Un sacerdote piamontés del siglo XIX solía decir, – «En Turín hay cuatro santos: Don Bosco, Cottolengo, Don Cafasso, y el Padre Durando» -. Este último es el menos conocido, y sólo ahora ha alcanzado la honra de los altares. El menos conocido, pero que en el Turín resurgimentista gozaba de aprecio, estima, a quien se consideraba varón de Dios y consejero espiritual rico en virtudes, prudente y de perspicaz discernimiento, formador de muchos sacerdotes, de religiosos y religiosas.
Esta conciencia de la santidad del P. Durando se evidenciaba en el interior de la comunidad vicenciana: cuando, a su muerte, le sucede a la cabeza de la Provincia de Turín el P. Giovanni Torre, éste escribe a los Misioneros las siguientes palabras:
Hemos perdido a un padre, pero alimentamos la confianza de haber ganado un protector en el cielo. Y luego da instrucciones de que se recojan lo antes posible, para que no se pierdan, el máximo de particulares sobre su vida y los singulares ejemplos de virtud que nos ha dejado.
Podemos decir, pues, que su fama de santidad estaba viva, dentro al igual que fuera de la Familia vicenciana.
Sacerdote de intensa vida espiritual, fue sobre todo hombre de gobierno, exigente en cuanto a pedir observancia de las Reglas, pero comedido y equilibrado, con un sentido de la realidad que se unía a una caridad exquisita, atenta ante todo a los más débiles, caridad que aumentó según pasaba el tiempo. En él, durante más de 40 años Provincial, Director de las Hijas de la Caridad, fundador de las Hermanas Nazarenas, hallamos – como discípulo que fue de San Vicente – a alguien que recorrió sendas ordinarias, sencillas, no ostentosas, pero que resultaron tenaces y valientes; al hombre que venció su timidez congénita. Este estilo de vida brotaba de una convicción profunda, por él delatada tanto en su modo de actuar cuanto en sus palabras:
Lo extraordinario se me hace siempre sospechoso. Yo gusto de lo ordinario, de lo común, de las virtudes evangélicas, verdadera humildad, mortificación, observancia, sólo que todo ello bien, de modo perfecto, únicamente sencillo y sin ruido.
Era consciente de que todo eso requería el sustento de las divinas gracias, y un trabajo continuo sobre sí mismo. Escribía:
Poco a poco, con la gracia de Dios, formar corazones verdaderamente humildes, sencillos, mortificados, pacientes, desprendidos de todo y que no piensen, no suspiren más que por Jesús.
Lo que enseñaba, era efectivamente vivido por él: nada de espectacular en los casi 80 años de su vida. Quiso vivir en Cristo, revestirse de las virtudes del sacerdote y de las que distinguen al misionero vicenciano. Recomendaba ser ejemplares en estas virtudes, y decía con aplomo: No podemos dar a otros aquello de lo que nosotros carecemos. El P. Marco Antonio Durando, enjuto por su constitución, tenía un carácter reservado y esquivo, mas resultaba cordial, de una sensibilidad rica, mucho más de cuanto aparecía al exterior, con no afectadas dotes de solicitud paternal, y aun maternal, llegado el caso.
En el centro de su espiritualidad estaba Cristo el Señor, y de manera particular el Cristo sufriente de la Pasión y de la Cruz. Fue sobre el estupor en el rostro dolido del «Ecce Homo» donde recayó la mirada conmovida y admirada de nuestro Beato. La Pasión de Cristo era su refugio y el tema predilecto de sus meditaciones. La recomendaba a las almas por él espiritualmente dirigidas: Hacedlo todo para tener esta devoción e inspirarla a otros. Escribía en otra circunstancia: Que el sujeto ordinario de meditación sea la vida, pasión y muerte de Jesucristo. La Pasión de Cristo era para el P. Durando una escuela de alta espiritualidad, la «schola amoris» más sublime. Decía en efecto:
En la Pasión de Cristo hallaréis la humildad, la obediencia, la mansedumbre y todas las virtudes. Y enseñaba a sus hijas: Encontraréis la humildad y la caridad a los pies del crucifijo.
He aquí cómo se expresa en otro pasaje intenso y significativo:
…el Calvario es el monte de los amadores, y las llagas abiertas de Jesús crucificado son el asilo y la morada de las palomas del Señor. Quien no gusta de estar en el Calvario ni recogerse en esas llagas, jamás será un verdadero amante de Jesús. Si fue el amor quien le hizo abrazarse a la cruz y el que lo clavó al duro leño, en fin, si sufrió y murió por el gran amor que a cada uno nos tenía, ¿seríamos nosotros indiferentes a tanta caridad suya? ¿Podríamos no amar un bien infinito, a un Dios que de amor se deshace por nosotros? El Calvario fue donde se formaron en el amor las santas y santos que pueblan el cielo.
La devoción a la Pasión del Señor se unía a la celebración de la Eucaristía y era prolongación de este manantial inagotable de amor, cuya fuerza y gloria palpaba a diario. Decía: La Eucaristía es la señal incomparable de la grande y tierna caridad de Cristo y de su honda humildad. Sentía la Pasión de Cristo como un espoleo para consumir totalmente su existencia por el Señor, y urgía a ser diligentes y generosos en el servicio de Dios y de los hermanos. Él se sacrificó por vosotros; vosotros sacrificaos enteramente por Él, decía.
En la vida diaria le guiaba la contemplación del Cristo sufriente, mas no hacía de ello algo ruin y triste, sino que comunicaba serenidad y paz a cuantos trataba. Tenía la divisa – así lo pone en una carta –, de actuar siempre en la caridad que todo lo espera. Declaraba:
La perfección del amor de Jesucristo se manifiesta cuando, se sufren las contrariedades y humillaciones, mas no sólo con paciencia, sino además con gozo y acción de gracias. Otra vez exhortaba: Hay que tener siempre presentes los ejemplos de la vida de Jesucristo… La contemplación de Jesús humillado, de Jesús pobre, de Jesús azotado, de Jesús coronado de espinas, de Jesús crucificado, cambia el sufrimiento en gozo.
Enseñaba que debemos aprender de Jesús, abandonado en las manos del Padre, a hacer la voluntad de Dios y vivir en la obediencia. En una carta aconsejaba:
Abandónese en las manos de Dios; no tenga otro pensamiento más que hacer la voluntad de Dios, no se adelante a los designios de Dios con pensamientos y deseos en cuanto al porvenir. Es la voluntad de Dios que haga usted de corazón, con empeño, con celo, las cosas, los oficios que se le confíen… Medite bien esta gran verdad, conviértala en norma suya, su regla, su vida, su bien. En esto consiste toda nuestra santidad y perfección.
La certeza de poder recorrer el camino de la santidad veníale de la fuerza a él comunicada por la oración. Afirmaba:
La oración es fuente de todo bien y madre de todas las virtudes; y que el espíritu de oración, de recogimiento interior y exterior, el espíritu de silencio reine en toda la casa y en todas las religiosas, añadía.
La plegaria sería además fuente de serenidad y de paz interior, y así enseñaba:
Silencio riguroso, gran recogimiento interior, espíritu de oración, amor al trabajo y espíritu de penitencia; pero al mismo tiempo, nada de melancolía, nada de aire triste ni cabeza baja. Comprende usted, cuando el espíritu de oración y penitencia es fruto del Espíritu Santo, hay siempre gozo y alegría espiritual.
De esto había hecho él para sí un estilo de vida. Él buscó la perfección evangélica viviendo con celo apasionado el ministerio sacerdotal ordinario: la celebración de la Eucaristía, el sacramento de la Reconciliación, la predicación de las misiones parroquiales, las pláticas de los santos ejercicios y retiros, las conferencias al clero, la dirección espiritual de gente de todos los estratos sociales, a la que recibía de grado y bien dispuesto.
Marco Antonio Durando, fiel discípulo de Vicente de Paúl, nos invita a una santidad humilde y confiada, sencilla pero prudente, mansa pero fuerte, vivida en el ejercicio de la caridad, sobre todo en la fidelidad a las cosas pequeñas de la vida diaria, aceptando las contrariedades, las pruebas, los sufrimientos que puedan sobrevenirnos, cuando con tenacidad queremos ser fieles a Cristo y consecuentes con su evangelio. En un escrito de 1876 recomendaba a los Misioneros:
Que la caridad reine siempre entre nosotros, que gobierne nuestras acciones, nuestras palabras y nuestros pensamientos para que, unánimes, honremos siempre a Jesucristo, y esté siempre entre nosotros y en nuestros corazones la paz del Señor.