- LA COMPASIÓN
Si el Espíritu de Jesucristo es el Espíritu de las Hijas de la Caridad, se puede definir el «talante» de las Hijas de la Caridad como el de unas mujeres que, guiadas por el Espíritu de Jesús, siempre se muestran cordiales y compasivas con los pobres, siempre dispuestas a perdonar. «En una palabra, -dice san Vicente- ejercitan la misericordia, que es esa hermosa virtud de la que se ha dicho: «Lo propio de Dios es la misericordia». Y aclaraba a los misioneros:
«Cuando vayamos a ver los pobres, hemos de entrar en sus sentimientos para sufrir con ellos y ponernos en las disposiciones de aquel gran apóstol que decía: me he hecho todo para todos… Así pues, tengamos misericordia y ejercitemos con todos nuestra compasión… ¡Oh Salvador, no permitas que abusemos de nuestra vocación ni quites de esta compañía el espíritu de misericordia! ¿Qué sería de nosotros, si nos retirases tu misericordia?».
También en la actualidad es urgente compadecerse y poner remedio a la realidad que existe en el mundo, en la familia, en la calle y en las comunidades: personas que sufren, sensibilidades heridas, suspicacia ante ciertos ademanes, sonrisas o miradas. el negativismo de unos y las envidias de otros, las mentalidades opuestas sobre las migraciones, los choques entre caracteres difíciles. Todos luchamos por eliminarlos, pero brotan de nuevo. Sufrimos, y unos más que otros. Si tenemos un corazón frío y no nos compadecemos, las relaciones se reducen al trato entre conocidos que residen en el mismo lugar, pero nada más.
Dios se presenta en el Antiguo Testamento como el Dios de la ternura paternal, desde la compasión que sintió por Caín, doliéndose de su pecado (Gen 4, 13-15), hasta el beso que pone en Esaú, compadecido de Jacob, o en José, compadecido de sus hermanos (Gen 33, 4; 45, 14-15). Su lenguaje es compasivo aún en las amenazas. El Pueblo elegido tiene su origen en el Éxodo y el descubrimiento de Yahvé-Dios se encuentra en la compasión que siente hacia un pueblo que trabajaba como esclavo en Egipto y escoge a Moisés para que lo libere (Ex 3,7s. 17; 6,5).
Como sucedió en el Antiguo Testamento y en la vida terrena de Jesús, también el corazón de las Hermanas se sustenta en la afinidad de sentimientos entre la persona que sufre y la Hija de la Caridad. Todo dolor transmite radiaciones humanas. El Espíritu de Jesús hace que estas emanaciones de pena conmuevan las entrañas maternales de las Hermanas y brote en ellas un movimiento del corazón; es la compasión que, a su vez, emite unas radiaciones de afecto hacia el que sufre. Este las percibe y se siente consolado. En la vida de santa Luisa abundan los casos en que sus entrañas se estremecen de compasión y la empujan a remediar el mal: «No recuerdo haber visto nunca un ser más digno de compasión que una mujer joven que la semana pasada intentó dos días seguidos verle a usted, hija de una tal señora du Lorier, quien llevaba a su caridad un escrito de su marido para que se le diese empleo o se buscase quién se lo diera». Pero también se compadecía el adusto y áspero sacerdote Vicente de Paúl que, conmovido de otra buena mujer, escribía a un misionero: «Si esa pobre mujer no se queda con la finca, habrá que ayudarla, pues me da mucha compasión, y darle un escudo mensual durante algún tiempo, tanto si quiere vivir con su hijo como retirarse a Montmirail, o con las hijas de la Caridad o en alguna otra casa».
La compasión vicenciana no es pasiva o solo afectiva. sino activa también, que exige soluciones concretas a las desgracias puntuales de los pobres, como santa Luisa se las exigía a san Vicente durante las revueltas de la Fronda:
«En nombre de Dios, mi reverendísimo Padre, piense por favor si no habría que aconsejar a las señoras que no reciban por ahora más niños expósitos, para poder pagar las deudas, y además que se retiren todos los destetados que están en las aldeas, porque le aseguro, en conciencia, que ya no hay posibilidad de resistir a la compasión que causan esas pobres gentes cuando nos piden lo que se les debe en justicia, y no sólo por su trabajo sino porque han adelantado de lo suyo, después de lo cual se ven morir de hambre; se han visto obligadas a venir tres y cuatro veces desde muy lejos, sin recibir nada de dinero. Nosotras tenemos que atender a mucho, a h alimentación de las nodrizas y a menudo hasta a siete u ocho niños destetados, con dinero prestado; pero no es nuestro interés el que nos hace hablar, aunque de continuar así b cosa, forzosamente tendremos que gastar de lo nuestro, porque no podremos negarnos a darles lo que podamos por poco que sea. Perdóneme mis continuas importunidades, se lo pide por favor».
Más que una carta era una flecha lanzada al corazón y al cerebro de su director, para que uniera la justicia y la compasión. La razón y la fe le decían a san Vicente que «los deberes de justicia sor preferibles a los de caridad, que el mayor desprecio que puede hacerse al amor es dar por caridad lo que se debe dar por justicia que «no puede haber caridad si no va acompañada de justicia»; corregía con dureza: «Hay que creer que al socorrer [a los pobres] estamos haciendo justicia y no misericordia»’. En la carta la señorita Le Gras le presenta los deberes de justicia, porque la misericordia sin justicia también es inhumana, al igualar al inocente con a culpable que se hace más irresponsable.
Y la flecha al corazón le recordaba lo que en una conferencia dirá a los misioneros: «el Hijo de Dios, al no poder tener sentimientos de compasión en el cielo, quiso hacerse hombre, para compadecer nuestras miserias. Para reinar con él en el cielo, hemos de compadecer, como él, a sus miembros que están en la tierra».
Santa Luisa sabía que ni la cordialidad ni la compasión suprimen el dolor, pero sabía también que desempeñan un papel de bálsamo y animan a actuar contra el mal por medio de la caridad. Por eso consolaba a Sor Isabel Martin:
» ¡Cómo la compadezco en sus dolores! Quisiera que los suavizara con la consideración continua de que se halla usted en el estado en que Dios la quiere, y, además, que no se inquiete pensando que está sirviendo de carga y que no trabaja como usted querría. De este modo rechazará todos esos pensamientos que la impiden ser totalmente según el Corazón de Nuestro Buen Dios… Piense, pues, que Dios quiere que esté alegre y tranquila en medio de sus padecimientos, y que yo estoy frecuentemente a su lado para decirle: mi querida Hermana, recuerde que ya en otra ocasión estuvo usted como ahora, y Dios sin embargo le devolvió la salud cuando fue de su agrado que pudiera usted servirle… Dígame con toda franqueza sus sufrimientos, que yo leeré y entenderé todo perfectamente«.
La compasión no exige que tenga que sufrir quien se compadece. Jesús en la última Cena desahogó su tristeza, pero a sus discípulos los consuela y anima. Santa Luisa sintió toda clase de sufrimientos «desde su mismo nacimiento» y gritó a san Vicente para que la ayudara, pero nunca pidió que sufrieran con ella, aunque siempre quiso encontrar a una persona compasiva y cordial. Porque, si el sufrimiento es malo, es un deber huir del dolor, a no ser para compartir el dolor ajeno y aliviar su sufrimiento.
La compasión asume una parte del dolor de quien sufre para que el otro sufra menos. Quien sufre experimenta menos dolor al sentir que no está solo, que tiene a un amigo que comparte sus penas busca soluciones con la esperanza de encontrarlas, como escribí santa Luisa:
«La lectura de todas las aflicciones y calamidades ocurridas en Angers, me han causado honda pena por todo lo que los pobres tendrán que sufrir; suplico a la divina bondad los consuele y les dé el socorro que necesitan. También ustedes, queridas hermanas, han tenido gran trabajo y dificultades, pero ¿han pensado que era justo que las siervas de los pobres sufriesen con sus amos y que cada una de nosotras en particular merece cargar con su parte de los castigos que Dios envía en general? ¡Ah!, queridas Hermanas, ¡cómo debemos hacernos con frecuencia esta reflexión y preguntarnos quiénes somos para haber recibido una de las mayores gracias que Dios pueda conceder a ninguna criatura de cualquier condición, al llamarnos a su servicio, y que, además, queramos vernos libres de toda incomodidad!
La compasión es un sentimiento humano que se siente o no se siente, sin que dependa de nosotros tenerlo, pero sí está en nuestras manos convertirlo en caridad. Hace casi 400 años, en parecidas situaciones, Luisa de Marillac escribió a Sor Juliana Loret: «Tengo un gran disgusto por no poder enviarle a nadie para ayudarlas porque, además de la dificultad de los caminos, no fuimos nunca tan pobres en Hermanas ni tan apremiadas para enviarlas a varios lugares, y no podemos hacerlo por el reparto de sopa que hacemos por todas partes. En casa hacemos cerca de 2.000 raciones para los pobres vergonzantes y lo mismo en los demás distritos». Y san Vicente en cuatro líneas escribe una epopeya de los sentimiento compasivos de las Hermanas, cuando escribe al P. Lamberto:
«Las pobres Hijas de la Caridad todavía participan más que nosotros en la asistencia corporal de los pobres. Hacen y distribuyen todos los días la comida en casa de la señorita Le Gras a 1.300 pobres vergonzantes, v en el barrio de Saint Denis a 800 refugiados: solamente en la parroquia de San Pablo, cuatro o cinco de estas hermanas dan de comer a 5.000 pobres, además de los sesenta u ochenta enfermos que tienen que atender Hay otras que hacen esto mismo en otros lugares«.
La señorita Le Gras comprendía que todo ello exigía mucho dinero y suplicaba a san Vicente que lo buscara entre las Voluntarias (AIC) pues ella sabía que lo tenían. Y san Vicente se conmovió y se conmovieron las Voluntarias que le entregaron sus joyas para que las vendiera.
Si es una obligación allanar el camino para que broten los sentimientos, es también una obligación desarrollarlos hasta convertirlos en una virtud sobrenatural por medio de la fe. La compasión se convierte entonces en el primer componente de la caridad. La caridad es más divina, la compasión, más humilde. La compasión es un amor más bajo que la caridad, pues solo se mueve ante el dolor, pero más asequible. Quien no ama a quien ve sufrir, difícilmente amará a quien ve triunfar; sin embargo, ambas quedan nubladas sin la cordialidad. Ciertamente, sin compasión viviríamos más cómodos y sin caridad más despreocupados, pero habríamos matado el corazón y no seríamos ni vicencianos ni cristianos (MV, 8).
La compasión sincera lleva a ver los defectos de los otros como sufrimiento de ellos más que como ofensa a los demás; empuja a ayudar más que a ~murar, deshace los agravios, da el perdón anulando el resentimiento del corazón, aleja los reproches y ofrece nuevas oportunidades.
El Papa Francisco dice en una entrevista: «He sentido que Jesús quiere abrir la puerta de su corazón, y el Padre mostrar sus entrañas de misericordia, y por eso nos manda al Espíritu: par movernos y removemos’. El Espíritu de Jesús que experimentamos en la oración, trabaja en poner confianza mutua entre la Hermanas y poder vivir el Reinado de Dios. Pero sin misericordia nunca habrá un Reinado divino en justicia, en amor y en paz ya que Jesús puso como uno de los ocho cimientos de su Reino, la bienaventuranza «dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia».
Benito Martínez Betanzos, C.M.
CEME, 2015