Significado de la fiesta de los Reyes Magos. Remedio que proporciona el catolicismo a las incertidumbres de la juventud. Conferencias de Derecho y de Historia. Veladas en casa de Montalembert.
[París,] 5[-8] de enero de 1833.Mi querido Falconnet:
Te escribo un sábado por la noche, son las doce y pronto empezará un nuevo día, grande y solemne: el aniversario del primer homenaje rendido por el mundo pagano al naciente cristianismo. Hay algo maravillosamente hermoso en esa leyenda de los tres Reyes Magos, representantes de tres razas humanas, ante la cuna del Salvador. Hay algo de venerable en esta fiesta de familia que consagra la alegría, que saca a suertes una golosina y que crea en su seno una realeza doméstica, durante algunas horas, como para imitar a esas realezas orientales que se presentan ante Cristo Niño. Sea el que fuere el origen de esta costumbre aunque provenga de los Reyes del banquete entre griegos y romanos, siempre ofrece una buena oportunidad más para reunir a los padres, a los amigos y para hacer que se ensanchen los corazones. Me hubiera gustado este día sentarme a la mesa con todos los que quiero, y por lo tanto contigo, mi buen camarada; dejando de lado mi seriedad filosófica, hubiera gritado con toda la sencillez de mi alma y con toda la fuerza de mis pulmones: ¡el rey bebé! ¡el rey bebé!, pues me gusta todo lo que es antiguo y popular, y experimento un profundo sentimiento de simpatía hacia esa candidez primitiva, hacia esa sencillez que se va perdiendo día a día a medida que se desarrolla y crece la falsa cortesía.
Y tú, amigo mío, ¿has tomado parte en esas alegres fiestas, has compartido la alegría y el placer, o la melancolía pesa, como hierro, sobre tu alma? Me has hecho partícipe del secreto de tus pensamientos, me has confiado tus altibajos, tus gozos, tus tristezas. ¿Sigues siendo el de siempre, a veces ligero, frívolo, entusiasta por todo lo que brilla, dedicado a los juegos más animados, aturdiéndote con la agitación y con el ruido, y luego agotado, jadeante, aplastado por una apatía incomprensible, dirigiendo al futuro miradas siniestras? ¿O bien te vas haciendo hombre y te preparas para mantener esa igualdad de ánimo que constituye la felicidad y la seguridad de la vida?
Aún no tienes, te comprendo perfectamente, la calma y la impasibilidad de la edad madura. Vives aún la juventud con su fogosidad, con sus tormentas; es la época de las grandes alegrías y de los grandes dolores; es como la barca que se lanza al mar por vez primera; como no está habituada a las olas que la zarandean, tan pronto sube rápida y ligera sobre la cima de las olas, como cae y desaparece en los abismos, hasta que una mano más segura tome el timón y la lleve a puerto. Algo así es la existencia para nosotros, los que estamos empezando. ¿Estamos, pues, irrevocablemente condenados a esas inquietudes que nos devoran, a esas tormentas que nos acosan, sin ningún medio de conseguir algo de paz y de consuelo para nuestro corazón?
Ves, mi buen amigo, cuánta necesidad tenemos nosotros de algo que nos posea y nos transporte, que domine nuestras ideas y las eleve. Necesitamos poesía en medio de este mundo prosaico y frío, así como una filosofía que dé algo de realidad al idealismo de nuestras concepciones. Nos hace falta un conjunto de doctrinas que sean base y regla para nuestros estudios y nuestras acciones. Encontramos ese doble beneficio en el catolicismo, al cual, para felicidad nuestra, nos hallamos ligados. Ahí está, pues, el punto de partida de todos los trabajos de nuestra inteligencia, de todos los ensueños de nuestra imaginación, es el punto central hacia el cual todos han de convergir. Así desaparece ese vacío que nos hace daño y nos deja abandonados a nuestra propia debilidad. Y, como el sentido de nuestra debilidad es una de las principales causas de la melancolía, el primer remedio que hay que aplicar es la presencia del pensamiento católico en nuestra alma.
¿Es eso todo? De ninguna manera, pienso yo; no releguemos nuestras creencias al dominio de la especulación y la teoría, tomémoslas seriamente y que nuestra vida las refleje continuamente. No permanezcamos jamás ociosos; construyamos, si hace falta, castillos en el aire, soñando con empresas gigantescas, pero no dejemos a nuestro espíritu sin alimento. Empecemos estudios serios y profundos en las materias más apropiadas a nuestra inclinación, pero no nos dejemos arrastrar demasiado por el lirismo y la literatura; ambas cosas son muy buenas, pero pierden su valor si no hay, en el fondo, ideas y conocimientos precisos.
Sé que, sin duda, a veces te fatigará el estudio. Yo he tenido la misma experiencia. Pero considéralo como una obligación, como una cosa que un día te será útil; trata de emplear útilmente los tiempos libres entre las copias, por medio de la lectura de un buen libro o de un trabajo literario; evita las conversaciones ociosas y, a menudo, sórdidas de tus camaradas; mantén un tono firme: esa es la mejor manera de evitar todos los sinsabores. Vete lo más que puedas al tribunal; eso es en mi opinión lo mejor que puedes hacer.
En fin, diviértete en el carnaval, pero hazlo con moderación, un poco en la calle pero mucho más con tus padres o tus amigos. Sobre todo, vigílate para ser siempre y en todo dueño de ti mismo, para que nunca te veas sorprendido por esta idea: «¿Para qué sirve todo esto?» No quieras brillar; ese es el medio más seguro. Tú tienes talento, tienes facilidad, tú tendrás éxito un día, tú no tienes necesidad de esos recursos artificiales que podrían comprometer tu futuro.
Y basta de reflexiones: Ahora te diré, en pocas palabras, lo que sucede a mi alrededor, a fin de hacerte conocer un poco el mundo en que vivo y en el cual habrás de vivir tú también.
Como abogado, como hombre, me esperan en el mundo tres misiones que desempeñar, tres escenarios, por así decirlo, en los que tendré que desarrollar mi actividad: deberé ser, para realizar mis propósitos, jurisconsulto, hombre de letras y hombre de sociedad. Ahora empieza mi aprendizaje. Tres cosas deben ser el objeto de mis estudios: la jurisprudencia, las ciencias morales y algún conocimiento del mundo, contemplado desde el punto de vista cristiano.
En este momento la Providencia nos ha dado varios medios para ejercitarnos en esa triple carrera: las Conferencias de Derecho, las de Historia y las reuniones en casa del señor de Montalembert.
Las Conferencias de Derecho tienen lugar dos veces por semana. Se discuten cuestiones controvertidas. En cada asunto hay dos abogados y otro que ejerce la función de ministerio público. Los demás juzgan el fondo de la causa y el mérito de los alegatos. No está permitido leer, de modo que casi siempre se improvisa; donde más hay que ejercitarse es en las réplicas. Hay algunos jóvenes muy ingeniosos, que se desenvuelven de modo admirable. Yo hablé ya dos veces y especialmente esta noche (8 de marzo) he suplido a un fiscal del rey, ausente; no me han dado más que una hora para prepararme; sin embargo, parecieron quedar satisfechos. En mi opinión, yo me mostré débil y vacilante, porque no me sentía seguro del tema.
Pero la Conferencia de Historia es algo muy distinto. Se compone de unos cuarenta miembros y se reúne todos los sábados. Allí todos los trabajos son libres: historia, filosofía, literatura, se admite todo. Las puertas se abren para cualquier opinión y de ahí resulta una emulación mucho mayor, pues si uno trata de hacer las cosas bien no es para buscar aplausos o elogios, sino para apoyar más sólidamente la causa que ha abrazado. Después de leído, cada trabajo se somete a una comisión que lo critica, lo discute y nombra un informante, que es su portavoz ante la conferencia. Nada escapa a la severidad de esa censura. Se hacen investigaciones muy serias y unas críticas, a veces, muy maliciosas. Por último, se ha establecido un comité superior para dar un impulso más amplio a la Conferencia, indicar medios de perfeccionamiento, hacer informes generales y comprobar los resultados del trabajo común. Ya han tenido lugar disertaciones muy interesantes y deliciosos trozos de poesía; se leen de seis a siete composiciones por sesión. Acaban de hacer una propuesta para que se nombren miembros corresponsales en provincias. Si quieres ser uno de ellos, avísame; no tendrás que hacer ninguna gestión. Solamente, cuando te parezca bien, envía algún opúsculo hecho por ti, que yo leeré en tu nombre a la Conferencia.
Eso en cuanto a los estudios. Además, todos los domingos hay veladas para jóvenes en casa del señor de Montalembert. Allí se conversa mucho; vamos en grupos muy animados de cuatro o cinco. Pienso ir de cuando en cuando. El domingo pasado vi allí a los señores de Coux, de Ault du Ménil; Pikewitz [sic][1], célebre poeta lituano, Félix de Mérode, a quien la nación belga quería por rey; también vino Sainte-Beuve. Esperan a Víctor Hugo. En esas reuniones se respira un perfume de catolicismo y de fraternidad. El señor de Montalembert tiene un porte angelical y una conversación muy instructiva. No se ponen sobre el tapete los puntos de doctrina sobre los que Roma ha pedido silencio; a ese respecto, reina la mayor discreción. Pero se conversa de literatura, de historia, de los intereses de la clase pobre, del progreso de la civilización. Uno se anima, dilata su corazón y se lleva consigo una suave satisfacción, un placer puro, un alma dueña de sí misma, resoluciones y valor para el porvenir.
Se me acaba el papel. Tengo que terminar esta carta demasiado demorada. Te ruego que te acuerdes de tus amigos de París, que te animes a soñar en unirte a ellos. El porvenir es nuestro, de los que somos jóvenes. Unámonos, pues, y ofrezcamos resistencia a los desalientos y las tormentas. Pensemos que la condición del progreso es el sufrimiento y que la amistad endulza las tristezas que no podamos evitar.
Caminemos por el camino recto y elevemos la frente serena hacia el cielo, y nuestra conciencia nos garantizará la felicidad.
Adiós. Recuerdos afectuosos a tus padres, y para ti abrazos fraternales.
A.-F. Ozanam.
Henri se encuentra bien. Materne ha sufrido una torcedura terrible de la que ya se ha recuperado.
Fuente: Archives Société de Saint Vincent de Paul (copia). • Ediciones: LFO1, carta 53. — Lettres, t. I, p. 56 (parcial). — Cartas, t. I, p. 75-80 (parcial).
[1] Adam Mickiewicz, poeta polaco que estaba entonces en París, era amigo de Montalembert.