Federico Ozanam según su correspondencia (30)

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Pativilca · Año publicación original: 1957.
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Capítulo XXX: Últimos días

Llegó el momento supremo y la hora inevitable.
Virgilio (Eneida. Lib. II)

1.— San Jacopo

Liorna dista cinco leguas de Pisa, sobre la orilla del mar. A un cuarto de hora de Liorna está situada la aldea de San Jacopo. Allí encontramos a Ozanam, que recrea su vista ante la grandeza del espectáculo y canta con entusiasmo las bellezas de aquella naturaleza, con su mar imponente y sus montañas cubiertas de nieve.

Apenas instalado, acuden a él, el primero de mayo, los miembros de las Conferencias de Liorna, quienes vienen a exigirle que presida el segundo aniversario de su fundación. No bastaba que presidiese. Querían que hablase. Ozanam consintió con gusto y pronunció unas cortas palabras que los socios, entusiasmados, recogieron y conservaron. ¡Escuchémoslas! Son sus últimas palabras en público. Son el testamento de su caridad:

2.— Últimas palabras de Ozanam en público

«Aún cuando por el mal estado de mi salud estoy impedido de pronunciar discurso alguno, por breve que sea, no puedo resistir al deseo de dirigiros hoy algunas palabras que os expresen la emoción que siento al encontrarme en medio de vosotros, amados hermanos de San Vicente de Paúl.» Y entonces se abandona Ozanam con emoción a aquellos recuerdos de otros tiempos. Tiempos revividos con mayor intensidad por el convencimiento que tiene de su próximo fin:

«Cuando suenan para el cristiano las horas amargas de la vida —les dice—, cuando se siente presa de tenaz dolencia, es cuando debe remontar su pensamiento hacia los días que fueron, cuando debe recordar el bien y el mal que hizo: el mal, para arrepentirse de él y por él castigarse. El bien, para lograr por él consuelo y aliento en la aflicción presente. Esa hora ya ha sonado para mí y no encuentro fuerza en mi palabra que exprese el consuelo que procura a mi alma el recuerdo de los primeros años de mi juventud, sobre todo, ahora que no sé si Dios me concederá ver, durante mucho tiempo, el bien que nuestra querida Sociedad realiza en el mundo.

Felicita, en seguida, Ozanam a la Conferencia liorniana, por los progresos que ha realizado en dos años que cuenta de existencia. Nació, como la Sociedad primitiva, en el mes de las flores, mes consagrado a la más amorosa de las Madres, protectora especial de la Sociedad. Constó en su principio de ocho miembros, rasgo de familia con el que también se asemeja a la primera Conferencia.

Sabe Ozanam que el principal inconveniente con que tropieza esta Conferencia para su desarrollo estriba en las divisiones políticas: «Ese inconveniente no debería existir —les dice— en las ciudades de Italia que vieron un día a un Padre Juan de Vicente y a un San Bernardino de Siena, lanzarse entre los combatientes, con el crucifijo en la mano para reconciliarlos entre sí.»

Sabe también Ozanam que los divide la lucha de clases: «Os toca a vosotros, amados vicentinos —agrega—, os toca a vosotros interponeros entre los ricos y los pobres, en nombre de Jesucristo, que es Dios del pobre y del rico, que es el más poderoso, entre los ricos, ya que lo es por naturaleza, y es el más santo entre los pobres, ya que por amor escogió el formar parte de sus filas».

Ozanam les demostraba así la senda segura para practicar el bien. Les revelaba así el sello inconfundible que distingue toda genuina caridad.

3.— Ozanam y la raza judía

Y ese mismo espíritu de genuina caridad guió su pluma, en la carta dirigida al señor Jerusalemy, uno de sus discípulos de París, judío convertido a costa de grandes sacrificios y que había sido recomendado a la Sociedad de Liorna por las Conferencias de Roma y de Constantinopla. Ozanam, en su gran caridad, empieza por felicitar a su discípulo por pertenecer a esa raza que muchos llaman maldita: «Amigo mío, es un gran honor el haber nacido israelita para aquél que ha logrado la dicha de convertirse al cristianismo. Entonces es un honor el sentirse hijo de aquellos patriarcas y de aquellos profetas cuyas palabras son tan bellas que la Iglesia no ha encontrado otras para colocar en la boca de sus hijos. Sepa usted que durante mi larga dolencia he tenido siempre entre las manos los salmos de David. Y ¿no nos dice el Evangelio que el Divino Salvador oyó con gusto cuando lo llamaron Hijo de David? Yo también, como aquéllos, grito en mis horas de congoja: Jesús, Hijo de David, tened piedad de mí.

«Yo no sé si mi hermano Carlos le ha dicho que nosotros tenemos la idea de que nuestro origen pertenece a esa raza. Habría así, entre Vd. y nosotros, un lazo más de unión. Espero que mi hermano Carlos lo habrá invitado a formar parte de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Muy grato me sería el que ese lazo también nos uniese…» Como vemos, difícilmente se podrá practicar la justicia con mayor caridad, colocándose por encima de todos los prejuicios que la mente humana alimenta.

Los aires del mar parecían fortalecer la salud de Ozanam, quien lleno de esperanza, ensaya, tal vez por décima vez, la relación final de su viaje a Burgos, su odisea de tres días.

En ese mismo tiempo —junio de 1853—, Los Poetas franciscanos abren a Ozanam las puertas de la Academia franciscana de La Crusca, donde fue recibido junto con César Balbo, el ilustre autor de Las Esperanzas de Italia. Ozanam era ya miembro correspondiente de la Academia Tiberiana de Roma, desde 1841, y miembro de la Academia de Arcades, desde 1844. Era, además, miembro de la Real Academia de Baviera, desde 1847, y de la Academia de Lyon, desde 1848. Pero de todo esto, lo que pareció satisfacer plenamente su corazón fue el diploma que recibió en San Jacopo, con el sello general de la Orden de San Francisco, mediante el cual quedaba afiliado a la misma Orden. «Me cuentan entre los bienhechores de la familia franciscana y me asocian a los méritos de los Hermanos Menores que trabajan y oran dispersados por todo el mundo. No es éste el menor de mis títulos.»

Por otro lado, en ese mismo tiempo, retiró su candidatura a la Academia de las Inscripciones y de las Bellas Letras de París, para la cual sus amigos lo habían declarado, designado y preparado. «En estos momentos —contesta él a Ampère, que le urgía— en que todo lo relativo a mi porvenir depende de la gran incógnita de mi salud, cuando imploro de Dios la gracia de la vida, pensando ante todo en mi mujer y en mi hija, ¿no habría algo de temeridad al agregar esta nueva súplica superflua, para satisfacción de mi amor propio literario?»

4.— Antignano

Terminado el plazo de arrendamiento de la casa de San Jacopo, convinieron los médicos en que se trasladase Ozanam a Antignano, preciosa aldea al pie de Montenero. Pero en Antignano no lo podían recibir hasta mediados de julio. Por eso, decidió dedicar la primera quincena del mes a lo que él llamaba «su visita pastoral» a las Conferencias de la región: Florencia, Pontedera, Prato, etc., cuyos cuidadosos informes remitió a París.

5.— El amolador de Pontedera

Veamos lo que dice Ozanam de Pontedera: «Pontedera cuenta con cinco o seis mil almas. No hay que buscar allí ni sabios ni nobles en abundancia. Non multi nobiles, no multi sapientes. Pero ahí encontramos al socio B… y en él a uno de los presidentes más capaces y amables que se pueda hallar. El socio B… es amolador, pero no amolador ambulante. No; él tiene su tienda acreditada y los días de mercado amuela allí la guadaña, a hoz y el machete del aldeano. Pero, en las horas de descanso, y los italianos tienen muchas horas de descanso, el socio B… lee mucho. Estudia la religión en la vida y en las obras de los Santos. Platicando de esa manera con los más bellos genios del Cristianismo, ha ganado, primero, una sólida instrucción y, además, una exquisita elevación de sentimientos y una encantadora elocuencia, acompañada de una sencillez y delicadeza de modales que duplican su encanto. Se me presentó, la primera vez que lo vi, con el traje del obrero, pero no habían pasado cinco minutos de nuestra conversación, cuando ya se había dado a conocer el hombre superior, infinitamente más interesante que los señores distinguidos que circulan por los salones. Con pocas palabras, no diré ya que me hizo conocer, sino que me hizo ver con mis propios ojos la pequeña Conferencia de Pontedera, sus obras, sus dificultades y sus esperanzas. Y todo con una sencillez, un tacto y una propiedad en la expresión que deleitaba mi espíritu, mientras que su exquisita pronunciación toscana recreaba mis oídos.»

6.— Conferencia en Siena

No se consolaba Ozanam de que no funcionase una conferencia en Siena, sobre todo en aquellos momentos, cuando la mitad de la Universidad de Pisa había sido trasladada a ese lugar, arrastrando tras ella un gran número de estudiantes. Con tal fin, quiso Ozanam dirigir sus pasos a Siena, y como le dijeran que el viaje era muy penoso y tal vez demasiado fuerte para él, contestó: «Puesto que Dios me devuelve las fuerzas, debo emplearlas en su servicio.»

En Siena lo recibieron de la manera más cordial a él y a su familia. El P. Pendola, personaje principal del lugar, director del Colegio de Tolomei, que era una de las principales escuelas de Italia, director general del Instituto de Sordomudos y profesor de la Universidad, se dedicó por entero a agasajarlo durante los cinco días que pasaron allí, colmándolos de atenciones y cariños. Pero no consiguió ver realizado el objeto de su viaje, objeto, para él, de mucho más interés que todo lo demás. Después de pasar cuatro días en diligencias para lograr su empeño de fundar una Conferencia de San Vicente de Paúl, en ese lugar, y a pesar de una reunión en la que Ozanam expuso ante el P. Pendola y ante personas influyentes de la ciudad, los deseos que allí lo habían traído, la única respuesta que obtuvo fue que nunca se lograría reducir el espíritu de los jóvenes de la nobleza toscana hasta hacerles aceptar el trato con el pobre.

Esto desgarró el corazón de Ozanam. Si había afrontado las consecuencias de ese viaje tan penoso, había sido únicamente con el fin de lograr aquel objeto. Triste y descorazonado, regresó a su casa preguntándose dónde estaría su falta que así obstaculizaba la bendición de Dios, causa única de todo éxito.

Sin embargo, el P. Pendola no había dicho su última palabra. Quince días después de su regreso a Antignano, se resolvió Ozanam a llamar una vez más a la puerta de aquel gran corazón. Las últimas líneas de esa carta, caldeadas por el amor de Jesucristo, son las más sublimes que brotaron de aquel gran corazón de fuego, que ya estaba a punto de apagarse:

«Mi Rvdo. Padre: Demasiada felicidad sintió mi corazón ante la idea de ver la buena semilla de San Vicente de Paúl fructificando en vuestra tierra toscana. Pero, sobre todo, se regocijó mi corazón al pensar en el bien que esa Obra podría hacer allí, al imaginar cómo podría sostener en la virtud a esa numerosa juventud y encender en ella el celo por la perfección.

«Tenemos Conferencias en Méjico, las tenemos en Quebec y en Jerusalén. La tenemos seguramente en el Paraíso, ya que más de mil de los nuestros, desde hace veinte años que llevamos de acción, han dirigido sus pasos hacia una existencia mejor. ¿Cómo se nos va a legar una Conferencia en Siena a quien llaman la antesala del Paraíso? ¿Cómo, en la ciudad de la Santísima Virgen, no se ha de ver surgir esta Obra que tiene a la Santísima Virgen por protectora?

«Usted tiene bajo su dirección a una juventud que es rica. ¡Útil lección para fortificar los corazones débiles y bienhechor espectáculo será mostrarles a Nuestro Señor Jesucristo, no solamente en los cuadros pintados por los grandes maestros, no solamente sobre los altares resplandecientes de oro y luz, sino en la persona y en el sufrimiento del pobre!

«Juntos hemos platicado sobre la debilidad y la nulidad de los hombres, aun cristianos, que componen la nobleza de Francia y de Italia. Le aseguro que, si son tales, es porque hay algo que faltó en su educación. Hay algo que no les enseñaron, algo que tan sólo conocieron de nombre. Y ese algo es el dolor, la privación y la necesidad. Le aseguro también que, para saber lo que significa sufrir, es preciso haber visto de cerca el sufrimiento ajeno. Y esta ciencia hay que adquirirla para cuando —tarde o temprano— tengamos que practicarla nosotros mismos.

«Preciso es que esos jóvenes sepan lo que es el hambre, el frío y la sed de una buhardilla. Preciso es que vean a los miserables, a los niños enfermos, a los niños que lloran porque tienen hambre Preciso es que los vean, para que así los amen. Porque, o ese espectáculo despertará algún sentimiento en su corazón, o esta generación está perdida. Pero nunca hay que creer en la muerte de la juventud cristiana. No está muerta. Tan sólo está dormida.»

Luego, le habla sobre el Reglamento de la Obra, sobre la manera de efectuar las visitas a los pobres, por pequeños grupos, bajo la vigilancia de un maestro, etc.? Y, después de darle todos los informes necesarios, termina pidiendo excusas por haberle predicado. «No, Padre mío, no le predico. Es su ejemplo, es su conversación, es su caridad la que a mí me predica y me dice que confíe en Vd. y que ponga esa Obra entre sus manos.»

Esta carta estaba fechada el 19 de julio, día de San Vicente de Paúl. La respuesta no se dejó esperar. Llegó dos días después. Fueron tres líneas, breves, en estilo telegráfico. Fue un boletín de victoria: «Querido amigo: fundé dos Conferencias, una en el Colegio y otra en la ciudad.»

Ese mismo día de San Vicente de Paúl, tuvo lugar en París la Asamblea general anual de la Sociedad. El presidente, Cornudet, tuvo a su cargo el discurso de orden. Llegado el momento, propuso el mismo señor Cornudet que el discurso fuese reemplazado por la lectura de una carta que acababa de recibir de Ozanam.

«Esta carta —dijo Cornudet— contiene detalles emocionantes y edificantes sobre cierto número de Conferencias de Italia, visitadas por nuestro vice- presidente en estos últimos días. Veamos el final de la misma:

«Lejos de encontrar en ese desarrollo de nuestra Obra un motivo de orgullo, debemos ver en él una ocasión para humillarnos. El césped de los campos se propaga rápidamente, pero no deja por eso de ser pequeño y no porque cubra una gran extensión de terreno le será dado el decir: Yo soy la encina. Nosotros también, al aumentar en número, seguiremos siendo pequeños y débiles y no soñaremos en compararnos con esas instituciones que Dios hizo crecer en su Iglesia como los grandes árboles, para que diesen sombra y frutos. Seamos humildes.

«Advierto diariamente, lo mismo en Italia que en Francia, que nuestras Conferencias logran siempre vencer todos los prejuicios y todas las dificultades. El mundo se yergue siempre contra toda Obra nueva que anuncia grandes proyectos. Pero, ¿quién puede armarse contra unos hombres oscuros que tienen por única pretensión el llevar un pedazo de pan y un poco de consuelo a la buhardilla del pobre?

«Quiera Dios conservarnos siempre la sencillez de nuestro origen y pueda San Vicente de Paúl, bajo ese aspecto, reconocernos por sus discípulos.» Aquí, como en la Sorbona, sigue Ozanam hasta el fin. En la Universidad dijo a sus discípulos: «Si muero, será sirviéndoos». Igualmente ahora, ya casi expirante, no niega sus últimas fuerzas al servicio de la caridad. Darse a los pobres hasta el martirio, tal había sido el lema de nuestro apóstol cuando contaba apenas veinte años.

El aire de Antignano concedió todavía días gratos al enfermo. Hasta fines de julio, pudo Ozanam todas las tardes pasearse a la orilla del mar, sentándose sobre las rocas para descansar, contemplar, respirar…

Todos los días oía misa en la iglesia que le quedaba cerca. Era una iglesia muy pobre, incrustada en la muralla fortificada que la había protegido en otros tiempos de los ataques de los sarracenos, azote terrible que con frecuencia devastara esas playas.

Por otro lado, pudo, al fin, Ozanam terminar su Peregrinación al país del Cid. Pero, ¡con qué trabajo! Apenas si podía escribir tres líneas seguidas, sin verse obligado a recostarse sobre un sofá. Recibía a muy contados amigos, los Ferruci, por ejemplo, que después habrían de ser conocidos en Francia por la pequeña biografía que sobre su hija Rosa hiciera el P. Perreyve.

Las personas notables del lugar y de sus alrededores solicitaban con empeño entrar en relación con el ilustre francés. Agradecido por esas bondades, Ozanam, sin embargo, rehusaba aquellos homenajes, ya que ni sus fuerzas físicas ni morales le permitían ningún trato social. Pero sí hubo algunas excepciones. Por ejemplo, un día se excusó de recibir a un gran príncipe que vino a visitarlo con grandes campanillas. Y en la tarde de ese mismo día recibió a un joven de Cerdeña, que venía a pie de Liorna, lleno de polvo, a pedirle algunos informes que necesitaba para fundar una Conferencia en su isla. El enfermo lo recibió con alegría y lo retuvo durante dos horas a su lado.

Los pescadores y los aldeanos del lugar le manifestaban también su simpatía, ávidos de conseguir algo con que obsequiar al «piadoso extranjero». Y, junto con los regalos que le traían, le decían dulces y sencillas palabras de amistad compasiva, palabras de esas que la lengua italiana sabe expresar con tanta suavidad. Todo esto lo recibía Ozanam con profundo agradecimiento.

En los primeros días de agosto decayeron notablemente las fuerzas del enfermo. Las piernas, cada día más hinchadas, apenas si podían ya sostenerlo. Sólo con gran esfuerzo, lograba llegar hasta el final del jardín. Avisaron a sus dos hermanos. Carlos, el médico, acudió en seguida. Nadie se hacía ilusiones, ni en París, ni en Liorna, sobre el resultado del combate.

7.— Ultima salida de Ozanam

Se acercaba el día de la Asunción. La víspera manifestó Ozanam su deseo de ir al día siguiente a oír misa y a comulgar. Quiso ir a pie. «Es, tal vez, el ultimo paseo que haga en este mundo; quiero que sea para visitar a mi Dios y a su Madre.» Y apoyado en la que él llamaba el ángel de su guarda, se puso en marcha.

Los aldeanos, sabedores de su llegada, se habían agrupado cerca de la iglesia, y cuando, pálido, apareció y pasó entre ellos, no hubo uno que no se descubriera y no se inclinase reverente, mientras las mujeres y los niños le hacían la graciosa señal de la mano con la que se acostumbra saludar en el país. Ozanam se sintió profundamente emocionado.

8.— El anciano párroco de Antignano

El anciano párroco de Antignano, gravemente enfermo también, esperaba la muerte, a la sombra de la iglesia. Pero al saber que Ozanam estaba allí y que pedía un sacerdote que le diese la Comunión, antes de la misa, quiso ser él mismo quien se la diera, y haciéndose levantar del lecho donde yacía, se hizo conducir al altar apoyado en uno de sus acólitos. El otro moribundo avanzó también, apoyado en el brazo de su esposa, y ambos recibieron La Comunión, que fue la última que aquel anciano sacerdote diera.

Pocos días después, tubo Ozanam la dulce sorpresa de de ver llegar a su hermano, el sacerdote, quien no se separó ya más de su lado.

Casi todo el día lo pasaba Ozanam junto al mar, con la mirada fija en el horizonte y ensimismado en sus pensamientos. De noche, se alternaban los dos hermanos para velar a su lado. Una noche lo vio uno de ellos que estaba llorando. «¿Por qué te entristeces?, le dijo abrazándolo—, pronto estaremos en Francia.» «¡Ah!, querido —contestó Ozanam—, no se trata de eso. Es que pienso en mis pecados, por los que Jesucristo padeció dolores tan acerbos, y ¿cómo no quieres que llore?»

Otro día, que también lloraba y decía lo mismo, una voz infantil y dulce le dijo con ternura: «Pero, padre mío, ¿es Vd. acaso tan gran pecador?» A lo que Ozanam contestó con gravedad: «Hija, no sabes cuán grande es la santidad de Dios.»

Ya no podía salir de casa. Pasaba los días recostado en un diván, sin que nada lo distrajese de sus pensamientos, a no ser la voz de su hijita, que venía de cuando en cuando a hacerle una caricia y a pedirle que la bendijese.

Tenía siempre la Biblia abierta ante él. Entre todos los textos, había algunos que releía continuamente; sobre todo éste: «Señor, me prestasteis este cuerpo. Ningún otro holocausto podría complaceros mejor. Heme aquí, pues. Allá voy. Es vuestra voluntad y yo la haré, Señor.»

Cierta tarde, recostado en la terraza, contemplaba el sol que se ponía entre las aguas del mar. Su mujer, sentada un poco detrás de él, para ocultarle su llanto, se fijó, admirada, en la tranquila placidez de su rostro. Queriendo saber el pensamiento de su marido en esos momentos, le preguntó cuál estimaba ser el mayor entre los dones de Dios. Ozanam, sin titubear, contestó: «La paz del corazón». Luego le explicó que, sin esa paz, no podríamos nunca encontrar la felicidad y que, con ella, se pueden soportar todos los males, aun aquellos que se sufren cuando la muerte se aproxima.

Otro día, en la misma terraza, sentada su esposa junto a él y contemplando ambos la inmensidad del Mediterráneo, cuyas olas, al estrellarse contra las rocas, interrumpían con su quejido el silencio de la tarde, dijo Ozanam a su mujer: «Si algo me consuela de abandonar este mundo antes de haber terminado la Obra que emprendí, es que nunca trabajé por granjearme la alabanza humana, sino únicamente para el servicio de la verdad» de todo alimento, ella encontraba todo su consuelo en la oración. Y rezaba sin cesar.

Yo, que presenciaba aquello, día tras día, le pregunté una vez: «¿Tú no le pides a Dios tu salud?» Esta fue su respuesta: «No, mi Yoya (así me llamaba ella). Vergüenza me daría con Dios el pedirle eso cuando hay tantas cosas grandes que pedir». «¿Y qué le pides tú», insistí yo. «Pues yo le pido continuamente, me respondió ella, el arrepentimiento de los pecadores, la conversión para los infieles, la fuerza para los justos y todo lo que es preciso para que el reino de Cristo se extienda por toda la tierra…» Ella murió viendo la muerte con una serenidad que asombra.

Pero no terminan aquí mis recuerdos. Pasaron los años. No michos, pero no recuerdo cuántos. Por la Prensa supimos aquí, en Caracas, la grave enfermedad con que se vio aquejado el Papa Pío XI, enfermedad que lo condenó a no poder moverse de un sillón no sé por cuánto tiempo. Pío XI, con el rosario y los Salmos en las manos, rezaba sin cesar. Parece que, cierto día —nos relató la Prensa—, le preguntó un cardenal si él le pedía a Dios su salud. La respuesta del. Papa fue la siguiente: «Vergüenza me daría con Dios el pedirle mi salud cuando hay tanta cosa importante que pedir…» Insiste el cardenal en preguntarle qué le pedía a Dios en sus largas horas de oración. La respuesta del Papa Pío XI fue ésta: «Pues yo le pido el arrepentimiento de los pecadores, la conversión de los herejes, la perseverancia de los justos y la extensión del reino de Cristo sobre toda la tierra.»

Creo innecesario el decir lo que experimenté ante esa respuesta del Santo Padre. Respuesta por mí ya oída. Pero esta vez brotada de los labios del Padre de la Cristiandad. Iguala todo nivel la religión de Cristo. Y es la misma para el grande y para el pequeño… Pero éste es un recuerdo que ha dejado una huella imborrable en mi corazón.

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