Introducción
En «San Vicente y la Caridad», André Dodin muestra bien la inutilidad de la empresa, que consistiría en intentar definir la doctrina espiritual de san Vicente, y demuestra que no podía tratarse más que de una doctrina en una vida. Es pues, siguiendo la vida de san Vicente, analizando cómo él mismo reflexionó sobre su experiencia, cómo la interpretó y tradujo para actuar, como tendremos alguna posibilidad de acercarnos a una espiritualidad, con la que deseamos comulgar…
Durante esta reflexión, intentaremos ver de nuevo esta experiencia espiritual de san Vicente en función de nuestras situaciones y necesidades. Habrá que buscar cuales son los grandes ejes actuales de la fidelidad en san Vicente, los ejes que deberán corresponder a lo que frecuentemente llamamos: nuestra identidad. En pocas palabras: ¿Qué debe ser un sacerdote de la Misión, según san Vicente, en la Iglesia y en el mundo de hoy? La respuesta no es de las más fáciles, y más teniendo en cuenta que tendremos que evitar toda sistematización.
Podremos volver a contemplar lo esencial de nuestra reflexión en los siguientes puntos: siguiendo a Jesucristo…para evangelizar…a los pobres…en la Iglesia…en Comunidad.
Siguiendo a Jesucristo
Es esta una expresión de base de las más clásicas, en la historia y el vocabulario de la espiritualidad; pero en san Vicente, adquiere un sentido muy particular, dinámico y funcional.
Para comprenderlo bien, es preciso volver al año 1617. San Vicente hace alusión a este año, cada vez que quiere explicar sus intuiciones y sus fundaciones. La relación de san Vicente con Dios y con Jesucristo ha estado profundamente marcada por la experiencia mística de 1617.
Durante seis o siete años, san Vicente parece haber dudado, reflexionado y buscado mucho. Se puso bajo la dirección de Bérulle, del que ustedes conocen bien la doctrina; leyó a Benito de Canfield, este capuchino de origen inglés que había escrito: «La regla de la perfección, se reduce al único punto de la voluntad divina«; pasa de un ministerio a otro, de un proyecto a otro. Y dos veces, de manera inesperada, Dios se manifiesta claramente en su vida a través de dos acontecimientos en los que los pobres están directamente implicados.
Muy rápido, y cada vez más íntimamente, san Vicente tiene la convicción de que, en cierto modo, en estas circunstancias ha encontrado a Dios. Recordarán los pasajes en los que afirma: « ¡Ay, padres y hermanos míos! Nunca había pensado nadie antes en ello, no se sabía lo que eran las misiones; tampoco yo pensaba en eso ni sabía lo que eran; y en esto es donde se reconoce que se trata de una obra de Dios» (SV XI-3, 35 [112].
«¿Llamaréis humano a lo que el entendimiento del hombre no ha previsto nunca, a lo que su voluntad no ha deseado ni buscado en lo más mínimo? El pobre padre Portail nunca había pensado en esto; yo tampoco; todo se hizo en contra de mis esperanzas y sin que yo me preocupase de nada» (SV XI-3, 103.(17.05.58) pp.321-331). Y para probar lo que él considera como una indiscutible mediación de Dios, Vicente recuerda los acontecimiento teofánicos de Gannes-Folleville.
La misma reacción y la misma afirmación para Châtillon: «Puede decirse realmente que es Dios quien ha hecho vuestra Compañía. Yo pensaba hoy en ello y me decía: » ¿Eres tú el que ha pensado en hacer una Compañía de Hijas? ¡Ni mucho menos! ¿Es la señorita Le Gras? Tampoco». Yo no he pensado nunca en ello, os lo puedo decir de verdad. ¿Quién ha tenido entonces la idea de formar en la iglesia de Dios una Compañía de mujeres y de Hijas de la Caridad en traje seglar? Esto no hubiese parecido posible. Tampoco he pensado nunca en las de las parroquias. Os puedo decir que ha sido Dios, y no yo» (SV IX-1, 20) Y para probar, lo que para él es pura evidencia, evoca los acontecimientos de Châtillon. En un momento de serias dudas de Fe, san Vicente tiene la certeza de una clara intervención de Dios en su vida. Lo que la dirección de Bérulle, la lectura, las pruebas y búsquedas no han podido realizar, los dos encuentros de 1617 lo consiguen. Parece ser que desde ese momento, san Vicente considerará el acontecimiento como un signo de Dios, un signo privilegiado, por poco que este acontecimiento dependa directamente de los pobres. Alguien ya había dicho: «La necesidad y los acontecimientos son maestros que Dios nos ofrece de su mano» (Pascal).
Lo que a veces se ha llamado el pragmatismo del Señor Vicente es, sobre todo, atención a Dios que habla a través del acontecimiento. Igualmente su prudencia es con frecuencia, espera del acontecimiento que clarificará su camino. A partir del acontecimiento, sobre todo cuando se refiere a los pobres, Dios se hacía regularmente presente a Vicente de Paúl y le revelaba su voluntad. Este tipo de relación y de comunicación estaba perfectamente adaptado al temperamento activo de san Vicente. Porque la voluntad de Dios se manifiesta en cierto modo así, sobre el mismo terreno en el que debía realizarse. De ahí la extraordinaria continuidad típicamente vicenciana: continuidad entre Gannes-Folleville y la Misión, entre el acontecimiento de Châtillon y las Cofradías, luego entre las Cofradías y las Hijas de la Caridad. La revelación de Dios y la acción que se sigue, parecen verdaderamente tejidas con el mismo hilo.
Esta continuidad o este atajo entre la revelación de la voluntad de Dios y el compromiso concreto entre la Fe y la acción, explica sin duda el real apuro humano de san Vicente, cuando habla del origen de sus fundaciones. Con el retroceso, la intervención de Dios y su propia acción le parecen tan cercanas y encajadas, que los actores se confunden, y que él mismo es incapaz prácticamente, de situar el momento de su intervención personal. Hay ahí ciertamente otra cosa que la humildad. Además, san Vicente está tan acostumbrado a esta continuidad y a este atajo entre la presencia de Dios en el acontecimiento y el compromiso, que llega a desconfiar de todos los rodeos, incluso aquellos más nobles, entre Fe y acción. Desconfía de un Dios que no se revela más que «en afectos y prácticas interiores de un corazón amante, aunque muy buenos y deseables, resultan sin embargo muy sospechosos» (cf. SV XI-4171. pp.733-734) como desconfía igualmente de una respuesta que se expresase fuera de la acción y se quedara en el amor afectivo: «Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente… hay muchos que, preocupados de tener un aspecto externo de compostura y el interior lleno de grandes sentimientos de Dios, se detienen en esto; y cuando se llega a los hechos y se presentan ocasiones de obrar, se quedan cortos… Pensemos, pues, en esto; sobre todo, teniendo en cuenta que en este siglo hay muchos que parecen virtuosos, y que lo son efectivamente, pero que se inclinan a una vida tranquila y muelle, antes que a una devoción esforzada y sólida…No hay nada tan conforme con el evangelio como reunir, por un lado, luz y fuerzas para el alma en la oración, en la lectura y en el retiro y, por otro lado, ir luego a hacer partícipes a los hombres de este alimento espiritual. Esto es hacer lo que hizo nuestro Señor y, después de él, sus apóstoles; … es imitar a la paloma, que digiere a medias la comida que toma, y luego pone lo demás en el pico de sus pequeños para alimentarlos. Esto es lo que hemos de hacer nosotros y la forma con que hemos de demostrar a Dios con obras que lo amamos» (SV XI-4, 171. SOBRE EL AMOR DE DIOS. pp.733-734
Como ven, el año 1617, marca profundamente la fe de san Vicente y su relación con Dios y con Jesucristo. Su Dios, podemos decir con todos los matices que se imponen, es el Dios de Folleville y de Châtillon, es decir un Dios en relación con los hombres, en relación privilegiado con los pobres.
En efecto, la fe de san Vicente se nutre de la doctrina común y sabe hablar de Dios, de Jesucristo, de la Iglesia, de los sacramentos, de las virtudes y de la santidad, como hablaban todos los maestros espirituales de la época. Pero precisamente, no era esto lo particular y original en él. Lo específico y lo que le caracterizaba «espiritualmente», era el modo de vivir y de traducir todo, a través de la experiencia de 1617.
Así es, por ejemplo, como su discurso sobre Dios y su manera de hablar de Dios fueron muy dinámicos y actuales. Sus tres temas preferidos eran: la Providencia, la Presencia de Dios y la Voluntad de Dios; tres temas que le permitían siempre abordar a Dios como presente, implicado en la historia de los hombres e interviniendo constantemente en los acontecimientos.
El prefiere el tema de la voluntad de Dios, porque se trataba del tema mejor encarnado en el hoy, y el más provocador para la acción: «La práctica de la presencia de Dios es muy buena, pero me parece que adquirir la práctica de cumplir la voluntad de Dios en todas nuestras acciones es todavía mejor, pues esta abraza a la otra.» (SV XI-3, 066 [143]. pp.210-213). Encontramos en la relación de san Vicente con Jesucristo el mismo punto de vista selectivo, incluso algunos dirán: un poco simplista. Jesucristo, es el Dios encarnado en la historia de los hombres, totalmente apasionado, por lo tanto implicado y constantemente activo en esta historia. Jesucristo es «el Misionero del Padre», y es como Misionero-tipo como san Vicente lo ha encontrado.
Se sabe que para profundizar el significado del acontecimiento de Gannes-Folleville, san Vicente lo esclarece a la luz del pasaje del evangelio de san Lucas (4, 18), del mismo modo que con el texto del evangelio de san Mateo (25, 31),lo hará con el acontecimiento de Châtillon,
En Lucas IV, 18, Jesús presenta y define su misión, al comienzo de su vida pública, a partir del texto de Isaías (61, 1-6) : El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a proclamar la Buena Noticia a los pobres. Ustedes conocen el comentario literal y voluntariamente restrictivo que hace san Vicente: «si se le pregunta a nuestro Señor: ¿qué es lo que has venido a hacer en la tierra?, a asistir a los pobres; ¿a algo más?, a asistir a los pobres» (SV XI-3, 004. (29.10.38) pp.33-35 Está claro que para san Vicente, Cristo vino para esto e incluso, sólo para esto.
Jesucristo es pues el Enviado del Padre a los pobres. Sin embargo en la Iglesia y en la sociedad de su tiempo, los pobres no eran evangelizados ni asistidos: la misión de Jesucristo no se había continuado.
Su vida y su proyecto volverán de nuevo a continuar la misión de: «la evangelización de los pobres». Y es así como el tema de la continuación y la expresión «siguiendo a», se convierten en san Vicente fundamentales y dinamizadores.
Jesucristo se convierte en el modelo de la vida y la acción misioneras «Si nuestro Señor nos ha recomendado esto, hemos de aceptarlo así; él lo quiere; él es la regla de la Misión» (SV XI-3, 121.(21.02.59) pp.428-444).
Constatemos de paso que es bastante significativo que san Vicente de como Regla, tanto a los sacerdotes de la Misión como a las Hijas de la Caridad, no el Evangelio sino la persona viva de Jesucristo. Seguramente, desde un cierto punto de vista, todo es lo mismo. Si embargo esta elección espontánea no resulta menos sintomática.
Y encontramos este tipo de orientación y de relación con Jesucristo, en los pasajes en los que se complace en subrayar que Jesús vivió y practicó, antes de predicar y proporcionar su doctrina. Hay ahí una anterioridad que seduce a san Vicente y va de acuerdo con lo que llamamos su pragmatismo o su prudencia. Es siempre la primacía de la experiencia y de la vida, sobre lo escrito y lo institucional: » La Sagrada Escritura nos enseña que Nuestro Señor Jesucristo, habiendo sido enviado al mundo para salvar al género humano, comenzó primero a hacer, y luego a enseñar «. Han reconocido la primera frase de nuestras Reglas comunes, y esta reflexión se encuentra igualmente en la introducción que precede el texto de las Reglas de las Hijas de la Caridad: «Vosotras tenéis una gran ventaja sobre las demás comunidades, que han escrito y han obtenido la aprobación de sus reglas después de dos o tres años solamente. Luego la experiencia ha demostrado que había algunas cosas imposibles, otras que no deberían haber sido puestas allí…Pues bien, hermanas mías, vosotras no habéis hecho eso, por la misericordia de Dios, ya que hace más de dieciocho años que habéis empezado a practicar lo que se ha escrito. Habéis hecho como Nuestro Señor, que enseñó de obra antes de predicar lo que quería que se hiciese. ¡Qué afortunadas sois! (SV X 246. pp.816-823)
A partir de 1617, san Vicente se pone definitivamente en seguimiento de Jesucristo, y situó la Misión siguiendo a Jesucristo enviado a los pobres. Esta última precisión es capital para entender el pensamiento exacto de san Vicente y participar hoy en su experiencia y su carisma.
Saben que todas las espiritualidades cristiana se nutren del mismo evangelio. Se distingue por una lectura selectiva, una prioridad de atención y de interés, por uno u otro aspecto del mensaje. Para San Vicente, la clave de lectura del Evangelio ha sido indiscutiblemente el pasaje de Lucas (IV, 18). Es impresionante ver como san Vicente permaneció lógico y constante en este punto, interpretando todos los hechos y gestos de Jesucristo, así como todas sus palabras, en función de su proyecto de Misión según Lucas IV, 18. Su lectura del evangelio estuvo siempre marcada e influenciada por la evangelización de los pobres
Así la imitación de Jesucristo recomendada por san Vicente no es la propuesta por Tomás de Kempis; tampoco es la que presenta Bérulle. Se trata de la imitación de Jesucristo misionero, enviado a los pobres.
Puesto que Jesucristo Hijo de Dios es esto y sólo esto (cf. Coste XI, 108) y ya que decimos seguirle y continuar su obra, es completamente lógico y necesario que le imitemos. Para nosotros, en Jesucristo está el Misionero de los Pobres que debemos tratar de imitar.
Esto me lleva a una rápida digresión sobre la santidad según san Vicente. Se trata de la santidad basada en el modelo de Jesucristo, perfecto Misionero del Padre.
Para hacernos la idea más justa sobre la santidad del sacerdote de la Misión o de la Hija de la Caridad según san Vicente, convendría analizar las conferencias que se hacían regularmente sobre los difuntos y las reseñas que san Vicente propagaba por su correspondencia. En la Congregación, un santo, es en primer lugar un buen misionero: un Bourdaise, un Lambert aux Couteaux… todos igual que una santa de las Hijas de la Caridad, es en primer lugar, una buena sierva de los pobres: una Margarita Naseau, una Luisa de Marillac, una Bárbara Angiboust.
Continuando la misión de Jesucristo, el sacerdote o el hermano de la Misión, la Hija de la Caridad, no tendrán mejor garantía en su caminar hacia la santidad que la imitación de Jesucristo el misionero tipo. Esta imitación es selectiva y precisa. Para nosotros, san Vicente retuvo cinco virtudes que son como las facultades del alma de nuestra Congregación: la sencillez, la humildad, la mansedumbre, la mortificación y el celo. ¿Por qué estas cinco virtudes?
San Vicente esperó mucho tiempo antes de hacer esta elección, e hizo lo mismo con las Hijas de la Caridad, por qué se detuvo en la sencillez, la humildad y la caridad lo explica en otra parte.
Del espíritu de los sacerdotes y hermanos de la Misión, se ha hecho más de un balance, de lo que han vivido en los primeros años de la Congregación. Así, san Vicente ha partido de la vida, de la experiencia y no de una reflexión abstracta sobre un ideal.
San Vicente ha recomendado estas cinco virtudes como las cualidades profesionales del misionero, a imagen de la Regla, que es Jesucristo. Cierto, presentándolas, san Vicente deja constancia de lo que habían dicho los grandes maestros espirituales; pero lo original que él aporta, es la insistencia sobre el aspecto funcional, sobre lo que con frecuencia llama la utilidad.
Contempladas en «Jesucristo Misionero», estas virtudes son, sobre todo, medios privilegiados para una mejor evangelización de los pobres, e igualmente, medios privilegiados para alcanzar nuestra perfección misionera. Habrá que volver a ver toda la conferencia del 22 de agosto de 1659 sobre «Las cinco virtudes fundamentales» (Coste XII, 298-311). Entresaco algunos pasajes:
«Esa es la fuerza y el poder de las máximas evangélicas» dice san Vicente al final de su introducción, entre las cuales ya que son muchas en número he escogido especialmente las que son más propias del misionero; ¿cuáles son? Siempre he creído y he pensado que eran la sencillez, la humildad, la mansedumbre, la mortificación y el celo.» este es el criterio por el que han sido escogidas las cinco virtudes: la Misión.
La sencillez
«Pues bien, hermanos míos, si hay personas en el mundo que deben tener esta virtud, son los misioneros, ya que toda nuestra vida se emplea en ejercer actos de caridad para con Dios o para con el prójimo. Y en ambos casos hemos de proceder sencillamente, de forma que, si se trata de cosas que hemos de hacer, que se refieren a Dios y dependen de nosotros, hay que huir de los artificios, ya que Dios se complace y comunica sus gracias solamente a las almas sencillas (5). Y si miramos a nuestro prójimo, como hemos de asistirle corporal y espiritualmente, hemos de evitar parecer cautelosos, taimados, astutos, y sobre todo no decir nunca una palabra de dos sentidos. ¡Qué lejos ha de estar todo eso de un misionero!! » (SVXI-4, 585). En otra parte dice : » Nuestro Señor, se acomodó al alcance de los débiles. Si tengo dos planes, uno hermoso y sutil, y el otro más bajo y menos aparente, seguiré este y renunciaré al primero. Ajustémonos a la medianía; que parezca que el sabio sabe sobriamente y que el fuerte que trabaja, trabaje humildemente; pues todo lo que se dice y se hace ante el pobre pueblo con espíritu elevado es vano e inútil: pasa por encima de sus cabezas, el viento se lo lleva por encima de las casas. Lo que producía la túnica ensangrentada de César junto con los gritos de quienes la llevaban, es lo que producen los predicadores que tratan de materias nuevas, curiosas y extrañas, con sus tonos de voz graves o quejumbrosos» (SV XI-4, 546-547).
Para la HUMILDAD, la misma perspectiva y preocupación
«Esta es la segunda máxima, absolutamente necesaria a los misioneros; porque, decidme, ¿podría un orgulloso avenirse con la pobreza? Pero nuestra finalidad son los pobres, la gente vulgar del pueblo; si no nos acomodamos a ellos, no podremos servirles en nada; el medio para que podamos aprovecharles es la humildad, porque la humildad hace que nos anonademos y nos pongamos en las manos de Dios, soberano ser. El humilde se considera ante Dios como un asno. Pero es cierto; pero yo diría que es ése el estado que conviene a la Misión; y entonces hemos de temer que, si no somos así, no tenemos el espíritu de verdaderos misioneros. « (SVXI-4, 587).
En cuanto a la MANSEDUMBRE
» … el misionero necesita mucha paciencia con los de fuera: son pobres gentes que vienen a confesarse, toscos, ignorantes, tan cerrados y, por así decirlo, tan animales, que no saben cuántos dioses hay ni cuántas personas en Dios; aunque se lo digáis cincuenta veces, al final seguirán siendo tan ignorantes como al principio. Si uno no tiene mansedumbre para aguantar su rusticidad, ¿qué podrá hacer? Nada; al contrario, asustará a esas pobres gentes que, al ver nuestra impaciencia, se disgustarán y no querrán volver a aprender las cosas necesarias para la salvación.» (SV XI-4, 587-588).
LA MORTIFICACION es igualmente propuesta y definida en el marco concreto de la vida misionera
«Cuando vamos a una misión, no sabemos donde nos alojaremos, ni qué es lo que haremos; nos encontramos con cosas muy distintas de las que esperábamos y la providencia muchas veces echa por tierra todos nuestros planes. Por tanto, ¿quién no ve que la mortificación tiene que ser inseparable de un misionero, no sólo para trabajar con el pobre pueblo, sino también con los ejercitantes, los ordenandos, los galeotes y los esclavos? Porque, si no somos mortificados ¿cómo vamos a sufrir lo que hay que sufrir en todas estas tareas? El pobre padre Le Vacher, del que no tenemos noticias, que está entre los pobres esclavos con peligro de peste, y probablemente su hermano, ¿pueden esos misioneros ver cómo sufren las personas que les ha encomendado la providencia, sin sentir ellos mismos sus penas? No nos engañemos, hermanos míos, los misioneros deben ser mortificados.» (SV XI-4, 589).
Por último, EL CELO, que es la llama de la Caridad.
Para san Vicente, es también un modo más concreto y funcional, el contrario de la pereza y del aburguesamiento: «¡Oh, Salvador! ¡Mi buen Salvador! ¡Quiera tu divina bondad librar a la Misión de este espíritu de ociosidad, de búsqueda de la comodidad, y darle un celo ardiente de tu gloria, que la haga abrazarlo todo con alegría, sin rechazar nunca la ocasión de servirte! Estamos hechos para esto« (SV XI-3 048 [125]. pp.119-123).
Este es, pues, nuestro espíritu tal y como lo definió San Vicente, precisando la motivación de sus elecciones. No podemos dejar de impresionarnos por su lógica y por la unidad de este conjunto que él construyó: unidad alrededor de la Misión y para la Misión.
Vicente escribe un día a Francisco du Coudray, respecto a la sencillez: «Es la virtud que más aprecio» (SV I, 188 [188] pp.309-310) Después de 1617, el universo espiritual de san Vicente, hasta entonces bastante complejo y poco productivo, se unifica profundizándose y simplificándose. Y parece ser que todo lo que se ganó en sencillez, se ganó también para la acción, el compromiso y la Misión.
Sí, la fe de san Vicente nos aparece sencilla y dinámica. Su relación en Dios y su relación con Jesucristo aparecen sencillas, tanto como su lectura del evangelio y su concepción de la santidad. En eso existe una unidad, una coherencia y un dinamismo que todavía hoy son capaces de provocarnos.
Existe un hermoso párrafo en la conferencia de san Vicente a las Hijas de la Caridad sobre el trabajo, un párrafo que nos da alguna idea del modo tan cercano y tan concreto como san Vicente se representaba a Dios: «Es que el mismo Dios trabaja continuamente, continuamente ha trabajado y trabajará… Dios trabaja… en la producción y conservación de este gran universo, en los movimientos del cielo, en las influencias de los astros, en las producciones de la tierra y del mar, en la temperatura del aire, en la regulación de las estaciones y en todo este orden tan hermoso que contemplamos en la naturaleza, y que se vería destruido y volvería a la nada, si Dios no pusiese en él sin cesar su mano. Además de este trabajo general, trabaja con cada uno en particular; trabaja con el artesano en su taller, con la mujer en su tarea, con la hormiga, con la abeja, para que hagan su recolección, y esto incesantemente y sin parar jamás. ¿Y por qué trabaja? Por el hombre, mis queridas hermanas, por el hombre solamente, por conservarle la vida y por remediar todas sus necesidades. Pues bien, si un Dios, soberano de todo el mundo, no ha estado ni un solo momento sin trabajar por dentro y por fuera desde que el mundo es mundo, y hasta en las producciones más bajas de la tierra, a las que presta su concurso, ¡cuán razonable es que nosotros, criaturas suyas, trabajemos, como se ha dicho, con el sudor de nuestras frentes! Un Dios trabaja incesantemente, ¿y podría mantenerse ociosa una Hija de la Caridad? ¡Estará convencida quizás de que no está más que para servir a los enfermos! Y cuando tenga pocos enfermos o no tenga ninguno, ¿se mantendrá inútil?» (SV IX-1, 042 (28.11.49) pp. 439-452)
De modo muy sencillo pero muy sugestivo, este pasaje nos enseña cómo san Vicente se representaba a Dios como el cercano, presente por todas partes, el implicado directamente en la historia de los hombres «para el hombre, por el hombre solo».
La evangelización
En la experiencia y el pensamiento de san Vicente, la Misión, ya lo hemos visto, se define en primer lugar por la relación a Dios y a Jesucristo. Para san Vicente, ser misionero, es en primer lugar, ponerse en seguimiento de Jesucristo, es seguir a Jesucristo enviado por el Padre. La relación con Jesucristo misionero, es para san Vicente el fundamento, lo esencial de la Misión: «y de esto es de lo que hacen profesión los misioneros; lo especial suyo es dedicarse, como Jesucristo, a los pobres. Por tanto, nuestra vocación es una continuación de la suya o, al menos, puede relacionarse con ella en sus circunstancias. ¡Qué felicidad, hermanos míos! ¡Y también cuánta obligación de aficionarnos a ella!» (SV XI-3, 118 (06.12.58) pp.381-398)
San Vicente decía igualmente a las Hijas de la Caridad: «¡Qué felicidad, hijas mías, que Dios os haya escogido para continuar el ejercicio de su Hijo en la tierra! « (SV IX-1 009 (09.03.42) pp.71-73).
La palabra continuación que a san Vicente le gusta emplear, expresa bien lo que hay de particular en su relación con Jesucristo: es como una relación de asociados en una misma empresa.
Han observado como es insistente y constante, lo que a falta de algo mejor, llamamos el aspecto funcional o profesional de la espiritualidad vicenciana, una espiritualidad para la acción, inmediatamente traducible en acciones y en compromisos, una espiritualidad para la Misión.
Veremos que san Vicente, consideraba la Iglesia como la empresa, encargada de la evangelización de los pobres, y como él decía: «… La Iglesia es como una gran mies que requiere obreros, pero obreros que trabajen.» (SV XI-4 171 pp.733-734). Encontramos aquí otra palabra del vocabulario vicenciano: «obreros», para cualificar a los misioneros e incluso a todos los cristianos en la Iglesia. Lo mismo ocurre con las Hijas de la Caridad, el término «siervas» fue más bien profesional que místico: las Cofradías parisinas pedían auténticas siervas y Margarita Naseau se presentó como sirvienta.
San Vicente vivió mucho tiempo antes de la era industrial, y de todos modos, era un campesino; para él se trataba «de los obreros para la siega», pero lo que quiero subrayar es este aspecto dinámico, práctico, activo y funcional de su espiritualidad.
Jesucristo es pues enviado por el Padre para una Misión, un trabajo. En 1617, Vicente de Paúl tuvo la clara impresión, casi una evidencia, de que Jesucristo lo comprometía en este trabajo y lo tomaba como asociado. Para él, este trabajo consistía en «dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que está cerca el reino de los cielos y que ese reino es para los pobres» (SV XI-3, 118 (06.12.58) pp.381-398). El sacerdote y el hermano de la Misión están pues en la Misión PARA evangelizar a los pobres; este fin fue escogido por San Vicente para figurar hasta en el sello oficial de la Congregación de la Misión: Evangelizare pauperibus.
Evangelizar…los Pobres…vamos a tomar de nuevo cada uno de estos dos términos para ver de más cerca, lo que Vicente entendía por evangelización y cómo abordaba al pobre para evangelizarle. Pero ante todo necesitamos dedicar alguna atención al fin de la Congregación de la Misión según san Vicente; empleo a propósito la palabra, FIN, en singular. Esta cuestión de la finalidad de la Congregación de la Misión apasionó y dividió a algunas de nuestras asambleas generales, y en las Constituciones, la formulación ha sido a veces más bien vaga: la evangelización de los pobres fue reducida a un símbolo que reunió en un denominador común que reagrupa todos los cálculos. Pero el emblema ha aparecido aún más preciso y más bien comprometedor. De ahí la famosa nota interpretativa en la que se dice: que la evangelización de los pobres es el fin primordial pero no el único, que en si es un criterio suficiente pero no necesario, para la determinación de nuestras obras.
Para razonar así hay que aceptar desolidarizarse o no haber leído a San Vicente. En él la cosa está clara y afirmada sin cesar: sin evangelización de los pobres, nunca habría habido Congregación de la Misión ni Sacerdotes y Hermanos de la Misión. La evangelización de los Pobres, no es una de las razones de ser, es la razón de ser de la Congregación de la Misión y de cada uno de sus miembros. Esto se afirma sin el menor equívoco en el contrato fundacional de la Congregación de la Misión realizado el 17 de abril de 1625, y la expresión es muy firme: » dedicasen por entero y exclusivamente a la salvación del pobre pueblo « (SV X 99 [59] pp237-241). Esto está recogido en todos los textos oficiales: en el contrato de asociación del 4 de septiembre de 1626, en la aprobación real, en el contrato de unión del priorato de San Lázaro, del 7 de enero de 1632, en la bula de erección de la Congregación de la Misión del 12 de enero de 1632 (SV X, pp.303-320), etc.
Esta firmeza y esta precisión sobre la finalidad de la Congregación de la Misión no cesarán de confirmarse y subrayarse a lo largo de la correspondencia y de las Conferencias. Lo que de vez en cuando llevará al equívoco, será esta tendencia de confundir fin y opciones u obras. Se ha llegado así a las definiciones de tipo descriptivo: a la evangelización de los pobres, se añadió por ejemplo la obra de los Seminarios, luego en nuestras Constituciones de 1954, se añadieron las obras de Caridad y de educación. Es cierto que este proceso era ya perceptible en tiempo de san Vicente, encontramos indicios en el texto de nuestras Reglas comunes, en las que el fin de la Congregación estaba presentado en tres títulos de capítulos:
- propriae perfectioni studere,
- evangelizare pauperibus, maxime ruricolis,
- ecclesiasticos adjuvare.
San Vicente, como todo fundador, al pedir el reconocimiento de Roma debió sin duda, aceptar el estilo de género literario, por otra parte bien comprensible en materia canónica. Pero la interpretación auténtica de nuestras Reglas comunes, es el mismo san Vicente quien nos las ha dado principalmente en la conocida charla del 6 de diciembre de 1658, y a lo largo de su correspondencia y de sus Conferencias.
Por lo que se refiere al: propriae perfectioni studere (aplicarse en su propia perfección), por ejemplo, en ningún momento y de ningún modo, no ha podido tratarse, para san Vicente, de un fin más o menos distinto e independiente de la Misión. La perfección que nos proponía era efectivamente la del Misionero a imagen y en seguimiento de Jesucristo, «Misionero del Padre enviado a los Pobres»; tal fue ciertamente la santidad de san Vicente, y es en esta misma santidad en la que estamos llamados a participar. Tendríamos que introducir aquí, a modo de prueba o ejemplo, una reflexión sobre la oración según san Vicente; reflexión que se apoyaría en los textos en los que san Vicente aborda este tema, tanto con los sacerdotes de la Misión como con las Hijas de la Caridad. Aquí aún constatamos que san Vicente conocía los métodos de oración clásicos y tradicionales. Los expuso honestamente después de que claramente, expresara su preferencia.
Para san Vicente, la oración es indiscutiblemente un tiempo fuerte de la vida espiritual; pero es un tiempo fuerte en la misión y para la misión. En la oración, es el misionero quien se interroga ante «Jesucristo Misionero». ¿La oración? es el hoy, evocado ante Jesucristo, el Enviado a los Pobres. San Vicente daba como modelo de oración la oración del presidente:«Examino de antemano lo que tengo que hacer durante la jornada, y de allí derivan todas mis resoluciones.» (SVIX-1, 004.(02.08.40) pp.44-51). Habría que volver a leer los pasajes en los que san Vicente denuncia todas las formas de oración que se separaban de la vida y del hoy…pero no podemos detenernos demasiado.
En resumen, todo lo que nos dice san Vicente lleva a considerar la propriae perfectioni studere, como incluso en l’Evangelizare pauperibus.
En cuanto a la ayuda a los eclesiásticos de la que ya hablamos en algunos textos anteriormente citados, manifiesta, que en la concepción de san Vicente, esta obra en relación con la evangelización de los pobres estaba, de hecho, considerada como un medio. No recuerdo más que dos pasajes muy conocidos: » …trabajar por la salvación de las pobres gentes del campo, ya que es ésa nuestra vocación, y de corresponder a los designios eternos que Dios tiene sobre nosotros … trabajar por la salvación de las pobres gentes del campo, y todo lo demás no es más que accesorio; pues no hubiéramos nunca trabajado con los ordenandos ni en los seminarios de eclesiásticos, si no hubiésemos juzgado que esto era necesario para mantener al pueblo y conservar el fruto que producen las misiones cuando hay buenos eclesiásticos, imitando en esto a los grandes conquistadores, que dejan una guarnición en las plazas que ocupan, por miedo a perder lo que han conquistado con tanto esfuerzo. ¿Verdad que nos sentimos dichosos, hermanos míos, de expresar al vivo la vocación de Jesucristo?…» (Coste XI-3, 019.(25.10.43) pp.55-58).
Y el segundo: «Pero quizás diga alguno: «¿Y si se me encarga de los ordenandos o de los seminaristas?». Esto está bien, cuando Dios quiere que nos ocupemos de ellos y la obediencia nos lo ordena; entonces, que sea en hora buena; pero incluso entonces, por lo que a nosotros respecta, deberíamos sentirnos como en una situación violenta, ya que, como os he dicho, se trata de cosas accesorias y no principales.» (Coste XI-3, 019.(25.10.43) pp.55-58).
Ya saben que las expresiones: capital, principal, accesorio, san Vicente las repite con frecuencia. El principal o el capital, es siempre la evangelización de los pobres y nada más. Lo accesorio, es sencillamente el resto. El fin de la Congregación de la Misión y el que persiguen todos los que entran en ella, es el de la evangelización de los pobres; esta es la razón de ser de la una y de las otras. Es también el criterio que presidió la organización del Instituto, en sus estructuras, en su vida comunitaria y en la larga y difícil discusión sobre los votos.
Para san Vicente, la Congregación es un instrumento de la evangelización de los pobres. Su primera cualidad y su primera obligación, es estar adaptado o adaptarse sin cesar a las necesidades de la evangelización. No creo que sea necesario insistir en otros puntos: la flexibilidad, la adaptabilidad y la movilidad sobre todo, que san Vicente exigía de sus fundaciones y de sus miembros.
El fin de la Congregación de los sacerdotes de la Misión, era también para san Vicente…por más que lo diga la nota de las Constituciones…el criterio de elección de las opciones y de los compromisos. Además se ve mal, como en buena lógica podía haber sido de otra manera. Lo hemos visto más arriba en la obra de los seminarios: «… si no hubiésemos juzgado que esto era necesario…» Podríamos comprobarlo en cada una de las numerosas opciones que san Vicente aceptó, tanto para las Cofradías como para los sacerdotes de la Misión o las Hijas de la Caridad. Es así como en su conferencia del 6 de diciembre de 1658, san Vicente no ve ninguna contradicción entre un fin claro y exclusivamente definido y una multitud de diversas opciones. Esto no es más que un problema de interés histórico o canónico; es un problema de equilibrio pastoral y espiritual para cada uno de nosotros hoy. El razonamiento que tiene san Vicente, a partir de la finalidad de nuestra Congregación, para aceptar y justificar sus opciones, tenemos que hacerlo nosotros mismos, situándonos constantemente con relación a nuestra única razón de ser: la evangelización de los pobres.
Pero, ¿qué es la evangelización para san Vicente?
Sencillamente, san Vicente ha partido de la concepción tradicional generalmente recibida de su tiempo. Luego, progresivamente, su experiencia pastoral y misionera y la de sus Institutos lo llevaron a una concepción tradicional cada vez más amplia y completa, bastante parecido a lo que pensamos y vivimos hoy.
I – Es inútil volver a la teología de la evangelización al comienzo y en la primera mitad del siglo XVII. Esta es una teología concebida en período de cristiandad y para un período de cristiandad, es decir que el problema presentado no es tanto el de la fe como tal, sino más bien el de una práctica y una vida religiosa y moral en lógica con la fe. De ahí la importancia concedida a la sacramentalización y más particularmente, a la confesión general. En un primer tiempo san Vicente construirá la misión sobre el tipo de un buen retiro parroquial. Precisamente, es curioso constatar el paralelismo entre las consignas que san Vicente da para un retiro individual o colectivo en San Lázaro, por ejemplo, y el ritmo habitual de una misión parroquial, al menos al principio. En un primer tiempo, la evangelización era para san Vicente, un intento por situar la vida moral y práctica religiosa, en conformidad con la fe, supuestamente adquirida y recibida.
II – Sin embargo, dos elementos vienen ya a perturbar un poco esta teología pastoral, con apariencias bastante serenas. Por un lado está la división del Iglesia, y por otro el progreso de las misiones exteriores: el encuentro de los no-cristianos. Estos dos elementos van a tener una profunda repercusión entre ellos, tanto en el plano de la reflexión teológica, como en el de la práctica pastoral y misionera.
El primer elemento incumbe a los hugonotes, (la división de la Iglesia) y el asunto aparecía sencillo para la mayoría de los contemporáneos de san Vicente: no podía ser cuestión más que de un debate enérgico, llegando bien a la condena o a la abjuración. Sin embargo, pastoralmente, el comportamiento de san Vicente en este punto preciso apareció muy matizado y respetuoso. Para él los hugonotes, al menos los más sinceros y los más convencidos, podían interpelar saludablemente a la Iglesia. No ignoran ustedes que en un momento muy importante de su evolución, san Vicente aceptó dejarse interpelar. Tendríamos que volver a tomar atentamente el pasaje de SV XI-4, 167. pp727-730.
«San Vicente hizo un día a su comunidad el relato de la conversión de un hereje, que el mismo había acompañado a la verdadera fe. Antes de convertirse, el hugonote rogó al santo resolverle una objeción : «Señor, le dijo el hereje, dice usted que la Iglesia de Roma está dirigida por el Espíritu Santo, pero yo no lo puedo creer, puesto que por una parte se ve a los católicos del campo abandonados en manos de unos pastores viciosos e ignorantes, que no conocen sus obligaciones y que no saben siquiera lo que es la religión cristiana; y por otra parte se ven las ciudades llenas de sacerdotes y de frailes sin hacer nada; puede ser que en París haya hasta diez mil, mientras que esas pobres gentes del campo se encuentran en una ignorancia espantosa, por la que se pierden. ¿Y quiere usted convencerme de que esto está bajo la dirección del Espíritu Santo?; no puedo creerlo».
Muy impresionado por esta objeción, el santo respondió al hereje: «que estaba mal informado de lo que hablaba, pues en muchas parroquias había buenos párrocos y coadjutores, que entre los eclesiásticos y religiosos que abundan en las ciudades había muchos que iban a catequizar y a predicar al campo, que otros se dedicaban a rezar a Dios y a cantar sus alabanzas de día y de noche, mientras que algunos servían útilmente al público por los libros que componían, la doctrina que enseñaban y los sacramentos que administraban; que si había algunos inútiles y que no cumplían debidamente con sus obligaciones, eran hombres particulares sujetos a debilidades; pero que no son ellos la Iglesia. Que, cuando se dice que la Iglesia está guiada por el Espíritu Santo, esto se entiende en general, cuando está reunida en los concilios, y también en particular, cuando los fieles siguen las luces de la fe y las reglas de la justicia cristiana; pero en cuanto a los que se apartan de ellas, resisten al Espíritu Santo y, aunque sean miembros de su Iglesia, son sin embargo de los que viven según la carne, como dice san Pablo, y que morirán » El hereje no se convenció. Al año siguiente, Vicente de Paúl vuelve a Montmiral con el Padre Féron entonces bachiller en teología, posteriormente doctor de la Sorbona y arcediano de Chartres, M. Duchesne doctor en la misma facultad y arcediano de Beauvais, y algunos sacerdotes y religiosos amigos ; fue a dar la misión en este lugar y en las aldeas de los alrededores. El hereje tuvo la curiosidad de asistir a las predicaciones y a las catequesis; vio el cuidado que se ponía por instruir a los que ignoraban las verdades necesarias a su salvación, la caridad con la que se adaptaban a la debilidad y lentitud de entendimiento de los más toscos, y los maravillosos efectos que el celo de los misioneros operaba en el corazón de los más grandes pecadores. Llorando de emoción, se acercó al santo y le dijo:: » Ahora es cuando he visto que el Espíritu Santo guía a la Iglesia romana, ya que se preocupa de la instrucción y la salvación de estos pobres aldeanos. Estoy dispuesto a entrar en ella, cuando quiera usted recibirme». Le preguntó entonces el padre Vicente si no lo quedaba ya ninguna otra dificultad. «No, le respondió, creo que todo lo que usted ha dicho y estoy dispuesto a renunciar públicamente a todos mis errores».
El santo le interrogó y después de haberse asegurado de que el nuevo convertido conocía bien los puntos esenciales de la doctrina católica, le informó que recibiría su abjuración y la absolución de su herejía en la iglesia de Marchais, cerca de Montmirail, donde se estaba haciendo la misión. Ese día, al finalizar la predicación de la mañana, Vicente de Paúl llamó por su nombre, en alta voz, al convertido y le preguntó públicamente si aún estaba dispuesto a adjurar de sus errores. Después de haber respondido afirmativamente el antiguo calvinista añadió, mostrando en la iglesia una imagen de la Santísima Virgen toscamente esculpida: «No puedo creer que haya ningún poder especial en esa piedra», y señaló la imagen que estaba frente a él. A lo que el santo replicó « que la Iglesia no enseñaba que hubiese ninguna virtud en esas imágenes materiales a no ser cuando Dios se la quería comunicar, como puede hacerlo y como hizo otras veces con la vara de Moisés, que realizaba tantos milagros y que los propios niños se lo podrían explicar» Entonces, dirigiéndose a uno de los más instruidos, le preguntó que es lo que enseña la Iglesia sobre las sagradas imágenes: El niño respondió: «Es conveniente rendirles el honor debido, no por la materia de que están hechas, sino porque representan a nuestro señor Jesucristo, a su gloriosa Madre y a los santos del paraíso, que habiendo triunfado sobre el mundo nos exhortan por medio de esas imágenes mudas a seguirles en su fe y en sus buenas obras».
Muy bien respondido. El santo repitió las palabras del niño, e hizo confesar a su interlocutor que resolvían plenamente la dificultad propuesta. Remitió a otro día la ceremonia de la abjuración, para dar a la fe del nuevo converso el tiempo de consolidarse. En efecto, se consolidó tan bien que después de la profesión pública del catolicismo, nada la pudo cambiar. «¡Oh! qué dicha para nosotros los misioneros, añadía san Vicente después de haber relatado esto, poder demostrar que el Espíritu Santo guía a su Iglesia, trabajando como trabajamos por la instrucción y la santificación de los pobres».
En esta actitud de Vicente que se deja interpelar y discutir, hay ya algo más en él que en la mayoría de sus contemporáneos. Por otra parte, se conoce la amplitud y prudencia de las consignas que daba a sus Misioneros sobre este tema.
Escribía a Guillermo Gallais, superior de Sedan a propósito de un pleito oponiendo un católico a un hugonote: «… que sabe usted de si el católico tiene justos motivos en su demanda? Hay mucha diferencia entre ser católico y ser justo. » (SV II, 376).
Escribía, en noviembre o diciembre de 1659, al Hermano de la Misión Felipe Patte, cirujano en Nantes: «Estoy muy afligido al saber que irán algunos herejes en su barco y por consiguiente que habrá mucho que sufrir por parte de ellos. Pero, en fin, Dios es el dueño y lo ha permitido así por razones que no conocemos; quizás para obligarle a ser más recatado en su presencia, más humilde y más devoto para con Dios y más caritativo con el prójimo, para que ellos vean la belleza y la santidad de nuestra religión y por ese medio se vuelvan a ella. Habrá que evitar con mucho cuidado toda clase de disputas y de discusiones con ellos, mostrarse amable y afectuoso aunque se metan con usted o hablen en contra de nuestras creencias y nuestras prácticas. La virtud es tan bella y amable que se verán obligados a amarla en usted, si la practica bien. Hay que desear que, en los servicios que le haga a Dios en el barco 2, no haga acepción de personas y no establezca ninguna diferencia entre los católicos y hugonotes, a fin de que éstos se den cuenta de que usted los ama en Dios. Espero que sus buenos ejemplos sirvan a los unos y a los otros. Tenga cuidado de su salud, por favor, y de la de nuestros misioneros…» (SV VIII, 167-168)
San Vicente escribía a Juan Martin el 23 de mayo 1659: «La conversión de los herejes, lo mismo que la de los pecadores, es obra de la pura misericordia de Dios y de su omnipotencia, que llega antes cuando no se piensa en ella que cuando se la busca. Sin embargo, no hay que dejar de trabajar en ello siempre que se presente la ocasión, porque así lo quiere Dios» (SV VII, 481-482)
Estos comentarios y consignas pueden hoy parecernos bastante tímidos; pero en el siglo XVII y tal vez, incluso hace treinta o cuarenta años, daban testimonio de un espíritu muy abierto y pre-ecuménico.
El segundo elemento que en tiempo de san Vicente, atenuaba la serenidad de la evangelización de la cristiandad y su lado un poco formalista, fue la experiencia y la expansión de las misiones «ad gentes». Después de las grandes expediciones y descubrimientos de los siglos XV y XVI, un nuevo campo de acción apostólica se abría a los pioneros de la evangelización.
La Iglesia de cristiandad y los teólogos se encontraban ante una situación pastoral inédita, o más bien, olvidada desde hacía tiempo. Sin retrasarnos, observemos que es entonces cuando se define una especie de teología del mínimo vital y una sacramentalización de urgencia: el bautismo por supuesto, y las conocidas «verdades necesarias para la salvación».
Sin embargo, si hablo de ello con motivo de la evangelización según san Vicente, es porque desde las primeras misiones predicadas en tierras de los Gondi, san Vicente parece aplicar espontáneamente esta teología del mínimo vital y esta pastoral de urgencia a las pobres gentes del campo. Esto es tan real que más tarde, cuando los misioneros tendrían que contactar con el paganismo en Madagascar o en otra parte, no tendrán que cambiar de proyecto y de mentalidad misioneras. Sería interesante estudiar las cartas del señor Nacquart y del señor Bourdaise a este propósito.
Conclusión de esta reflexión sobre la evangelización de los pobres según san Vicente
Muy pronto en su proyecto de evangelización y en su acción misionera, san Vicente desplaza el problema para centrarlo, no en una vida y una práctica que debe organizarse en función de una fe, sino en la fe misma y en el amor a Jesucristo. San Vicente se había impresionado y emocionado por lo que él llamaba «la ignorancia de las pobres gentes», una ignorancia de la que además hacía a los sacerdotes responsables; y ya conocen algunas críticas muy severas de san Vicente a este respecto: «… Porque son ellos los que la pierden y la arruinan; es demasiado cierto que la depravación del estado eclesiástico es la causa principal de la ruina de la Iglesia de Dios. Hace pocos días estuve en una reunión, donde había siete prelados, que, al reflexionar sobre los desórdenes que se ven en la Iglesia, decían públicamente que la causa principal de los mismos eran los eclesiásticos. Porque son ellos los que la pierden y la arruinan; es demasiado cierto que la depravación del estado eclesiástico es la causa principal de la ruina de la Iglesia de Dios… « (Coste XI-3, 064.(xx.09.55). pp.204-207). Lo que san Vicente reprocha con tanta vehemencia a los sacerdotes es su vida, pero por encima de todo, sus faltas profesionales, es decir, su responsabilidad en la ignorancia de las pobres gentes y la desaparición o las desviaciones de la fe. Desde entonces tiene en su concepción de la evangelización, cada vez más acentuada, la importancia del anuncio, a costa de lo que hoy llamamos: el culto. Para Vicente, ya lo he recordado antes, evangelizar era: «dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que está cerca el reino de los cielos y que ese reino es para los pobres» (SV XI-3, 118.(06.12.58) pp.381-398
Y está bien porque san Vicente considera la evangelización incluso en pleno período de Cristiandad, en primer lugar como un anuncio, en el que centra todo su esfuerzo de animación misionera y de formación, en dos intervenciones pastorales: la predicación y la catequesis. No tenemos demasiado tiempo para desarrollar estos dos puntos. Desde luego los métodos han envejecido y hoy tienen poca cosa que enseñarnos…pero, sin duda, podremos sacar provecho de la lectura de SV XI-3 164-187, 161-164, 275-280 ; XI-4 575-582; X, 34-39
Para la predicación, de la que con frecuencia no se retuvo más que los consejos sobre el pequeño método, san Vicente insistió sobre todo en dos puntos: el Evangelio y … «bajar a detalles».
* El Evangelio en primer lugar, es lo que los Misioneros tienen que anunciar, y nada más. Lo recuerda muchas veces: el Evangelio debe anunciarse sencilla, sobria y naturalmente, como Jesucristo y los apóstoles lo hicieron: «Dios está con los sencillos y humildes, les ayuda, bendice sus trabajos, bendice sus empresas. ¡Pues qué! ¡Creer que Dios ayudará a una persona que intenta perderse! ¡Que ayuda a un hombre a perderse, como hacen los que no predican con sencillez y humildad, sino que se predican a sí mismos, etcétera, es algo que ni siquiera puede uno imaginarse! Queridos hermanos míos, si supieseis qué mal está predicar de una forma distinta de como lo hizo nuestro señor Jesucristo aquí en la tierra, como lo hicieron los apóstoles y como lo hacen hoy todavía muchos siervos de Dios, tendríais horror de ello.» (Coste XI-3, 105. (08.06.58) pp.336-341).
El segundo punto esencial es «bajar a detalles»: » Hay que conseguir que la moral les resulte familiar, y bajar siempre a los detalles, para que la entiendan y comprendan bien; hay que buscar siempre eso, que los oyentes pueden referir todo lo que han oído en la charla.» (Coste XI-4, 152. pp.706-707). Encontramos aquí una de las constantes de la espiritualidad de san Vicente: una fe que no se expresa, y que no se prueba en la vida y en los hechos, es una ilusión. Anunciando el evangelio a los pobres, aseguramos siempre el encuentro entre la Palabra de Dios que anunciamos y las situaciones concretas que viven los pobres. No hemos conservado demasiados sermones y homilías de san Vicente. Sin embargo sabemos que era muy concreto y muy convincente. Tanto en Folleville, como en Châtillon, bajó a lo particular, y puso en relación estrecha, el Evangelio y una situación particular concreta; ustedes saben cuáles fueron los resultados.
Ahí también estaba la experiencia que llevó a san Vicente a este tipo de predicación sencillamente evangélica y directamente aplicada, traducida y adaptada a situaciones y compromisos concretos.
Para el catecismo, san Vicente fue aún más innovador. Terminó incluso por concederle más importancia que a la predicación: «…he sentido mucho saber que, escribía a un misionero hacia 1657, en vez de tener el catecismo mayor por las tardes, ha pronunciado usted sermones en la última misión. No se debe hacer eso:
- porque el predicador de la mañana puede estar quejoso de esta segunda predicación;
- porque el pueblo tiene más necesidad de catecismo y se aprovecha más de él;
- porque al tener este catecismo, parece como si se pudiera honrar mejor la manera con que Nuestro Señor Jesucristo instruía y convertía a las gentes;
- porque eso es lo que nosotros practicamos y ha querido Nuestro Señor dar muchas bendiciones a esta práctica, en la que hay más medios de ejercer la humildad». (Coste VI, pp.357-358).
Y también : «Todo el mundo está de acuerdo en que el fruto que se realiza en la Misión se debe al catecismo; y afirmando esto últimamente una persona de calidad, añadió que los misioneros se esforzaban todos en predicar bien, pero que no sabían hacer el catecismo, y dijo esto en mi presencia y en la de una buena compañía. En el nombre de Dios. Padre, advierta esto a la compañía de allí. Mi pensamiento es que los que trabajen, tienen que hacer uno el catecismo mayor y el otro el catecismo menor solamente, y hablar dos veces al día. Y se pueden llevar al catecismo algunas moralidades para impresionar; pues, como he dicho, se advierte que todo el fruto viene de allí.» (SV I, 438-442).
En las misiones, en efecto, el catecismo de la mañana y de la tarde, constituía la parte importante del día; lo que llevaba a san Vicente a preferirlo a la predicación, era en forma dialogada y la necesidad de una mayor sencillez, las preguntas del auditorio y sus respuestas, obligaban a los misioneros a situarse al nivel del buen pueblo, y a ajustarse a él. En SV X- pp.200-205, tenemos toda una lección de catecismo sobre la señal de la Cruz a los obreros del Nombre de Jesús animado por san Vicente. En el podemos medir entre otras cosas, la calidad de su pedagogía, que no sería más que para dar confianza a su auditorio: «Así pues, éstas son las dos principales razones que tenéis para aprender bien. Voy a empezar a preguntaros; aunque no sepáis responder bien, no os preocupéis de ello. Os preguntaré si sabéis hacer bien la señal de la cruz; aunque no lo sepáis, no tenéis que apenaros por ello. No sois los únicos que no lo sabéis. ¡Cuántos hay en la corte, y hasta presidentes, que no la saben hacer! Esto tiene que animaros a superar la vergüenza que sentimos muchas veces cuando no sabemos contestar a lo que nos preguntan. Es el orgullo el motivo de esa vergüenza, porque siempre nos gusta aparentar más de lo que somos y sabemos. Tenéis que hacer como esas buenas gentes del campo que demuestran tantas ganas de saber que vienen ante nosotros y nos dicen: «Padre, tengo mucho miedo de no saber todo lo que es menester que yo sepa. No me ha instruido nadie. Haga el favor de preguntarme para ver qué es lo que sé». Fijaos bien, hijos míos, cómo esas buenas gentes no tienen vergüenza de parecer ignorantes. « (SV X, 085 [49]. pp.200-205).
San Vicente prefería el catecismo ocasional y espontáneo a esta forma de catecismo organizado e institucionalizado: Al comienzo de la compañía, recuerda san Vicente en la conferencia del 17 de noviembre de 1656 sobre la obligación de catequizar a los pobres, y cómo seguíamos exactamente la práctica de no dejar que pasase ninguna ocasión de enseñar a un pobre, si veíamos que lo necesitaba fueran los sacerdotes, los clérigos que había entonces, o los hermanos coadjutores, cuando iban o venían de algún sitio. Si se encontraban con algún pobre, con algún niño, con algún buen hombre, hablaban con él, veían si sabía los misterios necesarios para la salvación; y si se daban cuenta de que no los sabía, se los enseñaban. No sé si ahora son todos tan cuidadosos en observar esta santa práctica; me refiero a los que van al campo, cuando llegan a alguna posada o por el camino» (SV XI-3, 085 (17.11.56) pp.266-272).
Esta forma de catecismo y de evangelización fue la preferida de san Vicente, sencillamente porque encontraba al hombre en su vida y su trabajo concreto. Siguiendo esta misma conferencia, evoca el ejemplo de Nuestro Señor «Nuestro Señor cuando fue a sentarse en la piedra que había junto al pozo, desde donde empezó a instruir a aquella mujer, pidiéndole un poco de agua: «Mujer, dame un poco de agua», le dijo (Evangelio de Juan 4,7). Y así se les puede ir preguntando a cada uno: «¿Qué hay? ¿Qué tal esos caballos? ¿Cómo va esto? ¿Cómo va aquello? ¿Qué tal va usted?»; y así, empezar por algo semejante, para pasar luego a nuestro intento» (Coste XI-3, 085.(17.11.56) pp.266-272). Partir de las realidades de la vida, como Jesús con la Samaritana, para llegar al anuncio del Reino; san Vicente conocía ya lo que muchos consideran hoy como un descubrimiento.
Partir, pues, de una concepción bastante formalista y estrecha de la evangelización y de una primera experiencia misionera centrada en la práctica religiosa, particularmente en la confesión general, san Vicente desplaza progresivamente, el objetivo y lo orienta hacia la Fe y el anuncio; de ahí la importancia dedicada a la predicación y a la catequesis, las dos que deben poner el Evangelio en contacto directo con la vida concreta de la gente y particularmente, de los pobres.
Pues si la evangelización se instalara en el anuncio, estaría mutilada, incluso sería una mentira. La evangelización debe llegar a hacer efectivo el evangelio. Por eso san Vicente denuncia a los misioneros que querrían quedarse en la parte cultual o estrictamente pastoral: » …, si hay algunos entre nosotros que crean que están en la Misión para evangelizar a los pobres y no para cuidarlos, para remediar sus necesidades espirituales y no las temporales, les diré que tenemos que asistirles y hacer que les asistan de todas. Hacer esto es evangelizar de palabra y de obra; es lo más perfecto… « (SV XI-3 118.(06.12.58) pp.381-398).
Para ilustrar este progreso decisivo, tendríamos que volver a coger todas las realizaciones sociales y caritativas de san Vicente y ver cómo, haciendo esto, se valoraba en pleno trabajo de evangelización.
Es en este nivel, sobre todo, en el que san Vicente llega a la idea de que la evangelización no sólo es trabajo del clero, sino que es un asunto de todos. Sobre este punto, hay textos dignos del Vaticano II: «Ningún cristiano que no sea misionero por naturaleza y por vocación». La evangelización proviene de la vocación bautismal, no de la vocación ministerial y sacerdotal. Y esto porque se evangeliza tanto, y a veces más, por la fuerza de los brazos y el sudor de nuestras frentes, que por el ruido de los sermones y los olores del culto. Sobre este punto preciso, san Vicente habla el mismo lenguaje a los sacerdotes, a los Hermanos de la Misión, a las Hijas de la Caridad y a los laicos. Este compete también, muy directamente, a las Hijas de la Caridad y a los militantes de los que ustedes se ocupan.
En la prolongación de esta reflexión, traten de preguntarse sobre sus propias concepciones en materia de evangelización, sobre sus compromisos y comportamientos en la Iglesia y el mundo de hoy. Lo que hemos hablado, nos ha conducido al corazón y a lo esencial de nuestra vocación vicenciana.
Alguna conciencia triste podría precisarse, de la implicación tan total de la fe en la relación con el pobre y la identificación con Jesucristo y el pobre podrían resentirse como una especie de frustración en la relación. Diremos que es al hombre al que hay que encontrar, es al hombre al que hay que dar la totalidad de su atención y su compromiso; no se puede al mismo tiempo preocuparse de alguien más, sería el mismo Jesucristo. De este modo, la búsqueda de Jesucristo en el pobre, tendría para algunos algo de nocivo.
Gracias a Dios, san Vicente no se analizó en este punto; esto no le hubiera dejado mucho tiempo para actuar. Pero, si alguien le hubiera hecho esta objeción, san Vicente hubiese respondido sin duda, lo que él acostumbraba a responder, a aquellos que no llegan nunca a comprometerse y a actuar. De cualquier modo, la fe de san Vicente, esta fe que limita con la evidencia vivida de la presencia de Jesucristo en el pobre, nunca le llevó a escamotear nada, ya sea en la persona del pobre, o en el peso de su condición social.
No queda más que evocar rápidamente la extraordinaria unidad que la mística de la relación con el pobre realizó en su vida y su espiritualidad.
San Vicente fue un hombre de experiencia, para quien lo vivido fue espontáneamente reflexionado, meditado, integrado. Hubo un proceso de una lógica y una constante impresionantes. Es así como el acontecimiento de Châtillon a la luz del evangelio de Mateo (XXV, 31) fue su camino, y poco a poco se convirtió en la clave de bóveda del edificio y del equilibrio. Todo se organizó más o menos conscientemente, en torno a esta afirmación-evidencia «Jesucristo está en el pobre, tan cierto como estamos aquí».
Es así, por ejemplo, como lo que se vivió en tensión y en conflicto, se ha convertido para él de una sencillez extrema. Es desde que Jesucristo estaba en el pobre, Fe y Misión, Fe y Servicio, Fe y Vida estuvieron en perfecta continuidad. Se tratase de la oración y del servicio, la competencia no era ya un problema: «Hijas mías, el servicio de los pobres tiene que preferirse siempre a todo lo demás.». Con un principio, emitido de manera tan categórica, no hay demasiadas excepciones posibles, por buenas que sean. Y san Vicente precisa: «Podéis incluso dejar de oír misa los días de fiesta, para tener buena medida, añade: «…pero solamente en casos de gran necesidad» Éste es, por otra parte el razonamiento sobre el que se apoya el principio tan interesante: «De esta forma, estad seguras de que sois fieles a vuestras reglas, y más todavía, va que la obediencia es considerada por Dios como un sacrificio. Es Dios, hijas mías, a quien queréis servir. ¿Creéis que Dios es menos razonable que los amos de este mundo? Si el amo dice a su criado: «Haz esto» y, antes de que sea ejecutada su orden, pide otra cosa, no verá mal que el criado deje lo que se mandó en primer lugar; por el contrario, se quedará contento de ello. Lo mismo pasa con nuestro buen Dios. El os ha llamado a una Compañía … os ha dado unas reglas; si, mientras las practicáis, os pide otra cosa, id pues, a lo que os ha mandado, hermanas mías, sin dudar de que se trata de la voluntad de Dios.» (SV IX-1, 021.(22.01.45) pp. 208-217). Lo que hay de destacable y significativo en este texto, para nosotros que queremos conocer la espiritualidad de san Vicente y su experiencia espiritual, es la facilidad y la espontaneidad con las que san Vicente confunde e identifica en un solo ser, el Dios que habla en la regla, el Dios de la oración, el Dios de la misa y el Dios presente en el pobre. Para él, sencillamente, es el mismo Maestro que en primer lugar pide una cosa y seguidamente pide otra. Es el «dejar por Dios». Viendo a Jesucristo en el pobre, Vicente constata que todo parece unificarse en una continuidad en su fe y su vida: la oración, la eucaristía, la misión, el servicio. Para llegar a esta unidad de fe y de vida, le bastó encontrar verdaderamente a Jesucristo en un pobre.
Gracias a Dios, nosotros estamos atentos a los valores evangélicos que viven los pobres. Hoy, san Vicente nos invita a ir más lejos y más profundamente, más lejos que estos mismos valores, hasta el encuentro de la persona viva de Jesucristo, incluso si lo que llegó a ser evidente para el místico Vicente de Paúl, para muchos de nosotros corre el riesgo de no ser más que un interminable esfuerzo de fe.
Para terminar esta reflexión, interroguémonos personalmente y en verdad, sobre la calidad de nuestra relación con el pobre a nivel social, pastoral y místico. Como san Vicente, tenemos que mantener estas tres dimensiones, incluso si la tercera debe alimentar y animar las otras dos. Que san Vicente nos ayuda a progresar en la meditación, la inteligencia y la aplicación de Lucas 4, 18 y de Mateo 25, 31, estos textos que constituyen las verdaderas luces y los grandes ejes de la reflexión y de la experiencia espiritual de san Vicente.
En la Iglesia…
Según san Vicente, el Sacerdote de la Misión es enviado a evangelizar a los pobres siguiendo a Jesucristo.
Respecto a este tema, hemos anotado el fragmento de una idea de prioridad pastoral, con la evidencia de una presencia de Jesucristo en el pobre. Así hemos visto a San Vicente mostrarse mucho más consciente de lo que los pobres le han aportado.
En lo que personalmente le concierne, sabe que debe a los pobres la revelación de un nuevo sentido para su vida, su ministerio y una maduración decisiva de su fe. En efecto, esto procede de Dios, pero también siempre viene a través de los pobres. Esta experiencia varias veces renovada se ha convertido para él y sus discípulos en un principio de vida.
Hubiera sido necesario poder volver a tomar, entre las cartas y conferencias, los textos en los que san Vicente evoca la vida de los pobres, la fe, el coraje, el desinterés, la ayuda mutua entre los pobres…que al mismo tiempo demuestran este tipo de reciprocidad en la relación vicenciana, en la que no se sabe muy bien quien aporta al otro y lo enriquece. De todos modos, el pobre ha sido para él la señal, y el resto para nosotros.
Esta evangelización de los pobres y esta relación vicenciana con los pobres deben vivirse, como lo quería san Vicente, en la Iglesia. Es este un elemento esencial de nuestra vocación y de nuestra identidad; trataremos de analizarlo a continuación.
En la experiencia espiritual de san Vicente, la noción de Iglesia evolucionó al ritmo de los acontecimientos y por lo que se refiere a los Pobres, no se ha organizado verdaderamente hasta después de 1617.
Antes de 1617, san Vicente parecía haber percibido el carácter institucional y jerárquico de la Iglesia. Encontramos en su correspondencia, una carta que tal vez tiene un cierto valor autobiográfico. Fechada del 5 de marzo de 1659, está dirigida a un tal señor DuPont-Fournier, abogado en Laval. Este Señor era una vocación tardía e incluso muy tardía, a quien san Vicente trataba de razonar en estos términos:
«Señor, su hijo que sigue en Cahors, me ha mandado una carta para que se la envíe a usted; al mismo tiempo me pide que favorezca los deseos que usted tiene de retirarse a un seminario. Lo haría con mucho gusto, señor, a no ser por las dificultades que encuentro.
En primer, lugar, en todas partes hay que pagar pensión, y una pensión considerable, y no sé a quién dirigirme que pueda y que quiera contribuir a pagar la suya, según le indiqué en la carta que tuve el honor de escribirle anteriormente.
En segundo lugar, su avanzada edad no le permite seguir una vida de reglamento y sujetarse a los ejercicios y prácticas de un seminario.
En tercer lugar, por esa misma razón yo me haría problema de conciencia de contribuir a hacerle entrar en las órdenes sagradas, especialmente en el sacerdocio, ya que son desgraciados aquellos que entran en él por la ventana de su propia elección y no por la puerta de una vocación legítima. Sin embargo, es grande el número de aquellos, ya que miran el estado eclesiástico como una condición tranquila, en la que buscan más bien el descanso que el trabajo; de ahí es de donde vienen esos grandes desastres que vemos en la Iglesia, ya que se atribuye a los sacerdotes la ignorancia, los pecados y las herejías que la están desolando. Por eso decía san Juan Crisóstomo que habrá pocos sacerdotes que se salven.) Y por qué? Porque Dios no da las gracias necesarias para cumplir con las obligaciones de este estado sagrado más que a aquellos que llama su bondad, y no llama nunca a aquellos en los que no ve las cualidades apropiadas o no tiene el designio de dárselas; a todos los demás les deja hacer y permite, en castigo de su temeridad, que hagan más daño que bien y que finalmente se pierdan. « (SV VII, 395-396).
Vemos fácilmente donde puede descubrirse el lado autobiográfico, más o menos consciente, de algunos pasajes de esta carta.
En 1612, en Clichy, el horizonte se amplia y Vicente realiza la experiencia de la vida en medio de un pueblo, junto al que su vida de fe parece haberse consolidado, y su ministerio parece haber encontrado un sentido.
En la conferencia del 27 de julio de 1653 (SV IX-1, 578-590 sobre «la práctica de pedir permiso», san Vicente da un testimonio interesante en el que precisamente, pone en paralelo al párroco en medio de un pueblo, y la jerarquía a la que Vicente siempre esperaba poder llegar algún día.
Veamos lo que decía: «Creo que el Papa no es tan feliz como un párroco en medio de un pueblo que tiene un corazón tan bueno». Y un día al preguntarme el señor cardenal de Retz: «¿Qué tal, señor? ¿Cómo está usted?». Le dije: «Monseñor, estoy tan contento que no soy capaz de explicarlo». «¿Por qué?». «Es que tengo un pueblo tan bueno, tan obediente a cuanto le digo, que me parece que ni el Santo Padre ni su Eminencia son tan felices como yo» (SV IX-1, 578-590).
Indiscutiblemente, este contacto de san Vicente con un pueblo y esta vida en medio de un pueblo han constituido para él una nueva y rica experiencia de Iglesia, de esta Iglesia que, sin duda, hasta entonces, san Vicente había abordado y concebido bajo su aspecto institucional y jerárquico.
Fue el gran año 1617, con la misión de Folleville y las que siguieron, luego con la experiencia en la parroquia de Châtillon. Todo el pensamiento y la acción de san Vicente se organizan progresivamente alrededor de la evangelización de los pobres. La Iglesia empezó a ser percibida y definida a la luz del evangelio de Lucas (4, 18). Vicente comprende que es ella, la Iglesia, la que a ejemplo de Jesucristo y con Jesucristo, había sido la primera consagrada y enviada para evangelizar a los pobres.
El relato de la misión de Marchais (SV XI-4, 727-730) nos revela un hito más de la reflexión eclesiológica y pastoral de san Vicente. La objeción del hugonote contra el comportamiento de la Iglesia por el Espíritu Santo, se basaba en el hecho de que esta misma Iglesia se desinteresaba del evangelio de los pobres. Un año más tarde, este protestante asiste a la misión de Marchais y declara: «Ahora es cuando he visto que el Espíritu Santo guía a la Iglesia romana, ya que se preocupa de la instrucción y la salvación de estos pobres aldeanos». Merece recordarse la conclusión de san Vicente: «¡Qué dicha para nosotros los misioneros, poder demostrar que el Espíritu Santo guía a su Iglesia, trabajando como trabajamos por la instrucción y la santificación de los pobres!» (SV XI-4, 727-730).
La Misión, o la evangelización de los Pobres, según san Vicente, se he convertido en la ilustración de la manera de actuar el Espíritu Santo en la Iglesia. La Misión es signo privilegiado y en la medida en que la Iglesia va hacia los pobres, demuestra que es de Dios y que realiza la obra de Dios.
Desde entonces, para san Vicente, la Iglesia se ha convertido en la primera responsable de la evangelización, y prioritariamente, de la evangelización de los pobres. Eso trastorna la concepción institucional y jerárquica de la Iglesia que anteriormente tenía Vicente.
La Iglesia llega a ser como una empresa de evangelización, en la que los sacerdotes, laicos, religiosos y religiosas son los «obreros», los «obreros evangélicos».
San Vicente podía escribir entonces a Claude Dufour, un cohermanos tentado por la vida contemplativa: «… Considere también cómo su vida es ahora conforme con la que llevó Nuestro Señor en la tierra, que es ésta su vocación y que la mayor necesidad que hoy tiene la Iglesia es la de obreros que trabajen por apartar a la mayoría de sus hijos de la ignorancia y de los vicios en que están, y que le den buenos sacerdotes y buenos pastores, que es lo que el Hijo de Dios vino a hacer a este mundo, y ya verá cómo se siente muy feliz de haberse dedicado como él y por él a esta obra tan santa.» (SV III, 150-151). Un poco más tarde, san Vicente precisa aun más su pensamiento haciéndolo de un modo más abrupto y provocante: «…¡ay!, la Iglesia tiene bastantes personas solitarias, gracias a Dios, y demasiadas inútiles, y otras muchas más que la desgarran. Lo que necesita es tener hombres evangélicos, que se esfuercen en purgarla, en iluminarla y en unirla a su divino esposo; y es lo que usted hace, por su divina bondad.» (SV III, 180).
Obreros evangélicos, obreros que trabajan…estas son las perspectivas eclesiales de san Vicente a partir de 1617. Está de tal manera apremiado por las urgencias de la evangelización de los pobres, que casi llega a rechazar la vida contemplativa o al menos, la vida de muchos contemplativos de su tiempo.
¡Queda muy lejos el tiempo del honrado retiro! La llamada de los pobres, su abandono, su ignorancia, le apremian y le conducen a mirar casi con desconfianza los estados de vida y las vocaciones que se mantienen al margen de la misión y de la evangelización.
Hay que reconocer que en San Vicente no se encuentran largas y ricas consideraciones sobre el Cuerpo místico, sobre las relaciones vivas y vivificantes entre la Trinidad y la Iglesia; salvo quizás, en algún pasaje que compete accidentalmente a la vida de Comunidad; pero ya saben que san Vicente no fue un teórico. Constantemente estuvo apremiado por la expectativa, la llamada de los pobres y muy poco por lo que tenía que ver con la reflexión fundamental y la abstracción, incluso en el ámbito de la eclesiología. Encontramos aquí, en san Vicente una sencillez, extraída del contacto del evangelio y conjugada con la realidad; esta sencillez que algunos han juzgado simplismo.
Sin embargo, lo que en tal caso Vicente pierde en abstracción y en consideraciones, lo gana en dinamismo y compromiso. ¿Tal vez es este el carisma de los verdaderos místicos, que en la historia de la espiritualidad, tomaron alguna vez caminos desconcertantes entre su fe y su acción?
Para san Vicente a partir de 1617, la Iglesia aparece en primer lugar como «Misionera», una manera de encargarse de la misión a ejemplo de Jesucristo; esta misión que tiene como prioridad la evangelización de los pobres.
De ahí surgen tres conclusiones que calibran bien el sentido práctico de la Iglesia y nuestra identidad eclesial:
- No hay misión sin envío por parte de la Iglesia
- No hay misión que no sea compartida.
- No hay misión que no sea universal.
Vamos a reflexionar sobre estos tres puntos que están en la base de la práctica vicenciana y que son muy importantes hoy para cada uno de nosotros.
1 – No hay MISIÓN sin ENVÍO POR PARTE DE LA IGLESIA.
Tal vez es a este nivel como se mide mejor el sentido de la Iglesia en san Vicente de Paúl. Esta exigencia radical de un envío, se enraíza manifiestamente en su fe en Jesucristo y su percepción del misterio de salvación.
Sólo Dios podía y quiso salvar a los hombres y al mundo. Por eso quiso enviar a su Hijo; desde entonces está claro: Jesucristo es la salvación. Sin embargo Jesucristo confía esta salvación a los apóstoles y los compromete a anunciarlo, a realizarlo hasta las extremidades de la tierra; la Iglesia toma así el relevo de Jesucristo. Toda iniciativa en la materia, deberá en adelante partir de los apóstoles o de sus sucesores, es decir de la Iglesia: «Muchas veces he sentido un gran consuelo, y sigue consolándome también ahora, al ver cómo Dios nos ha concedido la gracia de enviarnos a predicar, lo mismo que a sus apóstoles, por todo el mundo. ¡Oh Salvador! ¡Nosotros tenemos las mismas cartas credenciales que los apóstoles! » (SV XI-3, 164).
Sin duda la gran conmoción del protestantismo esta allí para algo; pero en el enfoque de la Iglesia por san Vicente, lo que llamamos «la apostolicidad» había cobrado una gran importancia.
«Siguiendo a Jesucristo… siguiendo a los apóstoles…», era un tema en las presentaciones y argumentaciones referentes a la Misión, y ésta precisamente recibía todo su valor y su fuerza de eficacia, de la continuidad apostólica y de la imitación evangélica.
Entonces se comprende bien la importancia que san Vicente daba a la relación de todas sus iniciativas y fundaciones con el obispo y el Papa. En esta inquietud, había muchas más preocupaciones de orden institucional o práctico. Es así, por ejemplo, como comprende y admite bastante mal el ansia de autonomía y de exención de algunos religiosos de su tiempo y ciertamente esto no se fundaba en cualquier razón oportunista o de conveniencia.
El breve pontifical «Ex commissa nobis» del 22 de septiembre de 1655, que confirma y aprueba el uso de votos simples en la Congregación, eximía a los misioneros de la jurisdicción de los Ordinarios en todo, salvo en las funciones exteriores, y les mantenía oficialmente en el cuerpo del clero secular: «Esta congregación no será considerada por ello en el número de las órdenes religiosas, sino que será del cuerpo del clero secular» (SV X, 436).
Cuando le llegó la aprobación de Roma, unida al privilegio de la exención canónica, san Vicente escribe a Etienne Blatiron, superior en Génova: «En cuanto a la dependencia de los obispos, puedo asegurarle que no he contribuido en lo más mínimo a que se le dé la explicación que indica dicho breve; no he escrito ni hablado de eso ni de cerca ni de lejos; lo han hecho esos señores que ha delegado el Papa, que han juzgado conveniente ponerlo en el sentido que allí figura. Pues bien, ya sabe usted que no podemos conocer mejor la voluntad de Dios en todos los acontecimientos que cuando ocurren sin nuestra intervención o de una forma distinta de cómo lo pedíamos. Y la verdad es que los señores obispos tienen siempre un poder absoluto sobre nosotros para todas nuestras funciones exteriores, tanto para los seminarios y ordenaciones como para las misiones. » (SV V, 430).
Esto es lo esencial que san Vicente quería mantener a toda costa, tanto para la Misión, como para las Cofradías y las Hijas de la Caridad. San Vicente escribirá en septiembre u octubre de 1635 al obispo de Béziers, Clément de Bonzi: «… nosotros estamos por entero bajo la obediencia de nuestros señores los prelados e ir a todos los lugares de sus diócesis adonde quieran enviarnos a predicar, catequizar y hacer que el pobre pueblo haga la confesión general» (SV I, 340).
Observemos, al mismo tiempo, la firmeza sobre la finalidad de la Misión: no se trata de aceptar cualquier llamada de una Iglesia local. San Vicente añade: «… en una palabra, somos como los criados del amo del Evangelio con nuestros señores los prelados, que cuando nos digan: id, estamos obligados a ir; venid, estamos obligados a venir; haced esto, y estamos obligados a hacerlo» (SV I, 340).
Ciertamente que aun estamos en los comienzos de la Misión, que apenas tiene diez años; pero san Vicente permanecerá hasta el final, tan firme sobre la obediencia a los obispos, para los lugares y funciones, como en la finalidad de la Misión rigurosamente interpretada y aplicada. En definitiva: pertenece al obispo decir dónde llaman los pobres en su diócesis; y tratándose realmente de la evangelización de los pobres, corresponde a los misioneros ir, venir, hacer…como el centurión.
Para las Cofradías, no hubo ningún problema, pues ya eran y permanecieron como estructuras parroquiales bajo la dependencia de los párrocos.
Para las Hijas de la Caridad, la misma convicción y la misma perseverancia. «Ellas son, dice san Vicente, hijas de parroquia». Y Dios sabe si insiste y aporta precisiones sobre este punto: «Padre, ¿quiere usted decir que hay que obedecer al párroco de la parroquia en la que sirvo a los pobres? – Sí, hija mía, como a Dios, en todo lo que se refiere a los pobres…. Hijas mías, siguió el señor Vicente, cumplid lo ordenado y respetadles mucho. Cuando os digan: «Hermana, hay un enfermo en tal sitio que hay que visitar», decidles: «Señor, voy a verlo»» (SV IX-2, 960-961).
A Jacques de la Fosse, uno de los espíritus fuertes pero inteligente y dinámico, de la Comunidad, san Vicente le hace algunas llamadas en lo que se refiere a las Hijas de la Caridad y es sin duda esta, la carta más clara sobre su estado tal y como lo quería san Vicente (7 de febrero de 1660) : «… Que las Hijas de la Caridad no son religiosas, sino jóvenes que van y vienen como seglares; son personas de las parroquias bajo la dirección de los párrocos donde están establecidas y, si nosotros dirigimos la casa en que se educan, es porque los designios de Dios para que naciera su pequeña Compañía se sirvieron de la nuestra; y ya sabe que Dios utiliza los mismos medios para dar el ser a las cosas que para conservarlas.» (SV VIII, 225).
Sobre este punto es inútil multiplicar citas y referencias. Es innegable que san Vicente quiso orientar, autentificar todas sus empresas y fundaciones en la Iglesia, y de modo más preciso, en una Iglesia local. Nada parecía más extraño a su espíritu que las obras y actividades que hubiesen querido ser autónomas y no integradas.
Convendría volver a nuestra situación y a nuestro estado en la Iglesia y más precisamente a lo que llamamos nuestra secularidad; palabra que ha sido equivalente a la utilizada por san Vicente, cuando hablaba del clero secular, al que quería absolutamente que perteneciésemos. Contra una fuerte corriente en la Comunidad, san Vicente quiso que el sacerdote y el hermano de la Misión pronunciasen votos. Algunos obedecieron, otros se negaron a ello hasta el final. Además, en 1650, san Vicente afirmaba: «Yo nunca he hecho diferencias entre los que han hecho los votos y los que no; no hay que cargar a los unos para descargar a los otros.» (SV IV, 52). Tal vez sepan que san Vicente nombró Visitador provincial a uno de los Cohermanos que se opuso a los votos negándose a pronunciarlos.
San Vicente quería que se pronunciasen los votos en la Comunidad, sin por ello, obligar a nadie. Pero es también innegable que nunca ha querido o aceptado nuestra ruptura de lo que él llamaba: el clero de San Pedro. Tenemos pruebas de que en un momento dado, hubiera preferido renunciar a los votos, antes que a la pertenencia al clero secular.
¿Por qué esta unión y esta convicción por parte de san Vicente? Veo en ello varias razones.
No olvidemos, en primer lugar, que hemos sido fundados por un sacerdote secular y que durante más de siete años, de 1617 a 1625, las primeras misiones fueron predicadas y animadas por sacerdotes seculares: san Vicente, Antonio Portail, las ayudas ocasionales. Esto continuó unos años más. Puesto que la Misión durante algunos años fue una institución y una empresa singular. Esto es un hecho histórico: todas las realizaciones de san Vicente prácticamente se definieron en un marco secular.
A esta razón se añaden razones de orden pastoral. San Vicente ha concebido todas sus fundaciones y realizaciones, en continuidad y prolongación natural de una carga pastoral, y esto fue sin duda un eco de Clichy y de Châtillon. La misión, esta «pastoral extraordinaria», como la calificaban los párrocos de Paris en su protesta oficial del 4 de diciembre de 1630, (SV X, 275-279), san Vicente veía lo contrario, como muy cercano y complementario de los cargos habituales de un pastor «residente». Al contrario de los religiosos de la época, san Vicente era espontáneamente atraído por la acción con los residentes y además, no al lado o por encima de ellos. Además, la experiencia le demostró que era la única manera de ser eficaz para la evangelización y el servicio de los pobres. Pastoralmente, una intervención misionera hacia fuera, al lado o por encima del clero residente, le parecía peligrosa e ineficaz. Por eso tenía gran cuidado de salvar el lugar y la primacía del párroco, tanto en las misiones como en la actividad de las Cofradías o el servicio de las Hijas de la Caridad.
Por último, la preocupación de san Vicente por preservar nuestro carácter secular, se explica también por razones más profundas todavía: su concepción de la Iglesia, la preocupación que tenía por la continuidad de la misión apostólica. Podría proponerles varios textos de «Lumen Gentium» o de «Christus Dominus»; pero me basta con decirles que para mí, un sacerdote de la Misión tiene las mejores razones para sentirse en plena armonía con Vaticano II, tanto en este punto como en otros muchos.
Así pues, no hay misión sin envío por parte de la Iglesia, sin inserción en una Iglesia, sin vínculo con el obispo y la parroquia.
2 – No hay MISIÓN que no sea COMPARTIDA
Es otro aspecto de las convicciones eclesiológicas de san Vicente. Para él, una misión nunca era la obra de extranjeros de paso. Al contrario, fue siempre un proyecto común que movilizaba hacia la consecución de un mismo fin, los laicos, el clero residente, e incluso los religiosos que se encontraban en el lugar o aceptaban prestar su ayuda. (Cf. SV I, 229; III, 227; IV, 74; VII, 34, 92, 274, 439,…).
Para san Vicente, la misión era realmente una experiencia de Iglesia, una experiencia de pueblo de Dios en la que una parroquia, conociendo y tomando conciencia de su identidad cristiana, aceptaba dirigirse a los pobres, comprometerse por los pobres. Se sabe que, en el proceso y la estrategia de la misión, la Cofradía (Acción Católica de la época), debía permanecer como el signo que «comprobaba la acción del Espíritu Santo en la Iglesia».
El lugar que san Vicente dio a los laicos fue al menos, sorprendente y profético. Hay textos que muestran amplios horizontes con relación a este punto: por ejemplo, el que se refiere a la Eucaristía, que da testimonio de una extraordinaria equiparación de la doctrina del Concilio de Trento, con una pizca de anticipación al Vaticano II: «…cuando un sacerdote celebra la misa, hemos de creer que es el mismo Jesucristo, nuestro Señor, principal y soberano sacerdote, el que ofrece el sacrificio; el sacerdote no es más que ministro de nuestro Señor, que se sirve de él para realizar externamente esa acción. Pues bien, el acólito que sirve al sacerdote y los que oyen la misa, ¿participan, como el sacerdote, del sacrificio que él hace y que ellos hacen con él? Sin duda que participan, y más que él, si tienen más caridad que el sacerdote. Las acciones son personales. No es la cualidad de sacerdote o de religioso lo que hace que las acciones sean más agradables a Dios y merezcan más, sino la caridad, si ellos la tienen mayor que nosotros.». (SV XI-4, 645).
San Vicente veía clara y ampliamente el lugar de los laicos en la comunidad eucarística y en la obra de evangelización. En esto, si no dedicó ni tiempo ni energías para dejarnos la síntesis de su teología de la Iglesia, sin embargo trató de realizar y vivir la Iglesia como la experiencia de un pueblo de Dios, en marcha hacia la salvación en Jesucristo, con los pobres.
3 – Ninguna MISION que no sea UNIVERSAL, es decir de las dimensiones de la Iglesia.
Es la tercera consecuencia de la fe de san Vicente en la Iglesia de Jesucristo.
De experiencia misionera en experiencia misionera, de Marsella a Argelia y de Berbería a Madagascar, san Vicente, hombre práctico y concreto, hombre de experiencia, llega a una Iglesia que alcanza sus verdaderas dimensiones; una Iglesia evangélica, llamada y enviada hasta los confines de la tierra.
Si tuviesen tiempo para leer la correspondencia y las Conferencias de San Vicente de 1645 a 1652 o 1653, verían cómo se destaca el año 1648 en la reflexión y el recorrido de san Vicente -1648: ¡el año de Madagascar! Indiscutiblemente fue un gran año, como lo fue 1617, como 1624-1625 (el encuentro con Luisa de Marillac), o 1630-l632, el encuentro y el recorrido capital con Margarita Naseau.
El año 1648, perdonen la palabra, fue una revolución. La caridad de san Vicente y la Misión parecían haber encontrado entonces sus verdaderas dimensiones, las de la Iglesia y las del mundo. A partir de este año san Vicente no será ya el mismo. Curiosamente, esta lejana misión de Madagascar casi inaccesible se convertirá en el prototipo de misión y los misioneros de allí serán presentados como los que ha evocado con frecuencia, para reavivar la llama en las comunidades de Francia. San Vicente se las ingeniará para hacer circular en toda la Congregación, y también en la Compañía de las Hijas de la Caridad, la corriente de Madagascar.
En la concepción vicenciana de la Iglesia, ya tan rica y tan profética, faltaba, al menos en lo concreto, este sentido de lo universal, la atracción por lo más lejano. Después de 1648, fue cosa hecha y en este nivel de lo universal y de la catolicidad, el papado encontró, en lo que se refiere a san Vicente, su papel y su significado misionero así como su verdadera responsabilidad: la evangelización.
En la emocionante repetición de oración del 30 de agosto de 1657, en la que anunciaba malas noticias de la misión de Génova y de la de Madagascar, san Vicente, rehaciendo el historial de la misión de Madagascar, subraya que los primeros misioneros habían respondido a la llamada de la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe: » … esta Congregación es la que tiene el poder de enviar a dichas Misiones, ya que el Papa, que es el único que tiene poder para enviar por todo el mundo, le ha concedido esta facultad y este encargo. Los obispos solamente tienen poder dentro del ámbito de sus respectivas archidiócesis y diócesis; pero esta Congregación ha recibido poder del Papa para enviar por toda la tierra, y es la que nos ha enviado a nosotros.» (SV XI-3, 296).
En adelante para San Vicente, la Misión había encontrado la dimensión y el impulso apostólicos «hasta los confines de la tierra», y para él, la Iglesia tenía las dimensiones de la Misión.
Una vez más hemos tratado por encima más que analizado y profundizado. Pero se han desprendido grandes ejes y podemos prolongar nuestra reflexión, preguntándonos sinceramente sobre nuestra fidelidad a la Iglesia. Para nosotros, a ejemplo de San Vicente, se trata sobre todo de una fidelidad a la Iglesia misionera encargada por Cristo de la evangelización y de la salvación de los pobres; fidelidad a una Iglesia solidaria; fidelidad a una Iglesia con las dimensiones del mundo y atraída, sobre todo, por los que están…más lejos.
Como decía San Vicente, tenemos las mismas cartas de envío que los Apóstoles, en seguimiento de Jesucristo. Preguntémonos sobre nuestra fidelidad a estas cartas de envío.
En comunidad…
Siguiendo a Jesucristo… el Misionero del Padre… para evangelizar a los pobres con la Iglesia… En comunidad.
Es con este tema como terminaremos nuestro retiro. La Comunidad según san Vicente, es un tema esencial y un tema para hoy.
Ciertamente, esta última característica de nuestra identidad y de nuestra vocación no está en la misma línea que las precedentes. Para San Vicente, la Comunidad con relación a la evangelización, no era más que un medio. Pero sin ninguna duda, se trataba de un medio privilegiado muy importante.
En el contrato de fundación de la Congregación de la Misión (17 de abril de 1625), estaba estipulado lo siguiente: «Que dichos eclesiásticos vivirán en común bajo la obediencia del señor de Paúl» (SV X, 239). El acta de asociación de los cuatro primeros misioneros (4 de septiembre de 1626) afirmaba que estos cuatro sacerdotes «para vivir juntos y para trabajar por la salvación del pueblo» y era preciso que vivieran juntos, «en forma de Congregación, Compañía o Cofradía» (SV X, 242).
Para hacernos una idea de la Comunidad, tal y como san Vicente la concibió y quiso para nosotros, Paúles, una vez más tomemos las sucesivas experiencias de san Vicente en materia de vida comunitaria.
Antes de la Misión, es decir hasta 1625, hubo antecedentes importantes e influencias desiguales. Tuvo lugar, en un principio, la experiencia familiar que de alguna manera fue una experiencia comunitaria, la primera experiencia vicenciana de vida en común. Ya hemos tenido ocasión de observar, cómo san Vicente ha utilizado con frecuencia el vocabulario de la familia, cuando hablaba de la vida comunitaria y de las relaciones en comunidad.
Tuvo igualmente, a finales de 1611, la experiencia del Oratorio de la que nos habla Abelly y que ciertamente tuvo su influencia en la reflexión posterior de san Vicente. Se trataba de una comunidad, concebida, en primer lugar, como medio de búsqueda de la perfección sacerdotal y como lugar de santificación:
«El mismo Dios, explicaba Berulle, que ha restablecido en nuestros días en diferentes familias religiosas el espíritu y el fervor de su primera institución, parece también querer repartir la misma gracia y favor al estado de sacerdocio… y renovar en este la perfección. Es para acoger esta gracia por lo que estamos juntos en este lugar y en este estilo de vida que comienza.»(Migne, 1270).
San Vicente vivió algún tiempo con estas perspectivas. Es curioso señalar que en Châtillon, encontró a seis ancianos sacerdotes asociados que vivían en libertinaje, «el señor Vicente logró un notable cambio, tanto en sus acciones como en sus costumbres, llevándoles a vivir en común» (SV X, 55: Relación de Carlos Demia sobre la estancia de San Vicente en Chatillon les Dombes). Aquí parece que la vida en común se vivía bien, en la línea de la experiencia del Oratorio: una Comunidad para la santificación.
Seguidamente vino la experiencia de las Cofradías. Fue la primera fundación vicenciana la que marcó profundamente a Vicente y la que le influye y orienta claramente hacia el futuro. Se trataba esta vez de personas que se reunían para una actividad, para un servicio. El primer reglamento de Châtillon en sus primera líneas, afirmaba que, «algunas piadosas señoritas y unas cuantas virtuosas señoras de la ciudad de Châtillon-les-Dombes, han decidido reunirse PARA asistir a los pobres enfermos» (SV X, 574): se reúnen para asistir a los pobres. Esta expresión: «han decidido reunirse para…» la encontraremos después constantemente, tanto en la Misión como en las Hijas de la Caridad.
La introducción del Reglamento de Châtillon (SV X, 574-578) precisa las motivaciones, explicando que la estructura comunitaria es el medio para asegurar el orden y la duración en la acción:
«Los pobres, que a veces han tenido que sufrir mucho más bien por falta de orden, (organización) que porque no hubiera personas caritativas» (generosas)
En cuanto a la duración, dice así: «Pero, como podría temerse que después de comenzar esta buena obra se viniera abajo en poco tiempo si, para mantenerla, no tuviera alguna unión y vinculación espiritual, han decidido juntarse en una corporación»
El orden y la duración de la acción, son las motivaciones típicamente vicencianas para un trabajo en común. Por el momento, tuvo la experiencia «oratoriana»: estaban juntos para santificarse mejor y en la experiencia de las Cofradías, estaban juntos para servir mejor.
El período de 1618 a 1625 es en el que San Vicente va de pueblo en pueblo para dar una misión. Esta experiencia fue determinante. Necesitaríamos tiempo para analizar los testimonios y los ecos que el mismo san Vicente nos ha dejado. (SV XI-4, 698-700, XI-3, 94-96; XI-3, 321-322). Encontramos en ellos la idea de comunidad, nacer de las exigencias de la Misión y de las realidades concretas del trabajo misionero. Hubo, en primer lugar, la llamada de ayuda dirigida a los Padres Jesuitas de Amiens, «con tanta urgencia», dice san Vicente. Esta ya fue la percepción de la necesidad de ser varios para la misión, percepción que nace, evidentemente, de las condiciones de trabajo. Luego, de esta ayuda ocasional y repetida, se pasa progresivamente a la idea de un equipo más estable, más especializado y totalmente disponible. Es la época en la que contacta con el señor Antonio Portail y comienza a misionar con el Señor Vicente.
Vienen a continuación la instalación en el colegio des Bons-Enfants (en marzo de 1624) y el contrato de fundación de la Congregación de la Misión (el 17 de abril de 1625). En el texto se encontraban ya las conclusiones de las experiencias de misión realizadas desde Folleville: se trataba en efecto, de constituir «una pequeña comunidad de seis eclesiásticos o el número que permitan sostener las rentas de la presente fundación» (SV X, 237- 241)
Esta comunidad tuvo un carácter claramente apostólico. Se trataba ciertamente, y esto se ha dicho y redicho, de una comunidad para la Misión, en la que se insistía en la disponibilidad misionera. En esto, los eclesiásticos deberán aplicarse «para trabajar por la salvación del pueblo». Se percibe ahí el eco de las dificultades y de las insuficiencias encontradas a lo largo de los ocho años precedentes, cuando san Vicente no podía más que pedir ayuda ocasional a los voluntarios.
En el contrato, también se trató explícitamente de la cuestión de duración y estabilidad al servicio de la Misión. Para garantizarlos, el contrato preveía que los misioneros deberían renunciar a cualquier otro cargo, beneficios y dignidades, aunque estuviese previsto que se pudiera, como máximo, retirarse en cualquier parroquia «después de haber servido ocho o diez años en la Misión».
En cuanto a la vida en común, estaba prevista y ritmada por el trabajo del campo: de octubre a junio, eran las misiones; luego, de junio a octubre asistiendo a los párrocos que los llamasen, «o en estudiar para hacerse más capaces de asistir al prójimo». En resumen, pasando ocho meses de pueblo en pueblo (con un retiro después de cada mes de misión) y cuatro meses de residencia.
En lo que se refiere a la comunidad de bienes, se estableció un principio, el de la gratuidad del trabajo misionero, principio en el que san Vicente se mantendrá firmemente. Los misioneros, por lo tanto, vivirán de las rentas de la fundación. También la comunidad de bienes no fue entonces el hecho de poner en común la totalidad de los frutos del trabajo, sino que implicaba, por un lado, la renuncia a las rentas personales y por otro, el hecho de vivir todos de la bolsa común, alimentada por las rentas de la fundación.
En esta fase, ciertamente se trataba sin contestación posible de una comunidad para la Misión, de una institución típicamente apostólica en la que todo estaba concebido y organizado para asegurar mejor el trabajo de la Misión. Y así fue hasta el año 1632.
En primer lugar estuvo la comunidad de los tres: san Vicente, Antonio Portail y el sacerdote que cobraba 50 escudos al año. Luego en septiembre de 1626, se pasó a la comunidad de los cuatro primeros de la Misión: san Vicente, Antonio Portail, Francisco du Coudray y Juan de la Salle, y por último, el 1 de agosto de 1628, la comunidad de los nueve de la Misión; la comunidad precedente más Juan Bécu, que nació el 24 de abril de 1592 en Braches, región de la Somme, Luis Callon doctor en la Sorbona que murió en 1647, Juan Dehorgny d’Estrées-Saint-Denis en l’Oise, Juan-José Brunet que nació en 1597 en Riom, y Antonio Lucas que nació en Paris el 20 de enero de 1600.
En la primera organización de la Comunidad, estuvo el largo período de residencia entre las obras de la misiones. Durante estos períodos, la vida tomaba progresivamente el ritmo y las costumbres de una vida religiosa; y esto se acentuó claramente después de la entrada, en 1632 al priorato de San Lázaro, cuyo pasado y la disposición de los lugares favorecían este giro. Pero el período de residencia no fue un período-tipo, ni la situación normal de la Comunidad. Este período-tipo fue el del trabajo en misión, de pueblo en pueblo. Muy a menudo, la correspondencia de San Vicente lo testimonia: el tiempo de residencia era reducido en beneficio del trabajo. Encontramos en una carta de san Vicente del 12 de septiembre de 1631, este comentario ligeramente nostálgico: » … Vivimos una vida casi tan solitaria en París como entre los cartujos, ya que, al no predicar ni catequizar ni confesar en la ciudad, casi nadie tiene que hacer nada con nosotros, ni nosotros con ellos; y esta soledad nos hace aspirar por el trabajo en el campo… « (SV I, 183).
No puedo explicar más este hecho histórico, pero ya vemos que san Vicente se inclinaba por que la comunidad de la Misión fuese una comunidad apostólica. Nacía de las exigencias de la Misión, había sido concebida y estructurada en función de la Misión. Cronológica y lógicamente, la Misión precedió a la Comunidad. En Folleville, Vicente se había dado cuenta de que no podía bastarse solo en este tipo de trabajo. Las ayudas ocasionales lo llevaron después a desear y pensar en algo más estable, como un equipo que se entregara «entera y puramente» a la Misión. Es así como la comunidad nació y se estructuró verdaderamente de la Misión, de sus exigencias. Incluso los tiempos de residencia fueron en gran parte monopolizados por la Misión: se ejercía el debate, la predicación y el catecismo; se estudiaba «para ser más aptos en el servicio del prójimo», como decía san Vicente. Así pues, se trataba de una Comunidad de trabajo y de una Comunidad de intercambio.
Esta constatación es de gran interés hoy para evaluar nuestro modo de concebir y vivir la Comunidad, en el plano local, provincial o general.
Antes de cualquier otra consideración, hemos de recordar que nuestra razón de estar juntos y de vivir juntos, es la Misión, la evangelización. Es a partir de esta convicción y sobre esta base, como debe construirse, o eventualmente reconstruirse, la Comunidad. Lo que sería para nosotros fatal, sería establecer o aceptar una dicotomía, una especie de divorcio entre el ideal comunitario y las necesidades del trabajo. Sería también peligroso y tal vez mortal, establecer o aceptar una modificación en la escala de valores, que situaría a la Comunidad por encima del trabajo; que llevaría a escoger el trabajo misionero en función de los imperativos comunitarios y a organizar el trabajo en función del ritmo de la vida comunitaria. El criterio de las opciones, según san Vicente, sólo puede ser la evangelización de los pobres.
Conocemos el interés que San Vicente tenía por la Comunidad. Sin embargo, a partir de 1618, desde que los pobres se convirtieron para él en sus amos y señores, son efectivamente ellos los que se impusieron y las estructuras fueron las que se flexibilizaron y adaptaron. San Vicente nunca seleccionó a los pobres para retener sólo a aquellos cuyo servicio no hubiese perturbado la vida de la Comunidad. Actuar así, hubiese sido para él una contradicción fundamental.
En algunas ocasiones, tanto para los sacerdotes y hermanos de la Misión como para las Hijas de la Caridad, cuando las exigencias del servicio de los pobres se revelaban incompatibles con las de la convivencia, san Vicente opta por las primeras, con la preocupación por mantenerlas «desprendidas», como diríamos hoy, en relación viva y permanente con la Comunidad.
San Vicente en esto era totalmente lógico: el medio para adaptarse al fin y no el fin al medio. Es cierto que las condiciones actuales del trabajo misionero, nos incitan y nos obligan a encontrar esta flexibilidad; pero como San Vicente, no deberemos nunca resignarnos a la relajación de los lazos comunitarios. En efecto, no es cuestión de sacrificar la Comunidad a la Misión; pero hay que adaptar constantemente la Comunidad a las condiciones actuales y concretas de la Misión como San Vicente lo hizo siempre. Sin duda necesitamos el espíritu inventivo; una gran fidelidad y perseverancia para tejer y volver a tejer sin cesar nuestros lazos comunitarios en la Misión de hoy.
Para san Vicente, la Comunidad está, pues, fundada en la Misión; no es más que un medio, pero un medio privilegiado para la Misión. A condición de que la Comunidad sea verdaderamente una Comunidad que comparte: comparte el trabajo, la oración y los bienes, como lo recuerdan nuestras Constituciones, en línea directa con san Vicente.
Leyendo las cartas, Conferencias y repeticiones de oración, no podemos dejar de impresionarnos por el número de ocasiones para compartir que existían en las comunidades vicencianas, por la variedad de estas ocasiones y por la espontaneidad de estos intercambios. Así era para la Congregación de la Misión y aun más para la Compañía de las Hijas de la Caridad.
Cuando San Vicente organiza sus primeros grupos de trabajo (se podría decir sus primeras comunidades, las Cofradías), ya comprueba un innegable sentido de la colegialidad y de la corresponsabilidad. Esto habría podido asombrar a un organizador de su temperamento. Es a un grupo, a un equipo, a quien confía trabajo o misión. En efecto, había responsables de fuera siempre elegidos por el grupo y para un tiempo de mandato generalmente bastante corto, de modo que permitiera una renovación. Pero estos responsables tendrían siempre la obligación de dar cuenta al grupo o al equipo y las decisiones más importantes serían tomadas siempre por mayoría de votos. Estas estructuras que podríamos calificar de «democráticas», tienen motivos para sorprendernos en el contexto del siglo XVII, y de una personalidad como la de san Vicente. Nos encontramos con adaptaciones de este espíritu «colegial», en la concepción comunitaria de la Congregación de la Misión y de la Compañía de las Hijas de la Caridad.
A propósito de la relación autoridad-obediencia, por ejemplo, confieso estar sorprendido, después de haber leído a san Vicente, por la manera rígida y rigurosa como nos lo han presentado. Por supuesto, encontramos en san Vicente los datos clásicos y tradicionales de la espiritualidad sobre este tema y es verdad que, en la práctica, san Vicente ha demostrado a veces una gran firmeza. Pero, analizándolo a fondo, describe al responsable mucho más como un animador que como un superior. Por otra parte, tiene pasajes muy sabrosos sobre los superiores, los que se lo creen y los que se imponen. Así, el 5 de mayo de 1658, escribe a Benjamin Huguier, sacerdote de la Misión en Marsella: «Si me dice que siente usted cierta inclinación al cargo de superior, no me atrevo a creerlo. ¡Ay! No es ésa la manera de estar contento; los que tienen ese cargo gimen bajo su peso, ya que se sienten débiles para llevarlo y se creen incapaces de guiar a los demás. Si así no fuera, si alguno presumiese de lo contrario, haría gemir a sus inferiores, ya que le faltaría la humildad y las demás gracias necesarias para servir de consuelo y de buen ejemplo a todos ellos.» (SV VII, 129).
Para san Vicente, la prueba de un buen Superior era que no fuese reconocido como tal en su Comunidad y en esto, tiene mucho más que la simple anécdota, porque san Vicente deseaba una autoridad bien insertada, en el grupo o en la comunidad. San Vicente escribe en 1656 a Antonio Durand, nombrado superior del seminario de Agde: «Sobre todo, no tenga usted la pasión de parecer superior ni de ser el maestro. No opino lo mismo que una persona que, hace unos días, me decía que para dirigir bien y mantener la autoridad, era preciso hacer ver que uno era el superior. ¡Dios mío! Nuestro Señor Jesucristo no habló de esa manera; nos enseñó todo lo contrario de palabra y de ejemplo, diciéndonos de sí mismo que había venido, no a ser servido, sino a servir a los demás, y que el que quiera ser el amo tiene que ser el servidor de todos. Acepte, pues, este santo principio, y pórtese con aquellos con quienes va a convivir, diciéndoles de antemano que no va usted a enseñarles nada, sino a servirles; hágalo así por dentro y por fuera y ya verá cómo le va todo bien.» (SV XI-3, 237-238).
Aun es más sorprendente este consejo a Antonio Portail, superior de la misión en Cévennes:
«Espero un gran fruto de la bondad de Nuestro Señor si la unión, la cordialidad y el apoyo mutuo reinan entre ustedes dos. En nombre de Dios, señor, que sea este su mayor ejercicio; y como es usted el de más edad, el segundo de la Compañía y el superior, sopórtelo todo, repito todo, del buen señor Lucas; repito una vez más: todo; de forma que, cediendo de su superioridad se una usted a él en caridad. Ese fue el medio con que Nuestro Señor se ganó y dirigió a los apóstoles, y el único con que logrará algo con el señor Lucas. Así pues, tolere su humor; no le contradiga jamás de momento; pero adviértale cordial y humildemente después. Sobre todo, que no se manifieste ninguna escisión entre los dos. Está usted allí como en un teatro, en el que un acto de malhumor es capaz de echarlo todo a perder. Espero que obre convenientemente y que Dios se servirá de ese millón de actos de virtud que usted practicará de esta forma, como de base y fundamento para el bien que habrá de hacer en ese país» (SV I, 174).
No podemos extendernos sobre esta relación autoridad-obediencia en la Comunidad según san Vicente, pero otros muchos textos lo ilustran y muestran que para san Vicente, el superior debe ser sobre todo el animador de un equipo apostólico.
Es este ciertamente el papel que san Vicente desempeñó en sus comunidades, suscitando y animando de manera excepcional intercambios y repeticiones de oración.
Aun tendríamos que hacer un estudio de dinámica de grupo, por ejemplo, sobre su animación a las Hijas de la Caridad, sobre su técnica para facilitar la expresión de cada una (cf. Coste X, 730), sobre su manera de dar la misma oportunidad y la misma escucha a las Hermanas menos cultas, que no sabían ni leer ni escribir. En todo esto, había mucho más que una técnica; había una concepción y casi una teología de la Comunidad, donde cada uno puede y debe participar al mismo nivel que los demás, en el trabajo de todos, en la oración de todos y en la vida de la Comunidad.
Lo que acabo de decir respecto a las Hijas de la Caridad, lo encontramos principalmente en el comportamiento de san Vicente con relación a los Hermanos coadjutores en las comunidades de la Misión. Las Reglas comunes hablan un poco torpemente de «cooperando con sus oraciones, lágrimas, mortificaciones y buenos ejemplos». Pero, junto a estos términos tal vez torpes, estaba también el lugar confiado por san Vicente a Bertrand Ducournau, Louis Robineau, Jean Parre, Mathieu Regnard, Alexandre Véronne y a otros muchos. Hubo también su participación en la oración de la Comunidad: las repeticiones de oración, por ejemplo.
Es interesante comentar al mismo tiempo, que la repetición de oración fue una manera de intercambios, inventada y lanzada por el mismo san Vicente; algunos hasta piensan que no estuvo poco orgulloso de ello:
«… la repetición de la oración, que era antes algo nunca oído en la Iglesia de Dios, y que luego se ha introducido en varias comunidades observantes, en las que se practica ahora con mucho fruto, ¿cómo se nos ocurrió? No lo sé. ¿Cómo se nos ocurrió la idea de todos los demás ejercicios y ocupaciones de la comunidad. Tampoco lo sé. Es algo que se fue haciendo ello solo, poco a poco, una cosa tras otra» (SV XI-3, 327).
Y, más tarde : » Hermanos míos, hoy no haremos la repetición, sino que vamos a tratar de otro tema que será muy útil para la compañía; dejaremos para otra ocasión la repetición de la oración, que es un medio, como todos ustedes saben, de los más necesarios que tenemos para inflamarnos mutuamente en la devoción. Tenemos motivos para dar gracias a Dios por haberle dado esta gracia a la Compañía, ya que podemos decir que nunca se ha usado esta práctica en ninguna otra Comunidad, más que en la nuestra.» (SV XI-4, 574).
Esto se realiza en él mismo, poco a poco, como tantas cosas en la vida de San Vicente. De la oración hecha en comunidad, se pasó sin darse cuenta al intercambio de la oración. Para encontrar en la repetición de oración un intercambio de la oración, es preciso hacer, tal vez, abstracción de experiencias, demasiado marcadas por el formalismo. Pero al leer, en las obras de Coste, las repeticiones de oración que se han guardado, nos damos cuenta de que esta invención vicenciana constituía con frecuencia un verdadero intercambio de oración y una especie de revisión de vida. Era manifiestamente un tiempo fuerte en la vida de la comunidad vicenciana. A este nivel de intercambio, los Hermanos coadjutores más que otros, impresionaban frecuentemente a san Vicente. ¿Quién de nosotros, los de más edad, no hemos vivido alguna vez alguna experiencia parecida?
San Vicente decía a las Hijas de la Caridad:
» La devoción y las luces y afectos espirituales se les comunican más de ordinario a los sencillos y humildes. Estoy persuadido de que la ciencia no sirve, y que un teólogo, por muy sabio que sea, no encuentra ninguna ayuda en su ciencia para hacer oración. Dios se comunica más ordinariamente a los simples y a los ignorantes de buena voluntad que a los más sabios; tenemos muchos ejemplos de ello. Entre nosotros, los hermanos dan a veces mejor cuenta de su oración y tienen ideas más bellas que nosotros, los sacerdotes… « (SV IX-1, 211).
«Creo que os lo he dicho ya otras veces, y lo repetiré una vez más: nosotros hacemos la repetición de la oración en nuestra casa, no todos los días, sino a veces cada dos, o cada tres, cuando la providencia nos lo permite. Pues bien, por la gracia de Dios, los sacerdotes la hacen bien, y también los clérigos, más o menos, según lo que Dios les concede; pero, nuestros pobres Hermanos, ¡oh! en ellos se realiza la promesa que Dios ha hecho de manifestarse a los pequeños y a los humildes, pues, muchas veces quedamos admirados ante las luces que Dios les da… Unas veces es un pobre zapatero, otras un panadero, un carretero, y sin embargo os llena de admiración. Algunas veces hablamos entre nosotros de esto, con una gran confusión por no ser como vemos que ellos son. Nos decimos mutuamente: «Fíjese en ese pobre Hermano; ¿no ha observado usted los hermosos pensamientos que Dios le ha dado? ¿No es admirable? Porque lo que él dice, no lo dice por haberlo aprendido, o haberlo sabido antes; lo sabe después de haber hecho oración» (SV IX-1, 385)
Y san Vicente, tan santo como era, confesaba: «Os aseguro que no sabría explicaros el bien que esto hace. No es de creer que Dios nos tenga secos durante la oración. Yo estoy seguro de que siempre podré aprender de algún buen hermano algunas de las buenas ideas que él haya tenido, y que así me podré aprovechar de ellas. Lo espero así de la bondad de Dios, y nunca me falla» (SV X, 793). Esto es el intercambio de la oración y san Vicente lo ha reconocido, este intercambio le ha alimentado y ayudado.
Se ve o se adivina, que la repetición de oración estaba sin duda más cerca de lo que vivimos hoy con el nombre de intercambios de evangelio o revisiones de vida, que los recuerdos que podemos guardar de algunos ejercicios de nuestra juventud…aunque la repetición de oración del Hermano Guerre, del Hermano Vandaële o del Hermano Puyo tenían gran valor delante del Señor.
De todos modos, una comunidad verdaderamente vicenciana, que comparte su trabajo, no puede dejar de compartir su oración: compartirla primero en la Eucaristía, de la que me hubiera gustado hablar ampliamente…, compartirla también, intentando encontrar la sencillez, la espontaneidad y la franqueza que san Vicente suscitó, y que le ayudaron en su propia oración.
Quisiera terminar con una palabra de san Vicente que sintetiza todo su pensamiento con relación a la Comunidad: es la palabra trato mutuo. En esta palabra, encontramos el reparto del trabajo, la idea de la corresponsabilidad y la necesidad de la comunicación fraterna. Antes que analizarla y disertar sobre ella, prefiero leeros el pasaje en el que san Vicente nos revela esta palabra: «Padre, ahora queda algo por decir de la manera de actuar nuestras Hermanas entre sí. ¿No le parece bien a usted que todos los días se tomen algo de tiempo para estar juntas, una media hora poco más o menos, para contarse las cosas que hayan hecho, las dificultades que hayan encontrado, y planear juntas las cosas que tienen que hacer?
¡Dios mío, desde luego!, dijo nuestro venerado Padre; sí que se necesita. Eso ata a los corazones y Dios bendice los consejos que así se reciben, de forma que los asuntos van entonces mejor. Todos los días, durante el recreo, podéis decir: «Hermana, ¿qué tal le ha ido? Hoy me ha sucedido esto, ¿qué le parece?». Esto hace que la conversación resulte tan grata que no hay más que desear. Por el contrario, cuando cada uno va a lo suyo, sin decir nada a los demás, es algo que resulta insoportable. Hay en la Compañía una Hermana sirviente que les da a las demás una preocupación tremenda, por tener ese carácter; en cuanto a mi, tengo la experiencia de que, donde tenemos en la Misión unos pobres hombres, si hay sin embargo un superior que es abierto y se comunica a los otros, todo va bien; por el contrario, cuando hay uno que se encierra en lo suyo y actúa particularmente por su cuenta, esto aparta a los corazones y no hay nadie que se atreva a acercársele. Así pues, hija mía, hay que hacerlo así, y que no pase nada, ni se haga nada, ni se diga nada, sin que lo sepáis la una y la otra. Hay que tener ese trato mutuo« (SV X, 772).