Espiritualidad vicenciana: Trabajo

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Celestino Fernández, C.M. · Año publicación original: 1995.

INTRODUCCIÓN.- I. ¿UNA ESPIRITUALIDAD DEL TRABAJO, PROPIA Y ESPECIFICA?, II. CLAVES ILUMI­NADORAS: 1. Una síntesis con sello «propio».- 2. La historia corno «lugar teológico».- 3. El dinamismo de la Encarnación.- 4. El hombre, administrador de este mundo y comprometido desde su nacimiento.- 5. La responsabilidad con respecto a los pobres.- 6. La experiencia personal.- III. LINEAS FUNDAMEN­TALES: 1.”Dios trabaja continuamente»: a. «Dentro de sí mismo».- b. «Fuera de si mismo».- c. «Con cada uno en parti­cular», - 2. «La vida del Hijo de Dios en la tierra»: a. El trabajo humano como imitación del trabajo de Cristo.- b. El trabajo hu­mano como colaboración a la obra redentora de Cristo.-3. «San Pablo se ganó la vida con el trabajo de sus manos».- IV. VA­LORACIÓN DEL TRABAJO: 1. El trabajo, glorificación de Dios.- 2. El trabajo, autorrealización del hombre.- 3. El trabajo, ayuda para el necesitado.- V. SENTIDO ÚLTIMO DEL TRABAJO


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Introducción

Hasta hace unas décadas y bajo el influjo de la cultura dominante, ha abundado en la Iglesia una concepción pesimista del trabajo. La tendencia a poner en el trabajo humano la unívoca etiqueta de maldición y condenación, como inevitable consecuencia del pecado, ha recorrido siglos de tradición cristiana. Además, su frecuente consi­deración desde una perspectiva meramente as­cética y desde una ética individualista, ha marcado con fuerza una espiritualidad del trabajo desen­carnada del verdadero sentido de la actividad hu­mana (G. Piana, Trabajo humano: ¿bendición o maldición?, Concilium 180 (1982) 556).

Frente a este modelo negativo reaccionó jus­tamente la llamada teología del trabajo en torno a 1950. Esta reflexión teológica postulaba una va­loración positiva de las «realidades terrenas» e inscribía la «actividad humana» en la construc­ción de un mundo nuevo».1 El Concilio Vaticano II, a través de la Constitución «Gaudium et Spes», asumió e impulsó oficialmente esta teología del trabajo. Y así, enmarcó el trabajo humano en una «espiritualidad de encarnación», en una «ética del compromiso social» y en una íntima conexión con la «creación y la redención»(Concilio Vatica­no II, Gaudium et Spes, c. III de la 1ª parte; c. III, sec. II de la 2ª parte, n. 67 y s).

Esta «visión nueva» de la espiritualidad del trabajo se fue ampliando progresivamente _en las enseñanzas de Juan XXIII y de Pablo VI, y en­cuentra su sistematización orgánica en la encícli­ca «Laborem exercens» de Juan Pablo II.2

Sirva este sucinto panorama como punto de referencia para aproximarnos a la espiritualidad vi­cenciana del trabajo. Porque, inmerso en las re­alidades intramundanas, Vicente de Paúl es un hi­persensible a la obra de Dios y al trabajo de los hombres. Su teología y su espiritualidad del tra­bajo ocupan un puesto de primera magnitud en su pensamiento y en su praxis. Su opción radical por la evangelización de los pobres tiene una constante sin fisuras: trabajar hasta la extenuación. Evidentemente, en su obra abundan tanto los ele­mentos negativos como los aspectos positivos que sobre el trabajo subrayaban las corrientes te­ológicas de su tiempo. Pero es justo adelantar que el Santo de la acción potencia y valora con cre­ces estos últimos. Incluso, no sería nada arries­gado afirmar que el discurso vicenciano sobre es­te tema tiene coincidencias muy significativas con la espiritualidad postconciliar.

I. ¿Una espiritualidad del trabajo, propia y específica?

De entrada, cualquier estudioso del vicencia­nismo encontraría fuera de lugar esta pregunta. Es cierto que nos hallamos ante un tema que, en el conjunto de la espiritualidad vicenciana, adquiere una categoría excepcional. A lo largo y a lo ancho de la palabra escrita y hablada de Vicente de Paúl hay múltiples alusiones al trabajo, a la activi­dad humana, a la acción, al deber de trabajar, a la colaboración con el plan de Dios en el mundo, a la glorificación del Creador… Incluso, en algunas conferencias a los Sacerdotes de la Misión y a las Hijas de la Caridad esas alusiones se convierten en una profunda reflexión bíblico-teológica sobre la obligación y el gozo de trabajar. No hay que ol­vidar que su conferencia del 28 de noviembre de 1649 a las Hijas de la Caridad sobre el amor al tra­bajo (IX, 439-452) es un capítulo digno de figurar en la más positiva teología del trabajo y en la más coherente espiritualidad de la acción.

Sin embargo, no se puede hablar, en rigor, de una espiritualidad del trabajo, propia y espe­cífica, dentro de la genuina espiritualidad vicen­ciana. O, dicho de otro modo, la teología y la espiritualidad del trabajo que expone Vicente de Paúl y que lega a sus seguidores, no se puede catalogar como un «cuerpo doctrinal» propia y especificamente vicenciano. Pretender atribuir al pensamiento vicenciano una reflexión original en este tema sería una apropiación indebida y una extrapolación demasiado forzada. Su insistencia sobre los diversos ángulos teológicos, cristológi­cos y antropológicos del trabajo humano no sig­nifica que Vicente de Paúl tenga una teología pro­pia en este terreno. Y, por lo mismo, tampoco se puede deducir una espiritualidad específica del trabajo en la tradición vicenciana.

II. Claves iluminadoras

Siempre podemos tener la tentación de re­ducir el pensamiento vicenciano sobre el trabajo a una mera repetición, más o menos adornada, de la teología tradicional. Siendo muy benévolos, podemos otorgar a Vicente de Paúl una especie de eclecticismo inteligente y pragmático de las di­versas corrientes teológicas de su tiempo. Pero nada más.

Desde esta posición corremos el peligro de quedarnos en la superficie y no penetrar en lo más profundo de la espiritualidad vicenciana del trabajo. Porque, a pesar de no ser una espiritua­lidad propia y específica, contiene unos matices y unas notas que la caracterizan como «peculiar» y, en cierta medida, «original». Por eso, antes de traspasar los umbrales de este edificio vicencia­no, es imprescindible descubrir algunas claves que iluminen correctamente su estructura. Es de todo punto necesario acercarse a los cimientos que lo sustentan. Ciertamente, este elenco de «claves iluminadoras» no es exhaustivo, pero nos puede resultar suficientemente esclarecedor.

1. Una síntesis con sello «propio»

Vicente de Paúl no lleva a cabo ninguna es­peculación teológica ni elabora ninguna doctrina sistemática sobre el trabajo. Es hijo y heredero te­ológico de su tiempo. Bebe en las corrientes te­ológicas y espirituales que sobre el trabajo fluían, sin demasiado entusiasmo, en el siglo XVII. Pe­ro su discurso teológico y su vivencia espiritual no pueden encorsetarse en una única corriente de pensamiento.

Ciertamente, podría haberse identificado úni­ca y exclusivamente con la tradición dualista de inspiración platónica o cartesiana donde se des­tacan los perfiles negativos y penosos del traba­jo.3 También podría haber asumido solamente el pensamiento tomista seguido mayoritariamente por la teología tradicional. Tomás de Aquino ve en el trabajo -principalmente en la obligación del tra­bajo manual para las órdenes religiosas- una cuá­druple finalidad: «producción de los bienes ne­cesarios para la vida; remedio contra la pereza, fuente del mal; freno de la concupiscencia de la carne; y posibilidad de dar limosnas»(Sto. Tomás de Aquino, Suma teológica, 2-2, q. 187, a. 3). Ob­viamente, podría haberse apuntado a la evolución que, en el siglo XVII, se registra en torno a la va­loración religiosa del trabajo. Una valoración que preludia la concepción del trabajo típica de la bur­guesía y de la clase media: el trabajo como éxi­to, riqueza y prestigio social(Cf F. Schüssler Fio­renza, Fe y praxis: el trabajo en la teología católi­ca, Concilium 151 (1980), pp. 99-101). Y, como no podía ser menos, Vicente de Paúl tiene muy claro el «humus» fundamental de la teología del trabajo: la representación bíblica de Dios que tra­baja -tanto en la obra creadora como en la re­dención- y del hombre a quien en el plan original de Dios se le confía la noble tarea de llevar a cumplimiento la creación.

La originalidad y la especificidad vicenciana está en saber seleccionar la diversidad de co­rrientes y hacer una relectura personal sobre el trabajo y la acción con las mejores aguas de ca­da corriente. Vicente de Paúl, buen alquimista de fórmulas y doctrinas, hace una síntesis cuidado­sa de las varias corrientes teológicas e imprime su sello «propio». Por eso, no está fuera de tono decir que, sin pretensiones, y combinando los datos de la Sagrada Escritura con el saber teoló­gico tradicional, Vicente de Paúl sentó, en su tiem­po, las bases de una teología del trabajo cohe­rente, articulada y abierta(A. Orcajo, San Vicente de Paúl, espiritualidad, BAC, Madrid 1981, pp. 117-118).

Ciertamente, esta síntesis vicenciana no es obra de un teórico que mide las palabras y las ordena perfectamente. Tampoco es fruto de un intelectual frío, aséptico y distante de las vicisi­tudes de la vida real. Es el reflejo de un corazón apasionado «que transformó su doctrina en algo profundamente vital, dando a ello la impronta inconfundible de su personalidad, de su pensa­miento siempre orientado a la acción» (Cf G. L. Coluccia, Espiritualidad vicenciana, espiritualidad de la acción, CEME, Salamanca 1979, p. 72).

2. La historia como «lugar teológico»

Como es lógico, esta expresión no corres­ponde, en su literalidad, a Vicente de Paúl. Su formulación pertenece a la corriente teológica de mediados del presente siglo conocida como «te­ología de la historia(Cf E. Vilanova, Historia de la teología cristiana, Herder, Barcelona 1992, t. III, pp. 883-893. L. González-Carvajal, Los signos de los tiempos. El Reino de Dios está entre nosotros, Sal Terrae, Santander 1987, pp. 19-49). Sin em­bargo, el mismo Vicente de Paúl no dudaría en em­plearla para explicarnos uno de los presupuestos más importantes de su espiritualidad del trabajo.

A diferencia de la mayoría de sus contempo­ráneos, Vicente de Paúl descubre y repite que Dios obra en la historia y no al margen de ella. En consecuencia, tiene muy presente que la volun­tad creadora, transformadora y salvadora de Dios se realiza en el acontecer concreto de cada día y en los hombres de «carne y hueso». Porque el Dios vicenciano, como el Dios bíblico, no es un ser lejano y extraño a las fluctuaciones del mun­do, ausente y desentendido de las situaciones reales de los hombres. Dios, lo mismo que el hombre, está comprometido en el desarrollo de este mundo. La presencia activa de Dios atra­viesa la historia. Los planes de Dios se realizan en la historia y en ella Dios se revela al hombre y se hace presente en el mundo. La conclusión vicenciana es sencilla: lo importante es que el hombre sepa descubrir esta presencia divina en la historia y llegue a actuar en conformidad con la capacidad creadora que Dios ha depositado en él (Ibáñez, Vicente de Paúl, buscador y realizador incansable de la voluntad de Dios, en Vicente de Paúl, la inspiración permanente, CEME, Salaman­ca 1982, pp. 242-244).

Es conveniente advertir que, en el lenguaje vi­cenciano, la presencia «laboriosa» de Dios en la historia se describe con expresiones como: «mis­teriosa providencia de Dios», «admirable volun­tad de Dios», «querer y no querer de Dios», «no cabalgar sobre la providencia», «seguir paso a pa­so la providencia»…

Con razón decía monseñor Blanchet en Nótre­Dame el 15 de marzo de 1960: «El gran éxito de la obra de Vicente proviene de que en él se ha­llan indisolublemente unidos el sentido de lo re­al, el sentido del hombre y el sentido de Dios» (Blanchet, Sens de Dieu, sens du réel, sens de l’homme, en Mémorial du Tricentennaire, París 1962, p. 170).

3. El dinamismo de la Encarnación

En la misma línea de pensamiento, Vicente de Paúl relaciona íntimamente la Creación y la En­carnación para llegar a descubrir y a realizar las exigencias de la voluntad de Dios. Tiene muy pre­sentes dos coordenadas esenciales, convergen­tes y complementarias: que el acontecimiento que da sentido a la historia es la gesta amorosa de Dios encarnado en Jesucristo, y que la En­carnación se inscribe en el plan creador (Ibáñez, Vicente de Paúl, buscador y realizador incansable de la voluntad de Dios…, p. 245).

Desde esa convicción nuclear, Vicente de Paúl va tejiendo el dinamismo de la Encarnación en su espiritualidad del trabajo. Porque Dios creador en­vía a su Hijo para llevar a cabo la liberación, la trans­formación, la salvación de los hombres (cf Un; Rom 5, 6-11; 8, 32; 2Cor 5, 14-21); la Encarnación se sitúa en el interior de la Creación (cf Col 1, 15- 17; 2Cor 3, 18; 4, 4; Rom 8, 29; ICor 15, 49; Col 3, 10); es la manifestación del Verbo creador {cf Jn 1, 3); es una nueva creación (cf 2Cor 5, 17; Gál 6, 15). De esta forma, el dinamismo de la Encar­nación da densidad a la Creación y la intervención de Cristo en la historia «revela» el destino de to­ do el mundo realizando la voluntad creadora-sal­vadora del Padre en beneficio de los hombres: «Esperad un poco y veréis los designios de Dios; como ha decidido que el mundo no se pierda, por eso, en su compasión, ese mismo Hijo dará su vida por ellos» (XI, 263).

4. El hombre, administrador de este mundo y comprometido desde su nacimiento

El enfoque vicenciano de la Creación no se detiene en «cuestiones disputadas» o en plan­teamientos de alta escuela teológica. Vicente de Paúl prefiere lo «práctico» e, inmediatamente, extrae una serie de consecuencias para la vida. En esta ocasión, a Vicente de Paúl le interesa po­ner de manifiesto que el trabajo es una exigen­cia ineludible de la Creación. Y así se lo hace ver a sus «hijos» e «hijas» subrayando, especial­mente, dos razones imperativas {cf A. Dodin, Lecciones sobre vicencianismo, CEME, Salaman­ca 1978, pp. 60-61).

En primer lugar, San Vicente insiste en que «el hombre no es poseedor, sino administrador ins­trumental y secundario de su propia vida y de es­te mundo». En su extensa conferencia del 6 de diciembre de 1658 sobre la «finalidad de la Con­gregación de la Misión», les recuerda a sus Mi­sioneros: «Nosotros somos para Él (Dios) y no pa­ra nosotros» (XI, 398). Y no duda en darles una fórmula segura para vivir esta relación intrínseca entre la «espiritualidad del trabajo» y la «espiri­tualidad de la Creación»: «Creedme, padres y her­manos míos, es una máxima infalible de Jesu­cristo, que muchas veces os he recordado de parte suya, que cuando un corazón se vacía de sí mismo, Dios lo llena; Dios es el que entonces mora y actúa en él; y el deseo de la confusión es el que nos vacía de nosotros mismos; es la hu­mildad, la santa humildad; entonces no seremos nosotros los que obraremos, sino Dios en noso­tros, y todo irá bien» (XI, 207). El pensamiento vi­cenciano quiere subrayar un principio básico: no puede haber «espiritualidad del trabajo» sin una actitud de total dependencia de Dios en la crea­ción continua.

En segundo lugar, Vicente de Paúl advierte que «el hombre, por su nacimiento y por su Bau­tismo-segundo nacimiento-, está comprometido a la conclusión de la creación». Bautismo y Cre­ación están íntimamente unidos y articulados en el pensamiento vicenciano sobre el trabajo, la ac­ción y el cumplimiento del plan de Dios. Sin es­ta convicción vivencial no tiene sentido ni el tra­bajo ni la misma existencia. Cuando Vicente de Paúl despliega ante las Hijas de la Caridad el aba­nico de razones que deben inducirles a trabajar, no les dice: «Trabajen porque hay que hacer al­go, así no se aburrirán»; por el contrario, les recuerda que está en juego el sentido mismo de su ser humano y cristiano: «Debéis trabajar porque vuestra existencia no tiene sentido sino en el mo­vimiento perpetuamente creador de Dios» {cf IX, 439-452).

5. La responsabilidad con respecto a los pobres

A propósito del «Misterio de Jesús» escribe B. Pascal: «Jesús está en agonía hasta el fin del mundo: durante este tiempo no se puede dor­mir»(Pensées, Lafuma, París 1962, n° 919). A buen seguro que su contemporáneo Vicente de Paúl firmaría sin vacilaciones ese «pensamien­to». Porque es consciente de que la marginación y la miseria de los pobres contradicen la Creación y desvirtúan la Encarnación. De ahí su constante insistencia en «no dormirse», en trabajar para res­tablecer el plan amoroso de Dios y continuar la misión evangelizadora de Cristo a favor de los que sufren esa «agonía»(Cf Ibáñez, Vicente de Paúl y los pobres de su tiempo, Sígueme, Sala­manca 1977, pp. 276; 288-297).

Dos frases de entre las muchas que nos ha dejado Vicente de Paul, reflejan el grado máximo de su responsabilidad por la situación espiritual y material de los pobres: «Tendríamos que ven­dernos a nosotros mismos para sacar a nuestros hermanos de la miseria» (IX, 451); «Somos los cul­pables de que ellos sufran por su ignorancia y sus pecados; nuestra es, pues, la culpa de que ellos sufran, si no sacrificamos toda nuestra vida por instruirlos» {Xl, 121). Se puede decir que to­do su trabajo tiene un hilo conductor: el compro­miso irreversible de proclamar, con obras y pala­bras, la dignidad humana de todo pobre, de todo marginado y lograr, a todo precio, su liberación in­tegral. Para lo cual ni ahorra esfuerzos ni permi­te que sus seguidores se «duerman». Son ya bien conocidas sus expresiones referentes a «no ganarse el pan que come» (cf XI, 121), expresio­nes que van más allá de la simple metáfora o del ejercicio de humildad y guardan siempre una ín­tima relación con su conciencia de responsabili­dad ante el abandono total en que se hallan los pobres. Incluso, su responsabilidad se convierte, con frecuencia, en aldabonazo amenazante para los Sacerdotes de la Misión tentados de «me­diocridad» en su trabajo evangelizador: «¡Pobres de nosotros si somos remisos en cumplir con la obligación que tenemos de socorrer a los pobres! Porque nos hemos dado a Dios para esto y Dios cuenta con nosotros…» {XI, 56-57).

Para Vicente de Paúl nadie puede desintere­sarse de la miseria de los hombres. En la Iglesia y en la sociedad todos debemos vivir en «comu­nión corresponsable». Olvidarlo sería renunciar prácticamente a insertarse en el Cuerpo Místico de Cristo, a formar parte de la humanidad {cf. Ibá­ñez, Vicente de Paúl y los pobres, o. c. p. 293).

6. La experiencia personal

No sería exagerado o anacrónicamente apo­logético aplicar a Vicente de Paúl lo que los evan­gelios sinópticos dicen de Jesús de Nazaret: que «hablaba como quien tiene autoridad» (Cf Mt 7, 29; Mc 1, 22; Lc 4, 32). Y es que Vicente de Paul habla del trabajo, exige trabajar, insiste en los males de la ociosidad desde su personal ex­periencia. En definitiva, sus obras y trabajos van por delante de sus palabras. Es un testigo cuali­ficado, coherente y creíble en este tema del tra­bajo.

En las biografías sobre San Vicente siempre hay un apartado, más o menos amplio, dedica­do a contabilizar la «agenda» de este trabajador infatigable (cf Calvet, San Vicente de Paúl, CEME, Salamanca 1979, p. 205-219; Román, San Vi­cente de Paúl. Biografía, BAC, Madrid 1981, p. 270-274; Corera, Vida del Señor Vicente de Pa­úl, CEME, Salamanca 1989, p. 164-169). Su jornada diaria de trabajo expreso está entre doce y ca­torce horas, con un objetivo invariable: dar vida a los pobres. Su obsesión no le permite un solo respiro: «Amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente» (XI, 733). Su celo laborioso no en­cuentra límites: «La muerte que nos encuentra con las armas en la mano es la más gloriosa y la más deseable» {VI II, 239). Y, por supuesto, siem­pre tiene presente, como un aguijón, el consejo de su maestro, el padre Duval: «Un eclesiástico tiene que tener más faena de la que pueda rea­lizar» (XI, 121).

Por otra parte, Vicente de Paul también vive la experiencia negativa del trabajo: la multitud de clérigos y religiosos que deambulaban por las ca­lles de París en un estado de insultante y ver­gonzante ociosidad. El espectáculo que ofrecían las antiguas Órdenes mendicantes era poco ha­lagüeño en el siglo XVII. Aunque lentamente la re­forma se iba introduciendo en los monasterios, sin embargo, todavía dejaba mucho que desear. La disposición de San Benito «ora et labora» su­fría un gravísimo quebranto. Y Vicente de Paúl se queja, con mucha delicadeza y finura, de esos frailes mendicantes que, aun cuando tengan que pedir por exigencias de su regla, no dejan de ha­cerlo «a costa del pueblo» (cf IX, 448). Aún más, se subleva enérgicamente contra algunos Misio­neros que se quejaban de tantas obras como emprendía: «¿Quiénes serán los que intenten di­suadirnos de estos bienes que hemos comenza­do? Serán espíritus libertinos, libertinos, liberti­nos, que sólo piensan en divertirse y, con tal que haya de comer, no se preocupan de nada más.

¿Quiénes más? Serán… Más vale que no lo diga. Serán gentes comodonas (y decía esto cruzando los brazos, imitando a los perezosos), personas que no viven más que en un pequeño círculo, que limitan su visión y sus proyectos a una pe­queña circunferencia en la que se encierran co­mo en un punto, sin querer salir de allí; y si les enseñan algo fuera de ella y se acercan para ver­la, enseguida se vuelven a su centro, lo mismo que los caracoles a su concha» (XI, 397).

No hace falta insistir en la experiencia terrible y sangrante de Vicente de Paúl en lo que atañe al mundo de los pobres. Corno apunta J. M° Ibá­ñez (Vicente de Paúl y los pobres de su tiempo…, p. 274s), Vicente de Paúl se sitúa ante los pobres basándose en dos elementos: la fe y la expe­riencia. Él conoce la miseria de los campesinos por experiencia personal: sus orígenes y sus mi­siones. Experimenta que esa miseria está pro­vocada por una serie de estructuras «perversas» socio-económico-políticas. Experimenta también el deambular cotidiano de mendigos, vagabun­dos, damnificados por la guerra y hambrientos. Comprueba palpablemente el abandono espiri­tual, cultural, moral y material que se extiende por toda Francia en progresión geométrica. Pero su experiencia adquiere valor testimonial porque no se queda en la mera constatación sociológica, sino que penetra hasta lo más hondo de su ser: «Hemos de entrar en sus sentimientos para su­frir con ellos…, enternecer nuestros corazones y hacerlos capaces de sentir los sufrimientos y las miserias del prójimo…» (XI, 233).

Una experiencia de estas características es un argumento incontrovertible para entender en toda su amplitud y profundidad el sentido del tra­bajo en el pensamiento y en la praxis de Vicente de Paúl y de sus seguidores.

III. Líneas fundamentales

Como queda dicho, no encontraremos en el pensamiento vicenciano una teología del trabajo sistematizada y minuciosamente elaborada. Tam­poco encontraremos una espiritualidad del tra­bajo original y específica. Sin embargo, podemos rastrear una serie de líneas-fuerza que vertebran, cohesionan y fundamentan esa teología y dina­mizan esa espiritualidad. Unas líneas-fuerza que, hasta cierto punto, tienen un tono de «novedad» y de «originalidad», en el contenido y en la ex­posición, dentro del panorama teológico y espiri­tual del siglo XVII.

Podríamos espigar muchas y variadas consi­deraciones sobre el trabajo en las cartas y con­ferencias de Vicente de Paúl a los Sacerdotes de la Misión y a las Hijas de la Caridad. Y de ahí sa­caríamos una especie de florilegio demasiado va­riopinto y no siempre ceñido estrictamente al tema del trabajo. Pero donde Vicente de Paúl se atiene de forma ordenada y estructurada al tema en cuestión, es en la famosa conferencia del 28 de noviembre de 1649 a las Hijas de la Caridad (IX, 439-452), una de las conferencias más largas y con una trama argumental más lógica.

Su mismo título, «Sobre el amor al trabajo», ya nos indica que la intención de Vicente de Paúl no es impartir una lección magisterial sobre teología y espiritualidad. Su objetivo es mucho más sencillo y, sobre todo, práctico: animar a todos al cumplimiento generoso y gozoso de la obligación de trabajar. Pero Vicente de Paúl no se limita a lanzar una arenga o a pergeñar un catá­logo de normas y recomendaciones. Entreteje una teología del trabajo sólida y bíblicamente fun­damentada, y profundiza en una espiritualidad co­herente y dinámica. Sus líneas fundamentales nos dan una visión completa de todo ello.

1. «Dios trabaja continuamente»

«El mismo Dios trabaja continuamente, con­tinuamente ha trabajado y trabajará. Trabaja des­de toda la eternidad dentro de sí mismo por la ge­neración eterna de su Hijo, que jamás dejará de engendrar. El Padre y el Hijo no han dejado nun­ca de dialogar, y ese amor mutuo ha producido eternamente al Espíritu Santo, por el que han si­do, son y serán distribuidas todas las gracias a los hombres. Dios trabaja además fuera de sí mismo, en la producción y conservación de este gran uni­verso, en los movimientos del cielo, en las in­fluencias de los astros, en las producciones de la tierra y del mar, en la temperatura del aire, en la regulación de las estaciones y en todo este orden tan hermoso que contemplamos en la naturale­za, y que se vería destruido y volvería a la nada, si Dios no pusiese en él sin cesar su mano. Ade­más de este trabajo general, trabaja con cada uno en particular; trabaja con el artesano en su taller, con la mujer en su tarea, con la hormiga, con la abeja, para que hagan su recolección, y esto in­cesantemente y sin parar jamas» (IX, 444).

Es obvio que Vicente de Paúl no pretende dar­nos, en esta breve explicación, una lección sobre las «misiones» y «operaciones» divinas tal como las aprendería en los manuales de Pedro Lombar­do y de Tomás de Aquino (cf Antonino Orcajo, El seguimiento de Jesús según Vicente de Paúl, La Milagrosa, Madrid 1990, p. 156-157). Tampoco en­tra en discusiones filosóficas sobre la creación ni plantea cuestiones relacionadas con el problema ético-social del ecosistema.

Su intención es más práctica: «Si un Dios, so­berano de todo el mundo, no ha estado ni un solo momento sin trabajar por dentro y por fuera desde que el mundo es mundo, y hasta en las pro­ducciones más bajas de la tierra, a las que presta su concurso, ¡cuán razonable es que nosotros, criaturas suyas, trabajemos, como se ha dicho, con el sudor de nuestras frentes! Un Dios trabaja incesantemente, ¿y podría mantenerse ociosa una Hija de la Caridad?» (IX, 444s). Es decir, a Vicente de Paúl le interesa extraer de la ciencia teológica una serie de principios básicos que regulen la ac­ción espiritual y apostólica.

a) «Dentro de sí mismo» : Al presentar el «trabajo de Dios dentro de sí mismo», Vicente de Paúl quiere insistir en el misterio trinitario como paradigma perfecto de trabajo y de comunión de vida. Paradigma que ya antes de Vicente de Paúl subrayaron otros fundadores de congrega­ciones religiosas. Precisamente la Trinidad es uno de los principios nucleares en la tradición vicen­ciana. Por ejemplo, la Congregación de la Misión, a través de sus Constituciones, «descubre en la Trinidad el principio supremo de su acción y de su vida» (II, 20); y la Compañía de las Hijas de la Caridad, también a través de sus Constituciones, quieren «reproducir (en la vida fraterna) la imagen de la Santísima Trinidad» (2. 17).

b) «Fuera de sí mismo»: Cuando Vicente de Paúl explica que «Dios trabaja fuera de sí mis­mo», nos recuerda algo fundamental: que Dios está presente en el mundo, en la historia, no con una lejanía contemplativa, sino manifestando su voluntad personal a través de los acontecimientos, de los «signos de los tiempos». Porque «Dios se encuentra comprometido en el drama del mundo y en el riesgo que lleva consigo el desarrollo de la humanidad»( Vicente de Paúl y los pobres…o. c. p. 265). En este apartado no puede pasar desa­percibida la expresión vicenciana «si Dios no pu­siese sin cesar su mano». Es curiosa su coinci­dencia con lo que nos dice el Concilio Vaticano II al hablar de la espiritualidad de la «actividad hu­mana»: «Quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la reali­dad, está llevado, aún sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las co­sas, da a todas ellas el ser» {G. et S. n° 36).

c) «Con cada uno en particular»: Vicente de Paúl, deja bien claro que Dios ha querido asociar al hombre al desarrollo de su obra creadora para que dé los últimos toques a las cosas por Él cre­adas. De esta forma, el hombre «crea» con Dios y Dios «trabaja» con el hombre. Y, por su traba­jo, el hombre se convierte en un colaborador de Dios, en un «creador» en minúscula y en senti­do analógico (cf J. Mg Guix Ferreres, Juan Pablo y el trabajo. De la «Rerum novarum» a la «La­borem exercens», Corintios XIII 22 (1982) 82). Es la dimensión más positiva del trabajo como imi­tación y colaboración en la obra creadora de Dios. Así, el desarrollo de la creación resulta de la con­junción de dos actividades: la de Dios y la del hombre. Por lo mismo, el trabajo realiza la voca­ción del hombre perfeccionando la obra de Dios.

No es difícil parangonar este pensamiento vi­cenciano con una de las coordenadas más ac­tuales de la «espiritualidad del trabajo», donde se subraya que los trabajos artesanales, modes­tos y oscuros, prolongan la acción creadora de Dios, lo mismo que la técnica y el arte cooperan a la construcción de la ciudad terrestre. El Con­cilio Vaticano II es explícito a este respecto: «Los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia» (G. et S. n° 34). El Papa Juan Pablo II destaca que «en la palabra de la divina Revela­ción está inscrita muy profundamente esta ver­dad fundamental, que el hombre, creado a ima­gen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador, y según la medida de sus pro­pias posibilidades, en cierto sentido, continúa de­sarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado» (La­borem excercens, n°25).

Y es significativo también cómo el discurso vi­cenciano, contra las corrientes negativas de su época, está en plena sintonía con un enfoque moderno del trabajo por parte de los cristianos que, «lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Crea­dor, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grande­za de Dios y consecuencia de su inefable desig­nio. Cuanto más se acrecienta el poder del hom­bre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo» (G. et. S. n° 34).

2. «La vida del Hijo de Dios en la tierra»

«¿Qué hizo Nuestro Señor mientras vivió en la tierra?…É1 llevó dos vidas sobre la tierra. Una, desde su nacimiento hasta los treinta años, du­rante los que trabajó con el sudor de su divino ros­tro por ganarse la vida. Tuvo el oficio de carpin­tero; se cargó con el cesto y sirvió de jornalero y de albañil. Desde la mañana hasta la noche es­tuvo trabajando en su juventud, continuó hasta la muerte. El cielo y la tierra se llenan de vergüen­za a la vista de semejante espectáculo. . . El otro estado de la vida de Jesucristo en la tierra fue desde los treinta años hasta su muerte. Durante esos tres años ¿qué es lo que no trabajó de día y de noche, predicando unas veces en el templo, otras en una aldea, sin descanso, para convertir al mundo y ganar las almas para Dios su Padre?…» (IX, 446).

Si hay una línea que ha permanecido invaria­ble en este tema es la que se refiere a «Cristo, el hombre del trabajo».4 Desde la más elemen­tal reflexión bíblica, pasando por los Santos Pa­dres y la tradición monástica, hasta la elabora­ción teológica de Santo Tomás y el magisterio eclesiástico actual, esta línea ha seguido una tra­yectoria inalterable. Vicente de Paúl se mueve aquí con toda soltura. Incluso, sus expresiones no difieren excesivamente de las empleadas en tra­tados clásicos y en alocuciones y encíclicas mo­dernas.

Esta línea tiene dos dimensiones comple­mentarias. Una más narrativa y catequética, la otra, más teológica y soteriológica. Vicente de Pa­úl se detiene mucho más, casi exclusivamente, en la primera, la que hace referencia al «trabajo cons­tante y humilde del Hijo de Dios en esta tierra» y, por consiguiente, «al trabajo humano como imitación del trabajo de Cristo». No se detiene de­masiado en el «trabajo humano como colabora­ción a la obra redentora de Cristo». Aunque alude a esta segunda dimensión y la tiene en cuenta, sin embargo, profundiza menos en ella. La razón puede estar en la sencillez de su audi­torio y, sobre todo, en la intención práctica de su conferencia: «Ésta es, mis queridas hermanas, la conducta de Dios, soberano de todo el mundo, al que todas las criaturas deben un honor infini­to. Lo vemos vivir del trabajo de sus manos y en la ocupación más baja y penosa del mundo. Y no­sotros, ruines y miserables, ¿vamos a estar inú­tiles? ¿Y querrá ahorrar sus esfuerzos una Hija de la Caridad?… Obrar de esta forma, mis queridas hermanas, es imitar la conducta de nuestro Se­ñor en la tierra; y ganarse la vida de esta mane­ra, sin perder tiempo, es ganársela como nues­tro Señor se la ganó» (IX, 446s).

a) El trabajo humano como imitación del trabajo de Cristo

Vicente de Paúl insiste en una serie de verda­des fundamentales: el Verbo se hizo carne para en­señar y redimir a los hombres; Jesucristo enseñó con sus palabras pero, sobre todo, con su ejem­plo. Es bien elocuente que quisiera ocupar la casi totalidad de su vida adolescente y adulta en el tra­bajo anónimo de un taller. Jesucristo conoce por experiencia qué es el trabajo. Su trabajo, un ver­dadero trabajo físico, ocupó la mayor parte de su vida en la tierra y, de esta forma, ha entrado en la obra de la redención del hombre y del mundo, lle­vada a cabo por Él, con la misma vida terrena.

A Vicente de Paúl le interesa, principalmente, poner de relieve la ejemplaridad de todo un Dios encarnado convertido en un sencillo trabajador. Y le interesa destacar, con fuerza e insistencia, que Cristo trabajó en las ocupaciones más humildes, sencillas, penosas y socialmente bajas. Es el me­jor argumento para que las Hijas de la Caridad, sier­vas de los pobres, trabajadoras humildes y sen­cillas, encuentren un acicate incontrovertible en el modelo de Cristo trabajador sin descanso.

b) El trabajo humano como colaboración a la obra redentora de Cristo

Jesucristo es tan redentor clavado en la cruz como trabajando en Nazaret. Aunque considera­do en sí mismo, el acto de morir en la cruz es superior al acto de trabajar en el taller, sin em­bargo, los dos tienen una misma finalidad -la Re­dención- y un mismo valor -infinito-, porque am­bos proceden de una misma persona divina. En este sentido, el pensamiento vicenciano se orien­ta en la dirección de la actual «espiritualidad del trabajo»: «Cristo unió la obra de su redención al trabajo en el taller de Nazaret» (Juan Pablo II, Ho­milía, Maguncia 16-XI-80 n° 2).

Por supuesto, en Vicente de Paúl late la con­vicción de que el trabajo del hombre debe aso­ciarse a la obra redentora de Cristo. Y debe contribuir a extender a los demás los frutos de la Redención y propagarlos por todas partes. Sin ninguna duda, Vicente de Paúl ratificaría lo que el Papa Juan Pablo II afirmó, en 1980, en su visita a Brasil: «El trabajo os asocia más estrechamen­te a la Redención que Cristo realizó mediante la Cruz, cuando os lleva a aceptar todo cuanto tie­ne de penoso, de fatigoso, de mortificante, de cru­cificante en la monotonía cotidiana; cuando os lleva incluso a unir vuestros sufrimientos a los sufrimientos del Salvador, para completar lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia (Col 2, 24)» (Sao Paulo, Brasil, 3-VII-80, n° 7).

3. «San Pablo se ganó la vida con el trabajo de sus manos»

«San Pablo, el gran apóstol, el hombre lleno de Dios, el vaso de elección, se ganó la vida con el trabajo de sus manos; en medio de sus gran­des trabajos, de sus graves ocupaciones, de sus predicaciones continuas, empleaba el tiempo de día y de noche para poder bastarse a sí mismo, sin pedir nada a nadie…» (IX, 447).

En la espiritualidad vicenciana sobre el traba­jo no podía faltar el ejemplo de San Pablo. Es una constante referencial, casi un lugar común, siem­pre que se toca este tema. No hay reflexión te­ológica, espiritual o moral -clásica o moderna, tra­dicional o renovada- sobre el trabajo humano que no cite el ejemplo y las enseñanzas de San Pa­blo. Muchísimas veces, con las mismas expre­siones que emplea Vicente de Paúl. Por citar un documento actual sobresaliente, ahí está la en­cíclica Laborem exercens de Juan Pablo II: «Es­ta enseñanza de Cristo acerca del trabajo, basa­da en el ejemplo de su propia vida durante los años de Nazaret, encuentra un eco particular­mente vivo en las enseñanzas del Apóstol Pablo. Éste se gloriaba de trabajar en su oficio (proba­blemente fabricaba tiendas), y gracias a esto po­día también, como apóstol, ganarse por sí mismo el pan…Las enseñanzas del Apóstol de las Gen­tes tienen, como se ve, una importancia capital para la moral y la espiritualidad del trabajo hu­mano» (Laborem exercens n° 26).

Y, como en los dos apartados anteriores, tam­bién en este caso Vicente de Paúl enfatiza imperiosamente el modelo de San Pablo con una intención concreta: «¿Quién no se llenará de con­fusión ante este ejemplo? No era una hermana la que hablaba ni era un hombre ordinario; era un hombre de elevada condición por su nacimiento, su ciencia y su virtud; y aquel hombre estimaba tanto la santa pobreza enseñada por Jesucristo que hubiese sentido escrúpulos de comer un tro­zo de pan sin habérselo ganado…» (IX, 447).

IV. Valoración del trabajo

Como ya hemos señalado, en el pensamien­to y en las enseñanzas de Vicente de Paúl convi­ven elementos negativos y positivos sobre el tra­bajo. Evidentemente, Vicente de Paúl no puede sustraerse a las corrientes teológicas de su épo­ca. Sin embargo, como también hemos apuntado, en la espiritualidad vicenciana abundan mucho más los elementos positivos. Es lícito afirmar que Vicente de Paúl -y toda la tradición vicenciana- ha­ce una valoración altamente positiva del trabajo humano. Cuando Vicente de Paúl insiste en el de­ber de trabajar, siempre apoya su argumentación en razones positivas y en aspectos creativos. Con­juga las exigencias que implica el trabajo con los valores humanos y cristianos inherentes al hecho de trabajar. Incluso se puede decir que su teolo­gía y espiritualidad del trabajo llevan una gran car­ga de optimismo antropológico y teológico.

En la conferencia que venimos analizando, del 28 de noviembre de 1649 a las Hijas de la Cari­ dad, encontramos una valoración del trabajo bas­tante estructurada. Vicente de Paúl arranca de la obligación que Dios impone al hombre en el sen­tido de «ganarse la vida con el sudor de su fren­te» (IX, 442). Una obligación que se convierte en «mandamiento tan expreso que no hay ningún hombre que pueda exceptuarse de él» (IX, 442). Ciertamente, después del pecado, el trabajo se hace más duro y penoso, y «nos sirve de peni­tencia por el esfuerzo que exige al cuerpo» (IX, 442), pero no hay que considerarlo como un cas­tigo ni puede ser en sí mismo un castigo (cf Ibá­ñez, o. c. p. 264; Orcajo, El seguimiento… o. c. p. 162). De todas formas, el trabajo implica una obediencia que glorifica a Dios, autorrealiza al hombre y sirve de ayuda al necesitado. En esta triple vertiente positiva fundamenta Vicente de Paúl su valoración del trabajo.

1. El trabajo, glorificación de Dios

«Hay que trabajar primeramente para agradar a Dios, que pone su alegría y sus delicias en ver­nos ocupados en un mismo fin» (IX, 451).

Esta primera valoración del trabajo nos pone en guardia contra dos tentaciones: la primera con­siste en despreciar el trabajo, en aceptar con re­signación y desgana el esfuerzo que exige el tra­bajo. La segunda, hace referencia a la «idolatría» del trabajo, a la exaltación de la competitividad, a la avaricia, a la esclavitud del hombre por el tra­bajo y sus consecuencias de éxito y dinero.

Frente a esos dos peligros, Vicente de Paúl profundiza en una doble dirección: las capacida­des creadoras del hombre son un don de Dios; la actividad humana, en sus intenciones, en su re­lación y en sus resultados, está orientada al Cre­ador. Y la conclusión es obvia: «Hay que santifi­car esas ocupaciones buscando en ellas a Dios y hacerlas más por encontrarle a él allí que por ver­las hechas. Nuestro Señor quiere que ante todo busquemos su gloria, su reino, su justicia… Si por fin nos asentamos firmemente en la búsqueda de la gloria de Dios, podemos estar seguros de que lo demás vendrá después» (XI, 430). El mismo Concilio Vaticano II lo subraya: «Deben, pues, los fieles conocer la naturaleza íntima de todas las cria­turas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios…» (L. G. n°36).

2. El trabajo, autorrealización del hombre

«Dios al hablar al justo dice que vivirá del tra­bajo de sus manos, como si hubiese querido dar­nos a entender que la mayor obligación del hom­bre, después del servicio que tiene que hacer a Dios, consiste en trabajar para ganarse la vida, y que bendecirá de tal forma el esfuerzo que haga, que no caerá en necesidad, que no será una car­ga para nadie, y que lo que él haga servirá para mantener a su familia, y todo le saldrá bien. Dios mismo promete trabajar con él, y mientras trabaja, bendecirá a Dios» (IX, 4431-

Transponiéndolo al lenguaje de hoy, Vicente de Paúl nos quiere indicar que, trabajando, el hom­bre perfecciona su propia naturaleza, se hace más hombre, perfecciona en si mismo la imagen de Dios. Con el trabajo, el hombre se convierte en artesano y demiurgo de sí mismo. Quien trabaja se siente útil, válido, comprometido en algo que da valor a su vida.

La mejor exégesis de este valor vicenciano del trabajo, la encontramos en el pensamiento del Papa Juan Pablo II al reflexionar sobre «el traba­jo y la dignidad de la persona»: «El trabajo es un bien del hombre… no sólo un bien ‘útil’ o ‘para disfrutar’, sino un bien ‘digno’, es decir, que co­rresponde a la dignidad del hombre, un bien que expresa esta dignidad y la aumenta… El trabajo es un bien del hombre -es un bien de su huma­nidad-, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las pro­pias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido ‘se hace más hombre'» (Laborem exercens n° 9).

3. El trabajo, ayuda para el necesitado

«En tercer lugar, hay que hacerlo pensando que estáis trabajando en el servicio del prójimo, que es tan estimado por Dios que cree como he­cho a sí mismo lo que se hace para consuelo de los demás» (IX, 451).

Esta faceta del trabajo es la más subrayada por Vicente de Paúi y por toda la tradición vicencia­na. Entre otras razones, porque es la que está más en coherencia con el carisma y la espiritualidad vicenciana: la evangelización y el servicio inte­gral a los pobres. Pero, además, Vicente de Paúl insiste especialmente en esta vertiente ca­ritativo-social del trabajo por razones prácticas y organizativas: «no ser carga para nadie»; «pro­veer a vuestras necesidades»; «servir en lugares donde no tienen medios para sosteneros»; «ga­narse lícitamente la vida sirviendo al prójimo sin poseer nada»; «contribuir al sostenimiento de las comunidades para que otras Hermanas puedan servir a los pobres» («Si lo hacen las abejas…, co­giendo la miel de las flores y llevándosela a la colmena para alimento de las demás, ¿por qué vo­sotras, que tenéis que ser como abejas celestia­les, no lo vais a hacer?»); «no ser como esos mendicantes que viven a costa del pueblo» (IX, 448s).

Vicente de Paúl viene a decirnos que, me­diante el trabajo, la persona se injerta en la vida social y participa en ella, creando una comunidad de personas, de intereses y de vida; que el tra­bajo es una verdadera vocación de transformación del mundo, en un espíritu de servicio y de amor a los hermanos. Sus palabras son un adelanto de lo que, siglos después, dirá el Concilio Vaticano II: «Por el trabajo el hombre se une a sus her­manos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad» (G. et S. n° 67).

V. Sentido último del trabajo

En la vida y en la mentalidad de Vicente de Paúl, lo principal no es el trabajo como actividad aislada, sino la permeabilidad a la presencia de Dios en el hombre, la disponibilidad para permi­tir que se realice la obra de Dios, que en Jesu­cristo es obra de salvación. El valor del trabajo es­tá en que sea mediación que hace transparente a Dios Creador (Ibáñez o. c. p. 269).

Por eso, si queremos comprender el sentido último del trabajo en la teoría y en la praxis vi­cenciana hay que recurrir al dato teológico de la caridad. No es la acción en sí misma el motivo de las actuaciones vicencianas, sino el amor que tiende a cubrir las necesidades propias y ajenas (Orcajo, Seguimiento p. 167). Así, el trabajo tiene que estar abierto a la «solidaridad» con los pobres (instrucción sobre los votos de las H. C. p. III), a ponerse totalmente al «servicio de los pobres» (Constituciones de las HC, 2. 7), a «someterse a la ley universal del trabajo» para compartir la suer­te de los pobres (Constituciones de la C.M. 32. 1; Constituciones de las H. C. 2. 7), a la «humaniza­ción» de la técnica haciendo de ella el vehículo de la ternura de Cristo (Const. HC 2. 9). En defi­nitiva, el trabajo en la perspectiva vicenciana es­tá cimentado en el amor creador de Dios y debe expresarse y hacerse patente en el servicio amo­roso, gratuito y oblativo a los pobres.

Bibliografía fundamental

J. Mª IBÁÑEZ, Vicente de Paúl y los pobres de su tiempo, Sígueme, Salamanca 1. 977.- J. M’ IBÁÑEZ, Vicente de Paúl, buscador y realizador incansable de la voluntad de Dios, en X Se­mana de Estudios Vicencianos, Vicente de Paúl, la inspiración permanente, CEME, Sala­manca 1982, p. 217-276.- A. ORCAJO, San Vi­cente de Paúl, espiritualidad, BAC, Madrid 1981.- A. ORCAJO, El seguimiento de Jesús según Vicente de Paúl, La Milagrosa, Madrid 1990.- Giuseppe L. Coluccia, Espiritualidad vi­cenciana, espiritualidad de la acción, CEME, Salamanca 1979.- Vicente DE DIOS, Vicente de Paúl, biografía y espíritu, Librería Parroquial de Clavería, México 1991.- CONCILIO VATICANO II, Gaudium et Spes, c. III de la 11 parte; c. III, sec. II de la 21 parte.- JUAN PABLO II, Laborem exercens, Paulinas, Madrid 1981.

  1. El texto clásico que ha intentado una primera y co­herente sistematización desde la teología y que ha abierto caminos nuevos a una verdadera teología del trabajo es el de M. D. Chenu, Hacia una teología del trabajo, Estela, Bar­celona 1965. No se puede entender, en toda su profundi­dad, la visión teológica actual sobre el trabajo sin este libro básico y fundamental de M. D. Chenu.
  2. Cf Juan Pablo II, Laborem exercens, Paulinas, Madrid 1981. El Papa actual traza aquí una espiritualidad del trabajo que arranca de los datos bíblicos y patrísticos más positi­vos. Las coordenadas que la citada encíclica propone para un correcto tratamiento teológico del trabajo son: «El tra­bajo como participación en la obra del Creador; Cristo, el hombre del trabajo; el trabajo humano a la luz de la Cruz y de la Resurrección de Cristo».
  3. Cf G. Mattai, Trabajo, en Diccionario Teológico In­terdisciplinar, Sígueme, Salamanca 1983, t. IV, p. 511.- Id., Trabajador, en Stefano de Fiares y Tullo Goffi (eds.), Nue­vo Diccionario de Espiritualidad, Paulinas, Madrid 1983, p. 1371.
  4. Esta expresión pertenece a Juan Pablo II en su en­cíclica Laborem oxercens, y es, concretamente, la que sir­ve de título al apartado 26. Ciertamente, es una expresión actual, pero recoge perfectamente toda á tradición escri­turística, teológica y espiritual que se refiere a Cristo como modelo del trabajo humano. Esta expresión encaja perfec­tamente en el pensamiento vicenciano.

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