La causa de los pobres

Francisco Javier Fernández ChentoFormación CristianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luis González-Carvajal Santabárbara · Año publicación original: 1988 · Fuente: XVI Semana de Estudios Vicencianos.
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De Dios se supo a raíz de un conflicto laboral

Refiriéndose al Éxodo, José Ignacio González Faus ha escrito que «de Dios se supo a raíz de un conflicto laboral»1. Es mucho más que una frase ingeniosa. Como ha demostrado von Rad, las primeras noticias que el pueblo de Israel tuvo de Dios no fueron como creador del mundo, sino como salvador, y, más concre­tamente, como el salvador que le sacó de Egipto. Sólo más tarde comprendieron los israelitas que ese Dios que les sacó de Egipto e hizo de ellos un pueblo tuvo que ser también el creador del mundo entero; y entonces surgieron los relatos de la creación con los que hoy comienza la Biblia2.

Como creo que es muy instructivo seguir paso a paso la experiencia de lucha contra la pobreza que tuvo el pueblo de Israel, iniciaremos también nosotros el recorrido a partir del Exo­do. Los datos de que hoy disponemos permiten reconstruir las cosas así:

Era frecuente antiguamente que grupos nómadas procedentes de los países asiáticos del desierto del Sinaí, empujados por la sequía y el hambre, solicitaran la entrada en las fértiles comarcas regadas por el Nilo. Este sería también el caso de algunas tribus del pueblo que más tarde se llamó Israel. Una vez en Egipto, aquellos hombres fueron empleados en la construcción de las ciudades de Pitom y Ramsés, en el este del Delta del Nilo (cfr. Ex 1, 11). Esto nos hace pensar que estamos en el reinado de Ramsés II (1290-1223 a.C.), dentro de la XIX Dinastía. Ramsés II sería, por tanto, «el faraón de la explotación».

La suerte —o más bien la «mala suerte»— que corrieron los israelitas en Egipto no tuvo nada de excepcional. En aquel tiempo los extrajeros, tratados como un pueblo socialmente inferior, trabajaban como peones y eran obligados a arrastrar las piedras que se empleaban en construir las ciudades y templos, lo cual tenía que resultar especialmente insoportable para un pueblo nó­mada, acostumbrado a la libertad de los pájaros.

Es comprensible, pues, que los israelitas, olvidada con el paso del tiempo el hombre que les llevó a Egipto, quisieran recobrar su antigua libertad. También es comprensible que los egipcios, en una época de intensa actividad constructora como fue la de Ramsés II, se resistieran a perder esa mano de obra y llegaran al extremo de perseguirla con sus carros de combate (Ex 14, 5-9). Sin embargo, guiados por Moisés, los israelitas alcan­zaron la libertad (Ex 14, 15-31).

La verdad es que, si prescindimos de las diez plagas y todas las amplificaciones de carácter midrástico que tanto llamaban nuestra atención cuando éramos niños, no parece que estemos ante un acontecimiento con entidad suficiente para justificar la importancia que la tradición judeocristiana concede al Exodo. Al fin y al cabo, desde Espartaco hasta Marx, ha habido otras muchas luchas de liberación. Hay, sin embargo, algo que hace signifi­cativa para la teología a la que protagonizaron los israelitas y es que, mientras la mayor parte de esas luchas se hicieron al margen de Dios e incluso contra Dios, ésta se hizo por inspiración de Dios. En el origen de todo, en efecto, se encuentran unas palabras de Dios a Moisés: «El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo te envío a Faraón, para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto» (Ex 3, 9-10).

Esta será una constante a lo largo de toda la Biblia: El clamor del pobre sube hasta el cielo y Dios se siente solidario con él: El clamor de la sangre de Abel (Gn 4, 10), el de los israelitas en Egipto (Ex 3, 7-10), el de la viuda y el huérfano (Ex 22, 21­23), el de los segadores a quienes se estafa su salario (Sant 5, 4), al igual que las lágrimas de la viuda de Naím (Lc 7, 13), llegan al corazón del Padre.

«Toda injusticia, toda opresión despierta un grito que implora justicia. No se trata de reprimir o adormecer ese clamor, como tal vez intentaron hacer los eclesiásticos en el siglo XIX, sino de reconocer que la voluntad de Dios está inscrita en este cla­mor»3.

Merece la pena profundizar un poco más esta dimensión del Exodo. Como es sabido, la revelación del nombre de Dios ocurrió precisamente con ocasión de la liberación de Egipto (Ex 3, 13­15). Y todo aquel que sepa lo que significa para los semitas conocer el nombre de alguien estará en condiciones de interpretar el significado de ese dato: Israel conoció la identidad de Dios luchando por su libertad. A esto hay que añadir que, según la tradición bíblica, el Sinaí fue el lugar donde Israel fue invitado a formalizar su Alianza con Yahveh (Ex 19, 1-8).

Estamos en condiciones de enunciar ya la primera conclusión de nuestro estudio, y lo voy a hacer con palabras de uno de los sectores de trabajo del Congreso de Evangelización: «Lo espe­cíficamente cristiano no es el compromiso ético de solidaridad con los marginados, que es irrenunciable para todo hombre, sino hacer en ese compromiso la experiencia de Dios»4.

(Espontáneamente me vienen a la memoria las páginas tan sugerentes que José María Ibáñez ha escrito en su libro Vicente de Paúl, realismo y encarnación sobre la experiencia de Dios del Señor Vicente, tan distinta de aquella neoplatónica que ca­racterizaba a sus contemporáneos; pero soy consciente de que la ponencia que se me ha confiado no debe abordar lo específica­mente vicenciano).

De los milagros a la legislación justa

Volvamos al Exodo. Como es sabido, durante la travesía del desierto Yahveh regalaba a su pueblo el milagro diario del maná y las codornices. Había suficiente para todos con la condición de que nadie pretendiera acaparar. Dios educaba a su pueblo en un estilo de vida responsable haciendo que el maná acumulado para el día siguiente se pudriera (Ex 16, 20) y que quienes salieran en busca de maná durante el día de descanso volvieran con las manos vacías (Ex 16, 27).

Con el don del maná y de las codornices diarias el pueblo de Israel aprendió que la riqueza que viene de Dios es suficiencia, no superfluencia; hicieron todos el descubrimiento del «ser mu­cho» en el «tener poco». Y esa experiencia de vida solidaria resultó tan bonita que conservaron una vasija con maná en el Arca de la Alianza (Ex 16, 33) para que las futuras generaciones recordaran el «pan de cada día», y no las «ollas de Egipto».

Así, pues, Dios sacó a su pueblo de Egipto y lo cuidó como un padre mientras anduvo a través del desierto hacia la Tierra Prometida. Pero, naturalmente, «la acción de Dios en favor del necesitado no puede tener siempre el carácter directo, en primera persona, de las gestas narradas en el Exodo. El lugar cotidiano de la justicia no es el milagro; es una legislación justa»5. Y así lo entendió Israel.

Vamos a pasar revista a las principales leyes sociales del pueblo del Antiguo Testamento, que han llamado siempre la atención de los historiadores por su progresismo6:

1. La propiedad de la tierra

Nosotros pensamos qué la distribución de la tierra es un asunto puramente secular. Dios, en cambio, afirmó repetidas veces que la tierra era suya (Lev 25, 23os 22, 19; 0s9, 3; Jer 16, 18; Sal 85, 2; Ez 36, 5; etc.) y deseaba que todos sus hijos disfrutaran de ella por igual. En consecuencia, al llegar a la tierra prometida hicieron una distribución equitativa entre las distintas tribus según el número de sus individuos (cfr. Jos 13-19). Esta fue la orden de Yahveh:

«Repartiréis la tierra a suertes entre vuestros clanes. Al grande le aumentaréis la herencia y al pequeño se la reduciréis. Donde le caiga a cada uno la suerte, allí será su propiedad» (Núm 33, 54; cfr. 26, 55-56).

Pero, como todo el mundo sabe, un buen comienzo no ga­rantiza automáticamente un buen final. La experiencia nos dice que una sociedad carente de algún tipo de mecanismos correctores periódicos acaba estructurándose en la desigualdad. Pues bien, para evitar que ocurriera tal cosa en Israel, cada cincuenta años debía celebrarse un Año Jubilar durante el cual las tierras volvían a sus propietarios originales (cfr. Lev 25, 8-17.23-34). Es una consecuencia de la titularidad de Dios como propietario de la tierra: «La tierra —dice Dios— no puede venderse para siempre, porque la tierra es mía» (Lev 25, 23).

Puesto que el fin último de la ley del Jubileo era conseguir que ningún israelita careciera de tierra, si empleáramos términos actuales, podríamos llamarla muy bien la «reforma agraria de Yahveh»7. Y es que, de hecho, en Israel propiamente no se compraban y vendían los terrenos, sino las cosechas que faltaban hasta el Jubileo. Incluso se dieron normas para valorar debida­mente las tierras teniendo en cuenta la depreciación que suponía la mayor o menor proximidad a un Año Jubilar.

No acaban aquí las limitaciones a que estaba sometido el uso de la tierra. Precisamente –una vez más— porque la tierra era en el fondo de Dios, los campesinos no podían segar comple­tamente sus campos con el fin de que los pobres pudieran be­neficiarse de lo que dejaban sin recoger (cfr. Dt 24, 19-22; Lv 19, 9-10; 23, 22). La historia de Rut, que espigaba en los campos de Booz, es un ejemplo famoso de esa costumbre (cfr. Rut 2). Además, cuando los pobres se encontraban especialmente apu­rados tenían derecho a entrar en cualquier campo para satisfacer su hambre sin necesidad de esperar a que los propietarios hubieran recogido la cosecha (cfr. Dt 23, 25-26).

Podríamos decir, en resumen, que las leyes de Israel estaban en abierto contraste con el moderno concepto de propiedad pri­vada. Desde luego, no se parecen en nada al célebre artículo 544 del Código Civil napoleónico.

2. Condiciones laborales

Los campesinos que entre Jubileo y Jubileo perdieran sus tierras y tuvieran que trabajar para otro no quedaban tampoco desprotegidos. Las leyes exigían que recibieran un salario sufi­ciente y sin demoras:

«No explotarás al jornalero humilde y pobre, ya sea uno de tus hermanos o un forastero que resida en tus ciudades. Le darás cada día su salario sin dejar que el sol se ponga sobre esta deuda; porque es pobre, y para vivir necesita de su salario. Así no apelará por ello a Yahveh contra tí, y no te cargarás con un pecado» (Dt 24, 14-15).

«No oprimirás a tu prójimo, ni lo despojarás. No retendrás el salario del jornalero hasta el día siguiente» (Lv 19, 13).

3. Préstamos

En la antigüedad, las legislaciones que hoy llamaríamos «pro­gresistas» —como los códigos de Hammurabi y de Esnunna— , a lo más que llegaban es a limitar los tipos de interés, que quedaron fijados en el 20% para préstamos de dinero y el 33% para inversiones en cereales. Los tipos asirios llegaban hasta el 25% para dinero y el 33% para cereales8. Pues bien, el pueblo de Israel fue tan lejos —tan sorprendentemente lejos— que pro­hibió a los prestamistas cobrar el más mínimo interés:

«Si prestas dinero a uno de mi pueblo, al- pobre que habita contigo, no serás con él un usurero; no le exigirás interés» (Ex 22, 24).

«Si tu hermano se empobrece y se acoge a tí, lo mantendrás como forastero o huésped, para que pueda vivir junto a tí. No tomarás de él interés ni usura, antes bien teme a tu Dios y deja vivir a tu hermano junto a tí. No le darás por interés ni le darás tus víveres a usura» (Lev 25, 35-37).

En honor a la verdad debemos decir que aquellas normas estaban parasitadas todavía por el particularismo israelita, y a los extranjeros sí permitían cobrarles intereses:

«Al extranjero podrás prestarle a interés, pero a tu hermano no le prestarás a interés, para que Yahveh, tu Dios, te bendiga en todas tus empresas, en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión» (Dt 23, 20-21).

Hoy nos extraña que no se pueda cobrar un interés razonable por los préstamos, pero conviene observar que en la antigüedad y todavía durante la Edad Media los préstamos no eran préstamos para la producción sino para el consumo. Y, además, para el consumo de primera necesidad. Eran tiempos en que bastaba una mala cosecha o una enfermedad para que multitud de campesinos se encontraran sin recursos para pasar el invierno y tuvieran que recurrir a los prestamistas. Lo malo es que por buena que fuera la próxima cosecha raramente producía más de lo necesario para sobrevivir y, no pudiendo pagar las deudas, los escasos bienes que poseían aquellos hombres iban pasando a manos de los usureros. Tiene, pues, una razón de ser la prohibición de cobrar interés por los préstamos. (Como es sabido, la Iglesia mantuvo esa prohibición hastala encíclica Vix pervenit, de Benedicto XIV, en 17459).

Las leyes de Israel limitaron también las fianzas que podían exigirse a los deudores para evitarles perjuicios graves:

«Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás al ponerse el sol, porque con él se abriga» (Ex 22, 25-26).

«No tomarás en prenda el molino ni la muela; porque ello sería tomar en prenda la vida misma (…). Si es un hombre de con­dición humilde, no te acostarás guardando su prenda; se la de­volverás a la puesta del sol, para que pueda acostarse en su manto. Así te bendecirá y habrás hecho una buena acción a los ojos de Yahveh tu Dios» (Dt 24, 6. 10-13).

Sin embargo no hemos llegado todavía a lo más sorprendente de la legislación sobre los préstamos, y es que al llegar el Año Sabático —que, como el nombre indica, se celebra cada siete arios— ¡debían perdonarse las deudas! (cfr. Dt 15, 1-3.9).

Naturalmente, esta legislación sobre los préstamos debe si­tuarse, una vez más, en su contexto propio, que era la afirmación de que todos los bienes son comunes porque en realidad perte­necen a Dios. Siendo así las cosas, ¿cómo cobrar intereses al necesitado por un dinero que en el fondo es suyo? E incluso, ¿cómo seguir reclamándole lo que en siete arios no fue capaz de devolver?

4. «Esclavitud»

También en cuanto a la esclavitud Israel se distanció de los pueblos circundantes. En la leyes mesopotámicas se subrayaba que la dependencia del esclavo respecto de su señor, era de por vida diciendo: «La amistad dura solamente un día, pero la es­clavitud es perpetua»10. En cambio en Israel, al llegar el Año Sabático había que devolver la libertad a los esclavos (cfr. Ex 21, 2; Dt 15,12-15). Y la verdad es que una esclavitud que, en el peor de los casos, duraba siete años, sólo con muchas reservas puede seguir llamándose esclavitud. Se trataba, en realidad, de un contrato laboral sometido además a reglamentaciones muy precisas:

«Si se empobrece tu hermano en asuntos contigo y tú lo compras, no le impondrás trabajos de esclavo; estará contigo como jor­nalero o como huésped, y trabajará junto a tí hasta el ano del jubileo. Entonces saldrá de tu casa, él y sus hijos con él, volverá a su familia y a la propiedad de sus padres. Porque ellos son siervos míos, a quienes yo saqué de la tierra de Egipto; no han de ser vendidos como se vende un esclavo» (Lev 25,39-42; cfr. Ex 21, 26-27; Dt 15, 12-18).

Crecimiento de la injusticia en Israel

Resumiendo lo anterior podríamos decir, con Wright, que en Israel «la atención de la ley no se centraba en los derechos de los fuertes, sino en los de los débiles»11 . El libro del Deutero­nomio indica claramente cuál era la meta: «No habrá ningún necesitado en medio de vosotros» (15, 4).

Sin embargo todas esas leyes no fueron capaces de impedir que con el tiempo acabaran consolidándose grandes desigual­dades económicas y sociales en Israel. Roland de Vaux, hablando de las excavaciones dirigidas por él mismo en Tirsa, dice: «En Tirsa, la actual Tell el-Fár’ah, cerca de Naplusa, las casas del siglo X a.C. tienen todas las mismas dimensiones y la misma instalación; cada una representa la morada de una familia, que llevaba el mismo tren de vida que sus vecinas. Es notable el contraste cuando se pasa al nivel del siglo VIII en el mismo emplazamiento: El barrio de las casas ricas, más grandes y mejor construidas, está separado del barrio en que están hacinadas las casas de los pobres»12.

La mayor paradoja radica en el hecho de que, a partir del establecimiento de la monarquía, los israelitas se vieron obligados a trabajar varios meses al ario en las construcciones reales, de la misma manera que los faraones habían obligado a sus antepasados a construir las pirámides. Al principio eran solamente los ca­naneos y los esclavos quienes realizaban los trabajos forzados (cfr. 1 Re 9, 20-22; 2 Cr 2, 16-17), pero más tarde el rey Asá obligó por la fuerza a todo Judá a realizar estos trabajos (1 Re 15, 22). Así, pues, aquellos aborrecidos trabajos de Egipto que dieron lugar a la intervención de Yahveh acabaron instalándose en Israel.

Y es que, por muy justas que sean las leyes, si no se cumplen no sirven para nada.

La mayor parte de los comentaristas piensan que el Jubileo nunca se puso en práctica13. Es más fácil saber si se perdonaban o no las deudas al llegar el séptimo ario. En todo caso no debió llegar a ser una práctica general porque el Levítico (26, 34.43), Jeremías (34, 8-22) y el Libro Segundo de las Crónicas (36, 21) sostienen que el destierro de Babilonia fue un castigo de Dios por no observar el ario sabático. Sabemos que se idearon trampas para burlar la ley. El rabí Hillel, contemporáneo de Jesús, ideó la cláusula «prosbul» (del griego prós.boulé = «en presencia de la corte»), por la cual el deudor renunciaba públicamente a los derechos que le concedía el ario sabático. De hecho, se han encontrado en Murabba’at (Palestina) unos contratos del año 133 d. C. que contenían la cláusula «prosbul». Lo mismo ocurrió con la prohibición de cobrar intereses: Surgió una ficción jurídica por la cual el deudor se ofrecía voluntariamente a pagar intereses; el acreedor, cortésmente, se negaba a ello, pero luego aceptaba el dinero.

Naturalmente, el incumplimiento de tales leyes no les resta valor. Muestran claramente cuál era la voluntad de Dios: Erra­dicar la pobreza. Las leyes de Israel, aunque se cumplieran nunca y mal, seguirán siendo siempre un mensaje para nosotros.

El movimiento profético

Cuando la injusticia llegó a ser insoportable en Israel, se dejó oír la voz de los profetas. Con palabras desgarradas denunciaron a los que promulgaban leyes injustas para atropellar el derecho de los débiles (Is 10, 1-3), a los gobernantes que vivían del expolio de su pueblo (Is 3, 14-15), a los ricos que se hacían dueños del país entero (Is 5, 8-9), etc., etc.

Una vez más debemos decir que la relevancia de los profetas de Israel para nosotros no radica en el contenido de sus denuncias. Desde los «tribunos de la plebe» del Imperio Romano hasta los reformadores sociales, podríamos coleccionar millares de de­nuncias semejantes. La relevancia de los profetas de Israel radica en el hecho de que ellos denunciaban todas esas injusticias en nombre de Dios. Recordemos el famoso estribillo que interca­laban en sus óraculos: «¡Así dice Yahveh!» (de las 230 veces que aparece esa expresión en el Antiguo Testamento, 221 es en los libros proféticos). Como dice el exegeta judío André Neher:

Hay «reivindicaciones sociales fuera de la Biblia. Lo que impresiona en ellas es que no se trata, propiamente hablando, de un profetismo. Ni el autor egipcio de las Lamentaciones del aldeano ni Hesíodo, se atribuyen la inspiración profética. Sus lamentaciones y sus críticas emanan de reflexiones y de expe­riencias puramente humanas. Los dioses son invocados única­mente a título de testigos o de árbitros. No son ellos los ins­piradores de la indignación y de la rebeldía que experimentan dentro de su alma los escritores y los poetas (…). La justicia ha sido en todas partes, en la antigüedad, una conquista del espíritu laico, de la razón»14.

Recordemos lo que dijimos más arriba: Lo específicamente cristiano no es defender los derechos de los pobres, pues esa es una tarea irrenunciable para cualquier hombre bien nacido, sino hacer en esa defensa la experiencia de Dios.

Intentaremos comprender mejor por qué los profetas de Israel actuaban así. Como es sabido, su acusación era doble: Adorar dioses extraños y oprimir a los pobres. Pues bien, pretendo mos­trar que esas dos acusaciones, en el fondo, se reducían a una sola.

Hemos visto que la religión yavista prohibía la venta definitiva de las tierras y protegía de múltiples formas a los pobres. No ocurría lo mismo, sin embargo, con la religión cananea de los primitivos habitantes de la tierra prometida. Y esa religión fue mezclándose poco a poco con el yavismo hasta dar origen a un culto sincretista.

Salomón, que por razón de sus matrimonios políticos tenía muchas mujeres y concubinas no israelitas, se atrevió a edificarles santuarios para que pudieran seguir ofreciendo culto a sus dioses, e incluso llegó a hacerlo él mismo (1 Re 11, 1-8). Pues bien, con los dioses extranjeros se fueron introduciendo poco a poco las prácticas socioeconómicas de la religión cananea que Yahveh reprobaba. El rey compraba y vendía las tierras de sus súbditos (2 Sam 24, 24; 1 Re 16, 24), confiscaba las que pertenecían a los deportados o ejecutados e incluso llegó a regalar tierras a otros reyes (1 Re 9,10-14).

El incidente de la viña de Nabot (1 Re 21), durante la época de los omridas y el reinado de Ajab, expresa perfectamente el conflicto entre las leyes israelitas y las leyes cananeas con res­pecto a la propiedad. Cuando Nabot contesta al rey Ajab «líbreme Yahveh de darte la herencia de mis padres» (1 Re 21, 3) no es porque esté sentimentalmente apegado a su terruño, como cual­quier campesino viejo, sino porque según la concepción tradi­cional de Israel, la tierra es un regalo que Dios hace al clan o la familia para siempre. Ajab, en cambio, tenía ideas económicas diferentes: El creía que se podían comprar y vender los bienes raíces de acuerdo con los principios mercantilistas de los cana­neos.

Por eso adorar dioses extraños y caer en la injusticia social son las dos caras de una misma moneda. Cuando Oseas (4, 1) dice: «No hay ya fidelidad (‘emet), ni amor (hesed), ni conoci­miento de Dios (da’at ‘elohtm) en esa tierra» pretende llamar la atención sobre el hecho de que la injusticia no es sólo un problema social. Va unida al desconocimiento de Dios, porque si el pueblo supiera lo importante que es para Dios la fraternidad no actuaría de ese modo. Es lo mismo que dice Jeremías (22, 15-16) en un texto muchas veces citado:

«Tu padre hizo justicia y equidad,
juzgó la causa del cuitado y del pobrecillo,
¿no es ésto conocerme? —oráculo de Yahveh —».

Precisamente porque conocimiento de Dios y práctica de la justicia son absolutamente indisociables, los profetas —como portavoces de Dios— lucharon siempre de forma denodada contra lo que José Luis Sicre ha llamado «teología de la opresión»15; es decir, la deformación monstruosa que consiste en buscar justi­ficaciones religiosas para las injusticias.

Unas veces la legitimación ofrecida por los hombres religiosos a la injusticia consistirá en silenciar las exigencias sociales de la fe para evitarse problemas: «Por eso el hombre prudente calla en esta hora, que es hora de infortunio» (Am 5, 13).

Otras veces llegarán más lejos y se atreverán incluso a fal­sificar el mensaje del que debían ser portavoces: «Yo no envié a esos profetas, y ellos corrieron; no les hablé, y ellos profeti­zaron» (Jer 23, 21; cfr. 23, 31-40).

Frecuentemente lo que está detrás de todo eso es el interés ecomómico: «Sus sacerdotes —se lamenta Miqueas— enseñan por salario, sus profetas vaticinan por dinero» (Miq 3, 11). Es probable que no fueran los «teólogos de la opresión» quienes más beneficio sacaran de las injusticias existentes en Israel. Eze­quiel dice de las falsas profetisas que se vendían por un mendrugo de pan (Ez 13, 19). Pero el hecho objetivo es que contribuían al sufrimiento de los pobres.

La justicia veterotestamentaria en un callejón sin salida

En el siglo VII a.C., con la reforma deuteronomista, pro­movida por el rey Josías y apoyada con entusiasmo por los pro­fetas, pareció encenderse una luz. Se reafirmó la antigua legis­lación relativa a los derechos de propiedad y a los bienes familiares: «No desplazarás los mojones de tu prójimo, puestos por los antepasados» (Dt 18, 14). Ese mismo imperativo lo ha­llaremos también en la literatura sapiencial: «No desplaces el lindero antiguo, que tus padres pusieron» (Prov 22, 28); «no desplaces el lindero antiguo, no entres en el campo de los huér­fanos» (Prov 23, 10).

Incluso es posible que comenzara una redistribución de las tierras, pero desgraciadamente la inoportuna muerte del rey Josías en Megiddo, en el ario 609, a.C., puso fm a este movimiento que sólo había durado trece arios. Y el pueblo volvió a los ne­gocios de siempre; a los negocios estilo cananeo.

Cuando los profetas se convencieron de que las autoridades de Israel eran definitivamente incapaces de defender a los débiles —y, más todavía, cuando el exilio de Babilonia (587 a.C.) acabó con la misma monarquía—, empezaron a confiar en que algún día una intervención milagrosa de Yahveh haría aparecer un rey (el Mesías) digno de su misión:

«Mirad que vienen días —oráculo de Yahveh-
en que suscitaré a David un vástago justo;
reinará un rey prudente,
practicará el derecho y la justicia en la tierra.
En sus días estará a salvo Judá,
e Israel vivirá seguro.
Y éste es el nombre con que le llamarán:
«Yahveh-nuestra-justicia» (Jer 23, 5-6).

Como hace notar Cornill, al Mesías esperado «sólo se le atribuyen cualidades puramente éticas; no se dice nada de accio­nes militares ni de éxitos políticos; a quien tenemos ante nosotros no es a un héroe victorioso ni a un conquistador afortunado, sino a un rey justo y piadoso que implanta el derecho y la justicia»16.

¡Buenas noticias para los pobres!

Ya en los albores del Nuevo Testamento María alaba a Dios en el Magnificat porque la salvación tanto tiempo esperada va a hacerse por fin realidad:

«…Su brazo interviene con fuerza,
desbarata los planes de los arrogantes,
derriba del trono a los poderosos
y exalta a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide de vacío…» (Lc 1, 51-53).

Son palabras —ha dicho González Faus— «que tacharía el lápiz rojo de cualquier censor»17.

Y Jesús en la sinagoga de Nazaret, haciendo suya una tra­dición que procede del Tercer Isaías, dirá:

«El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido
para anunciar a los pobres la Buena Nueva;
me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).

Tan importantes son estas palabras que Lucas quiso resaltar la perícopa dándole categoría de escena programática que re­sumiera la idea que Jesús tenía de su misión, y para ello la colocó al comienzo de la vida pública.

Después del recorrido que hemos hecho por el Antiguo Tes­tamento ya sabemos lo que significa «un ario de gracia»: remisión de las deudas, liberación de los esclavos y reparto de las tierras. Hay personas a quienes todo eso les suena demasiado fuerte y dan por supuesto que las palabras de Jesús deberán interpretarse en sentido simbólico. Pero la crítica literaria justifica más bien la lectura realista porque nos hace caer en la cuenta de que Lucas suprimió un estico del oráculo de Isaías que habría permitido una comprensión de tipo intimista —»vendar los corazones rotos» (Is 61, 1)— y lo sustituyó por otro, también de Isaías (58, 6), que necesita mucha más imaginación para interpretarlo en sentido figurado: «Poner en libertad a los oprimidos».

La originalidad del Nuevo Testamento con respecto al Antiguo

Al sostener que no hay por qué interpretar simbólicamente las palabras de Cristo no pretendo negar la existencia de ciertas diferencias entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. Creo que las principales serían estas cinco:

1. El Nuevo Testamento AMPLÍA notablemente las dimen­siones de la salvación o, dicho de otra forma, la liberación so­cioeconómica es muy importante, pero no es todo:

En efecto, el campo de las esclavitudes humanas necesitadas de salvación se extiende mucho más allá de las injusticias socio­económicas: La enfermedad, por ejemplo — ¡cuántas curaciones realizó Jesús a su paso! — . Y no sólo las enfermedades físicas, sino también las enfermedades del alma, que nos esclavizan tanto o más que las del cuerpo: la angustia, la congoja, cuya causa y origen no conocemos a ciencia cierta; ese vértigo del sinsentido de todo; la soledad de amar sin ser amado o de ser amado sin amar, que tan malo es lo uno como lo otro…

2. El Nuevo Testamento PROFUNDIZA las dimensiones de la salvación hasta llegar a la causa última del mal (el pecado):

Todo hombre que se observa a sí mismo acaba descubriendo que no es bastante saber lo que exige la justicia y ni siquiera querer cumplirlo: «Aunque veo lo mejor y lo apruebo, practico lo peor», decía San Pablo (Rom 7, 14-25). Por eso la Iglesia, que es «experta en humanidad»18, sabe que la salvación tiene que llegar hasta la raíz del mal: El corazón del hombre.

Esto lo fueron descubriendo poco a poco los profetas de Israel. Al principio, cada vez que era entronizado un nuevo rey espe­raban que haría justicia a los pobres. Con el tiempo, cuando comprobaron que uno tras otro defraudaban las esperanzas pues­tas en él, y sobre todo cuando se frustró la reforma de Josías, comprendieron dónde estaba el «tendón de Aquiles» de la Antigua Alianza: Los hombres intentaban una y mil veces ser mejores, pero estaban hechos de barro. Y, cuando se dieron cuenta de que ahí estaba la raíz del problema, empezaron a esperar la llegada de un tiempo futuro en el que los hombres serían capaces de responder sin reservas a Dios:

«Os daré un corazón nuevo —decía un famoso oráculo del profeta Ezequiel— , infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36, 26).

O con palabras de Jeremías (31, 31-33):

«He aquí que vienen días —oráculo de Yahveh— en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto (…) sino que pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré».

El cristiano, heredero tanto de la tradición del Antiguo Tes­tamento como de la tradición del Nuevo Testamento, no se con­tentará con establecer estructuras justas sino que luchará por cambiar el corazón del hombre, empezando por el suyo mismo. Sabe que tan necesario es lo uno como lo otro. La experiencia dice que las personas malas acaban sirviéndose incluso de las estructuras justas para sus objetivos, pero la experiencia dice también que el egoísmo encuentra todavía más «espacio» para expresarse cuando las estructuras son injustas.

3. El Nuevo Testamento MODIFICA la lógica humana re­nunciando al poder. Otra diferencia importante entre el Antiguo Testamento y el Nuevo es el lugar social desde el cual se lleva a cabo la liberación de los pobres: No desde el poder sino desde la debilidad y la pobreza misma.

Como hemos visto, en el Antiguo Testamento se esperaba que fueran los reyes quienes defenderían a los pobres. En los salmos reales, que hasta hace poco creíamos que hacían refe­rencia al Mesías, se expresan así las expectativas del pueblo ante el nacimiento de un nuevo rey:

«En sus días florecerá la justicia (…)
porque él librará al pobre suplicante,
al desdichado y al que nadie ampara;
se apiadará del débil y del pobre» (Sal 72, 7. 12-13).

Dijimos también que cuando resultó obvio que esa esperanza era ilusoria se abrió paso la idea de que sería el Mesías quien defendería a los pobres. Pero un Mesías que se esperaba, desde luego, lleno de poderío. Y, sin embargo, el Mesías resultó ser… un pobre que «no tenía donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20) y cuya vida transcurrió entre dos grandes desprecios: «Vino a su casa y los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11), y «padeció fuera de la puerta» (Heb 13, 12).

Eso trastorna por completo la lógica humana. Incluso la de todos nosotros que, a pesar de nuestra herencia cristiana, segui­mos pensando que si conquistáramos el poder, la Universidad, etc., ejerceríamos un efecto multiplicador.

Sin embargo, la salvación en el Nuevo Testamento se carac­teriza por el dinamismo de la encarnación, y por eso Jesús exigirá a quienes quieran seguirle que comiencen por hacerse pobres como él. Así, pues, el cristiano se niega a sí mismo el derecho a ser rico en un mundo como éste donde quedan tantos pobres y no aspira a ayudar a los pobres desde fuera, sino a crecer juntos como personas y como creyentes.

Todo aquel que hace suya la causa de los pobres y simultá­neamente renuncia al poder tiene que contar con la persecución. El 17 de febrero de 1980 decía Mons. Romero:

«Créanlo, hermanos, el que se compromete con los pobres tiene que correr el mismo deltino de los pobres. Y en El Salvador ya sabemos lo que significa el destino de los pobres: ser desa­parecidos, ser torturados, ser capturados, aparecer cadáveres… Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan ho­rrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo»19.

Apenas un mes después el mismo Mons. Romero era asesi­nado. Seguramente no será ese el destino de ninguno de nosotros porque una sociedad democrática no hace mártires. «Pero hace locos, desprestigiados y marginados, a los que se niega hasta la gloria del martirio»20. Y habrá que contar con ello.

Mateo, a continuación de «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia», añade: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa» (Mt 5, 11). Da la impresión, pues, de que ser perseguidos por la justicia equivale a ser perseguidos por causa de Jesús. De hecho, Lucas engloba ambas cosas en una sola bienaventuranza: Ser perseguidos «por causa del Hijo del hombre» (Lc 6, 23).

4. La LUCHA contra la injusticia debe ir unida al AMOR a los causantes de la injusticia. El cristiano, al asumir la causa de los pobres, no podrá dejar de enfrentarse a las pretensiones de los poderosos. Pero nunca lo hará movido por el resentimiento.

Jesús descartó cualquier idea de venganza. Es significativo que aquel pasaje de Isaías (61, 1-2) sobre el cual basó su discurso programático en la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 18-19) quedó bruscamente cortado a mitad de una frase. A las palabras «pro­clamar un año de gracia del Señor» seguían en el oráculo del profeta estas otras: «…Día de venganza de nuestro Dios», que fueron significativamente omitidas por Jesús.

Para el cristiano será siempre irrenunciable que su amor al­cance incluso a los enemigos (Mt 5, 44), aunque eso no excluya, naturalmente, oponernos al mal que ellos hagan. San Juan Cri­sóstomo —ese obispo que se mostró tan inexorable con los ricos que fue desterrado de Constantinopla por la emperatriz Euxodia­justificaba así su conducta:

«Vosotros no os hartáis de devorar y tragaros a los pobres y yo no me harto de echároslo en cara. ¡Apartaos de mis ovejas; no me destruyáis el rebaño! Y si me los destruís, ¿podéis acusarme de que os persiga? ¿Acaso si fuera pastor de ovejas me acusaríais de perseguir al lobo que atacara mi rebaño?».

Y añadía:

«Yo no hablo contra los ricos, sino en favor de los ricos. Al hablar como hablo, en favor tuyo hablo: aun cuando no te des cuenta de ello. ¿Que cómo hablo en tu favor? Pues porque te libro del pecado, te saco de la rapiña, te hago amigo de todos, te hago amable a todos»21.

Como dirá más tarde San Agustín, «la Iglesia persigue por amor y los impíos por crueldad»22.

5. La salvación del Nuevo Testamento es, a la vez, ESCA­TOLÓGICA e HISTÓRICA. Los libros veterotestamentarios, casi en su totalidad (debemos exceiatuai los apocalípticos, el libro de la Sa­biduría y los Macabeos), encuadraban la salvación dentro del ho­rizonte intramundano.

Nosotros somos conscientes de que la salvación nunca podrá ser plena mientras vivamos en la historia. Por lo pronto, el hombre sabe que tendrá que vérselas con la muerte, «el último enemigo» (1 Cor 15, 26), y también sobre ella debe triunfar la salvación de Cristo.

Pero no sólo eso. Mientras vivamos en la historia, cualquier logro, por espectacular que pueda ser, manifestará la tensión entre el ya y el todavía no. También los logros de la justicia. Por eso, cuando el cristiano hace suya la causa de los pobres no puede dejar de recordar con cierta melancolía unas palabras de Cristo: «Siempre habrá pobres entre vosotros» (Mt 26, 11 y par.). Pa­labras que, naturalmente, de ninguna manera pueden aducirse como justificación de la pobreza existente en una sociedad de­terminada. También dijo Cristo que siempre habrá escándalos entre nosotros (Mt 18, 7 y par.) y no porque aprobara los es­cándalos. Incluso añadió: «Pero ¡ay de aquel hombre por quien viniere el escándalo!».

Que siempre habrá pobres entre nosotros, y siempre habrá escándalos, quiere decir en definitiva que siempre habrá pecado entre nosotros; que la salvación jamás se realizará del todo y para siempre en el horizonte del tiempo.

Así, pues, la salvación cristiana es, a la vez, escatológica (jamás se realizará del todo y para siempre en el horizonte del tiempo) e histórica (se realiza anticipada y parcialmente también en la historia).

Al acabar este repaso de las principales diferencias existentes entre el Antiguo y el Nuevo Testamento cuando abordan la causa de los pobres, se me ocurre que también a lo social se aplica aquello de «no penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar plenitud» (Mt 5, 17).

Los Santos Padres defendieron siempre con voz profética los derechos de los pobres

Los Santos Padres, herederos de la rica tradición que hemos recordado, sostuvieron de forma unánime que, al ser voluntad de Dios que todos sus hijos compartan fraternalmente los bienes de la tierra, el hecho de que unos sean ricos mientras otros son pobres será siempre injusto; y ésto prescindiendo de cómo hayan llegado unos y otros a esa situación. Recordemos un par de ejemplos. En primer lugar vamos a escuchar unas pa­labras de San Juan Crisóstomo:

«Dime, ¿de dónde te viene a tí ser tan rico? ¿de quién recibiste la riqueza?, y ese otro ¿de quién la recibió? Del abuelo —di­rás—, del padre. ¿Y podrás, remontándote por el árbol genea­lógico, demostrar la justicia de vuestras posesiones? Seguro que no podrás. Necesariamente en su principio y en su raíz hay una injusticia. ¿Que cómo llego a esa conclusión? Porque al principio Dios no hizo rico a uno y pobre a otro, ni tomó al uno y le mostró grandes yacimientos de oro y al otro lo privó de este hallazgo. No, Dios, puso delante de todos la misma tierra. ¿Cómo, pues, siendo todo común tú posees tierras y más tierras y el otro ni un terrón?»23.

Y San Jerónimo escribe:

«Sabiamente habla el Evangelio de «riquezas injustas», pues todas las riquezas proceden de la injusticia y uno no se puede adueñar de ellas a no ser que otro las pierda o se arruine. Por eso a mí me parece certísima aquella sentencia popular que dice: «El rico o es injusto o es heredero de un injusto»»24.

Sacando ahora las oportunas conclusiones de ese plantea­miento —tan enraizado, por otra parte, como hemos visto, en la Biblia— los Santos Padres afirmarán que lo que sobra al rico pertenece al pobre:

«Cuando alguien roba los vestidos de un hombre, decimos que es un ladrón. ¿No debemos dar el mismo nombre a quien pu­diendo vestir al desnudo no lo hace? El pan que hay en tu despensa pertenece al hambriento; el abrigo que cuelga, sin usar, en tu guardarropa pertenece a quien lo necesita; los zapatos que se están estropeando en tu armario pertenecen al descalzo; el dinero que tú acumulas pertenece a los pobres»25.

En consecuencia, socorrer a los necesitados no tiene carácter graciable, sino que es una restitución:

«No le regalas al pobre una parte de lo tuyo, sino que le de­vuelves algo de lo que es suyo, pues lo que es común y ha sido dado para el uso de todos lo usurpas tú solo»26.

Los escolásticos formularon con precisión las exigencias de una comunicación cristiana de bienes

Unos siglos después, los escolásticos dirán —con términos menos violentos, pero desde planteamientos idénticos— que dar lo superfluo a los pobres es una exigencia de justicia, y compartir con ellos lo necesario es una exigencia de caridad:

«Los pobres pueden ser socorridos de dos maneras: O bien de lo superfluo, lo que es de justicia (…) ya que lo superfluo es de los pobres, y propio de la justicia es devolver a cada uno lo suyo, o bien podemos socorrerles sustrayéndonos lo que es ne­cesario», lo que ya no viene exigido por la justicia, sino por la caridad27.

Dar limosna de lo superfluo —ahora es Santo Tomás el que habla— es de precepto; lo mismo que darla al que está en necesidad extrema. Hacer otras limosnas es de consejo, igual que se dan consejos acerca de cualquier otro bien mayor»28.

Da la impresión de que no han dicho nada, pero consideré­moslo más despacio: Si dar de lo superfluo es una exigencia de la justicia, quiere decir que no basta dar una parte de lo superfluo, sino todo, porque mientras me quede algo superfluo la justicia seguirá exigiéndome que lo dé. Y ni siquiera eso es bastante: Incluso cuando sólo me haya quedado con lo necesario, la caridad me pide que esté dispuesto a compartirlo con los que todavía tienen menos que yo. Naturalmente, ahora es la caridad, no la justicia, porque tengo realmente derecho a poseer lo necesario; lo que pasa es que la caridad va más allá que la justicia…

Hacia un reconocimiento jurídico de los derechos de los pobres

Como vemos, los sermones de los Santos Padres no tienen nada que envidiar a los óraculos de los profetas de Israel, y los escolásticos no se quedaban atrás a la hora de exigir. Sin embargo, a nadie se le oculta que la «debilidad» de las normas éticas radica en la ausencia de medios coercitivos. Roberto de Courson, a principios del siglo XIII, enseriaba de forma expresa que los ricos deben ser invitados a compartir sus bienes, pero nadie puede obligarles a hacerlo. ¡Imposible afirmar más decididamente la dislocación existente entre la ética y el derecho! Conscientes de esa debilidad, que caracteriza a las normas éticas cuando no se ven apoyadas por el derecho, los canonistas medievales quisieron dar una sanción jurídica a los derechos de los pobres.

Por una parte, de la tesis según la cual lo superfluo de los ricos pertenece a los pobres, el más grande de los decretistas medievales, Huguccio de Pisa, dedujo allá por el año 1189, el derecho correlativo que tienen los hambrientos a apoderarse por la fuerza de lo que sobra a los ricos sin ser por ello ladrones29. A comienzos del siglo XIII, a partir de Juan el Teutón, entre los canonistas, y de Guillermo de Auxerre, entre los teólogos, la opinión del obispo de Ferrara se convirtió en doctrina común: «Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí»30. El franciscano Alejandro de Hales aportará en la primera mitad del siglo XIII una precisión importante, y es que el derecho del necesitado a los bienes ajenos es todavía más claro cuando se trata de los bienes de la Iglesia, dado que éstos constituyen de una forma muy especial el patrimonio de los pobres31.

Además del derecho de apropiación por parte de los pobres los canonistas introdujeron en el derecho canónico la figura de la «de­nuncia evangélica», mediante la cual la Iglesia podía constreñir a los ricos a compartir sus bienes con los pobres pudiendo llegar, tras un detallado procedimiento, incluso hasta la excomunión de los recalcitrantes. Es difícil saber si la «denuncia evangélica» llegó a tener vigencia o no, aunque por una carta del Papa Gregorio IX, fechada en 1232, puede deducirse la existencia de un recurso que los pobres de Venecia habían entablado contra el obispo Marcos-Miguel por no compartir con ellos los diezmos que percibía32.

Tomás de Vio, el cardenal Cayetano (1468-1534) dará un paso más al afirmar que si un rico no distribuye voluntariamente lo que le sobra, el juez puede hacerlo de oficio entre los indigentes —in­cluso fuera del caso de extrema necesidad— para que se respete la justicia33.

En los modernos Estados, como es sabido, los poderes pú­blicos llevan a cabo una redistribución más o menos grande de la riqueza mediante el sistema tributario y los seguros sociales. Pues bien, hacen simplemente lo que el cardenal Cayetano con­sideraba incumbencia del juez, nada más que de una forma tan nueva y desprovista de cualquier fundamentación religiosa que casi nadie reconoce en ello la antigua doctrina.

La exigencia de cambiar las estructuras

Hasta aquí hemos hablado tan solo del pensamiento cristiano sobre los pobres y la pobreza. Junto a ello habría que considerar también la praxis. Nadie puede discutir hoy que la Iglesia llevó a cabo a lo largo de la historia una gigantesca tarea de servicio a la humanidad sufriente34. Durante la Edad Media no había en toda Europa una ciudad o pueblo importante que no contara con algún hospital donde se atendía gratuitamente a los enfermos pobres (sólo las leproserías se calcula que en el siglo XIII llegaron a las 20.000). Inmensa fue igualmenta la obra educativa realizada en favor de las clases populares. Ni que decir tiene que en la historia del amor al prójimo brilla con luz propia la figura de Vicente de Paúl.

A partir de la Revolución Francesa apareció una novedad importante. Hasta ese momento asumir la causa de los pobres se concretaba necesariamente en acciones asistenciales y promocio­nales que luchaban contra la pobreza individuo a individuo. Lo malo es que la sociedad, tal como estaba organizada, era una máquina de producir pobres. Sin embargo, nadie se percataba de éso. Aquel orden establecido parecía a todos inmutable, natural. En cambio a finales del siglo XVIII la humanidad tomó con­ciencia de que el orden —o «desorden»— establecido era un fenómeno cultural y, por tanto, susceptible de transformación.

Es verdad que antes de la Revolución Francesa se produjeron de vez en cuando revueltas de los dominados y oprimidos que se sublevaban contra un exceso ya insoportable de arbitrariedad y explotación. Pero las revoluciones eran siempre contra los poderosos, nunca contra el «sistema» como tal, por cuanto nadie podía tampoco imaginar una cosa distinta.

Desgraciadamente, cuando la humanidad tomó conciencia de que era posible llevar a cabo transformaciones sociales audaces para luchar más eficazmente contra la pobreza, la Iglesia —lejos de comprender hasta qué punto esas transformaciones venían exigidas por la fe— se opuso a ellas y se empeñó con terquedad inaudita en defender con argumentos pseudoteológicos las so­ciedades estructuradas en la desigualdad. Hace cincuenta años escribía todavía Pío XII:

«La memoria de todos los tiempos enseña que siempre hubo pobres y ricos, y la inflexible condición de las cosas presagia que los habrá siempre. Son honorables los pobres que temen a Dios, porque de ellos es el Reino de los Cielos y fácilmente abundan en gracias espirituales; los ricos, en cambio, si son rectos y probos, son los dispensadores y administradores de los bienes terrenales de Dios; como auxiliares de la Providencia divina, socorren a los necesitados, por cuyas manos reciben frecuentemente los dones del espíritu y bajo cuya dirección esperan conseguir la vida eterna. Dios, óptimo provisor de las cosas, ha establecido que, para ejercicio de las virtudes y acri­solamiento de los méritos, haya en el mundo a la vez ricos y pobres35.

El resultado fue que durante el siglo XIX otros hombres to­maron el relevo de los cristianos en la defensa eficaz de los derechos de los pobres. La Iglesia, cada vez más aislada cultu­ralmente, jugó un papel pura y simplemente reaccionario.

Hoy las cosas han cambiado. Es llamativo el contraste entre la última frase de Pío XII que acabamos de recordar y unas palabras pronunciadas por Juan Pablo II ante los habitantes de la Favela dos Alagados, en Salvador de Bahía:

«No digáis que es voluntad de Dios que vosotros permanezcáis en una situación de pobreza, enfermedad, en una mala vivienda, contraria, muchas veces, a vuestra dignidad de personas hu­manas. No digáis: ¡Es Dios quien lo quiere!»36.

El mismo Juan Pablo II, en la reciente Encíclica «Sollicitudo Rei Socialis», ha dado a esas estructuras sociales, económicas y financieras que fabrican pobres el nombre que teológicamente les corresponde: Son «estructuras de pecado»37.

En mi opinión, esa expresión está llamada a revolucionar la mente y la praxis de no pocos cristianos. La Doctrina Social de la Iglesia había sido acusada a menudo de encerrarse en un mo­ralismo ingenuo que, para cambiar el mundo, ponía el énfasis en la buena voluntad del hombre individual o colectivo ignorando que no son los deseos del maquinista, sino el trazado de las vías y la posición de las agujas, quienes determinan la dirección que seguirá el tren.

El supremo magisterio de la Iglesia, al reconocer ahora que el pecado no anida solamente en el corazón de los individuos, sino que ha cristalizado también en esas estructuras socio-eco­nómicas que tan «naturales» parecían a nuestros antepasados, nos convoca a luchar no sólo por la conversión de los individuos sino también por la reforma de las estructuras.

Ante nosotros se abre una tarea inmensa pero ilusionante. Lo diremos con palabras del Mensaje Final del último Sínodo de los Obispos: «El Espíritu nos lleva a descubrir más claramente que hoy la santidad no es posible sin un compromiso con la justicia, sin una solidaridad con los pobres y oprimidos»38.

  1. José Ignacio González Faus, La Humanidad nueva. Ensayo de Cristología, Sal Terrae, Santander, 6.’ ed., 1984, p. 603.
  2. Cfr. Gerard von Rad, Teología del Antiguo Testamento, t. 1, Sígueme, Salamanca, 1972, p. 167.
  3. Josep Maria Rovira, Revelación de Dios, salvación del hombre, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1979, p. 114.
  4. Renes, Maldonado y Pérez, Síntesis del trabajo de los grupos del Sexto Sector, dedicado al mundo de la marginación; en varios autores, Evangelización y hombre de hoy. Congreso, EDICE, Madrid, 1986, p. 447.
  5. Armido Rizzi, El mesianismo en la vida cotidiana, Herder, Barcelona, 1986, p. 25.
  6. Cfr. Robert Gnuse, Comunidad y propiedad en la tradición bíblica, Verbo Divino, Estella, 1987.
  7. La expresión es de José Galat y Francisco Ordóñez, Liberación de la liberación, Paulinas, Bogotá, 2.° ed., 1976, p. 36.
  8. Cfr. James B. Pritchard, La sabiduría del Antiguo Oriente. Antología de textos e ilustraciones, Garriga, Barcelona, 1966, pp. 159 y 174.
  9. Cfr. Benedicto XIV, Vix pervenit (1 de noviembre de 1745); en Doctrina Pon­tificia, t. 3, BAC, Madrid, 2.’ ed., 1964, pp. 16-28.
  10. W. G., Lambert, Babylonian Wisdom Literature, Clarendon, Oxford, 1960, 259.
  11. George E. Wright, Deuteronomy, en Interpreter’s Bible, t. 2, Nashville, 1952, p. 476.
  12. Roland de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona, 2.’ ed., 1976, p. 115.
  13. Cfr. Karl Elliger, Leviticus, en Handbuch zum Alten Testament, Mohr, Tübingen, t. 4, 1966, p. 351; P. van Imschoot, Teología del Antiguo Testamento, Fax, Madrid, 1969, pp. 575-576; Julián Morgenstern, Jubilee. Year of, en G. A. Buttrick (ed.), Inter­preter’s Dictionary of the Bible, t. 2, Nashville, 1963, 1002; Johannes Pedersen, Israel: Its life and culture, t. 1, Cumberlege, London, 1926, p. 89; J. R. Porter, Leviticus, en Cambridge Bible Commentaty, Cambridge University Press, 1976, pp. 196-198; Gordon Wenham, The Books of Leviticus, en New International Commentary on the Old Testament, Eerdmans, Grand Rapids, 6 (1971) 221-222.
  14. André Neher, La esencia del profetismo, Sígueme, Salamanca, 1975, p. 49.
  15. José Luis Sicre, «Con los pobres de la tierra». La justicia social en los profetas de Israel, Cristiandad, Madrid, 1985, pp. 286 y 308.
  16. C. H. Cornill, Das Buch Jeremia, Leipzig, 1905, p. 264.
  17. J. I. González Faus, Selecciones de Teología 10 (1971) 76.
  18. Pablo VI, Discurso ante las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965); en Pascual Galindo, Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, t. 2, ACE, Madrid, 7.’ ed., 1967, p. 2961.
  19. Recogido en Oscar A. Romero, «¡Cese la represión!», IEPALA y Editorial Popular, Madrid, 1980, p. 137.
  20. Rafael Aguirre, ¿Pueden ser los pobres el lugar social de una Iglesia » segun­domundista»?: Misión Abierta 75 (1982) 117.
  21. San Juan Crisóstomo, Sobre el hombre que se hizo rico, homilía 1, núm. 4; PG 55, 500 y ss.
  22. San Agustín, Carta núm. 11, en Obras completas de San Agustín, t. XI a, BAC, Madrid, 3.’ ed., 1987, p. 726.
  23. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Primera Carta a Timoteo, homilía 12, núm. 4 (PG 62, 562-563).
  24. San Jerónimo, Carta 120, a Edibia, núm. 1 (PL 22, 984); en Cartas de San Jerónimo, t. 2, Madrid, 1962, pp. 447-448.
  25. San Basilio, Homilía «Destruiré mis graneros», sobre Lc 12, 16-21, n. 7 (PG 31, 277).
  26. San Ambrosio, Libro de Nabot Yizreelita, núm. 53 (PL 14, 747).
  27. Alejandro de Hales, In 3 Sententiarum, dist. 33.
  28. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, 2-2, q. 32, a. 5; BAC, Madrid, 1959, t. 7, p. 969.
  29. Huguccio de Pisa, Summa Decretorum, C. 12, q. 2, c. 11 (Ms. Vaticano, f186v, 187r).
  30. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 69a. Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, 2-2, q. 66, a. 7 (BAC, Madrid, t. 8, 1956, pp. 505-507); San Alfonso María de Ligorio, Theologia Moralis, 3, 5, 1; Dub. 1 (ed. Marietti, 1847, 2, n. 520, 500­504).
  31. Alejandro de Hales, Qu. de eleemosyna, 11: «Et cum bona ecclesie specialiter sint bona pauperum, maxime in extrema necessitate, multo magis videtur quod non peccet talis accipiendo de bonis ecclesie» (Ms. Paris, f 67v).
  32. Cfr. Gilles Couvreur, Les pauvres ont-ils des droit? Recherches sur le vol en cas d’extréme nécessité depuis la Concordia de Graden (1140) jusqu’a Guillaume d’Au­xerre (j1231), Presses de l’Université Grégorienne-Editions S.O.S., Roma-París, 1961, pp. 110-115.
  33. (Tomás de Vio) Cayetano, Comentario a la IP IPe de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, q. 118, art. 4, n. 4.
  34. Desgraciadamente apenas existen obras de conjunto sobre el particular. Véase la clásica de Michel Mollat, Les pauvres au Moyen Age. Étude sociale, Hachette, Paris, 1978 (es un resumen de los dos volúmenes publicados cuatro años antes con el título de Études sur l’Histoire de la Pauvreté. Moyen Age-XVP s.). También Robert Hemunann, La Charité de l’Église, de ses origines a nos jours, Salvator-Mulhouse, Strasbourg, 1961. Sobre España pueden consultarse Elena Maza, Pobreza y asistencia social en España. Siglos XVI al XX, Universidad de Valladolid, 1987; Carmen López Alonso, La pobreza en la España medieval. Estudio histórico-social, Ministerio de Trabajo, Madrid, 1985.
  35. Pío XII, Sertum laetitiae (1 de noviembre de 1939), n. 14; en Doctrina Pontificia, t. 3 (Documentos Sociales), BAC, Madrid, 2.’ ed., 1964, p. 855 (el subrayado es mío).
  36. Juan Pablo II, Discurso en• Salvador de Bahía (7 de julio de 1980), n. 3: Ecclesia 1990 (19 de julio de 1980) 894-895.
  37. Por diez veces utiliza el Papa esa expresión (nn. 36a, 36b, 36c, 36f, 37c, 37d, 38f, 39g, 40d, 46e), y llega a decir que no se puede tener una comprensión profunda de la realidad sin hablar de «pecado» y de «estructuras de pecado».
  38. Sínodo de los Obispos, Mensaje al Pueblo de Dios (29 de octubre de 1987), n. 4: Ecclesia 2344-2345 (7 y 14 de noviembre de 1987) 1558.

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