CÓMO VIVIÓ LUISA DE MARILLAC LA CONSAGRACIÓN
Comenzaremos diciendo que esa tendencia a vivir en clave de consagración, estaba alimentada por su mismo impulso interior y por la influencia de sus autores espirituales preferidos. Luisa de Marillac tuvo la suerte de vivir en el «gran siglo de las almas». Tiempo de reforma en el que surgió un gran despertar de la dimensión espiritual de las personas. Período de renovación profunda de la fe y de la religiosidad en Francia. Ella. con su peculiaridad personal, y a su nivel, sin la notoriedad conseguida por otros, puede ser considerada como una de las personas que contribuyó de manera importante a la restauración católica. Conoció de cerca a los mejores espirituales y místicos de la época que se reunían en el salón de Madame Acarie o en casa de su tío Miguel de Marillac. Allí se respiraba espiritualidad, espíritu misionero. preocupación por los pobres y renovación del clero. A París acudían predicadores de gran renombre, corno Francisco de Sales a quien Luisa conoció personalmente y cuyas obras fueron para ella su libro de cabecera. Y la ciudad acogió con entusiasmo la corriente de fervor espiritual que provenía del norte de Europa, la que procedía de España con la entrada de las Carmelitas, y la publicación de la mejor literatura mística alemana y española. El discurso teológico era cuidado, a pesar de que no terminó de desaparecer el rigorismo que teñía la naturaleza humana de pesimismo y negatividad. De entre todos los libros a los que Luisa pudo acceder, destacan, además de las obras salesianas la Introducción a la vida devota y el Tratado del Amor de Dios, La Guía de pecadores de Fray Luis de Granada, y el libro de la Imitación de Cristo. Era considerada corno una mujer culta, por lo tanto hemos de suponer que leyó también la literatura espiritual en boga entonces, y no solo a los místicos renanoflamencos, a Pedro de Berulle o a Benito de Canfield, sino también a otros autores que divulgaban aquellas ideas. En el París que le tocó vivir encontró el clima de fervor adecuado para que se fraguara su alma mística.
Y antes de analizar las líneas maestras de su consagración, digamos que Luisa la vivió en clave de amor; un amor delicado y alegre, acogido con agradecimiento y responsabilidad, disfrutado en la reciprocidad y cultivado en la sorprendente fragua del vivir cotidiano; un amor aprendido y educado en la oración y contrastado y verificado en sus relaciones y el hacer de cada día. En su crecimiento y maduración espiritual, el amor, derramado en su corazón por el Espíritu, llegó a presidir de modo admirable su relación con Dios en Cristo Jesús; y así era el puro amor de Jesús el domicilio de su permanencia’, el que le inspiraba la práctica de las virtudes que Él mismo practicó, la piedra filosofal que convierte todo en oro haciendo meritorias todas sus acciones, el atractivo para permanecer entregada al servicio de Dios’ y lo que lograba inflamar su corazón en santas llamas, hasta el punto de poder percibir los demás algunas chispas de ese fuego.
Avancemos pues, para descubrir el horizonte de la consagración en Luisa de Marillac.
- «ME SENTI IMPULSADA POR EL DESEO DE DARME A DIOS»
Así se expresaba Luisa de Marillac cuando plasmaba sobre un papel el recuerdo imborrable que habían dejado en ella ciertas experiencias interiores tempranas: «Me sentí impulsada por el deseo de darme a Dios para hacer toda mi vida su santa voluntad». No estaremos equivocados si pensamos que Luisa, quizá a finales de 1621, a los 30 años, comenzó a experimentar cambios en su interior. Uno de ellos, advertido tal vez en 1622, el 20 de enero, le revelaba un cambio en su disposición para darse a Dios. Si antes el estímulo provenía de la devoción, entendida corno interés en ser buena a base de compromiso y fuerza de voluntad, sacrificio, ascesis, etc., ahora algo nuevo percibía en su interior; el apremio le brotaba del corazón, se sentía impulsada desde dentro, no empujada desde fuera. La expresión evoca el ciervo que corre presuroso y jadeante hacia las fuentes cristalinas, azuzado por la sed. Así también, ella sentía el impulso a darse, a entregarse con agilidad y viveza espiritual, impulsada por la fascinación que ejercía Dios sobre ella, por el atractivo que derramaba en su alma el Espíritu. La lectura asidua y comprometida de la Introducción a la vida devota, iba educando ese impulso interior, avivaba su deseo de llegar a la verdadera devoción y le ayudaba a identificar la que brota de la pasión y fantasía. La devoción viva y verdadera, leía una y otra vez, «presupone el amor de Dios; mas no un amor cualquiera, porque, cuando el amor divino embellece a nuestras almas, se llama gracia, la cual nos hace agradables a su divina Majestad; cuando nos da fuerza para obrar bien, se llama caridad; pero, cuando llega a un tal grado de perfección, que no sólo nos hace obrar bien sino, además, con cuidado, frecuencia y prontitud, entonces se llama devoción». En su Reglamento de vida en el mundo había escrito: «no tendré el deseo de servir a Dios sino en la medida en que me atraiga su santo amor».
Esta manera de vivir su deseo de darse a Dios marcó el comienzo de la vivencia personal, consciente, de su consagración y es la garantía de su autenticidad. Hoy conviene que afinemos nuestra mirada a los textos que nos ha dejado. Los actos de piedad, la mortificación que vivía, hemos de considerarlos en esta clave de atractivo. No tienen por qué parecernos actos muertos, vacíos, «para cumplir». Ella los hacía para estar alerta, para mantener vivo el deseo, para cultivar e intensificar el darse a Dios, para vivir en presente la consagración. Y procurará mantenerse así durante toda su vida, en fidelidad dinámica y creciente, hasta el darse por completo», irradiando a su alrededor y contagiando ese impulso. En un precioso juego de complicidad, le dirá a sor Ana Hardemont mucho más tarde: «Me imagino que no deja usted de darse a Él con frecuencia para cumplir su santísima voluntad»’.
Es curioso caer en la cuenta de la solidez que en la vida de Luisa tuvo este impulso a darse a Dios. Lo vivía permanentemente hasta el punto de que llegó a formar parte de su identidad más profunda. Esa frase escueta v colmada de energía y de vigor resumía su anhelo profundo. era el leitmotiv de su existencia; y por eso podía manar de su interior. en cualquier momento, limpia y cargada de fuerza motivadora. La formuló por primera vez en enero de 1622 y, treinta V dos u–los más tarde, cuando escribía a sor Ana, volvía a surgir nueva, auténtica, intacta desde aquella actitud viva de fidelidad en la que el deseo se había convertido.
Pero, ¿es la imagen del Dios a quien ella se daba? No era, por supuesto, a un Dios lejano, impersonal, distante, desinteresado de las cosas de esta tierra. Se entregaba a un Dios que se le revelaba cercano: que tenía sus delicias en estar con los hijos de los hombres, que se hacía presente y actuante en el interior de cada persona porque se complace en venir «a recrearse en lo que le pertenece que le iba revelando su proyecto de vida para sí misma y para la sociedad en que vivía; un Dios encarnado, que había tomado la carne humana. v conocía nuestros secretos; el Dios encarnado en Jesucristo.
- “FELIZ DE SER ACEPTADA POR ÉL PARA VIVIR TODA MI VIDA EN SU SEGUIMIENTO»
Luisa se sentía impulsada también por el deseo de darse a Dios para vivir en seguimiento de Jesucristo. Desde muy joven era consciente de la presencia en su alma de esa llamada; pero fue quizá al poco tiempo de morir su marido cuando pasó a ocupar el primer plano en su proyecto de vida. Sentía la urgencia de vivirlo, y vivirlo en libertad. Deseaba que nada le impidiera caminar tras las huellas del Maestro. Y tenía que hallar el modo que le garantizara poder vivirlo en plenitud. Y lo encontró en la práctica de lo que le permitiría vivir desasida de todo, desprendida, no apegada a realidades que pudieran distraerla y alejarla del seguimiento. Por eso, cuando redactó su Reglamento de vida en el mundo, lo comenzó de esta manera: «Que esté siempre en mi corazón el deseo de la santa pobreza, para que libre de todo, siga a Jesucristo y sirva con toda humildad y mansedumbre a mi prójimo». Deseo; movimiento afectivo hacia algo que posee atractivo: intensidad de energía para conseguirlo. Sed de libertad: capacidad de elección. exquisito cuidado en el discernimiento y clarividencia en la decisión.
Nos encontrarnos ante una mujer afectada por el atractivo que ejercía sobre ella una llamada; seducida por su belleza. Y cuando vamos penetrando en su experiencia interior, no deja de conmovernos el hallazgo de una admirable y gozosa reciprocidad. Ella se da, y Él la recibe. Dios y la criatura se encuentran en el recíproco buscarse para darse, para entregarse. Y todo es gracia que embellece el encuentro, amor que lo hace sagrado, gozo que inunda el alma. Un día de 1632, cuando tenía 41 años, escribía así: «Puesto que Jesús hace suyas nuestras necesidades, es muy razonable que sigamos e imitemos su santísima vida humana; este pensamiento me ha ocupado profundamente el espíritu y en él he resuelto decididamente seguirle, incondicionalmente, y llena de alegría al sentirme tan feliz de ser aceptada por El para vivir toda mi vida en su seguimiento«. Por la manera de expresarse podemos conocer su talante y su determinación. He resuelto decididamente habla de una opción libre, alegre, entusiasta y comprometida. Llena de alegría al sentirme tan feliz expresa su gozo desbordante, su experiencia de plenitud, el clima interior que le habita en su relación con Jesucristo. Vivir toda mi vida en su seguimiento señala el ámbito del compromiso, toda mi vida; al que podríamos añadir «y con toda el alma», dedicada a ese proyecto fundamental. El texto alude igualmente a una tarea, a un programa claramente definido: Imitar su vida humana declarando que su centro de atención será el estilo de vida de Jesucristo cuando estaba en la tierra, sus opciones, sus gestos, su modo de relacionarse con el Padre y con las personas, sus preferencias, sus actitudes, sus sentimientos, tal y corno aparece en el Evangelio; imitarle para vivir como él vivió, en el intento de no apartarse ni un ápice del modelo a imitar. «¡Qué razonable sería, —dirá un día a sor Juana Lepintre-, que aquellas a las que Dios ha llamado al seguimiento de su Hijo, tratasen de hacerse perfectas como El, intentando hacer de su vida una prolongación de la suya! «Que felicidad!
- «EL DÍA DE MI BAUTISMO FUI CONSAGRADA Y DEDICADA A MI DIOS»
Esta frase aparece al comienzo de un escrito que Luisa llama Acto de protestación. No podemos fecharlo con precisión. La versión que ha llegado a nosotros. —pudo haber otra anterior—, es posterior al 4 de mayo de 1623 y quizá fue escrita en fecha muy cercana a esa. El Acto de protestación lo leía frecuentemente. Sabemos que se propuso leerlo todos los primeros sábados de mes en privado, y que lo leía ante su director espiritual al finalizar su confesión general. Pero la frase no es suya, la copió literalmente de Francisco de Sales en su obra Introducción a la vida devota’.
El Obispo de Ginebra escribió sus obras con la intención de animar a la gente seglar de entonces a llevar una vida devota, igual que las personas que vivían en conventos su consagración religiosa llevaban una vida de perfección. Su propuesta no era menos exigente para los seglares que la profesión para los monjes o religiosos. Tanto la vida religiosa como la vida devota, —si se vivían con autenticidad—, eran vida consagrada, aunque el escenario en el que se desarrollaran fuera, en un caso la celda y el claustro del convento y en el otro la casa familiar con sus tareas y relaciones domésticas, los compromisos sociales o las calles de la ciudad.
Todos sabemos que Luisa de Marillac era asidua lectora de las obras del santo obispo, que él mismo le visitó en su casa en 1619, con motivo de una de sus visitas a París, y que le tenía tanta devoción que le atribuyó la recepción de una de las gracias más significativas para ella: la experiencia de la Luz– de Pentecostés. Nada de extraño tiene, pues, que se inspirara en aquella doctrina que, lo sabemos con seguridad, le ayudó decisivamente en su crecimiento espiritual. Y vamos a ver cómo esa afirmación, hecha suya de corazón, podemos contrastarla en su vida.
Para Luisa, la auténtica consagración se realizaba en el Bautismo porque nos engendra como hijos de Dios y de la Iglesia nos hace nacer de nuevo y nos transmite su vida, la vida de todo un Dios; porque en él se nos da el Espíritu, que es el único que puede transformar algo en sagrado. Cuando el Espíritu Santo, en la unción con el santo crisma, toma posesión de una persona le transmite su santidad, su sacralidad. Fiel a la tradición cristiana ella consideraba a todo cristiano, un consagrado.
En el Catecismo que ella compuso vertió sus convicciones de fe más importantes. Dice que el Bautismo «borra el pecado original; y sin él, jamás entraremos en el Cielo«. Porque cuando nos bautizaron, nuestros padrinos «prometieron que viviríamos y moriríamos cristianos, y renunciaron al mundo, al diablo y a la carne». Lo que quiere decir que ya «no queremos escuchar sus tentaciones, ni hacer lo que nos inspira; prometemos también no escuchar al mundo ni seguir sus máximas y vanidades y no dar a nuestro cuerpo todos los placeres que pide cuando es con ofensa de Dios, y estamos obligados a cumplir estas cosas. El bautismo pues, le evocaba morir a una vida alejada de Dios y regida por las máximas del mundo. resistencia a la tentación, muerte al pecado. conversión, y resurgir a la vida nueva inaugurada por la resurrección de Jesucristo según las máximas del evangelio, en seguimiento de Jesucristo. El bautizado es una criatura nueva, un consagrado: pertenece totalmente al Señor.
Cuando una joven se acercaba a ella para vivir el proyecto de vida de Hija de la Caridad, no pedía más requisito ni necesita otra cosa sino que viviera la consagración bautismal. Quería que las que se acercaran a la Compañía fueran «espíritus equilibrados y que deseen la perfección de los verdaderos cristianos, que quieran morir a sí mismas por la mortificación y la verdadera renuncia, va hecha en el santo bautismo, para que el espíritu de Jesucristo reine en ellas y les dé la firmeza de la perseverancia en esta forma de vida, del todo espiritual, aunque se manifieste en continuas acciones exteriores que parecen bajas y despreciables a los ojos del mundo, pero que son grandes ante Dios y sus ángeles«.
Cuando ella misma o las primeras Hermanas tenían que pronunciar los votos de la Compañía por primera vez o renovarlos, en la fórmula que utilizaban, igual que en la actualidad, la renovación de las promesas del Bautismo precedía a la formulación de los votos.
En cada confesión importante declaraba: «Me arrepiento de nuevo con todo mi corazón, apoyándome en los méritos de la muerte del Salvador de mi alma como en el único fundamento de mi esperanza, en virtud de la cual confieso y renuevo la sagrada profesión hecha en mi nombre a mi Dios en mi bautismo, y me resuelvo irrevocablemente a servirle y amarle con más fidelidad, entregándome por completo a Él’.
El bautismo genera un proceso que dura toda la vida. Ella lo recibió de niña pero al llegar a la madurez cayó en la cuenta de que lo que había sido gracia en su vida, era entonces tarea, compromiso, proyecto a realizar. vida nueva que alumbrar; lo que había sido semilla, era entonces crecimiento y maduración de los mejores frutos: lo que se le había entregado como talentos, era entonces habilidad para trabajar con ellos y duplicar su valor. Y todo ello, por efecto de esa misteriosa energía que surge silenciosa y potente cuando la persona es activa en el abandono v la confianza y permite que el Espíritu haga su obra en ella. En los Ejercicios espirituales que realizó en junio de 1657, cuando Luisa era va muy mayor, a sus 66 años, cargada de experiencia, escribía lo siguiente: «Uno de las mayores pérdidas que pueden sobrevenir a las almas que no participan en la venida del Espíritu Santo es que los dones infusos en el Bautismo no tienen su efecto; lo que nos hace comprender la verdad de una advertencia de Nuestro Señor a las almas cobardes y perezosas, de que no sólo no habrán conseguido nada, sino que lo poco que tienen les será quitado. Es verdaderamente colocarnos por nuestra miseria en la impotencia de que ni siquiera la gracia haga nada en nosotras«.
Sor Carmen Urrizburu, HC
CEME, 2015