La doctrina mariana del Nuevo Testamento y la Medalla Milagrosa

Francisco Javier Fernández ChentoVirgen MaríaLeave a Comment

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Autor: André Feuillet · Traductor: Luis Huerga, C.M.. · Año publicación original: 1981 · Fuente: 9ª Semana de estudios vicencianos.
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En el título asignado a esta conferencia sólo en segundo lugar menciono la Medalla Milagrosa, cuando parecía más normal mencionarla la primera, pues por ella he de tratar ahora la cuestión mariana. Explicaré brevemente mi proce­der y el curso que seguirá mi exposición.

Estoy hondamente convencido de que, como en todas las revoluciones privadas, el mensaje mariano comunicado por la Medalla Milagrosa no puede comprenderse hasta el fondo ni interpretarse correctamente más que a la luz de la gran reve­lación pública, única que es normativa. De ésta, pues, hay que partir.

Se discuten ciertos detalles de las visiones de Catalina Labouré. Carezco de competencia para intervenir en la contro­versia.1 Intento por consiguiente atenerme sobre todo, aunque no exclusivamente, a tres datos simbólicos que figuran en el reverso de la Medalla Milagrosa: abajo el corazón de Jesús coronado de espinas, yuxtapuesto al corazón de María que atraviesa una espada; arriba la inicial de María rematada en una cruz; en derredor doce estrellas.

Al cotejar los datos de la Medalla Milagrosa con los datos bíblicos tengo viva conciencia de dos escollos a evitar: sería pésimo forzar el significado simbólico y doctrinal de estos particulares de la Medalla para mejor armonizarlos con la Escritura; condenable sería asimismo extremar el alcance de los textos inspirados para demostrar que nos dicen ya por an­ticipado lo que la Medalla Milagrosa sugiere al pueblo cris­tiano

La mejor manera de prevenir este doble peligro me parece es, ante todo, indicar los pasajes escriturarios en los que espon­táneamente nos hace pensar la Medalla Milagrosa, y luego estudiar esos mismos pasajes sin preocuparnos ya de la Me­dalla. De esta suerte podrá ser verdaderamente objetiva2 la comparación que entre ambas cosas se haga.

El corazón de María, atravesado por una espada y puesto junto al corazón de Jesús, remite a la profecía de Simeón, Lc 2, 35: he ahí el objeto de la primera parte de nuestra con­ferencia.

No se puede decir que sea tan claro el significado de la ini­cial de María que remata en una cruz. Pero nos parece muy legítimo relacionar esa cifra con la presencia de María al pie de la Cruz en Jn 19, 25-27, por consiguiente también con la escena de Caná, Jn 2, 1-11, en cuanto que la misteriosa res­puesta de Jesús, Jn 2, 4, prepara el relato de Jn 19, 25-27. He ahí lo que estudiaremos en la segunda parte.

Quedan las doce estrellas que forman círculo. ¿Qué sig­nifican, si se las quiere interpretar bíblicamente, como las de­más representaciones del reverso?

El simbolismo atribuido por la Escritura a la estrella es multivaliente y variado. He aquí algunos ejemplos. Las es­trellas representan lo elevado : Dios sólo se eleva por encima de ellas, Abd 4, Jn 22, 12. También representa el esplendor final de cuantos enseñen la justicia, Dan 12, 3. La estrella de Jacob, Nm 24, 17, es sin duda el Mesías; la estrella de la ma­ñana, Ap 2, 28 y 22, 16 no es sino Cristo. Se compara de grado a las estrellas lo que no puede contarse: «Alza tus ojos al cielo y enumera las estrellas, si puedes… Tal será tu posteridad», Gen 15, 5.

Sólo en tres pasajes de la Biblia se nos habla de un número de estrellas deliberadamente fijado : Gen 37, 9, once estrellas se prosternan ante José; simbolizan a sus once hermanos que, en Egipto, se postrarán ante él; en Ap 1, 20 las siete estrellas que Juan ha visto en la diestra del Hijo del Hombre, son los Angeles de las siete Iglesias de Asia; en 12, 1 la mujer en­vuelta en sol tiene una corona de doce estrellas.

Puesto que en ninguna otra parte de la Escritura se men­cionan doce estrellas, las doce estrellas de la Medalla Mila­grosa deben referirse a esta misteriosa mujer del Apocalipsis. Y la tercera parte de esta conferencia acometerá el cotejo de la Virgen de las doce estrellas en la Medalla Milagrosa y la mujer de Apocalipsis 12.

Primera parte

La profecía de Simeón: La yuxtaposición de los corazones de María y de Jesús

Hoy, como en el pasado, se proponen a veces explicaciones demasiado numerosas y divergentes de la profecía de Simeón, «Y a tí misma una espada te atravesará e] alma» (Lc 2, 35). Pero hay dos interpretaciones que merecen nuestra atención : una, nueva en parte, defendida por el Padre Benoit con parti­cular fuerza persuasiva;3 otra que ha sido largo tiempo la exégesis más corriente, aunque incluye variantes. Demos una idea de ambas.

Según Benoit, la imagen de la espada que atraviesa el alma de María aludiría a dos pasajes de Ezequiel, donde la espada atraviesa al pueblo de Israel, para ejecutar un castigo destruc­tor. Ez 14, 17, «Si yo hiciese venir la espada contra este país y dijése : Entre la espada en el país (rhomphaia dielthato dia tes ges)»; 5, 17, «La peste y la sangre pasarán (dieleusontai) por tí, y haré que venga contra tí la espada (rhomphaia)». Simeón ha dicho que el Mesías dividirá al pueblo elegido, provocando la caída o elevación de muchos Israelitas; y añade que tocará a María una porción en la tragedia de ese pueblo desgarrado. No quiere decir que vaya a tocarle el cas­tigo divino representado por la espada; en Ezequiel, ésta es también instrumento que discierne y separa el resto profético. María forma parte del resto, pero sufrirá cruelmente viendo al propio Hijo rechazado por muchos hijos del pueblo elegido, a los que lleva en la carne y en el corazón.

Benoit termina de este modo volviendo a la explicación más corriente, que en un principio había descartado. Escribe, en efecto : «Llegamos así a la psicología de María, pero ved por qué rodeo enriquecedor. No es sólo la pena de una madre a quien aflige la agonía del hijo; es el dolor mucho más noble y mayor de la mujer que lleva en el corazón el destino de todo un pueblo, y aún del género humano, desolada por la indiferencia u oposición de cuantos rehusan y rehusarán la salvación por su Hijo».4

Propongámonos un doble fin: dar los motivos exegéticos que inducen a descartar interpretaciones como la de Benoit, y a la vez exponer los principales argumentos en pro de la interpretación admitida por la mayoría de los comentaristas, católicos o protestantes: la que consiste en ver en la espada que atraviesa el alma de María una figura de su participación en la Pasión del Hijo. Nótese cómo dos grandes comentarios recientes a san Lucas, uno católico, el de H. Schürmann (1969), el otro protestante, de J. Howard-Marshall (1978), rechazan la visión del Padre Benoit y aceptan el punto de vista más habitual.5

Schürmann estima que en los relatos de la Infancia según san Lucas se ha agrandado el tema de la Hija de Sion, sím­bolo del pueblo elegido. A su vez, Howard-Marshall piensa que la figura de la espada en relación con el alma (o el corazón) de un ser humano es una expresión tradicional. En Ezequiel, de todas suertes, la espada que discierne y hiere a la masa cul­pable, pero perdona al resto, es un falso paralelo. Se nos dirá que María es parte del resto, pero ¿cómo es alcanzada en­tonces por la divina espada que castiga?

Si desea hallarse una correspondencia páleo-testamentaria a la espada de Simeón, símbolo de la violenta muerte del Me­sías, que repercute en el corazón de la Madre y lo atraviesa, ¿no acudiríamos con mayor verosimilitud a dos textos de Zacarías, en los que atraviesa al Mesías una espada ? Están, en opinión nuestra, íntimamente ligados entre sí y nos remiten a Is 53, 5, «Fue traspasado a causa de nuestros delitos». Zacarías muestra (13, 17) el único pasaje de todo el AT que presente al Mesías herido por una espada: «Espada, yérguese contra mi pastor… Hiere al pastor, que se dispersen las ove­jas». Y Zac 12, 10 dice: «Mirarán hacia mí, a quien traspa­saron»6 (En los LXX Zac 13, 17 ostenta el mismo vocablo, rhomphaia, que Zac 2, 35).

Discutiblemente declara Benoit ser más noble el dolor de una mujer que gime por la suerte de su pueblo, que la aflic­ción de una madre que llora la muerte del hijo. Simeón no habla, en efecto, de una madre cualquiera, sino de la Madre del Mesías en cuanto tal.

Cierto, quienes sostienen hoy que el Cristo terrestre no tenía una clara conciencia anticipada del valor expiatorio y sacrifical de su futura muerte, con razón tanto mayor deben admitir también que María permaneció en total ignorancia hasta la hora de la espantosa tragedia. Mas si se acepta el tes­timonio unánime de los evangelistas, según el cual Jesús re­veló ya a los apóstoles el lazo de su futura Pasión con los pe­cados y la salvación de la humanidad entera, ¿cómo no suponer a Jesús dando a la propia madre luces aún mayores, para que se identificara plenamente con él al producirse el horrible dra­ma? Tal es la identificación que la profecía de Simeón lite­ralmente sugiere: la Madre del Mesías se identifica con éste, aunque no de suerte que los sufrimientos de ella se confundan con los del único Redentor: «El sólo es la salvación deparada (por Dios) a todos los pueblos» (Lc 2, 30-31).

Para mejor comprender la preciosa luz que puede arrojar sobre la profecía de Simeón esta revelación privada que es la Medalla Milagrosa, indispensablemente hay que recordar to­das las discusiones provocadas en el pasado por el texto de Lc 2, 35, y las que aún continúa provocando.7

Mencionaremos apenas de paso dos explicaciones recien­tes de Lc 2, 35 que no parecen haber tenido mayor convoca­toria. Según J. Winandy,8 la antítesis caída-elevación de Lc 2,34 debiera entenderse en el sentido de muerte y vuelta a la vida; la espada que figura la muerte sería de este modo a un tiempo la Pasión de Jesús y la ruina de Jerusalén en el año 70; la espada mortal atravesará asimismo el alma de María puesta a prueba y expuesta a contradicción en su dignidad de Madre Virgen del Mesías. Para J. Gironés,9 la espada de Simeón sería la palabra o decreto de Dios que impele a la inmolación de Cristo, en primer lugar, y luego de quienes emprenden su seguimiento, comenzando por la Virgen María.

J. M. Alonso reduce a cinco las explicaciones simbólicas en los autores antiguos para la espada de Simeón: la duda o el escándalo, el juicio final de Dios, la palabra de Dios que sondea los corazones, la espada de los querubines que guar­daban la entrada del Paraíso —a consecuencia del pecado de Eva—y que apartó la Nueva Eva, finalmente el dolor maternal que produce a María la Pasión de su Hijo.

Las vacilaciones y aún errores graves de varios comenta­ristas antiguos prueban a su modo la incómoda interpretación de Lc 2, 35 y, por ese mismo hecho, la luz preciosa que pro­yectan sobre esa profecía los dos corazones de la Medalla Milagrosa. Orígenes, Basilio, Cirilo de Alejandría ¿no vieron todos ellos en Lc 2, 35 el anuncio de las dudas que experimen­tará María al pie de la Cruz en cuanto a la divinidad de su Hijo, sometido a tan atroz tortura y ejecución ? Ambrosio toma la dirección diametralmente opuesta : no sería falta de conocimiento, sino exceso de iluminación sobre el misterio de su Hijo, lo que traspasara el corazón de María. Precisa espe­rar a Paulino de Nola y Agustín para que se afirme una idea que seguidamente llega a ser tradicional y es confirmada por la Medalla Milagrosa : la espada de Lc 2, 35 representa la par­ticipación de María en los sufrimientos de su Hijo.

Explicaciones como la de Benoit admiten también que Ma­ría padece juntamente con Jesús, y de ahí que semejante exé­gesis no repugne formalmente a la Medalla Milagrosa. Hay que convenir de todas suertes en que los dos corazones yux­tapuestos, de Jesús y de María, en nada apoyan, y más bien contradicen, una explicación que resulta nueva, en cuanto que quisiera poner en primer plano, no los sufrimientos personales de Jesús, a los que se asocia su Madre, sino (para expresarme como la T.O.B.) el que «Israel va a dividirse ante Jesús» (p. 199, n.d), drama que desgarrará a María.

La cercanía mútua de los corazones de Jesús y de María, no subraya sólo el que la devoción mariana se una intrínsecamente al culto de Cristo Redentor. Ilumina además una singulari­dad de la profecía de Simeón que raros intérpretes explican satisfactoriamente. ¿Por qué se vincula directamente al sufri­miento de María el juicio mesiánico ? «A tí misma una espada te atravesará el alma, para que se manifiesten los pensamientos íntimos de muchos corazones».

Interesa a Simeón sobre todo la suerte trágica del Niño, en quien contempla al salvador mesiánico de la humanidad. Este niño que ilumina el mundo pagano, provocará la división den­tro del pueblo escogido; será causa de la hostilidad y caída de los unos y de la resurrección espiritual de los otros. Se le contrariará con violencia. Y el santo anciano, que va a aludir, al punto culminante de este drama, la muerte violenta del Me­sías, se lo figura como una espada —así en Zac 13, 7, único pasaje en el AT, repitámoslo, donde hiere al Mesías una es­pada—.

He aquí lo que observa un autor protestante (F. Rienecker, Das Evangelium des Lukas, Wuppertal 1959, p. 70):10 «El Espíritu de Dios ahorra a Simeón la imagen más aterradora, la muerte ignominiosa de Jesús como criminal en un madero maldito; ahorra sobre todo a la Madre de Jesús esta horrible visión. Pero Simeón tiene ante sí ese suplicio cuando, en vez de la crucifixión que Jesús va a arrostrar, habla de una espada».

Pues bien, esa espada que físicamente mata a Jesús, tras­pasa y mata moralmente a su Madre. Por eso se vincula ahí el juicio mesiánico al misterio de María, que en otras partes suele relacionarse estrechamente con la Pasión de Cristo.

Cierto, varios comentaristas, entre ellos Howard-Marshall, atenúan la dificultad del pasaje, diciendo que la proposición final: «para que se manifiesten los pensamientos ocultos de muchos corazones», depende de todo cuanto se nos dice sobre el Mesías desde el v. 34: «este niño provocará la caída», y no sólo de lo que se anuncia especialmente a la Virgen María, lo cual quiere aún mirarse a menudo como paréntesis. En sentir nuestro, si la proposición final en cuestión viene inmediata­mente después de la predicción dirigida a María, es porque la Pasión de su Hijo y su propia participación en ésta hacen una sola cosa, porque habrá entre María y Jesús una identifica­ción perfecta: una misma será la espada que traspase a ambos.

La Medalla Milagrosa no se contenta con orientar de este modo hacia una más exacta inteligencia de la profecía de Simeón; ayuda además a ahondar su sentido, vinculándola a este misterio inaudito del amor divino, que es la Encarna­ción redentora.

¿No nos recuerda el corazón de Jesús coronado de espinas que la Pasión de Cristo es la mayor manifestación del amor divino que, por afirmación unánime de todo el NT y con es­pecial acento de los escritos joánicos, quiere salvar a la huma­nidad pecadora ? El corazón traspasado de María junto al corazón de su Hijo nos sugiere que, merced al sufrimiento con­junto anunciado por Lc 2, 35, María participa del todo en el amor salvífico que inspira la obra redentora de su Hijo.

Hay algo más. De manera general, los relatos de la Infan­cia en Lucas hacen a veces pensar en la tradición joannea. Particularmente la transfixión de María, profetizada en Lc 2, 35, evoca la transfixión de Cristo crucificado, referida al final del relato joanneo de la Pasión, Jn 19, 31-37. La contempla­ción de esta última escena es —se sabe— la principal fuente escrituaria del culto al Sagrado Corazón. La Medalla Mila­grosa invita a no separar el culto al Corazón de Jesús del culto al Corazón doliente de María. Y el lazo lógico que acabamos de comprobar entre Lc 2, 35 y Jn 19, 31-37 sugiere por su parte esa misma aproximación mutua; él queda reforzado a su vez, si admitimos que en el horizonte de Lc 2, 35 está la profecía de Zacarías citada al término del relato joanneo de la transfixión de Jesús, «Mirarán hacia el que traspasaron» (Jn 19, 37).

Segunda parte

La Hora de María unida a la Hora de Jesús en Caná (Jn 2, 1-11) y en el Calvario (Jn 19, 25-27); la inicial de María que remata en una cruz.

Mucho se discute el sentido exacto de la misteriosa res­puesta que Jesús da a su Madre en el relato joanneo de las Bodas de Caná.

Descartemos por improbable la opinión de raros autores (señaladamente J. Hanimann, que se inspira en J. Cortés Quirant):11 en Jn 2, 4 Jesús recordaría a su Madre que está allí con omnipotencia mesiánica, y que puede hacer un mila­gro, pues no ha llegado aún su Hora, la de su Pasión, cuando no podrá actuar. Parece ignorarse ahí el significado de la Hora de Jesús, que no es negativo, sino muy al contrario, el punto culminante de la intervención mesiánica que forman, íntima­mente ligadas entre sí, la Pasión y la Glorificación de Jesús.

Tampoco admitimos una interpretación que hoy día se sostiene bastante a menudo. Según ella, el texto de Jn 2, 4 debiera entenderse como pregunta : «¿No ha llegado aún mi hora ?».12 Pueden invocarse muchos argumentos contra esta comprensión. Una construcción semejante (con oupó para preguntar) es rara e implica además un severo reproche, se­gún demuestran ejemplos en Mc 4, 40; 8, 17, 21. No puede suponerse tal condena en Jn 2, 4. Además, sobre Jn 2, 4, se cuentan otros trece empleos de oupó en el cuarto evangelio, siempre con frases de negación, nunca interrogativas. En fin, que la Hora de Jesús no ha llegado aún, se dice otras veces, 7, 30 y 8,20, en contraste con «ha llegado la hora», de 12, 3 y 17, 1

He aquí cómo creemos deben entenderse las palabras de Jesús a su Madre en Jn 2, 4, «Mi hora no ha llegado aún»: Cuando llegue mi Hora, habrá llegado también la tuya. Es una preparación implícita de Jn 19, 25-27. María está junto a Jesús, ahora crucificado, quien antes de morir quiere encomendar a ella un importante legado. Hay dos indicios suplementarios de la conexión entre Jn 2, 4 y la escena en que Jesús se despide de su Madre, Jn 19, 25-27. En uno y otro lugar se habla de la Hora de Jesús (cf. Jn 19, 27, «desde aquella hora»); en uno y otro lugar se llama a María mujer, apelativo del todo insó­lito en un hijo que habla a su madre —volveremos sobre ello para establecer su relación con la Virgen de la Medalla Mi­lagrosa—.

Antes de establecer la relación entre la escena de Jn 19, 25- 27 con los datos de la Medalla Milagrosa —nada manifiesta a primera vista—, indaguemos el sentido más probable de este texto evangélico, habida cuenta de su contexto próximo y remoto.

Sorprenderá tal vez el que, en un pasado muy reciente la primera parte del siglo XX, no sólo exegetas protestantes, sino la mayoría de los comentaristas católicos (Schanz, Corluy, Knabenbauer, Fillion, Lebreton, Wikenhauser, etc…) explica­ban Jn 19, 25-27 sin salir del plano puramente humano. Tal es todavía el caso de M.J. Lagrange.13 Antes de morir —di­ce — , inquieta a Jesús el abandono en que su Madre va a quedar sumida y, obediente a un sentimiento de filial solicitud, la confía a su discípulo predilecto. Se sobreentiende que María va a hacer más por el discípulo, que el discípulo por María, mas no será cuestión de ver en ese discípulo el representante de todos los fieles a los que María es dada por Madre. Esa mater­nidad espiritual no es más que una conclusión teológica, ex­traída del hecho de ser todos los cristianos hermanos adoptivos de Jesús. Aún en 1967, un profesor católico de Lovaina, H. van den Bussche,14 en un comentario por otra parte de gran alcance doctrinal, no dudaba en hacer suya, con mayor firme­za todavía, la negación de Lagrange: el relato de Jn 19, 25-27, carecería de todo sentido maríológico, y sólo querría decir que, para estar del todo junto al Padre, Jesús crucificado se desprende por completo de quienes le están más próximos, comenzando por la propia Madre.

En su mayoría los exegetas católicos quieren ver en Jn 19, 25-27 por lo menos una insinuación de la maternidad espiritual de María, y éstos son los argumentos que nos parecen esencia­les: todas las escenas que preceden y siguen a aquella en que Cristo se despide de su Madre están cargadas de sentido teo­lógico; ¿es verosímil que el texto de Jn 19, 25-27 sea una ex­cepción ?, ¿que Jesús crucificado, muriendo como Salvador de toda la humanidad, atienda de pronto, en hora tan grave, a un asunto mínimo y estrictamente familiar?

Además, tomada en sí misma, la doble fórmula, «he qhí a tu hijo, he ahí a tu madre», no indica que Jesús se separe de los suyos, como quisiera, por ejemplo, van den Bussche; tampoco es una simple demanda al discípulo amado para que tome bajo su protección a la Virgen María. Se ha observado15 que es un calco de las fórmulas bimembres de adopción difun­didas por todo el Antiguo Oriente, dentro y fuera de Israel. Expresa, pues, la maternidad y la filiación, tanto una cosa co­mo la otra. Ligadas al contexto inmediato, todo él mesiánico, dicha maternidad y filiación no pueden ser sino mesiánicas. La maternidad de María aquí proclamada se une así muy íntimamente a la maternidad mesiánica destacada por los re­latos de la Infancia en san Mateo y en san Lucas.

Vale la pena citar a este propósito algunas líneas del co­mentario que hace el Padre Benoit:

«Con muchos exegetas», dice, «pienso yo se trate aquí, en tan solemne hora, del nacimiento de la Iglesia : la Iglesia nace de Jesús en la Cruz, de su corazón traspasado, y en ese momento recibe María oficialmente la responsa­bilidad de la Iglesia. Desde que se hace Madre de Jesús por la concepción y el alumbramiento, María acepta ya en principio esa responsabilidad; cuando, en el dolor de la Cruz, Jesús alumbre definitivamente a la Iglesia por la muerte, María estará allí, rematando su acción materna… Contribuye a que su Hijo consume el sacrificio. Desde ahora, todas las gracias que nos vienen por Jesús —y so­lamente por El, como única fuente de salvación— nos vienen también por manos de María… María en la gloria, junto a su Hijo, colabora a la distribución de las gracias, como colaboró en su rango de madre, modesto y sublime, a la adquisición de la gracia. He ahí lo que encierran esas palabras tan sencillas, mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre».16

Se oye con gusto al sesudo exegeta que es el Padre Benoit hacer casi un panegírico involuntario al anverso de la Meda­lla Milagrosa. Este no hace en realidad otra cosa que mostrar­nos a nuestra Madre del cielo extendiendo las manos con ges­to acogedor, lleno de bondad misericordiosa, para inundarlo todo de radiante luz. No podría proclamarse con elocuencia mayor que la de Jesús mismo, que María es Madre de la Igle­sia y está asociada a El en la distribución de las gracias que merece a los hombres su sacrificio, evocado por la cruz y la corona de espinas del reverso de la Medalla.

Menor aprecio nos merece, en cambio, la investigación, por otra parte en extremo minuciosa, de I. de la Potterie so­bre Jn 19, 25-27.17 Cierto, parece reforzar la exégesis espiritual y eclesiológica de la escena, pues en el v. 27 entiende que, entre los bienes recibidos de Jesús, Juan guarda a María, represen­tante de la Iglesia en su función maternal. Mas ha descartado resueltamente el sentido material y local. Ahora bien, ¿con­viene separar así el simbolismo joanneo de un acontecimiento histórico concreto que le sirve de base, i. e. el que Juan mate­rialmente se hiciese cargo de la Madre de Jesús? La afirmación fundamental de I. de Potterie según la cual, la exégesis mate­rial de Jn 19, 27, 17 «el discípulo la recibió en su casa», habría sido desconocida para los Santos Padres, griegos o latinos, con razón da lugar a vehemente discusión. Para no aducir sino algunos ejemplos, es ineludible un primer sentido de orden material en Cirilo de Alejandría (PG 74, 664: oikade) y en Epifanio (PG 42, 716: pros eauton). No acontece lo mismo con un pasaje de la Exhortado virginitatis, de san Ambrosio (PL 16, 360-361). Cierto, la expresión in sua se entiende ahí de todos los dones que Juan recibe de Jesús: su palabra, la sabi­duría, el Espíritu, la gracia; pero el obispo de Milán nos dice al mismo tiempo que María va para estar con el que posee la gracia de Cristo, ad possessorem gratiae.

Poco convincente parece asimismo el argumento grama­tical: la traducción de eis ta idia por en su casa no sería acep­table, se nos dice, más que cuando ese complemento fuese precedido de un verbo de movimiento. Con el verbo lambanein habría que excluir esa versión; ahora bien, pasajes como Jn 6, 21 (lambanein eis to ploion), 2 Jn 10 (me lambanete auton eis oikian) y Sab 6, 18 (hopos labó auton eis hemauton) abogan por el sentido contrario.

Miremos ahora, en el reverso, a la inicial de María que re­mata en una cruz. En cuanto símbolo, sólo puede tener un significado : en la obra de nuestra Redención, María se asocia íntimamente a Jesús, Salvador único. La barra transversal sobre la inicial de María, y que es como si anclase a ésta al pie de la Cruz, parece destinada a manifestar que, en este aconte­cimiento capital de la Historia de Salvación, Jesús crucificado es inseparable de su santa Madre.

Dos datos del anverso de la Medalla permiten explicar la manera de comprender esta asociación. Según una nota expli­cativa —que por cierto falta en la relación autógrafa de las visiones de Catalina, y proviene sin duda de confidencias ora­les que ella hizo—,18 la Virgen aplasta con los pies una ser­piente. Esta serpiente ha figurado en la Medalla desde el co­mienzo y encierra una referencia al protoevangelio (Gn 3, 15). De importancia capital, este texto por otra parte bastante os­curo, quiere presagiar la victoria del Mesías sobre el poder diabólico (la serpiente), que provocó la caída en el paraíso terrestre. Hace, pues, que entre ahí la Madre del salvador esca­tológico. En efecto, ¿no promete Dios el triunfo directamente a ella, como mujer, nueva Eva y madre de ese Salvador, en contraste con la derrota de la Eva de los comienzos? Con la evocación de este gran texto, Gn 3, 15, se nos invita, pues, a comprender que María es la nueva Eva, y que a título de tal interviene en las luchas de los cristianos contra las fuerzas del mal; si los cristianos triunfan de esas fuerzas malignas, es seguramente por la virtud de Cristo Redentor, pero también con la asistencia maternal de María, nueva Eva al lado del nuevo Adán.

Otro dato del anverso de la Medalla evidencia asimismo el papel jugado por María en dependencia de Jesús, como lo sugiere su inicial, puesta al pie de la Cruz. Tenemos ante la vista los rayos luminosos que emiten las dos manos exten­didas de la Virgen. Malaquías habla del sol de justicia que bri­llará en los tiempos mesiánicos, llevando en sus rayos la cura­ción (Mal 3, 20). Aquí los rayos del sol de justicia que procu­ran a los hombres la curación física o espiritual, brotan de las manos de María, como si esa curación por fuerza debiera pa­sar por ella. Equivale a decir que Jesús acude a ella para de­rramar a raudales sus gracias de redención y de salud.

La escena en que Cristo se despide de su Madre suministra un sólido fundamento escriturario a las dos enseñanzas ma­rianas de la Medalla Milagrosa que hemos señalado. Remite, en efecto, a dos pasajes del cuarto evangelio que inducen a ver en María la Nueva Eva, y sugieren fuertemente que Jesús se sirve de ella para realizar su obra salvífica: son Jn 16, 21-22 y Jn 16, 32.

Que en Jn 19, 25-27 se tenga a María por Nueva Eva, co­mo lo es en la Medalla Milagrosa, supónenlo muchos autores, mas sin que lleguen a hacer plausible su punto de vista. Por ejemplo, no es nada evidente que, en este pasaje del cuarto evangelio se aluda al protoevangelio : no hay una sola palabra en el texto que dé lugar a semejante referencia. Por el contrario, para responder del extraño apelativo mujer, dado por Jesús a su Madre, con razón se recurre a lo dicho de la primera mu­jer en Gn 3, 20, donde es interpretado el nombre de Eva : «Madre de todos los vivientes». Eso hace implícitamente a María «la nueva madre de los vivientes». La alusión a la pri­mera mujer aparece tanto más plausible, cuanto que el final de ese mismo capítulo del cuarto evangelio (19, 30-37) pre­senta probablemente a Cristo como nuevo Adán, sumido en el sueño, y de cuyo costado nace la Iglesia, simbolismo desa­rrollado a menudo por los Santos Padres.

Pero, a nuestro ver, la justificación más profunda de la exégesis que descubre en Jn 19, 25-27 el tema de la nueva Eva es el lazo oculto de esta escena con Jn 16, 21-22. En este últi­mo pasaje, efectivamente, no sólo compara Jesús su Pasión a un alumbramiento, sino que asimila su Hora a la hora de una mujer que va a ser madre. Dice además que la mujer se alegra de dar al mundo un hombre (no un niño), lo que nos hace pensar en el primer alumbramiento de Eva, celebrado por Gn 4, 1 con la sublime fórmula, «Adquirí un hombre con la ayuda de Yahvé». La función de la mujer en el plan divino no es sólo dar niños al mundo, sino dar a la sociedad hombres nuevos. Notemos además que el comienzo de Jn 16, 22, «os veré de nuevo y exultará vuestro corazón», remite discreta­mente al oráculo de Is 66, 7-14, alusivo al alumbramiento so­brenatural de la comunidad mesiánica : Sion no tendrá tiempo de experimentar dolores de parto, pues su alumbramiento será instantáneo y admirable; será la alegría mesiánica. «Sión ha­brá apenas sufrido dolores de parto, cuando dará a luz hi­jos… Los veréis y exultará vuestro corazón».

Todos estos datos juntos arrojan viva luz sobre Jn 19, 25-27. Ya con motivo de un texto arriba citado estima Benoit que, en esta breve perícopa, se trata de la hora sublime del nacimiento de la Iglesia, nacimiento ciertamente debido al sa­crificio de Cristo; mas a él es llamada María para colaborar en su calidad de mujer que lleva a cabo su acción materna. Así es más comprensible que en el discurso de la Cena, Je­sús presenta su Pasión como un alumbramiento, y que hable de la hora que llega a la mujer como, otras veces, de la Hora que a El le llega. Se concibe igualmente que explote con dis­creción, en este contexto, el oráculo de Is 66, 7-14 sobre el nacimiento de la comunidad mesiánica. El capítulo 12 del Apocalipsis suministra un precioso confirmatur al punto de vista que sostenemos, pues cita explícitamente este mismo oráculo de Is 66 para el alumbramiento de la mujer coronada de doce estrellas: su hijo es a la vez el Mesías y la comunidad mesiánica, atributo muy claro de la Nueva Eva —más ade­lante encontraremos aún este texto del Apocalipsis—.

Queda por ilustrar escriturariamente la excepcional fun­ción que la Medalla Milagrosa atribuye a María: Los bene­ficios sobrenaturales otorgados a los hombres por Cristo re­dentor pasan de alguna manera por las manos y a través de ella. Así nos parece que resulta también de un atento examen de la relación entre estas palabras de Jn 19, 17, «el discípulo la acogió en su casa», y el anuncio en el discurso que sigue a la Cena, «Ved llegada la hora en que iréis cada cual a su casa dejándome a mí sólo», (Jn 16, 32).

Cierto, no es justo excluir de 19, 27, «el discípulo la acogió en su casa», un sentido puramente humano, para no admitir sino el simbólico, como hace por ejemplo I. de la Potterie. En efecto, el simbolismo joánico no se superpone artificialmente a la historia, sino que es una dimensión teológica profunda dada a acontecimientos reales. Realmente, por deseo de Jesús agonizante, Juan recogió en su casa a la Madre del Salvador. Mas el evangelista ve ese hecho material en su dimensión es­piritual, dimensión que es voluntad de Jesús tenga ese hecho, pues antes de encomendar María a Juan, deja a Juan encomen­dado a María.

Entendemos así que el discípulo amado recibió en su casa a María en el más pleno de los sentidos: en casa de él, María estaba del todo en la propia casa. El discípulo la recibió en su intimidad y abrió a ella su casa de par en par, pero abrió a ella además su alma. Para mejor percatarse de que hubo de ser así, sea lícito recordar que el texto de Jn 19, 27 contrasta sin duda deliberadamente con un pasaje del prólogo de ese mismo evangelio (1, 11), donde aparece ya un primer empleo de la expresión «su casa» (eis ta idia). Oímos en él que el Verbo de Dios llegó a su casa, mas no fue acogido por los suyos (puede sobreentenderse eis ta idia). Materialmente sí estaba en su casa, pero no espiritualmente. María en cambio, mora en casa de Juan en el doble sentido material y espiritual. Lagrange, que rehusa fundar la maternidad espiritual de María en Jn 19, 25-27, observa sin embargo, que Juan recibió más de María que María de Juan. ¿Supondríamos temerariamente que no es ajena a la influencia de María la penetración única de los sentimientos más íntimos del Salvador que caracteriza al cuarto evangelio ?

Nótese sobre todo el lazo de Jn 19, 27 con la declaración en Jn 16, 32, «Iréis cada cual a vuestra casa (ekastos eis ta idia) y a mí me dejaréis sólo». Puede muy bien que la expresión «el discípulo la acogió en su casa (eis ta idia)» sea exacta­mente opuesto al «cada cual a su casa» egoísta y culpable de 16, 32. En esto razona con pleno derecho I. de la Potterie. Obedeciendo a Jesús y recogiendo a María, Juan emprendía el primero la vía del ascenso espiritual.

Intentemos comprender lo que eso significa en concreto, el bien inmenso y gracia insigne que, en aquellas circunstan­cias trágicas, representaba para Juan el ser confiado por Jesús agonizante a la solicitud maternal de María. De acuerdo con la profecía de Zacarías, el rebaño mesiánico que Jesús pe­nosamente había reunido quedaba en apariencia disperso. Hasta el grupo de apóstoles se había dislocado : cada cual ha­bía vuelto a sus preocupaciones egoístas, cada uno a su casa. Unicamente la Madre de Jesús permanecía inquebrantable en su fe, como sola porción de la Iglesia formada por su Hijo aún intacta. Cuando, en tan duras circunstancias, pide sea una madre para Juan, es que, valiéndose de ella, Jesús co­mienza a reconstruir la Iglesia.

En Caná Jesús inauguraba el ministerio público y hacía el primer milagro, a consecuencia del cual los discípulos —no María— creyeron en El: ¿no intercedió ella en todo ? Ahora bien : el suceso de Caná anticipaba la Hora en que María ju­garía de lleno su papel de Nueva Eva, al lado del Nuevo Adán, para quien, en un sentido que la teología debe precisar, resultaba una ayuda semejante a él («adjutorium simile sibi»), cual lo desea el Génesis, ya desde los comienzos, para el varón.

Así como los rayos que destellan las manos de la Medalla Milagrosa son símbolos del papel que corresponde a María en la Historia de Salvación, del mismo modo hemos de rebasar las simples afirmaciones abstractas, en la maternidad espiri­tual de María, para hacer tangible su realización concreta. Nuestra explicación tiene fundamento sólido en Jn 16, 32 y Jn 19, 25-27, cuya mútua conexión subraya I. de la Potterie y nosotros traducimos en la forma siguiente: por un lado está la dispersión de la comunidad mesiánica (cada cual a su casa) —el sentido de tal expresión no deja de ser local, pero es tam­bién, y sobre todo, moral— ; en el otro pasaje comienza a res­taurarse la unidad de la comunidad mesiánica, y ello por el hecho mismo de recibir Juan a María en su casa —expresión dotada de un primer sentido local, pero también, y sobre todo, moral—.

Jn 19, 25-27 quiere sugerir el tema de la unidad de la Igle­sia, en contraste con el tema de la dispersión en Jn 16, 32. Así resulta de la íntima conexión de esta escena con el episo­dio de la túnica inconsútil, que los soldados rehusan rasgar, mínimo detalle en sí, pero cuyo significado para el evangelista se adivina. Pues bien, el propio evangelista establece un nexo entre ambos pasajes mediante las partículas correlativas men (v. 24) y de (v. 25). Ahora, en 1R 11, 29-31, Ajías de Silo pre­dice el cisma del reino davídico desgarrando su manto nuevo y haciendo de él doce pedazos. El c. 17 del IV Evangelio con­tiene la oración sacerdotal de Jesús por la unidad. En ella com­prendemos lo que nos sugiere Jn 19, 23-24: la comunidad me­siánica formada por Jesús, del mismo modo que su túnica in­consútil, no debe desgarrarse. En 19, 25-27 Jesús acude a su Madre para prevenir ese peligro de escisión y ruptura. Fá­cilmente se demostraría cómo el resto del IV Evangelio, in­cluidas las cristofanías pascuales, está ti ansido de la idea de la Iglesia, por Cristo definitivamente instaurada: ¿no choca la discreción con que es asociada a esa instauración María en Jn 19, 25-27 ? Aunque muy oculto, ella tiene evidentemente un papel que jugar ahí.

Réstanos señalar una conjetura interesante que atañe a Jn 16, 32. J. Jeremías y otros exegetas19 proponen ver ahí una alusión velada a la dispersión del rebaño, por culpa de sus pe­cados, cual lo expresa Is 53, 6, «Todos andábamos como ove­jas errantes, cada cual iba por su camino». No se excluye, em­pero, la referencia a Zac 13, 7, de acuerdo con la considera­ción más habitual, pues dicho pasaje depende a su vez de Is 53, 6. Pero Is 53, 6 añade otra idea a la de la dispersión, co­mún a él mismo y a Zac 13, 7: la del culpable retorno de cada cual a sus preocupaciones egoístas, con un olvido total de Dios; y eso corresponde a lo que sugiere Jn 16, 32. Si es real, esa alusión de Jn 16, 32 a Is 53, 6 induce a atribuir a Jn 19, 25- 27 un alcance más preciso, bajo ciertos aspectos: se nos pone en presencia de Cristo en cuanto Siervo que sufre y expía los pecados de la grey dispersa y procura a ésta, por intercesión de María, la salvación que inaugura en la persona de Juan.

Tercera parte

Las doce strellas y la mujer de Ap 12 coronada de doce estrellas

En esta tercera parte de nuestra conferencia creemos te­ner que invertir el orden de exposición seguido hasta aquí : en vez de remitir al final lo que diríamos de la Medalla Milagro­sa, comenzaremos más bien hablando de ello.

He aquí la razón que nos mueve a proceder así. Habiendo probado que la Medalla Milagrosa propicia una interpreta­ción mariana del cap. 12 de Ap, cosa fácil de hacer, es preciso efectuar un trabajo mucho más largo e interesante: demostrar que esta aplicación de Ap 12 a la Virgen María se justifica plenamente en el plano científico, mientras que diversos ele­mentos de la visión joánica, tan extremadamente compleja, orientaron a comentarios y lectores antiguos y modernos en un sentido muy diverso. Aducir semejante justificación cien­tífica es acentuar el gran servicio prestado por la humilde Me­dalla de la rue du Bac en la lectura de una de las páginas más prestigiosas, más actuales y también más difíciles de toda la Escritura.

En la introducción a esta conferencia dejamos dicho por qué las doce estrellas que circundan la Medalla Milagrosa son una referencia cierta al cap. 12 del Apocalipsis, por lo menos si se admite que deben interpretarse bíblicamente a semejanza de los demás datos de la Medalla. En efecto, en la Escritura hay una única mención de doce estrellas : las que coronan a la mujer revestida de sol en Ap 12. Tendremos que explicar el significado de esas doce estrellas y relacionar con Ap 12 la in­vocación de la Medalla, «Oh María sin pecado concebida», ya que este gran texto bíblico parece ser el mejor apoyo es­crituario al dogma de la Inmaculada Concepción.

Algunos otros datos de las visiones de Catalina, tal como se nos han referido, orientan igualmente el espíritu hacia Ap 12. En una nota explicativa de la que hablamos,20 y que de­beríamos a un interrogatorio de Catalina, la Virgen María se presenta «en un sol, los pies sobre la media luna, aplastando la cabeza de la serpiente». La media luna bajo los pies de la Virgen tiene una correspondencia en Ap 12, 1, y aunque la ser­piente aplastada por la mujer remite directamente al protoe­vangelio, Gn 3, 15, como vimos, no se olvide que Ap 12 es el único pasaje del NT que interpreta cristianamente el antiguo y relevante oráculo del Génesis.

La historia de la exégesis de Ap 12 nos enfrenta a un hecho que forzosamente asombrará a los católicos de hoy, sobre to­do a cuantos saben qué significan los particulares de la Meda­lla Milagrosa. Uno comprueba sorprendido que, no sólo en la antigüedad, sino más todavía en los tiempos modernos, y hasta en época bien cercana a la nuestra, la interpretación de Ap 12 era principalmente eclesiológica.21

En los libros II y V de Adversus haereses, Ireneo habla pró­lijamente de María, Nueva Eva, a quien pone junto al Nuevo Adán, mas nada dice de la Mujer de Ap 12, pese a ser ésta el testimonio bíblico más claro a su favor. Se conservan algunos fragmentos o citas del comentario de Hipólito (s. III) al Apo­calipsis, quien ve en esa Mujer a la Iglesia, que sin cesar en­gendra hijos a Dios. Un pensamiento análogo representa en Oriente Metodio de Olimpia (que sufrió el martirio hacia el año 312). Hacia el 450 Quovultdeus consigue por primera vez armonizar entrambos puntos de vista, el eclesiológico y el ma­riológico, considerando a María como figura de la Iglesia. En adelante se recogerá a menudo este punto de vista. Citemos entre otros muchos a Ambrosio de Autpert (s. VIII) y a san Buenaventura (s. XIII) Cuando quiere aplicarse el texto, ya exclusivamente o ante todo, a María, fácilmente se llega a ideas raras y aún inadmisibles. Así es como, para Ecumenio (s. VI), los dolores del alumbramiento son las inquietudes y sufri­mientos causados a María por las sospechas de José.

A. Trabucco22 ha demostrado que la exégesis eclesiológica de Ap 12 predominó durante la época que va del Concilio de Trento a la definición de la Inmaculada Concepción. Para esa larga época enumera el autor 62 exegetas que ven en la Mujer exclusivamente a la Iglesia, 2 que ven en ellas sólo a la Virgen María, y 24 que piensan conjuntamente en la Iglesia y en Ma­ría —no aplicando a la última más que rasgos aislados—. Tres motivos principales parecen haber dado lugar, según Trabucco, a la preferencia por la exégesis eclesiológica: 1. La convic­ción de que el Apocalipsis es una profecía de la historia de la Iglesia : ¿puede como tal cambiar de objeto en el comedio, para hablarnos de María? 2. Ciertos rasgos, como los dolo­res del alumbramiento y la huida al desierto, se explican mu­cho mejor en la Iglesia que en María; 3. Siendo el Apocalipsis una profecía, no puede referirse a acontecimiento del presen­te y del pasado —tales los concernientes a la Virgen—, sino únicamente del porvenir.

Por parte protestante, la moderna exégesis científica ha sido hasta nuestros días generalmente hostil a la interpretación mariológica de Ap 12: aún los más modernos autores la re­chazan, y es un servicio cierto a la causa ecuménica demostrar el poco fundamento exegético de tal negación. Noto sin em­bargo estas palabras que escribe A. Richardson: «Puede haber una referencia a María, madre del Niño y opuesta a Eva pre­cisamente en cuanto madre; en efecto, 12, 17 menciona la guerra que mueve el dragón o serpiente contra la descendencia de la Mujer, una indudable alusión a Gen 3, 15. Un doble simbolismo de este género es frecuente en el Apocalipsis, y la Mujer puede representar a la vez la Iglesia judía —pueblo ele­gido, del que nace el Mesías— y Eva-María, cuya descenden­cia (espiritual) observa los mandamientos de Dios y tiene el testimonio de Jesús».23

Sorprenderá a algunos el que, aún en el campo de los mo­dernos exegetas católicos, la interpretación mariológica de Ap 12 aparezca sólo muy tardíamente. Puede haya sido fomen­tada por la definición dogmática de la Asunción en 1950. Su difusión no comenzó en todo caso más que una veintena de años ha. E. B. Allo24 escribía en 1933: «La Mujer es la comu­nidad de los justos, la Israel fiel de quien nace Jesús según la carne, y al mismo tiempo la Israel espiritual, o Iglesia de Cris­to, no formando ambas más que una única unidad» (p. 103). Algo más adelante concede Allo que los dolores de parto «po­drían aplicarse al padecimiento conjunto de María en el alum­bramiento de los nuevos tiempos y de la Iglesia», mas cuida de añadir que «ese sentido es, a los sumo, secundario o, si se prefiere, espiritual», y que «la totalidad de la escena puede interpretarse aparte de él».

En 1938 A. Gelin25 escribe en La Sainte Bible, de Pirot : «La mención de los dolores de parto se opone a que veamos ahí una referencia a la Virgen María; con todo pueden apli­carse a ella esos versículos en sentido acomodaticio, siguiendo a san Agustín y a san Bernardo». Y en el comentario que es­cribe para la colección Verbum Salutis (1951), J. Bonsirven26 hace suyo el sentimiento de «los comentaristas más antiguos del Apocalipsis, Metodio de Olimpia e Hipólito, quienes iden­tifican a la Mujer con la Iglesia» (pp. 213-214).

A la interpretación mariológica de Ap 12 se opone cate­góricamente el comentario católico de A. Wikenhauser27 (cu­ya 3.a ed. aparece en 1959). Hasta llega a decir que «la exé­gesis científica ha abandonado casi por completo esa explica­ción». No preveía por cierto que, en un porvenir muy próximo, se multiplicarían los trabajos católicos que le quitarían razón, yendo en sentido opuesto. Más de un siglo antes, la humilde Medalla de la me du Bac anticipaba y preparaba la actual orientación de buena parte de la exégesis católica: ¿no es con­movedor? Por otra parte, no hay que pedir a esa revelación privada más de lo que quiere dar. No está destinada a los sa­bios, sino al pueblo cristiano, dejando a los exegetas y teólo­gos la tarea de escrutar los arduos detalles deliexto inspirado.

Expongamos ahora escuetamente qué motivos recomien­dan la explicación mariológica de Ap 12, y qué requisitos debe ésta cumplir para ser científicamente creíble. Debe respetar todos los elementos del texto, y guardarse de oponer, a la ex­plicación mariológica, la interpretación eclesiológica, que no sin razón conoció tal fortuna en el pasado. En realidad el cap 12 de Ap, examinado con toda objetividad, sugiere tres pers­pectivas, en apariencia divergentes y que se tratará de con­ciliar entre sí: el pueblo de Dios en el AT, el pueblo cristiano, la Virgen María.

Quien conozca la Escritura pensará ante todo en el pueblo elegido del AT. La Mujer se aparece a Juan circundada de la gloria celeste: revestida de sol, la luna bajo sus pies, la cabeza coronada de doce estrellas. Según entienden numerosos co­mentadores, las doce estrellas evocan las doce tribus de Israel.

En cuanto al conjunto de esta descripción radiante, remite ante todo a la Esposa de los Cantares: «¿Quien es la que sube como aurora, hermosa como la luna, resplandeciente como el sol, terrible como escuadrones ?» (6, 10). Resuena ahí también el cap. 60 de Is, del que parece depender el texto de los Can­tares. En ese oráculo de Is, Jerusalén, bajo figura de mujer, esposa de Yahvé y madre del pueblo escatológico de Dios, aparece de pronto como una espléndida salida de sol, ilumi­nada como está por la luz misma de Dios. También ella recibe por atributos formales el sol y la luna, como la mujer del Apocalipsis (Is 60, 21-22, 19-20). Y de inmediato, señala el profeta cómo esa nueva Jerusalén debe engendrar un pueblo santo y númeroso, el de la era de gracia (60, 21-22), la poste­ridad (sperma) bendecida por Dios (61, 9; 65, 23).

El texto del Apocalipsis que describe los dolores del alum­bramiento hace clara alusión a dos pasajes del libro de Isaías (26, 17; 66, 7), referentes ambos a un alumbramiento meta­fórico del pueblo de Dios. El primero de ellos (Ms he ódi­nousa… epi te ódini autes ekraxen), evoca los gritos que acom­pañan a los dolores del parto; el segúndo (66, 7), es el citado por Cristo en el cuarto evangelio, cuando compara su Pasión a un alumbramiento, e inspiró el tema del nacimiento de un hijo varón y el de la huída al desierto (eteken arhsen… kai ephugen).

En suma, la mujer del Apocalipsis se nos presenta con los mismos rasgos que la Sion ideal cantada por los profetas: glorificada por la claridad divina y dando a luz con dolor la salvación mesiánica. San Pablo reproduce esa misma tradi­ción profética cuando, en la carta a los Gálatas, cita Is 54,1, «La Jerusalén superior es libre; es nuestra madre, pues está escrito: Alégrate, estéril, que no das a luz, estalla en gritos de gozo y alegría, tú que nada sabes de dolores, pues son más numerosos los hijos de la abandonada que los de la esposa» (Ga 4, 26-27).

Hay ahí una referencia más clara a la Iglesia cristiana que a la Sion ideal de los profetas. Expuesta a los ataques del dra­gón tras de su alumbramiento, la mujer huye al desierto (vv. 6, 13-14). Dios le depara ese refugio, y es alimentada en él «por un tiempo, dos tiempos y la mitad de un tiempo», o bien durante «1.260 días». Esa mujer a la que Dios mantiene en el desierto es, con toda evidencia, la Iglesia cristiana, protegida por Dios mientras peregrina en la tierra esperando la parusia.

En la Biblia, cuando el desierto reviste un significado reli­gioso, como en el caso del Apocalipsis, es para evocar a los hebreos cruzando el desierto sinaítico antes de entrar en la Tierra de Promisión. En la carta a los Hebreos, que muestra muchas afinidades con el Apocalipsis joánico, los cristianos caminan hacia su felicidad escatológica, lugar de su reposo, y son comparados a los Israelitas en marcha hacia la tierra de Canaán (caps. 3 y 4). La travesía del desierto es, pues, un sím­bolo de su existencia terrestre, y la entrada en la Tierra Pro­metida figura de su Bienaventuranza celestial.

Las dos alas de la gran águila son dadas a la mujer para que vuele al desierto. Es una imagen de Ex 19, 4 y Dt 32, 11, donde se ve a Yahvé llevando al pueblo por el desierto hacia la Tierra de Promisión, como lleva un águila a sus polluelos. En Is 40, 31, la esperanza en un nuevo Exodo se vincula al símbolo de las alas de águila dadas a los Israelitas que van a ser repatriados. En el Apocalipsis la referencia al Exodo no deja lugar a duda.

El alimento procurado a la mujer en un lugar que Dios a ésta depara hace pensar en el maná. Pues bien, en el cuarto evangelio (cap. 6) el prodigio del maná, evocado por la mul­tiplicación de los panes en el desierto, es tipo del sacramento de la Eucaristía. Los 1.260 días (o un tiempo, dos tiempos y la mitad de un tiempo) durante los que es alimentada la mujer, proceden de Dan 7, 25; 12, 7, que los relaciona con la duración de la persecución de Antíoco Epífanes. Representan desde en­tonces el tiempo de prueba que precede a la restauración per­fecta del Reino de Dios.

A nuestro ver, la interpretación mariana de Ap 12 debe encuadrarse en el gran contexto que acabamos de trazar. He aquí los argumentos más fuertes a nuestro favor. En el v. 5 se describe el nacimiento del Mesías personal: ¿es posible a un autor cristiano que habla del nacimiento de Jesús, no decir siquiera una palabra de su madre humana y concreta, la Virgen María, cuyo nombre es familiar a todos los cristianos? En el mundo semítico es frecuente el paso del individuo a la colec­tividad y de ésta a aquel, pero no es habitual representarse a una colectividad dando a luz al mesías personal. Muchos exe­getas estiman que la señal del cielo alude a la señal del Ema­nuel en Is 7, y que la expresión redundante – «dio a luz un hijo varón» quiere evocar el nacimiento real del Emanuel en Is 7, 14 y también el nacimiento metafórico del pueblo mesiá­nico en Is 66, 7.28 Con toda claridad, Ap 12 remite a Gn 3, 15, así lo reconocen hoy intérpretes de todas las confesiones. Pero si Eva es la mujer vencida por la serpiente, quien castigue a la serpiente ha de ser asimismo una mujer real: la Nueva Eva, que es la Madre de Jesús.

Quedan los dolores atroces del alumbramiento. No pueden aplicarse por cierto al acontecimiento de Belén, pero tanto más fácil es entenderlos del Calvario, donde nace metafóricamente Cristo, considerado cabeza del pueblo mesiánico; según vi­mos arriba, Jesús compara su Pasión al alumbramiento de una mujer. He ahí cómo el Apocalipsis converge sobre Jn 19, 25-27 y afirma la maternidad espiritual de María. Por otro lado, confirma admirablemente la profecía de Simeón en cuanto a que María padece juntamente con Jesús. En la visión ioánica, la unión afirmada por el vidente entre Jesús y su Ma­dre es tal, que la Pasión de Cristo sólo se contempla partiendo de la participación de la Madre, lo que autoriza a concluir que, como la Pasión de Jesús, la participación de María —no su maternidad de gracia— se extiende a todos los hombres de to­dos los tiempos.

La aplicación de Ap 12 a la Sion de los profetas y a la Igle­sia, lejos de estorbar la exégesis mariana, es la sola capaz de unificar esas dos perspectivas. En efecto, por María pudo el pueblo elegido jugar su papel y dar al mundo un salvador y un pueblo mesiánico. La Iglesia cristiana comienza asimismo en María, quien encarna a la Sion cantada por los profetas. La Pasión de Cristo es un hecho en cierto modo siempre actual: se prolonga en la universalidad de los hombres, sujetos a prueba; Cristo se adelanta a éstos y como Siervo que sufre, toma sobre sí su aflicción. Pues bien, de esa misma manera padece María en unión con Cristo, en la humanidad y parti­cularmente en la Iglesia, cuya madre es y en cuyas pruebas puede decirse que participa. Así explicamos, de paso, un hecho a primera vista muy chocante : las lágrimas que derrama la Vir­gen de la Salette. María, fuera del tiempo y mundo del sufri­miento, sigue aún así dando a luz con dolor a los discípulos de su Hijo. La yuxtaposición, aparentemente contradictoria, de la glorificación celeste de la Mujer y de los sufrimientos te­rrestres de su alumbramiento, tiene que significar algo.

Todavía hay que ir más lejos en lo que atañe a la signifi­cación mariológica de Ap 12 —en nuestro sentir, inagotable—. El v. 1, que describe la glorificación de la Mujer y presenta a ésta revestida de un destello cósmico, para que veamos en ella a la Reina del universo, no es por cierto algo que aconteciese al pueblo de Dios del AT; tampoco a la Iglesia cristiana, que milita aún duramente sobre la tierra y es constantemente hos­tigada por la antigua serpiente.

A menudo se han señalado las semejanzas chocantes entre la mujer de Ap 12 y la de Ap 21-22; ésta última es la nueva Jerusalén, la Iglesia triunfante. Ambas aparecen en el cielo, envueltas ambas en luz. Coronan a la de Ap 12 estrellas, evo­cación de las doce tribus, no sólo del antiguo, sino también del nuevo Israel, la Iglesia cristiana; la de Ap 21, Jerusalén, Esposa del Cordero, está provista de doce puertas (v. 12), «que llevan inscritos los nombres de las doce tribus de Israel», y la circunda un muro «asentado sobre doce cimientos, y en cada uno de ellos el nombre de uno de los doce Apóstoles del Cordero» (v. 14).

La Virgen María, mujer de Ap 12, cuya aparición fulgu­rante en el cielo preside toda la historia de la Iglesia que la segunda parte del Apocalipsis va a anunciar, es con el máximo realismo icono y anticipo de la Iglesia triunfante : ¿podría darse una proclamación más elocuente de esto? Pues en ella se encuentra realizado y efectuado todo cuanto, según san Pablo, quiere hacer Cristo por la Iglesia, Esposa suya : «Quiere pre­sentársela a sí mismo toda resplandeciente, sin mancha ni arruga, nada de eso, sino santa e inmaculada», dice el Após­tol, Ef 5, 27.

Ap 12 —como demuestro en la obra Jésus et sa Mére29 comienza presentando a la Madre de Cristo en el cielo, sustraí­da a los ataques del dragón infernal. Este, en la tierra, la per­sigue sin poder alcanzarla, por lo que ataca a su descendencia: tal me parece es el mejor apoyo escriturario a la Concepción Inmaculada y a la Asunción de María. He tenido la dicha de comprobar, en un reciente artículo del Dictionnaire de Spiri­tualité sobre la Virgen, que P. Grelot30 adopta sin vacilar este mismo punto de vista. Sorprende que Juan contemple a la Mu­jer en su existencia permanente del cielo antes de verla en la tierra, presa del sufrimiento y expuesta a la hostilidad diabó­lica. Cristo es el gran vencedor de los poderes malignos y sal­vador único : así el autor de Ap y todo el NT; poco cuesta sa­car las conclusiones de esta comprobación. Y la Iglesia católi­ca, al definir los dogmas de la Concepción Inmaculada y de la Asunción —pese al mal estado de la exégesis entonces vigen­te— demostró estar leyendo el oscuro oráculo del Protoevan­gelio (Gen 3, 15), al que se avoca insistentemente, bajo la mis­ma luz que el vidente de Patmos.

Pero sorprende aún más el que se adelantara a la propia autoridad pontificia una humilde religiosa, ayuna de sutilezas teológicas y exegéticas, aunque iluminada por la gracia divina. La invocación de la Medalla Milagrosa a María concebida sin pecado, coronada de doce estrellas y aplastando la serpiente, no sólo anticipa la exégesis mariológica de Ap 12; prevé ade­más la definición de Pío IX y —en cuanto a ésta se vincula teo­lógicamente y remite el pasaje escriturístico de la señal celeste en la Mujer joánica revestida de sol— también la de Pío XII. Catalina Labouré tuvo su visión en 1830: merced a ella, el pensamiento se orientaba hacia la interpretación mariológica de Ap 12. Pues bien, sólo en 1950 comienza el mundo a comprender la luz extraordinaria que proyecta sobre la Virgen María la profecía de Juan. ¿Y quién se ufanará de haber ago­tado esa profecía?

Concluyamos esta tercera parte con una observación a la que atribuimos no poca importancia.31 No se admitirá de grado que Ap 12 concierna simultáneamente a la Virgen Ma­ría, al pueblo de Dios en el AT y a la Iglesia cristiana, mientras se niegue a dicha visión el carácter sintético propio de toda profecía. Precisa hablar algo de las dificultades encontradas por comentaristas presentes y pasados.

Los profetas tienen el privilegio de ver las peripecias de la historia, no cual se suceden en su realización temporal, sino en los nexos que la divina luz revela. De ahí que la profecía nunca sea una historia anticipada en relación a la cronología, sino que más bien considera los acontecimientos futuros en la divina síntesis que relaciona a éstos entre sí. Hechos que ella ve unidos, pueden estar considerablemente separados, según van realizándose a lo largo de la historia.

Cuando los profetas del AT predicen una intervención divina en castigo de una ciudad, por fuerza piensan a la vez en el juicio final y simultáneamente anuncian la era de gracia: queman etapas, por así decirlo, y miran de grado a la realiza­ción definitiva. También Jesús une íntimamente —al menos en el discurso escatológico según Marcos (c. 13)— dos perspec­tivas que sería preciso distinguir : la de la ruina de Jerusalén y del templo, mera señal del fin del mundo, y ese mismo fin en sentido estricto, con Parusía del Hijo del Hombre.

Como es normal, las visiones profeticas del Apocalipsis tienen ese mismo carácter sintético. No hay que extrañarse de ver estrechamente asociadas en el c. 12 a la Sion ideal del AT, a la Madre de Jesús y a la Iglesia cristiana. Del mismo modo se asocian el nacimiento real de Jesús en Belén, su nacimiento me­tafórico en la Pasión, al que se vincula la instauración de la Iglesia, y su glorificación celeste. Idéntica asociación concierne a la caída de los angeles, su derrota por el arcángel Miguel y la victoria de Cristo en el Calvario sobre los poderes malignos : única victoria para Juan, según el cual, Cristo vence al infernal dragón, del que a su vez triunfan los mártires por la sangre del Cordero (12, 11).

Conclusión

Algunas reflexiones sobre la relación entre la revelación pública y las revelaciones privadas

Uno de los principales intereses del estudio emprendido es que nos obliga a examinar de cerca, en un caso concreto, cuáles puedan ser las relaciones entre la revelación pública, dada por Dios a la Iglesia, y las revelaciones privadas.

Por lo demás, la cuestión no se plantea más que admitien­do la existencia de revelaciones privadas auténticas. Ahora, no es tan raro tropezarse, aún entre buenos católicos, una hostilidad de principio, o siquiera una honda desconfianza, en punto a revelaciones privadas, aún de las que la Iglesia oficial no ha dudado en sacar provecho. Pienso, v. gr., en las revela­ciones del Sagrado Corazón de Paray-le-Monial. Esa descon­fianza sistemática para con las revelaciones privadas es inad­misible. ¿No extrañaría que el Buen Dios, quien tan a menudo hablaba en el AT al pueblo elegido, nada más haya dicho a los cristianos, una vez muerto el último apóstol?

Es incontestable que en este dominio se impone una gran prudencia. Pero cuando hay suficientes garantías de la auten­ticidad de una revelación privada, sería lástima no sacar pro­vecho de ella. Pensemos en los innumerables frutos brotados de la difusión tan rápida de la Medalla Milagrosa: ¿habrían existido, si nadie hubiese dado crédito a las visiones de Cata­lina Labouré ?

La investigación por nosotros acometida nos ha hecho comprobar, ante todo, que la revelación privada aneja a la Medalla Milagrosa, vino por así decirlo en auxilio de la revela­ción pública, pues explicitó y actualizó sus enseñanzas por lo que atañe a la Virgen María. A su vez, empero, la revelación pública, y sólo ella, permite dar el verdadero significado a la revelación privada de la rue du Bac. Tenemos con ello un ejemplo muy hermoso y caracterizado de los servicios mutuos que pueden, y aún deben prestarse una y otra revelación. He aquí algunas reflexiones complementarias al propósito.

Los principales datos escriturísticos a los que parece remi­tir la Medalla Milagrosa son pasajes relativos a la Virgen Ma­ría, cuya interpretación por exegetas y teólogos siempre fue, y es aún controvertida. La Medalla Milagrosa ha prestado al pueblo cristiano un servicio inmenso, pues transmitió a éste lo esencial del mensaje que encierran esos textos inspirados, mas sin forzarle a emprender un examen de ellos para el que no está mayormente capacitado, y que además le habría dejado más de una vez en la vacilación y en la duda.

Tomamos conjuntamente, los textos del NT a los que de modo más especial parece referirse la Medalla Milagrosa, constituyen una potente síntesis de la doctrina mariológica. Son tres textos que se sostienen, y aún progresan de uno para otro. La profecía de Simeón anuncia lo estrecha que será la unión entre el Mesías y su Madre en el drama de la Pasión. La escena de Jn 19, 25-27 representa el punto culminante de esa unión, y al mismo tiempo nos revela lo que se sigue para la Virgen María: se constituye a ésta en Madre espiritual de todos los discípulos de su Hijo, a los que representa san Juan. La visión de Ap 12 reitera las mismas verdades con mayor fuerza aún: en la Pasión son inseparables Cristo y su Madre, lo que se nos da a entender por la figura de los dolores de par­to en la Madre de Jesús, quien a la vez es Madre de «todos cuantos guardan los mandamientos de Dios y en favor de quienes Dios da testimonio» (12, 17). A esos datos del Apo­calipsis se suman todavía otros del más alto precio, como la glorificación de la Nueva Eva, que realiza el oráculo del Pro­toevangelio, y los lazos de María con la Iglesia de Cristo, de la que es a un tiempo Madre y perfecto icono.

Todo eso nos lo dice, aunque de manera incomparable­mente más simple y clara, la Medalla Milagrosa. Lo que sin duda hay de más notable en el mensaje que nos comunica, es que también ella unifica y sintetiza los aspectos más fundamen­tales del misterio de la Virgen, a la que proclama inseparable de su Hijo, y ello empleando símbolos fáciles de interpretar y adaptados a la inteligencia del más humilde cristiano a lo que eran la piedad y el culto, la espiritualidad de la época, co­mo demuestra sobre todo la yuxtaposición de los dos corazo­nes de Jesús y de María. ¿Cómo hubiera podido ahondarse en el sentido de Lc 2, 35 y Jn 19, 25-27 sin una cultura a la vez literaria, exegética y teológica? Pues bien, ninguna necesidad hay de ella para comprender el lenguaje de la Medalla.

Réstanos subrayar un aspecto no menos importante de las relaciones entre la revelación pública y las revelaciones pri­vadas: es la estrecha dependencia de las últimas con respecto a las primeras. Si hubimos de consagrar largas páginas a la fijación del sentido de los textos escriturarios a los que se re­mite la Medalla, débese al doble motivo que ahora precisa esclarezcamos.

En primer lugar, ya que Dios, por Cristo, se dignó dar al mundo una revelación definitiva, de la que generalmente se admite concluyó con el último apóstol, una revelación privada auténtica, lejos de añadir nada sustancial, nos dirá sólo algo que, en una forma u otra, se evoque en realidad a lo pública­mente revelado. En segundo lugar, una revelación privada no atañe más que a ciertos aspectos de la verdad religiosa, los que, en una época determinada, Dios juzga oportuno destacar peculiarmente, para responder a las necesidades y aspiracio­nes de las almas y oponerse a los errores y peligros. De ahí que fuese muy de lamentar, y contrario a las divinas intencio­nes, aislar esas verdades del conjunto revelado : se correría el riesgo de entenderlas al revés o exagerar su importancia.

De estos principios generales podremos hacer una aplica­ción a la revelación privada de la rue du Bac. Esta se destina, con toda evidencia, a acrecentar la confianza del pueblo cris­tiano en la Virgen María. No sólo anticipa la definición dog­mática de la Inmaculada, sino bastantes otras apariciones de la Virgen ocurridas después, y que manifiestan responder a un idéntico designio : el de impeler al pueblo cristiano a que se vuelva hacia María, para que ella le ayude a ir al encuentro del único Salvador —así la Salette, Lourdes, Pontmain, Fáti­ma… etc., sin pretender agotar el elenco de manifestaciones auténticas de nuestra celestial Madre—.

Pero en este dominio, necesariamente debe intervenir la revelación pública, en evitación de desviaciones y excesos. En efecto, ella nos recordará una y otra vez que Cristo es el único Redentor de la humanidad. Por eso, aunque la Medalla Milagrosa ponga uno junto a otro los corazones de Jesús y de Ma­ría, y la inicial de ésta queda anclada al pie de la Cruz, sigue siendo cierto que también la Madre de Cristo fue objeto de redención. En modo alguno se la puede tener por fuente pro­piamente dicha de salvación para la humanidad y manantial de las innumerables gracias, obtenidas a los hombres por su intercesión y representadas por los rayos que sus manos emi­ten.

El Apocalipsis, al que inesperadamente remite la Medalla, nos sugiere una observación final. En la revelación joannea, la visión de la mujer coronada de estrellas sigue inmediatamen­te a la del templo celeste, que se abre para que veamos el arca de la alianza, símbolo del encuentro definitivo de Dios y su pueblo (Ap 11, 19). Icono de la Jerusalén celeste, ¿no es también la Mujer de Ap 12 una prenda de ese encuentro de­finitivo?32

Más aún, ello nos induce a aproximar entre sí a la Madre de Cristo —llamada efectivamente Arca de la Alianza por la pie­dad cristiana— y el arca de la alianza del AT, paladión del pueblo elegido, signo de la protección divina, particularmente precioso en los tiempos más difíciles. ¿No podría decirse que, en medio del pueblo cristiano, la Medalla Milagrosa ha ju­gado un poco ese mismo papel de prenda de la protección de María?

  1. Aquí nos remitimos ante todo a R. LAURENTIN – P. Rocas, Catherine Labouré et la Médaille Miraculeuse, Paris 1976.
  2. Los tres textos que voy a estudiar, Lc 2, 35; Jn 19, 25-27 y el comienzo de Ap 12 han suscitado discusiones sin fin e innumerables investigaciones. Yo mismo he escrito cierto número de ellas que no creo útil recordar. Entiéndase bien que el presente estudio renuncia a suministrar una verdadera bibliografía. Citaré apenas algunos trabajos, entre multitud de otros, para ilustrar mi expo­sición. Que nadie se extrañe, si falta algún nombre, tal vez importe. He querido, sobre todo, ir derecho al tema y hacerme legible al máximo.
  3. Cf. P. BENOIT, «Et toi-méme un glaive te transpercera l’ame» (Lc 2, 35), The Catholic Biblical Quarterly 25 (1963), pp. 261-6; Exégése et Théologie, t. III, Paris 1973, pp. 216-27.
  4. Art. laud. p. 261.
  5. H. ScriüRmANN, Das Lukasevangellum, Erster Teil, Kommentar zu Kap. ‘1, 1-9:50, Freiburg-Basel-Wien 1969, p. 129-30; J. HOWARD-MARSHALL, The Gospel of Luke, Exeter 1978, p. 123.
  6. No es posible entrar en todas las discusiones que provocan Zac 12, 10 y 13, 7; habría que establecer, primero, su sentido exacto; a continuación, sus mutuas relaciones; finalmente, la relación de ambos con Is 53. Dada la com­plejidad de los problemas envueltos, adoptamos en general los puntos de vista de P. LAMARCHE, Zacharie IX-XIV, Paris 1961. 1.° Lamarche comienza apli­cando Zac 12,10 al mesias y estima sostenible el T. M., pese a las dificultades que presenta, «Volveran los ojos hacia mí, a quien ellos traspasaron», con lo que Yahvé considera hechos a sí los ultrajes infligidos a su representante me­siánico; la cita de Jn 19, 37, «hacia el que traspasaron», que supone un T. M. algo diverso, no tiene que ser literal. 2.° El pastor herido por la espada de Zac 13, 7 es asimismo el mesías: ¿no lo llama Yahvé «su pastor» y «el hombre que le está cercano»? 3.° Pese a la diferencia de vocabulario, hay que aproxi­mar entre sí al mesías traspasado de Zac 12, 10 y al traspasado siervo que sufre de Is 53, 5. 4.° En general, las ideas mesiánicas de Zac 9, 14 acusan en grados diversos la influencia de los cuatro poemas del Siervo.
  7. Para la historia de la interpretación antigua, bastante complicada, de Lc 2, 35, nos remitimos a los siguientes trabajos: J. GALLUS, De sensu verborum Lc 2, 35, eorumque momento mariologico, Biblica 29 (1948), pp. 220-39; A. DE GROOT, Die schmerzhafte Mutter und Gefiihrtin des güttlichen Erlüsers in der Weissagung Simeons (Lc 2, 35) en la exégesis de los Padres, Acta Congressus mariologici mariani in República Dominicana anno 1965 celebrati, IV, De Beata Virgine in Evangeliis Synopticis, Romae 1967, p. 183-285.
  8. La prophétie de Siméon (Lc 2, 34-35), Revue Biblique 72 (1965), pp. 321-51.
  9. La humanidad salvada y salvadera, Valencia 1969, p. 63.
  10. La spada di Simeon, p. 268-73.
  11. Cf. J. HANIMANN, L’Heure de Jésus et les Noces de Cana, Revue Tho­miste 64 (1964), p.p 569-83; J. CORTÉS QUIRANT, Las Bodas de Caná. La res­puesta de Cristo a su Madre (Jo 2, 4), Marianum 22 (1958), pp. 155-89.
  12. He aquí algunos nombres: J. MircHL, Bemerkungen zu Joh 2,4, Biblica 36 (1955), p.p505-9; A. VANHOYE, Interrogation Johannique et exégése de Cana 2,4, Biblica 55 (1974), pp. 157-67; P. GRELOT, Dictionnaire de Spiritualité, art. Marie ( Sainte Vierge), t. X, Paris 1977, col. 420. Cf. en sentido contrario B. OLSSON, Structure and Meaning in the Fourth Gospel, A Text. Linguistic Analy­sis of Joh 2, 1-11 and 4,1-42, Lund 1974, pp. 43.5.
  13. Evangile selon saint Jean, Paris 1927, pp. 403-4.
  14. Jean. Commentaire de l’Evangile spirituel, Bruges 1967, pp. 520-9.
  15. Cf. A. DAUER, Das Wort des Gekreuzigten an seine Mutter und den Jünger, den er liebte, Biblische Zeitschrift 12 (1968), p. 81.
  16. Passion et Résurrection du Seigneur, Paris 1966, pp. 219-20.
  17. La parole de Jésus: «Voici ta Mére» et Paccueil du disciple (Jn 19, 27b), Marianum 34 (1974), pp. 1-39. Para el somero examen que aquí hago de esta interpretación, me inspiro en F. NEÓRÍNCK, Eis ta idia (Jn 18, 11 y 16, 32), Ephe­merides Theologicae Lovanienses, 1979, pp. p357-55.
  18. Pensamos aquí en una nota explicativa al croquis de la Virgen del Globo, por C. H. Letaille, que reproduce la obra de R. LAURENTIN y P. ROCRE, Catherine Labouré et la Médaille Miraculeuse, p. 300.
  19. Cf. J. JEREMÍAS, Abba. Studien zur neutestamentlichen Theologie und Zeitgeschichte, Góttingen, 1966, p. 103; H. HEGERMANN, Jesaja 53 in Hexapla, Targum und peschitta, Gütersloh 1954, pp. 81-2.
  20. Trátase de la nota explicativa de C. H. Lataille; cf. más abajo, nota 18.
  21. Las breves indicaciones que siguen sobre la exégesis antigua de Ap 12 proceden en gran parte de P. PRIGENT, Apocalypse 12. Histoire de l’exégése, Tübingen 1959 y B. J. LE FROIS, The Woman clothed with the Sun (Ap 12), individual or collective?, Rome 1954.
  22. La donna ravolta dal sole (Ap 12) nell’essequi cattolica postridentina, Roma 1957.
  23. An Introduction to the Theology of the New Testament, London 1958, p. 176.
  24. L’Apocalypse, Paris 1933.
  25. L’Apocalypse, Sainte Bible de L. Pmor, t. XII, Paris 1938, p. 629.
  26. L’Apocalypse de Saint Jean, Paris 1951.
  27. Die Offenbarung des Johannes, Dritte Auflage, Regensburg 1959.
  28. Cierto, es curiosa la fórmula redundante, «dio a luz un hijo, un niño varón». H. KRAFT, piensa que la redundancia es deliberada, para que subraye el cumplimiento simultáneo de Is 7, 14 e ls 66, 7, Die Offenbarung des Johanner, Tübingen 1974, p. 166.
  29. Jésus et sa Mére d’aprés les récits lucaniens de l’enfance et d’aprés saint Jean, Paris 1974, p. 47.
  30. Dictionnaire de Spiritualité, art. Marie, t. X, pp. 420-1.
  31. Sobre esta importante cuestión me he explicado más prólijamente en dos estudios: Le chapitre 12 de l’Apocalypse, son caractére synthétique et sa richesse doctrinale, Esprit et Vie, 1978, pp. 574-83; La signification fondamentale de Marc 13, Revue Thomiste, 1980, pp. 181-215.
  32. El cotejo que yo hago no me obliga a adoptar la opinión de raros autores (Loisv, Ano), que unen estrechamente la visión del arca de la alianza a la de la mujer, lo que vale también cuando se admite la exégesis más difundida, que hace de la visión del arca de la alianza una conclusión a la septena de trom­petas.

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