La Fe de santa Luisa ante una sociedad individualista

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicenciana, Luisa de MarillacLeave a Comment

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Autor: Benito Martínez, C.M. · Año publicación original: 2010 · Fuente: Charla dictada en el Congreso "Caridad-Misión", Madrid, 5 al 7 de Marzo de 2010.
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El título de esta charla es La fe de santa Luisa ante una sociedad individualista. No dice ante la sociedad en que vivía santa Luisa ni ante nuestra sociedad, sino ante cualquier sociedad que sea individualista. Y la consecuencia es ver qué punto acentuaríamos nosotros, viviendo la fe de santa Luisa, si nuestra sociedad fuese individualista.

La persona y la sociedad actual son individualistas

Pero nuestra sociedad ¿es individualista? Ante todo pienso que todas las personas somos individualistas. Las personas, las familias, los grupos deportivos, los partidos políticos, las naciones y las congregaciones religiosas nos encontramos siempre en búsqueda de nuestra propia identidad, de algo que nos distinga de los demás y nos afiance en nuestra personalidad. Es fruto de la libertad del individuo. Cada hombre desea ser dueño de su vida y de su destino, moldear su vida a su gusto y exige que respetemos sus criterios. O sea, que todos somos individualistas. Pues la libertad es la nota más característica y necesaria para ser persona, y sin libertad individual el hombre no es persona. El Art. 1º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Asamblea General de las Naciones Unidas (10-12-1948), dice: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Es la defensa de la individualidad, pero poniendo, al mismo tiempo, límites al individualismo: la fraternidad natural de todos los hombres, por la que las personas particulares se comunican, se integran en el grupo, del que participan y con él se comprometen. Cuando el individuo antepone sus intereses personales al bien general, está poniendo separación, evasión y egoísmo.

Este es el lado negativo que suele prevalecer en una sociedad individualista. Y pienso que este individualismo es una característica típica de nuestra sociedad occidental, donde el neoliberalismo impuso la competitividad individual para sobresalir en cuanto individuo, afirmando la primacía del individuo sobre el conjunto que lo rodea y del cual es una parte inseparable. Frente a la colectividad y a la comunidad vuelve el individualismo posesivo. En la sociedad moderna de cultura occidental, cada individuo se esfuerza por afirmar su personalidad en contraposición a los demás.

Ciertamente hay un lado positivo en una sociedad individualista: anular el absolutismo y traer la democracia; es construir la sociedad desde las personas a la institución, para que avance a través del progreso de todos y cada uno de los ciudadanos. Pero, exigiendo siempre que cada miembro de la sociedad no use a otras personas para lograr su fin particular. Si el individualismo es la actitud que lleva a actuar y a pensar de modo independiente, para que sea positivo hay que imponerle que el bien común de todos se anteponga al bien individual. Este es el mandamiento nuevo que nos dio el Señor: que nos amemos unos a otros como Él nos amó hasta dar la vida por el hermano (Jn 15, 12.

Sociedad creyente

Y lo más curioso es que la fe católica no ha logrado convencer a los hombres de este mensaje evangélico. Y apoyándose también en los evangelios, por un contrasentido, la Iglesia ha defendido los valores individuales de cada persona, «creada a imagen y semejanza de Dios». Todo ello ha favorecido el individualismo de nuestra sociedad.

Después de Descartes, en tiempos de santa Luisa y en la sociedad actual se sostiene que la moral es un asunto individual, que el individuo es la fuente y el árbitro de la moralidad. Con más insistencia aún la Iglesia cristiana puso una moral individual del pecado personal, que conduce a la salvación individual en la otra vida. Y hemos exaltado tanto la salvación eterna que hemos falsificado la fe evangélica que reveló Jesús de Nazaret, cuando decía que el Padre quiere nuestra felicidad en la vida eterna, pero también en la vida presente, del alma, pero también del cuerpo, es decir, del hombre entero. Y Él comenzó a realizarlo quitando los males de esta vida en personas individuales: enfermedades, muerte, pecado y el origen del mal, representado en los endemoniados.

Acuciados por la crisis económica actual con su trágica carga de paro, frecuentemente vivimos las relaciones sociales centradas en nuestra utilidad particular, la mía y la de mi familia restringida a padres e hijos. Los otros miembros, las otras familias o grupos sociales significan una amenaza competitiva a mi personalidad y a mis intereses.

Es la secuela del instinto primario del hombre que busca la felicidad. Si los miembros de nuestra sociedad tuviéramos conciencia de lo que es una sociedad, todos buscaríamos la felicidad de todos. Pero, al no lograrla, el individualismo nos ha lanzado a buscar, primero, la felicidad de la familia, luego, de cada persona individual y últimamente, en el posmodernismo, a reducir la felicidad al sentimiento individual de estar sencillamente a gusto gozando placeres momentáneos, rápidos y excitantes.

Individualismo corporativo

Por su parte la democracia insiste en que la legitimidad y la autoridad del gobierno derivan del consentimiento de los ciudadanos; que la representación política no es una representación de sectores o de clases, sino de personas; y que el propósito del gobierno es proteger los intereses individuales y familiares. Sin embargo, la globalización del transporte, de la información y la comunicación instantánea por internet de millones de personas entre los lugares más alejados, preocupa a mucha gente que teme la destrucción de la individualidad del ser humano.

Y en cierto modo lo ha logrado. Los que dirigen la sociedad, los que ostentan el poder y el dinero han logrado difuminar a las personas individuales y a las familias particulares. Ya no cuentan las personas. Sólo vale el número de consumidores, de parados, de viajeros, de turistas y, sobre todo, de votos. De este modo está tomando auge otra forma de individualismo: el de la clase social, organismos, partidos políticos, multinacionales, etc., que defienden sus intereses corporativos como no lo haría un individuo.

Debido a la globalización, la mayoría de los grupos sociales tiende a mantener cierta individualización corporativacon el fin de protegerse de influencias de otros grupos y preservar su identidad. Y esto sucede igualmente en las instituciones religiosas, proclamando nuestra identidad y pertenencia, para no quedar diluidos dentro de unas características generalizadas para todas las congregaciones religiosas. Cuando santa Luisa, san Vicente y Ozanam redactan los reglamentos y reglas de las Caridades, Paúles, Hijas de la Caridad y Vicentinos, indirectamente defienden el individualismo corporativo, la identidad y la peculiaridad de estas instituciones, a las que hay que preferir y amar más que a otras. El motivo que presentan es evangélico: si las fundaron se debió a que las consideraron más capaces que las ya existentes para servir y evangelizar a los pobres. Pero esto también puede considerarse individualismo corporativo.

La sociedad individualista del siglo XVII

A pesar de una ascensión del sentimiento nacional francés, la sociedad en la que vivió santa Luisa era individualista. Hacía ya cien años que Francia, liberada de la mentalidad teocrática medieval, se había afianzado en el Renacimiento y en el Humanismo, desarrollando una nueva concepción del hombre y de su papel en la sociedad, colocándolo como protagonista. En esa nueva sociedad antropocéntrica toma fuerza la idea de que el hombre es el centro de la creación, y tiene capacidad para transformar el mundo, poniéndose a sí mismo como meta exclusiva. Con todo, la idea de salvación individual siguió dominando la organi­zación social, continuando el teocentrismo medieval.

Richelieu se esforzó por fortalecer en Francia un gobierno absolutista y construir un estado -el famoso hexágono- unificado y agrupado bajo el dominio del Rey. Sin embargo, el individualismo corporativo del apellido, de la clase social y del clan de la nobleza empujaba a las Familias nobles a imponer su dominio, mientras los pobres se esforzaban por sobrevivir como individuos y como familias particulares.

Mientras, el campesinado, los pobres, existían como masa, pero no como individuos. La inmensa mayoría de los pobres no tenía apellido, ni identidad personal. Vivían subordinados a la religión institucional y a la autoridad de las clases pudientes, careciendo de la más mínima vida privada. Comían, dormían, se vestían y se aseaban a la vista unos de otros, hacinados en viviendas de una sola habitación. Esta situación creaba en ellos un sentimiento doble: por un lado, sentimiento de lucha por sobrevivir individualmente, sabiendo que cada pobre velaba por sí mismo, y por otro, el de aliarse todos los desheredados para mejor resistir la penuria, como sucedió en la primera Fronda.

La fe le dice que Dios sigue actuando en el mundo

De acuerdo con todo lo anterior, presento ya la primera propuesta: la fe llevó a Luisa de Marillac a admitir y a vivir que Dios sigue actuando en la historia del mundo. Se lo afirmó la fe y se lo confirmó san Vicente, pero era también una respuesta consoladora a la experiencia de su vida individual.

Hacia los 15 años Luisa de Marillac se puso a reflexionar seriamente sobre la vida que le había tocado vivir. Ella era de sangre noble, pero fue desheredada y marginada por la familia y la sociedad por tener un nacimiento ilegítimo, seguramente punible. Desde que la sacaron de Poissy por no ser noble, se dio cuenta de que ella estaba sola en el mundo. En aquel siglo la seguridad a una persona se la daba el clan, la Familia a la que pertenecía, pero Luisa había sido separada de la Familia Marillac. Además, era mujer, y toda mujer estaba sometida al hombre: padre, marido, hermano o tutor. Luisa no tenía a ningún hombre que la defendiera, se sentía sola en la vida y quedó envuelta en el individualismo de la época para poder sobrevivir.

Esta situación llevó a Luisa a sentir que no era ella quien hacía su vida, era la vida quien la hacía a ella. Luisa se había acostumbrado a examinar su vida como a un personaje que estu­viera delante de ella; y por eso mismo, se acostumbró a considerarla como el punto vital y más incisivo de su existencia personal.

Se daba cuenta de que todo sucedía en su vida como si Dios lo tuviera casi determinado des­de la eternidad. Al recordar su vida, cuando ya era una mujer madura, escribiría: «Es su voluntad que vaya a Él a tra­vés de la cruz, que su bondad ha querido que yo la tuviese desde mi mismo nacimiento, y no me ha dejado casi nunca, a cualquier edad, sin ocasiones de sufrimiento» (E 19). Y se preguntaba por qué le ha­bía tocado a ella vivir aquella vida de sufrimiento. Su fe la llevó a buscar la respuesta en el seno de la divinidad eterna: esa vida le venía porque ese era el designio eterno de Dios, y la fe le confirmaba que debía colaborar para que se cumpliese en ella. Esta idea la consoló y dio sentido a su vida individual: colaborar con Dios para que se cumpliera su designio. Y gracias a esta confianza divina, la fe la llevó a contemplar cómo encajaban ya en su vida todos los sucesos que a ella le tocaban vivir.

La fe le daba el convencimiento de que Dios actuaba en el fondo de los acontecimientos, y de que Dios le hablaba desde el fondo de los sucesos personales, familiares y sociales que a ella le estaban tocando vivir. Y este convencimiento que le daba la fe, la animaba a descubrir a Dios en cada suceso de su vida. La fe era el hilo conductor que la permitía responder a Dios. Como el agua de la lluvia empapa el campo, la fe, aunque oscura, empapaba toda su existencia y daba esperanza a su vida de sufrimiento. Por ello, la fe con la esperanza y la caridad a los pobres serán el fundamento de su espiritualidad. Aunque santa Luisa no leyó los Pensamientos Pascal, ciertamente experimentaba que Dios le decía: «Consuélate; no me buscarías si no me poseyeras»1 por medio de la fe.

Necesitaba la fe, necesitaba a Dios para salir de la angustia que le producía la vista de su vida personal repleta de sufrimientos y rechazos de la familia y de las leyes civiles y eclesiásticas. Las humillaciones, la debilidad y la pobreza de su condición de hija ilegítima era lo que la llevaba a creer en Dios, a encontrar a alguien trascendente y absoluto al que amar y en quien creer. Sin la fe en la existencia de Dios, su vida marginada no tenía sentido, porque la llevaba a la desesperación. Necesitaba a Alguien en quien esperar y que aplacase su sed de felicidad eterna, al igual que Miguel de Unamuno, cuando respondía a un amigo que le reprochaba que su búsqueda de eternidad era orgullo o presunción: «No veo orgullo, ni sano ni insano. Yo no digo que merecemos un más allá, ni que la lógica nos lo muestre; digo que lo necesito, merézcalo o no, y nada más. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me es todo igual. Yo necesito eso, ¡lo ne-ce-si-to! Y sin ello ni hay alegría de vivir ni la alegría de vivir quiere decir nada. Es muy cómodo esto de decir: «¡Hay que vivir, hay que contentarse con la vida!» ¿Y los que no nos contentamos con ella?»2

La postura de un hombre descontentadizo como Unamuno, venía a ser en su inconsciente la postura de Luisa. Convencida y comprometida con la fe de que Dios la asistía, lo expresó con un lenguaje que hoy nos extraña, pero que era común en el siglo XVII en forma de oración en el testamento que hizo cuando tenía 54 años;

He aquí, ¡oh, Dios mío!, tu pobre criatura… que, confesándose criminal y merecer el infierno en el rigor de tu justicia, que me debía condenar a él si no fuera por ese poderoso amor que ha hecho hombre a tu Hijo único para librarme de él. Plegue a tu divina bondad que yo sea, y mi hijo, del número de las almas que, por El, te glorificarán eternamente; y dígnate mirar benignamente los actos, deseos y disposiciones plasmadas en el presente testamento, que hago en la creencia de que es tu santa voluntad la que ha dirigido la mía, sin la cual protesto con todo mi corazón no querer nada jamás; y con la cual declaro querer acabar mi vida, como hago este escrito que he hecho y firmado de mi mano este viernes décimo quinto día de diciembre de mil seiscientos cuarenta y cinco.

Luisa de Marillac (E 111).

La fe personalizada

Todo parece individualismo en este trozo, porque la fe es personal. La fe de Luisa de Marillac, como la de cualquier persona, estaba condi­cionada por la postura y la sensi­bilidad que ella, en cuanto persona individual, tomaba ante Dios. Y es que Dios se da a conocer al hombre a través de la sicológica personal. Dios no se impone al hombre desde fuera y a la fuerza. Se nos manifiesta en nuestra inteligencia y voluntad personales que manifiestan matices distintos en cada persona y, según esa realidad, Dios le infunde la fe con suavidad. Hace siglos que ya lo había afirmado san Agustín: «Cada uno ve la fe en sí mismo; en los demás cree que existe, pero no la ve; y lo cree con tanta mayor firmeza, cuanto mejor conoce los frutos que la fe suele producir mediante la caridad… La fe radica en el alma del creyente y es sólo visible al que la posee«.3

La fe que le habían comunicado la familia, la Iglesia y la sociedad y que había vivido desde niña, Luisa la hizo personal día a día en la oración, especialmente desde los 15 años cuando se entregó a la oración con más intensidad. Y cuanto más profundizaba en la oración más experimentaba el objeto de la fe hasta sentir la presencia del Espíritu divino dentro de ella. Ciertamente su fe también era saber que…, porque era hija de su siglo, pero, ante todo, su fe era sentir a Dios en ella, era experiencia de fe; su fe era creencia, cierto, pero sobre todo era adhesión, encuentro personal con Dios.

Leyendo a los místicos y guiada al principio por los capuchinos y el obispo Camus, y después por Vicente de Paúl, se convenció de que no había más fe que la fe experimentada personalmente, que debía ejercitarla día a día, no como algo racional sino como vida, como un encuentro de toda su persona con Dios. La fe era la puerta que se le habría para que su inteligencia contactara con la divinidad, para que su voluntad penetrara en su inti­midad más profunda por medio del amor y sus sentimientos participaran  en la vida divina, transformándolos en sobrenaturales.4

De este modo, Luisa experimentó por la fe que el encuentro personal con Dios la revestía del Espíritu de Jesucristo y sintió que habitaba en ella. Más que poseer la fe, experimentaba que ella era poseída por Dios. Y este convencimiento es tan pro­fundo que nadie, por sabio que sea, lo puede desmentir ni des­montar. Por ello, esta forma de fe sólo la conocemos porque ella misma nos lo cuenta, ya que la fe es personal e intransferible: «De pronto sentí que era advertida de desear que nues­tro Señor viniese a mí acompañado de sus virtudes para comunicármelas» (E 103). «Me pareció que a mi alma se le daba a entender que su Dios quería venir a mí, no como a un lugar de recreo o alquilado, sino como a su propia heredad o lugar que le pertenece enteramente» (E 13).

Se había convertido en una mística, tal como lo preconiza Karl Rahner para los cristianos de nuestro siglo XXI: «el cristiano del futuro o será un místico, es decir, una per­sona que ha experimentado algo, o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y pública, ni en un ambiente re­ligioso generalizado, previos a la experiencia y a la decisión personales».5

Creer a Dios y a su Palabra

Esta fe era la base de sus creencias, pues si la fe era la respuesta que daba a Dios que quería entrar en contacto con ella, la fe la llevaba a creer a Dios y a su palabra. Su fe se alargó así a la aceptación de un conjunto de creencias que debía aceptar porque las había revelado nada menos que el mismo Dios, y que ella y sus hijas tenían obligación de enseñárselas a los enfermos y a las niñas. Como san Vicente y los teólogos de su tiempo, presentaba para ir al Paraíso la obligación de conocer los misterios de la Trinidad, de la Encarnación y de la Eucaristía. Lo presentaba en el catecismo que compuso, en muchos puntos de los Reglamentos y en infinidad de cartas que envió a las comunidades, invitando a las Hermanas a que prepararan a los moribundos a hacer actos de fe necesarios para su salvación, según enseñaba la Iglesia católica de entonces.6

La fe trinitaria

No cabe duda, la fe de Luisa de Marillac abarcaba un conjunto de verdades cristianas obligatorias para pertenecer a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana en la que ella protestaba ante Dios y todas las criaturas que quería vivir y morir, ya que es el único camino del Paraíso para el que hemos sido creados, leemos en su Testamento (E 111). Sin embargo, Luisa entendía estas verdades como un compromiso con el Dios vivo que le salía al encuentro, pues su espiritualidad no era una doctrina; era revestirse del Espíritu de Jesucristo, como se lo enseñaba su director Vicente de Paúl.

Pero Dios es Trinidad y vemos cómo su fe la introduce en cada una de las Personas divinas, de acuerdo con la época y las circunstancias de su vida. En los comienzos la fe la unía con Dios Padre, quien tranquilizaba su vida de sufrimiento, al mismo tiempo que sustentaba y daba sentido a esa vida de amarguras, diciéndole que encontraría una explicación consoladora en el designio eterno de Dios, en la divinidad absoluta y eterna. Y en la divinidad se refugia de joven y de mujer casada.

Lo vemos en las cartas que le enviaba a san Vicente en los primeros años de estar dirigida por él, estando ya viuda. En ellas apenas aparece Jesús ni tampoco en los Ejercicios espirituales que hizo bajo su dirección. Siempre usa la palabra Dios, mientras san Vicente en las cartas que le dirige y en los temas de los Ejercicios que le propone continuamente emplea la palabra Jesús o Nuestro Señor. Insensiblemente y poco a poco, Luisa fue sumergiendo la misión salvadora de Jesús hombre en su forma ordinaria de pensar, vivir y obrar. El centro de su espiritualidad será la Encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad que se prolongará en Jesucristo crucificado.

Su fe le va a dar una visión trinitaria de su experiencia vital, cuando, en los siete últimos años de su vida, descubre que era el Espíritu Santo el que dirigía y había dirigido todos y cada uno de los acontecimientos de su vida cristiana y de Hija de la Caridad. La fe le fue indicando el papel que ejercía cada Persona divina en el seno de la Trinidad, en su vida interior y en el servicio al pobre. Nos lo explica en unos Ejercicios que hizo tres años antes de morir sobre el Espíritu Santo en el seno de la Trinidad y que Jesús nos revela que es sustancialmente Amor, y que por ser Amor es unidad y trinidad al mismo tiempo, y como amor se proyecta en los hombres.

Como una conclusión, la fe le indicaba que el Espíritu Santo actuaba en el interior del hombre y que ella tenía que dar una respuesta a esta acción del Espíritu. Una respuesta que, al depender no sólo de su libertad, sino también de la gracia divina, la llenaba de esperanza. Y así la experiencia de fe producía en ella otra experiencia de esperanza que san Vicente le recordaba con la frase esté alegre. De igual modo, el amor que le producía la esperanza la llevaba a la búsqueda y al encuentro de Dios, primero, en su interior, y después de conocer a san Vicente, en los pobres a través de los acontecimientos de la vida.

Acompañada en el camino desconocido

Hasta encontrar al director Vicente de Paúl, la fe de la señorita Le Gras había sido individualista, para salvarse ella y su hijo y para ser santa. Y para salvarse y ser santa la señorita Le Gras estaba convencida, de acuerdo con la mentalidad cristiana de siempre, pero especialmente del siglo XVII, que necesitaba la ayuda de otra persona, porque las acciones individuales que se nos presentan en la vida pueden ser interpretadas a la luz de la fe, pero también a la luz de intereses egoístas, ambiciosos o altivos, ya que aparentemente Dios parece estar ausente. Los monjes medievales, y san Ignacio de Loyola desde hacía un siglo, le decían que debía discernir los caminos divinos con la ayuda de un director.

La señorita Le Gras, siendo una joven de 16 años, se puso bajo la dirección de los capuchinos del arrabal de Saint-Honoré, porque fueron ellos quienes la animaron a emprender un camino individual hacia la santidad y al iniciarlo no sabía exactamente hacia dónde dirigirse. Estando ya casada, y para no salirse del camino, se puso bajo la dirección de J. P. Camus. Unicamente sabía que iba empujada por el amor y que estaba dispuesta a dar su asentimiento al Dios que amaba y se le manifestará durante aquella noche terrible en la que le presentó sus planes sin que entonces ella los comprendiera.

Sin embargo, esta ausencia aparente de certeza en el camino es el fundamento de nuestra fe. Pues, si a través de la experiencia natural pudiéramos constatar la presencia de Dios, ya no habría fe. La fe es la voz de Dios que suple su silencio, a través de toda la historia de salvación, a partir de la palabra de Jesús y no de una evidencia directa.

Y desde un año antes de enviudar se dejó conducir por el sacerdote Vicente de Paúl. Lo primero que intentó hacer el nuevo director7 fue convencerla de que viviera alegre y llena de esperanza, pues Dios, si interviene en los sucesos de la vida, es siempre para dar la felicidad.

Cuatro años más tarde y guiada ya por san Vicente, cambió radicalmente de camino hacia un mundo desconocido, el de los pobres; pasó de vivir en una sociedad individual a comprometerse con una sociedad universal. Prefería caminar hacia lo desconocido por agradar al Dios que amaba que permanecer en la comodidad personal que también amaba. Salió de las tinieblas de la noche como un emigrante que deja su tierra sin saber qué rumbo tomar. Dejó en un segundo plano los ideales personales de nobleza, los gustos propios de una burguesa y hasta los criterios individuales de una mujer inteligente. Se adhirió por completo a los planes de Dios mediante un acto pleno de abandono y confianza en la divinidad.

Seguramente Vicente de Paúl también le diría a ella lo que un día le escribió al P. Codoing: «Esté seguro de que los principios de Jesucristo y los ejemplos de su vida nunca nos llevan al desastre, sino que dan su fruto a su debido tiempo, que todo lo que no es conforme con ellos es vano, y que al que sigue las máximas contrarias todo le saldrá mal. Tal es mi fe y tal es también mi experiencia. En nombre de Dios tenga esto por infalible» (II, 237).

La Encarnación

Esta era la fe de una mujer ante una sociedad individualista, pero el sacerdote Vicente de Paúl la convenció de que esta fe queda falsificada si no es comunitaria, eclesial, universal. La fe ciertamente es individual y, ante todo, favorece y santifica a quien la recibe personalmente, pero también es un carisma, un regalo divino en bien de la comunidad y no pueden limitarse a una dimensión personal. Porque en la Iglesia, dentro de la esfera de la salvación, todo es personal y comunitario a la vez, poniendo a los pobres en el centro de la comunidad, y no sólo por ser vicencianos, sino por ser cristianos guiados por el evangelio de Jesús. Y por ello mismo, la fe eclesial debe llevarla a cambiar la sociedad, si es necesario.

Estas dos dimensiones de la fe, individual y comunitaria, la acompañarán toda la vida. Aunque vaya dejando de lado su nacimiento y marginación, otro suceso de su vida la dominará hasta imbuirla de un complejo de culpabilidad. Es el voto que había hecho de hacerse religiosa, siendo una joven soltera. Un voto en su tiempo era algo sagrado, divino, que imperiosamente había que cumplirse. Pero ella no lo cumplió. Obligada por su familia se casó. Y esta traición a su Dios, transformada en complejo de culpabilidad, surgía en su conciencia cuando le sucedía algo desagradable a ella o a la Compañía.

La dirección individual y comunitaria de la fe la descubrimos en la doctrina de la Encarnación. Durante la oración Luisa meditaba frecuentemente8 sobre su vida y guiada por su fe sacó una teoría de la Encarnación que la consoló y la animó a superar su vida de sufrimiento y su complejo de culpabilidad, pero también a entregarse a Dios en el servicio a los pobres:

El amor de Dios para ser amor verdadero debe amar algo o a alguien que esté no sólo dentro de la divinidad -la Trinidad-, sino también fuera de ella. Así el amor divino, al proyectarse fuera de la divinidad, crea todo el universo, como objeto de su amor. Porque Dios no creó el universo de la nada -viene a decir Luisa- lo creó de Dios, y Dios es amor. El hombre no sólo es fruto del amor de Dios, sino que participa de ese mismo amor divino. Los hombres amamos la felicidad, pero no podemos encontrarla definitiva y completamente en las cosas creadas caducas e imperfectas. La verdadera felicidad sólo se encuentra en Dios. Pero el hombre temporal, finito e imperfecto nunca podrá unirse a la divinidad eterna, infinita y perfecta. Concluyendo Luisa que el hombre nunca podrá ser feliz. Y es entonces, cuando Dios decide por el mismo y único decreto eterno hacerse hombre. De este modo, en la Humanidad de Jesucristo los hombres pueden encontrar la divinidad y la felicidad si se incorporan a ella, si se revisten de ella. Era ella, Luisa, quien tenía que incorporarse a la Humanidad de Cristo. Conclusión que meditó frecuentemente y en profundidad:

«He visto que el poder de poseerme que tenía Dios lo debía a la excelencia del designio de Dios en la creación del hombre de unírselo estrechamente por toda la eternidad si se servía del único medio que tenía para darle, que era la Encarnación de su Verbo, el cual al ser hombre perfecto quería que la naturaleza humana participase en la divinidad por sus méritos y por su naturaleza tan estrechamente unidos» (E 98, tema 1º).

«Esta unión del hombre con Dios viene a ser como una atmósfera sin la cual el alma no tiene vida, y así es como he visto la Redención del hombre en la Encarnación…, unión personal de Dios en un hombre, la cual honra a toda la naturaleza haciendo que Dios la mire en todos como su imagen» (E 67).

La Encarnación, siguiendo a Bérulle y a los capuchinos, pasó a ser el centro tanto en su vida individual como en su compromiso de Hija de la Caridad. Hay varios indicios externos de esta afirmación: quiso hacer los votos en la Compañía el mismo día de la Encarnación, meditó el misterio y, sobre él, escribió páginas estupendas, siguiendo la doctrina escotista que hizo suya de que la salvación de los hombres se hace en la Encarnación y a la santidad se llega incorporándose a la Humanidad de Jesucristo.

Aunque algunas veces hable de seguir a Jesucristo y algunas más de imitarle, lo que Luisa, de acuerdo con san Vicente, aconsejaba era vaciarse de uno mismo y revestirse del Espíritu de Jesucristo. Imitar es copiar a un modelo que está fuera de ella, seguir es acompañar o ir detrás de alguien que va a su lado o delante, revestirse es tenerlo en su interior, es asumir sus sentimientos, virtudes y oración. Imitar y seguir es ser como Cristo, revestirse es ser Cristo mismo. Lo cual implica incorporarse a la Humanidad de Cristo y es lo que se le pide hoy en día a la Familia vicenciana: enraizarse en Jesucristo en cuanto manantial y modelo de caridad, siguiendo a san Pablo cuando aconseja a los colosenses: «Vivid, según Cristo Jesús, el Señor, tal como le habéis recibido; enraizados y edificados en él; apoyados en la fe» (2, 6-7).

Luisa, siendo todavía una Voluntaria, se revistió de Jesucristo de tal manera que en algunos viajes que hizo enviada por el Director Vicente de Paúl, para visitar las Caridades, experimentó que no era ella la que obraba, sino Jesucristo que se había apoderado de ella (E 16). No es de extrañar que un día aconsejase a las Hermanas que más importante que ver a Dios en los pobres, era que los pobres viesen a Cristo en ellas (E 98).

La fe experimentada por el amor

En diálogo con san Vicente descubrió que los planes divinos eran fundar una Compañía de mujeres que se entregarían a Dios para servirle en los pobres. Pero para pasar de una fe individual a otra universal de Hija de la Caridad, la señorita Le Gras necesitaba amar a los pobres. Pues la fe es fruto y reflejo del amor a Dios.

Santa Luisa, siguiendo a los capuchinos, no pone la fe en la inteligencia sino en el amor, considerando la fe como la actitud confiada que tomamos ante la vida porque amamos a Dios que está en los pobres. Porque amaba a Dios se fiaba de Él, confiaba en Él y le creía. Tenía fe en Él porque le amaba, como lo afirma al meditar la frase de Juan en su primera carta (4,8):

«Quien no ama, no conoce a Dios [no tiene fe], porque Dios es Amor. La causa del amor es la estima del bien en la cosa amada… y en ese amor participa el de las criaturas en cuanto a la naturaleza del amor; pero los efectos van unidos a la voluntad en la práctica de la caridad, tanto hacia Dios como hacia el prójimo, siendo esa práctica tan poderosa que nos comunica el conocimiento de Dios… de tal manera que quien más caridad haya tenido, tanto más participará en esa luz divina que le inflamará eternamente en el santo Amor» (E 19).

Si la fe es el fruto del amor, para ser plenamente creyente hay que ser enteramente capaz de amar a Dios y estar enamorado de los pobres en donde Dios está.

La Fe y la vida de servicio

Puedo ya plantear la segunda propuesta: La fe llevó a Luisa de Marillac, guiada por su director Vicente de Paúl, a servir a Dios en los pobres.

Hasta no encontrarse con san Vicente, su fe tenía un tinte individualista y hasta egoísta; apropiada para salir del atolladero en que la había metido su vida de sufrimiento y, al recibir de la misma fe una respuesta satisfactoria, para ser santa. Sin embargo, esta dimensión de su fe juvenil le dio la base para la segunda dimensión: el servicio a los pobres. Puesta en oración, un día, pocos años antes de morir, va a aconsejar a las Hermanas a vivir el profundo Amor que Dios manifiesta a todos los hombres: «Amor de Dios hacia los hombres, que le ha llevado a querer que su Hijo se hiciera hombre, porque pone sus delicias en estar con los hijos de los hombres y para que acomodándose al estilo de los hombres, les diese todos los testimonios que su vida humana contiene de que Dios los ha amado desde toda la eternidad» (E 105).

El encuentro con Dios en la oración personal la lleva a descubrir a Nuestro Señor en el prójimo en forma de fraternidad. Su fe que, hasta entonces, había consistido en una relación personal con Dios se alarga a todos los pobres, hijos de Dios y hermanos de ella, a los que, como una profeta moderna, debe comunicar lo que ha visto y oído en la oración. Se lo dice a las Hermanas, refiriéndose a santa Marta: «Así como ella tuvo la dicha de servir a los pobres en la persona de Nuestro Señor, del mismo modo nosotras tenemos la de servir a Nuestro Señor en la persona de los pobres» (c. 316)

A santa Luisa de Marillac también podemos aplicar lo que Bremond dice de san Vicente de Paúl: «no fue el amor de los hombres el que le llevó a la santidad, fue, más bien, la santidad la que le hizo verdadera y eficazmente caritativo; no fueron los pobres los que le dieron a Dios; al contrario, fue Dios -es decir, el Verbo Encarnado- el que le dio a los pobres».9

Cuando Vicente de Paúl se encontró con la señorita Le Gras, ésta era ya una mística. Y al sacerdote Vicente -que también era un místico- le fue fácil lograr que la contemplación entre ella y Dios, la llevara a descubrirle y a servirle en los pobres, ya que Jesús nos ha enseñado la caridad para suplir la impotencia de dar ningún servicio a su persona, meditaba Luisa en unos Ejercicios al final de su vida (E 98, día 3º).

San Vicente le iba presentando día a día a los pobres y, sin forzarla, logró que diese un giro a su vida, logró que no se contentase con vivir la fe para ella sola y su hijo. Porque si Dios actúa en los sucesos de la vida, lo hace con preferencia en los que atañen a los pobres, y ella debía interpretarlos y tomar una actitud siempre en bien de esos pobres, como la tomó en 1629: «Vaya, pues, señorita, en nombre de Nuestro Señor -la anima san Vicente-. Ruego a su divina bondad que la acompañe, que sea su consuelo en el camino… y que, finalmente, la devuelva con perfecta salud y llena de obras buenas» (I, 135). Fue el paso efectivo de una fe individualista a la fe universal del evangelio.

Desde el cautiverio y la Noche oscura san Vicente se había convencido, de que los pobres le tocaban a él personalmente y él tenía que dar respuesta a sus problemas. Y logró convencer a la señorita Le Gras de esta verdad. No le fue difícil, pues en el inconsciente de Luisa permanecía la idea que Dios le había comunicado dos años antes, durante la Noche mística de 1623: que los pobres le tocaban a ella personalmente, y que personalmente ella debía cargar con sus necesidades. De ahí que el verdadero desafío que en adelante mantuvo santa Luisa se centrará en lograr que la fe que dominaba su vida personal, guiara todas sus actividades hacia la misión de salvar a los pobres a la que había comprometido su vida.

Ciertamente, desde el encuentro con los capuchinos, la fe le había dado a Luisa la capacidad de interpretar sus interrogantes de una manera nueva, llenándola de esperanza, al descubrir un nuevo sentido para su vida, un significado nuevo para su existencia personal que ella experimentaba marginada y abandonada, pero, desde el encuentro con san Vicente, la fe la transformó en una sirvienta de los pobres.

Si san Vicente la ayudó a transformarse en sirvienta de los pobres fue porque su fe era tan profunda que la llevaba a revestirse del Espíritu de Jesucristo y a vivir la forma de vida que exigía el Reino de Dios anunciado también para los pobres. Creer es comprometerse, como Jesús, ante las injusticias, ante los refugiados de la guerra y los emigrantes que buscan trabajo y una vida mejor. Si la fe no es la que nos ha transmitido Jesucristo, ya no es la fe de la Iglesia, como señalaba ella a sus hijas: «Debemos tener continuamente ante los ojos nuestro modelo que es la vida ejemplar de Jesucristo a cuya imitación hemos sido llamadas no sólo como cristianas sino también por haber sido elegidas por Dios para servirle en la persona de sus pobres; sin esto sois las personas más de compadecer de todo el mundo» (c. 257).

Dirigida por Vicente de Paúl, el Espíritu de Jesús le enseñaba que la humanidad entera formaba un grupo humano sólido y ella debía vivir esta solidaridad. Durante la oración descubrirá, como muchas señoras de las Caridades -no se olvide la profunda y sincera vida espiritual que llevaban-, que el Hijo de Dios, al hacerse hombre, asume la naturaleza humana, que por la Encarnación todos nos incorporamos a la Humanidad de Jesucristo, que cada pobre es un miembro doliente de esa Humanidad, que Jesús trajo el Reino de los cielos para todos, sin exceptuar a los pobres y que ella debía ayudarlos.10

Es cierto que la fe es personal, pero también es tan eclesial como individual, y si no se comunica termina por evaporarse. Hay que manifestarla a través de la evangelización de las gentes. Nosotros de los pobres. Cuando Pablo VI dice que no hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe (EN 46), nos está indicando que la respuesta a los interrogantes de la indiferencia social actual es comunicar nuestra experiencia de la fe. Y si es necesario y apropiado para hoy, también lo era para aquella sociedad creyente y de clases altas preocupadas por vivir una verdadera vida espiritual, aunque individualista al mirar la caridad unicamente en su dimensión de santidad personal.

Metodología del servicio a los pobres

En el trato con san Vicente empezó a experimentar que su fe individual se transformaba en fe social, y asimilará tan profundamente esta doctrina que se la inculcará día a día a las Hermanas que estaban a su lado y carta tras carta a las que estaban lejos de Paris. En el catecismo que compuso para ayudar a las Hijas de la Caridad y a las Voluntarias a comunicar la fe a las niñas, descubrimos el sentido eclesial de su fe. Dios le había dado la fe a través de la Iglesia, acogiéndola y trasmitiéndole la revelación, y en la Iglesia se alimentaba su fe. Y el señor Vicente le descubrió que la fe de la Iglesia católica se manifiesta por medio del amor afectivo y efectivo a los pobres.

Igualmente san Vicente le comunicó lo que había descubierto en Chatillon: que el esfuerzo por configurar la sociedad presente es inoperante si se realiza aisladamente o por libre, que para ser eficaz hay que realizarlo en grupo. Y santa Luisa, convencida por su Director, lo realizó, primero, perteneciendo a las Caridades, y después, por medio de la Compañía de las Hijas de la Caridad a la que va a dedicar su vida entera. Desde entonces y a través de la historia, la Familia Vicenciana de tal manera ha manifestado su fe en el servicio a los pobres, que ha sido una cuña crítica en medio de la sociedad

Pero sin olvidar que el destinatario de la fe es una persona individual. Las Hermanas y las Voluntarias solían trabajar en general con niñas, familias y pobres pordioseros individuales, que generalmente no recibían ayudas de las instituciones civiles más que para evitar revueltas. Eran las cofradías religiosas quienes les daban el sentido de hijos de Dios y miembros de Jesucristo. A éstas las perfeccionaron las Caridades vicencianas y las Hijas de la Caridad que empezaron a modernizar las instituciones hospitalarias desordenadas, incómodas, desagradables y algunas, desvencijadas.

Considerar a los pobres como personas nominadas individualmente fue la causa por la que san Vicente logró encauzar las ayudas a los pobres en la ciudad de Macon, que hasta no llegar él habían fracasado, porque se ayudaba a los pobres en su conjunto, al colectivo de pobres innominados. El éxito estuvo en que el sacerdote Vicente de Paúl organizó las ayudas a cada pobre individualmente, escribiendo en un registro su nombre y su situación particular. Es la metodología -por llamarlo de alguna manera- del servicio directo que han usado las Voluntarias, las Hijas de la Caridad y los Vicentinos. La Familia Vicenciana, para serlo realmente, debe ayudar a los pobres directamente y no contentarse con ayudarlos sólo a través de otras organizaciones civiles, parroquiales o diocesanas, sin rechazar colaborar íntimamente con esas organizaciones.

La fe le decía a Luisa que Dios se servía de aquellas mujeres que había reunido en una Caridad para servir a los pobres materialmente en sus necesidades, pero le decía igualmente que Dios quería la salvación completa de esos pobres uno a uno en concreto. Y es lo que ella recomendaba a las Hermanas:

«¿Tienen servilletas en las camas de los enfermos? ¿Las tienen bien limpias? Pero, sobre todo, queridas hermanas, ¿tienen ustedes un gran amor por su salvación? Esto es lo que nuestro buen Dios espera particularmente de ustedes, y piensen que no tendrán que responder de ellos sólo durante el tiempo que los tienen en el hospital, sino que responderán también de las faltas que cometan en sus confesiones si, en lo posible, no les han instruido para hacerlas bien; y también si dejan de exhortarles, antes de que se marchen, a vivir bien.» (c. 176)

Vienen también muy bien para hoy estos consejos que daba santa Luisa a las Hermanas de los hospitales para catequizar a los enfermos, y que en la actualidad deberíamos aplicar a los que han perdido la fe y nada quieren de Jesús. Porque las distintas ramas de la Familia Vicenciana han sido fundadas para remediar las necesidades materiales y también espirituales.

Pues no es infrecuente olvidar que la fe abarca todas las dimensiones del hombre sin separar lo espiritual de lo corporal. Si en mitad del siglo XX, cuando la sociedad española se manifestaba creyente era fácil hablar de Dios, dejando un poco de lado -no olvidadas- las necesidades materiales, hoy en día sucede lo contrario. Es fácil compadecernos de su situación corporal, dejando a la misericordia del Padre Dios su salva­ción eterna y olvidamos la verdadera libertad que nos trajo Jesucristo, al liberarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna, incorporándonos a su Humanidad.

Santa Luisa insiste continuamente en Reglamentos y por cartas en el servicio espiritual tanto como en el material hasta escribirlo en un pequeño estudio que hizo sobre la manera de realizar el servicio espiritual: «Todas las Hijas de la Caridad estamos convencidas de que el servicio espiritual de los pobres es una de las funcio­nes principales del establecimiento de la Cofradía y Compañía de las Hijas de la Caridad» (E 108). Pero la fe de la señorita Le Gras no era angelical, pisaba la tierra, y sabía que la fe lleva a luchar también por la felicidad temporal, como corregía un Reglamento para los Niños abandonados:

«La Hermana Sirviente debe cuidar de exponer a la Señora Tesorera de los Niños la necesidad de colocarlos, especialmente a los muchachos, tan pronto como ella los vea en condiciones de servir o bien de aprender un oficio, intentando, sin que ellos lo adviertan, conocer sus inclinaciones y pasiones, en particular los muchachos, para no tenerlos en la Casa mayores de 12 años… Por consiguiente, habría que reformar el artículo que habla de 16 años, a no ser en el caso de algún inválido» (E 43).

La solidaridad en una sociedad individualista se llama compasión

Antes he expuesto que la fe de una persona se manifiesta de acuerdo con su sicología y la señorita Le Gras era emotiva cargada de gran afectividad. San Vicente solía decirle con emoción que cuidara su ternura. Nos recuerda su infancia desamparada y en soledad en una época en que el niño se va convirtiendo en el centro de la familia. La emotividad la llevará a buscar cariño y a quién dárselo. De ahí que se manifieste repleta de compasión hacia los que sufren.

También he intentado marcar que para santa Luisa la fe es amor, como lo atestigua Santiago en su carta al decir que donde no hay amor la fe está muerta (2, 17). Pero, como el amor a los pobres o a los que sufren, lo llamamos compasión, donde no hay compasión, la fe también está muerta. De Luisa de Marillac deducimos que para que la fe individual de un vicenciano pase a ser social y eclesial, debe comenzar por ser compasiva, sentirse junto al dolor de los demás, descubrir su sufrimiento y trabajar por aliviarlo, de tal manera que la compasión que sentía Jesús por los necesitados se le traspase a él. Por la fe vivimos la compasión de Jesús de Nazaret, transformada en la verdadera caridad vicenciana. Es la fe que llevaba a san Vicente a decir: El Hijo de Dios, al no poder tener sentimientos de compasión en el estado glorioso que posee en el cielo, quiso hacerse hombre, para com­padecer nuestras miserias. Para reinar con él en el cielo, hemos de compadecer, como él, a sus miembros que están en la tierra (XI, 771).

Para expresar la fe, el primer paso que debe dar un corazón compasivo, es aproximarse a los pobres y reconocer su desdicha. Cuanto más cerca estamos de una persona, más insoportable nos resulta verla sufrir. Claramente se lo expresa santa Luisa a san Vicente durante las calamidades de la Fronda, pero no es de extrañar porque era ella la que estaba con aquellas criaturas abandonadas que tenía acogidas en sus casas y las quería como a hijos suyos. Era ella la que escuchaba el dolor y la penuria de las nodrizas, pobres campesinas:

«En nombre de Dios, mi reverendísimo Padre, piense un poco si no habría que pensar en aconsejar a las señoras que no reciban más niños expósitos, para pagar las deudas, y retirar de las aldeas a todos los destetados, porque le aseguro que, en conciencia, ya no hay medio de resistir a la compasión que causan esas pobres gentes, pidiendo lo que se les debe en justicia, y no sólo por su trabajo sino por haber adelantado de lo suyo, después de lo cual se ven morir de hambre; se han visto obligadas a venir tres y cuatro veces desde muy lejos, sin recibir nada de dinero. Nosotras tenemos que atender a mucho, a la alimentación de las nodrizas y a menudo hasta a siete u ocho niños destetados, con dinero prestado; pero no es nuestro interés el que nos hace hablar, aunque de continuar así la cosa, forzosamente tendremos que gastar de lo nuestro, porque no podremos negarnos a darles lo que podamos por poco que sea» (c. 318)

Impresiona no poder pagar lo que se debe a los pobres, pero acaso duele más la compasión que siente por una mujer que no conocía, y que parece la situación de muchas mujeres de nuestro tiempo que en silencio no encuentran solución a sus necesidades: «No recuerdo haber visto nunca un ser más digno de compasión que una mujer que la semana pasada intentó dos días seguidos verle a usted…, que llevaba a su caridad un escrito de su marido para que se le diese empleo o se buscase quién se lo diera. Esta pobre mujer se halla en tan extrema necesidad que duda de si no puede en conciencia aprovechar una ocasión que le ofrece nada menos que una persona a la que conoce usted y de la que se queda uno asombrado prometiéndole ponerla en situación acomodada; ella dice que sólo la necesidad la lleva a ello» (c. 570)

Esa es la fe de la que habla Santiago. Pues, aunque parece que estos textos rezuman unicamente compasión humana, bien sabemos que era la fe en la Palabra revelada la que le recordaba que siempre que los ciegos, paralíticos y leprosos se acercaban a Jesús le gritaban, «Jesús, hijo de David, ten compasión de mí». Es la compasión que pide a las Hermanas: «Espero que les servirá de preparación a las gracias que necesitan para servir a sus pobres enfermos con espíritu de mansedumbre y gran compasión, a imitación de Nuestro Señor que así trataba a los más molestos» (c. 449).

¡Cuántas veces escucharía lo que san Vicente decía a los misioneros!: «¡Cómo! ¡Ser cristiano y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfermo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura; es carecer de huma­nidad; es ser peor que las bestias» (XI, 562).

La compasión por la salvación del pobre, fruto de la fe

En esta sociedad dominada por la cultura del individualismo insensible, cada vez se nos pide más compasión hacia las gentes que ya no sirven para nada. Nunca ninguna cultura ha logrado impedir que la Familia Vicenciana acuda a remediar las necesidades de los pobres a los que nadie atiende. Y esta clase de pobres todavía existen. Procurarles la subsistencia y tratarlos con compasión, es expresar nuestra fe.

Pero su fe iba más lejos. Sabemos que, por lo general, el enfermo es individualista, pues es él el que está enfermo y sufre. Es él quien está en peligro de morir y le duele dejar de existir. Y es fácil que los sanos no lo entiendan. Por eso podríamos aplicarnos a nosotros que tenemos fe, aquellos consejos que ella, mujer de fe realista y espiritual, escribía a todos los que personalmente sufren una enfermedad u otra calamidad:

Como estáis obligados a servir a los enfermos tanto espiritual como corporalmente, a imitación de Nuestro Señor…; del mismo modo, cuando estéis enfermos debéis estar sumisos a la voluntad de Dios, tener gran confianza en su amor, saber aprovechar todos los dolores que sintáis ofreciéndoselos a Dios en unión de los de su Hijo y que toda su esperanza de salvación descanse en la vida y muerte de Jesús Crucificado, que toméis la resolución de servir a Dios mejor que hasta ahora lo habéis hecho y tengáis en adelante gran compasión por los pobres enfermos que sufren mucho sin otra asistencia corporal ni espiritual que lo que hacéis por ellos. Será bueno pensar en los sufrimientos de nuestros pobres enfermos que tantas veces se ven solos, sin lumbre, acostados en un poco de paja, sin sábanas ni mantas, sin ningún alivio ni consuelo (E 91).

Explicitar la fe por la compasión

Nos asombra que Dios venga a este mundo y se haga humano sin que nadie se lo pida, movido unicamente por su misericordia y compasión. Igualmente ir nosotros a buscar personalmente a los abandonados antes que ellos acudan a nosotros será un choque revulsivo que despierte a otras personas para que vean muchas situaciones inhumanas y se animen a compro­meterse también ellas a hacerlo.

A la familia vicenciana se puede aplicar lo que la fe del corazón compasivo de Luisa escribía a una Abadesa benedictina: las sirvientas de las Caridades de las Parroquias atienden a los pobres abandonados, sumidos en toda suerte de necesidades y que sólo son atendidos por los servicios de estas buenas jóvenes que, desprendiéndose de todo interés, se dan a Dios para el servicio espiritual y temporal de esas pobres criaturas a las que su bondad quiere considerar como miembros suyos (c. 14).

Van tan unidas la compasión humana y la fe que frecuentemente se las confunde. Nos volcamos a remediar las catástrofes y calamidades, impresionados por una compasión humana, pero pasadas las primeras impresiones, nos damos cuenta de que la fe está apagada y buscamos razones humanas para disculparnos: que el pobre nos engaña, que no hace lo suficiente por buscar trabajo, que ya hay establecimientos oficiales que los ayuden, etc. A estas disculpas responde Luisa de Marillac con una corrección que hizo a un Reglamento: «Incluir en alguno de los artículos que no deben, en modo alguno, discutir con los forzados ni deben hacerles ningún reproche ni hablarles con dureza, sino tener gran compasión de ellos tanto por su estado espiritual, como por el corporal, que es tan de compadecer» (E 43)

Otras veces parece que la sociedad tan sólo tolera a los pobres y hasta exige tratarlos con justicia, pues su persona es sujeto de derechos, pero sabemos que, si no hay fe ni amor, la solidaridad motivada por la justicia no es humana. Por eso, los vicencianos protestan que, para tratarlos con la dignidad que merece todo hombre, no es suficiente la tolerancia ni la justicia. No se olvide lo que decía Cicerón: Summum jus, summa injuria,11 porque justicia es dar a cada uno lo que es suyo, y el pobre nada tiene, mientras que amor es dar al pobre lo que es mío. Bien lo sentían san Vicente, cuando daba a los pobres la categoría de amos y señores, y santa Luisa, la de due­ños.

No es que santa Luisa no defendiera la justicia, la defendía escrupulosamente hasta exclamar que era maravilloso sufrir por la justicia. Delicada en pagar la alimentación de las Hermanas que comían de los pobres o de las que pasaban por un establecimiento camino de su destino, delicada en pagar las deudas a los pobres, satisfacer el daño que se les ha podido hacer o en la venta de los vestidos de los pobres que morían. Delicada y exigente en obligar a pagar lo que se debe a las Hermanas o al establecimiento, pero siempre que se trate de los pobres mirar la prudencia y la caridad para que no queden avergonzados.12

El espíritu vicenciano y la compasión

Luisa pasa también a exponer dos virtudes del Espíritu vicenciano y que forman parte de la esencia de la fe cristiana: la humildad y la sencillez.

Para evitar que la compasión sea manifestación de la autosuficiencia del que puede y humillación para el pobre, san Vicente y santa Luisa ponen la humildad y la sencillez como parte del Espíritu de la Compañía. La fe les dice que la humildad también está en Dios que se hace hombre, en Jesús que nace en un pesebre, que se bautiza como pecador, muere en la cruz y compadecido de los hombres quiso pertenecer al colectivo humano de los marginados, los humildes, los anawin de la Biblia.13 También a nosotros la fe y la compasión nos aconsejan pertenecer a ese grupo. Es el modo de expresar que estamos revestidos de la humildad de Jesucristo. Es, por ello, una fe humilde que nos da coraje para sacar a los pobres del pozo en el que viven y anunciarles un Reino de justicia, de amor y de paz que sea más humano y más compasivo. Porque el Rico Epulón no fue condenado por hacer daño al pobre Lázaro, le era indiferente y hasta le dejaba vivir en el portal de su casa; fue condenado por no haberse compadecido de él.

También la fe le decía a Luisa que la compasión debe ser auténtica, sin doblez ni engaño. Sólo porque tenía fe Luisa podía contemplar la sencillez de Jesús en la cruz, diciendo que tenía sed, o verle hacerse niño o decir a los judíos por qué querían matarle.14 Leyendo las cartas de santa Luisa vemos que, mujer creyente, no consideraba la compasión sólo como una tarea, sino como el modo humano de vivir las Hijas de la Caridad al estilo de Jesús. Vivir la fe compasiva hacia el pobre es vivir la sencillez, presentándonos auténticos, sin engañarlos. Pero sabiendo que la sencillez no es algo externo, pues aparentar sencillez en su vida exterior también puede ser afectación. La sencillez es algo del interior del hombre de donde brota la veracidad de su servicio sincero. Por eso, la fe tampoco se apoya en la razón ni en las normas que alegaban en su interior el sacerdote y el levita insensibles al herido de la cuneta; nos apoyamos en la compasión del Buen Samaritano, en comunión profunda con la compasión de la Humanidad de Jesús. Como se apoyó san Pablo cuando escribía a los romanos: Vuestra caridad sea sin fingimiento. Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran. Tened un mismo sentir unos con los otros, atraídos por la humildad y la sencillez (12, 9.15-16).

Es decir, revestirse del Espíritu de Jesucristo es asumir su misma vida para hacer presente el Reino de Dios allí donde haya hombres que han perdido o se les ha quitado la dignidad de ser humanos. Pero sin olvidar que si la naturaleza humana ha sido elevada al orden sobrenatural para vivir en un Reino de justicia, de amor y de paz, nadie ya puede ser genuinamente humano si se le impide vivir la vida sobrenatural.

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  1. Pensées (737) [555]: Le mystère de Jésus.
  2. Carta a Jiménez Ilundain en ROBLES CARCEDO, L. (ed.) Epistolario Americano (1890-1936), Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 1996.
  3. De Trinitate XIII, II, 5; XIII, III, 6.
  4. Jn 3,16; 11,25; 20,31.
  5. K. Rahner, «Espiritualidad antigua y actual», en Escritos de Teología. VII, Taurus, Madrid 1967, p. 25.
  6. SL. c. 171, 227; E 29 (Catecismo), 48, 55…
  7. Sólo una nota simpática: «A última hora trataré de estar en su casa, pero de paso le digo que es usted mujer de poca fe, y que soy su servidor» (c. 71).
  8. SL. E 10, día 1º; E 11, 19, 86, 88, 98, 105.
  9. Henri BREMOND, Histoire du sentiment religieux en France, T. III, La conquête mystique, Paris, Boud B. et Gay, 1923, p. 246.
  10. E 98, día 3º y oración 6ª, final.
  11. De oficiis, I, 10, 33.
  12. SL. c. 38, 178, 296, 343, 433, 444, 696, 703…, E 43, 76, 111…
  13. SL. c. 202, 410, 420, 622, 713…, E 23, 66, 67, 81…
  14. E 14, 23, 33.

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