La experiencia de dos empresas permanentes (II)

Mitxel OlabuénagaHistoria de las Hijas de la CaridadLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Benito Martínez, C.M. · Año publicación original: 1995 · Fuente: CEME.
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Los galeotes

Luisa estaba todavía en Angers, cuando recibió una carta de Vicente de Paúl en la que le decía: «La esperamos con el cariño que sabe nuestro Señor. Llegará a tiempo para la cuestión de los condenados a Galeras» (II, c. 453).

Luisa ya conocía a los condenados a galeras. Los había tratado y los había atendido en 1632, cuando vivía en el barrio de San Víctor. Un año antes había fundado la Caridad de San Nicolás de Chardonnet y ella era su presidenta cuando los presos fueron trasladados a la Torre de la Tournelle, cerca de su casa. San Vicente era Capellán General de los for­zados y a sus misioneros, los padres paúles, les había impuesto la asistencia espiritual a los condenados. También, se los había encomendado a Luisa: «La caridad hacia esos po­bres forzados es de un mérito incomparable delante de Dios; ha hecho bien en asistirlos y hará bien en continuar de la manera que pueda hasta que tenga la dicha de verla, que se­rá dentro de dos o tres días» (I, c.123).

Los forzados. Pero ¿quiénes eran los forzados? Eran los condenados a remar encade­nados al banco de las galeras. La pena era tan dura que, para los juristas de entonces, si la condena era perpetua, se consideraba la más dura después de la pena de muerte. Pe­ro la condena temporal era un engaño y una desesperación. Muchos no sabían cuando sal­drían. Era frecuente que la condena se alargase por culpa de los carceleros que abusaban o de los controladores negligentes, al no anotar el día de entrada en prisión. Los crímenes que arrastraban a las galeras debían ser, por derecho francés, graves, y el delincuente, un criminal peligroso para la sociedad. Esto era la teoría: cuando las galeras del rey necesi­taban remeros, las autoridades políticas influían en los jueces para que condenaran a cual­quier delincuente, vagabundos, desertores, prisioneros de guerra y contrabandistas, espe­cialmente de la sal.

Con la condena a galeras, los pobres tocaron el fondo de la miseria humana. Práctica­mente, ningún gentilhombre podía ser condenado a remar encadenado y muy pocos bur­gueses y administrativos. En la casi totalidad, pertenecían a las capas bajas de la socie­dad, y en gran número, campesinos: hombres jóvenes capaces de poder remar. Cuando llegaban al puerto de Marsella o de Toulon, la vida, aunque dura, no era un infierno. Allí, excepto el tiempo no largo de navegación, los forzados respiraban aire, veían gente, ca­sas, cielo y gozaban de una libertad relativa: podían tratar con la gente. El infierno era la prisión de París, donde se pudrían vivos a la espera de formar la cadena que los llevaría hasta los bancos de las galeras.

La Tournelle

Los condenados a galeras de París o del norte de Francia eran encerrados en la Con­ciergerie de París, mientras esperaban ser enviados a los puertos militares. Vicente de Paúl los visitó en 1618. Era capellán de la casa y de las tierras de Felipe de Gondi, gene­ral de las galeras, y aunque los galeotes, mientras esperaban en París, dependían del Pro­curador General, los Gondi eran influyentes. Animado, Vicente de Paúl rogó al Procura­dor General, «con lágrimas en los ojos, que mejorara la suerte» de aquellos desgraciados. Logró que fueran trasladados a una casa alquilada en la parroquia de San Roque, en el arrabal de Saint-Honoré. Como una gracia de piedad religiosa se les permitía salir a ho­ras fijas a respirar aire en vez de «pudrirse vivos en los calabozos». Lo había logrado la Compañía del Santísimo Sacramento bajo compromiso de pagar a cuatro guardias, nece­sarios para mantener el orden e impedir fugas. Al año siguiente, 1619, Vicente de Paúl fue nombrado Capellán General de las galeras del rey, sin ninguna autoridad sobre los for­zados de París o de otras cárceles que dependían espiritualmente de los párrocos de don­de se ubicaba la prisión (X, n° 26).

La casa era alquilada, salía cara y no podían hacerse arreglos. En 1632, San Vicente obtuvo del rey autorización para alojar a los galeotes en la Torre de la Tournelle, entre la Puerta de Saint-Bernard y el río Sena, a unos minutos del Colegio de Bons-Enfants de la Congregación de la Misión y de la Parroquia de San Nicolás de Chardonnet, donde vivía la señorita Le Gras. En esa torre, si no morían, pasaban de seis a ocho meses, antes de sa­lir encadenados hacia el puerto de embarque: Marsella.

Aunque más amplia, aquella vivienda también era una morada de maldición: un pe­queño patio empedrado, rodeado de gruesos muros; al fondo, un edificio sólido con la en­trada entre dos torres. En ese edificio, o mejor, en esta mazmorra encadenaban a los pre­sos. Un galeote protestante que logró sobrevivir lo describe por dentro:

«Es un gran calabozo, o por decir mejor, una especie de cueva llena de grue­sas vigas de madera de roble, colocadas unas de otras a la distancia de alrededor tres pies (un metro). Estas vigas tienen un espesor de casi dos pies y medio (80 cms.) y están colocadas y sujetas de tal manera al suelo que a primera vista se las tomaría por bancos, pero tienen un uso mucho más incómodo. A estas vigas, están clavadas gruesas cadenas de hierro de pie y medio (medio metro) y, al final de la cadena, hay un collar del mismo metal. Cuando los desdichados galeotes llegan a este calabozo se los obliga a ponerse a medio acostar para que la cabeza se apoye en la viga. Entonces, se les coloca el collar al cuello, se cierra y se remacha a mar­tillazos sobre un yunque. Como las cadenas con collar distan unas de otras dos pies (60 cms.) y como las vigas, por lo general, miden 40 pies (13 mts.) de largo, se en­cadena a veinte hombres… [Esta posición] nos impide levantarnos y estar de pie y nos obliga a estar siempre sentados con el cuello y la cabeza inclinados, lo que cau­sa que los nervios de los muslos y de las piernas se entumezcan».

Añadir que el calabozo nunca se calentaba y que el río Sena golpeaba los muros de la cárcel y que la paja que servía de cama sólo se cambiaba dos veces al mes, si se cambia­ba. Frecuentemente, la paja se pudría y anidaba gusanos; todo amasado en un aire co­rrompido. No es extraño que el forzado al entrar y ver esta cueva, se estremeciera: «El es­pectáculo horroroso que se presentó a nuestros ojos nos hizo temblar, tanto más cuanto que se nos iba a juntar a los actores que lo representaban».

Por comida, pan y agua. Algunos afortunados podían comprar víveres con dinero pro­pio; quien no lo tenía, tampoco podía congraciarse con los carceleros. Con grandes es­fuerzos y varios juicios, Vicente de Paúl logró recuperar para estos desdichados una renta anual de 6.000 libras (II, c.447). No era mucho, pero ayudaba a mejorar la situación. San Vicente nunca se desentendió de los presos ni soltó la carga, pero la apoyó un tanto en los hombros de Luisa. No consta que Luisa frecuentase la mazmorra; desde La Chapelle, sin embargo, y luego desde San Lorenzo, introdujo la prisión en su alma. ¡Cuánta fatiga le cos­taba enviar Hermanas a los galeotes y dirigirlas y organizarlas y redactar las memorias!

Un día, le escribió el director: «El padre Dehorgny me dijo hace dos o tres días que no es­tán contentas con Sor Juana, los condenados a galeras; ha sido el párroco de San Nicolás el que se lo ha dicho. Si es así, conviene que la quite usted lo antes que pueda. No sé si ese cargo será superior a las fuerzas de Sor Bárbara Angiboust». Sor Bárbara era una de las mejores Hijas de la Caridad y allá la envió Luisa con otra Hermana ¡Qué hubiera hecho Vicente de Paúl sin Luisa de Marillac! El Superior lo reconocía: «Le agradezco mu­cho la memoria que me envió usted ayer por la tarde a propósito de la dama encargada de los condenados a galeras».

Las Damas del Gran Hospital, creyentes piadosas, se comprometieron a visitar a los forzados y a prestarles ayuda espiritual y material. Era un consuelo para los presos y se­guridad para las Hermanas, pero las visitas no eran frecuentes. Había inconvenientes le­gales por parte del reglamento y sociales por el ambiente asqueroso y repugnante, inso­portable para aquellas señoras. Sin embargo, las Hijas de la Caridad estaban allí diaria­mente, encargadas de la comida y de la ropa.

La presencia femenina de aquellas cariñosas Hermanas en medio de las brutalidades fue un alivio de ternura para los condenados. No les faltaron consuelo, ánimo y ayuda es­piritual, ansiada a la hora de la muerte. Se lo exigía el reglamento que para ellas comen­zó a escribir la señorita Le Gras y completó el señor Vicente. Los presos y sus familiares confiaban en las Hijas de la Caridad cuando había dificultades o tenían que acudir a per­sonajes de la justicia o necesitaban papeles e influencias.

Por este reglamento, conocemos las mejoras que llegaron a los presos: todos los sá­bados les cambiaban la ropa, al pan y al agua lograron añadir carne todos los días y cam­biar frecuentemente la paja que servía de colchón. Cuando formaban la cadena, camino de la galera, les entregaban ropa limpia y comida para el camino.

Luisa no sirvió a los presos personalmente, pero cargó con los mismos problemas que las Hermanas y soportó idénticas zozobras y aún mayores. La vida y el trabajo de las Hi­jas de la Caridad en la cárcel no eran ni agradables ni fáciles, más bien parecían un reloj de sinsabores, y sabiendo que las Hermanas, cuando tenían dificultades o malos momen­tos, acudían a Luisa; nos la imaginamos sufriendo con ellas las mismas preocupaciones de cada día. La Tournelle no tenía cocina. Las Hijas de la caridad cocinaban en su casa, cercana a la prisión. Todos los días, hacia las 10 de la mañana, ayudadas por los carcele­ros, llevaban las grandes marmitas para la comida y la cena. No era raro que en invierno la comida llegara algo fría y originara quejas e insultos de los presos. Las Hermanas en­traban en aquel antro peligroso y horrible a distribuir la comida a veces con miedo, entre groserías, mofas y palabrotas. Luisa de Marillac, pacientemente, les repetía que no les re­plicaran ni los trataran con rudeza; los condenados necesitaban compasión. Muchos años después, las Hijas de la Caridad recordaban a Sor Bárbara Angiboust, cuando le tiraron la comida al suelo y ella sonriendo recogió la carne, la limpió y se la ofreció de nuevo; y co­mentaron cómo se enfrentó a los guardianes para que no azotaran a los presos. No es ex­traño que alguna Hermana endureciera su carácter, como la pobre Sor Magdalena que fue destinada a los galeotes cuando llevaba en la Compañía tan sólo unos pocos meses.

Vicente de Paúl conocía a delincuentes condenados y temía por la prudencia, la mo­destia y la castidad de sus hijas. También, sentía miedo Luisa de Marillac y pidió a Vi­cente, como superior de las cofradías de Caridad, que mientras las Hermanas daban las comidas, estuviera presente una Dama. Su categoría social y su presencia impondrían res­peto; sería, además, una oportunidad deseada para evangelizarlos. Como defensa para las jóvenes o como servicio a los forzados, Luisa lo puso en el Reglamento para las Herma­nas dedicadas a los galeotes.

Si ya de por sí, servir a unos desesperados en aquella mazmorra era agobiante y desa­lentador, el poco dinero del que disponían las Hermanas les destrozaba las ilusiones. El pre­supuesto oficial era insignificante y lo administraban los funcionarios a las órdenes del se­ñor Accar. Ellas, como recursos fijos, únicamente disponían cada año de las 6.000 libras que había dejado el señor Cornuel, y no eran suficientes. El balance se compensaba con las aportaciones de las Damas de la Caridad, con las colectas en las Iglesias y con donaciones de personas caritativas. Hubo ocasiones en las que todas estas aportaciones no eran sufi­cientes y las Hijas de la Caridad tenían que mendigar materialmente los recursos y sonro­jarse ante las deudas en las casas de comestibles. Ellas y la señorita Le Gras, pues a ella acudían las Hermanas como a su superiora. Luisa se quejaba ante Vicente de Paúl que, a veces, sólo podía compartir sus penas y la vergüenza de no poder pagar. Si aumentaba el número de forzados porque había llegado otra cuerda, las Hermanas no encontraban más solución que repartir entre todos lo poco que tenían, a pesar de las quejas de los antiguos que veían disminuida su ración. Luisa nunca lo aprobó. Lo consideró un camino fácil pa­ra que los administradores de la Toumelle se desentendieran del problema (SL. c.84).

Es sorprendente, pero Luisa habló relativamente poco de los galeotes; tampoco Vicente de Paúl, su Capellán General, que tantas veces conmovió a las Damas para que ayudaran a los niños abandonados, parece que les diera alguna conferencia sobre los galeotes. La sociedad no era sensible a estos desgraciados. Los consideraba delincuentes peligrosos pa­ra la sociedad y su miseria como una parte justa del castigo que merecían sus crímenes.

Si al sentimiento pesimista y negro de la sociedad, se añaden los peligros, se com­prende que las Hijas de la Caridad vieran el destino a los galeotes como «uno de los más difíciles y peligrosos». En el reglamento que escribió Luisa, personalmente las anima con motivaciones sobrenaturales. No encontró ninguna razón humana: «Es uno de los emple­os más meritorios y agradables a Dios… y hay que convertirlos para que se confiesen y mueran en gracia de Dios… aunque se los expulse de la sociedad, no se los puede echar de la sociedad cristiana… por eso las llamadas por Dios a este santo servicio deben ani­marse y tener confianza grande en nuestro Señor Jesucristo, en vista de que asistiendo a esta pobre gente, le ofrecen a Él un servicio que le agrada tanto o más que si le fuera he­cho a su misma persona, y que en consecuencia, Él no dejará de darles en recompensa, para superar todas las dificultades que podrán encontrar en este empleo, además de la ri­ca corona que les reserva en el cielo» (Art. 1). En ningún otro reglamento, describió un ambiente de tanta heroicidad.

Todo este entramado vicenciano en la cárcel de los galeotes, además de ser una em­presa humanitaria y sobrenatural, podemos considerarla como un intento de convencer a la sociedad de que los galeotes eran hombres e hijos de Dios que vivían a su lado. La Com­pañía del Santísimo Sacramento ayudó generosamente con dinero a la obra. Ellos paga­ron a los sacerdotes de la parroquia de San Nicolás de Chardonnet y ayudaron a San Vi­cente a mejorarles la vivienda. Como una moda de tono religioso, hubo limosnas y hasta visitas a los presos, rompiéndoles el paisaje crucificado de la prisión.

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