La identidad de la CM al inicio de su quinto centenario[1] (I)

Mitxel OlabuénagaHistoria de la Congregación de la MisiónLeave a Comment

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El tema de la identidad vuelve con frecuencia a nuestras reflexiones y discusiones. Aún más en tiempos de cambios radicales en los más distintos ámbitos: antropológico, cultural, social, religioso, eclesial, etc. Vivimos, en efecto, un momento histórico de fuertes incertidumbres e inestabilidades. Por un lado, la crisis global ocasionada por la pandemia del COVID-19 puso de relieve la realidad de un mundo fracturado, haciendo crecer la inseguridad de cara al presente y al futuro. Por otro lado, esta crisis nos ayudó a despertar a la necesidad y la urgencia de volver a lo esencial de la vida, de recuperar valores quizá olvidados, de redescubrir principios y actitudes capaces de humanizar el humano, cualificar las relaciones y recrear la armonía en la Casa Común. El Papa Francisco, con la lucidez que le caracteriza, supo recordarlo en aquella inolvidable oración del 27 de marzo de 2020, en la Plaza de San Pedro completamente vacía: “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad”[2].

Sea como sea, lo asombroso y desconcertante del cronos no nos impide reconocer lo fecundo y prometedor del kairos que se deslinda en nuestro horizonte existencial e histórico. El momento requiere oración más constante, reflexión más profunda, discernimiento más atento, decisiones más audaces. Un buen comienzo puede ser sumergirnos en el tema de la identidad que nos constituye, puesto que, sin saber quiénes somos o a qué estamos llamados, no podemos vivir con sentido, actuar con entusiasmo y hablar con convicción. Nos faltarían densidad, consistencia y dinamismo. La CM se ve interpelada a recorrer este camino de apropiación y reconfiguración de su identidad espiritual y apostólica ante los desafíos y llamadas del momento presente. Se trata, entonces, de escuchar la voz del Espíritu que le dice: “Mantén con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu corona” (Ap 3,11). En esta línea se pone la 43 Asamblea General, invitándonos a rezar y a reflexionar sobre el tema: Revitalizamos nuestra identidad al inicio del V centenario de la CM. Con ese propósito, nos exhortó el P. Tomaž Mavrič: “Nuestra próxima Asamblea General se celebrará, Dios mediante, 405 años después del momento inspirado por Dios en Folleville. Necesitamos tener sed, aspirar y apuntar nada menos que al fuego interior y al celo misionero que llevó a nuestros primeros cohermanos a seguir a Jesús, evangelizador de los pobres. Necesitamos esforzarnos para una nueva primavera, un nuevo Pentecostés”[3].

Dentro de los límites impuestos por el espacio de que disponemos aquí, trataremos el asunto a partir de tres puntos: presentaremos unos presupuestos metodológicos de la identidad vicenciana (I), recordaremos sus aspectos nucleares (II) y aludiremos a algunos riesgos o tendencias que nos pueden detener en el esfuerzo de actualizar nuestra identidad (III). En todo ello, valga el recuerdo de que la revitalización de la identidad de la CM exige e integra los ámbitos personal, comunitario e institucional (Provincia y Congregación en general), ya que todo cambio estructural tiene su punto de partida en la vida de aquellos que intuyen su necesidad y lo promueven con rectitud e ilusión.

I – Tres presupuestos de la identidad vicenciana

Conviene empezar por una aclaración respecto al tema de la identidad, su significado y su alcance. Nos fijaremos en tres puntos que encuentran respaldo en la experiencia del mismo San Vicente de Paúl, en su esfuerzo encomiable de definición del perfil de sus fundaciones.

Identidad es la manifestación visible de lo que nos constituye esencialmente, es la realización histórica de lo que estamos llamados a ser. Valiéndonos de una sugerente imagen del propio San Vicente, podríamos decir que la identidad se asemeja al rostro, “que es testigo del corazón” (ES IX-A, 398|SV IX, 435)[4]. Dirá, pues, el fundador, en otra ocasión, recurriendo a la misma imagen: “Los rostros son signos de la disposición del corazón, ya que, ordinariamente, dan testimonio de lo que hay en el interior” (ES IX-B, 892|SV IX, 304)[5]. Aplica la misma lógica al explicitar las virtudes que definen el espíritu de las Hijas de la Caridad: “El que os vea, tiene que conoceros por esas virtudes” (ES IX-A, 537|SV IX, 596)[6]. Es decir, las intenciones, sentimientos y disposiciones que albergamos en nuestro interior se reflejan en la exterioridad de nuestra conducta, en nuestras palabras y acciones, en nuestras opciones y compromisos. Así, la identidad nos distingue de los demás, realzando y haciendo palpables nuestros rasgos característicos. Al igual que toda identidad espiritual y apostólica, la identidad vicenciana posee una doble estructura: interior o carismática, que se centra en una experiencia fundante, la del encuentro con Jesucristo, evangelizador de los pobres, de la que brotan valores, convicciones y motivaciones; y exterior o profética, lo que se traduce en un modo de ser y actuar, en un estilo de vida marcadamente caritativo y misionero. El fundador supo explicitarlo al delinear la fisionomía de la CM con estas palabras: “Lo específico suyo es dedicarse, como Jesucristo, a los pobres” (ES XI-A, 387|SV XII, 79)[7]. La dimensión interior alimenta e impulsa la exterior, así como la dimensión exterior concreta y actualiza la interior. Valga aquí, bien entendido, lo que escribió el filósofo cristiano E. Mounier al referirse a la existencia de la persona encarnada en la historia: “Sin la vida exterior, la vida interior sería incoherente, tal como, sin vida interior, aquella no sería más que delirio”[8]. Esta es, pues, la primera noción de identidad que podemos sacar de las intuiciones de Vicente de Paúl: nuestra vocación posee una fisionomía propia, un rostro que la define y visibiliza, una manera específica de situarse en la Iglesia y el mundo, según el carisma que el Espíritu nos comunicó a través del fundador.

La identidad vicenciana se configura en un proceso dialéctico, en una permanente y saludable tensión entre fidelidad y creatividad. Se trata, por lo tanto, de una «trayectoria trazada entre dos rocas: la de la esencia heredada y la de la existencia históricamente construida»[9]. Somos, al mismo tiempo, herederos y artesanos de nuestra identidad. Hablando, en cierta ocasión, a las Hijas de la Caridad, San Vicente se mostró muy consciente de ese dinamismo que caracteriza el espíritu o la identidad de una comunidad apostólica: “Ya veis cuál ha sido el comienzo de vuestra Compañía. Y así, como no era entonces lo que es ahora, es de creer que no es todavía lo que será cuando Dios la haga llegar al estado en que la quiere” (ES IX-A, 234|SV IX, 245)[10]. La identidad vicenciana se presenta como don y tarea; no sólo un testamento recibido del pasado, sino también una meta que tenemos que alcanzar, un propósito que necesitamos asumir, día tras día, siempre en búsqueda de la unidad que le da sentido y consistencia[11]. Del mismo modo, así como una planta reclama la savia que le viene de sus raíces y que la robustece, también la identidad necesita alimentarse continuamente de la inspiración que la hizo nacer y que la mantiene dinámica, o sea, abierta a oportunas adecuaciones, y actual, capaz de responder eficazmente a los desafíos de cada momento histórico. Cuando la herencia se impone como algo hermético o cuando la construcción de lo nuevo descuida las raíces, la identidad se empobrece y difumina[12]. Lo nuevo que deseamos ofrecer a los pobres y a la Iglesia, como herederos y artesanos de la identidad vicenciana, no puede prescindir de la riqueza de la herencia que nos legó el fundador y que tiene sus raíces en el Evangelio que enmarcó toda su existencia. En efecto, para ser originales, tenemos que volver a los orígenes, a lo que tenemos de más genuino. El Papa Francisco supo actualizar esa convocatoria: “Poner atención en la propia historia es indispensable para mantener viva la identidad y fortalecer la unidad de la familia y el sentido de pertenencia de sus miembros. No se trata de hacer arqueología o cultivar inútiles nostalgias, sino de recorrer el camino de las generaciones pasadas para redescubrir en él la chispa inspiradora, los ideales, los proyectos, los valores que las han impulsado, partiendo de los fundadores y fundadoras y de las primeras comunidades”[13]. Quien quiera estar al tanto de la identidad vicenciana, tiene que volver a las fuentes para imbuirse de la riqueza original y creativa del carisma y, así, avanzar con más perspicacia y vigor en la dirección de los retos y exigencias de la misión en los distintos contextos actuales.

Construir una identidad abierta, dialogal e interactiva. En muchas ocasiones, nuestro fundador se mostró convencido de la importancia de una apropiación amplia y profunda de lo específico de nuestra vocación. Con todo, era sabedor de que eso no implicaba ningún complejo de superioridad o aislamiento narcisista. En cambio, San Vicente insistía en que sus Padres y Hermanos supieran reconocer los méritos de las diferentes familias espirituales existentes en la Iglesia, preconizando así lo que se entiende hoy como complementariedad y convergencia entre los carismas y ministerios que enriquecen la misión compartida del pueblo de Dios: “Dios ha suscitado a esta Compañía, como a todas las demás, por su amor y beneplácito. Todas tienden a amarle, pero cada una lo ama de manera distinta: los Cartujos por la soledad, los Capuchinos por la pobreza, otros por el canto de sus alabanzas; y nosotros, hermanos míos, si tenemos amor, hemos de demostrarlo llevando al pueblo a que ame a Dios y al prójimo, a amar al prójimo por Dios y a Dios por el prójimo” (ES XI-B, 553|SV XII, 262)[14]. El mismo Vicente de Paúl orientó y acompañó de cerca la fundación y el florecimiento de varias comunidades religiosas, ayudándolas a discernir y asimilar sus respectivas identidades[15]. Sabía que, por designio de Dios, a cada identidad carismática le corresponde una visión de Jesucristo y una dimensión de su misión salvífica: “Las congregaciones que hay en la Iglesia de Dios miran a nuestro Señor de diversas formas, según los diversos atractivos de su gracia, según las luces y las ideas diferentes que él les da, a cada una en su estado; y por eso le honran y le imitan de diversas maneras” (ES XI-B, 571|SV XII, 284)[16]. La conclusión es obvia: somos distintos, pero no distantes. Ningún carisma por sí solo abarca todas las necesidades del pueblo de Dios. Los diferentes carismas que impulsan la vida de la Iglesia son identidades en permanente relación y deben interactuar con miras a la misión común de difundir el Reino en la historia, manteniendo íntegro cada una lo que le es peculiar. En este campo, no hace falta demarcar rígidas fronteras de separación, cediendo a comparaciones superficiales y a clichés desdeñosos, que proceden por generalización. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando se asocia, sin más, el individualismo y la acomodación al estilo de vida del clero diocesano. Sabemos, sin embargo, que no son pocos los sacerdotes diocesanos comprometidos con las exigencias de su vocación, ejemplares en el cultivo de la vida espiritual, de la caridad pastoral y de la fraternidad presbiteral[17]. En el diálogo y la colaboración con otras identidades, la identidad vicenciana se profundiza y enriquece, aportando su contribución específica a la misión de la Iglesia. Como subrayó el Papa Francisco: “La experiencia más hermosa es descubrir con cuántos carismas distintos y con cuántos dones de su Espíritu el Padre colma a su Iglesia. Esto no se debe mirar como un motivo de confusión, de malestar: son todos regalos que Dios hace a la comunidad cristiana para que pueda crecer armoniosa, en la fe y en su amor, como un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo”[18].

 

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En estos presupuestos, descubrimos un triple acicate: sumergirnos siempre más en la rica singularidad de esta herencia espiritual y apostólica que conforma la identidad vicenciana; apropiarnos del dinamismo que caracteriza nuestra identidad, manifestando su jovialidad carismática y misionera en nuestras respuestas a los retos de cada momento y de cada realidad; y establecer puentes de diálogo y colaboración con otras identidades al servicio de la misión común de sembrar la Buena Nueva con palabras y obras. Seremos, entonces, como aquel discípulo del Reino que saca de su arca cosas nuevas y viejas (cf. Mt 13,52).

[1] Publicado en: Vincentiana, Roma, año 64, n. 4, pp. 479-503, octubre-diciembre 2020.

[2] La vida después de la pandemia. Vaticano: Liberia Editrice Vaticana, 2020, p. 21.

[3] Carta del Superior General, de 25 de enero de 2020. La 43 Asamblea General de la CM tendrá lugar entre los días 27 de junio y 15 de julio de 2022.

[4] Conferencia sobre el espíritu del mundo, del 28 de julio de 1648.

[5] Conferencia sobre el uso de los bienes puestos a disposición de las Hermanas, del 5 de agosto de 1657.

[6] Conferencia sobre el espíritu de la Compañía, del 9 de febrero de 1653.

[7] Conferencia sobre la finalidad de la CM, del 6 de diciembre de 1658.

[8] O personalismo. São Paulo: Centauro, 2004, p. 66.

[9] SUESS, Paulo. Introdução à Teologia da Missão. Convocar e enviar: servos e testemunhas do Reino. Petrópolis: Vozes, 2007, p. 186.

[10] Conferencia sobre el amor a la vocación y la asistencia a los pobres, del 13 de febrero de 1646.

[11] Sobre el carácter evolutivo de toda identidad, ver: BAUMAN, Zigmunt. Identidade. Entrevista a Benedetto Vecchi. Rio de Janeiro: Zahar, 2005, pp. 16-31. En la perspectiva cristiana: BÜHLER, Pierre. A identidade cristã: entre a objetividade e a subjetividade. Concilium, 216 (1988/2), pp. 25-27.

[12] Cf. SUESS. Introdução à Teologia da Missão, p. 185-188.

[13] Carta Apostólica para la proclamación del Año de la Vida Consagrada, n. 1.

[14] Conferencia sobre la caridad, del 30 de mayo de 1659. También a las Hijas de la Caridad, en la conferencia del 9 de febrero de 1653, les dirá el fundador: “Todos los cristianos, hermanas mías, están obligados a la práctica de estas virtudes (caridad, sencillez y humildad), pero las Hijas de la Caridad tienen esta obligación de una forma especial (…). Los Cartujos están obligados a la práctica de todas las virtudes, pero se dedican muy especialmente a cantar las alabanzas de Dios. Los Capuchinos también tienen obligación de practicar todas las virtudes, pero ninguna estiman tanto como la virtud de la pobreza. De la misma manera, Dios quiere que las Hijas de la Caridad se dediquen especialmente a la práctica de tres virtudes, la humildad, la caridad y la sencillez” (ES IX-A, 537|SV IX, 596).

[15] Sirva de ejemplo el caso emblemático de la Unión Cristiana de San Chaumond, fundada en 1652, por la señora De Pollalion, estrecha colaboradora del Padre Vicente de Paúl en las Cofradías de la Caridad. Desde sus orígenes hasta hoy, esta congregación religiosa reconoce a San Vicente como su fundador al lado de la mencionada señora (cf. PEYROUS, Bernard; TEISSEYRE, Charles. Une tradition spirituelle: l’Union-Chrétienne de Saint-Chaumond. Poitiers: Union-Chétienne, 2000, especialmente las páginas 45-53).

[16] Conferencia a los Misioneros sobre el buen uso de las calumnias, del 6 de junio de 1659.

[17] En este punto, el clero secular puede beneficiarse enormemente de las llamadas Fraternidades, Asociaciones o Institutos Sacerdotales, como los que siguen las respectivas espiritualidades del Beato Charles de Foucauld (Jesus Caritas), del Beato Antonio Chevrier (Prado) y del Beato Santiago Alberione (Jesús Sacerdote). Quizá un día podamos ofrecer ayuda similar a los presbíteros diocesanos, transmitiéndoles la riqueza de la espiritualidad vicenciana aplicada a lo específico de su forma de vida.

[18] Audiencia general del 1 de octubre de 2014.

Vinícius Augusto Teixeira, CM

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