«Complazcámonos en instruir lo mejor que podamos, a estas criaturas redimidas por la sangre del Hijo de Dios, a fin de que lo alaben y lo glorifiquen eternamente»
Santa Luisa de Marillac.
Bajo la dirección de san Vicente, Luisa comprendía cada vez más esta verdad que él le enseñaba con su ejemplo y con sus criterios, es decir, que a la caridad hay que añadirle la instrucción.
Atormentada también por la dolorosa comprobación de la miseria, estimulada por la admirable actividad de su director, entrevió el medio de poner remedio a la ignorancia, causa por la que «el pobre pueblo del campo muere de hambre y se rebela. Evitar el sufrimiento les parecía a los dos muy necesario, pero prevenirlo era aún más esencial: nada mejor, pues, que la enseñanza. A partir de aquí, «las pequeñas escuelas».
La enseñanza en tiempo de san Vicente de Paúl
La influencia nefasta de las guerras de religión se había hecho sentir en este territorio como en todo el resto.
Antes, la enseñanza primaria estaba muy extendida. El embajador veneciano Marino Justiniani constata que en 1535 «todo el mundo, por pobre que sea, aprende a leer y a escribir». Las patronas, las amas de casa, que cogían niñas para que aprendieran un oficio o para su servicio doméstico, se comprometían a enviarlas al colegio. No obstante, como consecuencia de los pillajes, incendios y destrucciones causados por las guerras la ignorancia crecía en el reino. Enrique IV constataba en sus cartas de junio de 1590.
La instrucción de las jóvenes en la primera mitad del siglo XVII, había suscitado en la Iglesia nuevas congregaciones, destinadas a las ciudades y a los pueblos grandes. En la conferencia del 16 de agosto de 1641, san Vicente decía a las hijas de la caridad:
«La ciudad está prácticamente llena de religiosas, es justo que os vayáis a trabajar a los campos».
Y a la señorita Le Gras le escribía para que sus hijas se ejercitasen en lectura y en costura, con el fin de que puedan trabajar en el campo».
El estado no se interesaba por la instrucción en los pueblos. Para colmo de males la mayor parte de las aldeas no tenían pastores instruidos y vigilantes que pudieran ocuparse de la formación religiosa de los niños. Esto inquietaba a Vicente de Paúl. Hasta un hereje le había señalado «a los católicos del campo abandonados en manos de curas viciosos e ignorantes, que no están instruidos en sus deberes, y en su mayoría ni siquiera saben lo que es la religión cristiana». Para remediar esta dolorosa situación había enviado a misioneros para evangelizar al pobre pueblo del campo. Ahora miraba por los niños de estas pobres gentes, y los confiaba a su colaboradora.
Luisa de Marillac, educadora …su propia formación
Siendo espíritu cultivado, Luisa, muy joven aún, había estudiado literatura, artes, ciencias, latín e incluso filosofía, que su padre le había enseñado «para formarle el entendimiento y para darle entrada en las ciencias superiores». Se entretenía a menudo con ella para disfrutar de la sabiduría de sus razonamientos y de la amplitud de sus conocimientos. Sus primeros estudios los había hecho en el monasterio real de san Luis, en Poissy, donde en todo, en las personas y en las cosas, se respiraba el gran mundo y el gran siglo al mismo tiempo.
Seguramente asustado por el lujo de una educación superior a su fortuna, el padre de Luisa la sacó de Poissy y la puso en pensión en París «para enseñarle hacer trabajos con arreglo a su condición». Cambio providencial para aquella que Dios destinaba a la formación «de las buenas jóvenes del campo», porque esta educación más profunda se completaba con un programa de educación doméstica y profesional, que normalmente hace una madre. Por otra parte, Luisa había aprovechado múltiples lecciones aprendidas en la escuela de la experiencia. Allí fue donde llegó a comprender que, para educar a un ser, hay que conocer necesariamente su papel y sus funciones en la vida.
Luisa en acción
En sus visitas a las cofradías, Luisa, como ya lo hemos notado, establecía escuelas de caridad, visitaba las que ya existían, las sustentaba, las reorganizaba si era preciso, y pasaba así, sin apenas reposo, de un pueblo a otro.
Una carta de san Vicente de 1631, cita el enorme bien que ha hecho la señorita Le Gras en Montmirail y en Villepreux en la instrucción de los niños, «pide al señor cura que advierta a sus parroquianos en la homilía y que los incite para que envíen a sus hijas a casa de dicha señorita…».
Catequizar ella misma a los niños de los pueblos no le bastaba, porque veía el momento de su marcha y se preguntaba quién mantendría la obra comenzada. No consideraba su visita como completa hasta haber dejado o enviado una maestra en su lugar. Señalando este hecho, Gobillon atestigua que «si había una maestra en el lugar, le daba consejos útiles; si no había, formaba una».
La primera de estas maestras que vinieron a formarse a la escuela de Luisa de Marillac fue Margarita Naseau, aquélla que permanecerá a través de los siglos como el tipo ideal de la verdadera sierva de los pobres. Hablando de su formación anterior, Vicente asegura que no tuvo «casi otro maestro o maestra más que Dios…» En términos sencillos y conmovedores, prosigue:
«Movida por una fuerte inspiración del cielo, tuvo el pensamiento de instruir a la juventud, compró un alfabeto y, no pudiendo ir al colegio para aprender, le rogaba al señor cura o al vicario que le dijera cuáles eran las cuatro primeras letras. Otra vez le preguntó cuál eran las cuatro siguientes y así hasta el final. Después, mientras cuidaba sus vacas, estudiaba su lección. Si veía pasar a alguien que parecía que sabía leer, le preguntaba: «señor, ¿cómo se pronuncia esta palabra?
Así es como en su propia escuela, al aire libre, Margarita había aprendido laboriosamente a leer; primero letra por letra, después palabra por palabra, por fin frase por frase. Entonces se le ocurrió la idea de «enseñar a otras chicas del pueblo». Antes de decidirse, le consultó a Vicente de Paúl; le contó cómo se había formado y le preguntó si estaría bien que montara una escuela.
«Claro que sí, le respondió, es más, se lo aconsejo». Pronto se alegró al ver a dos o tres de sus alumnas dedicarse, como ella, a la instrucción de los niños de un pueblo, después de los de otro. Su auditorio aumentaba cada vez más; las chicas mayores se sumaban a las pequeñas. A las que no podían venir de día, les dedicaba sus noches, «y esto sin motivo de vanidad o de interés, sin otro deseo que la gloria de Dios». Las pruebas no le faltaban en esta vida de entrega; «cuanto más trabajaba en la instrucción de la juventud más se reían de ella los campesinos y la calumniaban. Su celo, no obstante, era cada vez más ardiente…».
No era siempre fácil encontrar «buenas jóvenes» como ésta, capaces de hacerse maestras de escuela. Estas líneas de 1632 hacen alusión a las dificultades de este reclutamiento:
«Pienso vivamente en establecer en Villeneuve una maestra, ¿pero dónde la encontraremos? A Germana no le disgustaría ir, por lo que puedo ver en una carta que me ha escrito el señor Belin, pero ¿cómo la retiramos de Villepreux si no ponemos otra y además dónde la encontraríamos?… Cuando usted venga por aquí se le pondrá al corriente, cosa que puede ser uno de los días de la próxima semana, si le parece; y aún así usted les prometerá a las madres de sus escolares que les enviará una maestra lo más pronto que pueda, o que las irá a ver y hablará del medio de alojar a una maestra y sostenerla».
«Se le avisó», de tal suerte, que en las caridades que se siguieron estableciendo encontramos cláusulas fijando las atribuciones y los deberes de las maestras. Una solución aún más eficaz se ve en una regla hecha por Luisa, revisada por Vicente.
«La superiora, leemos, recibirá en dicha cofradía a las chicas del pueblo que considere apropiadas para este oficio… les enseñará la forma para mejor asistir a los pobres enfermos… para mejor organizar las escuelas en el campo… Las chicas por su parte… enseñarán a las niñas pequeñas de los pueblos y tratarán de formar a algunas para que hagan las mismas cosas en su ausencia, y todo esto por amor a Dios y sin ninguna retribución».
Algunos meses más tarde, las primeras hijas de Luisa abandonarán la casa donde viven en comunidad para ir, por lo menos dos juntas, a ponerse al servicio de los pobres enfermos y al servicio de la instrucción de la juventud.
Las peticiones llegan de todas partes. En 1636, es la duquesa de Liancourt quien las solicita; dos años más tarde, los padres de la misión establecidos en Richelieu acaban de fundar una cofradía de caridad y piden dos hijas para la clase y para secundar a las damas, al lado de las víctimas de una epidemia que azota entonces el país; san Vicente puede constatar con alegría que «las dos siervas de los pobres, que hemos mandado de aquí, hacen maravillas, una al cuidado de los enfermos y la otra al de la instrucción de las niñas».
El 21 de agosto de 1640, la marquesa de Maignelay escribe a Vicente:
«Hace algún tiempo, escribí a la señorita Polaillon para saber de la señorita Le Gras, si podía hacer la caridad de enviar alguna maestra para las chicas de este lugar (Nanteuil). Pero deseamos que pueda enseñarles un oficio, porque sin esto los habitantes de este lugar pondrán dificultad en apartarlas del maestro, que no les cuesta nada y aprenden con los chicos.