Caridad y misión son dos modalidades expresivas del íntimo sentir, vivir y actuar de la personalidad del misionero vicentino. Su vocación se mueve entre las dos dimensiones fundamentales de la caridad y de la misión. La caridad designa el principio propio de su existir yla misión expresa la acción de su caridad. En otras palabras: ¿Qué es lo que anima al misionero vicentino a la acción? La caridad. ¿Qué le anima interiormente en la evangelización de los pobres? La misión. Caridad y misión no son dos términos yuxtapuestos, que pueden ser indagados teóricamente, como hojas desprendidas de la rama, ni son dos consignas de una institución digna de respeto. Más bien expresan un movimiento que actúa a nivel de la conciencia personal. Entre caridad y misión hay un dinamismo vital, en modo tal que en una persona la caridad sin la misión es incompleta y la actividad que no sea iluminada por la caridad corre el riesgo de una parálisis. El mantenimiento vivo de esta dinámica sobrenatural envía a una fuente que sobrepasa la inteligencia, la voluntad y el sentimiento de nuestra misma humanidad. Les sobrepasa no destruyéndoles, sino abrazándoles y llevándoles a dejarse animar por el acontecimiento que los pone en movimiento. Esta fuente escondida y trascendente es el evento de Cristo Jesús activo en nosotros por la gracia del Espíritu Santo. Aquí el misionero vicentino encuentra, como fuente de la cual saca fuerza el misterio eucarístico, como nos indican las Constituciones:
«Nuestra vida debe tender a la celebración diaria de la Cena del Señor como a su culmen: de ella dimana, en efecto, como de su fuente, la fuerza de nuestra actividad y de la comunión fraterna. Por la Eucaristía se hacen presentes de nuevo la muerte y resurrección de Cristo, nos hacemos en Cristo oblación viva, se significa y realiza la comunión del pueblo de Dios» (C. 45, 1).
El pensamiento de San Vicente sobre la Eucaristía
El llamado a la Eucaristía en los escritos de San Vicente, no es sistemático; es todavía bastante rico y vasto. Sobretodo se puede decir que el clima de fondo de su pensamiento esta anclado a la Eucaristía, porque es al mismo tiempo fuertemente cristológico y eclesiológico. Esto lo confirman las Reglas Comunes de la Congregación de la Misión, donde la Eucaristía ocupa un lugar absolutamente central en la vida del misionero. La observación aparece todavía más clara si miramos una redacción antecedente a la definitiva de las Reglas Comunes, es decir a la que nos ofrece el llamado «Codice di Sarzana». Aquí la referencia a la Eucaristía quiere instaurar en la conciencia creyente del misionero la certeza de la proximidad de Cristo a su vida, solicitándole a la práctica de algunos actos de devoción, que tengan viva la conciencia de su presencia:
«Porque el Santísimo Sacramento del altar encierra en si casi un compendio de todos los misterios de nuestra fe, y de su veneración depende nuestra salvación y en cierto modo todo el bien de la Iglesia, la Congregación le reservará un honor muy grande y que jamás venga menos y, con atención plena y continua, se preocupará a fin de que todos presten a este sacramento fe y reverencia, al menos con aquellos actos con los cuales ella suele venerarla. Entre ellos son: primero, visitar frecuentemente al Santísimo; segundo, en cualquier lugar nos encontremos, cuando se lleva o oigamos el sonido de la campana que avisa que viene llevada la Eucaristía, nos pondremos de rodillas para adorarla y, si es posible, la acompañaremos; tercero, cada vez que se pronuncia su nombre sagrado con reverencia nos descubriremos la cabeza; cuarto, en el pasar delante de cualquier iglesia, descubriéndonos la cabeza diremos: ‘Sea alabado el Santísimo Sacramento del altar’; en fin, nos preocuparemos que todos sean instruidos sobre lo que tienen que creer acerca de tan grande misterio y como se le deba venerar, y haremos lo posible para que no se cumpla nada irreverente o desordenado en contra de él».1
En el texto definitivo de las Reglas Comunes, siempre en el capítulo X, parágrafo 3, el texto asume un dictado todavía más teológico, en cuanto la Eucaristía viene relacionada al complejo de los principales misterios de la fe, la Trinidad y la Encarnación.
«El mejor medio para honrar estos misterios (de la Sma. Trinidad y de la Encarnación), es el culto debido y la recepción digna de la sagrada Eucaristía, como sacramento y cono sacrificio. Pues ella encierra en sí el resumen de los otros misterios de la fe, y además santifica y glorifica a las almas de los que la reciben bien y la celebran dignamente, con lo cual se da la gloria suprema al Dios uno y trino y al Verbo Encarnado. Por todo ello nada nos ha de estar más querido que el dar a este sacramento y sacrificio el honor debido, y el procurar con todo interés que todos les den el mismo honor y reverencia. Haremos esto no permitiendo, según podamos, que se haga o se diga nada irreverente en contra de la Eucaristía, y también enseñando con celo a los demás qué se debe creer de este tan gran misterio y como se debe venerar».
San Vicente exhorta al misionero en cuanto sacerdote a asimilar el sacramento que celebra, porque esta conformación sacramental pueda imprimir en él los mismos sentimientos de Cristo.
«No basta con celebrar la misa; además hemos de ofrecer ese sacrificio con la mayor devoción que nos sea posible, según la voluntad de Dios, conformándonos, en cuanto podamos, con la gracia de Dios, con Jesucristo, que se ofreció a sí mismo, en su vida mortal, en sacrificio a su Padre eterno. Esforcémonos, pues, padres, en ofrecer nuestros sacrificios a Dios con el mismo espíritu con que nuestro Señor ofreció el suyo, y de la misma forma más perfecta que lo pueda permitir nuestra pobreza y miserable naturaleza».2
La relación con Cristo para el misionero debe por lo tanto convertirse en un hecho diario. Para esto San Vicente ha luchado contra la tendencia rigorista de los jansenistas que sugerían de no acercarse frecuentemente a la Eucaristía. El abandono de la Eucaristía para San Vicente es causa de decadencia en la vida espiritual.
«… hablando a los de su Comunidad sobre este mismo asunto, les dijo: ‘Que debían pedir a Dios que les diera el deseo de comulgar a menudo, pues había motivos para gemir delante de Dios y entristecerse, al ver cómo se enfriaba esta devoción entre los cristianos, debido en parte a las nuevas ideas’ (es decir, del Jansenismo)… sin embargo, la Eucaristía era el pan cotidiano que Nuestro Señor quiso que se le diera, y que los primeros cristianos tenían la costumbre de comulgar todos los días, pero que ciertos advenedizos habían apartado de eso a mucha gente».3
En síntesis, San Vicente presenta la Eucaristía como un estratagema del amor infinito de Jesús para «impedir que su ausencia enfríe o haga olvidar» su rostro; y más todavía para llevar a pleno cumplimiento la obra de la Encarnación, «pretendiendo por este medio que en cada uno de los hombres se hiciera espiritualmente la misma unión y semejanza que se obtiene entre la naturaleza (humana) y la sustancia (nutritiva). Como el amor lo puede y lo quiere todo».4 Con lenguaje apasionado, pues, San Vicente incita al misionero a entrar en relación de intimidad con Jesucristo, que se dona en la Eucaristía.
Inspirándonos a estas enseñanzas de San Vicente, vamos a intentar profundizar el significado de la Eucaristía para el misionero vicentino.
La Eucaristía instaura una relación de intimidad con Cristo para hacer eficaz el anuncio misionero
«Sin mi, no pueden hacer nada», decía Jesús a los apóstoles; y así en toda seriedad ponía el problema de cada hombre. Pero no solo denunciaba la insuficiencia, le proponía el remedio asumiéndola y acompañándola: «Permanezcan conmigo»: repetía casi a más no poder a los apóstoles en la última Cena, no porque él tuviera necesidad de ellos, sino porque ellos tenían necesidad absoluta de El. Y ellos no se daban cuenta. El permanecer con El es pues la vida, la vida eterna y verdadera. Para realizar esta relación se entregó a sí mismo en la forma del amor, el cual en el donarse ni disminuye ni se deteriora. Cristo ha querido darse a sí mismo totalmente, repetidamente, hasta alcanzarnos en un encuentro diario, para que cada uno pueda madurar con El una relación siempre más sólida y siempre más vital.
La Eucaristía lleva pues a considerar el misionero en su relación con Cristo, y… nos lleva al centro de nuestra vocación. Porque «vocación» significa relación a Cristo, o mejor relación con Él, de tal modo que nuestra identidad asume su forma de «acción de gracias» a esta relación permanente con Él en la fe. De este punto de vista la Eucaristía es la prolongación de la Encarnación del Hijo de Dios, que continua a estar presente en la historia y, por consiguiente, se puede encontrar en cada tempo. Entrando en la relación eucarística con Cristo es posible en cada tiempo hacerse concorpóreos con Cristo — según la fórmula de Pascasio Radberto — y estar contemporáneos a Él. Sustrayendo el aspecto sentimental que pueden estar en estas palabras, se puede decir que en cierto modo en la Eucaristía es posible hoy sentir, hablar, escuchar a Jesús. La relación viva con Cristo para San Vicente es fuente de vida y significado para la existencia.
«Los hijos de Israel querían que hablase Moisés y no tú; temían que el resplandor de tu majestad les hiciese morir; nosotros, por el contrario, te suplicamos que nos hables tú, para que vivamos, y vivamos la vida de Jesucristo» (COSTE, XII, 201-202 / ES XI, 487).
¡Si Cristo nos habla, entonces nosotros vivimos! Se vive siempre de la palabra que ilumina nuestra conciencia y nuestra actividad. La palabra del Evangelio no es sólo una palabra indicativa y ejemplar. Es más bien una palabra reveladora, puesto que revela el contenido del ser. Cuando escuchamos a Jesús que nos dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que me ha enviado, el Padre que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6,56-57) el nos expresa el sentido último de la condición del discípulo y, por lo tanto, del misionero, es decir de ser totalmente referido a Él. La referencia a Cristo no es sólo por vía de imitación. En la imitación uno se queda al externo de aquel que imita. El «seguir», en cambio, implica el entrar en una relación de familiaridad o, para usar una expresión típicamente joánica, un estar yun habitar cerca de El. Y es precisamente a esto que nos lleva la Eucaristía. Este sacramento en efecto, poniéndonos en contacto con el Cristo sacrificado por amor, lleva nuestra humanidad a asimilarse al modo de ser de Jesús, o sea a ser una vida ofrecida en el amor para los hermanos. La vida misionera debe ser un reflejo de la vida en Cristo, de otro modo no es misionera. La misión es el anuncio de un Otro en nosotros, y no el hablar de sí. Sin la relación viviente a Cristo, la nuestra podría ser una vida buena, justa y meritoria; pero la misionariedad lleva como particular característica de ser continuación del amor de Cristo hacia los pobres de este mundo. Los pobres, de hecho, encontrando nuestra humanidad, son colocados en la condición de encontrar Cristo. Podría parecer presuntuoso. Pero Jesús ha elegido esta lógica de la encarnación, y no otro itinerario, por ejemplo místico o espiritualista, para hacerse encontrar. «¡Quien les escucha — decía a los discípulos—amíme escucha!». Nuestra humanidad es el lugar a través del cual, Él se hace presente a los hombres. ¿Pero como puede nuestra fragilidad sostener un compromiso así grande? De aquí se comprende la esencialidad de la vida sacramental en el camino de la gracia. En la frecuentación de la Eucaristía, el misionero forma su conciencia creyente modelándola y asimilándola a Jesús, y así su Presencia se hace principio de la actividad que él desarrolla. Es un criterio reafirmado muchas veces por San Vicente: asumir la vida de Cristo en la nuestra para ser como El en el mundo. A confirmación vamos a leer este pasaje de una carta dirigida al P. Claudio Dufour, que San Vicente había destinado a Madagascar:
«Nunca he dudado de su total sumisión a Dios y a sus disposiciones, ni de la confianza con que usted me honra, de la que soy indigno, si no la refiriera, como lo hago, a Dios que es el que se la da. Busco, padre, su mayor gloria y su propia santificación cuando pongo en sus manos su vida y sus trabajos, lo mismo que hago con los míos; es el Espíritu Santo el que yo invoco cariñosamente sobre usted, para que animado de él pueda derramar sus luces y sus frutos sobre las almas desamparadas del socorro que le deben los sacerdotes, y sin el cual sería inútil la sangre preciosa de Jesucristo. Así pues, padre, alimente usted bien esa caridad que le ha dado por ellas, cíñase de celo por su salvación y disfrute de la disposición en que está de ir a buscar a las ovejas extraviadas de las Indias. Es una gran gracia de Dios, que hemos de agradecerle» (COSTE, IV, 112 / ES IV, 113-114).
Del sacrificio de la Cruz a la Caridad
El itinerario de la vida de Jesús encuentra su síntesis en su Pasión y su Cruz. Y la Eucaristía es el sacramento perennemente puesto a disposición de nuestra historia, a fin de que podamos identificarnos en aquel itinerario. Dios no nos enseña a amar al hermano, diciéndonoslo, sino realizándolo en su propia persona.
El Jesús crucificado, del cual la Eucaristía es la memoria, muestra la viva ternura del Padre hacia su criatura. En efecto: que el Hijo de Dios hecho hombre recorra el camino de la cruz no es para nada descontado. Al contrario, a nuestra razón parece bastante extraño. Todo hubiese llevado a pensar que, de frente al pecado del hombre, Dios hubiera mostrado su propia verdad divina en la forma de una potencia punitiva. De esto conservamos un residuo ancestral en nuestra conciencia, cuando frente al error del otro nos sentimos como jueces, diciendo: «¿Eres culpable? ¡Ahora paga!». La verdad de Dios debería manifestarse en la potencia de la justicia que pone en orden el mundo. Si Dios se mostrase en una potencia irresistible e indiscutible, confirmaría totalmente su verdad. A nuestros ojos, encantados por la seducción de la serpiente antigua, Dios aparece siempre como potencia en grado de afirmar sí misma. Y es a esto que los fariseos y los judíos al pie de la cruz incitan la humanidad de Jesús: «Si eres Dios, desciende de la cruz y te creemos!». Jesús no cede al chantaje. Mantiene fe a su naturaleza de Hijo, renunciando al propio poder para estar en la plena dedicación de sí mismo al Padre, con el cual constituye una reciprocidad amorosa sin límite. Es la fidelidad a esta comunión que salva al hombre: el amor del Hijo por el Padre. Este es el principio teológico de la redención, que invierte todas nuestras categorías mentales.
Mientras el hombre se siente llevado a inclinarse a la potencia de Dios, sacrificando también al otro, el hermano, si fuera necesario, como si Dios hubiese necesidad del sacrificio de alguno para ser satisfecho, en realidad la Revelación nos lleva a considerar las cosas en otro modo: «Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano es un mentiroso» (1 Jn 4,20). El amor de Dios y el amor del prójimo constituyen una sola cosa. Si los hombres solicitan a Jesús a exhibir su potencia contra otro, Jesús se sustrae: «¿A quien buscáis? — dirá Jesús en el huerto del Gestemaní en la tarde de la Pasión — Si me buscáis a mí, dejad marchar a mis discípulos» (Jn 18,8). No pone sobre la espalda de los demás el fardo de la Pasión, sino lo asume en primera persona sustrayéndolo al hombre. En tal modo la cruz es el signo por excelencia del amor que se sacrifica por los otros y en eso expresa la verdad de Dios como amor.
La Eucaristía, celebrada y vivida, instaura un camino pedagógico de constante acercamiento a este amor de caridad, expresado por la humanidad crucificada del Señor Jesús. La Eucaristía, siendo Cristo, «pan dado para» y «sangre versado en favor de», plasma la conciencia creyente transformándola del innato egoísmo a una condición de vida en la caridad. Esta es una operación sobrenatural, porque nada sería capaz de hacernos entrar en las finezas de la caridad si la gracia no nos ayudase. Porque la caridad es exigente. Porque la caridad continua es difícilmente realizable. Porque el miedo de perder a sí mismo en el don de si es más fuerte del deseo de darse al hermano. No obstante, éste es el imperativo para el cristiano.
«La caridad depone en nosotros lo que esta en el otro… En la medida en la cual las cosas existen, actúan, y actuando nos hacen padecer. Aceptar esta pasión, recibirla activamente, significa hacer ser-estar (una de las dos formas) en nosotros aquello que esta en ellos» — decía M. BLONDEL en La Acción —5 «… Solamente la caridad tiene aquel extraordinario privilegio por el cual, sin privar a ninguno de lo que le pertenece y participando con la simple intención al bien de los otros, hace propio eso que ellos tienen a nivel de vida y de acción. Es necesario llegar hasta a aquel amor que abraza las características así frecuentemente chocantes del individuo».
La caridad exige un real cambio de sí, en el sentido de una mutación del propio carácter personal, de la sensibilidad, del modo de escuchar y de hablar; hasta del modo de usar la inteligencia y la libertad. Por esto es necesario recorrer el mismo camino de abajamiento de Jesús, del cual la Eucaristía es la representación, para poder hacer su propia persona plasmada de la caridad.
Muchas veces y en manera ingenua reducimos la caridad a las obras de la caridad, olvidando que esa es ante de todo una virtud teologal. Este olvido no favorece el servicio del pobre, más bien lo daña porque le sustrae el alma. El pragmatismo de la caridad puede ser satisfaciente y puede también recibir los aplausos del mundo; pero la vía de la caridad es escondida y humilde. Si este no es el pensamiento en absoluto más frecuente en San Vicente, es ciertamente entre los más frecuentes. Esta caridad, aprendida a la escuela de la Eucaristía, será el lenguaje universal que todo pobre comprenderá.
Eucaristía y misión
La Eucaristía, por su naturaleza, expresa el nivel insuperable de coparticipación de Dios a nuestra humanidad. En ella esta «transubstanciado» — para usar un lenguaje teológico — el sacrificio de Cristo, cuya fuerza esta en la fidelidad al amor del padre. El misterio eucarístico hace perennemente presente en la fragmentación de nuestra historia la suprema cercanía del Amor trinitario que se comparte en la humanidad de Jesús: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). El término griego utilizado para indicar «hasta el extremo» es la palabra tèlos, que indica el punto terminal de un dinamismo. Y este culmen de la vida esta expresado por Jesús al instante antes de exhalar el espíritu, cuando dice: «¡Todo está cumplido!» (Jn 19,28). También aquí es usada una palabra en la cual esta implicado el sustantivo tèlos, final. Jesús no guarda nada, da todo, «hasta el final»: El se da totalmente a nosotros. No reserva algo para si. Hay que considerar atentamente esta dinámica de Jesucristo, que nada reserva para si mismo. Él ama «hasta el extremo» de tal forma que en su darse hace también a cada uno de nosotros, mejor dicho a cada hombre, destinatarios de su amor. Es necesario entrar en este sentimiento, sentir su contragolpe en el alma, para que, a nuestra vez, podamos dejar reflejar en nuestra humanidad el desconcertante amor de Jesús por el hombre. Porque la actividad misionera, es decir el acto de estar en medio al pueblo pobre con el anuncio del evangelio, vive del reflejo del amor de Jesús por la humanidad. Respirando continuamente este amor supremo, también nosotros pobre, alegremente, un poco a la vez, somos llevados a estar de frente a los otros con la misma disponibilidad. La misión se hace en esta manera.
Ella se realiza, según el pensamiento de San Vicente, a través de un proceso osmótico, gracias al cual el misionero pone a favor de los demás cuanto ha acumulado en su relación con Cristo. Es la dinámica de la misión que encontramos en tantos pensamientos de San Vicente:
«Hemos de ser embalses llenos de virtud para hacer que se derrame nuestra agua sin agotarnos jamás, poseyendo ese espíritu que queremos que anime a los demás; pues nadie puede dar lo que no tiene. Pidámoselo, pues, a Nuestro Señor y entreguémonos a él para esforzarnos en conformar nuestra conducta y nuestras acciones con las suyas; entonces su seminario derramará una gran suavidad dentro y fuera de su diócesis y hará que se multipliquen en número y bendiciones; por el contrario, el mayor obstáculo para ello sería querer actuar como dueños sobre los que están a nuestro cargo, desedificándolos o no cuidando de ellos, es lo que pasaría si quisiéramos tratarnos bien, lucir mucho, presumir, buscar los honores y distinciones, divertirnos, ahorrar esfuerzos y tratar mucho con los de fuera. Hay que ser firmes sin ser duros en nuestra actuación y evitar una mansedumbre fofa que no sirve para nada. Es de Nuestro Señor de quien podremos aprender cómo hemos de proceder siempre con humildad y con gracia, para atraerle los corazones sin cansar a nadie».6
Una vez más preguntémonos: ¿cómo es posible «ser siervos de agua (sobrenatural)», si no siendo tocados en nuestra humanidad por la presencia diaria de Cristo a nuestra conciencia creyente? El evangelio se anuncia con la vida y con la palabra que manifiesta nuestra vida convertida en las palabras que pronunciamos como misioneros.
La asimilación a Cristo, verdad y vida, propia de la Eucaristía, lleva a cada misionero a tener una visión de la misión bastante diversa del simple «hacer» o «predicar», aunque se trate de contenidos religiosos y evangélicos. La fuerza testimonial de una palabra o de una acción depende de la íntima coherencia de vida del misionero con la palabra que proclama: esto — hay que decirlo para evitar equívocos — no tiene su garantía ni en una moralidad irreprensible, ni en un discurso incensurable. A estos elementos se apelaba también el pío fariseo, pero con poco suceso (cf. Lc 18,8-14). La coherencia misionera no es fruto ni de una moralidad incensurable (aunque «el esfuerzo de coherencia» no deba ser subestimado), ni de una teorética perfecta, o sea de una concepción intelectual expresa en manera completa y precisa (pues si «el decir» tiene su importancia). Moralidad y teorética al máximo pueden suscitar admiración, pero difícilmente constituyen motivo de adhesión de la persona, es decir, razón que atrae a la conversión. En nuestro tempo, el motivo existencial de adhesión al cristianismo procede de un cierto tipo de presencia cargada de anuncio, que se encuentra en la amabilidad de una persona que se ha dejado lentamente formar por una referencia constante y objetiva a Cristo.
Por lo tanto, en la vivencia fruto de una proximidad viva y amorosa con la Eucaristía, uno se convierte siempre más en transparencia de la presencia misma de Jesús. Podríamos decir que el centro de la misión es esta transparencia o este reflejo. La misión, sobretodo en nuestro tiempo de caída de los ideales, se cumple por este camino.
Eucaristía y comunidad
Un último elemento nos queda por subrayar. La vida del misionero esta saldamente anclada a la vida en comunidad, primer espacio de la caridad y de la fraternidad. También sobre este horizonte encontramos la esencialidad de la Eucaristía. De hecho, «la Eucaristía edifica la Iglesia», nos ha recordado Juan Pablo II, en Ecclesia de Eucaristía (n. 26). La edifica atrayendo a sí los hermanos en la comunión y sustrayéndoles a la tentación de cada uno para sí. La fidelidad en vivir la Eucaristía nos lleva al corazón de la fraternidad. No se puede conscientemente vivir la Eucaristía y mantener divisiones en el «cuerpo místico de Cristo». O mejor, se puede, pero conservando una mala conciencia. Si observamos el modo con el cual se revela la fuerza redentora de la Pascua de Cristo, de la cual la Eucaristía es el sacramento, vemos que consiste en el pasaje de una disgregación de la comunidad a la realización de la unidad de los hermanos. Es sintomático como el proceso que acompaña la pasión de Jesús, en el ánimo y en la experiencia de los discípulos, es un proceso disgregativo. Judás traiciona. Pedro, Santiago, Juan duermen. Pedro es incapaz de reconocerlo delante a una sierva. Todos se van. Huyen. La pasión de Cristo es también la destrucción de la comunidad. Pero la mañana de Pascua, la misión del Señor Resucitado es volver a recoger a los discípulos para conducirlos a la fe en El, hasta hacer de ellos, por el don de su Espíritu de amor, un cuerpo unido, capaz de afrontar la historia, capaz de dar la vida por El. El milagro de la Pascua es la unidad reencontrada de los discípulos. Y esto es también el éxito de cada Eucaristía celebrada y vivida en la fe. Vuelve a realizarse aquel mismo milagro. Si no lo advertimos es sólo porque nuestra conciencia es distraída, disipada, alienada en otras cosas.
Permítanme un recuerdo personal del tiempo de mi juventud. A veces los pequeños hechos iluminan las verdades profundas más que muchas palabras. Era estudiante en filosofía e no soportaba un compañero por su comportamiento arrogante. Un sutil rencor turbaba mis sentimientos en su confrontación. Hablé de esto con el padre espiritual, el cual me exhortó a iniciar un camino de conversión. Hacia esfuerzos sobrehumanos para contenerme en una actitud digna con él, pero la sensibilidad irritada no llegaba a calmarse. Después de varios meses, la cosa comenzó a preocupar al padre espiritual, el cual improvisamente cambio ruta. Me dijo: mañana observa si tu compañero hace la comunión. ¡No me parecía verdadero! La petición del padre espiritual me había hecho valiente, porque se me había confiado como un poder de vigilancia sobre aquel que me parecía tan insoportable. La mañana sucesiva observe y rápido pude dirigirme al padre espiritual llevando el éxito de la observación. Pues bien, sí, él también había hecho la comunión. Al que, el padre espiritual me hizo una simple observación. ¿Aquel Jesús que tú amas, al cual quieres entregar tu existencia, que has recibido en la Eucaristía, es diverso de aquel que tu compañero ha recibido esta mañana? Me quede pasmado. Tuve que responderle con la verdad. Y aquella verdad en los días sucesivos continuó a inquietar mi ánimo, por lo cual me encontré en la condición o de negar el impacto de Cristo en mi o de cambiar la actitud hacia aquel compañero. En síntesis, todo se resolvió, no por un esfuerzo, sino simplemente por un renovado acto de fe hacia aquel Señor del cual cada mañana yo y mi compañero nos alimentábamos.
La Eucaristía edifica pues realmente la comunidad, porque sana de todo lo que es fuente de división en las relaciones. Y sabemos cuanto San Vicente insistía sobre la unidad de la Compañía como condición para la misión. San Vicente no alude solamente a una unidad de tipo moral, fruto del esfuerzo humano para vivir en la comunión. El sostiene que solamente una comunión generada por el sacrificio de Cristo tiene la capacidad de resistencia contra todas las fuerzas de división que el pecado enciende continuamente en nuestro ánimo.
«Estén muy unidos y Dios los bendecirá; pero que sea en la caridad de Jesucristo: porque toda otra unión que no esté cimentada con la sangre de ese divino Salvador, no puede subsistir. Así que deben estar ustedes unidos unos con otros en Jesucristo, por Jesucristo y para Jesucristo. El Espíritu de Jesucristo es un espíritu de unión y de paz. ¿Cómo podrán ustedes atraer almas a Jesucristo, si no están unidos entre sí y con Él? No se podría. Tengan pues un único sentir y una sola voluntad; de otro modo sería portarse como los caballos, que, cuando están enganchados al mismo arado, tiran cada uno por su lado; así, lo estropearían y romperían todo. Dios los llama a trabajar en su viña. Vayan allí, como si tuvieran un corazón único, y una intención única. Y de esa forma producirán fruto».7
La presencia de Cristo en la Eucaristía que, como misioneros, celebramos juntos no puede permanecer un acto formal y ritual, sin la participación sentida al sacramento que se cumple. Puede en cambio representar una sacudida vital a nuestras comunidades misioneras. Puede despertar en ellas aquella fraternidad frágil que a veces las hace aburridas. La condición es de hacer mayormente vigilante la conciencia sobre esta presencia de Cristo. Porque El está realmente entre nosotros. La Eucaristía es precisamente éste estar con nosotros y en nosotros de su persona amada. Cercana por encima de toda expectativa. Pero nosotros debemos vivir cerca de él, porque muy a menudo nuestra conciencia está entorpecida y necesita ser despertada a una fe más simple y sincera. El Señor ha querido dejarse verdaderamente tocar, porque nuestra humanidad concreta fuese envuelta en su fuerza de redención.
- Et quoniam, sanctissimum Altaris sacramentum in se veluti summam omnium mysteriorum nostrae fidei continet, et ex cultu illi debite reddito nostra salus, et totum ecclesiae bonum aliquatenus dependet, eximium, et indeficientem honorem erga illud proftebitur Congregatio, et mente sollicita, et indefessa sataget, ut ab omnibus tanto huic sacramento debitus honor et reuerentia tribuatur, ijs saltem obsequijs quibus illud colere solita est quae inter caetera sunt haec. − Primo illud frequenter uisitare. − Secundo, ubicumque fuerimus dum defertur uel deferri campanulae sono admonemur, flexis genibus adorare, ac si fieri possit, concomitari. − Tertio, quoties eius sacrum nomen pronunciatur, caput reuerenter aperire. − Quarto, ecclesias praetereundo haec uerba capite etiam aperto dicere, Laudetur sanctissimum Altaris Sacramentum. − Quinto, et praecipue alios quod de hoc tanto misterio credere; et quomodo venerari debeant, instruere et ne circa illud aliquid irreverenter et inordinate agatur pro viribus impedire (Codice di Sarzana, pp. 24-25, cap. X, 3).
- COSTE, XI, 93 / ES XI, 787.
- Párrafo reportado de Abelly y no de Coste: cf. DODIN, Entretiens Spirituels de Saint-Vincent de Paul, 1960, no. 26, p. 96; TROZO DE ABELLY, L., III, cap. I, pp. 77-78; Edición en español, ABELLY, L., III, sección 1, p. 603.
- COSTE, XI, 146 / ES XI, 65-66.
- M. BONDEL, L’Action, parte IV, cap. III, parágrafo II (traducción italiana Roma 1993, p. 533).
- COSTE, IV, 596-597 / ES IV, 555.
- A. DODIN, Entretiens Spirituels de Saint-Vincent de Paul, no. 24, p. 93; TROZO DE ABELLY, L., II, cap. 1, pp. 145-146; Edición española, ABELLY, L., II, Sección VIII, pp. 327.