«Muchas otras cosas deberá ser y hacer la Iglesia; pero si no está transida —por cristiana y por humana— de la misericordia de la parábola, si no es, antes que nada, buena samaritana, todas las demás cosas serán irrelevantes y podrán ser incluso peligrosas si se hacen pasar por su principio fundamental» (Jon Sobrino).
Pequeña historia del amor samaritano
Las transformaciones sociales, políticas y culturales han hecho que la acción social y caritativa de la Iglesia se manifestara de formas muy diversas a lo largo del tiempo. En esta primera parte del capítulo ofreceremos una visión panorámica de la historia del amor samaritano.
Atención a los pobres
Desde los tiempos más remotos, el mandamiento nuevo del amor impulsó a los cristianos a compartir sus bienes con los hermanos necesitados. Al principio fue de modo espontáneo, como en la primera comunidad de Jerusalén, donde vendían sus propiedades para distribuir entre los demás el dinero obtenido (Hch 2,44-45; 4,34-35). Pero, naturalmente, a medida que crecía el número de los creyentes, resultó imprescindible algún tipo de organización, y el primer intento, todavía dentro de la Iglesia apostólica, fue la elección de 7 diáconos para encargarles esa tarea (cf. Hch 6,1-7).
Naturalmente, con esa acción organizada siguió coexistiendo la generosidad espontánea, que a veces llegó al extremo de venderse uno a sí mismo como esclavo para ayudar a los pobres con el dinero obtenido, o bien ocupar el lugar de un esclavo para conseguir su libertad. San Clemente Romano dice en el año 96 d.C. que «muchos» procedían así. Nos constan algunos nombres: San Pedro el Colector mandó a su tesorero que le vendiera en provecho de los indigentes, y San Serapión se entregó a una pobre mujer para ser vendido a unos juglares griegos.
Según Tertuliano, los paganos admiraban la generosidad con que compartían sus bienes los cristianos: «Mirad —decían— cómo se aman entre sí». Evidentemente, no todos eran igual de generosos. Hermas criticó a algunos cristianos ricos que se alejaban de la comunidad «por miedo a que se les pida algo».
Hacia la mitad del siglo IV, encontramos documentada la existencia de diakonías, tanto en los monasterios como en las diócesis, para atender a los necesitados. En el mundo latino se llamaban «matrículas», porque atendían a los pobres «matriculados».
Por aquellos años, la organización del servicio a los pobres alcanzó ya sorprendentes niveles de complejidad y eficacia. San Basilio, por ejemplo, fundó en la periferia de su sede episcopal (Cesarea de Capadocia) un barrio, llamado inmediatamente «Basiliada», para centralizar allí todos los servicios de asistencia a los necesitados: tenía edificios destinados al cuidado de los enfermos, indigentes y peregrinos, asilo, hospedería, talleres de artesanos de distintos oficios, etc. Nadie pudo denunciar a los ricos aferrados a sus riquezas con más autoridad moral que él, porque, junto a su hermana Santa Macrina —pertenecían a una familia muy rica—, dedicaron a esa obra todos sus bienes personales.
Además, para luchar contra los especuladores, almacenaba grano durante los años de buenas cosechas, vendiéndolo a precio normal en los años de escasez. A su muerte, los judíos y los paganos se unieron a los cristianos en el cortejo fúnebre, testimoniando así que había beneficiado a todos por igual.
Es imposible calcular la cuantía que alcanzaban las ayudas por aquel tiempo, aunque existen algunos indicios. Por ejemplo, San Juan Crisóstomo dice en uno de sus sermones: «La Iglesia (de Constantinopla), cuyas rentas no llegan a las de uno de esos grandes opulentos, ni aun de los muy ricos, socorre diariamente a tantas viudas y vírgenes que su lista ha alcanzado la cifra de los tres mil […]. Con diez personas que se decidieran a gastar como la Iglesia, no quedaba un pobre en toda la ciudad».
Es significativo el testimonio de un hombre que odiaba visceralmente a los cristianos: El emperador romano Juliano el Apóstata ( 363) escribe en una de sus cartas: «¿Cómo no vemos que lo que más ha contribuido al crecimiento del ateísmo (= el cristianismo) es la humanidad con los extranjeros y su cuidado en enterrar a los muertos? Es vergonzoso que los impíos galileos (= cristianos), además de alimentar a sus mendigos, alimenten a los nuestros, mientras se ve que nosotros los tenemos faltos de cualquier ayuda».
Otras formas de servicio
La atención a los pobres no se limitaba a las acciones asistenciales, sino que incluyó desde muy pronto tareas de promoción, entre las que destaca la educación. Las Constituciones Apostólicas (IV,1-2) establecieron que los niños sin padres fueran entregados en adopción a las familias cristianas para que los educaran, y los niños pobres fueran confiados a maestros artesanos para que aprendieran un oficio. Varios siglos después, un decreto del III Concilio de Letrán (1179) ordenó «anexionar a cada iglesia una escuela, que deberá ocuparse especialmente de los pobres». Y más tarde empezaron a multiplicarse las órdenes y congregaciones religiosas dedicadas a la educación de los niños sin recursos.
Podemos decir incluso que hasta tiempos muy recientes sólo la Iglesia se preocupó de la educación popular. Ni siquiera los ilustrados, que tanta importancia concedían a la educación, pensaron en llevarla al pueblo. Voltaire, por ejemplo, escribió: «Yo dudo de si el populacho tiene tiempo o capacidad para la educación. Morirían de hambre antes de hacerse filósofos. Parece esencial que deban ser mendigos ignorantes. No es el trabajador el que debe ser instruido, es el buen burgués y el hombre de la ciudad. Por eso no hemos pretendido nunca ilustrar a los zapateros y a las sirvientas; eso se deja para los apóstoles (On n’a jamais prétendu éclairer les cordonniers et les servantes, c’est le partage des Apotres)».
En España también podemos encontrar testimonios semejantes. Cuando el socialista Antonio J. Cervera fundó una escuela para adultos en Madrid y pidió autorización y ayuda a D. Juan Bravo Murillo, el ministro de Isabel II le contestó: «¿Que yo autorice una escuela a la que asisten 60 hombres del pueblo? ¡No en mis días! Aquí no necesitamos hombres que piensen, sino bueyes que trabajen».
La Iglesia se volcó también desde los primeros momentos en el campo de la salud. Durante la peste que asoló Alejandría el año 260, por ejemplo, mientras los paganos abandonaban aterrados a sus seres queridos contagiados, los cristianos se dedicaron a cuidarlos amorosamente, contrayendo muchos de ellos la terrible enfermedad. Eusebio de Cesarea ( 339) ha dejado una detallada crónica de aquellos sucesos.
Debido al culto que la antigüedad concedió al cuerpo y a la belleza física, en el mundo helenístico no existían los hospitales. «En la Grecia clásica, tanto el enfermo como el minusválido son vistos como seres deformes a los que hay que relegar y menospreciar, cuando no destruir. […] La idea de crear establecimientos hospitalarios es fruto directo de la predicación cristiana)». Según San Jerónimo, el primer hospital lo fundó una noble romana llamada Fabiola —famosa gracias a una popular novela del cardenal Wiseman—, donde ella misma cuidaba con tanto afecto a los enfermos más repugnantes que los pobres con buena salud «llegaron a envidiar a los enfermos». Pero San Jerónimo ignoraba que unos años antes —hacia el 370— había fundado San Basilio un hospital —bien grandioso, por cierto— y una leprosería en la «Basiliada», esa ciudad solidaria de la que hablamos un poco más arriba.
Los hospitales fueron multiplicándose sin cesar, de modo que en los siglos XII y XIII los encontramos, promovidos por cofradías, en todas las ciudades y pueblos importantes de Occidente. En la Europa oriental, dondequiera se fundaba una ciudad, los cistercienses, los premonstratenses y la Orden de los Caballeros Teutónicos (una orden militar que profesaba la regla hospitalaria de la Orden de San Juan) erigían hospitales.
Todavía en la Edad Moderna, «en caso de epidemia, los religiosos eran muchas veces los únicos dispuestos a atender a los enfermos, con riesgo de su propia vida». Incluso ha habido congregaciones —como las Hermanas de la Caridad de Santa Ana— con un voto especial de atender a los enfermos contagiosos y pestilentes. También los Hermanos de San Juan de Dios y los Camilos tienen un cuarto voto de servicio a los enfermos.
En este campo podemos decir algo muy parecido a lo que vimos en la educación. Todavía hace doscientos años, la sanidad no podía funcionar sin aquellos y aquellas que, movidos por la caridad cristiana, servían a los enfermos. Como es sabido, el 28 de abril de 1792, la Revolución Francesa suprimió todas las órdenes y congregaciones religiosas.
Pues bien, se produjo tal caos en los hospitales (y en las escuelas) que, a partir del 22 de diciembre de 1800, «la ciudadana Duleau, antes Superiora General de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl», fue autorizada a admitir nuevamente postulantes y formarlas para el servicio de los hospitales.
En realidad, basta leer cualquier historia de la vida religiosa para comprobar que no ha habido ningún problema social del que no se haya hecho cargo la caridad cristiana: para atender a los leprosos se fundó en Jerusalén la Orden de San Lázaro, que llegó a tener 3.000 leproserías; para redimir cautivos nacieron los Mercedarios y los Trinitarios, que, entre otras actualizaciones de aquel carisma, trabajan hoy en las prisiones; para asistir a los enfermos en sus propios domicilios fundó Santa Soledad Torres Acosta, en 1851, las Siervas de María, Ministras de los enfermos; para atender a los enfermos mentales el Beato Benito Menni fundó, en 1881, las Hospitalarias del Sagrado Corazón; para servir a los ancianos Santa Teresa de Jesús Ibars y Jornet fundó, en 1873, las Hermanitas de los Ancianos Desamparados; para atender a las jóvenes que trabajaban en el servicio doméstico en las grandes ciudades, lejos de sus hogares, Santa Vicenta María López Vicuña fundó, en 1876, las Religiosas de María Inmaculada; para trabajar con jóvenes inadaptados y delincuentes el P. Luis Amigó fundó, en 1889, los Terciarios Capuchinos de Ntra. Sra. de los Dolores; al servicio de las prostitutas, «el oficio más antiguo del mundo», aparecieron varias congregaciones: las Oblatas de Cristo Redentor, las Adoratrices del Santísimo Sacramento, las Hermanas Trinitarias...; San José Benito Cottolengo ( 1842) fundó la «Piccola Casa», donde a nadie se niega la entrada y vive de un continuo milagro de la Providencia; etc.
Medidas contra los falsos pobres
La Edad Media fue la edad de oro de los mendigos, debido a la sobreabundancia de limosnas. Por ejemplo, el monasterio de Cluny, al comenzar la cuaresma, distribuía carne a varios centenares de pobres; de las comidas distribuidas en sufragio de los monjes difuntos se beneficiaban cada año más de 10.000 pobres; en las grandes fiestas eran socorridos entre 1.500 y 2.000 pobres. Aunque ya dentro de la Edad Moderna, en España fueron famosos por su prodigalidad el cardenal Espínola, que llegó a repartir en Sevilla 14.000 hogazas de pan diarias en el crítico 1679, o Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia, que auxiliaba todos los días a 500 pobres. El monasterio de Guadalupe —uno de los más ricos— se distinguió igualmente por su prodigalidad.
Los cristianos medievales veían a Jesucristo bajo los harapos de los mendigos y les ayudaban con generosidad. La limosna, que en un primer momento se daba por caridad hacia el desvalido, fue convirtiéndose progresivamente en una especie de inversión para ganar el cielo, «llegándose en algún momento a deducir que, si el pobre no existiera, habría que inventarlo, a fin de poder seguir dando la limosna salvadora».
Los mendigos conocían perfectamente la importancia que tenían dentro de aquel orden social, y eso hacía que, junto a los pobres auténticos, muchos eligieran la mendicidad como una profesión más. El registro de los impuestos de Augsburgo, de 1475, aporta un dato documental interesantísimo: entre los 4.485 contribuyentes que figuran en la relación hay 107 mendigos. Éstos constituían una categoría «profesional» propia y debían pagar los mismos tributos que los trabajadores a jornal. De hecho, como cualquier otro gremio o profesión, los mendigos tenían un patrón: San Martín de Tours.
Ciertamente, ya en tiempos del emperador Justiniano se decretaron medidas para «contener el escándalo moral, el desorden civil, el derroche de energía productiva que representaba, a los ojos del legislador, el flujo de pobres válidos en Constantinopla». Y en España, desde los tiempos de Alfonso X el Sabio, se toman también algunas medidas contra esas gentes que «non tan solamente biven del sudor de otros syn lo trabaiar e merescer», sino que, además, dan mal ejemplo a los que «les veen fazer aquella vida, por lo cual dexan de trabajar e tornanse a la vida dellos». Pero es necesario esperar a la Edad Moderna para encontrar una auténtica proliferación de leyes contra los falsos pobres.
En la Edad Moderna la mentalidad social se modifica sustancialmente en este tema, como en tantos otros. La existencia de los mendigos, como una masa de no trabajadores, parece dañina para el bien público y, en todo caso, disfuncional. En consecuencia, se adoptan distintas medidas para expulsar de la ciudad a los mendigos forasteros, obligar a trabajar a los mendigos válidos y asistir en establecimientos especializados a los demás, prohibiéndoles mendigar. El Edicto para los Países Bajos promulgado por Carlos V el 6 de octubre de 1531, durante su estancia en Gante, marcó el inicio de la nueva política frente a los pobres.
Esa nueva forma de interpretar la caridad dio origen a una viva controversia teológica. Abrió la polémica Lutero, que, en su apelación «A la nobleza cristiana de la nación alemana acerca del mejoramiento del Estado cristiano», de agosto de 1520, tomó clara postura a favor de la nueva mentalidad: «Una de las grandes necesidades es la de abolir toda mendicidad en la cristiandad entera. Entre los cristianos nadie debe mendigar jamás». Su propuesta es que «cada ciudad cuide a sus pobres y no admita pordioseros ajenos». Debe ayudar solamente a quienes lo necesitan; y a éstos basta darles «lo suficiente para no morirse de hambre y frío».
Entre los católicos merece destacarse el «De subventione pauperum«, publicado en Brujas en 1526 por el valenciano Juan Luis Vives. En su opinión, la asistencia social debe organizarse de modo que únicamente se beneficien de las limosnas los incapacitados para trabajar y quienes todavía no han logrado encontrar un trabajo fijo; pero tanto a unos como a otros hay que exigirles ciertas contraprestaciones, «no sea que por el ocio aprendan la desidia».
En opinión de Bataillon, Vives «traduce el espíritu puritano y laborioso de una burguesía mercantil cuyas empresas no podían desarrollarse sin una abundante mano de obra». Quizá sea verdad, pero, desde luego, mucho tiempo antes San Pablo había dicho ya: «Quien no quiera trabajar, que tampoco coma» (2 Ts 3,10).
El tratado de Vives dio origen a una apasionada polémica en los ambientes católicos europeos. Unos le apoyaron (Pietro Papus, Conrado Wimpina, etc.), mientras otros le atacaron. Entre éstos últimos destacó la cerrada defensa de los planteamientos tradicionales sobre la limosna que hizo el dominico segoviano Domingo de Soto en un libro publicado el mismo año de la apertura del Concilio de Trento (1545). En su opinión, para ayudar a cuatro pobres verdaderos es preferible dejarnos engañar por veinte fingidos antes que arriesgarnos a rechazar, con los fingidos, a un solo pobre verdadero.
La polémica siguió. Juan de Robles, abad del monasterio benedictino de San Vicente (Salamanca), publicó inmediatamente un libro refutando los planteamientos del segoviano, mientras el agustino español Leonardo de Villavicencio, residente en los Países Bajos, apoyó a Soto, tachando las nuevas ideas de próximas al luteranismo y al paganismo. Bataillon comenta: «Para defender la concepción tradicional de la limosna surge ahora un monje español de la Orden de San Agustín, agente secreto de Felipe II en Flandes, predicador a sueldo de la ciudad de Brujas y buen espécimen del omnipotente monaquismo».
Haciendo abstracción de las medidas concretas que unos y otros proponían, podríamos decir que la polémica sigue viva todavía hoy entre quienes propugnan que toda manifestación de caridad será siempre valiosa por sí misma y los partidarios de unir la eficacia a la caridad.
El fundador de la caridad moderna
Ante la imposibilidad de dar cabida en esta brevísima historia del amor samaritano a las muchas figuras que han destacado en el servicio a los pobres, lo haremos solamente con quien León XIII proclamó en 1985 patrón de la acción caritativa y social de la Iglesia: San Vicente de Paúl. Vivió cuando todavía era muy intensa la polémica, recordada hace un momento, entre los defensores de la concepción tradicional de la limosna y los partidarios de unir la eficacia a la caridad, situándose tan claramente junto a éstos últimos que Renan lo llama «fundador de la caridad moderna».
Primeros pasos de Vicente de Paúl
Vicente de Paúl nació el 24 de abril de 1581 en un pueblo pobre y pequeño de la Gascuña que entonces se llamaba Pouy y hoy se llama Saint-Vincent de Paul.
Como el estado eclesiástico era la única forma de promoción social que entonces tenían los pobres, fue a estudiar a la Facultad de Teología de Toulouse gracias al dinero obtenido por su padre vendiendo lo que constituía su único patrimonio: una pareja de bueyes. Por aquel entonces, su máxima aspiración era desclasarse escapándose individualmente de la pobreza y de los pobres, como pone de manifiesto la siguiente confidencia hecha al final de su vida: un día, siendo estudiante, fue a visitarle su padre, pero él se negó a recibirle porque, «como estaba mal trajeado y era un poco cojo, me daba vergüenza de ir con él y de reconocerlo como padre» (XI, 693).
Se ordenó sacerdote el 23 de septiembre de 1600 —sin haber cumplido todavía 20 años, lo cual contravenía las normas establecidas por el Concilio de Trento—, y durante los primeros diez años estuvo buscando algún «beneficio» que le permitiera vivir sin trabajar.
Quizá sea útil una explicación: el sistema de los «beneficios eclesiásticos» fue propio del Antiguo Régimen, desapareciendo en Francia con la Revolución Francesa, y en España con las desamortizaciones del siglo XIX. Se denominaba «beneficio» un cargo pastoral que otorgaba al «beneficiado» unas rentas procedentes de los impuestos religiosos («diezmos y primicias»), las tasas litúrgicas (los llamados «derechos de estola») y los rendimientos del patrimonio vinculado a dicho beneficio. Si el beneficiado no quería vivir en el lugar de su beneficio, podía en-comendar el trabajo pastoral a un vicario, pagándole las «congruas» (la renta fijada por las sinodales de cada diócesis), y el resto de los ingresos era para él. Éstos eran, al parecer, los planes iniciales de Vicente de Paúl: conseguir un «decoroso beneficio» que le permitiera «un retiro honroso» (I, 86)… ¡cuando acababa de ordenarse!
Ruego al lector que no interprete esto con la mentalidad actual. Vicente de Paúl no hizo una farsa al solicitar las órdenes sagradas con esas intenciones. Simplemente, estaba dentro de un sistema viciado; y, como él decía, la pasión por las riquezas era entonces «mucho mayor en los eclesiásticos que en los laicos» (XI, 644).
Podemos afirmar, incluso, que era un hombre piadoso, aunque todavía no era santo. Prueba de ello es que solicitó la dirección espiritual de un gran maestro, Pierre de Bérulle, que le orientó con acierto. Y, de hecho, en esa etapa de su vida dio varias muestras de autenticidad cristiana. Acusado, por ejemplo, de un robo que no había cometido —seis años después confesó el verdadero ladrón—, reaccionó con ejemplar mansedumbre evangélica. Mayor todavía fue la prueba que hubo de vivir cinco años después de su ordenación: el barco en que viajaba fue atacado por los turcos cerca de la desembocadura del Ródano, y a él lo vendieron como esclavo en el mercado de Túnez. Durante los dos años que permaneció cautivo pasó por las manos de cuatro amos, el último los cuales fue un antiguo sacerdote que, apresado tiempo atrás como él, se convirtió al Islam para librarse de la esclavitud y vivía en compañía de sus tres mujeres. Vicente no sólo se mantuvo fiel a la fe cristiana, sino que recuperó para ella a su amo, fugándose juntos en un pequeño esquife. Al regresar a Francia, siguió, no obstante, persiguiendo el ansiado beneficio.
Pobres al servicio de los pobres
Trece años después de su ordenación sacerdotal, en 1613, fue nombrado preceptor de una familia aristocrática: los Gondi. Habitualmente vivía el matrimonio y sus hijos en el palacio que tenían en París; pero cuando les acompañaba a sus feudos en el campo, viendo de cerca la espantosa miseria material y espiritual del pueblo, fue transformándose en santo que hoy conocemos. A los pobres dedicó el resto de su vida.
En 1917, durante el sermón dominical pronunciado en la parroquia de un pequeño pueblo llamado Chátillon-les-Dombes (hoy Chátillon-sur-Chalaronne), habló de una familia abandonada y vio cómo todos se movilizaron en su ayuda con tanta generosidad como imprevisión (IX, 232-234). «Esto es —se dijo— una gran obra caritativa, pero no está bien organizada; esos pobres enfermos tendrán demasiadas provisiones de golpe, pero se echarán a perder y se estropearán, y después volverán a caer en su primera necesidad». Y en seguida fundó allí la primera de las «Caridades» (el equivalente actual podrían ser las Cáritas parroquiales), que después fueron multiplicándose por toda la geografía nacional.
Para ser beneficiario de las cofradías de Caridad era necesario ser pobre y estar enfermo. Lógicamente, las Caridades tenían muchos gastos: debían alimentar a los enfermos, adquirir medicamentos, pagar al médico, conservar y adquirir muebles, entregar los estipendios de las misas… A veces establecían manufacturas en casas de alquiler donde los muchachos pobres de 8 a 20 años encontraban alojamiento, aprendían un oficio y trabajaban bajo la dirección de un maestro artesano, comprometiéndose bajo juramento a enseñar después gratuitamente el oficio a nuevos muchachos pobres. Como los donativos espontáneos no eran bastantes, tenían cepillos en los templos y en los albergues, hacían colectas en las iglesias y por las casas. En algunos lugares, la Caridad compraba ovejas y vacas, que se marcaban con un distintivo y se distribuían entre los asociados para que las llevaran a pastar junto a las suyas propias. Así obtenían recursos con la lana, la leche y los terneros que nacían.
Las primeras Caridades fueron de mujeres. Posteriormente se establecieron algunas de hombres, y otras mixtas; pero las que mejor funcionaban eran las femeninas: a los hombres fue necesario apartarles de la administración, por diversas irregularidades. El Señor Vicente —se hacía llamar Monsieur Vincent, a secas, para no inducir a error sobre su origen campesino— dirá: «Yo puedo dar este testimonio en favor de las mujeres: que no hay nada que decir en contra de su administración, ya que son muy cuidadosas y fieles» (IV, 71). Hoy la Asociación Internacional de Caridades está presente en 55 países y cuenta con más de 250.000 voluntarios.
Pero volvamos al siglo XVII. Generalmente, en los pueblos las mujeres que integraban las Caridades hacían bien su trabajo. En París, en cambio, las señoras daban dinero con generosidad, pero la mayoría de ellas eran incapaces de llevar la olla de sopa a los tugurios, porque les ahogaba el olor que había en ellos. Enviaban a sus criadas, que obedecían, pero no siempre tenían amor y respeto a los pobres. Por eso, poco a poco se le fue imponiendo al Señor Vicente una evidencia: sólo los pobres, o quienes acepten empobrecerse, pueden ayudar a los pobres. Y así fundó en 1633 —con la ayuda de Santa Luisa de Marillac, una excelente colaboradora que le envió la Providencia— la Compañía de las Hijas de la Caridad.
Las primeras Hijas de la Caridad fueron unas pobres aldeanas analfabetas, como la mayoría de las campesinas de aquel tiempo (en el acta oficial de fundación, varias de ellas tuvieron que firmar poniendo una simple cruz o la primera letra de su nombre»). Y dentro de la Compañía siguieron viviendo como las pobres aldeanas: «Tenéis que juzgaros dichosas —les decía San Vicente— de tener unas reglas que os obligan no solamente a servir a los pobres, sino también a pareceros a Dos en lo que coméis» (IX, 973). Sabían que el día en que cayeran enfermas no podrían reclamar mejor atención que los pobres a quienes servían, «porque no es justo que las siervas sean mejor tratadas que sus señores» (IX, 1.199).
Tanto es así que San Vicente les confía una preocupación: «Si llegasen a vosotras personas de elevada condición, deberíais tener miedo de que la Compañía se viniese abajo, a no ser que tuviesen el espíritu de las pobres aldeanas. Podría suceder que Dios les diese este espíritu; pero si viniesen señoritas o damas, habría que tener miedo y probarlas bien, para ver si es el Espíritu de Dios el que las quiere traer aquí» (IX, 543).
En tiempos de San Vicente, «religiosa» equivalía a «enclaustrada». Él sabía que así habían terminado las Religiosas de la Visitación (las «Salesas»), fundadas poco antes por San Francisco de Sales para visitar a los enfermos. El Santo obispo de Ginebra escribió con fino sentido del humor: «No sé por qué me llaman todos el institutor y fundador de las Hijas de la Visitación. […] Hice lo que quería deshacer y deshice lo que quería hacer. […]. No tenía yo otro propósito que el de establecer una sola casa, en Annecy, de doncellas y de viudas, sin votos ni clausura, cuya actividad consistiera en entregarse al ejercicio y al alivio de los pobres enfermos abandonados y destituidos de recursos, y a otras obras de piedad y de misericordia, tanto espiritual como corporal. Y ahora es una orden cerrada, que vive bajo la regla de san Agustín, con votos y clausura, cosa incompatible con el primer propósito, en el que vivieron algunos años, de suerte que el apelativo de Visitación que les quedó, no les va ya. […] Después de Dios, el señor arzobispo de Lyon [Dionisio de Marquemont] fue la principal causa de este cambio; a él, pues, habría que llamarle su fundador».
A la luz de aquella experiencia fallida, pensó Vicente de Paúl que la única forma de evitar que acabaran encerrando igualmente en un claustro a las Hijas de la Caridad era que no fueran religiosas; algo en lo que insistió siempre con llamativa vehemencia: «Las Hijas de la Caridad no podrán jamás ser religiosas; ¡maldición al que hable de hacerlas religiosas!» (IX, 594).
El carácter secular de la nueva Compañía queda gráficamente expresado en una fórmula justamente famosa del Señor Vicente: «Vuestro monasterio es la casa de los enfermos, vuestra celda es vuestro cuarto de alquiler, tenéis como capilla la iglesia parroquial, vuestro claustro son las calles de la ciudad. Por reja tenéis el temor de Dios. Y por velo lleváis la santa modestia» (IX, 1.179).
La Iglesia ha respetado esa originalidad, y, fieles al espíritu fundacional, las Hijas de la Caridad no son una congregación religiosa, sino una sociedad de vida apostólica. Mientras las religiosas comienzan a serlo al emitir públicamente sus votos, las Hijas de la Caridad empiezan a ser tales desde el mismo momento en que son admitidas en lo que llaman «Seminario». Después de algunos años de vocación, hacen cuatro votos (de pobreza, castidad, obediencia y servicio a los pobres), pero no para empezar a ser Hijas de la Caridad, sino «para seguir siéndolo». De hecho, no son votos religiosos, sino votos privados —como podría hacerlos cualquier cristiano (IX, 593)—, y los hacen sólo por un año, emitiéndolos de nuevo (no renovándolos), año tras año, en la fiesta de la Anunciación.
Una acción social modélica
Para desacreditar al Señor Vicente, los jansenistas le acusaron reiteradamente de ignorante (¡ la mismísima Madre Angélica Arnauld habló en una carta del «celo ignorante» de Vicente de Paúl!). Desde luego, no era en absoluto un rústico (fue bachiller en teología y licenciado en derecho canónico), pero él no hacía gala de estudios; lo suyo era la acción, y tenía una extraordinaria capacidad de organización. Repetía una y otra vez que es necesario pasar «del amor afectivo al amor efectivo» (IX, 534; cf. IX, 432; XI, 736). Y, de hecho, quizá fue «el primer santo que haya tenido sentido de las realidades económicas: Puso en marcha una complejísima red de recogida, almacenamiento y distribución de ayudas que llegaba a toda Francia. Son muy significativas las cartas de gobernadores y alcaldes de diversas regiones y ciudades (Saint-Mihiel, Pont-á-Mousson, Verdun, San Quintín…) pidiendo al Señor Vicente que no interrumpiera los suministros, porque ello supondría la muerte de muchas personas.
Sin embargo, fundador, como hemos dicho, de la beneficencia moderna, procuró no cronificar la mendicidad: «No hay que asistir más que a aquellos que no pueden trabajar ni buscar su sustento. […] Apenas tenga uno fuerzas para trabajar, habrá que comprarle algunos utensilios conformes con su profesión, pero sin darle nada más. Las limosnas no son para los que pueden trabajar […] sino para los pobres enfermos, los huérfanos o los ancianos» (IV, 180).
Seguramente, no hubo ningún colectivo necesitado en el siglo XVII que no se beneficiara de las iniciativas de Vicente de Paúl y Luisa de Marillac: los niños expósitos, los mendigos, los presos, los condenados a galeras, los esclavos cristianos de Berbería (como se llamaban entonces los países del norte de África bañados por el Mediterráneo), los enfermos, los dementes, los huérfanos, los desplazados por las guerras…
El Señor Vicente estaba convencido de que, socorriendo a los necesitados, hacían «justicia y no misericordia» (VII, 90). Es decir, aquello que quizás al que da le parece caridad, considerando el orden objetivo de las cosas es justicia. Comprenderlo así tiene dos consecuencias:
• En primer lugar, es necesario desterrar cualquier actitud paternalista en el trato con los pobres. Son muy expresivas sus enseñanzas del 19 de julio de 1640 sobre las actitudes que deben caracterizar a una Hija de la Caridad. En esta ocasión no citaré literalmente las palabras del Santo (cf. IX, 38), sino una recreación de las mismas que hizo con singular belleza Jean Anouilh, guionista de la película «Monsieur Vincent»: «Pronto verás que la caridad pesa mucho más que el caldero de la sopa y el cesto del pan, pero conserva tu dulzura y tu sonrisa. No todo consiste en dar el caldo y el pan; eso pueden hacerlo los ricos. Tú eres la pobre sierva de los pobres, la Hija de la Caridad, siempre sonriente y de buen humor. Ellos son tus amos, amos terriblemente susceptibles y exigentes, así que cuanto más feos y sucios sean, cuanto más injustos y groseros te parezcan, tanto más amor deberás darles. Únicamente por tu amor, sólo por tu amor, te perdonarán los pobres el pan que les des».
En segundo lugar, es necesario denunciar proféticamente las injusticias que provocan o agravan la situación de los pobres. Ya sabemos que la caridad suple de momento la falta de justicia, pero sin renunciar a ella. San Vicente presentó como un modelo para las Hijas de la Caridad que vinieran después a Sor Juana Dalmagne, quien, «al saber que algunas personas ricas se habían eximido de tributo, sobrecargando a los pobres, les dijo libremente que eso era contra la justicia y que Dios les juzgaría por tales abusos» (IX, 188).
Él mismo, en enero de 1649, se entrevistó en Saint-Germain-en Laye con el Cardenal Mazarino y Ana de Austria —que era la Reina regente durante la minoría de edad de Luis XIV— para que pusieran fin al sitio de París, que duraba ya seis meses y había empezado a provocar el hambre de la población. Se trataba, en su opinión, de «un pequeño servicio a Dios» (III, 368). La empresa era difícil, porque el cardenal-primer ministro —aunque detestado por todos— había conquistado el corazón (y parece que algo más) de la Reina. De hecho, la gestión fracasó por la falta de serenidad del Señor Vicente. «Mis pecados —dice— me hicieron indigno de ello» (III, 368).
Sin embargo, el fracaso no le desanimó, y más tarde intentó por segunda vez que apartaran del Gobierno a Mazarino (IV, 397-398). La carta que le escribió el 11 de septiembre de 1652 (IV, 440-444) para que Ana de Austria y su hijo —pero no él— regresaran a París poniendo fin a la guerra civil, es una obra maestra de buen sentido político que merece la pena leer íntegra. El santo fue repasando las posibles objeciones que podía tener el primer ministro y respondiendo a ellas una por una.
Igualmente intervino ante Richelieu para que pusiera fin a la guerra que asolaba la Lorena. Son, como puede verse, ejemplos de esa caridad política que estudiamos en el capítulo 6.
Atención a las necesidades espirituales de los pobres
En la Francia del siglo XVII era muy grande la miseria material de los pobres, pero no era menor su abandono espiritual. Y, desde luego, no por falta de sacerdotes. En aquella época había obispos que, cuando visitaban las parroquias, conferían la ordenación casi como hoy confieren la confirmación. Tanto es así que los concilios se vieron en la necesidad de promulgar leyes para evitar —decían— «la muchedumbre exagerada de clérigos».
Pero se trataba de sacerdotes que a veces no sabían ni leer ni escribir. Incluso no pocos obispos apenas sabían leer. Por una confidencia de la Señora Gondi, San Vicente descubrió con espanto que muchos sacerdotes confesaban sin saber la fórmula de la absolución: «Al confesarse un día la citada señora (de Gondi) con su párroco, se dio cuenta de que éste no le daba la absolución, murmuraba algo entre dientes, haciendo lo mismo otras veces que se confesó con él. Aquello le preocupó un poco, de modo que pidió un día a un religioso que fue a verla que le entregase por escrito la fórmula de la absolución. Así lo hizo, y aquella buena señora, volviendo a confesarse, rogó al mencionado párroco que pronunciase sobre ella las palabras de la absolución que contenía aquel papel. […I Cuando ella me lo dijo, me fijé y puse más atención en aquellos con quienes me confesaba, y vi que, efectivamente, era verdad todo esto y que algunos no sabían las palabras de la absolución» (XI, 95).
Pues bien, el amor de San Vicente a los pobres le llevó a preocuparse no sólo por sus necesidades materiales, sino también por las espirituales. Para seguir esta segunda línea de acción, regresemos a los primeros años de su conversión a los pobres. En 1620, en Montmirail, tuvo lugar una escena que le marcaría profundamente. Se acercó un calvinista y le acusó así: «Por una parte, se ve a los católicos del campo abandonados en manos de unos pastores viciosos e ignorantes que no conocen sus obligaciones y que no saben siquiera lo que es la religión cristiana; y, por otra parte, se ven las ciudades llenas de sacerdotes y de frailes sin hacer nada. Puede ser que en París haya hasta diez mil, mientras que esas pobres gentes del campo se encuentran en una ignorancia espantosa por la que se pierden. ¿Y quiere usted convencerme de que todo esto está bajo la dirección del Espíritu Santo? No puedo creerlo» (XI, 727).
Por aquel entonces, París estaba, efectivamente «lleno de abates, clérigos tonsurados, que no sirven ni a la Iglesia ni al Estado, que viven en continua ociosidad y no hacen más que inutilidades y nonadas… En muchas casas hay un abate, a quien se da el nombre de amigo, pero que no es sino un honrado lacayo que manda a los de librea. […] Vienen después los preceptores, que también son abates…».
Un año después, San Vicente regresó a Montmirail para evangelizar aquella zona, acompañado de varios sacerdotes bien preparados, lo cual, por cierto, tuvo como consecuencia el retorno de aquel calvinista a la Iglesia católica (XI, 728-729). Para ampliar su entrega apostólica a los pueblos fundó en 1625 la Congregación de la Misión, inicialmente dedicada en exclusiva a las misiones populares. Su fin —con palabras del propio San Vicente— era «dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que está cerca el Reino de los cielos y que ese reino es para los pobres» (XI, 387).
Mucho tiempo después, recordando ante sus misioneros a aquel calvinista de Montmirail que retornó a la Iglesia, decía: «¡Qué dicha para nosotros, los misioneros, poder demostrar que el Espíritu Santo guía a su Iglesia, trabajando como trabajamos por la instrucción y santificación de los pobres!» (XI, 730).
Pronto comprendió San Vicente que si, tras una de esas misiones que tantos frutos producían, los pueblos quedaban otra vez en manos de unos sacerdotes incultos y viciosos, no tardarían en volver al abandono inicial. Era necesario, en consecuencia, que la Congregación de la Misión ampliara su campo de acción a los sacerdotes: creación de seminarios, formación permanente (las «conferencias de los martes»), retiros para ordenandos y retiros anuales, etc.
Del hecho de que San Vicente fundara dos Compañías y de los nombres que les dio —Hijas de la Caridad, Congregación de la Misión—sería erróneo deducir que él separaba la evangelización de la promoción humana, encomendando la primera a los misioneros, y la segunda a las hermanas.
No, él había dicho a sus sacerdotes: «Si hay algunos entre vosotros que crean que están en la Misión para evangelizar a los pobres y no para cuidarlos, para remediar sus necesidades espirituales y no las temporales, les diré que tenemos que asistirles y hacer que les asistan de todas las maneras, nosotros y los demás, si queremos oír esas agradables palabras del Soberano Juez de vivos y de muertos: «Venid, benditos de mi Padre; poseed el Reino que os está preparado, porque tuve hambre y me disteis de comer; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me cuidasteis». Hacer esto es evangelizar de palabra y de obra» (XI, 393). De hecho, la asistencia a las regiones en guerra (Lorena, Picardía y Champaña) fue preferentemente obra de los misioneros.
Simultáneamente, a las Hijas de la Caridad les pedía que atendieran también a las necesidades espirituales de los pobres (IX, 241).
La profunda vivencia del Evangelio que tuvo San Vicente le hizo huir de los dualismos a los que tan aficionados hemos sido los cristianos, antes y después de él. Su opción fue responder integralmente a las necesidades de los pobres. Y sólo de ellos: trabajar con los ricos es perfectamente legítimo, pero se lo deja a otros. Tanto a los misioneros como a las Hijas de la Caridad les repetirá una y otra vez: «nuestro lote son los pobres» (XI, 324 y 387); ellos —dirá, haciendo suya una fórmula de los hermanos de San Juan de Dios— son «nuestros señores y nuestros maestros» (IX, 42; IX, 915-916 y 1.194; XI, 223). Estaba inculcando en el siglo XVII lo que trescientos años más tarde Puebla llamaría «opción preferencial por los pobres».
Espiritualidad vicenciana
La espiritualidad vicenciana no es en absoluto intimista: «Amemos a Dios —decía—, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente. Hay muchos que se muestran satisfechos de su imaginación calenturienta, contentos de los dulces coloquios que tienen con Dios en la oración […]. No, no nos engañemos: Totum opus nostrum in operatione consistit [que podríamos traducir libremente así: «Aquí, de lo que se trata es de trabajar»]» (XI, 733).
Para comprender la espiritualidad vicenciana, nada mejor que aquella célebre leyenda referida por Camus: San Dimitri «estaba citado en la estepa con el propio Dios en persona y se apresuraba a llegar a la cita cuando se encontró con un campesino cuyo carro se había atascado. Entonces San Dimitri le ayudó. El barro era espeso, y el hoyo profundo. Hubo que forcejear durante una hora. Y cuando, por fin, acabó, San Dimitri corrió a la cita. Pero Dios no estaba ya». Y Camus concluye: «Siempre habrá quien llegue tarde a las citas con Dios, porque hay demasiadas carretas en el atolladero y demasiados hermanos que socorrer».
San Vicente —como si hubiera conocido con anticipación la queja del famoso Premio Nobel— había dicho a las Hijas de la Caridad: «Si fuera voluntad de Dios que tuvieseis que asistir a un enfermo en domingo, en vez de ir a oír misa, aunque fuera obligación, habría que hacerlo. A eso se le llama dejar a Dios por Dios» (IX, 725).
«Dejar a Dios por Dios»: con esta frase imperecedera responde San Vicente a Camus que nunca llegará tarde a la cita con Dios quien se detenga a sacar un carro del atolladero. «Dejar a Dios por Dios no es dejar a Dios» (IX, 297).
Antiguamente, los cristianos que intentaban ser fieles a la tierra se preguntaban con preocupación: «¿Qué es lo que debemos dar a Dios y qué es lo que debemos dar al mundo?». Y, fuera cual fuere el porcentaje establecido, se sentían divididos. San Vicente —»buen alquimista de fórmulas espirituales»— les dio la clave que necesitaban, al hacerles caer en la cuenta de que dejar la oración para ir hacia el hermano es «dejar a Dios por Dios». Sabiendo esto, como dijeron muy bellamente los obispos latinoamericanos, podemos y debemos «transformar nuestro trabajo y nuestra historia en gesto litúrgico».
Naturalmente, la espiritualidad vicenciana no puede renunciar a ciertos elementos —oración personal, conversión diaria, celebración de la eucaristía, etc.— característicos del modelo de santidad monástico, porque son elementos cristianos sin posteriores adjetivos. Pero será, especialmente, una espiritualidad abierta al mundo. «Los acontecimientos, no obstante la ambigüedad que los caracteriza, son «lugares» donde Vicente de Paúl llega a discernir la voluntad de Dios. Para arribar a este discernimiento, primero los acoge, después los analiza con rigor y objetividad, finalmente se compromete activamente en ellos».
La convicción de que Dios habla a través de la historia hizo que San Vicente buscara siempre noticias fidedignas, y seguramente fue «uno de los hombres mejor informados de su tiempo». Con frecuencia, en los últimos años de su vida sus repeticiones de la oración y conferencias comenzaban con una especie de parte informativo: guerras internacionales en Polonia, en Irlanda, guerras civiles en Francia, etc. Funcionó, a falta de periódicos, como una especie de agencia de información para sus misioneros. Y lo curioso es que lo hacía no sólo a través de su correspondencia —que eso nada tendría de particular— sino también en la hora más piadosa del día: Al comienzo de la meditación de la mañana. Por ejemplo: «Encomiendo a las oraciones de la Compañía el Reino de Polonia, que está muy alborotado…» (XI, 111).
Así fue el fundador de la caridad moderna: «Aunque tal vez no menos exigente, tanto consigo mismo como con los demás, pero más equilibrado, templado y sonriente que San Camilo de Lelis, San Vicente de Paúl es el tipo mismo del hombre que se adelanta a su tiempo y que, a fuerza de perseverancia e inteligencia, hace que sus contemporáneos tomen conciencia de los nuevos valores y métodos. San Vicente supo ser más eficazmente caritativo que ninguno de sus coetáneos, al poner al servicio del amor su espíritu de organización».
Nada tiene de extraño que el 27 de septiembre de 1660 ocurriera algo realmente insólito: en cuanto corrió la noticia de que había muerto el Señor Vicente, la multitud corrió a Saint-Lazare (la casa central de la Congregación de la Misión). Allí acudieron obispos y príncipes; pero allí se congregaron, sobre todo, los mendigos más andrajosos de París, aquellos por quienes un día había tomado partido para no volverse atrás jamás. Y es que los pobres saben distinguir quiénes están verdaderamente con ellos. Con razón dijo Balzac que «no todo el que quiere tiene al pueblo en su entierro».
La Iglesia samaritana en el Estado de Bienestar
Secularización progresiva de la acción caritativa
También desde otro punto de vista podemos decir que la Edad Moderna es muy importante para la historia del amor samaritano, porque en ella se fraguó la crisis de la caridad religiosa.
Hemos visto en el apartado anterior que, todavía en el siglo XVII, cuando aparecían necesidades de especial gravedad, los gobernadores y alcaldes solicitaban ayuda a San Vicente de Paúl. Sin embargo, como consecuencia de la desamortización de los bienes eclesiásticos —en Francia, mediante la Constitución de 1791; en España, con las leyes de Mendizábal de 1835-1855— se fue pasando de un régimen de caridad religiosa y particular a un sistema de beneficencia pública; a la asunción de las tareas asistenciales por el Estado y los municipios. Se gestó así un cambio sustancial: convertir en un derecho jurídico lo que era un deber moral y poder exigir, a título de derecho individual, lo que antes sólo podía demandarse por amor al prójimo. Elena Maza comenta: «Si las repercusiones son positivas o negativas para los necesitados, eso habrá que demostrarlo con los estudios monográficos y diferenciales».
El caso es que, si durante siglos fue indiscutible el protagonismo de la Iglesia en la atención a los necesitados, a partir del siglo XVIII los poderes públicos empezaron a asumir diversas tareas asistenciales, hasta culminar en los modernos Estados de Bienestar, cuyo objetivo —ya lo dijimos en el primer capítulo— es proteger a todos los ciudadanos «desde la cuna hasta la tumba».
De esta forma, la Iglesia y otros grupos beneméritos vieron cómo las obras que habían creado y mantenido a costa de sacrificios, muchas veces heroicos, resultaban desplazadas por las iniciativas de la Administración, que disponía de muchos más recursos económicos y humanos.
En esta última parte del capítulo nos preguntaremos si en los modernos Estados de Bienestar hay todavía lugar para la acción social y caritativa de la Iglesia o si, más bien, fue una tarea de suplencia de la que debemos olvidarnos, igual que los capuchinos dejaron de apagar los incendios de París cuando se creó el cuerpo de bomberos.
Organizaciones voluntarias en el Estado de Bienestar
En cualquier sociedad existen tres lógicas para asignar los recursos disponibles, que esquemáticamente podríamos describir así:
Lógica | Agente | Actúa en el ámbito de | Motor | Establece vínculos | Trata a las personas como: |
Intercambio | Empresa | Mercado | Lucro | Mercantiles | Clientes |
Derecho | Poderes públicos | Estado | Legalidad | Burocráticos | Ciudadanos |
Don | Tercer sector | Relaciones interpersonales | Solidaridad | Comunitarios | Prójimos |
Veremos que las tres lógicas son necesarias, siempre que guarden el debido equilibrio; pero esto precisamente es lo que no resulta fácil.
La lógica del intercambio se basa en el do ut des («doy para que des») y establece entre los agentes económicos vínculos de carácter mercantil. Su principal ventaja es el estímulo que representa para la eficiencia económica; sin embargo, una sociedad donde todos actuaran movidos por el interés sería insufrible. Desgraciadamente, con el sistema capitalista la lógica del intercambio se extendió como una metástasis cancerosa, invadiéndolo todo. Hoy es necesario comprar en el mercado desde las flores que llevamos a una maternidad hasta los cuidados que recibe un anciano. El problema que ha provocado esa extensión casi ilimitada del mercado no es sólo la extinción paulatina de la gratuidad en las relaciones humanas, sino también la marginación de sectores crecientes de la sociedad. La ley suprema del intercambio es la equivalencia, y muchas personas necesitan recibir más de lo que pueden dar.
Debido a esto, es necesario adoptar medidas en favor de los excluidos del mercado. Y aquí entran en acción las otras dos lógicas: la lógica del derecho y la lógica del don.
La lógica del derecho es propia de los poderes públicos, que deben garantizar jurídicamente y universalizar los derechos humanos; en particular —para el tema de este libro— los derechos económicos y sociales.
Ha sido una conquista reciente. Para la concepción liberal, como es sabido, el Estado debía abstenerse de toda intromisión en la vida económica y social (principio de la no intervención, laissez-faire); no tenía más finalidad que proteger la libertad y la propiedad del individuo. Fernando Lassalle (1825-1864) calificó con toda razón al Estado liberal de «Estado-vigilante nocturno». Afortunadamente, después de la Segunda Guerra Mundial empezaron a generalizarse en los países del Norte los programas de protección social, dando origen al llamado «Estado de Bienestar». El mayor inconveniente de la lógica del derecho es que —como ya vimos en el capítulo 6— inevitablemente establece con los ciudadanos vínculos de carácter burocrático.
El desarrollo espectacular del voluntariado social y de las organizaciones no gubernamentales (ONG) ocurrido en estos últimos años ha situado, entre lo público (Estado) y lo privado (empresas lucrativas), un «tercer sector», como suele llamarse últimamente. A diferencia de las agencias estatales, no es público; y a diferencia de las empresas mercantiles, no tiene ánimo de lucro. Se guía por la lógica del don, alimentada por sentimientos de solidaridad y ayuda mutua.
¿Qué relación debe existir entre la lógica del derecho y la lógica del don? El Estado tiene obligación de garantizar que también quienes no pueden obtener en el mercado los bienes y servicios necesarios para llevar una vida digna disfruten de ellos. Pero «garantizar» no significa necesariamente proporcionárselos él mismo. También en este ámbito tiene aplicación el principio de subsidiariedad, según el cual la misión del Estado no es sustituir, sino complementar y potenciar las iniciativas de la sociedad.
Por lo tanto, en los lugares donde las organizaciones voluntarias sean capaces de responder a las necesidades de protección e integración social, el Estado sólo debería intervenir apoyando y subvencionando a las mismas. En cambio, allí donde las organizaciones voluntarias no tengan todavía esa capacidad el Estado deberá combinar su acción social directa con el fomento de las iniciativas privadas.
Por desgracia, muchas veces los poderes públicos han actuado justamente al revés de lo que exige el principio de subsidiariedad. El PSOE llegó a escribir en su famoso «Programa 2000» que «El voluntariado social y las Asociaciones que trabajan en el sector [de Bienestar] deberían actuar de forma subsidiaria de los poderes públicos». Es decir, en vez de ser el Estado subsidiario de la sociedad, reclamaban que la sociedad fuera subsidiaria del Estado.
Con un planteamiento semejante, parece inevitable concluir que, «cuando los derechos económicos y sociales estén lo suficientemente reconocidos, no serán necesarios los sentimientos compasivos ni la generosidad; que cuando los profesionales puedan cubrir la totalidad de la acción, no serán necesarios los voluntarios; y que cuando las Administraciones públicas asuman sus responsabilidades, no serán necesarias las organizaciones sociales».
Sin embargo, este planteamiento no sólo es inaceptable desde el punto de vista ético, sino que ni siquiera puede funcionar en la práctica, por sus contradicciones internas. En efecto, a medida que el Estado se ha ido haciendo cargo de más y más problemas sociales, la sociedad se ha ido desentendiendo de ellos. Y, sin embargo, la solidaridad institucional del Estado resulta inviable sin la solidaridad de la sociedad como base, aunque sólo sea para facilitarle los recursos necesarios.
Ahí, precisamente, radica el problema. Las sociedades opulentas se manifiestan cada vez menos dispuestas a financiar con sus impuestos los programas sociales, como explicó lúcidamente Galbraith en su libro La cultura de la satisfacción. Si, hasta hace unas décadas, los satisfechos eran una pequeña minoría dentro de cada país, hoy son la mayoría de los electores. Esa mayoría satisfecha, que sostiene con sus impuestos una parte considerable de los servicios que los poderes públicos prestan a los desheredados, empieza a manifestar su descontento por esta situación. Y los políticos, que necesitan sus votos para llegar al poder o mantenerse en él, han tomado buena nota de ese malestar. Como es lógico, un pudor elemental lleva a no mencionar en voz alta la contraposición de intereses entre la mayoría satisfecha —que paga más de lo que recibe— y los desheredados —que reciben más de lo que pagan—. Se ha preferido justificar el freno a las políticas de solidaridad con argumentos que no inquieten la buena conciencia de la mayoría satisfecha, como la conveniencia de restablecer ese «capitalismo heroico», del que hablábamos en el primer capítulo, que estimule más a los individuos, o la necesidad de limitar el despilfarro de recursos por las administraciones públicas.
Por eso, como puso de relieve Ralf Dahrendorf, muchos defienden hoy el paso del Estado de Bienestar a la sociedad del bienestar. En palabras de Adela Cortina, «la sociedad civil que necesitamos no es la que se mueve por intereses particularistas, como querrían autores como Hayek, sino la que desde la familia, la vecindad, la amistad, los movimientos sociales, los grupos religiosos, las asociaciones movidas por intereses universalistas, es capaz de generar energías de solidaridad y justicia que quiebren los recelos de un mundo egoísta y a la defensiva».
Naturalmente, la reivindicación de una sociedad del bienestar no puede servir de disculpa a las administraciones públicas para eludir su responsabilidad de garantizar la protección e integración social de todos los ciudadanos. La Administración pública debe financiar los servicios prestados por las instituciones sociales sin ánimo de lucro y, naturalmente, como siempre que están en juego fondos públicos, controlar que se cumplan las finalidades para las cuales entregaron el dinero. Además, allí donde las iniciativas sociales no sean suficientes, los poderes públicos deberán gestionar directamente los correspondientes servicios.
Esta armonización de la lógica del derecho y la lógica del don es, en mi opinión, la única solución viable a la crisis financiera que el Estado de Bienestar viene arrastrando desde que comenzó la crisis económica de 1973. Y es la única solución viable, no sólo porque los servicios prestados por las organizaciones voluntarias son notablemente más baratos que los prestados por los poderes públicos, sino porque la regeneración del entramado solidario de la sociedad permitirá que el Estado recaude más fácilmente el dinero necesario.
Así pues, en las sociedades modernas son no sólo legítimas, sino también imprescindibles, las iniciativas de los grupos intermedios para luchar contra la exclusión social.
Una tarea irrenunciable para la Iglesia
Para justificar la participación de la Iglesia en la lucha contra la pobreza y la exclusión social no basta con que sean legítimas, e incluso imprescindibles, las iniciativas de los grupos intermedios, porque eso no quiere decir que todos y cada uno de los grupos intermedios deban dedicarse a dicha tarea. El colegio de registradores de la propiedad o el gremio de pasteleros de Madrid, por ejemplo, son grupos intermedios, pero sus fines nada tienen que ver con el tema que nos ocupa.
En cambio, «para la Iglesia —nos dice Benedicto XVI—, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia»56; «forma parte esencial de su misión originaria, al igual que el servicio de la Palabra y los Sacramentos». Se puede decir más alto, pero no más claro: una Iglesia que abandonara en manos de los poderes públicos o de otras organizaciones voluntarias la acción social y caritativa debería resultarnos tan impensable como una Iglesia que no anunciara la Palabra de Dios o una Iglesia que dejara de bautizar y de celebrar la eucaristía.
El Concilio Vaticano II explicó que, si el servicio a los pobres es una tarea absolutamente irrenunciable para la Iglesia, se debe a que deriva del mandamiento nuevo del amor: por eso, la Iglesia, «sin dejar de gozarse con las iniciativas de los demás, reivindica para sí las obras de caridad como deber y derecho propio que no puede enajenar. […] La misericordia para con los necesitados y los enfermos y las llamadas obras de caridad y de ayuda mutua para aliviar todas las necesidades humanas son consideradas por la Iglesia con singular honor».
Así pues, la Iglesia no considera el servicio a los pobres como algo exclusivamente suyo, pero sí irrenunciablemente suyo. Tan irrenunciablemente suyo que, utilizando un concepto muy apreciado por nuestros hermanos separados, diríamos que la grave situación de los excluidos en los países opulentos, y mucho más todavía la situación económica mundial, representa para la Iglesia un status confessionis. Esa expresión designa una situación que, desde el punto de vista del Evangelio, exige absolutamente un compromiso claro de los creyentes, porque está en juego el ser o no ser de la Iglesia de Jesús; un testimonio, además, que no puede limitarse a unos cuantos individuos, sino que debe caracterizar a la Iglesia en su totalidad.
Un estilo propio
Dado que la Iglesia no es el único colectivo que ha hecho suya la causa de los pobres, debemos preguntarnos, por último, si hay algo específico en la lucha cristiana contra la pobreza y la exclusión social, entendiendo por «específico» aquello que la distingue de la que llevan a cabo esos otros colectivos.
Estamos ante un caso particular del problema más general de la especificidad de la ética cristiana. Ya en la Edad Media, autores como Pedro Abelardo o Graciano habían defendido que el cristianismo no aporta contenidos éticos nuevos, sino que sólo confirma y profundiza las exigencias de la ley natural. Hoy es mayoritaria la opinión de que lo específico no radica en los contenidos, sino en la motivación.
«A primera vista —dice López Azpitarte—, podría parecer algo demasiado pequeño y secundario, cuando en realidad constituye una influencia enorme y decisiva». La mayoría de las veces que no actuamos correctamente «lo que falta no es la simple iluminación del conocimiento, sino una razón definitiva y convincente para actuar. […] Porque cree en Dios y se siente llamado a su amistad, porque busca la imitación y el seguimiento de Cristo, porque su persona constituye el amor más absoluto de la existencia, el cristiano posee una motivación extraordinaria que no la tendría, a lo mejor, si buscase solamente la honradez y honestidad de una conducta».
No obstante lo anterior, dice Marciano Vidal que, si bien «una ética específicamente cristiana no implica necesariamente la existencia de preceptos privativos del cristianismo, sí exige, en cambio, que integre los existentes en su síntesis original».
Esa síntesis original debe convertir la lucha cristiana contra la pobreza y la exclusión social en una acción significativa. «Significar», según el diccionario, es ser una cosa y hacer presente otra realidad distinta; en este caso, los valores del Reino. Así ocurría con los milagros de Jesús. Aunque los beneficios que proporcionaban a sus destinatarios les daban valor por sí mismos, eran a la vez signos del Reino de Dios.
Refiriéndose a ese carácter significativo que tiene la lucha cristiana contra la pobreza, observaba San Agustín con acierto: «Los paganos ven nuestras buenas obras, pero no ven los sacramentos». Inspirándose en ese texto, los obispos de la Comisión Episcopal de Pastoral Social afirman que, «así como los sacramentos de la fe manifiestan la presencia salvífica de Cristo dentro de la comunidad de los creyentes, la acción caritativa y social es como el sacramento para los no creyentes».
El hecho de que la acción social de los cristianos deba ser signo del Reino de Dios implica un estilo determinado:
Si los más pobres son los primeros destinatarios del Reino de Dios, quiere decir que «los servicios caritativo-sociales de la Iglesia deben tener muy en cuenta aquellas áreas de pobreza y marginación que, aun siendo minoritarias, revelan de manera más cruda la ausencia de caridad y solidaridad en nuestra sociedad».
El Reino de Dios ni se compra ni se paga: «Gratis lo recibisteis —decía Jesús—, dadlo gratis» (Mt 10,8). Por lo tanto, el compromiso de los creyentes con la causa de los pobres debe ser siempre desinteresado, incluso en el plano religioso. Su fin no es que los pobres se adhieran al Evangelio o a la Iglesia. Por tanto, «incluso allí donde [la Iglesia] no tuviese ningún porvenir institucional, debería continuar defendiendo los derechos de todos los hombres y, consecuentemente, de los pobres con prioridad».
Si el Reino de Dios no es sólo para los pobres, sino también de los pobres, la acción social de la Iglesia debe promover el protagonismo de los afectados. Es necesario pasar del hacer por los pobres al hacer con los pobres, para lo cual es fundamental la animación comunitaria. Sin la implicación de la comunidad, las acciones no pasan de ser asistenciales; degeneran en simple prestación de servicios, y generalmente de por vida. Muchos ex-drogadictos, ex-presidiarios, ex-vagabundos, ex-prostitutas y emigrantes plenamente insertados trabajando hoy por quienes fueron sus compañeros ponen de manifiesto que no estamos propugnando una utopía. El objetivo fundamental es que esa forma de trabajar se difunda tanto en el conjunto de la Iglesia como en la sociedad civil.