Isabel Seton, la biografía: 15 – A la hora de medianoche

Francisco Javier Fernández ChentoIsabel Ana Bayley SetonLeave a Comment

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Autor: Marie-Dominique Poinsenet · Año publicación original: 1977.
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Al oírlo, soy presa de dolores,
cual dolores de parturienta;
pasmada estoy y espantada, al verlo.
Pierdo el sentido,
me estremezco de terror.
El crepúsculo anhelado
se me torna en pesadilla.
Is 21, 3

Después de unas semanas de retraso, debido a una ausencia momentánea del obispo de Baltimore, llega, al fin, a Nueva York, su respuesta, el 22 de agosto de 1804. Antonio Filicchi tiene justamente el tiempo de comunicárselo a Isabel antes de su salida para Boston, donde le reclaman sus negocios.

A la semana siguiente, la joven mujer le hace partícipe del reconocimiento y de la alegría con que ha recibido la carta de Mons. Carroll. ¿Qué contenía exactamente esa carta que ha desaparecido? Nada, seguramente, que pretendiera ejercer cualquier presión sobre la que había solicitado su consejo. De rodillas, imploro a Dios que me esclarezca para ver la verdad en la que ya no pueda mezclarse ni duda, ni vacilación -explica ella a Antonio-. Cada día, vuelve a leer en el Evangelio las promesas de Cristo a Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). Cada día, medita el admirable capítulo VI de san Juan: «En verdad, os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros… Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí… «.

Y luego -prosigue ella- pregunto a Dios si es posible que yo le ofenda creyendo esas palabras que son formales. Ella lee igualmente a su querido san Francisco de Sales. Y me pregunto: ¿es posible que yo ose pensar de otra manera de la que él piensa, o que yo busque el cielo de modo diferente al suyo? He leído su REFORMA DE INGLATERRA y encuentro su testimonio demasiado conclu­yente para admitir réplica alguna.

Y, a pesar de todo, no es para ella todavía el momento de dar el paso deci­sivo. Dios no me abandonará, Antonio -concluye ella-. Yo sé que El me inte­grará en su rebaño. Bien que mi fe no sea bastante firme, estoy cierta de que Él no decepcionará mi esperanza, la cual está afincada en su propia palabra: «No despreciará el corazón quebrantado y humillado» un corazón que miraría todas las pérdidas del mundo como las mayores ganancias, dado que obtenga la dicha de contentarle».

«Me hice perdidiza y fui ganada», canta el «Cántico espiritual» de san Juan de la Cruz. «Tal es el que anda enamorado de Dios, que no pretende ganancia ni premio, sino sólo perderlo todo y a sí mismo en su voluntad por Dios, y ésa tiene por su ganancia… »

Así Isabel prosigue su búsqueda, aventurada en la noche por Aquél cuyas huellas le parece a veces haber perdido. Ella confiesa a Antonio el 2 de septiem­bre: Se presentarán todavía a mi espíritu cosas espantosas que le perturben y que quebranten mi fe. Aún cuando Dios es bastante bueno para darme la certeza más completa de que por el nombre de Jesús mis oraciones han de ser, final­mente, escuchadas, resta que al presente hay ante mi camino una nube que me envuelve, en tanto que ya no ceso de preguntarle cuál es la ruta verdadera… Sí, verdaderamente, cuando el recuerdo de mis pecados y de mi falta de santidad de cara a Dios viene a herir mi memoria, imponiéndose a ella con toda su fuer­za, yo me pregunto tan sólo cómo poder esperar de El un tan grande favor: la luz de su verdad, antes que el arrepentimiento de mi vida pasada incline su mi­sericordia llena de piedad a concedérmela.

«La divina purgación» -explica también san Juan de la Cruz- «anda remo­viendo todos los malos y viciosos humores que por estar ellos muy arraigados y asentados en el alma, no los echaba ella de ver…, se los pone al ojo y los ve tan claramente, alumbrada por esta obscura luz de divina contemplación (aun­que no es peor que antes ni en sí ni para con Dios); como ve en sí lo que antes no veía, parécele claro que está tal, que no sólo no está para que Dios la vea, mas que está para que la aborrezca y que ya la tiene aborrecida».

Con una intuición muy segura, Isabel persiste en volverse hacia la Madre de Dios como hacia la que es más capaz de guiarla en plenas tinieblas. Es la Nati­vidad de la Virgen bendita -escribe a Antonio el 8 de septiembre- y he tratado de santificar este día, suplicando a Dios que mire a mi alma -«para Dios, dice santo Tomás de Aquino, mirar es amar»- y que vea con qué alegría besaría sus pies, por ser Ella su Madre. Sí, ella querría testimoniar a Nuestra Señora todo su respeto, todo su amor, si tan sólo pudiera hacerlo con la libertad de espíritu que supondría el conocimiento de su voluntad.

Pero ella no está todavía al cabo de la noche. Acaba de tener con Enrique Hobart «una discusión de las más penosas». Ella hubiera querido mostrar al ministro protestante la carta del obispo católico. Hubiera deseado entablar un diálogo, leal y sosegada. El amor propio herido del Rev. Hobart aparece esta vez bajo los argumentos carentes de fundamento que él acumula con un tono de desprecio. El estaba en el límite de su paciencia -constata Isabel-. El dijo: «La Iglesia (católica) está corrompida. Nosotros hemos vuelto a la doctrina primitiva…». Su visita fue breve y dolorosa de una y otra parte. Que Dios me conduzca, pues creo que es vano esperar un auxilio que viniera de otro que El.

Cuatro días más tarde, nuevo grito de aflicción: ¡Oh Antonio! ¿Cuándo va a ser mi alma digna de ser escuchada? ¿Cuándo en efecto logrará encontrar esa libertad de espíritu que sólo puede darle la luz de la verdad? Cada vez más, su alma está como aplastada por un peso enorme y obscuro, sufriendo hasta le ago­nía, a tal punto que morir le parecería un alivio preferible a tan grandes penas. ¿Cuándo, pues, -gime ella el 19 de septiembre- cuándo, pues, mi oscu­ridad se tornará en claridad? Tal es la oración que repite sin cesar a Dios, pues verdaderamente parecería -explica ella- que el espíritu maligno ha tomado lugar tan cerca de mi alma que nada bueno puede penetrar en ella sin estar mezclado con sus sugestiones. He leído en san Agustín que «donde él despliega la mayor actividad, donde los obstáculos en el servicio de Dios parecen más gran­des, ¡allí hay lugar para creer que el éxito será más brillante!». La esperanza de ese éxito brillante es toda mi confortación, pues, en verdad, mi alma está a veces tan probada que está a punto de zozobrar.

Esta mañana me prosterné rostro en tierra ante Dios. Apelé a El como a mi justo juez, para que me hiciera conocer si era la dureza de mi corazón o la falta de buena voluntad por instruirme, u otros motivos humanos lo que hace de pan talla entre yo y la verdad… Sí, sería dichosa de morir por su santa verdad, si eso hubiera de contentarle… Ni hasta el recuerdo de los consuelos experimenta­dos en Liorna deja de levantar en su alma una nueva tempestad. No le queda ya entonces sino reclamar gracia de nuevo para una pecadora, implorar a Dios para que su compasión, que es manantial de luz, de vida y de verdad, esclarezca mis ojos a fin de que no me duerma en la muerte, la muerte del pecado y del error de la que me esfuerzo en escapar con toda la energía de mi alma.

«… Grande compasión conviene tener -dice san Juan de la Cruz- al alma que Dios pone en esta tempestuosa y horrenda noche».

Isabel querría explicar a Antonio cómo trata de caminar a tientas en esa noche terrible. Después de leer la vida de Santa María Magdalena ha querido apartarse de todos los consejos contradictorios y tomar lúcidamente una decisión: la de entrar en esa Iglesia que tiene, al menos, la multitud de las gentes sabias y buenas de su lado. Entonces se ha puesto a examinar cuáles eran los primeros pasos que debía dar y ha concluido: Dar esos primeros pasos ¿no es afirmar que a reo en todo lo que ha sido enseñado por el Concilio de Trento? Pero si es así, ella no se considera con derecho de dar ese paso sin faltar a la lealtad, desde el mo­mento que se siente incapaz de conceder a la Tradición el valor que ha reconocido siempre, de manera exclusiva, a la sola Escritura. Y explica su pensamiento: Acuérdese de la mezcla de verdad y de error que se ha hecho valer a mi espí­ritu… Todo lo que puedo hacer es renovar mi promesa de orar incesantemente, de esforzarme por lavar con las lágrimas y la penitencia los pecados que, temo, ponen obstáculo a mi marcha hacia Dios. Reitero una vez más, ruegue por mí.

Aplastada en su alma, no sigue enfrentándose menos a todas las tareas domés­ticas que pesan al presente sobre ella. Tres de sus hijos tienen la escarlatina y ella se confiesa agotada físicamente por efecto de la fatiga que de ahí le resulta. Su necesidad de expresarse, por otra parte, es evidente. Rebeca ya no está allí, para recibir sus confidencias. Con su cuñado Post, ha tenido, sin duda, una ex­plicación leal, pero, al fin, bastante superficial. Su amiga Isabel Sadler no com­prende absolutamente nada del drama que se desarrolla en el alma de Betty. Julia Scott se muestra llena de ternura, llena de tacto también, pero difícilmente puede seguir a Isabel en un camino tan nuevo. Queda Amabilia. ¡Qué importa la dis­tancia, si el espíritu de ambas se mueve en un dominio idéntico! Una larga carta va, pues, a partir para Liorna, escrita un domingo de septiembre.

Su Antonio no hubiera quedado muy satisfecho de verme en la iglesia de san Pablo (la parroquia episcopaliana). Pero Isabel ha creído deber suyo ceder en el plano de las formas sociales para no envenenar más las cosas con los suyos. Sin embargo -confiesa ella- me puse en un banco de lado, de suerte que me encontraba vuelta hacia la Iglesia católica, que está en la calle vecina, y veinte veces me sorprendí hablando al Santo Sacramento allí, en lugar de mirar, donde me encontraba, al altar desnudo y de escuchar la rutina de las oraciones. Muchas lágrimas y suspiros tan profundos y silenciosos como cuando, por primera vez, entré en vuestra iglesia de la Anunciación en Florencia, reduciéndose todo al solo deseo, único, de discernir cuál era el camino más agradable a Dios, cualquie­ra que fuese ese camino.

Las objeciones pueriles que le puso Enrique Hobart, y que ella no ha osado, quizás, explicitar en su carta a Antonio, las reanuda aquí con Amabilia: El Sr. Hobart dice: ¿Cómo puede usted creer que hay tantos dioses como hay mi­llares de altares y docenas de millares de santas hostias sobre la tierra? Pero ella es ciertamente demasiado fina para no sentir la vaciedad de semejante argu­cia. De nuevo, no pude sino reirme de sus serias palabras. ¿No ha reflexionado ella, meditado sobre la cuestión? Y es para llegar a una conclusión de buen sen­tido: Es Dios quien lo hace, el mismo Dios que alimentó a tantos miles de per­sonas con los panecillos de cebada y los pececillos, multiplicándolos, claro está, en las manos de quienes los distribuían. Y eso es lo que menos me estorba del mundo. Dirijo la mirada derechamente hacia mi Dios, y veo que no hay nada muy difícil de creer en eso, ya que es El quien lo hace. Hace unos años leí esto en un viejo libro: «Decir que algo es un misterio, y que uno no lo comprende, no es hablar contra el misterio mismo; es reconocer simplemente los límites de nuestra inteligencia que no comprende una cantidad de cosas que se han de te­ner, sin embargo, por verdaderas».

Así va ella, sacando juiciosas deducciones: Creer en la presencia real de Dios en el Santo Sacramento, creer que se ha hecho en él el alimento de los que somos peregrinos en la tierra, como el maná lo fue de los israelitas en el desierto, es con seguridad un motivo de alegría profunda y de consolación. En consecuencia, si este punto de doctrina es tan sólo una invención de los hombres y de los sacerdotes -como dicen aquí- entonces Dios estaría menos deseoso de darnos esa dicha que lo están esos impostores.

Cosa digna de notarse, Isabel repite casi con las mismas expresiones el razo­namiento del Cura de Ars: «Lo que el hombre no hubiera podido imaginar lo ha hecho Dios. ¿Hubiéramos osado jamás decir a Dios que hiciese morir a su Hijo por nosotros, que nos diese a comer su carne y a beber su sangre? Si todo eso no fuera verdad, el hombre habría podido entonces imaginar cosas que Dios no puede hacer, sería ir más lejos que Dios en las invenciones de amor. No es posible». Refiriéndose siempre a la Santa Eucaristía, Isabel prosigue: El no nos amaría tampoco, a nosotros los hijos de la Redención, a nosotros que hemos sido rescatados por la Sangre preciosa de su Hijo bienamado, tanto como amó a los hijos de la Antigua Ley. Tal sería, en realidad, la conclusión lógica del razona­miento, ya que, a nosotros, no nos dejaría más que los muros desnudos de nues­tras iglesias con unos altares desmantelados, sin que se encuentre allí el Arca que habitaba su presencia, sin que se encuentre allí ninguna de las prendas preciosas de su solicitud por nosotros, lo que, sin embargo, daba a los de la Antigua Alian­za. Se me dice aquí que debo adorarle ahora en espíritu y en verdad, pero mi po­bre espíritu tiene necesidad de algo para fijar su atención, si no se duerme o vagabundea. A decir verdad, queridísima Amabilia, creo experimentar una unión de corazón y de alma con El ante una estampa que encontré, hace unos años, en la cartera de mi padre, más de lo que la experimento en el… La palabra «templo» está ciertamente en su pensamiento. Ella no se atreve a escribirla, tira una línea y prosigue: Pero iba a decir una tontería ¡Como si la verdad dependiera de los que nos rodean, o del sitio donde nos encontramos!

Lo que puedo decir solamente es que deseo con fuerza y que quiero adorar a nuestro Dios en verdad. Si no os hubiera encontrado a vosotros, los católicos, y no obstante hubiera leído los libros que me he prestado el Sr. Hobart, esa lectura habría sido suficiente para suscitar en mi espíritu las dudas y las in­certidumbres por centenares.

La confesión es de importancia. Ningún compromiso contentará jamás a Isa­bel, en cualquier dominio que sea. Desde el instante en que no está segura de poseerla verdad total, ya no tendrá descanso hasta haber logrado por fin encon­trarla. ¡Qué importa al fin la dureza del camino en que se ha aventurado, qué importa la opacidad de la noche que ha de atravesar, si, al cabo de la noche, ella encuentra la verdad, la luz y a su Dios! Pues El sabe que una única coca impulsa a mi alma: el deseo de contentarle, a El solo, de acercarme del todo a El, en esta vida y en la otra. «Pondus meum, amor meus» -decía san Agustín-: «¡El peso que me lleva es mi amor!». Igualmente -Isabel está de ello segura-­su Dios a quien ella busca ardiendo en un amor pleno de angustia, no puede engañarla. Por eso, a la hora de medianoche -¿se trata de la noche en que la tie­nen despierta los accesos de tos de sus hijos enfermos, se trata de la noche obs­cura en que su alma camina?; de las dos a la vez, sin duda-, a la hora de media noche, créame, a menudo, en medio de mis lágrimas y de mi aflicción, lanzo mis ojos sobre la pared, frente a mí, persuadida de que su dedo escribiría antes sobre esa pared, como se refiere en el libro de Daniel (V), antes que abandonar a su pobre criatura.

No, Dios no la abandona. Su deseo -ha dicho ella- es de acercarse del todo a El. El escucha su oración, dejándole avanzar justamente en eso que le parece a ella opaca obscuridad, y que es, en realidad, el camino de la luz.

Mi pobre alma -confía ella también a Antonio, el 27 de septiembre- está de día en día más indecisa y más embarazada, no porque ella descuide sus ora­ciones, sus súplicas hacia Dios, las cuales más bien se han redoblado, por el con­trario, sino que es como un pájaro que se debate en una red, incapaz de escapar a sus miedos y a sus terrores. Este mediodía, después de enviar los niños a jugar, fui a arrodillarme en mi pequeña habitación para examinar lo que debía hacer… ¿Debía leer de nuevo los libros del Sr. Hobart? Mi corazón se rebelaba, pues sé que ALLÍ están todas las «negras acusaciones», y el conjunto que ellas forman es un tormento demasiado vivo para mi alma. ¿Debía volver a tomar aquéllos – donde se expone la doctrina católica, bien que cada una de sus páginas me sea familiar hasta el punto de sabérmelas de memoria? Ella ya no sabe verdadera­mente qué debe hacer, si no es orar. La oración, en todo tiempo, en todas par­tes, tal es mi único refugio… He orado, y oro de tal manera que cada uno de mis pensamientos me parece ser una oración. Cuando me desvelo, después de un breve momento de sueño, tengo la impresión de haber seguido orando.

Orar, llorar también. Sus ojos están irritados por ello hasta causarle dolor. Entristecidos, los hijos miran sin comprender el rostro deshecho de su madre. Al menos, la rodean de su ternura, hacen heroicos esfuerzos por agradarla y lle­var una sonrisa a sus labios. Anina misma se ha superado por la íntima y bien­aventurada tortura que presiente en el corazón de la que, hasta aquí, ha visto tan enérgica frente a las mayores pruebas. Con todo, si Dios no ha «escrito con su dedo en la pared», ha dejado en el alma de Isabel una certidumbre que es, al fin, la marca cierta de su propia obra. Dulces son mis lágrimas y dulces mis penas. Grande es también mi consuelo, ya que si Aquél que es el Manantial todopoderoso de la luz no me envía su luz bendita, por lo menos no permite que yo permanezca, en mis tinieblas, satisfecha e indiferente.

En una carta escrita también para Antonio, el 29 de septiembre, fiesta de San Miguel, cuenta cómo se ha celebrado ese día en el hogar de Isabel. Nada de clase para los pequeños hoy. Hubiera estado contento de oír sus preguntas respecto al arcángel san Miguel, y con qué avidez escuchaban el relato de todos los buenos servicios que nos prestan los ángeles, y la historia de san Miguel precipitando del cielo a Lucifer. Cada noche, al fin de la oración, los cinco se ponen de rodillas ante su madre «para que ella trace sobre cada uno de ellos la señal de la Cruz». En la tocante a ella, tendría tantas cosas que decir a Antonio, pero prefiere aguardar a su regreso a Nueva York, para reanudar con él las conversaciones que le faltan.

Yo podría gritar ahora, como tenía costumbre de ello mi pobre Seton: ¡Anto­nio! ¡Antonio! ¡Antonio! Pero acallo esa llamada y mi alma se pone a gritar:

¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! Ahí es donde encuentra su reposo y una paz de cielo, ahí donde se sosiega al oír ese nombre, como se calma mi chiquitina al son de mi mecedora. De ahí que las fórmulas de oraciones donde sale con frecuencia el nombre de Jesús -dice ella- son su predilección.

Ella, por otra parte, continúa leyendo, con un interés apasionado, la vida de los santos, consagrando a esa lectura el poco tiempo de ocio de que dispone, pues allí hay para ella un verdadero solaz, un alivio cierto para sus penas, un so siego en sus luchas. Cuando leo que san Agustín estuvo mucho tiempo incierto, vacilando su espíritu entre el error y la verdad, yo me digo: Ten paciencia, Dios te conducirá ciertamente a su casa, para acabar. Ella no se cansa de volver a coger los textos de san Francisco de Sales. Ella se siente dichosa en compañía de los santos. Pera, ¿por qué tiene que encontrarse como separada de ellos? ¡Antonio! ¡Antonio! ¿por qué no puedo convencerme de que vuestra religión es ahora todavía la religión que era la suya?

Sus dudas, sus luchas íntimas., son para ella misma un impenetrable misterio. Y grita una vez más su necesidad de amistad, su necesidad de comprensión. Anto­nio, usted conoce mi corazón, usted conoce mis sufrimientos, mis penas, mis esperanzas y mis temores. Jonatás amaba a David como a él mismo; ¡pues bien!, personalmente, si yo fuera su hermano, Antonio, ¡no le dejaría, ni siquiera por espacio de una hora! A pesar de todo, ella trata de volverse hacia Dios solo.

Otro motivo de aflicción. La resolución que ha tomado de escribir otra vez a Mons. Carroll, por consejo de Antonio, ha suscitado entre los suyos nuevas muestras de oposición. Los protestantes dicen que estoy en estado de tentación; usted, por su lado, claro está, debe pensar lo mismo. De todos modos, el Todo­poderoso es mi socorro, no por lo que soy personalmente, sino por el nombre de Jesús. Pero vamos, a ver, ¿es posible que haga yo algo malo en escribir al obispo, siguiendo en esto, por otra parte, la indicación de usted? Al menos, la carta estará totalmente lista cuando usted vuelva.

Ella recibe por este mismo tiempo largas misivas de Liorna. Felipe Filicchi sigue de lejos el drama que tanto hubiera querido evitar a la Sra. Seton. Ore -le aconseja él- ore sin cesar, con ardor, con confianza… Usted no puede pedir sin que se le conceda, no puede llamar y encontrar siempre ante usted una puerta cerrada. Usted no puede buscar sin que acabe por encontrar… Evite el laberinto de las controversias: ellas no la harán más juiciosa… ¿Acaso nuestro Salvador no desea nuestra salvación más de lo que la deseamos nosotros? Su ansiedad es irrazonable. ¡Ora a su Padre, a su Creador y a su Salvador, y tiembla! ¿No co­noce entonces su bondad? Esos no eran los sentimientos del hijo pródigo o de la Magdalena. San Pablo, en el camino de Damasco, oye la llamada de Aquél a quien no conoce todavía: él no se turba. Con calma, le pregunta: ¿Qué quieres que yo haga? Solamente en la calma y en la tranquilidad podemos hacer el bien; nuestro enemigo se complace en la turbación, la turbación es su elemento. El sube bien que no puede pescar el pez en agua clara.

¿Está Isabel turbada, en la incertidumbre? Que no cese de orar, pero que ore con calma. Sin duda hubiere obrado mejor que entablando conversaciones con sus amigos de Nueva York. Bien parece que, obrando así, ha seguido la prudencia del mundo, esa prudencia que el Evangelio califica de locura. Sea lo que fuere, la turbación, de dondequiera que venga, es siempre nociva: Y si usted se turba de estar turbada -afirma Felipe- no encontrará jamás la paz.

Resulta difícil saber con exactitud a qué ritmo y al cabo de cuántas semanas le llegan esas cartas de Liorna. Lo que parece cierto es que, a pesar de todo, Isabel avanza, y «avanza con seguridad», en la obscuridad misma, aún cuando no pueda darse cuenta de ello, tan espesa es la bruma que la envuelve.

No avanzo, Amabilia -exclama ella, el día de Todos los Santos, 1 de no­viembre de 1804-. No logro hacer inclinar la balanza. Leo cada día a T. Kem­pis que, dicho sea de paso, era un autor católico, y, como dice nuestro prólogo protestante, un autor «maravillosamente versado en .el conocimiento de las Santas Escrituras». Leo mucho también a san Francisco de Sales, tan ardiente él, para conducir a todos a la Iglesia católica, y me digo: ¿podré yo jamás contentar a Dios mejor que lo hicieron ellos? Entonces, me arrodillo y le suplico con lágri­mas que me obtenga la fe.

Veo que la fe resulta un don de Dios, que es menester buscar con diligencia, desear con ardor, y gimo silenciosamente hacia El para obtenerla, ya que nuestro Salvador dice que yo no puedo llegar a El, si el Padre no me atrae. Así es. Pronto -tengo de ello confianza- esta tempestad acabará. Hasta qué punto ella es dolorosa y con frecuencia torturante, El sólo lo sabe, que tiene poder de apaci­guarla y que la apaciguará a la hora que le plazca.

Una de sus amigas -prosigue ella- acaba de hacerle notar que tenía ya hartas penitencias que soportar sin ir a buscar otras en los católicos. Es verdad -conviene ella- pero nosotros, los protestantes, soportamos todo el sufrimiento sin mérito. Ha tratado, además, de explicar a esa su amiga que si sufría en esta vida esperaba ser tratada seguramente con tanta más misericordia en la otra vida, creyendo que Dios aceptaba sus sufrimientos en expiación de sus pecados. A lo que su interlocutora tuvo que conceder que «había en ello, verdaderamente, una doctrina muy consoladora». Isabel se ve obligada, no obstante, a confesar que la prueba mina al presente su resistencia física. Está acabada. La muerte ya no sería penosa para ella…

Pero, ¿es tan seguro -como escribía ella al comienzo de su carta- que no pueda hacer inclinar la balanza? ¿Lo creería usted, Amabilia? -prosigue efecti­vamente ella-. En la desesperación de mi corazón, me fui, el domingo pasado, a la iglesia protestante episcopaliana de San Jorge. Las apetencias y necesidades de mi alma eran tan urgentes que elevé mis ojos derechamente hacia Dios y le dije: «Ya que no encuentro la ruta que debo seguir para agradarte, a ti a quien sólo quiero agradar, todo me es indiferente. Y hasta que Tú me muestres el ca­mino donde quieres que me aventure, caminaré penosamente por el sendero en que me has permitido que nazca e iré incluso al «Sacramento» donde hace tiem­po yo Te encontraba». Y marché, dejando a mi vieja sirvienta María toda dichosa de ocuparse de los niños hasta mi vuelta.

Pero si dejé la casa, siendo protestante, creo que regresé a ella católica, de­cidida a no volver ya entre los protestantes, habiéndome visto turbada mucho más de lo que jamás hubiera pensado serlo, mientras me acordaba de que Dios es mi Dios. Y así sucedía, sin embargo, cuando, inclinaba la cabeza ante el obis­po para recibir su absolución -la que se da públicamente a todos Juntos, en la iglesia- yo no tenía la menor fe en su oración, y me sentía ávida de otra libe­ración que vino de los apóstoles, una liberación de mis pecados que ellos no piden, que ellos no admiten, como había constatado en los libros que el Sr. Hobart me había dado a leer. Luego, temblando, me fui a la comunión, medio muerta por la lucha interior, cuando ellos dijeron: «El Cuerpo y la Sangre de Cristo,>. ¡Oh Amabilia, no hay palabras para expresar mi prueba! Y me vino un recuerdo: en mi viejo PRAYER Boox, de una antigua edición, cuando yo era niña, no se decía, como actualmente, que el SACRAMENTO Se tomaba y recibía espiritual­mente«.

Con todo, para alejar estos pensamientos, tomé los EJERCICIOS CUOTIDIANOS del abate Plankett, a fin de leer las oraciones para después de la comu­nión. Pero, viendo que cada una de las palabras se dirigía a nuestro Salvador como estando realmente presente, creí perder la cabeza, y, por primera vez, de vuelta a casa, fui incapaz de soportar las caricias de mis seres queridos y de decir el BENEDICITE al comienzo de su comida. ¡Oh Dios mío! ¡Qué día! Pero, al fin, acabó en calma, con un acto de abandono que hice de todo a Dios, con una confianza renovada en la Bienaventurada Virgen, cuya mirada dulce y paci­ficadora me reprochaba mis excesos temerarios y me recordaba que debía fijar mi corazón en lo alto, con experiencias mejores.

Así acababa para Isabel Seton el año 1804. Hacía exactamente un año que su marido se había extinguido en Pisa, después de los días terribles del lazareto. En julio, a su vez, Rebeca le había sido quitada. Su corazón había sido doblemente destrozado. Y ahora su espíritu se debatía hasta la agonía, en una noche «que cubría las esperanzas de la luz del día» s. A pesar de sus arranques de ener­gía, a pesar de sus actos de confianza, le parecía, a veces, que lo mejor para ella sería vivir, hasta la muerte, fuera de la Iglesia. ¿Para qué obstinarse en buscar un camino dentro de una oscuridad que parecía hacerse cada vez más opaca? ¡Triste fiesta de Navidad, la de ese 25 de diciembre de 1804! Amanecer doloroso, este 1 de enero de 1805. Isabel ha preparado, sin embargo, los pequeños regalos de los niños. Ha hecho las visitas indispensables que se le imponen en este co­mienzo de año, sin alegría, sin convicción, con un vacío interior que le parece sin fondo.

La angustia, muy próxima a la desesperación, la persigue, hasta en esta mañana radiante de la Epifanía.

Se alzará un día en que este anuncio profético se haga para la Madre Seton una espléndida realidad. Hoy, este 6 de enero de 1805 -o uno de los días si­guientes- la joven mujer ha abierto las obras de Bourdaloue para leer e1 sermón pronunciado un día en París, el día de la Epifanía: «¿Dónde esta el que ha na­cido, rey de los judíos?» -exclamaba el orador-. Isabel siente de nuevo irrum­pir en su alma una ola que la sumerge. ¿Dónde está, dónde está la verdadera Iglesia de Cristo? Prosigue, no obstante, su lectura: «Se sigue que cuando noso­tros ya no discernimos la estrella de la Fe, debemos buscarla allí donde sola­mente se la puede encontrar, con los que detentan «su Palabra». Hay, en la Iglesia de Dios, doctores y sacerdotes, como los había entonces, hay hombres puestos para guiarnos a quienes no hay más que escuchar y os dirán lo que tenéis que hacer… «. ¡Un arranque! Una vez más, Isabel se recobra y hace frente. Cueste lo que cueste, proseguirá su búsqueda, hasta el fin.

Ella trata de tomar contacto, sin dilación, con el Sr. Mateo O’Brien, párroco de la parroquia católica de San Pedro, en Nueva York mismo. Luego, se decide, por consejo de Antonio, a escribir a un sacerdote francés, el Sr. Juan Luis de Cheverus, agregado a la parroquia católica de Boston, de quien le han hablado extraordinariamente.

Comienza ya el amanecer. Segura de la luz que la guía Isabel se lanza resuelta y tranquila. En adelante, ningún obstáculo, ninguna oposición, será capaz de detenerla. Ahora me dicen que tenga cuidado, que soy madre, que deberé responder de mis hijos en el día del juicio, cualquiera que sea la fe a donde les conduzca. ¡Pues bien!, sí. Estando así las cosas, iré pacíficamente ~ con firme­za a la Iglesia católica. Porque, si la fe es tan importante para nuestra salvación, quiero buscarla entre los que la han recibido de Dios mismo.

No quiere -dice ella- mezclarse en controversias o en polémicas que la superan. Después de todo, puesto que los más rígidos entre los protestantes con­ceden que un buen católico puede salvarse, iré pues hacia los católicos, y haré todo lo que esté en mi poder por ser una buena católica.

En cuanto a razonar sobre tal o tal verdad del Evangelio, es una mala tác­tica. Pues poner en duda una sola de las palabras de Cristo -la que afirma el primado de Pedro- es admitir un principio que permitirá, finalmente, poner en duda el Evangelio entero, hasta verse reducido a la insidiosa «tentación de no ser cristiano en absoluto». ¡Oh, no volver a caer en esa tentación!

Entonces, venid, hijitos míos, iremos al Juicio juntos y citaremos a Nuestro Señor sus propias palabras. Y si El nos dice: «,-Qué necios sois, no es eso lo que Yo quería decir!», nosotros le responderemos: «Pues Tú dijiste que estarías con esta Iglesia hasta el fin de los siglos, con esta Iglesia que Tú edificaste al precio de tu sangre, si nunca la hubieras abandonado, sería tu palabra la que nos ha descarriado. Así que, si te place, perdona a estos necios, en atención a tu palabra. Esperando, Amabilia, sin temor, pues que he puesto en Dios mismo mi fe, no aguardo más que la venida de su Antonio, a quien espero para la próxima semana, a su regreso de Boston, para ir valiente e intrépidamente a comprome­terme bajo los estandartes de los católicos y confiar todo a Dios. Ahora es asunto suyo.

Su resolución está tomada, de modo definitivo. Cerrará desde ahora sus oí­dos al runruneo zumbón con que persiste en hostigarla su entorno. ¡Qué le im­porta, después de todo, que los católicos sean considerados en Nueva York como el «deshecho de la humanidad» y hasta como una «plaga pública»! Aún suponiendo que el párroco de la pequeña parroquia de San Pedro no mereciera, en cuanto hombre, más respeto que el que allí se le otorga, no es menos sacer­dote de Cristo, y ahí está lo esencial. Así es como yo entiendo las cosas -conclu­ye Isabel con una bella lucidez-. No es a los hombres a quienes pide la paz. Ninguno de ellos es capaz de dársela. Así, en una carta dirigida a comienzos del año 1805 a una amiga, cuyo nombre nos hubiera gustado conocer, le declara intrépida y serenamente: ¡Sólo busco a Dios y su Iglesia!

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