La soledad de los ancianos (II)

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Margaret Flinton · Año publicación original: 1974 · Fuente: CEME.
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Elección de los hospitalizados

Santa Luisa concede una importancia capital, sobre todo al principio, al crear un ambiente de paz serena en la que se pueda colocar a estos pobres queridos.

«Qué grande es esta obra, escribe, y qué importante po­nerle unos buenos cimientos, tanto para hacerla lo más per­fecta que se pueda, como para hacerla duradera, me ha pa­recido que era preferible que las personas sean de gran probidad y que no fueran todas «mendigos» , y para ello sería conveniente que después de haber hecho la elección, se les hi­ciera comprender la importancia de la resolución que hayan tomado».

Tienen que venir de buen grado y no a la fuerza, no te­ner familia, porque si la tuvieran, les correspondería socorrer sus necesidades y bajo pretexto de caridad no convendría aislarlos de la comunidad familiar.

Para facilitar la elección, sugiere que las personas cari­tativas revisen juntos a los que se presentan para tener un criterio sobre ellos «e incluso lograr un buen conocimiento para informarse de su vida y costumbres». En suma, tam­bién aquí, actúa como precursora, preconizando la encuesta social de ahora, así como el Consejo de administración en­cargado de las admisiones y de los rechazos El Consejo de administración, como conviene, está compuesto por Vicente y dos burgueses elegidos por él: para comenzar, un consejero del rey, auditor de la Cámara de cuentas, y un comer­ciante de paños de París. Esto indica un sentido muy afi­nado… Un hombre de leyes y un comerciante asegurarán una buena gestión.

Recursos de la obra

Santa Luisa, habiendo entregado totalmente su corazón a Dios, tiene también los dos pies en el suelo para establecer sólidamente la nueva empresa caritativa.

«Las hijas de la caridad tienen que ser responsables», recomendaba san Vicente, y la directora da ejemplo. Los archivos de la calle Bac conservan en su enérgica escritura el «registro de los gastos hechos por estos pobres obreros del Nombre de Jesús, comenzado en el año mil seiscientos cin­cuenta y tres: «gasto ordinario, gasto extraordinario, todo está exactamente anotado hasta un sueldo incluso…». Y qué precisión y preocupación de justicia en lo que debe ser cada uno.

Se procura que el precio pagado a los obreros sea «el precio justo». Ella misma se dirige a san Vicente con este fin:

«Rogar a la persona que se toma la molestia de abatanar las telas de que os diga lo que se da a los obreros de su barrio por la hechura de una prensa de sarga y lo que ésta contiene; lo que se da por cardar y peinar el ciento de lana; y lo que se da por hilar tanto en la rueca grande como en la pequeña. Esto facilitará mucho la cuenta que se hará con los obreros, porque el precio en París está muy alto, y con razón, ya que todo está mucho más caro allí».

Sigue una observación llena de sabiduría y… ¡de expe­riencia! Se convino que cada obrero recibiese la cuarta parte del precio convenido para su trabajo del que se descontaría primero el importe del vino que había tomado.

Así fue como Juan Guesnet vio disminuido su sueldo en casi cinco libras por su vino; Juan de Lestre, en lugar de re­cibir su cuarta parte de nueve libras, ocho sueldos, sólo re­cibía seis libras, quince sueldos; Juan 0llier, que había he­cho ciento dieciocho varas de tela al precio de cuatro sueldos vara, no pudo cobrar nada de su salario; al contrario, gastó más de lo que había ganado. Más administradoras de su salario eran las mujeres…

Todos estos detalles salen de la propia mano de Luisa ¿y acaso no da ánimo a sus hijas que tienen hoy que ajustar balances y estadísticas para establecer los precios de la jor­nada…? Santa Luisa de Marillac supo preveer, combinar, calcular: hubiera podido en caso de inspección, justificar cómo cada viejo suponía un gasto anual de 165 libras, y en una de sus cartas a sor Bárbara Angiboust le pregunta cuál es el tiempo mejor «para proveerse de estopa, elaborada o sin hacer, aunque mejor, hecha (harían falta cuatrocientas o quinientas libras…) obtenerla a buen precio y que el trans­porte no sea muy caro». Humildes preocupaciones caseras que sabía impregnar de su amor efectivo hacia Dios servido en sus pobres.

«Clima» de familia

Después de algunos meses dedicados a las reparaciones necesarias, los primeros ancianos, veinte hombres y veinte mujeres, entraron en el hospicio del Nombre de Jesús, en marzo de 1653.

«La pequeña familia no dejó de reunirse, escribe Luisa, a excepción de uno de cada lado que aún no han venido. Pero creo, señor, que es necesario que vuestra caridad se tome la molestia de instalarlos mañana por la mañana y hacerles rea­lizar alguna práctica devota, como la de adorar la santa cruz y alguna exhortación sobre la pasión…».

Y es que el deseo del fundador no se preocupaba sólo por la asistencia corporal… «Señor, había dicho el buen burgués, no es con el solo fin de aliviar la miseria de los po­bres por lo que doy mis bienes para sustentarlos; mi deseo es que se les instruya y que se les enseñen las cosas necesa­rias para la salvación». Esta intención constaba en el con­trato, redactado después de algunos meses de prueba (29 de octubre de 1653) entre el benefactor y Vicente. Un padre de la misión se encargaría del servicio religioso: Luisa siempre previsora tuvo el cuidado de prevenir al cura de San Lo­renzo «con el fin de que no hubiera ningún motivo de que­ja». Siempre sagaz para saber evitar posibles conflictos compaginando las justas pretensiones de cada uno. San Vi­cente quiso dar la primera ayuda. ¡Qué modelo de psicología a la vez que dé la más tierna caridad esta charla familiar!

«Hijos míos, comenzó san Vicente, creo que haríamos una cosa agradable a Dios hablando de la doctrina cristiana y para ello, os preguntaré por los principales misterios de la fe y del signo de la cruz. Pero no os extrañéis si no lo sabéis hacer bien. ¡Oh! no, hijos míos, pero tendréis que hacer lo posible para aprenderlo bien».

No se trata de humillar a estos ignorantes al preguntarles en público, sino de animarles:

«Os voy a empezar a preguntar; … y aunque no podáis contestar bien no os avergoncéis por ello. Os preguntaré si sabéis hacer bien el signo de la cruz; y cuando no lo sepáis no debéis apenaros, No estéis solos. ¡Cuántos hay en la corte, quizá presidentes, que no la saben hacer!».

Compararlos con presidentes, ¡qué honor… aunque sea incluso para compartir la ignorancia! Y, helos aquí, uno de­trás de otro, persignándose: Vicente rectificando si era nece­sario, el gesto mal hecho o incompleto.

De ahí, llega más lejos, a los misterios principales. Sa­biendo cuánto les enternece a los ancianos, se inclina por los niños, ha elegido a un niño para recordar a las memorias gastadas por el tiempo, las lecciones de otros tiempos. Le pregunta al pequeño:

—¿Quién es Dios, hijo mío?

—Es el creador del cielo y de la tierra y el Señor de todas las cosas.

—Bueno, está bien contestado. Es el Creador del cielo y de la tierra. ¿Qué entiendes por estas palabras: creador del cielo y de la tierra?

—Entiendo que lo ha hecho todo…»

Y san Vicente desarrolla de forma sencilla y vivaz:

«Sí, cuando se dice: «creador del cielo y de la tierra», es decir el que lo ha hecho todo. Hay que retener bien esto, hijos míos. Cuando lo oigáis pronunciar, os acordaréis de que Creador equivale a decir el que lo ha hecho todo. Pero podréis decir: «¡Qué! ¿Dios ha hecho todo lo que está sobre la tierra?». Sí, lo ha hecho todo. «Pero, señor, ¿Dios ha hecho tantas cria­turas diferentes como las que vemos?». Ha hecho todo esto y lo ha hecho para el servicio del hombre. No hay ni una sola pequeña criatura que no haya hecho, incluso hasta una cresa que es muy pequeña; El la ha creado».

No se preocupa por repetir y hacer repetir, siempre vi­gilante, estimulando con un pequeño cumplido si hace falta, precisando bien la doctrina. Ahora le toca la vez a una an­ciana:

«—¿Quién es Dios?

Es el creador del cielo y de la tierra, contesta.

—¿Qué quiere decir: creador? ¿qué es crear algo?

Es hacer algo de la nada.

Oh, es usted muy lista, amiga mía…

Vicente deduce de aquí las conclusiones prácticas: Puesto que Dios lo ha hecho todo, es pues de él de quien los pobres del Nombre de Jesús lo han recibido todo. Cuánta gente se sentiría feliz si tuvieran los alimentos de éstos.

«¡Tantos pobres trabajadores que trabajan de la mañana a la noche y que no están tan bien alimentados como vosotros! Todo eso os debe obligar a trabajar manualmente tanto como podáis según vuestras fuerzas, lejos de pensar: no tengo más que hacer que tomarme la molestia de no hacer nada, ya que estoy seguro de que no me faltará nada, ¡ah: hijos míos, cuidaos de no hacer esto y decir mejor que hay que trabajar por amor a Dios, puesto que él mismo os da el ejemplo al trabajar continuamente para nosotros».

Animados de esta forma, sostenidos sin incluso darse cuenta, los hospitalizados conocen verdaderamente «la paz de la noche», y el pensamiento de Luisa de que «Dios tenía algún designio en este comienzo» se cumplía. «La murmura­ción y la maledicencia, dice Abeilly, estaban desterrados al igual que los demás vicios. Los pobres se dedicaban a sus pequeños trabajos y se ocupaban de sus deberes de pie­dad según su condición…». El deseo del fundador era muy respetado, según los propios términos del contrato.

Provistos de oficios y de utensilios, los hospitalizados, podían trabajar según sus fuerzas y sus aptitudes. Gracias a la sabiduría del reglamento, a la presencia de las hermanas y a la buena organización establecida por Luisa, la alegría, la paz, la unión y el orden reinaban en el hospicio, aunque con mucho tiempo de antelación las plazas eran codiciadas. La prioridad se concedía a los padres de los sacerdotes de la misión y a los de las hermanas, puesto que unos y otros se consagraban a la caridad.

Sólo dos meses después de la instalación de los primeros ancianos, Luisa escribía a sor Cecilia Angiboust, rogándole que dijera a sor Isabel «que su primo Brocard ha muerto, y muy cristianamente; Vicente lo ha visto dos o tres veces durante su enfermedad, ya que lo pusimos en un hospital de obreros que se acaba de abrir en este barrio». Algunos años más tarde, Vicente, dirigiéndose al señor Tholard, sacerdote de la misión, le anunció que su «buena hermana estaba en el Nombre de Jesús con la tía del señor Gorlidot».

Extensión de la obra

La buena fama del hospicio del Nombre de Jesús no sólo le atraía «clientes sino que además hacía desear la creación de obras parecidas».

Las damas de la caridad habían venido con frecuencia a la fundación donde el panorama de 40 ancianos viviendo en unión y en paz ofrecía un contraste vivo con la masa desor­denada de mendigos que llenaba París y que eran una ver­güenza y un peligro para el reino. Las damas se preguntaban si Vicente y Luisa no podrían hacer un hospicio del Nombre de Jesús «en grande» para alojar a todos los pobres de París y después a los del reino. Antes de hablarle a san Vicente, hablaron con su colaboradora.

A la pregunta hecha, de que si las mujeres podían compro­meterse ellas solas en la empresa, Luisa les da esta respuesta llena de sabiduría y de previsión:

«Si esta obra se mira como política, parece que deben ser los hombres quienes la emprendan; pero si es considerada como una obra de caridad, las mujeres pueden emprenderla de la misma forma que han emprendido los otros grandes y penosos ejercicios de caridad que Dios ha aprobado por la bendición que Dios les ha dado.

De una ojeada veía la obra bajo el doble aspecto de «po­licía» y de «caridad». Con una seguridad de visión digna de resaltar, determinó las condiciones en las que la obra podía ser emprendida por las damas de la caridad y permanecer en las obras que constituían el fin de su asociación. A conti­nuación enumera las condiciones a las que éstas tienen que someterse para que su acción sea útil y fecunda:

«Parece ser que no puede ni debe ser que estén ellas solas. Sería de desear que algunos hombres piadosos, de alguna com­pañía o de particulares, se les unieran, tanto para aconsejarlas como para actuar en los procedimientos y acciones de justicia que quizás sean convenientes hacer para mantener a todas estas clases de gentes en su deber, a causa de la diversidad de es­píritus, de costumbres y de humores».

Luisa preveía ya las dificultades que después se hicieron sentir mucho. El apresuramiento y la voluntad absoluta de las damas no les convenía ni a Vicente ni a Luisa para quie­nes «las obras de Dios se hacen poco a poco y casi impercep­tiblemente». Aunque fue él quien pidió a la reina Ana de Austria la casa y el recinto de la Salpétriére para la obra proyectada, él iba muy lentamente como para satisfacer a las damas que no comprendían apenas su temor y su demora. Mientras ellas se impacientaban por su indecisión, él deplo­raba su ardor irreflexivo y las exhortaba a moderar su celo.

«Henos aquí ante un alojamiento; tenemos ya algunos fondos, telas, utensilios y lo restante vendrá con seguridad a su tiempo ¿por qué esperar más? Invitemos a los pobres a venir de buen grado, y si no quieren, traigámoslos a la fuerza», así pensaban las damas. Luisa y Vicente, por el con­trario, preferían comenzar poco a poco y progresar por eta­pas; la fuerza les repugnaba.

No fueron comprendidos, y la obra comenzaba por la fuerza, no dio los resultados que las damas esperaban. La obra rebasaba con mucho lo que las damas podían empren­der; así pues debieron ceder a los administradores nombra­dos por el rey. Sin embargo, dieron un bello ejemplo de des­interés mostrándose dispuestas a continuar, siendo útiles a la obra en la medida en que se juzgase bueno acudir a ellas.

El pequeño hospicio de cuarenta ancianos había servido de plano y de modelo para el inmenso hospital que desde hace tantos años sirve para retiro de tantos desventurados.

Qué bello reconocimiento a la acción de Luisa hacia los ancianos el de haber sido elegida como modelo y guía de una asociación de jóvenes del siglo xx, consagrada a la vejez pobre y solitaria.

Esta asociación, bajo el nombre de «Luisa de Marillac», se fundó oficialmente en 1909, en la parroquia Saint-Nicolas­du-Chardonnet, antiguo barrio de París, donde hace tres­cientos años, su patrona comenzaba a visitar a los pobres y a los enfermos.

En 1915, existían ya diecinueve grupos de la asociación en París y cuatrocientas cinco «Luisas» que se preocupaban por el sufrimiento de pobres ancianas abuelas, sin recursos. Hoy se han extendido por todo el mundo: el último censo re­gistra a 21.873 jóvenes que visitan a casi treinta mil ancianos; los libros de cuentas ofrecen el impresionante total de 3.089.730 francos gastados, en un año al servicio de la mi­seria…

Impregnadas de lo sobrenatural, las «Luisas» aprenden a buscar el contacto con el pobre en quien ellas sirven a Cristo. Su oración resume el espíritu del modelo que debe animarlas:

«Señor, voy en busca de los que vos habéis llamado otros vos mismo.

«Haced que la ofrenda que yo le llevo y el corazón con el que se la doy sean bien acogidos por mi hermano desgraciado…

«Haced que el momento pasado junto a él en busca de ha­cerle un bien aporte, para él como para mí, frutos de vida eterna…

«Señor, bendecidme por la mano de vuestros pobres; «Señor, sonreídme por la mirada de vuestros pobres; «Señor, recibidme un día en la santa compañía de vuestros pobres».

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