CAPÍTULO XXXVII
LOS DESEOS
Todos saben que se han de guardar de los deseos de cosas viciosas, porque el deseo del mal nos hace malos. Pero digo irás, Filotea: no desees en manera alguna las cosas peligrosas para el alma, como los bailes, los juegos y ciertos pasatiempos; ni los honores y cargos, ni las visiones y éxtasis, porque hay mucho peligro, vanidad y engaño. No desees las cosas demasiado lejanas, es decir, las que no pueden conseguirse sino después de mucho tiempo, cosa en que caen muchos, los cuales, con este proceder, cansan y disipan inútilmente sus corazones y se ponen en peligro de grandes inquietudes. Si un joven desea mucho obtener un cargo antes de tener la edad para ello, ¿de qué le sirve este deseo? Si una mujer casada desea ser religiosa, ¿a qué propósito viene esto? Si deseo comprar la finca de mi vecino antes de que él desee venderla, ¿no pierdo el tiempo con este deseo? Si, cuando estoy enfermo, deseo predicar, celebrar la santa Misa, visitar a los enfermos y hacer otras cosas propias de los que gozan de salud, ¿no son estos deseos inútiles, pues no está en mi mano el realizarlos? Entretanto, estos deseos inútiles ocupan el lugar de otros que debería tener: de ser paciente, resignado, mortificado, obediente, amable, en medio de mis sufrimientos, que es lo que Dios quiere que practique. Pero nosotros deseamos cerezas frescas en otoño y racimos maduros en primavera.
No apruebo, en manera alguna, el que una persona vinculada a un cargo o profesión, se entretenga en desear otro género de vida que el que cuadra con el lugar que ocupa, ni ejercicios incompatibles con su actual condición, porque esto disipa el ánimo y es causa de que se hagan con flojedad las cosas necesarias. Si deseo la soledad de los cartujos, pierdo el tiempo, y este deseo ocupa el lugar del que debiera tener, a saber, de desempeñar bien mi oficio presente. No quisiera que nadie sintiese ni siquiera el deseo de tener mejor espíritu o un criterio más recto, porque este deseo desplaza el que todos han de tener: cultivar el espíritu propio tal cual es; ni que se deseen los medios de servir a Dios que no poseen, sino que se empleen fielmente los que cada uno tiene. Ahora bien, lo dicho se entiende de los deseos que distraen el corazón, porque, en cuanto a las simples aspiraciones, no causan ningún daño, con tal que no sean frecuentes.
No desees las cruces, sino en la medida en que hubieres soportado las que ya se te han ofrecido, porque es un abuso desear el martirio y no tener la fuerza necesaria para soportar una injuria. El enemigo excita en nosotros grandes deseos de cosas remotas, que nunca ocurrirán, para distraer nuestro espíritu de las cosas presentes, de las cuales, por pequeñas que sean, podríamos sacar mucho provecho. Combatimos los monstruos de África con la imaginación, y, de hecho, nos dejamos matar por las pequeñas serpientes que encontramos en nuestro camino, por falta de atención. No desees las tentaciones, porque sería una temeridad; antes bien ejercita tu corazón en esperarlas valerosamente y en defenderte de ellas cuando lleguen.
La variedad de manjares, sobre todo si se toman en gran cantidad, siempre carga el estómago, y, si éste es débil, lo echan a perder: no llenes tu alma de muchos deseos, ni mundanos, porque te estorbarían. Cuando nuestra alma se ha purificado, al sentirse descargada de los malos humores, siente unas ansias muy grandes de cosas espirituales, y, como si estuviese hambrienta, comienza a desear mil maneras de devoción, de mortificación, de penitencia, de humildad, de caridad, de oración. Es buen indicio, amada Filotea, sentir semejante apetito; pero has de ver si puedes digerir bien todo lo que quieras comer. Entre tantos deseos, escoge, por consejo de tu padre espiritual, los que puedas practicar y ejecutar enseguida, y, en cuanto a éstos, esfuérzate de veras en realizarlos. Hecho esto, Dios te enviará otros, que procurarás llevar a la práctica, y, de esta manera, no perderás el tiempo en deseos inútiles. No digo que se haya de dejar perder ninguna clase de buenos deseos; lo que digo es que se han de realizar ordenadamente, y los que no se pueden practicar enseguida, se han de encerrar en algún rincón del corazón, hasta que les llegue el tiempo, y, entretanto, hay que realizar los que ya están sazonados y maduros; y no digo esto solamente con respecto a los deseos espirituales, sino también con respecto a los mundanos: si no lo hacemos así, no viviremos sino con inquietud y desazón.