Todos los hombres componen un cuerpo místico; todos somos miembros unos de otros. Nunca se ha oído que un miembro, ni siquiera en los animales, haya sido insensible al dolor de los demás miembros; que una parte del hombre haya quedado magullada, herida o violentada, y que las demás no lo hayan sentido. Es imposible. Todos nuestros miembros están tan unidos y trabados, que el mal de uno es mal de los otros. Con mucha más razón, los cristianos, que son miembros de un mismo cuerpo y miembros entre sí, tienen que padecer juntos. ¡Cómo! ¡ser cristiano y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfermo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura; es carecer de humanidad; es ser peor que las bestias (SVP, XI, 560).
Vicente ha escogido la mejor parte, y da a conocer su entusiasmo: Así pues, padres y hermanos míos, nuestro lote son los pobres, los pobres: Pauperibus evangelizare misit me. ¡Qué dicha, padres, qué dicha! (SVP, XI, 324) (Cfr. VIII, 310: Nuestra porción son los pobres). Y declara entusiasta a las Hijas de la Caridad: Sirviendo a los pobres se sirve a Jesucristo. Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí (SVP, IX 240). Lo que impacta en la lectura asidua de nuestro santo es cómo se obstina en crear estructuras, en trabar lazos precisamente alrededor de los pobres. No cesa de imaginar nuevas organizaciones en las que hace trabajar juntos a todos sus integrantes. Hijas de la Caridad, misioneros de su Congregación, señoras de las Cofradías de la Caridad, sacerdotes y responsables civiles, hombres y mujeres de buena voluntad, todos son invitados a unirse para subvenir a las necesidades de los pobres. Sobre todo da cima a la hazaña de coligar en un mismo impulso de generosidad a la vaquera sin instrucción y a la reina cuyo ambiente son los pasillos del Louvre; a la pobre muchacha del campo y a la noble dama cargada de alhajas.
Inaugura así una nueva manera de «hacer Iglesia». Sabe por instinto que Dios no discrimina entre los hombres. Y ha meditado lo bastante los Hechos de los Apóstoles como para recordar que la Iglesia naciente convoca a esta unión del Espíritu. Pueblo de Dios en comunión, tal es su visión profética de una Iglesia acuciada por el evangelio.
En su pensamiento estamos lejos de la seda y del oro de los obispos príncipes, de los abades comendatarios, y de una jerarquía muy a menudo ausente. Desde 1643 en el Consejo de Conciencia, san Vicente aprende a designar a sacerdotes capaces, a pastores, para las diócesis con sedes vacantes. Conoce las decisiones y las orientaciones del Concilio de Trento. Quiere pasar a la eficacia misionera y juzga que la Iglesia tiene bastantes personas solitarias, gracias a Dios, y demasiadas inútiles, y otras muchas más que la desgarran. Lo que necesita es tener hombres evangélicos, que se esfuercen en purgarla, en iluminarla y en unirla a su divino esposo (SVP, III, 181). Un día nos lo tropezamos rehusando hacer uso de su influencia en la promoción de un candidato al sacerdocio: Yo me haría problema de conciencia de contribuir a hacerle entrar en las órdenes sagradas, especialmente en el sacerdocio, ya que son desgraciados aquellos que entran en él por la ventana de su propia elección y no por la puerta de una vocación legítima. (SVP, VII, 396).
Fácilmente se imagina la cara del corresponsal, ¡un abogado!, al recibir semejante respuesta, con la denegación de su solicitud.
La preocupación de Vicente de Paúl está en otro lado; en Clichy ha sido párroco rural, donde ha estado en contacto con los campesinos de una buena parroquia:
Creo que el papa no es tan feliz como un párroco en medio de un pueblo que tiene un corazón tan bueno (SVP, IX 580). Lo mismo en Châtillon, parroquia próspera y bien administrada: Vicente de Paúl es un éxito, pues hay en la gente buena voluntad.
En Montmirail convierte a un hugonote con una pedagogía del todo evangélica, y explica él mismo el porqué de esta conversión: Aquel hereje en el que ya no pensaba nadie tuvo la curiosidad de ir a ver los diversos ejercicios que se practicaban; asistió a los sermones y al catecismo, vio el cuidado con que se instruía a los que ignoraban las verdades necesarias para la salvación, la caridad con que se acomodaban a la debilidad y rudeza de espíritu de los más rústicos y simples para darles a entender lo que habían de creer y los efectos maravillosos que se realizaban en el corazón de los mayores pecadores para llevarles a la conversión y a la penitencia. Todas estas cosas le impresionaron tanto que fue a buscar al padre Vicente y le dijo: «Ahora en cuando he visto que el Espíritu Santo guía a la Iglesia romana, ya que se preocupa de la instrucción y la salvación de estos pobres aldeanos. Estoy dispuesto a entrar en ella, cuando quiera usted recibirme» (SVP, XI 728-9).
He ahí a san Vicente ante la Iglesia de los pobres y en perfecta armonía con ella. Llevada a efecto la profesión de fe del protestante, Vicente concluye maravillado:
¡Qué dicha para nosotros los misioneros, poder demostrar que el Espíritu Santo guía a su Iglesia, trabajando como trabajamos por la instrucción y la santificación de los pobres! (SVP, XI, 730). En lo concreto demuestra además que la evangelización de los pobres es como el criterio de la presencia activa del Espíritu Santo en su Iglesia. Puede decirse que Vicente despliega toda su acción sobre el fondo eclesial.
De ahí que el «cuerpo místico» no sea para él la abstracción de un teólogo. Le ha dedicado su vida. Sabe que en lo real divino, la Iglesia es hermandad inmensa de los hijos de Dios, que engloba con predilección a los más pequeños. Y se alegra. Pues el Espíritu está actuando en el corazón de los pobres como en el de todos los hombres de buena voluntad.
No es ajeno a nuestro tema el citar aquí a J.-B. Bossuet. En 1659 es el predicador de moda de las grandes iglesias y de la real capilla; aquel año pronuncia el sermón sobre «la eminente dignidad de los pobres», eco reconocido del pensamiento de Vicente de Paúl; uno y otro se conocían, se estimaban, y unían fuerzas en el trabajo. En ese texto hallamos una idea dominante: la Iglesia, cual Jesucristo la quiso, comienza por ser – sin agravio de los ricos y los poderosos – el mundo de los sin voz y sin categoría. ¿Cómo no meditarlo todavía hoy?
«… Sólo pertenecía al Salvador y a la política del cielo el edificarnos una ciudad que fuese en verdad la ciudad de los pobres. Esa ciudad es la Iglesia; y si me preguntáis, cristianos, por qué la llamo la ciudad de los pobres, os diré el motivo a través de esta declaración que avanzo: que la Iglesia, en su primer diseño, no fue edificada más que para los pobres, y que ellos son los ciudadanos verídicos de esta dichosa ciudad, que la Escritura llamó Ciudad de Dios … Venid, pues, ricos, a su Iglesia; la puerta está por fin abierta de par en par: mas se os abre en favor de los pobres y a condición de servirles. Es por amor a sus hijos como permite la entrada a extraños. Ved el milagro de la pobreza. Los ricos eran extraños, pero el servicio a los pobres los naturaliza … Pedid, ricos, misericordia a Dios» (Ibídem).