Jesucristo, Adorador del Padre

Francisco Javier Fernández ChentoHijas de la CaridadLeave a Comment

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Autor: Félix Álvarez Sagredo, C.M. .
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Después de haber escrito unos apuntes a modo de ensayo sobre la primera afirmación del número ocho de la Constitución de la Compañía, La regla de las Hijas de la Caridad es Cristo, me propongo seguir reflexionando sobre las otras afirmaciones contenidas en ese número. Considero que es un texto de una riqueza teológica y bíblica excepcional, y por eso me siento fuertemente atraído a señalar y comentar algunas de las muchas referencias que encontramos en la Sagrada Escritura.

El objetivo de este ensayo, por consiguiente, es claro: ver qué afirma la palabra revelada sobre ese nombre, el primero de los tres rasgos o pinceladas maestras que da la Constitución al Cristo que se proponen seguir para continuar su misión. Por supuesto que las referencias son tan numerosas que se impone hacer una selección usando, como criterio conductor, los textos que más pongan de manifiesto la adorable humanidad de Cristo, asumida libremente por él para realizar plenamente el sentido más genuino y pleno de la adoración.

La Sagrada Escritura, dice aquí la Constitución, nos revela a Cristo como Adorador del Padre, y así lo descubren los Fundadores. Este inciso, aparentemente discreto e insignificante, tiene un valor fundamental por el testimonio que aporta. Los Fundadores, Vicente de Paúl y Luisa de Marillac, han contemplado de continuo este rasgo extraordinario en la persona de Jesucristo. Las expresiones pueden ser diversas, pero el sentido es homogéneo, como el desarrollo de un motivo musical a lo largo de los distintos movimientos, revelando así su riqueza impresionante y única.

El misterio del Verbo Encarnado

Éste es, sin duda alguna, el verdadero punto de partida. ¡Cuántos textos podríamos citar aquí para ver que este acontecimiento, bien sea entendido como profecía, plenitud o anuncio, pues el sentido es inagotable, se encuentra en todas las páginas de la Revelación, en todos los libros de la Sagrada Escritura!

Pero tenemos un texto por excelencia que expresa admirablemente la profundidad y alcance de este acontecimiento. Me refiero al prólogo del Evangelio de Juan «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como hijo único, lleno de gracia y de verdad».1 Lo que es para algunos evangelios sinópticos el libro de la infancia de Jesús, viene a ser para el cuarto evangelio su prólogo. Por supuesto que el lenguaje es distinto. Sin embargo también encontramos aquí, como en los sinópticos, alusiones a la figura de Juan el Bautista, a la tradición profética, y toda una pedagogía de la acción de Dios a lo largo de la historia, preparando a la humanidad para este acontecimiento.

Tan rico es el sentido de este verso del prólogo de Juan, que bien merece la pena detenerse un momento para analizar, aunque sea brevemente, sus elementos y significación más esenciales. Se advierte, de entrada, algo especial. Los términos que utiliza y el intenso simbolismo de las imágenes pueden dificultar un poco nuestra comprensión si no estamos familiarizados con el mundo de donde proceden.

Porque en realidad, de lo que nos habla, es de  la «adorable humanidad del Hijo de Dios» en su aspecto más paradójico, es decir, del proceso o dinamismo descendente, kenótico, que ha llevado al Hijo de Dios a asumir plenamente y con todas las consecuencias la condición humana. Siendo de condición divina asume la condición humana; siendo Dios se hace hombre; siendo rico se hace pobre, humilde, débil, obediente. Eso queda atestiguado en esas palabras que son el corazón del versículo 14: y el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entro nosotros. Llegada la plenitud de los tiempos, nos dirá Pablo en su carta a los Gálatas,2 envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva.

Sorprende el fuerte realismo de la Encarnación, incluso a partir de estos textos, porque no solamente nos revelan la verdadera dimensión de este hecho central de la historia humana y de toda la creación, sino que nos revelan también el sentido trascendente y último de este acontecimiento. El realismo de la Encarnación del Hijo de Dios que nos describe este prólogo, no tiene parangón con ninguna otra cita, si somos capaces de leerlo a la luz de todo la tradición anterior, a la luz de la historia familiar de un pueblo, el pueblo de la Alianza, y de las expectativas universales de toda la humanidad y de todos los pueblos de la tierra. Este es el verdadero alcance histórico y existencial de este acontecimiento.

El Evangelio de Juan ha sabido elegir un término adecuado para subrayar acertadamente el realismo desconcertante de la Encarnación: Y el verbo de Dios se ha hecho CARNE. La Palabra Eterna del Padre, Impronta de su propio ser, el Hijo de Dios se ha hecho hombre. Carne, en este contexto, significa naturaleza humana e identidad humana, un ser humano. Mirad mis manos y mis pies, dice el Resucitado a sus discípulos en una de sus apariciones, palpadme y ved que un espíritu no tiene carne como yo tengo.3 Podéis conocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios.4 Pero hay un párrafo en la carta a los Hebreos, que además de insistir en esta idea, adelanta un tema que será objeto de desarrollo posterior. «Por eso, Jesucristo, al entrar en este mundo, dice: sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradan. Entonces dije: ¡He aquí que vengo – pues de mi está escrito – a hacer, Dios mío, tu voluntad.»5

Y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Se insiste en el realismo de la Encarnación, pues es a través de su humanidad que Jesús realiza esos signos que despiertan una creciente admiración en quienes le siguen.

Un nuevo culto y un nuevo templo

Siguiendo fielmente el relato del cuarto Evangelio, nos encontramos con un episodio sorprendente, casi al comienzo de su ministerio público. Jesús acaba de realizar el primero de sus signos durante la celebración de una boda, a la que él y sus discípulos habían sido invitados. A través de ese signo, Jesucristo manifestó su gloria. Esa misma gloria de la que nos ha hablado el prólogo, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de misericordia y de fidelidad. Porque estos son los dos atributos que mejor definen lo que realmente es el Dios de la revelación. ¡Cuántas veces se le invoca a lo largo de los salmos con estas palabras! La fidelidad del Señor dura por siempre, su misericordia por todas las edades. Todas las obras que realiza el Señor son como la expresión más genuina del gran amor que siente por cada una de sus criaturas.

Pero, ¿cuál es el significado profundo de ese signo que realiza Jesús a instancias de su Madre? ¿Qué horizonte nuevo desvela, teniendo en cuenta todo su simbolismo? La Sagrada Escritura utiliza con frecuencia ambas imágenes, las bodas y el banquete, para hablarnos del Reino de Dios y de la Alianza. Quizás uno de los textos más elocuentes sea éste del profeta Isaías: «El Señor preparará a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados; consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes».6 El Nuevo Testamento, y, en particular los Evangelios, se harán eco de esta profecía al hablar de las parábolas del Reino de Dios.

Cierto. El simbolismo de la escena del evangelio de Juan es enorme. Une en un mismo episodio múltiples referencias: los nuevos comienzos, la fidelidad que se han prometido los nuevos esposos abre el camino a una profunda comunión de vida entre ellos, y el signo de la conversión del agua en vino expresa un sin fin de referencias y contrastes entre la antigua y la nueva ley, la promesa de salvación y la plenitud de la misma (la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo). Sin embargo, quizás el simbolismo más fuerte que subraya esta escena sea precisamente el anuncio de su propia muerte. La presencia de María, la forma de dirigirse Jesús a su Madre y el término que emplea (todavía no ha llegado mi hora), ponen claramente de manifiesto que en este signo hay un anuncio profético de la muerte de Jesús. Si alguna sombra existiera al respecto, se desvanece por completo ante la escena del calvario, con el anuncio de la nueva maternidad de María.

Antes de seguir adelante, resulta necesario esbozar un poco la dinámica interna del cuarto Evangelio para entender su significado e integrar armónicamente, a lo largo de sus páginas, todos los elementos que se van añadiendo paulatinamente. El evangelio de Juan ha elegido un número determinado de signos o milagros realizados por Jesús a lo largo de su ministerio. Inmediatamente después del signo, el evangelio nos explica con todo lujo de detalles su profundo significado. Después de alimentar a una multitud a partir de escasos recursos, por ejemplo,  dirá que Él es el verdadero pan bajado del cielo para dar vida al mundo. «Yo soy la resurrección,»7 será el magnífico comentario al signo de la reanimación  de Lázaro, después de permanecer tres días en el sepulcro, siendo, al mismo tiempo, anuncio inminente de su propia muerte y resurrección. Esta es la conclusión de cada una de estas siete unidades que encontramos en su evangelio. Se podría afirmar que el mensaje es único, aunque la riqueza de sus matices sea inabarcable. En todos ellos está presente su entrega voluntaria a la muerte en obediencia filial al Padre, en todos igualmente hay un anuncio gozoso de su resurrección o de su exaltación y una promesa inequívoca de salvación universal, de plenitud de vida con la Trinidad por medio del Espíritu.

Para profundizar un poco en el desarrollo de ese rasgo de Cristo como verdadero Adorador del Padre, pocos textos tan esclarecedores como los que a continuación se mencionan, también tomados del Evangelio de Juan:8 el episodio de la expulsión de los mercaderes del templo de Jerusalén y el diálogo con la Samaritana. Pero todo ello en el contexto de la explicación que vendrá posteriormente al hablar de toda la vida de Cristo como un acto de ofrenda voluntaria en manos del Padre, reconociendo su autoridad y dominio absoluto sobre todas las cosas, la necesidad de buscar en todo momento su adorable voluntad y ajustarse a ella fielmente como el mayor acto de culto que se le pueda tributar, el sacrificio que más le agrada, en el que se complace plenamente.

Esta escena de la expulsión de los mercaderes del templo, pone en primer plano una constante denuncia profética sobre el sentido del verdadero culto. Se podrían citar muchos textos, algunos incluso de una dureza impresionante e insólita, pero quizás también de una actualidad extraordinaria: Harto estoy de de holocaustos y sangre de novillos cuando venís a presentaros ante mí…, leemos en el profeta Isaías. «No sigáis trayendo oblación vana; el humo de incienso me resulta detestable… vuestras solemnidades aborrece mi alma… Y al extender vosotros vuestras palmas, me tapo los ojos por no veros. Aunque menudeéis las plegarias, yo no oigo. Vuestras manos están llenas de sangre: desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda.»9 En idénticos o parecidos términos se expresa el profeta Jeremías: «Añadid vuestros holocaustos a vuestros sacrificios y comeos la carne. Que cuando yo saqué a vuestros padres del país de Egipto, no les hablé ni les mandé nada tocante a holocausto y sacrificio. Lo que les mandé fue esto otro: «Escuchad mi voz y yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo, y seguiréis todo camino que yo os mandare, para que os vaya bien.»10

Pero, sin lugar a dudas, la frase que mejor expresa lo que a Dios más agrada la encontramos al final del Salmo 50: «Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias».

Jesús visita el templo de Jerusalén y lo encuentra invadido completamente por vendedores y cambistas. No es necesario recordar cada uno de los detalles del episodio. Basta mencionar la respuesta que él da a los que cuestionan su autoridad para proceder de esa manera: «destruid este santuario y en tres días lo levantaré» Pero él hablaba del santuario de su cuerpo, comenta el evangelista.

Todo esto revela un cambio completo de perspectiva, una visión distinta de lo que es el verdadero culto. El cuarto evangelio desarrolla ampliamente este tema, siempre a partir de la tradición y en diálogo con los interlocutores más variados, como ocurre en el caso de la Samaritana. Jesús va guiando la mente y el corazón de esa mujer hacia la verdad plena: el espíritu, la fuente de agua que brota hasta la vida eterna, principio del nuevo nacimiento y principio también del nuevo culto. De ahí el momento culminante de este diálogo excepcional, con dos afirmaciones definitivas por parte de Cristo:11 «Llega la hora, ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en Espíritu y en verdad. Porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad». Ha llegado la hora, y la hora definitiva de Dios es el mismo Cristo Jesús, el Mesías, el Enviado del Padre, lleno de fidelidad y misericordia para con todos los hombres.

La Ofrenda del Nuevo Culto

Al hablar de la Encarnación, mencionaba un pasaje de la carta a los Hebreos, que forma parte de las lecturas propias de la fiesta de la Encarnación, las mismas que se proclaman con ocasión de la emisión o renovación de los votos para las Hijas de la Caridad. Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo –pues de mí está escrito en el libro- para hacer,  Dios mío, tu voluntad!

Tanto el cuarto evangelio como la carta a los Hebreos subrayan la importancia de la humanidad de Cristo en este tema del verdadero culto al Padre en espíritu y en verdad. El signo que Jesús presenta en la explanada del templo es claro: destruid este santuario y en tres días lo reedificaré. Jesús parte siempre de realidades materiales para abrir nuestra mente a la comprensión de realidades superiores. El sentido de la palabra santuario se ha desplazado para significar su propio cuerpo. Jesucristo es verdaderamente el Dios con nosotros, el Emmanuel. A través de su acción y en sus palabras descubrimos el verdadero rostro del Padre, su misericordia y su fidelidad, su presencia permanente en medio de nosotros. La misma Constitución de la Compañía, hablando de la triple orientación del carisma fundacional, dice con relación a Jesucristo: Contemplan a Cristo en el anonadamiento de su Encarnación redentora, maravillándose de que…»Dios, en cierto modo, no pueda o no quiera estar nunca separado del hombre.»12 La carta a los Hebreos insistirá mucho en dos características de la persona de Cristo, compasivo y fiel, testimonio claro de su condición divina y humana.

Pero, ¿qué dice exactamente la carta a los Hebreos sobre la ofrenda que Cristo hace al Padre? ¿Cuál ha sido el efecto saludable de esa ofrenda? Para el autor de este documento, toda la vida de Cristo es como un acto de culto al Padre cuya expresión suprema es la obediencia filial hasta la muerte. El cual, se trata evidentemente de Jesús, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.»

Todas estos textos, lo que realmente expresan, es que la vida de Jesús, en su totalidad, desde el primer momento hasta el último, ha sido un verdadero acto de culto al Padre porque desde el primer momento ha estado guiado por el Espíritu y ha buscado hacer la voluntad del Padre, cumplir fielmente el mandato que de Él había recibido. Mi alimento es hacer la voluntad del Padre, decía a sus discípulos. Las obras que yo hago no son mías sino del Padre que me envió.

Jesús está a punto de culminar su vida, y ha convocado a sus discípulos para compartir con ellos la Cena Pascual. Durante la misma, ocurren unos hechos y se pronuncia un discurso que la tradición ha conservado fielmente en la memoria de los creyentes de todos los tiempos. Jesús lava los pies a sus discípulos, instituye la Eucaristía, es decir, entrega su cuerpo y su sangre como verdadero alimento bajado del cielo que da la vida al mundo, y promulga un nuevo mandamiento, el mandamiento del amor. «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permanecéis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado».13

La imagen completa sobre Jesucristo como verdadero adorador del Padre, que entra en el santuario, no hecho por los hombres sino por el mismo Dios, se encuentra en la carta a los Hebreos, como punto culminante y conclusión de todo el comentario sobre la vida de Jesucristo, sobre su sacrificio expiatorio, la nueva Alianza que establece entre Dios y la Humanidad y la redención eterna que consigue. Las palabras de la Institución de la Eucaristía: «Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros.» Jesús se entrega libremente a la muerte en un acto supremo de obediencia filial y amor inquebrantable. Jesús se va a constituir en el Mediador universal de los bienes prometidos, puente de unión entre Dios y el hombre, en virtud de la ofrenda perfecta de su propia vida. Y penetró en el verdadero santuario, leemos en la carta a los Hebreos, una vez para siempre, no con sangre de víctimas sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna, plena, universal.

Fue también la última palabra pronunciada por Jesús sobre la cruz, según la tradición del cuarto evangelio: «Todo está cumplido.» La expresión significa mucho más que el final de todo un proceso. Significa la perfección máxima en el cumplimiento de la voluntad del Padre, significa consagrarse y dedicar a la misión que el Padre le confía todas sus energías y todos sus recursos, vivir en fidelidad permanente a su Palabra.

Se podrían añadir otros muchos testimonios. Creo, no obstante, que son más que suficientes los aportados a lo largo de estas líneas para ver un poco en profundidad el sentido de ese título que la Constitución dedica a Cristo. Sin duda alguna, Jesucristo nos enseña cómo adorar al Padre en Espíritu y en verdad; nos ayuda a hacer de toda nuestra vida una ofrenda agradable al Señor, comunicándonos su Espíritu y enviándonos al mundo como miembros de su Iglesia, para seguir mostrando a todos, especialmente a los pobres y a los que más sufren los tesoros inagotables de la misericordia, la compasión y el amor indefectible del Padre. El Cristo de los Evangelios, que es el mismo Cristo de la fe de la primera comunidad y de toda la tradición cristiana, es el verdadero adorador del Padre a quien debemos seguir fielmente.

Principales consecuencias prácticas

No es fácil titular este último apartado. Durante unos momentos he pensado en el método utilizado por Pablo para extraer las consecuencias que se derivan, con una fuerza realmente convincente, de la proclamación del  misterio de Cristo. Por supuesto que Vicente de Paúl  y también Luisa de Marillac han entendido y han vivido con una fidelidad ejemplar las consecuencias derivadas de esta cristología. No creo que sea una exageración decir que entre las máximas evangélicas más repetidas por nuestros fundadores encontramos, entre otras, las siguientes: buscad el reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas se os darán por añadidura, hagamos la obra de Dios que Él se encargará de hacer la nuestra, dediquemos todas nuestras energías a evangelizar a los pobres sirviéndoles corporal y espiritualmente, busquemos en todo momento hacer la voluntad de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Si el punto de partida de este pequeño ensayo ha sido el título cristológico que encontramos en el número ocho de la Constitución de las Hijas de la Caridad, creo que es coherente recordar algunas consecuencias prácticas mencionadas en la misma Constitución como conclusión del mismo, teniendo muy presente, además, tanto el carácter secular de la Compañía como su espiritualidad. En este sentido, hay dos expresiones en la constitución pastoral  (Gaudium et Spes) que son como la conciencia y el clamor evangélicos más genuinos, que hace suyas totalmente la Compañía en su aplicación concreta más radical:14 «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, divina. En consecuencia debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien al misterio pascual de Cristo.»

Cierto. La Constitución de la Compañía precisa mucho más este compromiso, esta entrega radical a Dios para servir a Cristo en los pobres. Ellas encuentran la unidad de vida en esta finalidad. Este servicio, continúa diciendo el número 16 de las Constituciones, alimenta su contemplación y da sentido a su vida comunitaria, del mismo modo que su relación con Dios y su vida fraterna en comunidad reaniman sin cesar su compromiso apostólico.

La fórmula empleada para emitir o renovar los votos, no importa cuál de las dos se elija, pone claramente de manifiesto muchos  elementos que se han ido mencionando a lo largo de estas reflexiones. Se podrían señalar como principales los siguientes: la respuesta a la llamada, la renovación de las promesas bautismales, la entrega al Señor para servirle en los pobres, y la emisión o renovación de los tres votos. La petición final creo que es igualmente importante y significativa, así como el marco litúrgico en el que se pronuncian esos votos, que no es otro que el de la celebración de la Eucaristía, al final de la liturgia de la Palabra. Se trata de un gesto sencillo, humilde, pero lleno de confianza en la Divina Providencia, para que les conceda la gracia de la fidelidad por medio de Jesucristo Crucificado y la intercesión de la Virgen Inmaculada.

Con la cita del número 23 de la Constitución, sobre la figura de María,  concluyo estas reflexiones: Las Hijas de la Caridad reconocen a María como maestra de vida espiritual, «la virgen que escucha y acoge la Palabra de Dios, la Virgen orante, la Virgen que ofrece…» La miran «para hacer, como Ella, de la propia vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida»

Félix Álvarez Sagredo, C.M.
Tomado de Anales, Marzo de 2010

  1. Jn. 1, 14
  2. Cf. Gálatas 4, 4-5.
  3. Lc. 24, 39.
  4. Cf. 1ª Juan 4, 2
  5. Cf. Hebreos, 10, 5-7.
  6. Cf. Is. 25, 6-7.
  7. Cf. Jn. 11, 25.
  8. Cf. Jn. 2, 13-22; 4, 21-24.
  9. Cf. Isaías, 1, 11, 13-16.
  10. Cf. Jer. 7, 21-23.
  11. Cr. Jn. 4, 23-24.
  12. Cf. CC 2.2.
  13. Cf. Jn. 15, 9-10.12.
  14. Cf. GS n. 1 y 22.

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