San Vicente y Santa Luisa forman parte de lo que se llama La escuela Francesa de Espiritualidad, según dice Henri Brémond, en el tomo III de su Historia literaria del sentimiento religioso en Francia, publicada en 1929. El iniciador de esta Escuela fue Pedro de Bérulle, fundador de la Congregación del Oratorio, en Francia, y los primeros brotes de la misma fueron los discípulos de aquél, cada uno con sus matices pesonales: San Vicente, fundador de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad; Juan Jacobo Olier, fundador de los Sacerdotes de San Sulpicio; y San Juan Eudes, fundador de la Congregación de los Sacerdotes de los Corazones de Jesús y de María. La irradación se prosiguió, después de estas personas, a través de otras, entre las que podemos referirnos, por ejemplo, a San Juan Bautista de la Salle, fundador de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, y a San Luis María Grignon de Montfort, fundador de los Misioneros de la Compañía de María y de las Hijas de la Sabiduría.
Las características de esta corriente de espiritualidad parecen ser, principalmente, el unir una vida interior, que puede llegar hasta la mística, con la preocupación por la acción misionera. En la contemplación, se subraya la adoración de Dios-Trinidad y de Jesucristo, Dios y hombre y la toma de conciencia de su presencia viva en cada uno de nosotros y en el Cuerpo Místico de Cristo, de que somos los miembros, la Iglesia. En la praxis, se apunta a dar nuevo valor a la vida bautismal, así como a la dignidad del estado sacerdotal.
Como consecuencia, los seguidores de esta Escuela, no sólo contribuyeron, por medio de los Seminarios, a formar buenos sacerdotes, sino que ofrecieron a los laicos, especialmente a las mujeres, amplias oportunidades de acción. De ahí que se diera el caso de seglares que ejercían la función de directores espirituales de conciencia, como sucedió con el barón Gastón de Renty.
Aunque cosas semejantes hubieran sucedido en períodos anteriores de la historia (pensemos en el caso, quizá el más célebre, de Santa Catalina de Siena), esto no era cosa sencilla en los comienzos de aquel siglo XVII. Frente a la reivindicación por parte de los protestantes del sacerdocio total para los laicos, el catolicismo había insistido tan fuertemente en el carácter específico del sacerdocio presbiteral, que había llegado a difuminar la doctrina tradicional del sacerdocio bautismal. Por lo tanto, cualquier participación demasiado activa de los seglares en la vida de la Iglesia corría el riesgo de aparecer como sospechosa de protestantismo. Nuestros Fundadores fueron lo suficientemente osados como para correr ese riesgo y lo bastante inteligentes como para librarse de toda sospecha, aunque llegaron muy lejos tanto en sus obras como en sus palabras.
San Vicente ocupa un lugar preponderante en este terreno. Ya sabemos que uno de sus carismas fue el de poner en marcha a cantidad de seglares, tanto hombres como mujeres. En cambio, se sabe menos que a él mismo lo pusieron en marcha seglares, también mujeres… Y esto no es una fórmula rutinaria de humildad: parece que es históricamente exacto. Bien conocido nos es el lugar ocupado por Santa Luisa de Marillac y las funciones que desempeñó.
Estudiar en ambos Fundadores el conjunto de este tema, nos llevaría a superar los límites de un artículo. Por eso, para tratar de situar bien la cuestión, voy a contentarme con citar: primero, las convicciones de San Vicente en este aspecto, especialmente en lo que se refiere al servicio espiritual; después, veremos el caso tan típico de Luisa de Marillac, precisamente en este aspecto del servicio espiritual.
Los escritos de San Vicente se extienden aproximadamente de 1613, a 1660. Los de Santa Luisa, de 1623 a 1660.
Los textos de San Vicente, los encontramos en la edición de Pierre Coste, 14 tomos (1920-1925). Los de Santa Luisa, en la edición en un tomo, Escritos espirituales (1983).
A. Convicciones de Vicente de Paúl
1. Las convicciones de Vicente sobre el papel de los laicos en la Iglesia se fundamentan en la teología, son convicciones de fe: en virtud de su bautismo, los cristianos quedan revestidos de Jesucristo (C. XII, 224; Síg. XI/4, 522); forman un Cuerpo Místico (C. XII, 271; Síg. XI/4, 560), están llamados a vivir la perfección (C. X, 143; Conf. Esp. n. 1426) y a proseguir la creación y la misión de Jesucristo, cada uno según su estado. Vicente enumera la vocación de los apóstoles, la vocación de los religiosos, «la vocación de los casados» y la vocación de las Hijas de la Caridad (C. IX, 353; Conf. Esp. n. 588), que son seglares consagradas al servicio espiritual y corporal de los pobres (C. IX, 20, 59; Conf. esp. n. 47, 110) etc.
2. Expresa también sus convicciones bajando a aplicaciones concretas, a las diversas misiones que pueden ejercer los laicos, hombres y mujeres.
Es cierto que Vicente fue, él mismo, quien concibió sus obras, su acción. Pero no era hombre dado a escribir de antemano sus pensamientos. Después de haber experimentado sus iniciativas en el crisol de la experiencia, según se presentaba la ocasión para ello y, a veces, a retazos, es como escribía su visión de las cosas. Ahora bien, esa experiencia suya siempre le mostró, en el inicio de sus obras, la iniciativa feliz de los laicos, especialmente mujeres.
Si ya en 1612-1616, había empezado a evangelizar a los pobres y a aconsejar las confesiones generales, fue una mujer, la señora de Gondi, quien le fortaleció y estimuló para lanzarse a las misiones populares, en enero de 1617, después de que aquella hubiera escuchado la confidencia de un moribundo acerca del beneficio que había recibido con la confesión general hecha. Vicente habría de recordarlo más de una vez (cf. C. XI, 4,5; XII, 7,8; Síg. XI/4, 298, XI/3, 326).
Seis meses después, en Chátillon-les-Dombes, fueron unos feligreses los que se acercaron a decirle, antes de Misa, que recomendara a la caridad de los fieles la situación de una familia pobre y enferma; y cuando posteriormente fue a visitar a aquella familia, vio que se le había adelantado una verdadera procesión de mujeres, quienes, unos días después, aceptaron organizarse en Cofradía (Cf. C. IX, 208; 242; Conf. esp.n. n. 340, 397).
Fue asimismo una buena muchacha de Suresnes, Margarita Naseau, quien se ofreció a él y a Luisa de Marillac, en 1630, para ayudar a las Señoras de la Caridad. Otras llegaron después de ella. Margarita murió de la peste en febrero de 1633. Y el 29 de noviembre siguiente, Vicente accedió a que se diera comienzo a una Comunidad formada con otras muchachas, bajo la dirección de Luisa de Marillac (C. IX, 77-78; Conf. esp. n. 136. C. IX, 209, 245, 455, 601; Conf. esp. nn. 340, 402, 752, 987).
Hay otra mención en C.X, 101; Conf. esp. n. 1354. Y con esto no queda cerrada la lista.
Con esto es fácil comprender que en mayo de 1621, en el reglamento de la Caridad mixta de Joigny, cerca de Sens, escribiera Vicente:
«.. Y como la asociación de hombres y la de mujeres no son más que una misma asociación, ya que tienen un mismo Patrono, un mismo fin y las mismas prácticas espirituales, y es solamente el ministerio lo que les divide, por pertenecer a los hombres el cuidado de los sanos y a las mujeres el de los enfermos, y dado que Nuestro Señor no saca menos gloria del ministerio de las mujeres que del de los hombres… por eso, los servidores de los pobres tendrán el mismo interés por la conservación y el aumento de la asociación de mujeres como por la suya. Para este efecto, pondrán la cuarta parte de sus ingresos anuales, y más si fuera necesario, en manos de la primera asistenta, que guarda el dinero de las mujeres, en caso de que no les bastasen los ingresos procedentes de las colectas que hacen aquéllas…» (C. XIII, 455; Síg. X, 602-3).
Hay que hacer resaltar que desde la primera Caridad, la de Chátillon, que era una Caridad de mujeres, el gobierno de la misma quedará en manos de una de las Señoras, por elección; en cambio, la administración de los bienes materiales se confiara a un «procurador», bajo la dirección del párroco, de la «priora», de la «tesorera» y de la «asistenta». Pero el procurador de aquella primera Cofradía era el Señor Beynier, no sólo seglar, sino, además, protestante… que posteriormente se convirtió al catolicismo. (Sobre el procurador de Chátillon, ver: C.XIII, pp. 47, 49, 424,426,438; Síg. X, pp. 575, 577, 587).
Es notable también el hecho de que el servicio de esas Caridades no vaya dirigido solamente a los cuerpos, sino también a las almas, y así quedó establecido desde Chátillon, en 1617:
«.,. algunas piadosas señoritas y otras virtuosas señoras de la burguesía de la ciudad de Chátillon-les-Dombes, diócesis de Lyon, deseosas de obtener esa misericordia de Dios de llegar a ser verdaderas hijas suyas, han decidido de común acuerdo, asistir espiritual y corporalmente a los (enfermos) de su ciudad…» (C. XIII, 423; Síg. X, 574).
Y hay un artículo del Reglamento exclusivamente dedicado a detallar en qué consiste el servicio espiritual: lectura de algún libro devoto a los que puedan sacar provecho de ello, exhortación, preparación a la muerte: «…harán todo esto con un gran celo de cooperar en la salvación de las almas y de llevarlas como de la mano hasta Dios» (C. XII, 429; Síg. X, 580).
Por supuesto, esto requiere una formación: las reuniones mensuales de la Cofradía tendrán, entre otras, esta finalidad (C., XIII, 430; Síg. X, 580). Pero, además, cada una de las Señoras cuidará de formarse: «…Las que sepan leer leerán todos los días, pausada y atentamente, un capítulo del libro del señor obispo de Ginebra titulado Introducción a la vida devota, y elevarán de vez en cuando su espíritu a Dios…» (C. XIII, 435; Síg. X, 584).
Vicente recomendará siempre, tanto a las Señoras de la Caridad como a las Hijas de la Caridad y a los laicos de su Congregación (los Hermanos), que enseñen a los pobres, que los catequicen, aprovechando para ello todas las ocasiones, partiendo de las circunstancias y de sus centros de interés. En 1636, recomienda a las Señoras de la Caridad del Hospital General de París, que acompañen espiritualmente a sus enfermos y les inculca «la excelencia de este ejercicio» que se desprende de:
«6º en que de esta manera entran en la práctica de las viudas de la primitiva Iglesia, que consiste en cuidar corporalmente de los pobres, como ellas los cuidaban, y también en la atención espiritual a las personas de su sexo, tal como ellas las atendían. En lo cual tendrán como una especie de dispensa de aquella prohibición que les hace San Pablo en la primera a los Corintios, Cap. 14: «Que las mujeres se callen en las iglesias. No les está permitido hablar en ellas»… Y en la primera a Timoteo, Cap. 2: «No permito a las mujeres que enseñen…»» (C. XIII, 764; Sig. X, 902).
¡Qué osadía, atreverse a declarar que queda levantada la prohibición hecha por San Pablo! El 7 de febrero de 1660, reitera que «estas hermanas se dedican, como nosotros, a la salvación y el cuidado del prójimo… con nosotros…» y remite al Canon de los Apóstoles: «… ellas (las mujeres) tenían relación con las funciones apostólicas…» (C. VIII, 239; Síg. VIII, 227 a Santiago Delafosse).
El 11 de julio de 1657, veintiún años después de la puesta en marcha del Reglamento de las Señoras de la Caridad del Hospital General de París, les dice de nuevo a éstas:
«Hace unos ochocientos años que las mujeres no tienen ninguna ocupación pública en la Iglesia. Antes, existían las que tenían el nombre de diaconisas… Pero hacia la época de Carlomagno… cesó este uso y el sexo de ustedes quedó privado de toda ocupación…; y he aquí que esta misma providencia se dirige actualmente a algunas de ustedes…» (C. XIII, 809; Síg. X, 953. Y es interesante leer la última frase de este texto de San Vicente, Síg. X, 961).
Para ello, una vez más piensa, en una formación. En el transcurso del Consejo de las Hijas de la Caridad del 22 de marzo de 1648, Luisa de Marillac se dirige a Vicente de Paúl:
«Padre, Sor Turgis me pidió últimamente un catecismo; le enviamos uno. A ella le pareció que era poco extenso y nos pidió que le mandáramos otro. Mandamos a pedir al Señor Lamberto que nos enviara uno, y él nos dio el de Belarmino, diciéndole a la Hermana a quien se lo entregó que se trataba de un catecismo muy elevado y que solamente era para los curas. Pues bien, como es necesario que no nos las demos de muy eruditas, tuve la idea de no mandárselo; pero como ella me urgía … le dije solamente que no hiciera más que leerlo, pues como lo que se dice en ese libro no siempre acaba de entenderse, no parece que sea conveniente aprenderlo de memoria y recitarlo…
A lo que nuestro muy honorable Padre respondió:
«Señorita, no hay ningún catecismo mejor que el de Belarmino; si todas nuestras Hermanas lo supieran y lo enseñaran, no enseñarían más que lo que deben enseñar, ya que les toca a ellas instruir a los demás, y sabrían lo que los curas tienen que saber… Sería conveniente que se les leyera a nuestras Hermanas ^y que usted misma se lo explicara, a fin de que todas lo aprendiesen y profundizaran en él para enseñarlo, porque ya que es preciso que ellas enseñen, tienen que saber; y no podrían aprender nada más sólido que lo que hay en ese libro…»» (C. XIII, 664-5; Síg. X, 792-3).
Semejante texto merecería un comentario. En él se ve, por una parte, el rastro de la mentalidad que reservaba el saber profundo a los clérigos; y por otra, el sentido pedagógico de Santa Luisa, unido a cierta modestia o quizá temor, y, por fin la osadía, la valentía de San Vicente que estima que las Hermanas tienen que saber tanto como los curas…
El 16 de marzo de 1659, insistía en este tema del catecismo en la conferencia que dio a toda la Comunidad, recomendando que las encargadas de explicar el catecismo formasen a las demás, incluso mediante la práctica de preguntarse mutuamente en presencia de la superiora, Luisa de Marillac (C. X, 624-626; Conf. esp. nn. 2.213/2.219).
Pero esto nos introduce ya en la segunda parte.
B. El caso típico de Luisa de Marillac
Prácticamente, Santa Luisa ha sido una desconocida para el público cristiano, a pesar de lo ilustre de su apellido. Y sin embargo, ha desempeñado una función de no poca importancia, sino una función relevante y aun ejemplar, como vamos a verlo. Nada tiene que envidiar a las «Damas del Cenáculo» que, muy posteriormente a ella, bajo el impulso de los Padres Jesuitas, se encargaron de dirigir Ejercicios Espirituales. Bien merece que la demos a conocer mejor.
1. Luisa de Marillac, directora de conciencia de las Hijas de la Caridad.
Como tampoco lo hizo Vicente de Paúl, Luisa de Marillac no dedicó tiempo a escribir tratados. De ella nos quedan tan sólo escritos dictados por las circunstancias: además de ciento veintidós notas espirituales, setecientas treinta y siete cartas autógrafas. Todo ello está editado en un solo volumen de ochocientas veintitrés páginas de texto. Buena parte de las cartas están dirigidas a las Hermanas, y en ellas trata toda clase de temas, inclusive la dirección espiritual, porque Vicente de Paúl prefería que las Hermanas tratasen de ella no con los confesores sino con los superiores (as) (cf. C. VIII, 239; IX, 12, 39, 75, 124, 223; X, 70, 442-6, 634, 690; XIII, 555,564; Síg. VIII, 227; Conf. esp. nn. 31, 80, 133, 206, 344, 1.285, 1.914 y ss. 2.227, 2.312, 15.Q; Síg. X, 693, 703).
Contentémonos con un ejemplo. Veamos lo que respondía, hacia 1656, a Sor Francisca CARCIREUX:
«… Sólo le diré, si me lo permite, que he alabado a Dios varias veces por las gracias que le ha concedido, y le he pedido la de que sepa usted olvidarse de sí misma y mortificar el deseo de su propia satisfacción que se oculta en usted bajo la apariencia engañosa de buscar una mayor perfección. Mucho nos engañamos cuando nos creemos capaces de ella, y más todavía cuando pensamos poder adquirirla con nuestros propios medios y con una mirada o atención continua hacia todos los movimientos y disposiciones de nuestra alma. Está bien que una vez al año nos apliquemos con esmero a ese examen de conciencia, con desconfianza de nosotras mismas y reconocimiento de nuestra insuficiencia; pero dar continuo tormento a nuestro espíritu para escudriñar y llevar cuenta de todos nuestros pensamientos, es tarea inútil por no decir peligrosa. Le digo a usted lo que a mí misma me han dicho en tiempos atrás.
Le ruego, querida Hermana, me ayude con sus oraciones como yo lo haré a usted con las mías, para que podamos alcanzar de Dios la gracia de caminar por las vías de su santo amor sencillamente, buenamente, sin complicaciones, para que no lleguemos a parecernos a esas personas que en vez de enriquecerse, corren a la ruina a fuerza de querer buscar la piedra filosofal». (Sta. L. Escrits., 518-19; Correspond. y Escr. C. 549, p. 505).
Observemos, sin más comentarios, el sutil análisis psicológico y la pincelada de justa desconfianza de cara a un pelagianismo que está quizás más extendido de lo que se piensa y que puede llegar a ser la base de algunas reacciones antimísticas…
2. Luisa de Marillac se encarga de acompañar a ejercitantes espirituales.
a. El hecho de que un seglar, y más una mujer, diera consejos de dirección espiritual no era, de hecho, una novedad en la Iglesia. Recordemos, por lo menos, a Santa Catalina de Siena, de la que San Vicente hace a veces mención. Más inaudito —¿y más atrevido?— era el hecho de que una mujer se encargara de acompañar espiritualmente a personas que acudieran a hacer ejercicios espirituales. En todo caso, San Vicente confió este cometido a Luisa de Marillac durante toda su vida, aun cuando él se reservara darle las directrices necesarias. Nos quedan algunos testimonios de ello en su correspondencia:
Ya en abril de 1633, antes de la institución de las Hijas de la Caridad, le escribe con relación a una joven que, siguiendo el ejemplo de Margarita Naseau, se había ofrecido para servir en las Cofradías de la Caridad:
«En cuanto a esa joven que está haciendo ejercicios, puesto que ha llegado el momento de hacer su confesión general, podría usted servirse de Buzée, en francés (libro de meditaciones del Jesuita Jean Buzée, publicado en 1624). Y, después de su confesión general, darle (a meditar) el primer día la Encarnación, segunda (meditación) la Natividad, que podrá repetir en la tercera meditación; la cuarta, los pastores… (Y a continuación da el programa de los tres días siguientes, para culminar en su regla de vida, es decir, su empleo de la jornada; le da también el horario de las cuatro meditaciones de cada día…)
Como lecturas, puede hacerlo en el Padre Granada («La guía de pecadores» del dominico español Luis de Granada, muy apreciado por San Francisco de Sales) y en las vidas de santas que hayan sobresalido en la caridad… Si la joven no tiene costumbre de hacer más que tres meditaciones al día, no le haga usted hacer más, por favor…» (C.I, 196; Síg. I, 249-50).
Por los mismos años, encarga a Luisa de Marillac que atienda a una señora que se había dirigido a él:
«Aquí tiene a la Señorita Brou, tesorera de (la Caridad de la parroquia) San Bartolomé. Como no me es posible tener la satisfacción de atenderla, por tener una ocupación urgente, le ruego lo haga usted, y que la considere como a una buena servidora de Dios, digna de cualquier empleo por su gloria» (C.I, 280; Síg. I, 307).
Y ahora, tres notas, que parecen sucederse, escritas entre 1636 y 1639:
• La primera, de San Vicente a Santa Luisa:
«Me alegro de los ejercicios espirituales que la Señora de Liancourt quiere hacer en casa de usted. La Señorita Lamy desea otro tanto. Me gustaría que coincidiera con la Señora Presidenta Goussault» (C. I, 380; Síg. I, 400).
• La segunda es de la Señora de Liancourt:
«No tengo tiempo sino de decirle que estoy deseando ir a verla y que lo haré lo más pronto que me sea posible, pues nada me causa tanta alegría como conversar con usted. Crea, querida amiga, que soy suya afectísima…» («La Compañía de las Hijas de la Caridad en sus orígenes – Documentos» ed. 1989 – 168).
• Y de nuevo San Vicente, para señalar algunas directrices:
«La Señora Presidenta Goussault y la Señorita Lamy van a hacer sus breves ejercicios espirituales en casa de usted. Le ruego que las atienda en todo, que de la distribución del tiempo que le entregué, les señale los temas de oración, escuche la relación que le harán de sus buenos pensamientos, una en presencia de la otra, les proporcione lectura en la mesa durante la comida, al terminar la cual podrán distraerse de una forma alegre y modesta. El tema (de su conversación) podrá ser el de las cosas que les han pasado durante su soledad, o que hayan leído en las vidas de santos. Y si hace buen tiempo, podrán pasear un poco después de comer. Fuera de estos dos tiempos, guardarán silencio.
Será conveniente que escriban los principales sentimientos que han tenido en la oración, y que preparen su confesión general para el miércoles.
La lectura espiritual podrá ser de la Imitación de Jesucristo, de Tomás de Kempis, deteniéndose un poco a considerar cada párrafo, así como también algo de Granada, en relación con el tema de su meditación. Podrían leer también algunos capítulos de los Evangelios. Pero será conveniente que, el día de su confesión general, les diese usted el tema de la oración del Memorial de Granada, que es para excitar a la contrición. Por lo demás, vigile usted para que no se entreguen con demasiado rigor a estos ejercicios. Pido a Nuestro Señor que le dé su espíritu para ello» (C. I, 381; Síg. 1400).
Encontramos de nuevo aquí la preocupación por lo concreto y la organización hasta en los menores detalles, al mismo tiempo que la flexibilidad y apertura, rasgos que pueden considerarse como constantes en San Vicente.
Los ejercicios se hacían también como preparación al matrimonio; así, por ejemplo, en marzo de 1640:
«Será bueno que continúe usted las oraciones ordinarias y que le haga hacer una especial, a esta buena señorita, para preparar su entrada en el matrimonio:
1.º Acerca de las razones que tiene una mujer para vivir como procede con su marido; y sobre esto, la remitirá usted a tres autoridades (las señala, en San Pablo y en el Génesis).
El 2.º punto: saber en qué consiste ese vivir como procede una mujer con su marido. Ahora bien, consiste en amar a su marido más que a todas las cosas, después de Dios; en segundo lugar, en complacerle y obedecerle en todo lo que no sea pecado.
El 3.º punto: los medios para conseguir la gracia que una mujer necesita para vivir como procede con su marido (Y los enumera igualmente, llegando hasta la devoción al matrimonio de San José y la Santísima Virgen)…» (C. II, 162; Sig. II, 136).
Hacia 1641, repite una vez más que deja la cuestión en sus manos:
«Es cierto que la Señora Caregré me ha manifestado que desea que yo la vea de vez en cuando; pero esto no quiere decir que usted no deba tratar con ella como lo hace con cualquiera otra persona. Digo en todo. En una palabra, darle usted misma los ejercicios como si yo no tuviera que verla. Tiene completa confianza en usted». (C. II, 190; Síg. II, 160).
Y en el mismo período, tratando de una ejercitante que él supervisa, dice:
«Le envío las resoluciones de la Señora N…, que son buenas, pero todavía me parecerían mejores si detallase un poco más en lo concreto.
Será conveniente insistir en esto con las que hagan los ejercicios espirituales en casa de ustedes. Todo lo demás no es sino producto del espíritu que, al haber encontrado cierta facilidad y aun dulzura en la consideración de una virtud, se complace en el pensamiento de que es virtuoso. Sin embargo, para llegar a serlo sólidamente, es necesario tomar buenas resoluciones prácticas sobre los actos particulares de determinada virtud y ser fieles en su cumplimiento. De no ser así, no pasa con frecuencia de pura imaginación»… (C. II, 190; Síg. II, 160).
Observemos, una vez más, el sentido de lo concreto, el afán de llegar a las realizaciones (esto mismo se encuentra en Santa Teresa).
b. Tenemos, en cambio, menos cartas de Luisa de Marillac en las que quede manifiesta su aportación a los ejercicios espirituales.
La P.D. a una nota enviada a Vicente en 1647, nos hace saber que, a veces, Luisa se veía en el trance de tener que recordarle —a él, tan acaparado por múltiples ocupaciones diferentes— los compromisos que había adquirido:
«Haga el favor su caridad de acordarse de nuestras dos señoras que estarán preparadas para confesarse mañana por la mañana, si es posible». L. de M., E. 208; Corr. y Escr. C. 203, p. 210.
Una carta del 12 ó 13 de junio de 1637, nos demuestra que Luisa de Marillac, aun cuando siempre remitiese a las ejercitantes al «Señor Vicente», sabía, lo mismo que él, recibir la comunicación interior de aquéllas, y no dudaba en dar pruebas de flexibilidad y adaptación:
«Las buenas Hermanas de Saint Flour no han podido decidirse a confesarse y no les importa diferir su confesión, aunque sumisas, mi muy Honorable Padre, a lo que disponga la divina Providencia, para confesarse con otro que usted se sirva nombrar, si es que no pueden hacerlo con usted.
La mayor desea hacerle una comunicación y si no puede ser de palabra, pide a su caridad hacérsela por escrito. Su sumisión a las órdenes de la voluntad de Dios es admirable, pues me ha dicho que no se ha sentido nunca en semejante disposición de sencillez y apertura de corazón para hacer su confesión, y no obstante, permanece en paz; creo advertir una gran perfección en esta alma junto con admirables disposiciones para las obras en las que Dios quiera emplearla.
¡Cuánto bien habría hecho y cuánto bien haría si estuviera colocada en mi lugar! ¡Y cuánto bien me habrá hecho a mí si conservo el efecto de la humillación que me ha supuesto el compararme con ella y ver mis miserias y resistencias a la gracia de Dios…» (L. de M., E., p. 551; Corr. y Escr. C. 585, p. 535).
La humildad de Santa Luisa se transparenta aquí, y podemos advertir que la convicción de que se recibe tanto como se da, no es cosa de hoy.
La facilidad con que Luisa se pliega a las directrices de Vicente y la flexibilidad en repartirse las tareas entre las Hermanas y los Sacerdotes de la Misión, para acompañar a las ejercitantes, aparecen todavía más claras en este pasaje de una carta de 19 de septiembre de 1658, dirigida a Vicente de Paúl:
«Olvidé esta mañana preguntar a su caridad qué orden había que seguir en los ejercicios de la buena religiosa de que le habló a usted el señor Capellán de Chantilly, la cual está aquí, desde hoy, con tal motivo; es una pobre infeliz en cuanto a su condición, pero es posible que su alma necesite ayuda. ¿Podría hablar con alguno de sus Señores?, o bien, ¿haremos lo que podamos entre nuestras Hermanas y yo para ayudarla? (L. de M., E., p. 606; Corr. y Escr. C. 648, p. 588-89).
Terminaremos con una carta sin fecha dirigida a una ejercitante de la que no consta el nombre. Mejor que ningún otro texto, nos dará a conocer el estilo y el alma de Luisa de Marillac. Es una verdadera carta de dirección:
«Aquí tiene el ejercicio de que le he hablado y que me parece muy adecuado para usted, según el conocimiento que su bondad ha querido darme de su alma. Viva, pues, así, siendo toda de Dios, querida señora, por esa unión suave y amorosa de su voluntad con la de Dios, en todas las cosas. Esta práctica comprende, en su santa sencillez, todos los medios para llegar a la sólida perfección que Dios quiere de usted, según me lo parece. Tenga siempre, querida señora, en gran aprecio la humildad y la mansedumbre cordial, y trate con toda sencillez y familiaridad inocente con Nuestro Señor, en sus oraciones, y cuando durante el día eleve su espíritu hacia El, que es la divina dulzura, no tenga en cuenta si siente o no gusto en ello o consuelo. Dios lo único que quiere de nosotros es nuestro corazón; no ha puesto en nuestro poder más que el puro acto de la voluntad y es lo que mira, junto con la acción que de él procede. Haga las menos reflexiones que le sea posible y viva con una gran alegría al servicio de nuestro soberano Dueño y Señor.
Aquí tiene, pues, señora, sencillamente, como Nuestro Señor me lo inspira, lo que su humildad ha pedido a mi pobreza. Suplico a su infinita bondad haga llegar a su amada alma a la más alta perfección en que su Amor la quiere…» (L. de M., E. 674; Corr. y Escr. C, 723, p. 653).
Todo ello está en perfecta conformidad con los consejos dados por Santa Teresa de Jesús, consejos que encontramos también en San Vicente: el corazón y la acción que de él procede… lo demás es humo. Estamos en la verdadera oración de sencillez.
* * *
Como conclusión, vamos a citar una vez más este texto que muestra con tanta claridad que San Vicente era plenamente consciente de lo que hacía.
El 7 de febrero de 1660, escribe a Santiago Delafosse el por qué los Sacerdotes de la Misión, que no deben ocuparse de religiosas, tienen el encargo de la atención espiritual a las Hijas de la Caridad:
«Existe, pues, esta diferencia entre ellas y las religiosas: las religiosas no tienen otra finalidad que su propia perfección, mientras que estas hermanas se dedican, como nosotros, a la salvación y al cuidado del prójimo; y si le dijera con nosotros no diría nada contrario al Evangelio, sino algo muy conforme con el uso de la primitiva Iglesia; porque Nuestro Señor se ocupaba de algunas mujeres que le seguían, y vemos en el Canon de los Apóstoles que ellas administraban los víveres a los fieles y que tenían relación con las funciones apostólicas» (C. VIII, 239; Síg. VIII, 227).
Estas páginas han tratado de mostrar en directo cómo aquellos franceses del siglo XVII, seglares hombres y mujeres, tomaban parte, al igual que los sacerdotes, en el trabajo de la viña del Señor, en hacer circular la vida divina por el Cuerpo Místico de Cristo. No tenemos que sonrojarnos de nuestros Fundadores, sino únicamente actualizar, para hoy, su celo.