La Hermana Sirviente: ¿por qué?, ¿cómo?

Francisco Javier Fernández ChentoHijas de la CaridadLeave a Comment

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Autor: Miguel Lloret, C.M. · Año publicación original: 1989 · Fuente: Ecos de la Compañía, 1989.
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hermanasLa Hermana Sirviente es doblemente «Sierva»: como Hija de la Caridad y en razón del «Servicio» que la Compañía le confía entre sus Hermanas, con las que forma una comunidad local.

Este servicio corresponde a las tres dimensiones de nuestra vida:

  • Dios nos ha llamado para una finalidad, un fin que es el de servirle corporal y espiritualmente en la persona de los Pobres.
  • Hacia ese objetivo caminamos juntos, es decir en comunidad y en una Compañía sobre la que el Señor tiene un designio concreto, según el cual tenemos que vivir nuestro bautismo en la Iglesia.
  • Este designio lleva consigo un espíritu: sencillez, humildad, caridad o, dicho con otras palabras, un amor sencillo y humilde que nos permite, personal y comunitariamen­te, llevar a cabo lo que Dios y los pobres esperan de nosotros.

Pero, si hay que tender a un fin, esto requiere un guía que, incesantemente, mues­tre, recuerde esa finalidad así como el camino para llegar a ella. Este es el cometido de todo superior y, especialmente, el de una Hermana Sirviente dentro de su comunidad.

Si es verdad que hacia ese fin caminamos juntos, también es verdad que hace falta un unificador, una unificadora, y, el superior, a todos los niveles, debe tener el carisma de la «síntesis».

En una palabra, si todo esto ha de vivirse dentro de un espíritu que vivifique una vocación, es necesario un animador, una animadora, para crear y mantener este espíritu, para crear y mantener todo un clima. Este término de «animador» ha tomado una gran importancia hoy cuando se habla precisamente de los Superiores.

Indudablemente, no debemos olvidar que el primero y el verdadero guía, el primero y el verdadero unificador, el primero y verdadero animador es el ESPIRITU SANTO en persona, del que debemos ser dóciles instrumentos, con todo lo que esto supone de unión con El, de disponibilidad a su acción. No hay nada más grave… que creerse que uno es el Espíritu Santo… Pero tampoco hay nada más importante que vivir bajo su inspira­ción en todas las cosas y especialmente cuando tenemos que desempeñar un servicio de autoridad.

Por otra parte, la Hermana Sirviente —como todo superior— no es la única en tener la inspiración del Espíritu Santo. La Hermana Sirviente debe desempeñar todas sus ta­reas en CORRESPONSABILIDAD… Y es todo un arte, pero, ante todo, es una gran ne­cesidad, especialmente hoy, hacer que se viva plenamente la responsabilidad en una co­munidad y en todos los campos.

Esto no quiere decir que hemos de abdicar, dimitir, ser débiles. Nosotros tenemos responsabilidades que hemos de asumir humilde y valientemente; a veces habremos de tomar decisiones, precisamente al final de un verdadero diálogo. Hablemos de cada uno de estos puntos.

I – Guiar

A – ¿Qué quiere decir «guiar»?

1 – Mostrar el fin

Todos tenemos que vivir !a obediencia, no sólo en la Fe, sino de la Fe, según pala­bras de San Pablo. De este tipo de obediencia tenemos las grandes figuras en Abraham, Moisés, en Pedro sobre quien descansa la Iglesia por haber afirmado su Fe en Cristo co­mo Hijo de Dios vivo; y tenemos, sobre todo, la figura de María: «Feliz la que ha creído». Se trata, en todo esto, del gran designio de Dios sobre la humanidad, del Misterio de la Salvación y del lugar que cada uno y todos juntos tenemos dentro de ese Misterio. Como hijos e hijas de San Vicente tenemos que vivir esta realidad entregándonos total­mente al Señor para servirle corporal y espiritualmente y con un amor sencillo y humilde en la persona de los Pobres. Es lo esencial que hemos de recordar incesantemente.

Estamos en el centro del Misterio de la Encarnación: Tenemos que ver al Hijo de Dios en el Niño del Pesebre, en el Crucificado. Pero hemos de verlo también en la perso­na de nuestros hermanos desprovistos con los que El se identifica y a los que ha venido a traer la Buena Nueva. En nuestro caso, se trata siempre de un Cristo inseparable de los Pobres y de los Pobres inseparables de Cristo. Un Cristo así es el que está en el centro de nuestras vidas. La Hermana Sirviente debe ayudar a sus Hermanas a entrar cada vez más en esta espiritualidad de la Encarnación. Resulta conmovedor y significativo que sea la escena de la Anunciación —por tanto de la Encarnación— la que haya inspirado a nues­tros Fundadores el término de «Hermana Sirviente», al pensar en María que se declara Sierva, en unión con Aquel que es el Servidor por excelencia y del que Ella va a ser la Madre.

2 – Mostrar el camino

Nosotros no podemos decir, como Santo Tomás, que no conocemos el camino para llegar a la meta. Cristo le respondió: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Cristo es a la vez el camino y lo que hay al final del camino ya que es Dios y se encarnó para intro­ducirnos en la Vida Divina. Conocer el camino y darlo a conocer, quiere decir también impregnarnos cada vez más de lo que constituye nuestra identidad y nuestro espíritu: la relación íntima y recíproca entre el don total y el servicio; quiere decir entrar cada vez más en la actitud profunda de la «sierva».

Sin duda alguna, la Hermana Sirviente debe, ante todo, dar testimonio con su pro­pia vida de que tiene verdaderamente el sentido de la vocación. Según un dicho francés muy expresivo, que traducimos literalmente al español, debe «sentirse bien en su pelle­jo», es decir, sentirse realizada como mujer, como cristiana, como Hija de la Caridad, como Hermana Sirviente, mediante el impulso de su vida teologal, de su humildad, de la búsqueda incesante de la Voluntad de Dios sobre ella misma, sobre su Comunidad y sobre cada uno de sus miembros, mediante su preocupación por la cohesión dentro de la vida comunitaria.

B – Como guía, la hermana sirviente hace vivir la corresponsabilidad

1 – Suscitar el sentido de la pertenencia

– Pertenencia a la Compañía

El documento final de la última Asamblea General habló de ello en términos muy claros. Y esto por dos razones muy actuales:

  • Estamos en un mundo de pluri o multi-pertenencias, y las mismas Hermanas no pueden eludir esta realidad. Pertenecen a diversos grupos a nivel profesional, social, ecle­sial. Pero el punto de referencia debe ser siempre su pertenencia a la Compañía, pues deben comportarse, en todo, como Hijas de la Caridad.
  • Debemos pasar, cada vez más, de una comunidad de observancias a una comu­nidad de participación. Se habla mucho, por ejemplo, de subsidiariedad, de colegialidad, de valorar a las personas y sus diversidades y al mismo tiempo de que todo esto se ponga en común; lo cual, lejos de diluir la vida comunitaria ha de reforzarla y hacer que se la ame y desee.

– Pertenencia a la Provincia

Lo que decimos de la Hermana Sirviente sirve, a otro nivel, para la Visitadora. El Pro­yecto Provincial debe ser verdaderamente movilizador.

– Pertenencia a la Comunidad local

Las Hermanas deben amar y desear su vida comunitaria, sentirse felices de reunirse para intercambiar, para renovarse y hacer acopio de fuerzas. Por eso, la Hermana Sirvien­te se ingeniará por crear este clima, y esto no con el fin de que la Comunidad se convier­ta en una especie de gueto o de refugio confortable, sino por lo importante que es, como todos sabemos muy bien, la relación que existe entre la misión y la vida comunitaria: una vez reunidos, la Comunidad nos envía, pero quedamos deseosos de volver a ella pa­ra cobrar un nuevo impulso. Por eso la Hermana Sirviente debe suscitar también el Pro­yecto comunitario.

2 – Suscitar el proyecto comunitario

Podemos decir que la Hermana Sirviente es la guardiana del Proyecto. Pero, para ello, debe estar bien convencida del «porqué» y del «cómo» de ese Proyecto y saberlo comunicar a sus Hermanas.

– El «porqué»

La misión común se expresa y se concreta en el Proyecto, que es, ante todo, un pro­yecto misionero de Hijas de la Caridad que las une para el servicio. Volvemos siempre al designio de Dios sobre nosotros: ¿Qué quiere el Señor de esta Comunidad local en un tiempo y lugar determinados?

Por eso el Proyecto local se establece haciendo referencia a la Compañía y a su vo­cación y su misión; haciendo también referencia a la Provincia y a su Proyecto, en el que se expresan las prioridades que dicha Provincia se ha propuesto como objetivos y como actitudes; haciendo referencia a la Pastoral de la Iglesia local en la que debemos inscribir­nos con el carisma propio. Es un punto de referencia para el discernimiento en todos los campos y, ante todo, para el servicio de los Pobres: ¿a qué pobres servimos?, ¿qué formas de servicio?, ¿con qué orientaciones fundamentales? A partir de ahí, se verán igualmente los puntos de insistencia sobre la vida comunitaria, el estilo de vida, la oración, la pobre­za, etc.

– El «cómo»

Lo importante, ante todo, es saber bien, comprender bien, en qué consiste un pro­yecto y a qué corresponde, por ejemplo, en sus orientaciones, en sus opciones. Es nece­sario llevarlo a la práctica juntos y progresivamente. Hay que vivirlo juntos adoptando una óptica común en la diversidad de nuestras actividades.

Existe una relación muy estrecha entre el proyecto y la revisión de vida. La revisión de vida, comunitaria o apostólica se hace a la luz del proyecto que es el que le suministra los criterios para llevarla a cabo. A la inversa, la revisión de vida es el momento y el lugar privilegiado para dar el último toque al proyecto o para revisarlo cuando sea necesario. Pero, también en este punto, más que de una cuestión de técnica bien ajustada, es una cuestión de mentalidad que depende de todas las Hermanas, pero especialmente de la Hermana Sirviente, de su personalidad humana y espiritual, de su modo de ser y de obrar.

II – Unir, unificar

A – ¿Qué significa «unir», «unificar»?

1 – Trabajar por conseguir la unidad de vida

Cuando hablamos de la unidad, pensamos primero, ordinariamente, en la unidad en la vida, es decir, en la unión de los corazones y de los espíritus en una comunidad frater­na. Ahora bien, hay que decir que no hay unidad en la vida sin unidad de vida. Para vivir juntas, para estar juntas, es preciso, ante todo, «ser» pura y simplemente: ser uno mismo lo más completa y armoniosamente posible, tener una densidad real a nivel humano y a nivel espiritual, ser capaz de dialogar y de asumir responsabilidades, ser capaz de objeti­vidad, etc. Para una Hija de la Caridad esto quiere decir que debe integrar todo lo que es y todo lo que hace en una personalidad unificada de Hija de la Caridad. Pongamos dos ejemplos:

  • La oración, la vida de oración de una Hija de la Caridad debe formar un todo con su identidad. Eso significa el famoso «Dejar a Dios por Dios» de San Vicente. No tene­mos por un lado la oración y por otro la vida y el servicio. Cuando la caridad lo exige, la Hermana sabrá encontrar a Dios en el prójimo y mantenerse en su presencia. Pero, sabe, por otra parte, que no puede nada sin la oración personal y comunitaria. Debe ha­cer su oración con un espíritu de humildad, sencillez y caridad; esa oración ha de ser un ir a rehacerse en el Señor buscándole por El mismo; pero en ella han de estar también presentes los pobres y el servicio de los Pobres en nombre de Jesucristo.
  • Lo mismo podemos decir respecto del don total. La castidad, la pobreza, la obe­diencia deben ser: castidad de Hija de la Caridad cuyo corazón está totalmente disponi­ble para el Señor y los pobres: pobreza de Hija de la Caridad en comunión de vida con ellos; obediencia de Hija de la Caridad que se sabe enviada en virtud de dicho voto, para responder a las llamadas de sus «amos y señores».

2 – Trabajar por conseguir la unidad en la vida.

Podemos añadir ahora que, recíprocamente, no puede haber unidad de vida sin uni­dad en la vida, es decir sin una real vida fraterna en comunidad. La «relación», la «comu­nión» son dimensiones esenciales de la vida a todos los niveles, tanto humano como ecle­sial, a nivel de la consagración y de la vocación vicenciana. En este punto es donde se pone totalmente de relieve el hecho de que seamos una SOCIEDAD DE VIDA APOSTO­LICA y de que no podamos realizarnos como evangelizadores de los pobres sin vivir este ideal en comunidad de vida fraterna. Esta me ayuda a la realización de mí mismo como Dios me quiere, me ayuda por consiguiente a alcanzar mi propia unidad de vida: nos edi­ficamos mutuamente en el sentido fuerte de la palabra: edificar = «construir». Y a la inversa: sin una verdadera vida fraterna nos destruimos los unos a los otros, no llegamos a construirnos nosotros mismos según el designio de Dios sobre nosotros, sobre cada uno de nosotros.

B – Como unificadora, la hermana sirviente hace vivir la corresponsabilidad

1 – Suscitar convicciones

Unir, unificar, es por excelencia la obra del Espíritu Santo. El es el Amor en persona porque es, en el seno de la Santísima Trinidad, el vínculo de amor en persona entre el Padre y el Hijo, la respiración común de amor del Padre y del Hijo. Cuando viene a noso­tros nos hace participar en este Amor que es El mismo. Nos hace partícipes de esa Co­munión que es El mismo. Todo amor hace relación a éste en el orden de la naturaleza ya que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, pero infinitamente más aún en el orden de la gracia. Cuanto más intensamente un ser «es», tanto más es «uno»; pero cuanto más un ser es «uno» tanto más «es». Esto vale para cada persona física, pero también para toda persona moral, es decir, sociedad, comunidad. Esta «es» en la medida de su unidad, en la medida del lazo de amor, de caridad que existe entre sus miembros.

Esta misma idea encontramos de nuevo en la afirmación de que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia y por tanto de toda célula de Iglesia, como es la Compañía y cada una de sus Comunidades. El espíritu comunica al cuerpo unidad y vida. Cuando no está presente el alma, entonces se da la muerte, la disgregación, la descomposición. En el Credo, afirmamos que la Iglesia es una, santa, universal y apostólica porque es «una»: no hay santidad, ni catolicidad, ni apostolicidad sin unidad de la que aquéllas son la tra­ducción y la irradiación. Así ocurre con cada una de nuestras Comunidades, es decir: serán santas, universales, apostólicas en la medida de su unidad procedente del Espíritu Santo.

2 – Importancia de la reflexión apostólica

Si hablo aquí de la reflexión apostólica es precisamente porque ésta es un medio privilegiado para la vitalidad y la unidad de una Comunidad de Hijas de la Caridad. En efecto, esta comunidad es esencialmente apostólica y encuentra su unidad en esta finali­dad. Además estamos hoy en una Iglesia que pretende, más que nunca, ser misionera. Por definición, la reflexión apostólica tiene como objeto la vivencia misionera de las Her­manas: en esa revisión, se dejan interpelar juntas por el Señor acerca de su vida de servi­cio, se interpelan unas a las otras gracias a la participación de todas y de cada una en este intercambio.

Como toda revisión de vida, se trata de dirigir juntas una mirada nueva en la Fe y haciendo referencia a nuestro ideal vicenciano. Contemplamos la acción del Señor en la vida de los pobres y dejamos que El transforme nuestros corazones a partir de ahí. Tomamos determinaciones comunes que no impiden en nada las resoluciones persona­les, pero que nos permiten encontrarnos concretamente en un mismo eje, una misma orientación para un mejor servicio. Es preciso que aprendamos así, poco a poco, a apor­tar hechos de vida, a mirarlos juntas en la Fe y a la luz del carisma vocacional. A través de todo esto llegamos al tercer cometido de la Hermana Sirviente.

III – Animar

A – ¿Qué es «animar»?

1 – Suscitar un «alma» en la Comunidad

Acabamos de evocar al Espíritu Santo como alma de la Iglesia y de toda célula de Iglesia. La Hermana Sirviente debe sentirse y hacerse su instrumento como consagrante que es El, no solamente de cada persona sino de la comunidad como tal. Consagrar es hacernos participar en la vida divina, impregnarnos de la vida divina. Por eso la Revela­ción y la Tradición comparan al Espíritu con el aceite que suaviza, hace flexible, fortifica, pero también penetra en profundidad. Por tanto es tarea nuestra el dejarnos invadir, de­jarnos enriquecer con sus dones que son otras tantas maneras de divinizarnos, de hacer que vivamos la vida bautismal con cierto esplendor, como la persona que está «dotada» para el piano o las mátemáticas ejerce esas artes con facilidad.

Por eso es preciso que miremos hacia Cristo consagrado y enviado como misionero del Padre entre los Pobres. De El aprenderemos a vivir de este Espíritu. Con El nos hare­mos pobres entre los Pobres; con El nos haremos verdaderamente servidores, siervas de los Pobres. Con El entraremos en la verdadera solidaridad con los pobres, acerca de la que Juan Pablo II insiste en su última Encíclica sobre la cuestión social.

2 – Suscitar un «espíritu» en la Comunidad

Cuando hablamos de vida espiritual, de espiritualidad, quizá no siempre prestamos bastante atención al hecho de que estas palabras tienen como raíz: «espíritu». Se trata, una vez más, de la vida que derrama en nosotros el Espíritu Santo y de la primacía abso­luta de vivir bajo su impulso. El Episcopado de América Latina hacía notar con razón, a propósito de la renovación carismática, que es la persona misma del Espíritu Santo la que debe ocupar el primer lugar y no los dones —por muy valiosos que sean— que El regala a la Iglesia. Uno de los errores que se ha introducido en determinados lugares ha sido otorgar más importancia a los dones que a su Autor y a su Fuente.

Por eso hay que discernir bien los signos del Espíritu en su autenticidad. El Espíritu nos hace entrar en el despojo, en el desprendimiento; nos comunica verdaderos impul­sos de generosidad sin ninguna búsqueda de nosotros mismos. Y, al mismo tiempo, nos estabiliza en el amor, en la paz del corazón: sus impulsos son apacibles, pacíficos, pacificantes. Ya ven qué importante es todo esto para las Hijas de la Caridad que tienen que «servir» en el sentido más riguroso de la palabra.

B – Como animadora, la hermana sirviente hace vivir la corresponsabilidad

1 – El Espíritu de la Compañía

Sus dominantes según los Fundadores nos resultan familiares. Para ellos, el Espíritu de la Compañía forma un todo y se confunde, podríamos decir, con su finalidad. Por eso Dios es su Autor; tenemos que pedirle incesantemente este espíritu y convencernos a nosotros mismos y a los demás de su importancia capital. Por otra parte, este espíritu es el que permite a las Hermanas Sirvientes vivir su cometido como un servicio, en el sentido evangélico y vicenciano de la palabra. Este espíritu es también el que les permiti­rá ayudar a las Hermanas a tener entre sí y con ella misma relaciones tan ricas y profun­das como sea posible en la sencillez, humildad y caridad. Existe en esto toda una peda­gogía de la relación en el plano humano y en el plano sobrenatural.

La disponibilidad a este Espíritu ha de traducirse, pues, por medio de todo un com­portamiento. Me gustaría señalar aquí cuánto y cómo la vida de oración de ustedes debe entrar dentro de la oración misionera de Jesús mismo. Su oración, efectivamente, está siempre en función de la fidelidad a la Misión que ha recibido del Padre. Expresa su ale­gría cuando ve que los pequeños son evangelizados. Pide insistentemente la gracia de la unidad. Que nuestra oración sea también apostólica, que ella nos vuelva a poner ince­santemente en presencia de lo que el Señor quiere llevar a cabo en nosotros y a través de nosotros. Que sea una entrega, incesantemente renovada, de nosotros mismos en las manos de Dios para que podamos consumirnos por El sirviendo a los Pobres.

2 – Un clima de comunidad de Hijas de la Caridad

Más allá del espíritu propiamente dicho, hay todo un clima que ha de crearse con las Hermanas. Es muy difícil de definir y, por otra parte, hay que llevar a cabo toda una sensibilización progresiva. La Hermana Sirviente, juntamente con sus Hermanas, se in­geniará para hacer que la comunidad gire verdaderamente en torno a un eje: la misión, los pobres en nombre de Jesucristo. ¡Qué importante es escuchar juntas el grito de los pobres, sensibilizarse ante las interpelaciones que nos vienen de su vida! Esto supone que estamos muy cercanas y muy atentas a ellos y que unas a otras nos ayudamos a estarlo. Nunca meditaremos bastante en el amor sencillo y humilde que debe animarnos, nunca nos interrogaremos bastante sobre el modo como este amor nos anima personal y comunitariamente.

En una palabra, podríamos hablar, con otros términos, de toda una «atmósfera»: con­fianza, lealtad, cordialidad gozosa, verdadero diálogo en el que podemos expresarnos y donde sabemos que se nos escucha, sentido del perdón, de la reconciliación. Tengamos entre nosotras las actitudes que queremos tener con los pobres: atención, sentido del
compartir, del caminar con… No olvidemos que nuestro servicio, como dice San Vicen­te, será el futuro de nuestra unión, como el Espíritu Santo, alma de toda caridad, es el fruto de la unión del Padre y del Hijo.

Mi conclusión va a ser breve, sencillamente una invitación a plantearnos unas pre­guntas:

  • ¿Cuáles son las dificultades que encontramos para vivir la corresponsabilidad?
  • ¿Cuáles son los medios que nuestra experiencia puede sugerirnos para remediar­las, a la luz de las Directivas para la Hermana Sirviente y del Documento Final de la Asam­blea General?
  • ¿Qué lugar ocupa la revisión de vida, y en especial la reflexión apostólica, en nues­tras Comunidades?

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