La sangre azul de la caridad (Las Cofradías de la caridad de París) (VI)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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  1. DE LAS DAMAS DE LA CARIDAD A LA ASOCIACIÓN INTERNACIONAL DE CARIDADES

Escribe el P. Coste que las obras de san Vicente estaban demasiado sólidamente establecidas para que pudieran desapare­cer con él. La de las damas continuó su desarrollo bajo la dirección de los superiores generales de la Misión; de manera que el 8 de agosto de 1712 la Compañía recibió un breve elogio­so del Papa Clemente XI. Hubiera continuado probablemente la obra con vigor si la Revolución francesa no se hubiera cruza­do en su camino, provocando la muerte de muchos de sus miem­bros y la disolución de la Asociación.

La restauración llegó, como a tantas obras vicencianas, a par­tir del restablecimiento del nuevo orden europeo. En 1839, la vizcondesa de Le Vavasseur peregrinó al BeNeau y quedó impresionada cuando se percató de que una de las más importan­tes fundaciones vicencianas, la de las cofradías de la caridad, todavía no había sido refundada habiendo pasado más de cin­cuenta años desde la Revolución y cuando tanto crecían los pobres en toda Francia y más aún en su capital.

A su regreso a París, se entrevista con el P. Étienne, entonces procurador general de la Congregación de la Misión y más tarde su superior general, y le brinda la idea de restaurar la Asociación. El 12 de febrero de 1840, con el permiso y el inicial apoyo finan­ciero del arzobispo de París, el P. Étienne preside el restableci­miento de la Compañía. Resurgen así las caridades (tanto las pri­meras cofradías como la Asociación del Hótel-Dieu) unificadas en un solo grupo bajo el inapropiado nombre de «Damas de la Caridad» y regidas por el Reglamento que el P. Étienne les pro­porcionó y que era el redactado por san Vicente para la cofradía de Chatillon. Un poco más adelante, y con el título «La Obra de los pobres enfermos», adaptaban en 1844 la Regla que determi­naba la estructura administrativa de la Asociación, sus fuentes de ingresos, la admisión de los miembros, la distribución de las limosnas, el encuentro mensual de las señoras y la Asamblea General anual de la Compañía.

Las primeras doce señoras se dedicaron a la misión de visitar y cuidar personalmente a los pobres de aquellos barrios de París donde la miseria era más impactante. Curiosamente, y al revés de lo que había sido en el origen, estas damas acudieron a su tarea como «auxiliares» y bajo la dirección de las Hijas de la Caridad, que ya se encontraban trabajando en las parroquias más pobres de la ciudad. Se centraron por eso en la parroquia de Saint Medard, donde se pensaba vivían los más pobres de los pobres, y colaboraban con Sor Rosalía Rendu.

Las hermanas asignaban a las señoras determinadas calles en las que ellas se comprometían a visitar semanalmente a los pobres enfermos en sus casas. Distribuían lo que las Hijas de la Caridad les habían señalado y procuraban una asistencia corporal y espiritual no sólo a los enfermos sino a toda la familia. Tenían como norma no anunciar su visita ni hacerla siempre a la misma hora y día para evitar que los pobres pudieran exagerar su esta­do. Al final, redactaban un informe de la situación encontrada y la asistencia ofrecida. Hay que destacar que las damas prestaban especial atención a las necesidades religiosas de las familias visi­tadas, de manera que les invitaban a practicar sus deberes religio­sos. En el informe que el P.Étienne da en 1851 sobre el trabajo de las Damas de la caridad de París, recalca estos frutos espirituales: «16.641 enfermos visitados. Fueron bautizados 58 de ellos, 19 herejes abjuraron de sus errores, se convirtieron 170 pecadores, 52 recibieron el sacramento de la Confirmación, 120 hicieron su primera comunión, 1.227 recibieron el viático, murieron 1.094 con las más edificantes disposiciones, se santificaron 177 unio­nes ilegítimas con el sacramento del matrimonio».

Las Damas de la Caridad se fueron extendiendo rápidamente por el resto de Francia y por otros países. A España tardaron bas­tante en llegar, ya que no lo hicieron hasta 1915. Dada la expansión universal, se organizaron Congresos Internacionales, siendo el primero de ellos en 1930, al que siguieron el de Buda­pest en 1935, el de París en 1953 y el de Bruselas en 1958.

Por la propia dinámica de la sociedad y de la Iglesia en toda esa primera mitad del siglo XX, las Cofradías habían ido adop­tando usos sociales y formas de piedad que quizá las alejaban del mundo real al que se dirigían. Necesitaban, por eso, una renova­ción que vino de la mano de la celebración del Concilio Vatica­no II y del decreto «Apostolicam Actuositatem», que se centraba en el apostolado de los seglares y señalaba los caminos por los que había de discurrir la necesaria adaptación.

Para empezar, hacia 1963 algunos países latinoamericanos, seguidos por Francia y otros países europeos, fueron abandonan­do el anticuado título de «Damas», adoptado en el siglo XIX, para sustituirlo por el más adecuado de «Voluntarias». Se proce­dió a continuación a una revisión de la institución desde el espí­ritu del Vaticano II y desde el deseo de recuperar lo más genui­no del carisma vicenciano.

Se llegó así a la organización del Encuentro Internacional Extraordinario en Roma en 1971. Asistieron voluntarias delega­das de 22 países que estudiaron y aprobaron los nuevos Estatu­tos de la entidad, a la que dieron el nombre de AIC-Asociación Internacional de Caridades. Se suprimió el papel de dirección que desde los orígenes había ejercido el Superior General de la Congregación de la Misión y se eligió una Presidenta internacio­nal que, junto con el Comité ejecutivo, llevaría las riendas de la Asociación. El superior general así como los antiguos directores locales o nacionales pasaban a ser consiliarios o directores espi­rituales. La autonomía de los seglares, reconocida por el Conci­lio, quedaba de ese modo consagrada para lo sucesivo. Se dieron a la vez las pautas de acción para renovar la Asociación y poner­la en una proyección mucho más universal en el plano social. Como signo de todo ese cambio, la propia sede del Secretariado Internacional pasó de París a Bruselas.

Actualmente, y según datos recogidos de la propia Web de la AIC en este año 2012, son 52 las Asociaciones que están presentes en los cinco Continentes y que agrupan a más de 200.000 voluntarios femeninos y masculinos. El quehacer fundamental al que apuntan lo agrupan en tres bloques:

  • Los Proyectos de promoción a nivel local, con la partici­pación de las Asociaciones locales.
  • La sensibilización de la opinión pública en relación a los pobres y la exclusión social, haciendo especial hincapié en el tema de los derechos humanos, los marginados y excluidos, la problemática de la mujer y la situación de la familia.
  • La Formación del Voluntariado, incidiendo en el estudio y análisis de las causas y los efectos de la pobreza, la par­ticipación y el fortalecimiento de los beneficiarios de toda esta acción, y la cooperación, la corresponsabilidad social y el trabajo en red.

Uno de los retos hoy más desafiantes es la propia renova­ción de la Asociación, mediante el esfuerzo por llegar a la juventud e interesarla en un proyecto tan radicalmente actual y de espíritu tan cristiano. En este sentido, el empeño en promo­ver la formación carismática de sus miembros y la colabora­ción con toda la Familia Vicenciana abrirá sin duda a la AIC caminos de futuro.

CONCLUSIÓN

Resulta asombrosa la historia de esta asociación vicenciana. Comenzó como un grupo de Damas que, llevadas por sus buenos sentimientos, quisieron ejercitarse en la caridad para con los pobres enfermos, impulsadas por el sacerdote Vicente de Paúl. Ha llegado a ser, tras la refundación, una extensa red de caridad y acción social que acoge miembros de todas las clases y sirve a los pobres en el mundo entero. Tanto en aquellos comienzos como en esta realidad actual, es el vigor del carisma vicenciano el que da fuerza a tanta energía caritativa y vital.

Muchas cosas han cambiado en el mundo, en la Iglesia y en la Compañía del Hótel-Dieu de París desde aquel lejano 1634. Pero hay un detalle que no ha cambiado: el color de la sangre. Porque aquellas primeras damas no la tenían de color azul, como se ha dicho, sino de color rojo: el color rojo de la caridad, de la pasión, del corazón y del amor.

CEME

Santiago Azcárate Gorri

 

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