De nuevo, en París
El 24 de febrero, Luisa se puso en camino hacia París. Trayecto pesado y largo de varios días. El señor Abad de Vaux le prestó su carroza; Luisa estaba débil y quería seguir los consejos que le había dado el señor Vicente de no volver por el río, helador en invierno. Su hijo Miguel, un clérigo ya de 26 años, quiso ir a buscarla a Angers o a esperarla a Chartres, pero Vicente lo disuadió. Conducida por el lacayo del abad, la carroza llegó a Tours el día 26. Aquí, devolvió la carroza y al lacayo y continuó el viaje hasta París en carruaje público.
Como se lo recomendaba a sus hijas, en las paradas visitaba las iglesias y ayudaba a los pobres. A primeros de marzo, ya estaba en la vorágine de la gran urbe.
Por el camino, entre rezo y rezo, había pensado despacio en el trabajo que le esperaba. Había leído y releído aquella carta de Vicente de Paúl en la que de una manera solapada le recordaba que le aguardaba la dirección de las Hijas de la Caridad con todos sus problemas. También, había impaciencia, porque llegara pronto, en las señoras de las Caridades de París y de los pueblos. En París, aguardaban su llegada para reorganizar los galeotes. Ya le habían comunicado que desde el 30 de enero las Damas del Gran Hospital se habían encargado de todos los niños abandonados y que ella tendría la dirección. Se sentía halagada en su interior pero apenada por su director al que veía sobrecargado de trabajo, como se lo dejaba entrever en una frase: «¡Cuánta necesidad tenemos de que venga usted para resolver los asuntos!» (II, c.443).
Sin embargo, venía preocupada por el hospital que había dejado en Angers. Al llegar a París, se prometió recibir noticias todas las semanas. En realidad, de las 25 cartas que se conservan del año 1640, 23 las dirigió a Angers.
Instalada de nuevo en su casa de La Chapelle, lo primero que hizo fue enviar un refuerzo de tres Hermanas de lo mejorcito que tenía. Aunque entonces, la muerte se presentaba inesperada y rápida, se afligió hondamente con las noticias de la muerte edificante de Sor Margarita —¡qué pronto!— y de la epidemia de disentería que había contagiado a varias Hermanas, entre ellas a Sor Isabel Martín, a la que pensaba nombrar Hermana Sirviente. Protestó cuando se enteró de que a las Hermanas enfermas se las había ingresado en la sala común con las enfermas de la ciudad. Protestó porque sus jóvenes piadosas no estaban acostumbradas a dormir en la misma cama con mujeres extrañas, y éstas fácilmente perderían el respeto a quienes serían sus enfermeras. Quería que los administradores no las considerasen, a pesar de sus apariencias humildes, como personas sin nadie que velase por ellas. Se sorprendió de que los administradores no quisieran sustituir a las Hermanas enfermas y cargasen el trabajo sobre las espaldas de las pocas que quedaban en pie.
Venía inquieta por haber vuelto sin firmar el contrato con el hospital. Un año tardó en lograr que los Padres de los pobres lo enviasen firmado. Los administradores temían injustificadamente que, una vez firmado, las Hijas de la Caridad se convirtieran en dueñas del hospital y ellos en sus subalternos. En vano, Luisa intentó tranquilizarlos, citando un artículo donde claramente se da a «conocer la libertad que tienen los señores Administradores de despedir a las Hermanas y a los superiores de retirarlas» (SL. c.21). Inútil; ellos recelaban, y brotaron murmuraciones provocadas contra las Hermanas: se les buscan los más pequeños defectos y se las interpreta como dominio posesivo lo que no es nada más que el amor propio de los humanos, se las acusa de aprovecharse de los bienes de los pobres, cuando también ellas tenían que alimentarse, o se las trata de desobedientes y negligentes porque se sentían impotentes para atender «a más de 80 enfermos» en 1640 y a «300 camas ocupadas» en 1645, cuando al llegar las Hijas de la Caridad tan sólo había alrededor de 30 ó 40 enfermos».
El malestar reavivó en Luisa el complejo de culpabilidad. En su alma, se retorcía la angustia de creer que todo le salía mal para indicarle que «no hacía nada de provecho»; hasta temió no poder alcanzar la felicidad eterna por culpa de sus muchos «crímenes». Y así, durante un año largo, hasta que finalmente se firmó el contrato en escritura pública, ante notario el 18 de marzo de 1641.
Con la firma del contrato, no desaparecieron las murmuraciones, pero Luisa estaba contenta. Le llegaron noticias de la transformación operada en el hospital: los enfermos que, meses antes, preferían morir en cualquier sitio con tal de no ingresar, ahora no lo rechazaban y hasta lo pedían. El pueblo en general, felicitó a las Hermanas, y los administradores, admirando el progreso, pidieron más Hijas de la Caridad para hacerse cargo de otros departamentos. La experiencia de esta nueva cofradía sanitaria era positiva y pensaron encargarle el Hospital General o de Recluidos y otros dos cercanos a la ciudad, el Gran Hospital de Beaufort y el de Cháteau-Gontier. Luisa aceptó aumentar el número de Hermanas, pero no asumir más hospitales por entonces.
Luisa, durante mucho tiempo, vivió pendiente de Angers, casi la obsesionaba. Era un desafío atrevido y no podía permitir una frustración. Se podría interpretar como un fracaso, no de las personas, sino, lo que era peor, de la Compañía. En verano de 1640, rogó a Vicente de Paúl que enviara al padre Lamberto en visita oficial para animar a la comunidad, y en 1641, quiso que volviera para resolver la situación creada por la enfermedad de Sor Isabel Martín, la superiora. El P. Lamben() fue del parecer de cambiar a la Hermana Sirviente: Sor Isabel, enfermiza, no podía continuar en una ciudad húmeda ni en un hospital dominado por el trabajo continuo. La enviaron a Richelieu, también de Hermana Sirviente. En su lugar, quedó la sufrida y obediente Sor Magdalena Monget. Por las cartas, sentimos la tranquilidad y la calma que se vivió en el hospital durante los años 1642 y 1643.
Organización interna
Cuando la Compañía se asentaba únicamente en París y sus alrededores, las Hijas de la Caridad recibían la formación y los avisos necesarios para un buen servicio a los pobres, directamente de Vicente de Paúl y de la señorita Le Gras. En los apuros, ella estaba presente. Pero Angers estaba lejos, a muchos días de distancia. No hubo más remedio que buscar nuevos métodos en la estructura de la Compañía.
El primero fue dotar a la comunidad de Angers, y luego a todas las demás, de un ágil reglamento de vida. Los borradores de casi todos los reglamentos, los diseñó Luisa y Vicente los corrigió. Antes de julio de 1640, las Hermanas de Angers ya tuvieron el suyo. Era como unas Reglas adelantadas. A imitación de él, se redactaron todos los que se hicieron después. Consta de dos partes. La primera es el armazón de las futuras Reglas de las Hijas de la Caridad. Encierra la marca jurídica de la estructura y la dinámica teológica del servicio: describe la naturaleza, el fin, el espíritu de la nueva Compañía y los medios para alcanzar sus objetivos. Aunque redactado por Vicente de Paúl, tuvo en cuenta las anotaciones que atentamente había anotado Luisa de Marillac (D 270, E 45).
Comienza recordando a las Hermanas por qué han sido llamadas a Angers o, lo que es igual, para qué han sido fundadas las Hijas de la Caridad:
«Las Hijas de la Caridad de los pobres enfermos van a Angers para honrar a nuestro Señor, padre de los pobres, y a su santa Madre; para asistir a los pobres enfermos del Gran Hospital de dicha ciudad, corporal y espiritualmente: corporalmente, sirviéndolos y administrándoles el alimento y las medicinas, y espiritualmente, instruyendo a los enfermos en las cosas necesarias para la salvación y procurando que hagan confesión general de toda su vida pasada, a fin de que por este medio los que mueran, salgan de este mundo en buen estado y los que sanen, formen la resolución de nunca más ofender a Dios».
En la dinámica de la Compañía, se recalca el papel primordial que tiene el amor como una de las tres virtudes que forman su espíritu: amor a Dios, amor de las Hermanas entre ellas y amor a los pobres que son «sus señores, ya que nuestro Señor está en ellos y ellos en nuestro Señor». Pero sin olvidar, que el amor se manifiesta comúnmente por la mansedumbre y la cordialidad.
El espíritu que anima constantemente a las Hijas de la Caridad, además del amor, comprende la humildad y la renuncia a todo afecto carnal y a la propia voluntad para hacer en todo la voluntad de Dios. Les inculca la pobreza dentro de una vida parecida a la de los pobres, la castidad que exige mucha atención en el trato con los hombres y finalmente, una obediencia pronta, alegre, constante y perseverante.
Esta primera parte termina indicando los medios que facilitan el fin y las prácticas de piedad, habituales en la Compañía: revisión de vida personal y comunitaria, confesión frecuente y comunión los domingos, misa diaria, oración durante media hora dos veces al día, lectura espiritual, examen particular y examen general todas las noches.
Todo el programa puede resumirse en la imitación y seguimiento de nuestro Señor Jesucristo «a quien sirven en la persona de los pobres». Al final, pone una frase sin importancia, pero penetrante en la sicología de mujeres que viven alejadas y atinada para una Compañía que comenzaba a andar: «Escribirán frecuentemente a sus superiores de París».
La segunda parte es el horario de la vida diaria. Lo escribió Luisa y lo corrigió Vicente. Con la viveza de una mujer, que conoce a sus jóvenes, redacta todas las situaciones del día, desde que se levantan en el nombre de nuestro Señor, a las cuatro de la mañana hasta que se acuestan, a las nueve de la noche, también en el nombre de Dios. No se olvida de cómo deben actuar a lo largo de la noche las Hermanas que velan a los enfermos.
El horario entero gira alrededor de un punto central, el servicio a los pobres: la oración tan necesaria a una Hija de la Caridad y la vida de comunidad imprescindible para las Hermanas, con sus tiempos de recreo, de lectura y de labores personales.
Esta mujer que había visitado la miseria de los pobres enfermos y que había vivido en el hospital, no se olvidó de su situación concreta. Recordaba aquella sala de 60 metros de largo por 22’50 de ancho y 12 de altura, aireada por ventanales en lo alto, cerca del techo. Le habían comunicado que a un lado había 112 camas de hombres y al otro 110 de mujeres y, sin que nadie se lo dijera, sabía que en cada cama frecuentemente se acostaban varios enfermos. El aire de la sala estaba enrarecido y por las noches corrompido. En todos los hospitales, por servicios, tenían bacinillas debajo de las camas que se vaciaban en dos grandes barreños colocados en medio del pasillo.
En una esquina, junto a la entrada, sin tabiques que los aislaran, se reservaban unos pocos metros cuadrados cubiertos de paja donde se instalaban a los enfermos incontinentes o contagiosos. La paja se cambiaba todas las mañanas. Cuando las Hermanas entraban al amanecer, el hedor y el aire corrompido eran insoportables. Luisa lo sabía y escribió en el horario unas líneas llenas de humanidad:
«A las seis de la mañana, todas irán al hospital, para vaciar los jarros y las bacinillas y hacer las camas de los enfermos, pero antes de ir, todas habrán tomado un poco de vino y de pan, excepto los días de la santa comunión, en que se contentarán con aspirar olor de vinagre con el que se frotarán las manos Quizás esto, sólo será necesario hasta que se acostumbren a la atmósfera de los enfermos» (E 45, D 270).
Tal era el hedor que se respiraba que no era raro que se desmayaran al entrar en la sala. No se olvide que en el siglo XVII los pobres no desayunaban. Un poco de vino y pan o el olor de vinagre confortaba, al menos, contra la primera bocanada. Tan repugnante era este servicio que algunas congregaciones religiosas exigían a sus miembros un voto especial de servicio.
Al final del borrador, Luisa advierte a su superior sobre cosillas que se les suelen pasar a los hombres, pero que hacen menos ingrata la estancia de los enfermos: pijamas [camisas], sábanas, toallas, servilletas, sobrecamas, orinales y hasta pebeteros donde se quemen hierbas olorosas que alivien el tufo de la sala.
El segundo recurso, que añadió a las estructuras, fue el director espiritual y confesor de las Hermanas. Fue añadir a los reglamentos gélidos el calor humano y el sonido vivo de la voz de una persona. Impresiona más y se acoge con ilusión mejor una persona real, un director, que un papel escrito. Por entonces, se había convertido en moda tener un director, que en muchas casas formaba pareja con el médico; cierto, para otras muchas era una verdad sin mentira. Para las Hijas de la Caridad de Angers, escogieron a Guy Lasnier, Abad de Vaux y Vicario de la diócesis y amigo sincero de Luisa y de Vicente. Reunía las características que estereotipadas exigían los libros espirituales aunque en este caso eran coincidentes y auténticas: sacerdote prudente y piadoso, de confianza y amante de la Compañía y —lo que también recomendaba la experiencia— no era capellán de la obra. A causa de las distancias, gozó de cierta autonomía en la animación espiritual y fue, al mismo tiempo, una especie de asesor de las Hermanas para algunos asuntos.
Desde la primera carta que le escribió Luisa, aparece la importancia que le daba y la influencia que ejercía en las Hermanas y en la comunidad de Angers. Hombre paciente, siempre estaba disponible para escuchar a las Hermanas. El cuidado que puso en la dirección, más que caritativo fue sacrificado. Leyendo la Historia del Gran Hospital, podemos afirmar que cada visita a las Hermanas producía unión y alegría en la comunidad y eficacia en el servicio a los enfermos. Luisa de Marillac depositó en él su confianza y, lo que es más atrevido en una Compañía naciente y peculiar, le pedía de tiempo en tiempo diera a las Hermanas una conferencia, aunque sólo fuera de «un cuarto de hora», le enviaba abiertas las cartas a las Hermanas para que viera «lo que el señor Vicente les encargaba sobre la obediencia», puso en sus manos la vocación de las jóvenes que pedían ser admitidas, y le rogaba que confortara a las Hermanas que dudaban de salirse. Dialogó con él por carta y le pedía consejo sobre muchos asuntos espirituales de las Hermanas, del servicio y de ella misma. Tanto se fio de él y tanto lo valoró que, en abril de 1641, le pidió que pusiese el nombre de la Hermana que juzgara apropiada para Hermana Sirviente y que Vicente de Paúl expresamente había dejado en blanco. Luisa de Marillac resumió así la labor de este director: «Yo estoy tranquila, puesto que usted está en la ciudad [Angers], por el convencimiento que tengo de que su caridad me avisará si ocurriera algún mal». Y en otra ocasión: «Así, como esta obra en sus comienzos tuvo la bendición de establecerse por medio de usted, creo, señor, que nuestro buen Dios quiere que se conserve también por los buenos caminos». Sin que se desentendiera de las Hermanas, el Abad de Vaux se vio obligado, por sus muchas ocupaciones, a tomar un sucesor o acaso mejor, un ayudante, el señor Ratier.
Como dinámica de la vida comunitaria, se introdujeron las Visitas Canónicas, tradicionales en la historia de las congregaciones religiosas, y que el Concilio de Trento había realzado (ses. XXV, cp. VIII, 20). Como todo en la Compañía, las Visitas Canónicas brotan espontáneamente, paralelas a las necesidades. Parecen un manantial después de las lluvias.
San Vicente de Paúl era realista, Santa Luisa de Marillac, también. San Vicente preveía los peligros y la desedificación que podían causar las relaciones entre los misioneros paúles y las Hijas de la Caridad, y por ello, no le agradaban y recalcaba atención y prudencia. También, Santa Luisa lo preveía y su gobierno tenía en cuenta mucha prudencia. No obstante, da la sensación de fomentarlas: saludos y visitas de cortesía, noticias mutuas de familiares, peticiones de ayuda, etc. Santa Luisa pensaba que unos sacerdotes que buscaban ansiosamente la santidad, cualificados en las ciencias sagradas y entregados única y totalmente a los pobres, igual que sus hijas, podían hacerles mucho bien. Sus jóvenes eran mujeres piadosas y buenas, pero sin cultura religiosa, que necesitaban dirección, y quienes mejor se la podían dar eran los misioneros paúles, que vivían el mismo carisma y el mismo espíritu y tenían el mismo fin y fundador.
Qué cosa más lógica que, al tener la lejanía de la comunidad de Angers, Luisa pidiera al fundador Vicente que enviara al padre Lamberto a visitarla para animar a las Hermanas y resolver cualquier problema que hubiere. Nada de leyes canónicas, todo de manera familiar. Y así fue. El P. Lamberto llegó a Angers en el verano de 1640, y también volvió al año siguiente y en años sucesivos. Luego, continuaron otros padres, y otras comunidades recibieron la visita de los misioneros paúles.
Supuesta la poca categoría social de esta todavía cofradía, aislada de las Caridades de señoras, en el hospital, los misioneros se esforzaban en animar la comunidad en la vida de Dios, de comunidad y de servicio. Para mejor lograrlo, hablaban con todas en particular y en común. Pero no sólo eso, el P. Lamberto llevaba autoridad para hablar con el obispo y con los administradores, para indicar o pedir destino de las Hermanas que juzgara oportuno y hasta para realizarlo. Solucionó por sí mismo problemas y asuntos de las Hermanas y de la comunidad, y luego le comunicaba a Vicente y a Luisa lo que había hecho. Sorprende que el P. Lamberto permita hacer los votos a Sor Brígida y sólo después se lo comunique a San Vicente (III, c.1014). En Angers, el P. Berthe se atrevió a nombrar Hermana Sirviente a Sor Claudia, en ausencia de Sor Cecilia, y de lo único que se asombra Luisa de Marillac es de que Sor Claudia no se lo haya comunicado (c.613).
No cualquier misionero pasaba la Visita, tenía que ser enviado por Vicente de Paúl. La autoridad se la habían otorgado Vicente de Paúl y la señorita Le Gras. En los informes que enviaban a Luisa sobre la Visita, como una disculpa, solían recordar las órdenes que ella misma les había dado. Frecuentemente, la santa comunicaba a las comunidades que tal misionero paúl pasaría visita y solucionaría las dificultades.
La correspondencia con las comunidades
Sin pertenecer a las estructuras de la Compañía, las cartas de Luisa de Marillac a las comunidades, formaron un legado imprescindible para la formación y vida de las Hijas de la Caridad que la conocieron en vida. Al desplegarse las Hijas de la Caridad por regiones lejanas, Luisa no podía estar presente, ni formarlas, ni siquiera supervisar personalmente las obras y las comunidades. Sin embargo, necesitaba hablar con sus jóvenes, conocerlas, ayudarlas, saber de sus vidas. Lo hizo a través de las cartas.
Por fortuna, el 16 de octubre de 1627, Pedro Alméras había publicado el Reglamento de Correos. Aunque bastante deficiente, organizaba los correos especiales ya existentes e instituía «los correos ordinarios que, a un precio módico, salían y llegaban en días determinados de la semana», desde París a las principales ciudades y viceversa.
El correo a Angers no tardaba menos de tres días, si todo iba bien, pero lluvias, accidentes, detenciones llevadas a cabo por las autoridades para conocer no sólo el contenido del correo sino también de las cartas, ocasionaba retrasos de diez días y hasta de un mes. Tampoco era difícil que las cartas se perdieran por el camino. A todos estos incidentes, se añadía la dificultad de encontrar la dirección, cuando la carta llegaba a la ciudad.
Por medio de la correspondencia, Luisa se puso a dialogar con sus hijas. Escribió miles de cartas, aunque desgraciadamente, sólo se conservan poco menos de ochocientas. Escribe con facilidad, sin preocuparle el estilo; a veces, da la sensación de ser un estilo prieto en el que tiene más importancia la idea que la forma. Su mente va más rápida que la pluma; es concisa y no repite lo que le dicen, ella responde sin que sepamos a qué. Va escribiendo según le vienen a la mente los asuntos; parece que da saltos y así algunos párrafos nos son difíciles de comprender.
En las cartas, abría su corazón repleto de sentimientos femeninos. La vemos alegre o triste, preocupada o enfadada según las noticias que recibía. Conocía a las Hermanas desde el día en que llegaron a su casa para pertenecer a la Compañía, algunas todavía muy jóvenes. Se acordaba de sus virtudes y defectos, de sus aficiones y manías y, como una amiga, las anima, las apoya o les riñe, como a Sor Ana Rose, a la que recomienda que no haga los Ejercicios sin estar ella presente, pues «es un poco escrupulosa y hay que tratarla algo distinta de las otras» (c.155).
Una a una, se dirige a todas y les pregunta con delicadeza por su situación o su salud. Todo salpicado de consejos para llegar a la santidad. Les cuenta la situación de sus padres y parientes: si están en apuros económicos, si se han casado, si han tenido familia, si están sanos o si han muerto.
A través de las cartas, pretendía que no se sintiesen alejadas o en soledad, sino cerca de París y unidas a la Casa central, que Luisa llamaba simplemente la Casa. Por este medio, Luisa supo unir a todas las Hijas de la Caridad esparcidas por las villas o pueblos de Francia y de Polonia. Para lograrlo, les contaba los trabajos y destinos de sus compañeras y les daba noticias de las nuevas fundaciones, algunas muy lejos de París. Al leer las cartas, se respira un vaho de dolor cuando les anuncia la enfermedad o la muerte de Hermanas que ellas conocían, algunas aún jóvenes.
En las cartas, encontramos siempre algunas de estas tres dimensiones: ideas de organización, sugerencias dinámicas para la comunidad o vivencias de vida de Dios. Pero todo en favor de los pobres; por ellos, las Hijas de la Caridad fueron al hospital y sin ellos no tenía razón de ser la Compañía. Los pobres se introducen siempre en la correspondencia de Luisa, unas veces asidos al fin de las cartas y otras expresados en los consejos que da a las Hermanas: que les laven las manos antes de comer o que una Hermana acompañe al médico cuando pase las visitas. Aunque inoperantes, las medicinas eran caras y difíciles de encontrar; no es extraño, entonces, que les explique la manera de confeccionarlas —ella cree entender algo de fármacos—. Insiste en el cuidado tolerante, humilde y cariñoso a los enfermos, «nuestros amos y miembros queridos de Jesucristo». Para que no pierdan el tiempo, que pertenece a los pobres, les ordena que no hagan visitas inútiles ni aprendan a leer a costa del tiempo debido a los enfermos. Un día como disculpa ocasional y sin fundamento, les escribe una carta breve para no robarles el tiempo (c.23).