La formación seminarística en tiempos de san Vicente y según san Vicente (I)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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INTRODUCCIÓN

Escribía san Vicente de Paúl al P. Juan Martín, superior de la comunidad de Turín, el 23 de febrero de 1657:

Por aquí estamos bastante bien, gracias a Dios. Tenemos 60 ordenandos y en el Seminario Interno hay unos 40 seminaristas. En el cole­gio de Bons-Enfants hay más eclesiásticos de los que pueden alojarse, pues hay 65 de fuera. No sabernos qué hacer para recibir a otros muchos que se presentan; hemos puesto camas en donde nunca las ha habido e inventamos medios para colocarles a todos. El seminario de san Carlos está también muy poblado. Dios quiere bendecir casi por todas partes a la compañía en sus funciones; y digo casi para exceptuar a nuestros pobres hermanos de las Hébridas y de Polonia que, rodeados de todas las aflicciones de la guerra, no pueden comunicarnos ni lo que sufren ni lo que hacen, pues solamente recibimos de ellos noticias ya viejas y bastante inciertas.

En unas pocas líneas menciona en esta carta san Vicente: el Seminario Interno de la Congregación; el seminario de san Car­los, dedicado a muchachos menores de edad; el Seminario de Ordenandos de San Lázaro; y el Seminario de eclesiásticos de Buenos Hijos. Hablar de la formación de los seminaristas y en los Seminarios en tiempo de san Vicente y según san Vicente, tema propuesto para esta intervención, exigirá necesariamente advertir la evolución del término mismo «Seminario» a partir de las decisiones del Concilio de Trento. Y hará necesario delimitar, de entrada, el campo de nuestra reflexión.

En esta conferencia no nos referiremos al Seminario Inter­no de la Congregación de la Misión ni al Seminario de las Hijas de la Caridad, sino únicamente a los Seminarios para la forma­ción de candidatos o de sacerdotes diocesanos.

Al estudiar la formación de los seminaristas y en los Semi­narios, nos limitaremos únicamente a los establecidos en Fran­cia con la participación de san Vicente de Paúl.

Para situar la acción de san Vicente en la formación de los seminaristas y en los seminarios, nos acercaremos a la realidad de la formación y de los seminarios en tiempo de san Vicente.

Señalemos, además, que, aunque las casas de la Congrega­ción se establezcan para la formación de los seminaristas, se seguirán llamando «Misión» y no «Seminario».

  1. EL CONCILIO DE TRENTO Y LA CREACIÓN DE LOS SEMINARIOS
  2. LA FORMACIÓN DE LOS CANDIDATOS A LAS ÓRDENES ANTES DEL CONCILIO DE TRENTO

La preparación para la ordenación de los sacerdotes no fue uniforme en los siglos que preceden al Concilio de Trento5. Desde los primeros siglos de la Iglesia, los futuros sacerdotes eran formados por el Obispo, o en las escuelas catedralicias bajo la supervisión del arcediano.

En torno al siglo VI, se extienden las escuelas episcopales o catedralicias, donde la formación es responsabilidad, no ya del obispo, sino del maestro de la catedral; y también las escuelas organizadas por un párroco y las escuelas monásticas, para la formación de los clérigos. La formación era a la vez doctrinal, moral y pastoral.

Frecuentemente, los concilios locales insistirán en la necesi­dad de cuidar esta formación y preparar a los maestros, preocu­pándose por su sustento.

A comienzos del siglo XIII, aparecen las universidades, con sus facultades de Artes (filosofía, matemática, música, ciencias naturales) y de Teología (teología, moral y derecho). Abarcaban todo el saber. Los candidatos a las Órdenes no pasaban necesa­riamente por las facultades de teología. En cada universidad existían bolsas de estudios para sacerdotes, pagadas por bienhe­chores. Pero no era requisito para la ordenación sacerdotal haber estudiado en la universidad; bastaba con que el obispo conside­rase suficiente la formación que poseía el candidato. Algunos obispos llegaban a ordenar, incluso sin verificar la preparación de los candidatos.

Los candidatos a las órdenes que acudían a las facultades, encontraban allí la formación intelectual; los «colegios» donde residían les aseguraban la educación moral, espiritual y pastoral. Estos colegios u hogares no daban materias de estudio, alojaban a los estudiantes bajo la responsabilidad de un rector y de un capellán, que aportaban la formación espiritual y pastoral.

El Renacimiento, con la vuelta al humanismo pagano en el siglo XV, acarrea nuevamente la decadencia en la formación (sobre todo, espiritual y pastoral) de los candidatos al sacerdo­cio. No faltarán reacciones a esta nueva situación, especialmen­te en Italia y en España.

Surgen, en este contexto, congregaciones clericales (los jesuitas, la más conocida), que tienen por objetivo una sólida for­mación intelectual, moral, espiritual y pastoral de los clérigos’. Esta floración de iniciativas desembocará en el Concilio de Tren-to, como expresión del deseo sentido un poco por todas partes.

La Sorbona de París y otras grandes universidades francesas impartían la ciencia necesaria, pero sólo a una élite mejor dotada, capaz de aprovecharse de esas elevadas enseñanzas y suficiente­mente rica como para habitar en París o en las grandes ciudades. Y los que completaban sus estudios, ordenados sacerdotes, preferían quedarse en París y no precisamente marchar a las parro­quias de los pueblos.

En Francia la oposición y hasta venganza de los protestantes había conducido a la Iglesia a la anemia. Allí donde los protes­tantes tomaban el poder, los católicos, y sobre todo los sacerdo­tes, eran hechos prisioneros y en ocasiones asesinados. Cuando las tropas católicas recuperaban el lugar, sólo había vacío. Esta situación histórica contribuirá a que el proceso de implantación de los Seminarios según las orientaciones del Concilio de Trento resulte mucho más lento en Francia que en otros países.

  1. EL SACERDOCIO EXTERNO, SEGÚN EL CONCILIO DE TRENTO

Por reacción contra la postura protestante que restringía el sacerdocio al universal de todos los fieles y, por consiguiente, negaba la existencia de un sacerdocio jerárquico en la Iglesia, el Concilio de Trento insistirá en las estructuras jerárquicas de la Iglesia, dándoles un claro predominio sobre los aspectos más comunitarios. «El protestantismo discutía y negaba toda media­ción eclesiástica: magisterio, sacerdocio, sacramentos, autoridad de la tradición y papel de la Iglesia como maestra en materia de fe, poder de los prelados, dignidad de los obispos, primacía del papa… No quedaba nada de la institución. Por el contrario, pro­ponía una noción de Iglesia-santa, como asamblea de fieles, donde la realidad eclesial se manifiesta en dos cosas cuya unión orgánica era desconocida: por una parte, una comunión de san­tos (los verdaderos fieles, los predestinados), la cual era la ver­dadera iglesia, pero no visible; por otra, una organización visi­ble, completamente humana, que no era en realidad Iglesia».

En la Sesión XXIII de 15 de julio de 1563, el Concilio de Trento propone la Doctrina sobre el Sacramento del Orden y for­mula la institución del sacerdocio de la Nueva Ley:

El sacrificio y el sacerdocio están tan unidos por ordenación de Dios que en toda ley han existido ambos. Habiendo, pues, en el Nuevo Testamento, recibido la Iglesia Católica por institución del Señor el santo sacrificio visible de la Eucaristía, hay también que confesar que hay en ella nuevo sacerdocio, visible y externo, en el que fue traslada­do el antiguo. Ahora bien, que fue aquél instituido por el mismo Señor Salvador nuestro, y que a los Apóstoles y sucesores suyos en el sacerdocio les fue dado el poder de consagrar, ofrecer y administrar el cuerpo y la sangre del Señor, así como el de perdonar o retener los pecados, cosa es que las Sagradas Letras manifiestan y la tradición de la Iglesia Católica enseñó siempre.

Este sacerdocio visible y externo será objeto de especial atención por parte de la Iglesia a partir de este momento.

Además de exponer la doctrina católica, el Concilio de Trento impulsó una serie de reformas en la vida y disciplina de la Iglesia. Frente a la expansión de las reformas luterana y calvinis­ta, quiere promover la renovación de la vida de la Iglesia. Esta renovación se irá imponiendo en la Iglesia por obra de los papas, fundadores de congregaciones, teólogos, santos…

En la misma Sesión XXIII de 15 de julio de 1563, el Conci­lio de Trento exige la obligación de residencia a los que gobier­nan las iglesias: los pastores deben velar por el rebaño que se les ha encomendado:

Estando mandado por precepto divino a todos los que tienen enco­mendada la cura de almas, que conozcan sus ovejas, ofrezcan sacrificio por ellas, las apacienten con la predicación de la divina palabra, con la administración de los Sacramentos, y con el ejemplo de todas las bue­nas obras; que cuiden paternalmente de los pobres y otras personas infelices, y se dediquen a los demás ministerios pastorales; cosas todas que de ningún modo pueden ejecutar ni cumplir los que no velan sobre su rebaño, ni le asisten, sino le abandonan como mercenarios o asala­riados; el sacrosanto Concilio los amonesta y exhorta a que, teniendo presentes los mandamientos divinos, y haciéndose el ejemplar de su grey, la apacienten y gobiernen en justicia y en verdad. Y para que los puntos que santa y útilmente se establecieron antes en tiempo de Paulo III de feliz memoria sobre la residencia, no se extiendan violentamen­te a sentidos contrarios a la mente del sagrado Concilio, como si en vir­tud de aquel decreto fuese lícito estar ausentes cinco meses continuos; el sacrosanto Concilio, insistiendo en ellos, declara que todos los Pas­tores que mandan, bajo cualquier nombre o título, en iglesias patriarca­les, primadas, metropolitanas y catedrales, cualesquiera que sean, aun­que sean Cardenales de la santa Romana Iglesia, están obligados a residir personalmente en su iglesia, o en la diócesis en que deban ejer­cer el ministerio que se les ha encomendado…

Al reunirse en Trento en 1545, los Padres del Concilio preten­den trabajar en una seria y urgente reforma de la vida eclesial y de sus estructuras y buscar la unidad de los cristianos en la fe. Estaban convencidos de que la vida cristiana debía ser restaura­da inspirándose en el Evangelio (reivindicación de los reforma­dos), y de la Tradición apostólica. Tal renovación dependía de la fidelidad de los pastores a sus deberes: hacía falta una prepara­ción más adecuada de los candidatos al ministerio, para formar un pueblo de verdaderos creyentes bajo la guía de pastores ver­daderos (clero renovado).

  1. EL DECRETO «CUM ADOLESCENTIUM ALTAS»

Tanto católicos como protestantes, cada uno a su modo, pen­saban en los medios más adecuados para disponer de buenos ministros, ya que de ellos iba a depender en gran medida el éxito de la reforma que proponían.

Como hemos apuntado, la idea de diseñar una institución para la formación de los que van a ser ordenados sacerdotes esta­ba en el ambiente desde hacía varios años. Con el fin de ayudar a los católicos de Alemania, se crea en Roma en 1552 el colegio alemán. La rápida expansión de los colegios creados por los jesuitas (40 fundaciones entre 1548 y 1562) inaugura un tipo de institución que, educando a los jóvenes, hacía despertar en ellos el deseo de servir a la Iglesia.

Mediante el Decreto «Cum adolescentium aetas», de la misma Sesión XXIII, los Padres del Concilio de Trento estable­cen las líneas maestras para la institución de los seminarios:

Siendo inclinada la adolescencia a seguir los deleites mundanales, si no se la dirige rectamente, y no perseverando jamás en la perfecta obser­vancia de la disciplina eclesiástica, sin un grandísimo y especialísimo auxilio de Dios, a no ser que desde sus más tiernos años y antes que los hábitos viciosos lleguen a dominar todo el hombre, se les dé crianza conforme a la piedad y religión; establece el santo Concilio que todas las catedrales, metropolitanas, e iglesias mayores que estas tengan obli­gación de mantener, y educar religiosamente, e instruir en la disciplina eclesiástica, según las facultades y extensión de la diócesis, cierto número de jóvenes de la misma ciudad y diócesis, o a no haberlos en estas, de la misma provincia, en un colegio situado cerca de las mismas iglesias, o en otro lugar oportuno a elección del Obispo. Los que se hayan de recibir en este colegio tengan por lo menos doce años, y sean de legítimo matrimonio; sepan competentemente leer y escribir, y den esperanzas por su buena índole e inclinaciones de que siempre continua­rán sirviendo en los ministerios eclesiásticos. Quiere también que se eli­jan con preferencia los hijos de los pobres, aunque no excluye los de los más ricos, siempre que estos se mantengan a sus propias expensas, y manifiesten deseo de servir a Dios y a la Iglesia. Destinará el Obispo, cuando le parezca conveniente, parte de estos jóvenes (pues todos han de estar divididos en tantas clases cuantas juzgue oportunas según su número, edad y adelantamiento en la disciplina eclesiástica) al servicio de las iglesias; parte detendrá para que se instruyan en los colegios, poniendo otros en lugar de los que salieren instruidos, de suerte que sea este colegio un plantel perenne de ministros de Dios. Y para que con más comodidad se instruyan en la disciplina eclesiástica, recibirán inmediatamente la tonsura, usarán siempre de hábito clerical; aprende­rán gramática, canto, cómputo eclesiástico y otras facultades útiles y honestas; tomarán de memoria la sagrada Escritura, los libros eclesiás­ticos, homilías de los Santos, y las fórmulas de administrar los Sacra­mentos, en especial lo que conduce a oír las confesiones, y las de los demás ritos y ceremonias. Cuide el Obispo de que asistan todos los días  al sacrificio de la misa, que confiesen sus pecados a lo menos una vez al mes, que reciban a juicio del confesor el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, y sirvan en la catedral y otras iglesias del pueblo en los días festivos. El Obispo con el consejo de dos canónigos de los más ancia­nos y graves, que él mismo elegirá, arreglará, según el Espíritu Santo le sugiriere, estas y otras cosas que sean oportunas y necesarias, cuidando en sus frecuentes visitas, de que siempre se observen. Castigarán grave­mente a los díscolos, e incorregibles, y a los que diesen mal ejemplo; expeliéndolos también si fuese necesario; y quitando todos los obstácu­los que hallen, cuidarán con esmero de cuanto les parezca conducente para conservar y aumentar tan piadoso y santo establecimiento…

CEME

Corpus Juan Delgado

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