar en el camino hacia la fe?, ¿dónde hay grupos que puedan ofrecer un espacio de diálogo y de intercambio a quienes buscan a Dios?, ¿no hay entre nosotros catequistas y agentes de pastoral llamados a pre­pararse para este servicio? Habrá que diseñar un plan de forma­ción para el acompañamiento en la fe de personas y grupos, y ofertar el acompañamiento personalizado en la fe del laicado adulto de las parroquias.

Conclusiones

Tras lo expuesto, llega el momento de presentar algunas con­clusiones referentes al tipo de pastoral, que hoy nuestras comuni­dades han de fomentar, para llevar a cabo la transmisión de la fe:

  1. Pastoral de la inculturación101: Pastoral que accede a la historia como «lugar teológico». La acción salvadora acaece en la historia concreta. Hoy es tiempo de salvación. Nos corresponde discernir cuáles están siendo hoy los signos de los tiempos, desde los cuales Dios sigue revelándose, dán­dose a conocer, e interpelándonos para que respondamos a las llamadas que Él hace a nuestras Iglesias102. Se discierne para actuar; y esta actuación implica acciones pastorales.
  2. Pastoral del diálogo: La pastoral necesita crear las condi­ciones para que la oferta-propuesta de un Dios que salva pueda ser entendida como algo creíble y atrayente. Desde la cercanía y el diálogo ofrecemos a otros nuestra ayuda, nuestra experiencia como creyentes y como miembros de la Iglesia, para que ellos por sí mismos y desde su propia libertad, accedan a la fe movidos por la gracia de Dios. «El diálogo no nace de una táctica o de un interés, sino que es una actividad con motivaciones, exigencias y dignidad propias: es exigido por el profundo respeto hacia todo lo que en el hombre ha obrado el Espíritu»103.
  3. Pastoral de la propuesta: Proponer no es imponer ni presionar. Es una invitación. Es proponer nuestra fe some­tiéndola a la posible adhesión o rechazo. Ahora bien, nos­otros deseamos que este anuncio llegue y sea acogido por el receptor. Y una comunicación produce efectos de escucha e interiorización cuando es creíble, atractiva y realizada con autoridad104. Para ello, se requiere una:
    1. Pastoral de la autenticidad y credibilidad: Ser testigos con experiencia de Dios, que comunican lo que viven. Ser comunidades renovadas, espirituales, vigorosas, unidas y conscientes del tesoro que poseen y de la misión que les incumbe. Las comunidades han de pro­poner hoy lo nuclear del mensaje cristiano, el credo de la Iglesia, no como una fórmula, sino como un men­saje cargado de referencia y motivos para vivir de otra manera, desde una perspectiva: la del mismo Dios.
    2. Pastoral de la presencia significativa: Presencia gra­tuita, compasiva, participativa y servicial. «Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, trans­formar desde dentro, renovar a la misma humanidad»105.
    3. Pastoral de la acogida y la misericordia: Expresión de la ternura, acogida, fidelidad y misericordia de Dios; expresión de una Iglesia maternal y evangelizadora que quiere ser hogar entrañable donde se vive y se anuncia la Buena Noticia de Jesús.
    4. Pastoral de los signos mesiánicos: «Solo una Iglesia que se acerca a los pobres y a los oprimidos, se pone a su lado y de su lado, lucha y trabaja por su liberación, por su dig­nidad y por su bienestar, puede dar un testimonio cohe­rente y convincente del mensaje evangélico. Bien puede afirmarse que el ser y el actuar de la Iglesia se juegan en el mundo de la pobreza y del dolor, de la marginación y de la opresión, de la debilidad y del sufrimiento»106.
    5. Pastoral del anuncio explícito del Dios cristiano: «La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser, pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios»107.
    6. Pastoral de la iniciación o reiniciación cristiana: Hay que idear procesos que guíen a las personas por esos caminos personales que les conduzcan a exclamar: «Dios está aquí y yo no lo sabía». Estos procesos han de tener presente el catecumenado como modelo inspi­rador de toda acción catequizadora de la Iglesia.
    7. Pastoral del acompañamiento personal y comuni­tario: La fe no podrá crecer si no es acompañada, con­firmada y fortalecida por otros creyentes.

El Espíritu empuja hoy a la Iglesia a ir al corazón del mundo, porque solo desde él se pueden percibir sus latidos e inquietudes. Por ello, la espiritualidad eclesial necesita cruzar las orillas y saltar las fronteras para poder anunciar con apasionamiento la Buena Nueva del Evangelio. Ello requiere coraje y valentía para integrar los signos de los tiempos desde una dimensión de Kairós que discierne las llamadas que Dios sigue dirigiendo a su pueblo. Por ello, nos espera una apasionante tarea de rena­cimiento pastoral. Una obra que implica a todos, y que ha de reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés108.

  1. Van-der HOFSTADT ROMÁN, El libro de las habilidades de la comunica­ción. Ed. Diaz de los Santos. España, 2003, p. 9.
  2. NMI, 40.
  3. Los obispos de Francia, Proponer la fe en la sociedad actual, núms. 1­5, en «Ecclesia» 2835-36 (5 y 12 de Abril 1997), 26-27.
  4. Juan Antonio ESTRADA, Cambios en la religión y en la concepción de Dios, en AAVV, ¿Hay lugar para Dios? PPC, Madrid, 2005, 112.
  5. Juan Martín Velasco, La Transmisión de la fe en la sociedad contempo­ránea. Sal Terrae, Santander, 2002, 40.
  6. José María MARDONES, En el umbral del mañana. PPC, Madrid, 2000, 48.
  7. Carta Pastoral de los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebas­tián y Victoria, Evangelizar en tiempos de increencia, Idatz, Donostia, 1994, n. 7.
  8. Carta Pastoral de los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebas­tián y Victoria, Renovar nuestras comunidades cristianas, Idatz, Donostia, 2005, n. 15.
  9. Cf. Luís GONZÁLEZ-CARVAJAL, Evangelizar en un mundo postcristiano. Sal Terrae, Santander, 1993.
  10. Cfr. Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 7-8.
  11. Cfr. José IV? MARDONES, Nuevo contexto de Evangelización, en AAVV., Evangelizan esa es la cuestión, PPC, Madrid, 2006, 31-58.
  12. Cfr. Juan Pablo II, Ibídem, capítulo 3.
  13. Cfr. José María MARRONES, La indiferencia religiosa en España. HOAC, Madrid, 2003.
  14. R. DÍAZ-SALAZAR GINER, Religión y sociedad en España, CIS, Madrid
  15. Cfr. Juan Pablo II, Ibíd., 11-23.
  16. Cfr. Carta Pastoral de los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Victoria, Renovar nuestras comunidades cristianas, Idatz, Donos­tia, 2005, n. 11-14.
  17. CONCILIO VATICANO II, Dei verbum, n. 21.
  18. Juan MARTÍN VELASCO, La transmisión de la fe en la sociedad contem­poránea. Sal Terrae, Santander, Madrid, 2002, 66.
  19. Cfr. Ch. DUQUOC, Cristianismo: memoria para el futuro. Sal terrae, San­tander, 2003, 11.
  20. Henri DERROITTE, Por una nueva catequesis. Jalones para un nuevo pro­yecto catequético. Sal Terrae, Santander, 2004, 22.
  21. Cfr. Cartas Pastorales de los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Victoria, Creer en tiempos de increencia, 1988; Al servicio de una fe más viva, 1997; Transmitir hoy la fe, 2001; Vivir la experiencia de la fe, 2003. Idat, Donostia.
  22. Cfr. Concilio Vaticano I, Dei Filius, cap. 3, abril de 1870, y Pastor Aeter­nus, 18 de Julio de 1870.
  23. Dei Verbum n. 2: Quiso Dios, en su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo… En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos; trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su com­pañía… La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que trans­mite dicha revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación.
  24. Cfr. Directorio General para la catequesis, 36.
  25. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 153.
  26. Directorio General para la Catequesis, 55.
  27. Carta Pastoral de los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebas­tián y Victoria, Al servicio de una fe más viva, n. 37.
  28. Cfr. Francois COUDREAU, ¿Es posible enseñar la fe? Marova, Madrid, 1976. 113-155. Catecismo de la Iglesia Católica, 156-160.
  29. «La fe cristiana, por la que una persona da el ‘sí’ a Jesucristo, puede ser considerada en un doble aspecto:
    – Como adhesión a Dios que se revela, hecha bajo el influjo de la gracia. En este caso la fe consiste en entregarse a la Palabra de Dios y confiarse a ella (fides qua).
    – Como contenido de la Revelación y del mensaje evangélico. La fe, en este sentido, significa el empeño por conocer cada vez mejor el sentido pro­fundo de esa Palabra (fides quae).
    Estos dos aspectos, por su propia naturaleza, no pueden separarse» (Direc­torio General para la Catequesis, 92).
  30. Donaciano MARTÍNEZ, Pelayo GONZÁLEZ, José Luis SABORIDO, Proponer la fe hoy. Sal Terrae, Santander, 2005. 136-137.
  31. DCC, 55.
  32. Cfr. Juan MARTÍN VELASCO, La Transmisión de la fe en la sociedad con­temporánea. Sal Terrae, Santander, 2002. 28-34.
  33. «La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela» (Catecismo de la Iglesia Católica, 166).
  34. Carta Pastoral de los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebas­tián y Victoria, Transmitir hoy la fe, n. 17.
  35. Juan MARTÍN VELASCO, ibídem, 28.
  36. Catecismo de la Iglesia Católica, 166.
  37. Los obispos de Francia, Proponer la fe en la sociedad actual, núm. 2, en «Ecclesia» 2835-36 (5 y 12 de Abril 1997), 31.
  38. Cfr. Van-der HOFSTADT ROMÁN, El libro de las habilidades de la comu­nicación. Ed. Diaz de los Santos. España, 2003, p. 28-35.
  39. Cfr. Guiz, X, Ni me explico ni me entiendes. Los laberintos de la comu­nicación. Granica, 2004, p. 50-51.
  40. Ibídem, Gurz, X, Cita los experimentos de Mehrabian Albert, del año 1981 publicados en silent messages: implicit comunications of emotions actitudes, Belmont, CA, Wadsworth, 1981.
  41. Cfr. José Antonio GARCÍA MONGE, Unificación personal y experiencia cristiana. Sal Terrae, Santander, 2001, 146-148.
  42. Cfr. José Ma MARDONES, Nuevo contexto de Evangelización, o.c. p. 50.
  43. Cfr. Mon. Joan CARRERA, Retos actuales en torno a la transmisión de la fe. Actualidad Catequética (199 de Julio-Septiembre, 2003). 65-66.
  44. J. M. MARDONES, En el umbral del mañana. El cristianismo del futuro. PPC, Madrid, 2000, 107-108.
  45. J. M. MARDONES, Ibídem, 185.
  46. Cfr. Juan MARTÍN VELASCO, La experiencia cristiana de Dios, Ed. Trotta, Madrid, 1996, 29-35.
  47. Carta Pastoral de los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebas­tián y Victoria, Renovar nuestras comunidades cristianas, n. 53. Idatz, San Sebastián, 2005.
  48. Novo millennio ineunte, n 23.
  49. Ecclesia in Europa, n. 49.
  50. Cfr. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 59-61.
  51. «‘Creer’ es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, con­duce y alimenta nuestra fe» (Catecismo de la Iglesia Católica, 181).
  52. Cfr. Ibídem, Transmitir hoy la fe, n. 39.
  53. Ibídem, Renovar nuestras comunidades cristianas, n. 58.
  54. Es elocuente el relieve con el que el Concilio Vaticano II considera el testimonio cristiano como el primer instrumento evangelizador. Cfr. Ad Gentes Cap. II, art. 1°, n. 11.
  55. J. M. MARDONES, En el umbral del mañana. El cristianismo del futuro. PPC, Madrid, 2000, 147.
  56. Francisco ÁLVAREZ, El evangelio de la salud, San Pablo, Madrid, 1999, 54-55.
  57. Hay un dato que no hemos de menospreciar: muchas personas alejadas asisten varias veces a lo largo de año a celebraciones cristianas por razones de vínculos familiares o sociales. Algunas se sienten incómodas y extrañas, otras indiferentes, la mayoría en actitud de respeto. Una celebración vivida de mane­ra auténtica, con una participación sentida por parte de los creyentes, puede tener un impacto evangelizador más fuerte que muchas palabras.
  58. Cfr. Arzobispado de Mérida-Badajoz, La Pastoral de la acogida y la misericordia. Separata del Boletín oficial del Arzobispado, cap. IV-V, (n. 3 Noviembre-Diciembre, 1999).
  59. Cfr. Pablo VI, Eclesiam suam, 49.
  60. Novo Millenio Ineunte, 40.
  61. NMI, 43.
  62. CEE., Los Cristianos laicos, Iglesia en el mundo, 77.
  63. Carta Pastoral de los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebas­tián y Victoria, Transmitir hoy la fe, n. 39.
  64. «Todos los miembros de la comunidad cristiana son responsables de la comunión y de la misión; sin contraposición. Todos y cada uno de los miem­bros de nuestras comunidades han de tomar conciencia de la urgente necesi­dad, más aún, de la misión y correspondiente responsabilidad de participar activamente en la única y común misión de la Iglesia. Todos, sin exclusión…» (C.E.E. Los Cristianos Laicos, Iglesia en el mundo, 32).
  65. «… En un mundo secular los laicos —hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos—, son los nuevos samaritanos, protagonistas de la nueva evangeli­zación, con el Espíritu Santo que se les ha dado. El Espíritu Santo impulsa a los evangelizadores y hace que se conviertan, comprendan y acepten el evan­gelio que se les propone. La nueva evangelización se hará, sobre todo, por los laicos, o no se hará» (C.E.E. Los Cristianos laicos, Iglesia en el mundo, 148).
  66. Cfr. Novo Millenio Ineunte, 47.
  67. Ecclesia in Europa, n. 15.
  68. Maslow, A., El hombre autorrealizado. Kairós, Barcelona. 1982.
  69. Cfr. Xavier QUINZÁ, Desde la zarza. Para una mitología del deseo. Ed. DDB, Bilbao, 2003.
  70. Ad Gentes, 11.
  71. C. Emmanuel Así, El rostro humano de Dios. La espiritualidad de Naza­ret. Narcea, Madrid, 2004.
  72. «El primer anuncio, que todo cristiano está llamado a realizar, participa del «id», que Jesús propuso a sus discípulos: implica, por tanto, salir, adentrarse, proponer» (Directorio General para la catequesis, 61).
  73. Cfr. Joseph GEVAERT, El primer anuncio. Proponer el Evangelio a quien no conoce a Cristo. Sal Terrae, Santander, 2001, 44-69.
  74. Redemptoris missio, 42. Cfr. Evangelii Nuntiandi, 21.
  75. «Supone alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pen­samiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación» (EN, 19).
  76. Ad Gentes, 12.
  77. Benedicto XI, Dios es amor, 18.
  78. El Consejo Diocesano de Pastoral del Arzobispado de Mérida-Badajoz, elaboró una documento, titulado, La Pastoral de la acogida y la misericordia, que, redactado con gran sencillez, expone los criterios y las acciones de esta pastoral. Boletín Oficial del Arzobispado, n. 3 (Noviembre-Diciembre, 1999).
  79. Evangelii Nuntiandi, 79.
  80. Cfr. Chritifideles laici, 34.
  81. Cfr. Benedicto XVI, Deus caritas est.
  82. Redemtoris Missio, 42.
  83. Deus caritas est, 31c.
  84. Cf. Deus caritas est, 31c.
  85. Cfr. Novo Millenio Ineunte, 50.
  86. Comisión Episcopal de Pastoral Social, La Iglesia y los pobres, 10.
  87. Carlos GARCÍA DE ANDOIN, El anuncio explícito de Jesucristo, Ed. HOAC, Madrid, 1997, 50.
  88. Evangelii Nuntiandi, 22.
  89. El decreto Ad Gentes, 13, afirma solemnemente: «Dondequiera que Dios abre la puerta de la palabra para anunciar el misterio de Cristo (cfr. Col 4,3) a todos los hombres (cfr. Mc 16,15), confiada y constantemente (cfr. Hech 4, 13.29.31; 9,27-28), hay que anunciar (cfr. 1 Cor 9,16; Rom. 10,14) al Dios vivo y a Jesucristo, enviado por Él para salvar a todos (cfr. 1 Tes. 1, 9-10; 1 Cor 1, 18-21; Gal 1,31; Hech 14, 15-17) a fin de que los no cristianos, bajo la acción del Espíritu Santo que abre sus corazones (cfr. Hech 16,14), creyendo se conviertan libremente al Señor y se unan con sinceridad a Él, el cual, por ser ‘camino, verdad y vida’ (Jn 14,6), colma todas sus exigencias espirituales; más aún, las colma infinitamente».
  90. Joseph GEVAER, El primer anuncio. Proponer el Evangelio a quien no conoce a Cristo. Sal Terrae, Santander, 2001, 23.
  91. Felicísimo MARTÍNEZ, ¿Qué es evangelizar hoy? Hacia la Evangelii Nuntiandi del año 2005, en AAVV., Evangelizar, esa es la cuestión. PPC, Madrid, 2006, 76.
  92. J. MARTÍN VELASCO, Ibídem, 101.
  93. Cfr. Carta Pastoral de los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Victoria, Vivir la experiencia de la fe. 2003, n. 5.1.
  94. J. MARTÍN VELASCO, La teología de la Universidad católica. Historia, razones y función de una presencia necesaria. Ed. Universidad Pontificia de Salamanca. Fundación Pablo VI, Madrid, 1998, 20.
  95. Obras completas, Subida al Monte Carmelo. Ed. Espiritualidad. 173.
  96. Para los obispos españoles «la iniciación cristiana tiene su origen en la iniciativa divina y supone la decisión libre de la persona que se convierte al Dios vivo y verdadero, por la gracia del Espíritu, y pide ser introducida en la Iglesia. Por otra parte, la iniciación cristiana no se puede reducir a un simple proceso de enseñanza y de formación doctrinal, sino que ha de ser conside­rada una realidad que implica a toda la persona, la cual ha de asumir existen­cialmente su condición de hijo de Dios en el Hijo Jesucristo, abandonando su anterior modo de vivir, mientras realiza el aprendizaje de la vida cristina y entra gozosamente en la comunión de la Iglesia, para ser en ella adorador del Padre y testigo del Dios vivo» (CEE, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, 18).
  97. Directorio General para la Catequesis, 91.
  98. Cfr. CEE, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, 22.
  99. Nos dice Heb 4, 15 que Jesús, es el «sym-páthikos» con todos nosotros, el que es capaz de «con-sentir» con nosotros, el que «com-padece» con nosotros.
  100. Jn. 3, 17, no ha venido a condenar al mundo, sino a que el mundo se salve por él.
  101. Cfr. NMI, 40.
  102. Pastores Dabo Vobis, 10.
  103. Redemptoris Missio, 56.
  104. Juan Pablo II habla de una pastoral que sea actual, creíble y eficaz (Cf. PdV, 72).
  105. Evangelii Nuntiandi, 18.
  106. Comisión Episcopal de Pastoral Social, La Iglesia y los pobres, 10.
  107. EN, 22.
  108. Cfr. Novo Milenio Ineunte, 29. 40.

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