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P. José Herrera |
14-07-79 |
R. Dominicana |
Anales 79, p.634 |
EL PADRE HERRERA, por sí mismo
«… Y viniendo a lo primero le diré: Que mis padres fueron muy pobres; propietarios de unas tres cabras, algunas gallinas, algunos almendros y algunas tierras de pan llevar pobrísimas que no daban para el «gofio» del año, que era menester comprar con lo que daban los animales domésticos. Fuimos catorce hermanos, de los que once llegamos a mayores. Cuando íbamos a misa -a más de una hora de camino- llevábamos los zapatos al hombro, y los quitábamos y poníamos a la puerta de la iglesia.
Cuando tenía siete años dije a un misionero que quería ser como él, pero al verme tan pequeño me dijo que tenía que comer todavía mucho gofio. Dos Hijas de María del barrio, como a los demás muchachos, nos enseñaron gratuitamente lo que ellas sabían: doctrina y leer y escribir. Estuve yendo medio año a una escuela nacional que distaba dos horas a pie, y aprendí algo de cuentas. A los doce años estuve seis meses con los Padres nuestros de la calle Agustín Millares, o de la Gloria, preparándome para el ingreso en la Escuela Apostólica de Guadalajara. Era superior el riojano P. Restituto Trepiana, un santo y sencillo varón. En estos seis meses con el entusiasmo con que hoy leen los chicos los tebeos, leí los cuatro tomazos de «La vida de los santos», seguramente de principios del XVIII, porque tenía las eses parecidas a las efes y San Vicente era todavía Venerable, porque decía: Vida del Venerable Vicente de Paúl, etc.
A Guadalajara vine «solito» por mar y ferrocarril, y llegué el 17 de septiembre de 1912. Se había fundado el año anterior y me llenó de gozo cuando en la puerta me recibió el P. José María Fernández, que fue el superior durante los cuatro años que allí estudié las humanidades con losPP. Franco, Segura, Bengoa y otros que han muerto o no perseveraron.
A mediados de septiembre del 16 llegamos a Madrid para hacer el noviciado, hasta el 8 de septiembre del 18, en que fuimos a Hortaleza para estudiar Filosofía. Era superior el P. Sierra, que tenía fama de sabio; director el P. Agapito Alcalde, y subdirector el P. Vicente Monte, y Visitador el P. Arambarri. Como mis papeles llegaron tarde, mi vocación empezó el día de la Inmaculada, por eso hice los votos el día 9 de diciembre de 1918. Desde 1918 a 1920 cursé los dos primeros cursos filosóficos en Hortaleza, en la casa más antigua, hoy bastante modificada. Era Superior el P. Higinio Pampliega. Desde el 8 de octubre de 1920 hasta la misma fecha de 1921, estudié en Madrid el tercer curso filosófico: Ética, Historia Natural, Física, etc., y desde 1921 al 23 los dos primeros de Teología con el mismo Superior, Director de E., el P. Tobar y Visitador el P. Atienza. Desde 1923 a 1924 estudié tercer curso teológico en Cuenca, año de la fundación de esta casa, siendo Superior el P. Tobar y obispo Mons. Cruz La Plana, gran amigo de la CM que nos regaló el Seminario de San Pablo. Y desde 1924 al 25 estudié el cuarto y último curso, con los mismos Superior y Visitador. El obispo hasta 1921 fue el Dr. Prudencio Melo y Alcalde, y desde esa fecha -tal vez no sea exacta- el Dr. Eijo Garay, que fue el que me confirió las órdenes menores y creo que el subdiaconado. Por cierto que cuando toqué las vinajeras lo hice con la mano izquierda, y él, sonriente, me preguntó un tanto guasón: «¿No sabe usted dónde tiene la mano derecha?»
La tonsura me la confirió, el Sábado Santo de 1925, Mons. Diego y Alcolea, Patriarca de las Indias y arzobispo electo de Santiago, en la cual hubo órdenes de todos los grados; sacerdotes y religiosos, muchísimos. Nosotros solos éramos 30 de tonsura, y con todas las ceremonias del Sábado Santo antiguo la cosa duró desde las 6,30 hasta las 12. Uno se desmayó. Este mismo señor Patriarca nos ordenó de sacerdotes el 12 de julio del mismo año. El nuncio Mons. Tedeschini nos ordenó de diáconos, no recuerdo el día. Si por ahí anda el P. López, que es mi condiscípulo, le puede preguntar o consultar su ficha.
El 18 salí de Madrid para La Orotava, mi primer destino, con el P. Churruca, que había venido a la asamblea provincial. El 19 asistí a la fiesta de San Vicente en Cádiz, donde el P. J. Sánchez pronunció en la Casa Cuna un bellísimo panegírico. El 24 dije la misa en Las Palmas, donde pude ver a mi padre y a dos hermanos durante unas horas que pasó por allí el barco. No los había visto desde 1912. Tampoco se me ocurrió pedir, ni al superior decirme, que subiera unos días a Tejeda a ver al resto de la familia, ni se me ocurrió acusarles de inhumanos por ello vistas las cosas desde los presupuestos evangélicos y los ejemplos de S. V., del B. P., etc. Fue menester que pasaran varios años para que al P. B. González se le ocurriera llamarme para una novena que le habían pedido los de mi barrio a La Milagrosa, para que yo pudiera estar con ellos unos diez días.
El 25, día de Santiago, estrené temblando el confesonario, pues la víspera, al pasar por La Laguna, el Vic. Cap me había provisto de «licencias perpetuas». Ese mismo día por la tarda volvimos a La Laguna a asistir al solemne traslado del cuerpo de San Fortunato desde el palacio de los marqueses de Nava y Grimón a nuestra iglesia de San Agustín.
En La Orotava fui profesor de latín del colegio de los HH. de la Salle hasta Navidad, en que trasladado el Padre Churruca a San Sebastián de primer superior, y nombrado superior de La Orotava el P. Caminos, fui destinado al Seminario de La Laguna para hacerme cargo del cuarto curso del latín con todas las asignaturas anejas, reanudando el curso a partir del 7 de enero de 1926. Era obispo Fr. Albino González Menéndez-Regada, O. P. Este profesorado duró hasta 1940 en orden cíclico, es decir, que terminado el cuarto se volvía al primero, hasta el cuarto, etc. En este tiempo tuve da superior a1 P. Alpuente hasta 1929; Montón, 1930; González Guede, 1930; servidor, marzo 1931-septiembre 1934; Diéguez, hasta el 37; G. González, hasta el 42, año en que, poco después de él, llegué a Madrid para hacerme cargo de los Anales. En estos añs (19261942), además de mis trabajos profesorales, organicé la Cruzada del Catecismo para cubrir esta actividad co las barriadas que rodean a La Laguna -1926-, los Tarsicios -1928-, las Juventudes de Acción C., con medio centenar de centros en toda la diócesis de Tenerife, la Unión Diocesana -1932-, de la que fui nombrado consiliario; la Federación de Estudiantes Católicos, con seis centros (también consiliario); los Padres de Familia, y ayudé a las otras ramas de A. C., por lo que me fue difícil desprenderme del obispo para llenar los deseos del P. Tobar, que me quería en Madrid pero sin molestar al obispo, para lo cual procuré preparar un consiliario entre algunos de los curas jóvenes discípulos del seminario que se hiciera cargo de estas obras.
En 1942 vine a Madrid, y hasta 1965 estuve al frente ele los Anales, simultaneando esta dirección con la fundación y dirección de las Juventudes de la M. M., cuyo consejo nacional creé en el año de las bodas de oro del P. Tobar llegando a controlar más de 40 centros, de lo que ya no queda ni el recuerdo al cabo de diez años de ausencia.
En este tiempo han sido superiores Aquilino Sánchez (1942), R. Estévez, Luis Hernández, B. Huerga y J. L. Cortázar. No sé precisar muy bien su cronología. Y visitadores: A. Tobar (19291949), Ojea (1956), Franco (1962) y D. García (1968). Obispos: Eijo Garay y Morcillo.
En 1965 fui destinado a la comunidad del Lomo Apolinario de Las Palmas hasta la fecha, si exceptúa un año que estuve prestado a La Orotava. Los superiores que he tenido han sido los PP. Cuevas, M. Leal, Vega, E. Molina. Mis actividades, pocas: algún año, dos, profesor de Religión en el Colegio, y con el obispo Pildain, de la Escuela de Capacitación Agraria y de la Escuela de Artes y Oficios. La llegada de Mons. Florido me privó de estas dos clases de Religión, y se las dio a otros curitas que acababan de salir del seminario. Uno de ellos se casó el año pasado. Tampoco el superior era gustoso y lo toleraba. Algunas veces ayudó a los curas. El resto me lo paso escribiendo. En nuestras parroquias les gusta trabajar solos. Únicamente los primeros viernes de mes ven bien mi ayuda, y llevan a mal cuando estos días me llama algún cura. Por eso tengo muchas ganas de quedarme por aquí, por lo mucho que se puede trabajar».
«En Puerto Rico he estado en todas las casas recogiendo los datos: en vivo los próximos y en documentos los antiguos, y aún echando una mano, después de cenar, a los compañeros de Manatí y Santo Domingo, los más necesitados de ayuda. Y como el P. Villarroya me ha dicho que podía estar todo lo que quisiera allí, me he determinado a dejar mis huesos en aquellas islas del Caribe a ruegos del P. Visitador y de los padres de allí, y sobre todo de los pobres de Santo Domingo, que son los más necesitados. Todos los que de verdad amen a los pobres y a la pobreza, pueden hacer en Santo Domingo un papel estupendo. Es bueno predicar la pobreza, mejor practicarla y mejor todavía hacer una y otra cosa».
Notas autobiográficas
EN RECUERDO DEL PADRE HERRERA
Siempre pensé que el P. Herrera habría de morir de pie. En sus bodas de oro decía que cuando le hablaban de su jubilación siempre contestaba que a él sólo le jubilaría el Señor. Y cl Señor acaba de jubilarlo lejos, en camino, como a él le gustaría decir: con las armas en las manos, lleno de proyectos casi recién estrenados. Con la inocencia de un niño, la ilusión de un joven y el agotamiento de un viejo trabajador que no se daba cuenta del cansancio.
Le gustaba firmarse Misionero de San Vicente de Paúl. Es una buena definición y síntesis del dinamismo vital del P. Herrera. Tal como él entendió a San Vicente, desde su autoformación y desde las circunstancias de su época. Pero tal como él vivió, prácticamente, su entender a San Vicente y lo vicenciano. Por encima de su afición histórica y su rigor científico, tal vez la selectividad que ejerce todo hombre en sus escritos haga que sus libros nos digan mucho del alma del P. Herrera con una sinceridad no pretendida. Porque lo más importante, sin duda, del P. Herrera ha sido su persona y su vida misma. Era ante todo un buen hombre y un hombre bueno. Y su pluma, fácil y popular, sólo me parece una dimensión de su sacerdocio. Lo mismo que las misiones. Lo mismo que su dedicación a la juventud. Con sus limitaciones, con su ganga humana, pero con toda su anchísima buena voluntad.
Las plantas no nacen ni se desarrollan más que en su propio ambiente. Lo mismo que son precisas determinadascircunstancias para que se traduzcan los acontecimientos. La familia numerosa del P. Herrera -aún viven seis hermanos- conservan muchos recuerdos de su infancia con la fijeza de una veneración. En «El Espinillo, un pago árido entre riscos y barrancos de Tejeda (Gran Canaria), vio Ia luz y la gracia este misionero de vieja madera. Le llamaron José Remigio. Su ambiente y circunstancias familiares eran humildes, pobres y exigente,, de mucho trabajo, con un gran sentido providencialista de Dios. ¿No sería ésta una buena tierra para la sementera vicenciana, que va casi a perfilar su fisonomía espiritual?
Porque pienso que en primer lugar ha sido un trabajador, un trabajador infatigable; preferentemente peón de cualquier trabajo con tal que fuera sacerdotal. Yo creo que se dejaba abusar de su disponibilidad. En pie para cualquier servicio, en pueblos o en ciudades, con jóvenes o con ancianos, escribiendo libros o postergándolos a sus misiones a sus ejercicios espirituales, a sus confesiones, a sus infinitas horas de confesiones. Como si nunca tuviera prisa. Como si no advirtiera la fatiga. Como si no le molestaran las interrupciones. Con un trato y un humor siempre igual. Habló mucho del valor santificante del trabajo: lo vivió.
Los años que rubrican su vida en Santo Domingo me parecen de asombro. Con su sencillez, con su naturalidad, como se iba aquí en Canarias al barranco o a cualquier pueblo, se marchó, a sus setenta y cuatro años, sin una gran salud, precisamente a Santo
Domingo porque allí había trabajo para él. Y siempre con la pena confesada de no poder hacer más.
Quizá esta capacidad de trabajo le nació de su pobreza y de su humildad. Pobreza interior, manifestada en su entrega. Alguien ha dicho que los pobres olían cuándo llevaba dinero. Una vez le pregunté si no le engañaban. Me contestó que si no se arriesgaba no podía hacer limosna, porque dinero para llevar a una institución no tenía. Más de una vez tuvo que pedir para el transporte público. Y cuando se fue a Puerto Rico llevó un maletín poco mayor que una caja de zapatos, y lo que dejó aquí ocupaba muy poquito más y eran papeles.
Desde muy pequeño asistió a una misión dada por los PP. Paúles en la Solana de Tejeda, y quiso ser misionero. Le contestaron que aún tenía que comer mucho gofio. La semilla estaba echada.
El P. Herrera dice que dos Hijas de María enseñaban gratuitamente a los niños del barrio lo que ellas sabían: leer, escribir y doctrina. Una de ellas, Hija de la Caridad, dice que él llegó a saber mucho más que ellas.
A los doce años le prepararon unos meses en la calle de la Gloria, primera residencia de los PP. Paúles en Las Palmas, y marchó a la Península. Luego, toda la carrera: Cuatro años en la Apostólica de Guadalajara (1912-1916), seminario interno en Madrid (14161918), en Hortaleza hizo los votos el día de la Inmaculada de 1918 y cursó dos años de Filosofía, hasta 1920; en Madrid, último curso de Filosofía y los dos primeros de Teología; terminó Teología en Cuenca y recibió las órdenes sagradas; la ordenación sacerdotal fue el 12 de julio de 1925 en la basílica de La Milagrosa. Precisamente la celebración del 54 aniversario fue su última misa en la tierra: al día siguiente realizó su participación plena y definitiva en el misterio pascual de Cristo.
En La Orotava, su primer destino, sólo estuvo meses. En enero de 1926 ya estaba en La Laguna como profesor de latín del seminario diocesano.
En sus años de La Laguna, de 1926 a 1942, el P. Herrera se abre paso entre la juventud como un río desbordado. Sin condiciones aparentes, naturalmente poco agraciado, como para transparentar la fuerza interior de su verdadero carisma. Probablemente fueron sus años más pletóricos. El mismo año 26 organiza una Cruzada de Catecismo para las barriadas que rodean La Laguna; el 28, los Tarsicios; el 30, creó las Juventudes de Acción Católica, que llegó a tener unos cincuenta centros; la Unión Diocesana, el 32, y no sé en qué fechas, la Federación de Estudiantes Católicos y los Padres de Familia.
Los antiguos jóvenes le recuerdan siempre rodeado de muchachos de San Agustín al seminario, semienvuelto en su manteo, con su ancha sonrisa y su increíble cercanía a todos. Accesible a todos, de cualquier estamento social, le abordaban con sus dificultades de estudio -le llamaron «biblioteca ambulante»- o para consultarle un problema personal, en la calle, en el confesonario o en el salón de San Agustín.
En sus bodas de oro sacerdotales se juntaron más de 300 antiguos jóvenes en la eucaristía y en la mesa para homenajearlo. Y en su funeral en La Laguna me decían que acababan de invitarle -sin saber si le llegó la carta- para las bodas de oro de la Acción Católica.
Creo que fue su obra más querida a juzgar por los papeles que dejó para destruir en su día. Conservaba muchas cartas personales y de organización desde los centros y desde el frente, en que murieron bastantes. Estas circunstancias también le marcan con un rasgo patriótico-polémico-religioso. En una fusión que se entiende desde vivir su tiempo con las ideas del tiempo y el espíritu de lucha contra corriente de las ideologías no cristianas. Y quizá, quizá, esta línea entronca con su deseo juvenil de ir a misiones «ad gentes», incluida la posibilidad de martirio, y crece con la búsqueda de modelos de identificación, para dar como fruto esos libros entusiasmados del beato Perboyre, San Justino de Jacobis y tantos misioneros paúles, preferentemente mártires.
Y aún le queda tiempo para recorrer las islas de la provincia de Tenerife de parroquia en parroquia. Presumía de haber recorrido todos los pueblos de la diócesis, andando o en bestia, en tareas de evangelización.
En 1942 es destinado a Madrid, donde permanece hasta 1965. De esta etapa, muchos padres que convivieron con él le conocieron mejor que yo. Me limito a enunciar la dirección de Anales, los libros, especialmente la biografía de San Vicente de Paúl y la selección de sus escritos; de nuevo las Juventudes de la Medalla Milagrosa, con sus centros esparcidos por muchas regiones españolas; las misiones populares, grandes y pequeñas; el trabajo, el trabajo, el trabajo… No se si teorizó la itinerancia vicenciana, pero su demasiado escaso equipaje le permitió andaduras ministeriales.
Del 65 al 74 estuvo destinado en Las Palmas, excepto un año en La Oliva. No se resignaba a la inactividad. El se quejaba de poco trabajo, por lo que se le dejó más suelto y se lo buscaba por los pueblos. Y todavía supo empatar con los jóvenes, «los gamberrillos» del P. Herrera». Y comienza ahí serie popular de temas canarios en pequeños tomos. Como siempre, lo que peor funciona es la parte administrativa.
Con sus setenta años bien pasados seguíamanteniendo una jornada fuerte. Fue cambiando sus catequesis a barrios de Las Palmas por zonas más populares y humildes. Su recorrido de casi todas las tardes llegó a ser: saIida hacia las cuatro a algún centro sanitario, especialmente el Hospital Psiquiátrico y la leprosería, para terminar en La Mareta, a 30 kilómetros de casa, diciendo la misa en un bar, y volver a las diez o diez y media de la noche.
Y finalmente su experiencia de Santo Domingo, en que desde el principio (1975) se «determinó a dejar lo,, huesos en las islas del Caribe». Su gran experiencia de la pobreza y de los pobres, sobre todo. Sus cartas en demanda de ayuda son angustiosas. Prácticamente solo en una parroquia de 20.000 personas a la que le han quitado la paga oficial. «Esta no es la pobreza que se escribe en los libros: ¡qué distinto es vivirla!» Y todavía sus jóvenes. Y todavía sus confesiones, sus misas, sus charlas (aquí no me controlan los diez minutos de la homilía; cuanto más les prediques, mejor»). Y todavía sigue rodando su pluma, hasta que se le paró definitivamente cuando todavía tenía que hablar de su banco de los pobres.
José VEGA HERRERA, C.M
REQUIEM POR EL PADRE HERRERA
I. ÚLTIMOS DIAS Y MUERTE
Un día del pasado mes de mayo llegó hasta Puerto Rico -donde me encontraba transitoriamente con ocasión de predicar allí unas tandas de ejercicios a las Hijas de la Caridad de aquella provincia- la noticia de que el P. Herrera estaba enfermo. Entonces nos pareció a todos -y los hechos subsiguientes vinieron a confirmarlo con dolor un par de meses después que aquella enfermedad era, para el paciente, como el comienzo del fin.
A los pocos días volé a la «República», donde el P. Herrera, ya octogenario, seguía trabajando con la misma ilusión misionera de siempre, pero a medio gas. Y pude comprobar, esta vez «de visu», que la noticia captada en Puerto Rico era tristemente verdad: El P. Herrera se iba acabando poco a poco. Le fallaba el corazón. Aquel su gran corazón misionero, al estilo de San Vicente, que él había puesto tantas veces al servicio de los demás, principalmente si eran pobres, estaba dejando de funcionar con normalidad.
Durante el mes y medio de convivencia gozosa con él en Santo Domingo, le oí decir repetidas veces, pero con serena tranquilidad, que se cansaba mucho. Se cansaba, en verdad, al subir las escaleras por más que se apoyara en el pasamanos de las mismas al ascender. Se cansaba al caminar por la planta baja de la casa, bajo el airoso porche de la misma, festoneado de esbeltas columnas cilíndricas, o al pasear por el alegre y luminoso jai.: interior. Los cinco últimos días precedieron a la postrer etapa de enfermedad solía pasarlos fuera ele habitación, bajo el pórtico, sentado una mecedora, leyendo o corrigiendo sus últimos escritos inéditos sobre temas de la Congregación de la Misión en los que era un erudito. Salía fuera porque necesitaba oxígeno para respirar ya que dentro parecía que se axfixiaba. ¡Y todavía quería ir a Quisqueya!
El 12 de julio tuvo la satisfacción de concelebrar la eucaristía, agotado ya y casi sin fuerzas, con otros cinco compañeros más de la comunidad de San José Obrero donde él residía. La concelebración fue a mediodía y dentro de la más estricta sencillez e intimidad. Era el aniversario de su consagración sacerdotal. Con aquella misa, en la que con voz pausada y transida de leve emoción dijo a Dios ¡gracias!, cerraba el P. Herrera toda una vida fecundamente sacerdotal y misionera que había comenzado tal día como éste pero cincuenta y cuatro años atrás. Aquel mismo día por la tarde ingresaba de nuevo en la clínica (antes lo había hecho el 2 de julio y había estado hasta el 7), para regresar el 14, ya difunto, y ser colocado en el salón parroquial.
Su cadáver fue velado, durante las horas que precedieron al funeral, por los padres de la comunidad, por las Hijas de la Caridad de Santo Domingo y por numerosos cristianos de las tres parroquias que la Congregación de la Misión tiene en esta capital. El cardenal Beras, arzobispo de Santo Domingo, llegó a media tarde para rezarle un responso y dar el pésame a la comunidad. Al anochecer hubo en la parroquia de San José Obrero una celebración cristiana de la muerte por el P. Herrera, y fue presidida por ocho padres de la comunidad y provincia, incluidos el Visitador y Procurador provincial. A ella asistieron, hasta llenar el templo, numerosos fieles de las tres parroquias citadas, entre los que destacaron los de la de San Vicente de Paúl de Los Minas, donde el P. Herrera había estado destinado tiempo atrás. El día 15, a las once de la mañana, fue el funeral de «corpore insepulto», presidido por el obispo auxiliar, Mons. Pepén, y concelebrado por quince sacerdotes más de la Misión. Finalmente su cuerpo, sacado a hombros por los sacerdotes de la comunidad, yace sepultado en el panteón que las Hijas de la Caridad poseen en el cementerio nacional «Máximo Gómez» de la capital de esta República.
II. BOCETO BIOGRAFICO
El P. José Herrera había nacido el día 1 de octubre de 1899 al pie del imponente macizo montañoso de Tejeda, en Gran Canaria. Su pueblo, El Espinillo, está entre valles y barrancos «de aspecto dantesco», no lejos del Roque Nublo, peñasco que cerca de allí mismo emerge como símbolo inequívoco de la canariedad. Aquí hay que buscar la razón del amor profundo y entrañable que el P. Herrera profesaba a su Canarias natal, y que luego fue volcando en algunos de sus escritos. Los parajes de Tejeda son broncos y temerosos, cincelados con lava volcánica, y en sus hondonadas, solitarias y silenciosas, todavía queda, aunque poco, algún vestigio de vida y de verdor. No obstante el bravo aspecto orográfico de su cuna, el P. Herrera había heredado de ella la tranquilidad serena y sosegada de sus valles más que la terrorífica temerosidad de sus peñascos.
Muy pronto, desde el alborear gozoso de su juventud, sintió el P. Herrera la llamada interior maravillosa y potente de una «voz silenciosa» que le decía: ¡A la Misión! Y buscó la manera de dar cauce a dicha llamada poniéndose inmediatamente en marcha. Y se fue a los sacerdotes de la Misión, que entonces vivían en su recién inaugurada «casa de la Gloria», conocida así por el nombre de la calle en que se hallaba ubicada en Las Palmas de Gran Canaria. A1 poco tiempo fue enviado a la Península con el fin de hacer, en Guadalajara, los últimos cursos de Humanidades o Latinidad, como entonces se decía. El 8 de diciembre de 1916 ingresó en el seminario interno de la Congregación de la Misión, y habiendo proseguido después los cursos ordinarios de Filosofía y Teología en Madrid y Cuenca, se ordenó sacerdote para siempre el 12 de julio de 1925.
Su primer destino fue, aunque sólo por unos meses, La Orotava. De aquí pasó a La Laguna, de Tenerife, de cuya casa fue superior. Y en La Laguna dio comienzo a su fecundo apostolado misionero, interesándose desde el principio por la juventud, hacia la que conservaría siempre un especial cariño y simpatía. Como consecuencia de su apostolado entre los jóvenes, fundó en La Laguna «la Juventud Católica», movimiento compuesto en su mayor parte por estudiantes de aquella universidad. También fue profesor en el seminario que la Compañía dirigía en la diócesis nivariense. Y espoleado por su afición al estudio de temas históricos de la Misión, nos dejó como fruto de su trabajo la «Vida del beato Ghebra Miguel», que fue publicada en Madrid el año 1926. Todavía durante su permanencia en Tenerife continuó cultivando los estudios vicencianos, hasta llegar a escribir el «Alter Christus» o vida del beato Perboyre, que también editó en Madrid el año 1942, luego de narrar en el prólogo de la misma las incidencias por las que pasó la obra hasta llegar a publicarse.
El año 1943, destinado ya en Madrid, asume la dirección de la revista Anales de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, al frente de la cual permanece hasta diciembre de 1963. Son pues veinte años de fecundo trabajo de escritor que simultanea con sus acciones pastorales al servicio de la Compañía y de la Provincia de Madrid. El P. José María Román, su inmediato continuador en la dirección de la revista, hace una evaluación de la obra del P. Herrera durante aquel largo período (cfr. Anales, año 72, enero 1964, núm. 1, páginas 11-12). A lo largo de los años en que el P. Herrera dirige Anales, van a ir apareciendo sucesivamente sus obras vicencianas escritas más importantes. No hago más que citarlas: «San Vicente de Paúl» (biografía y escritos), en publicación de la BAC, años 1951 y 1955; «Teología de la acción y mística de la caridad», año 1960; «Historia de la Congregación de la Misión», año 1949; «Hacia las tierras del Negus» y «Abuna Yakob», biografía de San Justino de Jacobis, el año 1947; «Mons. Buenaventura Codina», obispo de Canarias, año 1951; «El obispo de los pobres» biografía de Mons. Lison, año 1964, etc.
Al dividirse en tres la Provincia de Madrid, el P. Herrera se reintegra a su lugar de nacimiento, en Ias Palmas de Gran Canaria que desde ese momento pasa a pertenecer a Ia Provincia canónica de Zaragoza. Cuando el P. Herrera llega a Canarias por última vez, ha cumplido ya los setenta años. Pero sigue trabajando exactamente igual a como lo hacía en sus años más jóvenes, pues él era de aquellos que no entienden de «honroso retiro» ni de jubilaciones más o menos merecidas. Continúa en Las Palmas su labor sacerdotal tomando parte en Ios ministerios propios de la comunidad y colaborando en las misiones, a las que jamás dejó de dedicarse desde su juventud. Y reasume también su vocación de escritor, aunque volcándola ahora, pues estaba en su tierra natal, sobre temas específicamente canarios.
Y como si su vocación fuera siempre la de Longfellow, en cuya blanca bandera se leía «Excelsior!» (¡más arriba!), pidió y le fue dado subir más alto en la realización de su servicio vicenciano a los pobres. Todavía a los más pobres. Y con casi ochenta año a cuestas se vino en 1976, a las «misiones» de Santo Domingo. Y se encerró en una de las parroquias-misión más pobres de esta República, en Quisqueya. Y allí trabajaba con amor por los pobres hasta el mismísimo día en que el corazón le comenzó definitivamente a fallar.
El P. José Herrera escribió, al final de su vida, la mejor biografía de San Vicente de Paúl. Y la escribió sobre el marco de los campos lujuriosamente verdes y alanceados por el sol tropical de esta República de Santo Domingo. La biografía fue ésta: Evangelizar «in situ» a los campesinos de Quisqueya, procurando además para ellos una buena suma de pesos con los que poder llevar a cabo «algunas realizaciones promocionales» que tenía en perspectiva. Por eso, después de muerto el padre, todavía siguen diciendo hoy los cristianos de aquel lugar: ¡Ahora reconocemos que teníamos entre nosotros a un verdadero santo!
Santo Domingo de Guzmán, R. D. 19 de julio de 1979
Florentino MENESES, C. M.
¡Descanse en paz, Padre José Herrera!
Ayer, 20 de julio, el P. Luis Sainz, llegado de Puerto Rico, me notificó en Viana la muerte del P. José Herrera. Hoy, en Los Arcos, acabo de ofrecer la misa por su eterno descanso.
Cuando, en 1921, ingresé en el noviciado de Madrid, su curso marchó a Cuenca para inaugurar la casa.
Poco le conocí en España; más en América, en la pequeña pero preciosa isla caribeña, cuando en 1963 ayudaron a misionarla toda ella unos treinta paúles españoles, y en los diez últimos años que he pasado en Puerto Rico.
Quiero dedicar un recuerdo a su gran figura misionera. Creo que su larga vida, consagrada a la investigación sobre San Vicente y la Congregación, merece un fresco laurel bordado por algún misionero que conozca mejor que yo su vida, enredada entre papeles y cuadernos viejos.
Algunas obras calzó con su firma, y muchos documentos y artículos suyos aparecieron en Anales a lo largo de los años. ¿Que tuvo lagunas? ¿Quién no las ha tenido en la historia? A los que no somos historiadores nos es más fácil poner reparos y críticas que escribirla. Los escritos de él promovieron al menos el deseo y anhelo de conocer más profundamente la eminente figura de San Vicente. El P. Ibáñez ha ido después a estudiar en las fuentes -y un mejor marco- la recia personalidad del santo y sabio -eje de la historia del siglo XVII francés-. Ya está dando el dorado trigo de sus estudios -¡gracias, P. Ibáñez!
El P. José fue un constante y buen lector, y poseyó cultura notable, no común, que vertía en sus escritos v una conversación animada y comunicativa. Cierto que, como tradicionalista inmutable, no cedió de su criterio fuese teológico, filosófico, histórico, político, en lo que era su convencimiento personal. Admiré su carácter irreductible: carácter no es igual a soberbia, la que nunca vi en él. Tampoco, le vimos ofensor de la opinión ajena, v sí defensor de la suya.
Era trabajador infatigable dentro fuera de casa. Buscaba el trabajo y se entregaba a él con ilusión, como a un deber de justicia y de santificación, sin importarle la distancia, ni el sol aplastante, ni los caminos repletos de barro engomado. Peregrinó con las sandalias, concha y bordón del apóstol.
El siguiente episodio es una buena fotografía.
En diciembre de 1978 me ofrecí para sustituirle durante un mes en la parroquia del ingenio Quisqueya, al este de la República Dominicana, para que él, enfermo de diabetes y vencido por los años, descansara y se recuperase un tanto. Lo agradecieron él y el Provincial, P. Emiliano Tobar. Desde la capital, Santo Domingo, dos estudiantes nuestros me trasladaron a Quisqueya. Yo les indiqué la casa parroquial. Había misionado allí el año anterior, cuando, sin párroco, sólo tenía los servicios voluntarios de nuestro P. José González, ahora enfermo.
Lo encontramos rodeado de muchachotes. Todos escuchaban la explicación del catecismo. Me dio la mano sonriendo, lo mismo que a los estudiantes, y añadió:
-Ahora acabaré la clase. Inmediatamente daré la plática formativa a esos cuatro, que manifiestan deseos de ser paúles. Esperad media hora. -«Okey», padre José.
Le ayudé a ordenar la maleta, pero antes de comer le indiqué que se duchara, porque sudaba, y estaba peleado con el agua. La respuesta fue: -¿San Pablo se bañaba?
-Yo no lo vi. ¿No fuiste tú quien lo secaba cuando se bañaba? Pero tú y yo sabemos que naufragó y cayó en el agua.
Se rió, pero no se bañó.
Los estudiantes lo llevaron a la población.
Pasados cuatro días se volvió de la capital diciéndome que ya había descansado y que se aburría sin trabajar. Le respondí con carácter:
-Hoy mismo te vuelves a la capital. Me miró y, con humildad, respondió: -Esta parroquia es mía, ¿y tú me echas de ella?
-Yo no te echo, pero sí te suplico que hoy mismo te vayas a reponer. ¿Para qué he venido desde Puerto Rico, sino para que tú descanses?
Se quedó pensativo. Tomó una cocacola y dijo:
-Me voy.
-Buen viaje, amigo José…
Un joven le buscó un coche. Montó en él. Se marchó, pero no a la capital, sino internándose por un camino lleno de barro encarnado que a trancas y barrancas pasó el coche, y se quedó a catorce kilómetros, entre los campesinos, para comenzar una misión.
Vio la escuela en la que dos catequistas los sábados daban catecismo, y a kilómetro y medio de ella plantó su tienda, sin alforja ni nada para la misión. Fueron las Hermanas de la Caridad quienes, en la mañanita del día siguiente, me lo comunicaron. Al colegio de ellas había llegado a caballo un campesino por una maleta con lo necesario para celebrar la eucaristía, pidiéndoles al mismo tiempo comida y refrescos.
Una joven Hermana vasca preparó todo lo necesario, y también comidas y refrescos, en bolsas plásticas fuertes, llevándolo ella misma en un viejo jeep. Encontró al padre sentado en un bohío roto y viejo dando catecismo a los dueños de él, una señora y sus cuatro hijos.
-Buenos días, padre José. El padre Obanos dijo anoche en la homilía eucarística que usted había vuelto e ido de nuevo a descansar a la capital.
-No dudo que les dijera eso. Me echó de mi parroquia.
-No. El padre Obanos vino para que usted descanse, y desea que se reponga.
-Sé de las buenas intenciones del padre Obanos, enfermo de úlceras y diabetes, como yo.
-Pero es más joven que usted y está mejor.
-No le paso tantos años. El y yo, dos viejos. Salúdelo de mi parte. Dígale que estaré entre estos campesinos de la caña ocho días instruyéndoles en la fe. Usted, con el jeep, me trae todos los días comida y refrescos. Yo estoy descansado ya, hermana. Después de estos ocho días, iré otros ocho a otro término más cercano. Ya hablaré con el padre Obanos, párroco provisional.
-Muy bien, padre José. Que tenga mucha cosecha espiritual. Hasta mañana.
-Adiós. Muchas gracias.
A los dos días llegó el Provincial. No lo esperaba.
-¿Qué tal, Obanos? -Encantado.
-¿Sabes dónde para el padre José? Fue para un mes y a los cuatro días se escapó diciendo que ya había descansado.
-Aquí se presentó diciendo lo mismo. Yo le contesté: «Esta misma tarde te vuelves a la capital.» Alquiló un coche y marchó pero no a la capital, sino a un campo cañero para dar una misión, sin casa ni cama y sin anunciarla. Es la caraba. Lo supe por las Hermanas.
-Eso me sospeché dado el carácter apostólico que impulsa su vida. Tú lo conoces.
-Sí. Pero si hubiese nacido en mi tierra, le cantaríamos el estribillo: «No hay quien pueda, no hay quien pueda, con los mozos de la ribera… » Ya no es mozo, sino un anciano. Pronto, según creo, le cantaremos: «Acuérdate de Jesucristo resucitado…»
-Solamente él resiste esta parroquia sin fe, sin casa cómoda, sin nada; ni higiene. Es digno de admiración, pero no de imitación. Tú conoces esto desde que lo misionaste y te caíste redondo en la misa, ¿no lo recuerdas?
-Sí, lo recuerdo bien. Me llevaron en volandas a la sacristía y, al recuperarme veinte minutos después, salí de nuevo, les prediqué y acabé la misa. Una Hermana les había dado el Pan de Vida. Fui al hospitalillo, me hicieron un electrocardiograma y el corazón y la presión eran de toro de lidia. Terminé la misión, pero en Puerto Rico pasé un mes y medio…
-Tú también eres como el P. José.
-No tanto, hombre.
– Oye, ¿Por qué no vamos visitarle?
-Primero come.
Comimos. Fuimos y lo encontramos en la escuelita con tres niños y otras tantas niñas de doce a catorce años. También había una señora. Lo saludamos y, sonriente, dijo:
-Estoy esperando a las personas mayores, que llegarán antes de las seis, porque no hay luz eléctrica. La casa donde me hospedo dista bastante y los caminos son barro gelatinoso.
-¿Esperas muchas personas mayores?
-Unas siete. Pero no cuenta el número; sí anunciar el Evangelio. Aquí no hay vecinos próximos, pero está Dios con el pequeño grupo.
-Muy bien, José. Después irás a reponerte a la capital, ¿no?
-Iré a otro campo a misionar uno de cortadores de caña haitianos. Tú, Tobar, me preparas una camita con colchoneta y una sábana, lo atas todo en el carro y el lunes me llevas.
-¿Por qué no te prepara todo eso Obanos?
-No. Ese no quiere verme en mi parroquia. Me despidió de ella -«risum teneatis!»
-Oye, José, no te eché. Sí te dije que volvieras a descansar a la capital, y me engañaste.
El lunes, el provincial le preparó todo y lo llevó al campo de haitianos. La misma Hermana, todas las mañanas, le llevaba comida, refrescos y hielo.
No le vi más. Acabada la misión marchó a Santo Domingo, por ser en aquella semana cuando llegaba el Papa Juan Pablo II.
Otros casos similares podría referir, indicadores de su entrega a la vocación evangelizare pauperibus, como en el lema de nuestro escudo.
Ni envidia ni dolo tuvo. Gustó de jugar al dominó, y jugaba mal, confundiendo a compañeros y contrarios. Jugaba para sí. Gustó de alternar y complacer. No atribuía importancia a la higiene ni a las enfermedades.
Tenía un carácter amable y misericordioso y un bolsillo siempre abierto al prójimo. Lo suyo, ni se cuidó de ello ni lo administró. Cultivó con amor la vida comunitaria y fue buen amigo de todos.
La Gran Canaria dio a la Misión un gran canario que aprendió a hablar siempre documentado, a amar y no a odiar, a trabajar, estudiar, escribir. Ganó hasta la hora de la muerte el pan que comía, sin ampararse en el retiro.
Escribió la historia de los padres paúles en Puerto Rico. No se ha publicado ni yo la he leído. Otro, según creo, la está completando.
Esto es un sencillo tributo de admiración a aquel cuyo temple piadoso, entrega al trabajo y amor a la Congregación han edificado a todos. Viva siempre su memoria entre nosotros.
Los Arcos (Navarra), 21 de julio de 1979.
S. Obanos