La fundación de san Lázaro (IV)

Mitxel OlabuénagaEn tiempos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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Saqueo de San Lázaro

Paris, 24 de julio de 1789

SEÑORES Y MUY QUERIDOS HERMANOS

La Gracia de Nuestro Señor sea siempre con nosotros

Seguramente ya os habrá llegado la noticia de nuestros males; pero el cuadro que se os haya pintado, por muy exagerado que os parezca, está infinitamente por debajo de la realidad: no se puede imaginar un desastre más universal y más afrentoso.

Desde el día 12 de mes corriente, la fermentación fue muy grande en París, a causa del despido de M. Necker. Miles de brigantes se aprovecharon de la circunstancia, y, bajo el pretexto del interés nacional, no se preocuparon de otra cosa que de saciar su odio contra el clero y contra los tratantes, y su pasión por el pillaje. En su ciego furor, ellos habían marcado las barreras y las comunidades que debían ser presa de las llamas. Hacia las ocho de la tarde, el fuego apareció en muchas barreras. El tumulto era espantoso en París y la noche fue muy inquietante; nosotros no suponíamos el golpe que nos amenazaba. A las tres de la maña­na, una banda de estos furiosos, armados de fusiles, de sables y de antorchas, llegó a San Lázaro; las puertas fueron forzadas en menos de un cuarto de hora; los estragos comenzaron con un furor sin parangón, y duraron hasta las cinco de la tarde, a causa de la multitud de los fanáticos que se sucedían por millares, y que nada temían porque en esos momentos París estaba sin tro­pas y sin defensa. Todo fue devastado. En la casa no queda ni puerta, ni vidrio, ni mesa ni lecho; se llevaron todos los muebles, cualesquiera que fueran. Nos arrebataron tanto el dinero de las procuras, como el de los particulares: perdimos la mayor parte de nuestros papeles y de nuestros títulos; la biblioteca sufrió prodi­giosamente; el refectorio no es más que un montón de escom­bros; todas nuestras provisiones han desaparecido. El vino corría por todas partes en las bodegas, y casi cien de estos desdichados se ahogaron después de haber bebido en exceso; algunos otros se envenenaron en la farmacia, de la que no restan más que los muros. Hacia las tres de la tarde apareció un fuego en el granero de heno, y se hubieran quemado todos los edificios a no ser por la pronta ayuda de los bomberos: en este aspecto, los daños no fueron muy considerables. La Iglesia fue respetada y sufrió poco. Según esta descripción, juzgad vosotros, señores y muy queridos hermanos, cuál es nuestra posición. Todo París está indignado del trato que se nos ha dado, muchas personas nos han ofrecido ayuda, y trataremos también de conseguirla del gobier­no. Desgraciadamente, las circunstancias no son favorables, y casi no podemos esperar remedio a nuestros males como no sea de la generosidad de nuestras casas. Sn embargo, estamos muy lejos de quereros imponer tasas que superen vuestras fuerzas. Es justo que vengáis en ayuda de la casa que os ha engendrado a la Congregación, y, seguramente, este sacrificio no costará mucho a vuestro corazón; pero las ayudas deben ser proporcionales a los recursos que se tengan. He aquí mi plan para esta situación en la que nos encontramos. La casa de San Lázaro no puede ser tan numerosa como era; es absolutamente imposible alojar y alimen­tar el mismo número de cohermanos que tenía; por lo tanto es necesario que cada casa se haga cargo de un número de misione­ro acorde a sus posibilidades. Las casas ricas o acomodadas nos ayudaran con dinero, y por estos medios, ayudados por la más austera frugalidad, tal vez podamos continuar viviendo en San Lázaro, y prepararnos para conseguir un día volver a desempe­ñar las funciones propias de esta casa. Sin embargo, señores y queridos hermanos, prendamos de este terrible acontecimiento la inestabilidad de las cosas humanas, y abramos nuestras almas a los sentimientos que la religión debe inspirar a los que sufren. Sumisos a las disposiciones de una Providencia misericordiosa, aceptemos con alegría la pérdida de nuestros bienes, y suspire­mos con más ardor hacia esa patria bienaventurada en la que se acabarán nuestros males y se recompensarán nuestros trabajos. Multipliquemos nuestras plegarias y nuestros sacrificios para que se vuelvan a unir los espíritus y los corazones y no nos olvi­demos de los desdichados que nos han despojado, para que el Señor se digne iluminarlos y convertirlos. Añadamos a nuestras oraciones las privaciones, la moderación en nuestros vestidos, en nuestras comidas, en nuestras habitaciones y muebles. Los sacri­ficios, tan convenientes en los infortunios, se convertirán en una fuente de méritos ante el Señor, y en un medio seguro de aumen­tar nuestros recursos en tiempo de indigencia. Tal vez el Señor ha querido castigar con este desastre nuestro alejamiento de la sencillez de nuestros padres, y traernos de nuevo a la modestia que conviene a nuestro estado: tales eran los sentimientos que nuestro Santo Fundador trataba de inspirar a sus hijos, después de una desgracias más o menos semejante a la actual, que suce­dió en 1649 y que puso a la casa de San Lázaro a un paso de des­aparecer; nuestros males son mayores que los que sufrió san Vicente entonces; que nuestro coraje, nuestra confianza en Dios y una fidelidad perfecta a nuestros deberes, nos acerquen a este gran Santo, nuestro Modelo y nuestro Protector.

Quedo con sincera cercanía, en el amor de Nuestro Señor, Señores y muy queridos hermanos,

Vuestro muy humilde y muy obediente servidor

CAYLA,

  1. p. d. 1. C. d. 1. M.

CEME

Juan Díaz Catalán

 

 

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