La medalla de la Madre: 3. En la escuela de la medalla

Francisco Javier Fernández ChentoCatalina LabouréLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Italo Zedde, C.M. · Año publicación original: 1979 · Fuente: CEME.
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3. En la escuela de la medalla

a) La concebida sin pecado y la serpiente

Lo que la medalla ofrece de inmediato a la mirada es: Una mujer gloriosa, resplandeciente, circundada de luz y de gracia. Si no viésemos ya rodeando a esta visión la invocación dictada por la Virgen María, poco dudaríamos en inscribirla, o bien recurriríamos a esta otra: Yo soy la Inmaculada Concepción. Lo que Lourdes esclarecerá más tarde, está profundamente anticipado en la aparición a Catalina. María y el pecado son antitéticos. Es más que el contraste de la naturaleza: ella es hermosísima, triunfante, purísima. El, en cambio, el enemigo, acusador, tentador, seductor, embustero. El es lo oscuro, la tiniebla, la noche. Ella es soberanamente victoriosa, pacíficamente triunfante, serenamente majestuosa en su ser de Madre Santa, Inmaculada, repleta de todo lo que una criatura puede recibir de Dios. La que está llena de gracia canta: He aquí la esclava del Señor… El Señor hizo en mí maravillas. La serpiente a su vez repite: No serviré. Da razonamientos vacíos, rebosantes sin duda de raciocinios, pero vaciados del amor de Dios. Más allá y bajo esas resonancias verbales, se esconde el revés del desengaño. No es sólo el contraste entre luz y sombra, entre gracia y pecado, entre amor y lo que a él se opone. Más que eso, es sobre todo una tensión, un choque frontal, victoria y derrota en el duelo, pues estos dos mundos no giran atrayéndose y repeliéndose a un tiempo, sino que se oponen entre sí y se enfrentan, el uno para matar, la otra para salvar, el uno para oscurecer, la otra para iluminar. Están en lucha inextricable, y se provocan a porfía. Esa lucha no es casual, inconsciente, fortuita, sino congénita. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya, ésta te aplastará la cabeza y tú pondrás asechanzas a su calcañar (Gén 3, 15). Entrambos están, pues, destinados a encontrarse: al ocupar uno el campo desplaza al otro. Donde María reina, no señorea la serpiente. El veneno de esa serpiente no contagió a María, más aún, María fue recubierta por el Espíritu Santo. Fue enriquecida con todo bien de salvación, con la suma de todos los bienes de la gracia y, desde su concepción, es flor de flores. Era la Madre que el Padre reservaba al propio Hijo, para que, como el Primogénito (cfr. Ef 1, 18) y a imagen de El (cfr. Rom 8, 29), fuesen formados por ella innumerables hijos. Es superior en dignidad a la de los ángeles y, entre los seres humanos, ninguno hay más joven que ella, pues ella es más joven que el pecado, dice Bernanos. Sin pecado desde el comienzo de su ser: ése es el vacío de Dios y la plenitud de Dios, de la gracia, santidad y esencia de Dios. ¿La llamamos hija de Sión (Sof 3, 14-17)? Es demasiado poco. ¿La llamamos nueva Eva? Es mucho más. Es la mujer vestida del sol (Apoc 12), la nueva Jerusalén, la Virgen Madre (Is 7, 14). Es la Madre de aquél que, sin comienzo él mismo, estaba desde el comienzo en Dios… y se hizo carne de carne humana (cfr. Jn 1, 1-14). El sin es poco expresivo, porque denota el vacío -aunque ese vacío sea el del mal-, mientras que ella está con Dios: con el Padre, con el Hijo, con el Espíritu. Ella no sufrió privaciones, no atravesó el desierto de la rebelión, sino que dice: Haré todo lo que Dios ha dicho (cfr. Es 24, 7). Ni siquiera osa decir tanto, y se declara sencillamente esclava (Le 1, 38). Es la nueva esperanza del pueblo de Dios. Ella es la puerta del cielo y el arca de la alianza (cfr. Es 40, 16-21, 34-35), sobre la que arrojará su sombra el poder del Altísimo (Le 1, 35). Los Padres de la Iglesia escriben que, cuando el ángel saludó a María, todo el mundo temblaba por la respuesta. El de María respondió a la antigua oración del profeta Isaías: Destilad, cielos, desde lo alto, y las nubes derramen la justicia; que la tierra se abra y produzca la salvación y con ella germine la justicia (Is 45, 8). Juan Pablo II dijo en su primer Angelus, del 22-X-1978: Cuando la Virgen de Nazaret acata el anuncio del ángel y dice: Hágase en mí según tu palabra (Lc l, 38), la historia de salvación alcanza su cumbre; entra en su fase definitiva, y es como si fuese, en aquel momento, concebida la iglesia. Sin la fe es imposible agradar a Dios (Heb 11, 6): este principio revelado resalta sólo en María. Nadie más ha recorrido con profundidad este camino. La carta a los Hebreos canta la fe de los personajes más importantes de la historia de la salvación, especialmente de Abraham (Heb 11). Ya san Pablo había escrito sobre Abraham en la carta a los Romanos: No vaciló en la incredulidad, sino que se afianzó en la je y dio gloria a Dios, convencido plenamente del poder de Dios en el cumplimiento de sus promesas (Rom 4, 2021). Sin embargo, no fue fácil. Fuele necesario a Abraham que Dios le recordase que nada era imposible para El (Gen 18, 14). Parecía, así, imposible tener un hijo en la ancianidad. Eso podía ser imposible, pero seguía siendo natural que un hijo fuese engendrado por sus padres. Lo mismo hubiese acaecido a Zacarías e Isabel. Pero Zacarías no creyó la palabra dada por el ángel Gabriel. Empero, esa falta de fe no estorbó la generosidad de Dios: Aquellas cosas se verificarían u su tiempo. Lo que ni san Pablo, en la carta a los Romanos, ni el autor de la carta a los Hebreos concluyen, está expuesto con claridad en san Lucas. Zacarías vaciló y no creyó, pero Isabel canta: Dichosa tú, que has creído (Lc. 1, 45). ¿Y no fue superado también Abraham? Si ya era imposible tener un hijo en la vejez, ¿no lo era aún más tenerlo sin conocer varón:’ (Le I, 34). San Pablo escribe que nos hacemos herederos por la fe (Rom 4, 16); pues bien, así como Abraham, merced a la fe, se hizo padre de todos nosotros, con mayor razón es María de todos nosotros Madre y tanto más se ejecuta en ella la promesa hecha a nuestros padres, a Abraham y su descendencia (Lc 1, 55).

María creyó en lo imposible. Eso envuelve desorientación para la seguridad humana. Esa seguridad nos hace extraños a nuestros semejantes, cuando falta y parece indispensable. Mas impone también esta ley: hacer real lo invisible, revestirse de ello, rodearlo de un contexto humano, concreto, impostarlo en el acontecer de cada día. 6; Cómo es esto posible.» ¿Es posible estar en el mundo y no ser del mundo? ¿Puede aceptarse una vida dentro de componentes humanas, y a menudo humanizadas, pero respirar una atmósfera ulterior? Para nosotros, no; mas para Dios todo es posible. Somos hijos de María más que de Abraham, y para nosotros María es más Madre que Abraham padre.

b) Ruega por nosotros que recurrimos a ti

Nos decía Pablo VI: Todo encuentro con María tiene que convertirse en un encuentro con Cristo mismo, pues María es siempre el camino que conduce a Cristo (29 de abril, 1965). Y el concilio Vaticano II nos recuerda: El saludable influjo de la bienaventurada Virgen María sobre los hombres, no nace de necesidad alguna, sino del beneplácito de Dios; rebosa de la sobreabundancia de meritos en Cristo y se funda en la mediación de El. Mas toda la eficacia de esos méritos depende de María, quien para nada impide el contacto inmediato del creyente con Cristo, antes lo .facilita (LG, 60). He ahí la razón de por qué es tan grande y rica: porque así plugo a Dios, merced al beneplácito divino. Todo pertenece a Cristo, pues El es la Cabeza… el principio, el primogénito (Col 1, 18), en cuanto que, en los cielos, Dios lo sentó a su diestra, por encima de todo principado y autoridad, de toda potencia y domina­ción, de todo otro nombre que se pueda pronunciar (Ef 1, 21). El es el único Mediador (1 Tim 2, 5). Mas el Mediador quiso una Mediadora, porque así le plugo. De ahí que María sea nuestra bendita Madre. Madre de la Iglesia y Madre espiritual de los hombres. María es verdaderamente Madre de los miembros de Cristo… porque con su caridad cooperó al nacimiento de los fieles de la Iglesia, que son los miembros de aquella cabeza (LG, 53, que cita a san Agustín). Por esto es ella tan grande, para que a ella recurramos y en ella encontremos refugio, para darnos alivio. No es la suya una grandeza aisladora y lejana, distante, inaccesible. Es grande porque está junto a los pequeños, porque está próxima, se deja llamar e invocar, y no espera otra cosa, porque su intercesión no es para hacernos poderosos. Hay dos pasajes en la historia sagrada llenos de encanto poético; ambos se aplican a María. Uno es cuando José dice a sus hermanos: Dios me envió delante de vosotros, para que os asegurase la supervivencia en esta tierra y se salve mucha gente por medio de vosotros (Gen 45, 7). El otro es cuando Mardoqueo dirige a la reina Ester estas trágicas palabras: (, Quien sabe si no fuiste erigida en reina en previsión de estos sucesos? (Est 4, 14). Todos oran y han orado siempre a ella, y en vano recurriremos a nadie más; pues ella es el alma de la iglesia orante, y porque los demás intercesores lo obtienen todo a través de ella. Los demás dan lo que de ella reciben, pues sólo ella tiene al Hijo, sólo ella es Madre de El, del que llega a ser Madre también por la fe.

María fue más bienaventurada por haber creído en Cristo que por haberle dudo el ser corporal. En electo, a aquella que vitoreaba u Jesús. Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron (Le 11, Z7), escuchó esta respuesta de Jesús.Bienaventurados mas bien quienes oyen la palabra de Dios y la cumplen. En realidad ¿qué ganaron los parientes de Jesús que no creyeron en El con estarle carnalmente emparentados? De manera similar, tampoco habría dado ventaja alguna a María el estrechísimo vínculo de la maternidad, si no hubiese sido bienaventurada ya por llevar a Cristo en el corazón más que en la carne (San Agustín, De s. virg. PL 40, 399). Recurrimos a ella porque debemos aprender y recibir de ella aun lo que es de Cristo, pues aunque parezcamos contrarios, por ser diversos de ella, no es así; contrario a ella es sólo el antiguo adversario, no nosotros, porque nosotros estamos con el Hijo, y el Hijo está con nosotros hasta la consumación del mundo (Mt 28, 20). También ella quiere estar con nosotros, porque para nosotros fue hecha. Está con nosotros hasta cuando decimos Reconozco mi culpa (Sal 50, 5); cuando decimos: Heme aquí que vengo (Heb 10, 7); o cuando confesamos: Soy un pecador (Le 5, 8). Aun cuando decimos no, y luego vi hacemos: más aún, recurrimos a ella para que de nuestro no, haga un al Padre. Recurrimos a ella en la necesidad -y siempre estamos necesitados de gracia, de conversión, de perfección, de desprendimiento, de anonadamiento, de consuelo. No recurrimos a ella solamente en determinadas fechas, en momentos preestablecidos, o cuando lo requiere el protocolo espiritual: recurrimos a ella siempre. Sin esta Madre, la teología más sutil se queda en abstracción, como esa misma abstracción no necesita de madre. Sin ella, nuestra lucha cotidiana es puro azotar el viento (cfr. 1 Cor 9, 26). Recurrimos frecuentemente a nosotros mismos, a nuestra capacidad, nuestra inteligencia, nuestras fuerzas; nos apoyamos en nuestra seguridad y habilidad: cuando proyectamos, hacemos, organizamos, ejecutamos. La cultura se convierte en nuestro producto y la ignorancia en nuestra culpa; la actividad es una virtud, la inactividad una ruina. Con mayor frecuencia recurrimos a otros, a su opinión, ayuda, apoyo, esperanza, confianza: Si el Señor no construye la casa, en vano se fatigan los constructores. Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vela el centinela (Sal 126. 1). Aquí nace la idolatría; no aquella antigua, hecha de efigies de barro, hierro, bronce, oro o madera. Nosotros hacemos ídolos más al día, a la altura de nuestra técnica e inventiva: los titulares, los cargos, los puestos, la fama, la opinión, la gloria, los bienes del yo: los establecemos, perfilamos y erigimos; hacemos que hablen o callen; nosotros mismos los modelamos y los quemamos. De por sí, todos son mudos. Y a ellos recurrimos. Tiene todavía actualidad la carta de Jeremías (Bar 6) sobre los ídolos, está lejos de haber agotado su ironía. Pues bien, de estos ídolos nos libera María, la concebida sin mancha, si recurrimos a ella. Del rostro de María, Catalina nos dice que es indescriptible. Empero describe bien las manos, habla de ellas. Ha aprendido a 50 servir a los pobres, a socorrerles con las propias manos, de ahí que ese simbolismo le sea congénito: manos abiertas, extendidas hacia quien se acerca, en señal de amor, de unión. Prestas a abrazar, son sobre todo manos llenas de gracias. Merced a ellas se ha crecido y madurado; entre ellas nacieron las vocaciones, los mártires, confesores, vírgenes, los pastores y presbíteros. De ellas salieron los santos, tanto los renombrados como los desconocidos. Son manos que han enjugado muchas amargas lágrimas: las de madres afligidas e hijos apenados; las de pastores extenuados. Esas manos señalan el camino (Hech 18, 26). Esas manos son un lugar de refugio, pero sólo para los pequeños, no para los grandes. Las manos de María se extienden para los niños y para quienes ansían ser tales: si no nos hacemos como niños, no podremos… y niños somos todos en realidad. Ella no se sintió grande, y así llegó a ser mayor que todos: invirtió la prueba de nuestros primeros padres, pues se declaró humilde esclava, mientras que ellos desearon haber sido como dioses. Ahora puede decirnos de nuevo: Haced cuanto El os diga. Como el árbol de la vida, esas manos producen frutos exquisitos. Toda ella está transida del Espíritu Santo, y sus frutos son frutos de Espíritu, que nos quiere comunicar: amor, paz, bondad, agrado de Dios (Ef 5, 10), sabiduría, santidad (2 Cor 6, 6), fe, caridad, pureza (1 Tim 4, 12). Son frutos contrarios a nuestro propio árbol de carne: los amargos frutos del libertinaje, la enemistad, la envidia y otros (Gál 5, 19-23). Las piedras preciosas, los resplandores, los haces de rayos… indican el camino de la iglesia: han iluminado a papas, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, seglares. Todos han sido envueltos por la luz de estos rayos. Mas hay piedras apagadas. Aquellas que no emitían resplandor, significan !as gracias que se olvida pedir.

Es como el talento que guardamos en el pañuelo y enterramos, como el aceite que no adquirimos para las lámparas. No se reciben estas gracias, porque no se piden. No se piden-dice esta Madre, con gran delicadeza- por olvido. Pero sabemos bien que a veces no las queremos, tememos recibirlas, pues podrían turbar nuestra comodidad. Para una madre, eso no es más que olvido en el hijo. No hiere nuestra sensibilidad con ese delicado reproche. Pero de hecho, nosotros no llegamos a recibirlas. O bien no las recibimos, porque buscamos donde no podemos encontrar, o pedimos lo que no podemos recibir. Si uno llama, golpea, insiste, persevera, la puerta del Reino se abre al fin. A esto debemos aspirar: primero el Reino, lo demás, que sea añadidura. Por aquí comprendemos que recurrir, ante todo, quiere decir orar. De hecho no pueden bastarnos las prácticas de piedad; nos es indispensable la piedad misma, que consiste en orar con y en el corazón. Orar es permanecer junto a Dios, no sólo rezar y dejar a Dios. Pues bien María quiere que oremos: nuestras dificultades se originan en la falta de oración y en el abandono del Señor: Dos iniquidades ha cometido mi pueblo: me ha dejado a mí, fuente agua viva, y se ha cavado cisternas agrietadas que no retienen el agua (Jer 2, 13). Eso es seguir lo vano (Jer 2. 5; Sal 115, S; Os 9: 10). Orar, en cambio, es guardarse de lo que es vano, de la inanidad, no de la que se espeja, sino de aquella que vacía. Orar es echar buena simiente, y la Virgen María quiere evitar que la desparramemos sobre el camino, el lugar pedregoso, entre las espinas; quiere que caiga en terreno fértil, para que produzca en cada uno según la medida de la fe que Dios le ha dado (Rom 12, 3). Es construir sobre roca firme, no sobre arena (cfr. Mt 7, 24-27). Es no interrumpir la construcción a medio concluir, es no errar el cálculo (cfr. Le 14, 2R-32): en realidad, o uno se adhiere a Dios, o se separa de El (cfr. Mt 6. 24). Puede acaecer que equivoquemos nuestros cálculos, como aquel rey que iba a dar la batalla a una hueste más numerosa que la suya (cfr. Lc 14, 31), y María quiere asistirnos en la revisión de nuestras cuentas, de manera que cuadren, en cuanto a la fe y a la caridad. La iglesia, de los papas a los fieles, ha solido recurrir a María con una oración especial, probada por la experiencia, y en la que se compendia el evangelio (Marialis Cultus. 42): el rosario, que es la corona de la bienaventurada Virgen María. Pablo VI recordaba la vigilante atención y diligente solicitud de sus predecesores para con esta plegaria contemplativa, que es conjuntamente de alabanza y de súplica. Pero sobre todo, el rosario es plegaria evangélica, centrada en el misterio de la Encarnación redentora… plegaria, pues, de orientación netamente cristológica. De hecho su elemento característico -la repetición litánica del Dios te salve, María-se convierte en incesante alabanza de Cristo, fin último del anuncio del Ángel y del saludo de la madre del Bautista: Bendito es el fruto de tu vientre (Lc. l, 42). Más aún: la repetición del Ave María forma la urdimbre sobre la que se desarrolla la contemplación de los misterios (ibid. 46). El papa recuerda que, además de la alabanza y la petición, el rosario recalca la importancia de un tercer elemento: la contemplación. Sin ella, el rosario es como cuerpo privado de su alma, y su recitación amenaza convertirse en mecánica repetición de fórmulas y contrariar la advertencia de Jesús: Cuando oréis, no seáis locuaces como los paganos, que creen ser escuchados en razón de su locuacidad (Mt 6. 7). Por su naturaleza, el rosario exige un ritmo tranquilo y un detenimiento ponderado. Que favorezcan en el orante la meditación de los misterios de la Vida del Señor, que los vean a través del corazón de la que más próxima estuvo a EL y allí descubran riquezas insondables (ibid.. 47). El rosario es una plegaria habitual, dijo Juan Pablo II en el Angelus del 29-X-1978. Basta con este recuerdo, simultáneamente doctrinal y pastoral, para asegurar nuestra devoción al rosario. Recitémoslo en familia o bien solos, en comunidad o bien en privado, delante del tabernáculo o donde nos resulte posible. Recitarlo es siquiera un deber, descuidarlo es por lo menos insensatez, hostilizarlo es grave ligereza de espíritu. De ahí que lo recitemos, no por exclusivismo devoto, ni porque intentemos alterar sus proporciones, sino porque es una plegaria excelente, a cuyo respecto… el fiel debe sentirse sereno y libre, movido por el valor intrínseco del mismo a recitarlo con sencillez y. compostura (ibid., 55). Recurrimos a ti… ¿Cómo?

Con gran confianza y con total abandono, para conseguir que dé fruto en nosotros la palabra de Dios, y no resbale estéril, como sobre duro cemento. ¿Pero quién dirá que siempre sembró sobre buena tierra? ¿Quién no ha descubierto cizaña en su campo? Y nos preguntamos: ¿Por qué no arranca luego el amo la cizaña? Pues todos somos en parte cizaña, y en parte buen grano. Hoy producimos el ciento por uno, mañana sembramos sobre roca. Hoy decimos: Vayamos también nosotros y muramos con él (Jn 11, 16), y mañana: No conozco a tal hombre (Jn 18, 17). Hoy pensamos: Ahora sí que hemos comprendido, ahora si que hablas claro (Jn 16, 29), y mañana se verifica en nosotros la frase: Cada uno de vosotros irá por su camino, y a mí me dejaréis solo (Jn 16, 3l). O sea: Hoy confiesas tus pecados y mañana vuelves a cometerlos. Ahora te propones estar en guardia, y dentro de una hora obras como si nada te hubieses propuesto (Imitación de Cristo I, 22, 6).

A ella, pues, recurrimos para presentar nuestra debilidad, nuestras flaquezas diarias (cfr. Le 17, 3-4). Este es un aspecto importante de ese llevar la propia cruz todos los días (Le 27, 3-4). De hecho, se esconde en este recurso continuo un aspecto misterioso de la fe; no se lo traduce con facilidad, pero sí se lo intuye en su sentido justo: De grado, pues, me envaneceré de mis flaquezas, para que more en mí el poder de Cristo… Cuando soy débil, entonces soy fuerte (2 Cor 12, 19 s). En realidad, Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33, 11). Mas la experiencia de ello hace que pongamos todas nuestras esperanzas en la gracia de Dios, en el maternal socorro de María, y de esa suerte tendremos verdadera humildad. Pues el mal proviene de nosotros mismos, no de Dios: Que nadie diga cuando es tentado. Dios me tienta, porque ni a Dios puede tentar el mal, ni puede El mismo tentar al mal. Más bien, tienta a cada cual la propia concupiscencia, que le atrae y seduce (San l, 13-14). Así sabemos que de nada podemos gloriarnos (cfr. Rom 3, 27; 2, 17), si no es en la esperanza de la gloria de Dios (Rom 5, 2). Nosotros: –¿A quiénes indica, una vez más? San Pablo nos enseña una gran doctrina: somos aquellos por quienes Cristo se entregó a la muerte; y nos caracterizan cuatro rasgos: somos pecadores, impíos, débiles, enemigos (Rom 5, 6-11). Pero Dios demuestra su amor por nosotros en que, cuando aún éramos pecadores, Cristo murió en favor nuestro. Por El ahora, con tanta mayor razón, cuando su sangre nos ha justificado, nos salvaremos de la ira (Rom 5, 8-9). Esto es, éramos pecadores, no sólo antes del bautismo, sino por desgracia también después. Y por esos pecados murió Cristo Jesús, porque donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Rom 5, 20). Espontáneamente exclamamos con san Pablo: ¿Qué diremos entonces? ¿Seguiremos en el pecado para que abunde la gracia? ¡Es absurdo! (Rom 6, 1). De ahí que recurramos a la Virgen María en demanda de llegar a ser cada vez más hijos de la luz (Jn 12, 36).

c) El reverso de la medalla

Lo hasta aquí dicho —que dista mucho de ser todo– se aplica al haz de la medalla, basta para contemplar el esplendor, la gloria, el gran nombre de María; pero, ¿dónde lo adquirió todo y cómo llegó a ser todo eso María? Pues nos la representamos como Reina, Inmaculada, elevada al cielo en la Asunción, siempre Virgen, Mediadora y Madre he ahí a María en su gloria-. Ahora bien, la medalla nos habla del momento en que María cree, de su caminar por la tierra delante de Dios. Tenemos que volver la medalla, y eso hace que nos preguntemos porqué; por qué mirar al otro lado, indagar en qué modo llega María a dar a luz el Cristo de la fe. Eso envuelve ante todo un significado, y es que todo cuanto cae bajo nuestra mirada, oculta una realidad ulterior. En la medalla se nos presenta María rodeada de gloria, esos símbolos de gloria requieren una atenta interpretación para ver lo que esconden. ¿Nunca hemos admirado una obra de arte? ¿Un Miguel Angel, un Leonardo, un Tiziano? Nos encantan. Pero ¿sabemos el procedimiento empleado por el artista, para llevar su obra a término’? Ese procedimiento no se manifiesta, está oculto y es invisible. Pero encierra las fatigas y los tormentos del artista; consta de sucesivos actos productores de belleza: primero un diseño escueto, luego una lenta coloración, donde las diversas partes no están aún en armonía unas con otras, por fin el equilibrio: una Gioconda, una Resurrección, una Creación. Dios es como un artista y, en la medalla, pasa lentamente de la faz al envés y nos revela el alma de María. Lleva preparando el lienzo desde toda la eternidad: Lo mismo que la Encarnación del Verbo, bienaventurada Virgen fue predestinada desde toda la eternidad a ser madre de Dios (LG, 61). Ella, pues, concibe al Hijo, en su seno y en su fe, mas de suerte que El no es engendrado de la sangre, ni de la apetencia de la carne, ni de la apetencia de varón (Jn. l. 13). Toma, empero, carne real de la Virgen María. Y a menudo nos detenemos sólo en este resultado final: pasamos por alto el lento trabajo del Padre sobre María; tememos descubrir las fases en la fe de María. Existen en esa fe tránsitos secretos, momentos oscuros: es como sembrar entre lágrimas, para luego recoger con alegría. El reverso de la medalla es la siembra entre lágrimas del Salmo 125, 5. Acontece que, como Jesús, hay que hacerse siervo obediente y obediente hasta morir en cruz; mas luego se recibe el nombre que está por encuna de todo otro nombre (Filip 2, 6-11). En lo divino se da siempre una faz y un envés, lo revelado y lo escondido, lo que se dice y lo que se calla. Ninguna importancia hubiera tenido para María concebir y dar a luz a Cristo, si ella no hubiese sido la que escuchó la palabra de Dios y la puso en práctica (cfr. Le 11, 28), y el reverso de la medalla nos dice cómo ocurre. Volver la medalla, antes aún de observar el contenido del reverso, es ya un misterio que encierra un profundo mensaje: quiere decir que no es lícito quedarse en la superficie, sino que es preciso rebasar lo humano, penetrar en el fondo, mirar más allá de lo que se ve, escuchar allende lo que se oye, percibir más que lo inmediato. Nos acercamos en este esfuerzo a la médula de la fe, y es como un método que nos permite comprender tanto las cosas celestes corno las terrestres Un 3, 12), que nos da una sabiduría no perteneciente a este mundo, sino divina… misteriosa que ha estado oculta (1 Cor 2: 6-7). Se aplica aquí el Gracias, Padre, porque revelaste estas cosas a los pequeños (Mt 11, 25). Aquí el sabio es necio, y el necio es sabio (cfr. 1 Cor I, 17-31). Hasta llegar a comprenderlo es preciso imitar a María, que lo guardaba todo y Io meditaba en su corazón (Lc 2, 19; 3, 51). María estuvo siempre a la escucha, se mostró siempre atenta, fue siempre sensible. Cuando unos símbolos o figuras particulares necesitan ser meditados, es señal de que forman un lenguaje especial, un lenguaje que tiene que ser descifrado mediante una clave que venga del mismo Dios. Jesús habló ese lenguaje: creemos a veces captar algunas de sus palabras, pero se nos escapa el lenguaje como tal. Los signos de él nos deslumbran, y somos como el pueblo que le sigue después de la multiplicación de los panes: No me buscáis porque hayáis visto prodigios, sino porque comisteis del pan y os saciasteis (Jn 6. 26). Y como no traspasamos esos signos, de ahí que se conviertan para nosotros, no en instantes de luz, sino en momentos de tinieblas. La medalla es un signo para los pobres. Para ellos tiene un profundo mensaje de fe y de esperanza, sobre todo en su reverso. Habla a los pobres y a los sencillos, a los que no van en busca de señales, sino que gozan confiadamente de lo que se les da. Es un signo que encierra al designio de la salvación, en el que resplandecen las siete lámparas de la vida cristiana. Contiene los siete dones del Espíritu Santo, que hacen de María la Madre del Buen Consejo y la sede de la Sabiduría. Si leemos esos símbolos del modo justo, ellos nos abren la dimensión de la fe, un espacio dentro del que Dios se nos revela y en el que tendemos a Dios. La medalla, pues, es un descubrimiento -sobre todo en su reverso: el estadio elemental consiste en la comprensión de los símbolos individuales; la relación misteriosa de esos símbolos supone un avance y un ahondamiento. Pero entender su lenguaje global es el grado perfecto, indispensable para que oremos y meditemos con verdadero provecho.

d) M – eme de Madre

Sobre la maternidad divina de María hay hechos de fe en los que no es preciso insistir, pues forman parte bien establecida de la revelación. Son hechos que tienen su arraigo en la mente eterna de Dios, se concretan en el anuncio del ángel, se cumplen en la cruz, se desarrollan y esclarecen a lo largo de los siglos, desde el concilio efesino hasta el Vaticano 11, y se formulan en la liturgia: Veneramos a la gloriosa Virgen María, Madre de Nuestro Señor Jesucristo (Plegaria Eucarística I). Madre, pues, de Jesucristo, no del que se transfiguró, sino del que fue clavado en cruz. Si el alumbramiento en Belén había estado exento de penas, el del Calvario acontece entre indecibles desgarros. Aunque María no solloza, está contenidamente próxima: es la culminación de su maternidad y el término de su maternidad en la tierra. Nadie fue tan valeroso como ella ni dio mayores pruebas de amor. Dos infinitos entraron en contraste: la fidelidad de Dios y la miseria del hombre. María triunfó verdaderamente en el Calvario, con un triunfo inmenso, porque inmensa fue su soledad. Fue un momento infinitamente denso de nueva energía salvadora, cuando tuvo lugar el intercambio de las voluntades postreras: Cristo Jesús, cuyo legado eucarístico estaba ya ratificado, dejaba todavía a la propia Madre en herencia. No se agotaba, pues, la maternidad, sino que se reencarnaba en la iglesia. Desde aquella hora de salvación la iglesia en María es madre del discípulo. Era la alborada de unos cielos nuevos y una tierra nueva.

La maternidad, para María, es, además de dar al Hijo una substancia corporal que es solamente de ella, darnos a nosotros (Jn 3, 16) ese Hijo juntamente con el Padre: el Padre nos lo da en sacrificio según un amor infinito, y María lo ofrece por nosotros con un amor limitado, como criatura que es, por un amor inmenso e inalcanzable. María está al lado de la cruz. Es una cercanía material, pero es también una participación en el misterio de la cruz, que es el misterio de la salvación. He ahí la corredentora que el Padre benévolamente ha elegido. Allí es donde el discípulo la recibe por madre, y ella recibe al discípulo por hijo. María llega a ser, en virtud de este hecho, Madre de la nueva comunidad mesiánica, salvada por el Hijo con su sangre. Comprender la entraña de este misterio, a nivel psicológico, pero más aún a nivel de fe, es uno de los dones más delicados selectos, del Espíritu y que asiduamente debemos implorar. ¿Qué siente el corazón de María, cuando se ve envuelto en estos hechos? ¿Cómo traspasa el Padre ese corazón, bajo un velo misterioso? Ahí arraigan las advocaciones de Madre de dolores, Reina de los Mártires, Virgen dolorosa.

Eso es lo que admirablemente representan los dos corazones. El corazón de María está representado junto al corazón de Jesús: ¿qué se nos quiere decir con eso’) El dolor de ambos, la pena d(, la Madre. el sufrimiento del Hijo: a buen seguro. Pero existe la unión, el amor mutuo precisamente en el padecimiento. No padecen aislados, cada uno por separado, sino que están unidos en la voluntad del Padre, y así expresan toda su interioridad y su esencia. Para que esto sed H51, el corazón de Jesús ha tenido que descender hasta el corazón de María, v el corazón de María ha tenido que ser elevado hasta el corazón de Jesús. De manera análoga eleva Jesús el corazón de todos nosotros, para que esté a la altura de su Pasión, Muerte y Resurrección, he ahí lo esencial, el principio, el fundamento, la base de todo. Pero leamos los evangelios, y encontraremos tormentos y separación, despegos y reproches. El día en que la Madre, llena de ansiedad y angustia, busca al hijo perdido, se oye decir: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo estar en las cosas de mi Padre (Lc.2, 50). Y es que esas palabras son una reivindicación de la filiación divina de Jesús, que tiene a Dios por Padre. y mantiene con El relaciones que sobrepasan las de la familia humana. Pero María siente esas palabras corno un latigazo. Tuvo que suponer una tremenda prueba para su corazón oír aquellas palabras incomprensibles, después de todo lo sucedido en su interior, después de todo cuanto Dios mismo le había revelado… Pues bien. en momentos como ese era cuando estaban unidos los corazones del Hijo y de la Madre. Son situaciones que nosotros llamaremos incomprensión, pero que en sí mismas son flaquezas del lenguaje. María no comprendió las palabras del Hijo. No comprender las palabras de Jesús, en nuestro propio caso, sería motivo de ofensa y frustración. En el extremo opuesto, los fariseos creen ver, pero oyen cómo se les dice: Decís: vemos; vuestro pecado permanece (Jn 9, 41). María, en cambio, se contenta con decir, humilde, que no ve, y por ese mismo hecho, ve con toda lucidez. Es dócil, dúctil, sensible; aun no estando necesitada de purificación, atraviesa los sucesivos estadios de la fe purificadora. Es obediente a la palabra de Dios. al proyecto (te] Hijo, al plan de salvación. Como Madre a la que sobrevino la tragedia de la muerte del Hijo, María es del todo capaz de comprender nuestras tragedias, las grandes lo mismo que las pequeñas: nuestro abandono, nuestra incapacidad, impotencia para el bien, nuestro querer y no poder, tender y nunca alcanzar. Tanto en la alegría como en la contrariedad está a nuestro lado, vela por nosotros en la paz y también en medio de la inquietud. También a nosotros nos la ha dado Dios por Madre; por eso es incumbencia suya formar en nosotros a hijos suyos. Con nosotros se ejerce verdaderamente su maternidad, porque nos forma, nos configura, nos lleva de la mano, nos devuelve a Dios; nos acompaña en el camino, nos conforta, nos da alivio, nos alegra. Es Una Madre con innumerables hijos en el corazón, regenerados por la sangre del Hijo, que nacieron por el bautismo y fueron creciendo por efecto de la Eucaristía. Dejémonos en todo momento guiar, conducir por María. Esté nuestro corazón junto al de ella, como el de ella esté junto al de Jesús, pues lo que acontece en el corazón de María es símbolo de lo que acontece en el seno de la Iglesia.

e) Este globo… representa a cada alma particular

Estas palabras no forman, en rigor, parte de la aparición de la medalla, sino que la preceden inmediatamente, pueden ser otro modo de expresar nuestra presencia en el corazón de María. Son palabras graves, porque llaman la atención sobre las almas, la tuya y la mía, la de todos los demás, de quienes amas y de quienes crees no amar: todos estamos en las manos y en el corazón de María, donde se desvanecen nuestras diferencias, descienden de rango hasta convertirse en disensiones de hermanos, hijos de una misma Madre. Si estamos allí, no es debido al olvido, sino todo lo contrario, merced al recuerdo materno. No tenemos allí un número, sino una vida: justo cuando nos damos por inútiles, desechados, sin propósito, importancia o virtud, entonces es cuando la Madre nos tiene presentes. Juntamente con su Hijo, ella nos guarda a nosotros: No dejará que tu pie vacile, no se adormecerá tu guardián. No se adormecerá, no se dará reposo el guardián de Israel (Sal 120, 3-4). La Madre abarca todo lo que hemos sido y somos, nuestro pasado, presente y futuro, lo remoto al igual que lo próximo, pues se acerca más a nosotros de lo que nosotros nos acercaríamos a ella. Atiende a nuestras acciones, a las circunstancias que las complican o bien las simplifican, las tristes como las alegres, las luminosas como las oscuras. Es gracias a que estamos en sus manos y en su corazón por lo que avanzamos en la fe, en la gracia, en la virtud. No la asustan nuestros momentáneos rechazos, sino que la impelen a sujetarnos mejor. Los aprovecha para demostrarnos nuestra pequeñez y la imposibilidad de remediarla, si no es mediante el poder extraordinario de la gracia. Estamos en sus manos: he ahí nuestra senda. Si corremos veloces o nos retrasamos, si tropezamos o retrocedemos: la agilidad nos viene de ella, y de ella recibimos también los lenitivos para nuestras contusiones. Ayudémonos a meditar esta solicitud con la epopeya del Salmo 106: Convirtió en arroyos el desierto, en manantiales los eriales, las marismas en campos fértiles por la malicia de los habitantes. Mas luego hizo del desierto un lago, y una fuente del terreno árido (Sal 106, 33-35). En las manos de María, la vida de todos nosotros es una aventura en la que se debaten el cielo y la tierra ante los que nosotros nos encontramos. Es un continuo aprender y enseñar, esperar en Dios y confiar en su santo nombre: El Señor es mi pastor, nada me falta… (Sal 22. 1). Al lado de María puede decirse: Aunque caminare por un valle oscuro, no temería ningún mal, pues tú estás conmigo. Y será asimismo grato repetir, como el alma que está en el corazón de María: Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no teme; aunque se inflama la batalla en contra mía, todavía tendré [confianza (Sal 26, 3). María, pues, nos pide gran confianza y total abandono: que nos abandonemos en sus manos, que esperemos confiados y dueños de nosotros mismos, que reposemos tranquilos en la voluntad del Padre, cuando cae la voluntad humana. Esta Madre nuestra hace que caiga todo lo humano, trozo a trozo, y no podría ser de otro modo. Es como si se diesen celos, y estar en manos de ella significase desembarazarnos de todos los demás. En fin, estar en sus manos significa que no nos desconoce, no nos olvida, no puede alejarnos de sí, y aún más: que es suyo todo aquello que es nuestro, bienes y gracias, cruces y tribulaciones. Nuestra regeneración se produce en el bautismo y en el Espíritu, lo que equivale a decir: maduración progresiva de la fe. Aquí la planta crece bajo la mirada de esta Madre, está confiada a sus cuidados, y ella lo dispone todo de suerte, que no nos deja solos en el proceso del crecimiento. Quiere en verdad que todos alcancen la plena madurez en Cristo, a quien hemos de acoger como niños en el corazón. Todo esto es, en el sabio, ceguera de la propia sabiduría, y en el ciego, luz de su propia ceguera. El alma cristiana, los sacerdotes, los religiosos, no pueden alejarse de las manos, del corazón de María. El sacerdote recibe las órdenes sagradas, las cuales le hacen diferente al sacerdocio común de los fieles, no sólo en grado, sino esencialmente (L.G. 10). Por la fuerza de la unción del Espíritu Santo, el sacerdote queda marcado con un carácter especial que le asemeja a Cristo, Sacerdote, de suerte que pueda actuar en nombre de Cristo Cabeza de la Iglesia (PO, 2).

Esta, por consiguiente, en manos de Marín de modo privilegiado. En ella, que es Madre de la Iglesia, el sacerdote halla el modelo de la propia entrega a Cristo. De manos de ella espera él la fe y el amor que harán fructífera la participación humana en el sacerdocio de Jesucristo. Y así como María fue fiel hasta el final, así él confía en perseverar en la obra apostólica para el provecho de sus hermanos. Sobre todo. encuentra en ella el modelo de la unión con Cristo, que se verifica de un modo excepcional. Los religiosos y religiosas han consagrado su vida a la Iglesia. Para superar la tensión entre la acción y la oración, entre el apostolado y la contemplación, deben mirar hacia María, que atiende a la única cosa necesaria y que acude a las necesidades de otros, de Isabel, en Caná, junto a los discípulos en Pentecostés. Si la vocación especial de los religiosos consiste en dar testimonio del Reino de Dios, la vida terrenal de María fue el testimonio más perfecto de él. Por los votos, los religiosos se ponen a disposición de sus hermanos, en una más amplia familia humana; unos buscan un apostolado más libre, otros una oración más eficaz: y todos quieren estar más unidos a Cristo. El corazón de María, que está unido al de Cristo, es de nuevo el modelo de esta consagración. La unión a la misión de Cristo es un misterio, y consistió sobre todo en el holocausto de la voluntad. Por eso dice Cristo, cuando entra en el mundo: No has querido sacrificios ni ofrendas, sino que me adaptaste un cuerpo… Entonces dije: Heme aquí, oh Dios, voy a hacer tu voluntad. Y el autor de la Carta a los Hebreos añade luego una reflexión de capital importancia: Después que ha dicho: no quisiste ni apeteciste sacrificios ni ofrendas…. prosigue: Heme aquí, que voy a hacer tu voluntad. Con lo cual deja abolido el primer sacrificio para instituir uno nuevo (Heb 10, 5-9). Ese nuevo sacrificio es el de la voluntad, consistente en hacer o dejar de hacer lo mismo que Cristo hizo o dejó de hacer; es el sacrificio en el que Cristo revela o deja de revelar algo de sí mismo. Con Cristo, con esta entrega de su voluntad, estaba el corazón de María. Y en María encuentran los religiosos el modelo de su silenciosa inmolación, de su libación gota a gota en ofrenda, sobre el polvo del altar, unidos siempre al sacrificio y a la obra salvadora de Cristo: en el silencio exterior e interior, en la adoración que une, en la acción que evangeliza para bien de los pobres.

Reflexiones para concluir

La medalla, con todo lo que encierra, debe ser tema de mucha reflexión, para que se la comprenda y acepte, y esa reflexión debe hacerse en la fe y en la oración para que entregue todo su contenido y su precioso valor. No se ha revelado aún del todo su contenido doctrinal. Mas una experiencia de siglo y medio atestigua su eficacia, y no sólo en el campo sobrenatural sino aún en el natural. Llevar la medalla es proclamar que María está con nosotros, y nosotros con ella, dondequiera que vayamos o estemos. Somos portadores de una vocación consistente en escucharla y seguirla, estar y permanecer a su lado y actuar por su poder. Es dejar que se apodere de nosotros, abandonar todo aquello que es de nuestra propia hechura, romper con ello, para adoptar lo que ella nos propone. Y así María nos va llevando por la vía del silencio, del sacrificio, de la interioridad creyente, de la entregada oración: precisamente hoy, cuando todo se está haciendo exterior, cuando cunde el envanecimiento en !o externo, y no en el corazón (2 Cor 5, 12). Lo que esta Madre quiere es que sus hijos guarden en el corazón, mediten y pongan en práctica la palabra que es, y de quien es, Hijo por excelencia, Hijo de Dios. En siglo y medio que lleva existiendo la Medalla Milagrosa, las gracias por ella obtenidas son innumerables, y no podrían ni siquiera resumirse aquí. Son favores y milagros de todo género, y ¿quién hay tan extraño que ignore semejantes cosas? (cfr. Lc 24, 18).

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