Nuestra Compañía ¿es secular o regular? Dicho de otro modo: nosotros ¿somos seculares o religiosos?
Pensarán algunos que aquí se trata sólo de una polémica de palabras. Falso. La respuesta que demos a la cuestión condicionará más de una de las opciones que adoptemos en vistas al futuro de la Congregación.
En el folleto del P. Beyer, «Las sociedades de vida común» —separata de un artículo publicado en la revista romana Gregorianum (vol. XLVIII, 1967, páginas 747-765)—, leemos, pág. 748: «La vida de una institución depende, en gran parte, de su estatuto. Por ello, cada sociedad debe gozar, en la Iglesia, de la libertad de ser lo que ella es. No se la puede obligar a tomar una estructura que no responda a su vida, a su función, a su misión».
Planteemos, pues, la cuestión de saber lo que somos.
Se trata de un problema canónico. Algunos, después de la publicación del C. I. C. en 1917, creyeron que la podían plantear en estos términos: ¿En qué categoría jurídica, canónica, entramos nosotros? Cuando podía preguntarse legítimamente si estamos obligados a entrar en alguna de las categorías creadas por el Código. Más adelante veremos la razón de esta reserva.
Es también un problema teológico; más adelante lo examinaré ayudándome del estudio realizado por el P. Joppin.
También es, y me perdonaréis que lo subraye, un problema histórico del que se pueden formular en estos términos los distintos aspectos: ¿Qué estatuto ha querido San Vicente para su Comunidad? ¿En su origen y después de veinte o treinta años de existencia? ¿Ha habido una evolución en la Compañía a lo largo de los tres largos siglos de su existencia?
Canónico, teológico, histórico, nuestro problema ¿no será también psicológico, espiritual y pastoral?
¿Quién no’ ve lo importante que es para la Congregación determinar lo que ella es, hic et nunc, lo que no debe dejar de ser y de querer ser? No temamos que el futuro Derecho Canónico vaya a echar por tierra o debilitar el trabajo de la Asamblea General: la puesta a punto de nuevas Constituciones. Es posible que, como consecuencia de la revolución post- conciliar, se abandone la terminología antigua (y cuando digo antigua hablo de la de 1917), quizás se modifiquen los marcos, se reduzcan las categorías, pero no se tratará de suprimir las formas de vida común y apostólica, que son uno de los recursos espirituales de la Iglesia en su obra de evangelización.
No hay en la Iglesia dos comunidades absolutamente idénticas; cada comunidad tiene, como se suele decir, su «carisma» propio; la nuestra, por consiguiente, tiene el suyo. Este carisma, nuestro carisma propio, es el que se trata de determinar; para ayudarnos a ello, intentemos resolver, de una vez por todas, el problema de nuestra «secularidad», es decir, el de saber a qué clero pertenecemos: religioso o secular.
Interroguemos en primer lugar a la historia; los textos de San Vicente, los de sus sucesores, los decretos de las Asambleas Generales, cada vez que tratan del estatuto de la Congregación hablan de los sacerdotes de la Misión, y, casi sin excepción, de los sacerdotes seculares.
Antes de pasar revista a los textos capitales, permítasenme algunas advertencias preliminares.
1. Cuando en los siglos XVII, XVIII y XIX se habla de «seculares» hay que tener en cuenta que estas expresiones se refieren a situaciones canónicas totalmente diferentes de las que han sido fijadas por el C. I. C. de 1917.
2, Aun cuando van introduciendo en los usos de la Compañía observancias más o menos monacales (alineándonos así más o menos con los religiosos), San Vicente y sus sucesores continúan afirmando que la Congregación es secular.
3. La orientación hacia la vida «religiosa» ha sido, en el curso de su historia, una tentación para muchas comunidades seculares instituidas en el siglo XVII. Algunas han sucumbido a ella; piénsese en los Eudistas y, en menor medida, en los Oratorianos. Más adelante examinaremos las razones de esta evolución.
PENSAMIENTO Y VOLUNTAD DE SAN VICENTE
Abordemos ahora los textos que nos darán a conocer el pensamiento, la voluntad de San Vicente; los daré cronológicamente porque entre los tres o cuatro misioneros de 1625-26 y la Congregación que, en 1660, a la muerte de San Vicente, contaba 26 ó 27 casas y más de 300 miembros, hay cierta diferencia.
El primer texto con el que nos encontramos es, evidentemente, el contrato de fundación del 17 de abril de 1625, inspirado, si no redactado, por San Vicente mismo; se trata de una
«piadosa asociación de algunos eclesiásticos… que querrían, con el beneplácito de los prelados, cada uno en el terreno de su diócesis, dedicarse entera y puramente a la salvación del pobre pueblo, yendo de aldea en aldea, a cuenta de su bolsa común, a predicar, instruir, exhortar y catequizar a esas pobres gentes…» (SV XIII, 198).
Es interesante también consultar el acta de asociación de los primeros misioneros, firmada el 4 de septiembre de 1626; se habla allí de
«algunos eclesiásticos que se ligan y unen para emplearse a manera de misión, a catequizar, predicar y escuchar la confesión generar al pobre pueblo del campo… para vivir en comunidad a modo de– congregación, compañía o cofradía… (SV XIII, 204).
En resumen, originariamente (1625-1626), no tenemos más que una comunidad de trabajo, hoy diríamos: una sociedad de vida apostólica. Durante varios años aún, no se tratará de vida religiosa, de consagración, ni siquiera de perfección evangélica… Cuando en el mes de junio de 1628, San Vicente se dirige al Papa para obtener la aprobación de su comunidad, solicita para sus misioneros el favor de ser sustraídos a la jurisdicción de los Ordinarios, pero para ponerlos bajo la dependencia de la Santa Sede (SV I, 49). Esto era pedir demasiado, era, sobre todo, hacer aparecer a la nueva comunidad como una «religión formada» (SV XIII, 223-224). La petición fue rechazada. La Congregación de la Misión no será erigida oficialmente en la Iglesia hasta la Bula Salvatoris Nostri, del 12 de enero de 1633 (SV XIII, 257-267). Aunque sólidamente estructurada, jerarquizada, la Congregación no llega a ser una «religión»; la sumisión a los Obispos está subrayada para todo aquello que mira al ministerio misionero:
«Aunque sometidos a sus Superiores y a su General para su disciplina y dirección, los asociados de esta Congregación estarán sometidos, sólo para las misiones, a los Ordinarios del lugar. Estos, según les pareciere, podrán enviar a las diversas partes de sus diócesis a los miembros de dicha Congregación que sean designados por sus Superiores» (SV XIII, 260).
A partir de alrededor de 1640 (la Congregación de la Misión tiene quince años de existencia), se asiste a la introducción de reglas y prácticas que hacen aparecer a la Compañía como girando hacia la «religión»; un ejemplo característico: la introducción de los votos. Paralelamente, sin embargo, se proclama muy alto que se permanece en el clero secular y que se está decidido a no ser confundidos con los religiosos. Es notable, desde este punto de vista, el texto de la aprobación por el arzobispo de París de los votos en uso en la Congregación de la Misión. El arzobispo aprueba los votos (19 de octubre de 1641), pero añade inmediatamente:
«de tal modo, sin embargo, que dicha Congregación, a pesar de los votos emitidos, no pueda ser considerada como formando parte de las órdenes religiosas; sigue formando parte del clero secular» (SV XIII, 285).
¿Por qué la introducción de los votos?, nos podríamos preguntar. No vayamos a ver aquí principalmente razones espirituales, místicas, como se proclamará más tarde, mucho más tarde. Si San Vicente ha introducido los votos ha sido porque ha visto en ellos un medio para asegurar la perseverancia de los cohermanos y poder disponer en consecuencia de un personal suficiente para asegurar la continuidad de las obras emprendidas.
En 1642 San Vicente reunió en San Lázaro una asamblea de cohermanos de experiencia y talento reconocidos para, entre otras cosas, poner a punto las Reglas de la Compañía. Después de haber leído las actas, es imposible evitar la impresión de que se ha dado un paso más hacia la meta inconfesada e incluso rechazada: hacer de la Comunidad misionera una Congregación más o menos religiosa (SV XIII, 297-298). ¿Y qué decir de la parecida Asamblea de 1651? El problema principal que se estudia en ella es el del los votos, de su oportunidad y sus consecuencias. San Vicente defiende firmemente los votos, entre otras, da razones espirituales, razones de perfección personal: no disimula a sus compañeros el peligro que, pronunciando los votos, corren de parecer religiosos, lo que él rechaza explícitamente (SV XIII, 333-356). Sea lo que sea de las observancias, reglas y votos introducidos poco a poco en la Compañía y que le dan apariencia de comunidad religiosa, San Vicente no para de proclamar el carácter esencialmente secular de su Congregación.
Espiguemos en la correspondencia y en las conferencias del Santo algunos textos típicos que muestran, sin ambigüedad posible, su sentido personal:
El 30 de enero de 1645 San Vicente escribe a Bernardo Codoing, superior de la Misión en Roma, en cierto sentido su procurador ante la Santa Sede:
.. Con la gracia de Dios, nosotros permaneceremos siempre en el clero y en la actitud de siervos a disposición de nuestros señores los prelados…» (SV II, 362).
El 14 de junio de este mismo año, en una conferencia a las Hijas de la Caridad, el Superior General se expresa así:
.. hay una regla, no solamente entre los religiosos, sino en todas partes: nosotros, que no somos religiosos y que no lo seremos jamás, porque no lo merecemos, tenemos una…» (SV IX, 114).
El 4 de octubre de 1647 en una carta a Antonio Portail, en Roma:
«… la Providencia de Dios ha inspirado finalmente a la Compañía esta santa invención de ponernos en un estado en el cual tenemos los beneficios del estado religioso por los votos simples, y permanecemos sin embargo en el clero y en la obediencia a nuestros señores los prelados como los más humildes sacerdotes de sus diócesis… no estamos de ninguna manera en el estado de religión, teniendo en cuenta que nosotros declaramos que aun cuando hagamos estos votos simples, no entendemos ser religiosos, sino que permanecemos siempre en el clero…» (SV III, 246-247).
Otro pasaje en el que San Vicente hace alusión a las razones de la introducción de algunas prácticas aparentemente religiosas; en una carta a Renato Almeras, Superior en Roma, de fecha 23 de octubre de 1648:
«… Al Papa, se dice, no le gusta el estado religioso, en buena hora; pero quizás si considera que nuestros votos no nos hacen religiosos, los aprobará… Será bueno hacerle entender que sería difícil hacer subsistir la Compañía, consideradas las diversas, importantes, rudas y alejadas ocupaciones que ella tiene…» (SV III, 379).
Algunos años más tarde, el 25 de abril de 1655, San Vicente escribe a Tomás Berthe, a Roma:
«… ya sé que en Roma se tiene cierta aversión al estado religioso y que la idea que tendrán de que nosotros queremos pasarnos a este estado será un impedimento a nuestra aprobación; pero usted podrá asegurarles lo contrario, ya que nuestros votos son simples y no de religión, y que la regla que hemos hecho y que ha confirmado Mons. el Arzobispo de París…, dice expresamente que no intentamos separarnos del clero ni entrar en el estado religioso…» (SV IV, 579-580).
Dirigiéndose a los misioneros en la conferencia del 6 de agosto de 1655, San Vicente les dice:
.. nosotros no somos religiosos; ha sido necesario que no lo seamos, no somos dignos de serlo, aunque vivamos en comunidad…» (SV XI, 223).
En una carta a un misionero, Santiago Pesnelle, el 4 de febrero de 1656:
.. no es usted religioso ni lo podrá ser nunca, sino sacerdote secular del cuerpo del clero» (SV V, 544).
Recojamos el pasaje de una carta dirigida por San Vicente a Luis Rivet el 28 de julio de 1658; se nota en el Superior General el temor de ver que la opinión clasifique a su compañía entre los religiosos a causa de los votos:
«… no es conveniente que hablemos de nuestros votos a los externos; y cuando haya necesidad de darles a conocer que estamos obligados a practicar las virtudes de los votos, se puede hacer hablando de virtud y no de voto, porque la gente del mundo los podía tomar como votos de religión, aunque sean simples y dispensables, y tenernos por religiosos aunque no lo seamos…» (SV VII, 221).
Escribiendo a un señor de la nobleza, M. de Guespreyre, el 6 de abril de 1659, San Vicente le dice:
.. nuestra compañía, que no es una religión sino una comunidad de sacerdotes seculares dedicada al servicio del pobre pueblo del campo…» (SV VII, 483).
Finalmente, recorramos la conferencia del 7 de noviembre de 1659, que San Vicente dirige a los Misioneros. En ella podemos notar afirmaciones netas, indiscutibles:
«… veamos cuál es el estado al que Dios nos ha llamado. ¿Es una religión? No, se trata de sacerdotes seculares que se ponen en ese estado que Nuestro Señor ha escogido para sí mismo, de renuncia a los bienes, honores, placeres. Dice usted, padre, que no es una religión y hacemos las mismas cosas que los religiosos, o parecidas, e incluso los votos de pobreza, castidad y obediencia, como se hace en la religión. Os digo que no es una religión y que nosotros no somos religiosos… bien, no somos religiosos, y sin embargo somos de la religión, no de San Francisco o de Santo Domingo, sino de San Pedro, y, para mayor firmeza, se han añadido los votos de pobreza, castidad y obediencia…» (SV XII, 372-373).
LA INTENCION DE SAN VICENTE
No se puede poner en duda la intención de San Vicente de fundar una comunidad «no-religiosa», digamos secular: el estudio histórico al que nos acabamos de entregar no parece dejar lugar a objeciones.
Y sin embargo… algunos han pensado que si San Vicente hubiese podido hubiese fundado una Comunidad religiosa, lo que pasó es que no pudo.
No se trata de sospechar que San Vicente no fuese sincero cuando decía que no quería fundar una religión; pero sería igualmente embarazoso pensar que eso era sólo porque la voluntad contraria de Roma y de los obispos o la baja estima de que los religiosos eran objeto en el siglo XVII se oponían a ello con excesivo vigor.
La objeción —notémoslo de paso— se les ha hecho a otras comunidades, por ejemplo a los Eudistas, que en un tiempo han «virado» fuertemente hacia los religiosos.
La oposición de Roma y de los obispos, la indiferencia hacia los religiosos en el siglo XVII, es un hecho cierto; y todo ello no podía menos que apartar a San Vicente, como a otros fundadores contemporáneos, entre otros a San Juan Eudes, de fundar una nueva comunidad religiosa. Pero sigue siendo verdad que los religiosos no hacían efectiva ni esa flexibilidad ni esa disponibilidad que San Vicente quería para sus sacerdotes; los religiosos estaban demasiado alejados del pueblo al que él, Vicente, quería llegar y al cual él destinaba su comunidad: piénsese en la negación de los religiosos a aceptar la fundación de los Gondi. Sería quizás calumniar a San Vicente aplicarle lo que se ha dicho de los hombres del siglo XVII: que no habían hecho efectiva toda la importancia y grandeza de la vida religiosa. En el siglo precedente, San Ignacio, fijos los ojos en su meta apostólica, se había liberado, no sin dificultades, del derecho de los regulares; como él, tampoco San Vicente había querido imponer a sus compañeros la argolla o, si lo preferís, los marcos rígidos de la vida religiosa. Por otra parte, su trabajo ¿no era un trabajo de sacerdotes seculares? Las misiones no eran aún diocesanas, los misioneros no podían incardinarse en una diócesis, hacerse sacerdotes diocesanos. Fue por la fuerza de las cosas por lo que ellos vinieron de la comunidad de trabajo establecida al principio a una cierta forma de vida común. No es engañarse decir: San Vicente ha realizado lo que ha querido, ha fundado la Compañía tal como la ha querido.
¿Qué les responderemos a quienes, partiendo de las estructuras más o menos religiosas que San Vicente ha ido dando progresivamente a la Compañía, sacan la conclusión del carácter religioso de la misma? Admitamos una cierta semejanza con los religiosos, concedamos que en la formación y formulación de las estructuras San Vicente se ha inspirado en los religiosos. Queda en pie, sin embargo, que esta estructura aparentemente religiosa, esta introducción de prácticas y usos más o menos monásticos, no han sido, parece, más que la expresión de un espíritu común, la respuesta a las exigencias de una vida que se va desarrollando. De creer al mismo San Vicente (cf. la carta introductoria a las Reglas Comunes), las Reglas se han ido introduciendo poco a poco, no por acarreo desde fuera, sino brotando, por decirlo así, desde dentro.
¿Es posible que los votos no hayan hecho de nosotros religiosos? Siendo estos votos, para algunos, el elemento constitutivo de la vida religiosa, definida como «una vida común organizada en función y en vistas a la práctica de los votos», que ligan a la práctica de los consejos religiosos, la cosa está clara.
Hoy, cuando se considera que los consejos evangélicos se dirigen a todos los fieles, más o menos, «consagrados», la dificultad derivada de los votos no tiene mayor importancia. Decir que nuestros votos son privados, semi-públicos o privilegiados no cambia nada. Se trata de un problema jurídico: ¿tienen nuestros votos los mismos efectos que los votos públicos? Leyendo a San Vicente, la cosa no aparece clara. La insistencia que él pone en mostrar la necesidad de las virtudes de los tres votos para la vida de los misioneros llevaría a pensar que los ha querido por sí mismos más que como constitutivos del estado de perfección: son para él un compromiso a la vida común concebida como una organización de la vida de perfección. La prueba de ello se puede ver en la institución del cuarto voto en el que consiste fundamentalmente nuestra «profesión». Hombre del siglo XVII, parece que San Vicente haya enfocado la santidad y el compromiso a los consejos como una exigencia del bautismo y del sacerdocio.
Es imposible probar que no hay correspondencia entre lo que San Vicente quería, a saber, que nosotros no fuésemos religiosos, y lo que ha realizado; dicho de otro modo, no hay diferencia esencial entre el pequeño equipo de sacerdotes seculares que en 1625-1626 iban a predicar misiones al campo, y la Congregación de 1660, dotada de Reglas y Constituciones, sino la diferencia del pimpollo y el árbol grande. La meta, el fin que lo debe ordenar todo, ha cambiado: es la evangelización y en relación a este fin esencial debe estructurarse nuestra vida de comunidad, no en relación a los votos como en los religiosos.
TEXTOS OFICIALES DURANTE LA VIDA DE SAN VICENTE
Después de haber dado las afirmaciones de San Vicente (y nótese bien que no las he citado todas), después de haber intentado sondear las verdaderas intenciones del fundador, permítasenos subrayar algunas fórmulas sacadas de los textos oficiales emanados de las autoridades religiosas responsables:
En su acta de aprobación de la unión de San Lázaro a la Congregación de la Misión, el 8 de enero de 1632, el Arzobispo de París habla de la unión del priorato «communitati presbyterorum saecularium Congregationis Missionis parisiensis…» (SV XIII, 251).
Hemos visto más arriba la Bula de erección de la Congregación de la Misión fechada el 12 de enero de 1633, y la aprobación por el Arzobispo de París de los votos en uso en la Congregación de la Misión (19 de octubre de 1641); pasemos al Breve Ex Commissa Nobis por el que el Papa Alejandro VII aprueba los votos emitidos en la Congregación de la Misión (22 de septiembre de 1635):
«dicta Congregatio non censeatur propterea (los votos) in numero Ordinum religiosorum, sed sit de corpore cleri saecularis…» (SV XIII, 382),
que se puede traducir así:
«a pesar de los votos, dicha Congregación no puede ser considerada como perteneciente a las Ordenes religiosas, sino que pertenece al cuerpo del clero secular».
Las mismas expresiones, poco más o menos, aparecen en el Breve Alias Nos, del 12 de agosto de 1659, por el que el Papa Alejandro VII aprueba el voto un tanto particular de pobreza emitido en la Congregación de la Misión:
«ita ut eadem Congregatio non censeretur propterea in numero Ordinum religiosorum, sed esset de corpore cleri saecularis…» (SV XIII, 407).
DESPUES DE LA MUERTE DE SAN VICENTE
¿Cómo resulta que posteriormente, después de la muerte de San Vicente, se ha proseguido sistemáticamente, o casi, la orientación hacia la vida canónica y propiamente religiosa? No deja de ser interesante recorrer la historia de la Congregación en este punto de vista, pero esto nos llevaría demasiado lejos. Notemos sólo esto: tanto en las Circulares de los Superiores Generales como en los decretos de las Asambleas Generales, se sigue diciendo con perseverancia que somos seculares; en los documentos oficiales de la Santa Sede, a los Sacerdotes de la Misión se les llama una y otra vez sacerdotes seculares, y esto en el siglo XVII, y en el XVIII y en el XIX. Se da una constante que no puede ser obra del azar.
Pese a todo esto, progresivamente, en el curso de los siglos y más particularmente en el siglo XIX, bajo el influjo de los PP. Etienne (1843-1874) y Fiat (1878-1914), la Congregación se encuentra —permítaseme la expresión tomada de Rabelais— «enfrailada de frailismo frailificante» (enmoinée de moinerie moinifiante).
¿De dónde ha venido esta evolución, preferiría decir desviación? ¿Cómo y por qué ha llegado a modelarse, a veces servilmente, sobre el molde de los religiosos? Reconozcamos que, para algunos, parecía más lisonjero ser, y mucho más parecer, religioso. A finales del siglo XVII y durante buena parte del XVIII, los Paúles copiaban de buena gana a los Jesuitas y aceptaban alegremente ser más o menos confundidos con ellos. En el siglo XIX, la institución de comunidades religiosas que seguían una nueva fórmula, dio ocasión a más de un Paúl de querer alinearse y con él alinear a toda la Congregación de la Misión con estas comunidades nuevas. Y no vayamos a imaginar que esta orientación, en parte al menos aberrante, fuese cosa sólo de algunos misioneros originales, excéntricos…
Los Superiores, los mismos Superiores mayores, no fueron los últimos en impulsar el movimiento. ¿No veían, por otra parte erróneamente, en el abandono de la secularidad, en la introducción de las reglas jurídicas referentes a los religiosos, un medio de fundamentar más firmemente su poder dominativo?…
Notemos aún que en ciertas épocas, bajo la presión de las circunstancias, las autoridades de la Congregación reivindicaron resueltamente frente al poder civil la cualidad de sacerdotes seculares para los Sacerdotes de la Misión: así al comienzo de la Revolución Francesa, para escapar a las leyes de disolución dictadas contra los religiosos. El P. Cayla de la Garde, Superior General, en una memoria dirigida en 1791 al Comité eclesiástico de la Asamblea Nacional, explica con habilidad:
«… la Congregación de la Misión es una asociación libre en la que se siguen conservando todos los derechos de ciudadano…; se agrega uno a ella después de dos años de prueba y esta agregación se sella con votos simples que hacen los particulares pero que no son recibidos por nadie en nombre del grupo; todo se hace entre Dios y el particular, de suerte que no hay ningún compromiso de conciencia entre la Congregación y los miembros que la componen… se está sometido inmediatamente a los obispos y se depende absolutamente de ellos para todas las funciones…» (Actas del Gobierno Francés, III ed., pág. IX).
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, el P. Fiat, Superior General, insiste ante las autoridades civiles sobre el carácter secular, pero con una cierta incongruencia, embarcado como estaba en proseguir la obra de «religiosización» de la Congregación.
San Vicente había afirmado tan netamente el carácter no-religioso, secular, de su Comunidad, que era imposible toda duda sobre este punto.
CON EL CODIGO DE 1917
Sin embargo, cuando en 1917 fue publicado el Código de derecho canónico, apareció enteramente claro, según las afirmaciones de San Vicente y vista la definición dada de los religiosos y de los que no lo son (canon 673), que no entramos en la categoría de los religiosos; la Congregación, en la persona de sus Superiores y de la mayor parte de sus miembros, se consideró como ligada por el título XVII sobre las «Sociedades de vida común sin votos» (sobreentendido públicos). He aquí, en efecto, lo que dice el canon 673 que abre el título XVII:
«La sociedad … en la cual los asociados imitan la manera de vivir de los religiosos viviendo en comunidad bajo el régimen de Superiores según las constituciones aprobadas, pero sin estar ligados por los tres votos públicos acostumbrados, no es religión propiamente dicha, ni sus socios se designan en sentido propio con el nombre de religiosos.»
Recordemos la definición del estado religioso dada en el canon 487: «Un modo estable de vivir en común, por el cual los fieles, además de los preceptos comunes, se imponen también la obligación de practicar los consejos evangélicos de obediencia, castidad y pobreza».
Después de estas definiciones, después de la publicación de estos textos oficiales, ya no hay duda: no somos religiosos. Aunque dudas las hay, sin embargo, incluso en la Asamblea General de 1919; y más que dudas; algunos cohermanos distinguido1 por su competencia en materia canónica, Provincias incluso, creyeron poder defender —derecho canónico en mano— que éramos religiosos.
LA OPINION DE LA CONGREGACION
¿Y si interrogamos a la Congregación misma? ¿Qué piensa ella de sí misma actualmente, en 1968? Ella ha tenido ocasión de pronunciarse en los diversos cuestionarios que le han sido enviados. En la Placita Coetuum (traducción francesa, pág. 16, del fascículo I) se encuentran las respuestas de algunas Provincias.
La mayor parte de las Provincias citadas están a favor del carácter no-religioso. Una de ellas, para afirmar su convicción, quisiera que no se conservara más que un solo voto, el cuarto. Otras dos, a imitación del Opus Dei que ha pedido pasar del estatuto de Sociedad de vida común al de Instituto secular, quisieran que hiciéramos lo mismo. Pero no hay unanimidad.
Ya he hablado del interés práctico del problema de la secularidad para marcar en qué sentido la Compañía debe, llegado el caso, reformarse para ser o volver a ser lo que ella es esencialmente. Va en ello el estilo de vida, tanto espiritual como comunitario y apostólico, que hemos de adoptar para responder a nuestra vocación propia. Ya he subrayado que el problema no es solamente histórico, teológico y canónico, sino y más aún psicológico, pastoral y espiritual.
¿Qué es lo que distingue al religioso del secular? Una diferencia de mentalidad, de orientación espiritual, de perspectiva apostólica. Precisemos bien lo que entendemos por secular. En el Derecho Canónico actual, vigente todavía aunque los días le estén contados, seculares son unas veces los laicos, otras los sacerdotes diocesanos; evidentemente, el término no nos puede cuadrar a nosotros. En una perspectiva más moderna decimos que sacerdote secular es el que no siendo religioso vive y obra de un modo muy semejante a los sacerdotes diocesanos, sin ser diocesano. El término así entendido nos cuadra perfectamente: somos seculares sin ser diocesanos.
El religioso está orgulloso de ser miembro de una comunidad, heredada a veces de un rico pasado; si no está muy sobre sí, practica «el orgullo de cuerpo», expresión de su devoción hacia su Compañía. Las actividades ministeriales tenderán, para el religioso, tanto a salvar almas como a demostrar lo acertado de las orientaciones pastorales de su comunidad. Sería falso decir que la comunidad sofoca la personalidad del religioso, es más bien el religioso el que disuelve su personalidad en el gran todo de su Congregación; sin confesárselo, obedece a un instinto gregario. Desde el punto de vista espiritual, el religioso cree en el valor intrínseco de los actos, de los ejercicios que le manda su Regla; una conducta espiritual personal, espontánea, libre, le parece casi vituperable; más o menos conscientemente, tiene por únicos hechos espirituales válidos y provechosos los ejercicios espirituales hechos en comunidad que tienen para él un valor casi «ex opere operato».
Durante la baja Edad Media, el apego a las observancias monacales había esclerosado la vida religiosa y desviado de lo esencial en la vida espiritual y en la vida apostólica. Uno de los carismas de San Ignacio fue el de sacudir el yugo de las observancias impuestas a los religiosos para centrar su comunidad sobre el apostolado: rechazó el gregarismo devoto, suprimió el oficio coral cantado, etc. Pero la experiencia ha mostrado que las comunidades mejor formadas o reformadas vuelven a caer, fatalmente o casi, en los mismos errores que habían combatido o abandonado. Tanto es así que sustituir las observancias antiguas por observancias nuevas es volver la espalda a la verdadera reforma. ¡Caveant consules!
¿No es inquietante ver al religioso hipnotizado por el problema de su perfección personal? Prácticamente no admitid, en cuestión de ministerios o de la práctica de la caridad fraterna, más que aquello que no contradiga la idea que él se ha formado de la perfección. Se han visto, y aún se ven religiosos, enamorados de la lógica tanto como del ascetismo, preocuparse más de la letra que del espíritu en la práctica de sus Reglas.
Cuanto más acepta el religioso singularizarse desde el hábito a las formas de su piedad (por no decir nada de sus métodos pastorales), tanto más se vuelve resueltamente comunitario en su vida ordinaria cuando está entre sus compañeros. La comunidad es su nido, en ella es donde recupera el sentido de su vida… El piensa que la vida colectiva le valoriza tanto como el uniforme y le permiten practicar más o menos abiertamente una especie de parasitismo virtuoso; me contentaré con sólo aludir a aquellos que pueden satisfacer, en comunidad, una inclinación masoquista, inconsciente por supuesto, o por el contrario, una especie de sadismo coloreado de las más espirituales intenciones.
Me voy a detener; el retrato del religioso correría el peligro de parecer demasiado caricaturesco. Es justo decir que no todos los religiosos caen en las extravagancias que he señalado; pero, y esto es lo grave, caen a veces en ellas sin darse cuenta, en virtud de la lógica del «sistema».
El que se siente cerradamente secular, aun siendo miembro de un grupo, de un equipo, de una sociedad, será fiel a la humildad de cuerpo; su pertenencia a una asociación (llamada como e quiera: congregación o compañía), su sumisión a una Regla, su compromiso hacia la perfección, serán para él medios, nada más que medios, no un fin.
Sería un error creer que el secular, en cuanto tal, menosprecia la perfección, que acepta ser un sacerdote cualquiera, sin ideal… El «no-religioso», el secular, busca, ante todo, el bien de las almas en las diversas formas del ministerio, sin apego supersticioso a métodos de apostolado, tradicionales quizás, pero exteriores, a veces extraños al progreso del reino de Dios en las almas. Cree en el valor del sacrificio, de la renuncia personal, sima la oración comunitaria y la vida fraterna, pero su criterio, cuando se trata del ministerio, no es la Regla o las costumbres de su Congregación, sino las necesidades de las almas, atendidos el dónde y e’: cómo se puede acudir a estas necesidades; y esto en conformidad, es útil subrayarlo de paso, con la enseñanza y los ejemplos de San Vicente, nuestro modelo y guía.
He dicho antes, y no me desdigo, que la Congregación de la Misión, nuestra querida madre, había abandonado, en el curso de su vida secular, su secularidad originaria y había virado hacia la «religiosidad». ¿Se quieren pruebas? Para no ser mal acogido si hablo del pasado reciente, acudiré a la Historia. En el siglo XVII, y sobre todo en el siglo XIX, los Paúles han adoptado prácticas y, cosa extraña, «maneras» (perilla, cuello de tela blanca, por ejemplo) para distinguirse de los sacerdotes seculares.
En el siglo XIX, para compensar una cierta «inadaptación» que se reprochaba a los hijos de San Vicente en algún que otro ambiente, muchos Paúles hicieron todo lo posible por imitar lo que hacían las comunidades religiosas instituidas en Francia después de la Revolución; como si nosotros no tuviéramos en nuestra propia tradición principios motores suficientes para responder a la llamada de las almas en ese siglo XIX innovador y, en el mejor sentido, revolucionario.
¿No es también una prueba de la «religiosidad» de la Compañía esa oposición de las autoridades responsables, en Las misiones y en Francia, a las peticiones de la Santa Sede deseosa de confiarnos estas o aquellas obras que se han juzgado, imprudente e injustamente, incompatibles con el espíritu o los usos de la Compañía?
En 1903, en Francia, los Sacerdotes de la Misión dirigían numerosos seminarios mayores y menores; las leyes francesas promulgadas entonces prohibieron la enseñanza a los Congregacionistas, y los obispos, en su mayor parte satisfechos de los servicios prestados por los Paúles, hubieran querido mantenerlos mediante su inscripción en el Ordo diocesano, ficción jurídica que nos permitía conservar nuestras obras o, por mejor decir, continuar el servicio que prestábamos al clero diocesano. Las autoridades de la Congregación de entonces se mostraron netamente desfavorables a esta solución. Figúrense, ¡los Paúles llevando el alzacuello, haciéndose llamar «señor cura»!…- ¡Eso era el fin de la Compañía!… Y abandonamos los seminarios diocesanos (una quincena por entonces).
Otros ejemplos se podrían citar, pero sería fastidioso, quizás también entristecedor, o incluso descorazonador. ¡Qué buenas ocasiones perdidas!
Tampoco es indiferente, por lo que toca al gobierno de la Compañía, que un Superior, incluso mayor, o un cohermano, piense que es o no religioso. En otro tiempo se hubiera podido pensar en una incidencia sobre nuestra obligación de tender a la perfección, pero después de las declaraciones del Vaticano II se ha restablecido la igualdad desde este punto de vista entre las diferentes formas de vida, digamos consagrada, a falta de un término mejor.
EL CONCILIO
Pero, me dirán ustedes, ¿qué luces ha proyectado el Vaticano II sobre la cuestión que nos ocupa?
El Derecho Canónico de 1917 no conocía más que dos modos de vida «consagrada»: la vida religiosa y la pertenencia a las Sociedades de vida común; después, la legislación romana ha reconocido los Institutos seculares; las necesidades del apostolado moderno hacían prever aún otras formas.
El estatuto de las «Sociedades de vida común» era ambiguo, si no en la realidad, al menos en el pensamiento de los miembros de estas Sociedades. En el siglo XIX, en el momento en que se fundaban numerosas Congregaciones religiosas, estos miembros de las Sociedades de vida común tenían tendencia a asimilarse a los religiosos, pero la tendencia ha cambiado totalmente cuando la moda se ha vuelto hacia las Sociedades no-religiosas. Los Eudistas han experimentado ambos movimientos.
En cuanto al legislador, su tendencia era identificar con los «religiosos» a las Sociedades de vida común que, como la Congregación de la Misión, «viraban» hacia la religión. Fueron numerosas las decisiones romanas que iban en este sentido.
Por otra parte, la teología de los estados de caridad o de perfección era balbuciente. Las relaciones entre santidad personal y apostolado estaban mal definidas. La santidad personal, retenida como fin primero del instituto, mantuvo a algunos institutos en una mentalidad monástica mientras que una exaltación descomedida del apostolado ponía en peligro de eclipsar en otros institutos la necesidad de una vida santa, piadosa y fraterna.
Entonces, ¿qué se va a hacer, qué se va a decir en el Concilio?
Notemos en primer lugar que al menos se cuestiona la distinción entre religiosos y no-religiosos; se redacta, se discuten ciertos textos, nada sin embargo muy esclarecedor para el problema. Lo que hacía durar la confusión era la distinción mantenida entre ciertos elementos considerados como constitutivos de la vida religiosa y otros considerados como accesorios. Votos públicos y vida común organizada como práctica de los votos eran tenidos por algo absoluto, inmutable y esencial. Estos elementos capitaneaban la división entre religión, vida común e institutos seculares, considerados, respectivamente, como primero, segundo y tercer estado de perfección. Eso era olvidar lo esencial que es la vida santificada por la práctica de los consejos evangélicos.
De las discusiones conciliares y postconciliares salieron finalmente textos liberadores, al menos para lo esencial. Perfectae Caritatis es rico en enseñanzas desde el punto de vista que nos interesa. Desde ahora no hay que oponer religioso y no-religioso (ni tampoco vida religiosa y vida apostólica). Sería mejor sustituir la expresión «vida religiosa» por la de «vida consagrada». Y como la vida consagrada se vive siguiendo tres vocaciones diferentes, no se conserva más que las tres vocaciones: vocación monástica, vocación apostólica, vocación secular. No hay lugar, pues, a distinguir vocaciones llamadas a una mayor o menor santidad; vocaciones donde deba prevalecer la santidad o el apostolado.
¿En qué queda, pues, la distinción entre religioso y no-religioso? En lo que esta cuestión nos concierne, ¿tiene aún sentido? Sí, en la medida en que nos ayuda a clarificar nuestra propia vocación de Sacerdotes de la Misión. No es del todo seguro que el futuro Código de Derecho Canónico conserve los marcos antiguos. Lo que sí es seguro es que nosotros tendremos siempre el derecho a ser nosotros mismos.
¿Qué designa, pues, el título de «Sacerdotes de la Misión? que nosotros llevamos? Ya no se trata de situarnos partiendo de la noción de estado de perfección, puesto que, en este aspecto, estamos al mismo nivel que los otros institutos, monásticos o religiosos, ni tampoco partiendo de la noción de apostolado que no nos distingue de las otras vocaciones apostólicas. Queda, pues, que lo que nos distingue es nuestro estilo de vida en el interior de la vocación apostólica. Si, pues, la cuestión «¿Religiosos o seculares?» tiene aún algún sentido, no puede ser más que éste: nuestro estilo de vida, ¿es, y debe ser, el que se considera como propio de los religiosos, o el que se considera como manifestativo de los «no-religiosos», los seculares?
Lo que he podido decir hasta aquí muestra suficientemente, creo, que al menos en principio, si no siempre de hecho, nuestro estilo ha sido un estilo no-religioso, secular.
En este sentido es en el que podemos, después del Vaticano II más y mejor que antes, llamarnos seculares, no-religiosos. Por otra parte, esto tiene utilidad sólo en la medida en que nos ayude a precisar nuestro ser propio, a afirmar nuestro fin propio y dónde, fundándonos en un pasado bien conocido y exactamente valorado, podemos ponernos a afrontar el porvenir.
Es tiempo de concluir. Estudiando la cuestión desde sus diferentes ángulos, se convence uno de que la Congregación de la Misión debe colocarse entre las Sociedades de vida apostólica; nosotros, los Paúles, somos «no-religiosos», seculares, aunque también no-diocesanos.
¿Cuáles son las consecuencias de esta opción para el futuro?
Ignorando lo que va a ser el nuevo Derecho, tenemos sin embargo motivos para pensar que superará al Derecho antiguo. Lo que nos toca es definir lo que somos como Paúles, lo que queremos ser, teniendo en cuenta el Concilio especialmente en las disposiciones concernientes a los Institutos dedicados al apostolado, teniendo en cuenta también nuestras tradiciones, las auténticas y sanas. Esperemos el nuevo Derecho con la confianza de que no querrá destruir, sino, al contrario, consagrar lo que representa una riqueza para la Iglesia.