1. Un fruto sazonado de la caridad
El término español «tolerancia» traduce el francés «support» frecuentemente empleado por el fundador de la Misión y de la Caridad para exhortar a sus hermanos a la caridad cordial en las mutuas relaciones. El Sr. Vicente insiste casi machaconamente en la necesidad de saber «soportarse», dada la versatilidad del hombre, las diferencias de temperamento y carácter, las inclinaciones y debilidades de cuantos componen la sociedad humana e incluso las pequeñas comunidades cristianas. «A ver si sois capaces, interrogaba Vicente de Paúl a sus compañeros, de encontrarme solamente a dos personas que sean iguales en los rasgos de su cara, o que obren de la misma manera. No las encontraréis, porque Dios ha querido que los hombres fueran así para mayor gloria de su divina Majestad. Por consiguiente, todos necesitan esta virtud de saber so portarse, tanto a sí mismos como a los demás» (XI, 349). Y a las Hijas de la Caridad les repetía la misma lección con parecidas palabras (cf. IX, 1031). Otro tanto frecuentaba decir a sus hermanas Luisa de Marillac, convencida de que sin «tolerancia» no es posible construir la comunidad.
Esta virtud brota como una flor del rosal de la caridad: «Soportar a nuestro prójimo es uno de los principales actos de la caridad» (1, 586). «Pertenece a la caridad la tolerancia de unos con otros y el tomar sobre sí, si es posible, las debilidades de los demás» (IX, 1030). La relación «caridad-tolerancia» es indestructible en las enseñanzas vicencianas hasta tal punto que no se entiende una caridad que no, implique el ejercicio de la tole- rancia mutua. Ésta supone, además, el cortejo de otras virtudes como la mansedumbre, la condescendencia, la paciencia y la ayuda en casos necesarios. Según sean las circunstancias de la exhortación vicenciana, la tolerancia adquiere distintos nombres y está sometida a campos de prueba tipificados.
Soportar, tolerar, complacer, aguantar, sostener, tener paciencia y ayudar son otros tantos términos del vocabulario vicenciano que, traducidos de sus equivalentes franceses, significan sustancialmente la misma realidad: es necesario el ejercicio de la caridad paciente y tolerante, a ejemplo de Jesús que la practicó y enseñó, para dar cumplimiento exacto al mandato del amor que no conoce fronteras ni en el tiempo ni en el modo. De igual manera se comportaron los Apóstoles y todos los demás que buscaron sinceramente el camino de la verdad y del bien, con tal de salvar al prójimo aunque fuera con mucho derroche de paciencia.
La caridad, en efecto, como enseña san Pablo, «es paciente, es servicial…; no busca su interés; no se irrita… Todo lo excusa… Todo lo soporta» (ICor 13, 4-7). De ahí que cada uno tenga que llevar las cargas de los otros, y de esta manera cumplir la ley de Cristo (cf. Gal 6, 2). En este consejo paulino apoya Vicente de Paúl su argumentación para exhortar encarecidamente la tolerancia, que es un fruto sazonado de la vida cristiana avivada por la caridad, y ejerce una función insustituible en la edificación de uno mismo y del gran templo de la Iglesia.
Partiendo de una concepción armónica sobre la tolerancia, algunas comparaciones pueden ayudar a comprender su empleo imprescindible en cualquier tarea humana y apostólica. En esta línea, es semejante a la función que cumplen «los nervios en el cuerpo del hombre» (XI, 348) y también es comparable a los elementos que integran una construcción: «Veis cómo las piedras más gruesas sostienen a las más pequeñas. Lo mismo la madera: las vigas sostienen a los listones; en la tierra todo se hace por medio del sostenimiento mutuo. El cuerpo humano no podría ejercer sus funciones si los miembros no se sostuvieran entre si: si mis pies y mis piernas no me sostienen, ¿qué pasará con mi cuerpo?» (XI, 1032). La conclusión se la ve venir. Las aplicaciones al campo real de la vida personal y comunitaria son fáciles de hacer. No obstante, llevado de su temperamento práctico, Vicente de Paúl baja, sin disimulo, a situaciones concretas en las que la tolerancia se convierte en un arma defensiva contra los ataques provenientes de uno mismo o del prójimo.
Según esto, la virtud en cuestión se ejercita en tres campos principales: consigo mismo, con los hermanos de comunidad y con los pobres a los que hay que evangelizar de palabra y obra. Cada uno de estos campos ofrece un arsenal abundante de doctrina y de experiencia vicenciana, que, como era de esperar, arranca de la conducta de Jesús de Nazaret: «De todas las personas que han existido en el mundo, solamente Jesucristo y la santísima Virgen han estado libres de imperfecciones, y por eso sólo ellos no han tenido necesidad de que los tolerasen. Pero, a excepción de ellos, todos los demás estamos condenados a cargar con nuestras imperfecciones y con la necesidad de que nos soporten los que nos rodean» (IX, 1031).
¿Qué ocurrirá, entonces, cuando todos se amen como hermanos y sean comprensivos con las limitaciones ajenas, reconociéndose cada uno digno de compasión por las propias debilidades? Sucederá que la comunidad se convertirá en un paraíso en la tierra y las vocaciones afluirán embriagadas con el perfume de la caridad: «La fatiga será dulce y todo trabajo será fácil, el fuerte aliviará al débil y el débil amará al fuerte y le obtendrá de Dios mayores fuerzas. Y así, Señor, tu obra se hará a tu gusto y edificación de la Iglesia, y los obreros se multiplicarán atraídos por el olor de tanta caridad» (III, 234).
2. El ejemplo de Jesús de Nazaret
La persona de Jesucristo es siempre el punto de referencia para todo: lo mismo para entender nuestras relaciones con el Padre que con el prójimo. Él es nuestra vida y nuestra regla; él nos señala el camino que hay que seguir hasta con- quistar el Reino. Él no es sólo Dominus virtutum, sino que encarna todas las virtudes encerradas en el evangelio; por consiguiente, la tolerancia amable, servicial y paciente. Él «soportó», con admirable caridad, nuestras cargas y debilidades; aguantó en su compañía a los apóstoles que había elegido y a las gentes que acudían a escucharle o, simplemente, a pedirle un «signo», sin que saliera de su boca una condenación, a no ser la dirigida a los fariseos e hipócritas que venían a tentarlo, para que quedara al descubierto la mentira de aquellos impostores y no sobrecargaran a la gente con pesos insoportables. Los gritos de los niños no le molestaban; los apretujones de los adultos tampoco le importunaban, ni los ruegos de los enfermos, ni las súplicas de los afligidos por la pérdida de un ser querido. Asistía a banquetes, invitado por amigos; se dejaba lavar y perfumar los pies: gestos que revelan su humanidad y maravillosa condescendencia.
Vicente de Paúl destaca sobre todo de Jesús la paciencia con sus discípulos. «Nuestro Señor supo soportar a san Pedro, a pesar de haber cometido aquel pecado tan infame de renegar de su Maestro. Y a san Pablo ¿no lo soportó también nuestro Señor?» (X1, 348), y a Judas y a los demás discípulos de los que era árbitro en sus discusiones. A todos escuchaba y dirigía por la senda del amor, adoctrinando y dando ejemplo de tolerancia cuando una salida inesperada de sus elegidos descubría la rivalidad existente en el grupo de los «Doce».
La comunidad preparada por Jesús se presenta como ejemplo cercano e imitable. El amor a Jesús que había convocado a los apóstoles les mantenía a todos unidos, a pesar de las diferencias tan marcadas que ostentaba cada uno. El Sr. Vicente, que no sabe prescindir del evangelio a la hora de invitar a una unión cordial entre los misioneros, exhorta a un compañero molesto por la conducta de otro miembro de la comunidad, que se fije en el ejemplo de Jesús: «Demuestre que es usted un verdadero hijo de Jesucristo y que no ha meditado inútilmente tantas veces en su sufrimiento, sino que ha aprendido a vencerse, sufriendo las cosas que más suelen sublevar el corazón» (IV, 232). Y a una Hija de la Caridad recién nombrada hermana sirviente le recomienda delante de su compañera de comunidad: «Si vuestra hermana hace o dice alguna cosa que le desagrade, sopórtela. Y usted, si la hermana le manda hacer algo en contra de sus sentimientos, excúsela; si dice alguna cosa que le molesta, sopórtela. Porque estad seguras de que esto ocurrirá… Lo que tenéis que hacer en esas ocasiones es soportaros mutuamente. Pensad en la paciencia que tuvo nuestro Señor con aquéllos que le calumniaban y contradecían, sin quejarse nunca de ellos» (IX, 810).
3. Cambios de humor en uno mismo
Aunque Jesucristo no tuvo que soportarse a sí mismo, porque era la perfección consumada: no se daban en él altibajos emocionales descontrolados, ni cambiaba de pensamiento, sino que permanecía siempre fiel a la voluntad del Padre, cualquier otro hombre aún el más obediente a las consignas evangélicas está sujeto a variaciones y cambios sorprendentes de humor, de pensamiento y de conducta aun dentro de un tiempo breve. Puede llegar al extremo de desdecirse por la tarde de lo que había asegurado por la mañana. Así es de versátil y tornadizo. «El hombre está hecho de tal manera que muchas veces no tiene más remedio que soportarse a sí mismo, ya que es cierto que esta virtud de saber soportar es necesaria a todos los hombres, incluso para ejercerla con uno mismo, a quien a veces cuesta tanto tolerar» (XI, 348-349).
De nuevo vuelve a recalcar la misma convicción delante de las mujeres tan sujetas, en general, a mareas sentimentales y a cerrarse a la fuerza de la argumentación que contradice sus intuiciones: «No hay nada tan necesario como soportarse, explicaba a las Hijas de la Caridad, puesto que de ordinario en todos los caracteres se encuentran pequeñas contradicciones. ¿No veis cómo nosotros mismos cambiamos frecuentemente de humor y nos hacemos insoportables a nosotros mismos? Esto fue lo que le hizo exclamar a Job: «Dios mío, ¿cómo me habéis hecho tan discordante como yo me siento?»» (IX, 67-68).
Que el Sr. Vicente lo supiera por propia experiencia, nos lo cuenta él mismo, abultando sin duda la noticia. En sus años juveniles, esto era absolutamente cierto. De mayor, no tanto, aunque el 30 de mayo de 1658 manifestara a las mismas Hijas de la Caridad: «Me encuentro a veces en tal estado de cuerpo y de espíritu que me cuesta tragarme a mí mismo» (IX, 1031). Año y medio antes de morir se lamentaba delante de los misioneros: «Me enfado, cambio de humor…; esta misma tarde (28 de marzo de 1659) me enfadé con el hermano portero, que venía a avisarme de que tenía visita. Le dije: -Por favor, hermano, ¿qué hace usted? Le había dicho que no quería hablar con nadie» (XI, 475). En repetidas ocasiones suplica que le soporten y perdonen sus manías de viejo, sus tonterías que le hacían insoportable a sí mismo y digno de que le colgaran en Montfaucon como a un malhechor (cf. X1, 349). (En este caso, su humildad no tiene precio).
En el trato con los demás descubre igualmente los favores otorgados por la tolerancia. Cuenta, para esto, con algunos modelos vivientes o que hace poco fallecieron. El ejemplo de Francisco de Sales es por demás aleccionador. Lo mismo cabe afirmar de Margarita de Silly, esposa del general de las galeras: «Ésta soportaba a todo el mundo, quienquiera que fuese. No había ninguna persona a la que ella no excusara, alegando unas veces la debilidad humana, otras la astucia del maligno espíritu, otras la impetuosidad o la violencia de carácter, etc. Todas las personas que había en la tierra podían asegurar, con toda certeza, que tenían en dicha dama a la persona que mejor las soportaba y defendía» (XI, 349). La conducta benigna y comprensiva de Luisa de Ma rillac constituía un ejemplo vivo para todas sus hermanas.
En suma, la tolerancia consigo mismo es el primer paso que hay que dar para luego saber soportar al prójimo, que por cierto atraviesa como todos por el mismo o parecido trance de sufrimiento ante las propias debilidades. Así como cada uno quiere ser excusado y tolerado, también él ha de saber perdonar, tolerar y defender a los que le contradicen en sus sentimientos, palabras y obras. Pero ¿cómo se adiestrará para el combate si no se vence a sí mismo con paciencia?
4. El buen o mal talante de los demás
El segundo campo de acción donde ejercitar la tolerancia es la comunidad. Hay que contar en ella con personas muy dispares, aunque todas hayan sido llamadas por Jesús. Sus diferencias inevitables no obstan para vivir y realizar el plan de Dios trazado desde antiguo. Se requiere, eso sí, saber disculpar a los hermanos, como se lo hizo notar el Sr. Vicente a un misionero susceptible: «Los hombres son así y están dispuestos a chocar, incluso los más santos; testigos de ello son san Pedro y san Pablo, san Pablo y san Bernabé… ¿Qué vamos a soportar, si no soportamos a un sacerdote, hermano nuestro, que no ha tenido más culpa que la de creerse demasiado fácilmente ciertos rumores? (IV, 223). Aún más, «Dios permite algunas veces que sus servidores se contradigan y que una congregación persiga a la otra; es mejor, entonces, no pensar en esas cosas, sino en que todos tienen buena intención» (V, 129). Ya sabemos a dónde apunta con esta última observación: a perdonar y disculpar a quienes oponen resistencia, como los oratorianos, a la aprobación pontificia de la Misión.
Si media la tolerancia en las relaciones interpersonales, la comunidad está llamada a ser un paraíso en la tierra. Por eso nada hay tan aconsejable como la caridad condescendiente que sabe aunar voluntades y criterios distintos, siempre que no quebrante la ley de Dios y las Reglas que la Providencia divina nos ha entregado para conformar nuestra vida con la de Cristo. «Creedme, hermanos míos, comentaba san Vicente, si conseguimos soportarnos todos alegremente, por amor a nuestro Señor, la compañía será un pequeño paraíso; sí, la casa de san Lázaro será un pequeño paraíso en la tierra» (XI, 351). En otra ocasión vuelve a repetirlo, referido a la caridad fraterna, «señal de predestinación, ya que por ella se reconoce al verdadero discípulo de Jesucristo. La caridad es el alma de las virtudes y el cielo de las comunidades. La casa de san Lázaro será un cielo, si hay caridad; el cielo no es más que amor, unión y caridad; la felicidad principal de la vida eterna consiste en amar; en el cielo los bienaventurados están enteramente entregados al amor beatífico; finalmente, no hay nada tan deseable como vivir con los que uno ama y se siente amado» (XI, 768).
¿Por qué la comunidad es un paraíso ya empezado? «Porque en el paraíso se cumple la ley de Dios, y vosotras, hijas mías, explicaba a las Hijas de la Caridad, la cumplís en la tierra al tolera-ros mutuamente. ¡Esto es comprarse un paraíso muy barato! ¡Qué reproche mereceríais el día del juicio si Dios tuviera que deciros: «Os he ofrecido un paraíso en el otro mundo; no merecéis éste, porque me habéis despreciado en el otro, que era el medio para llegar a éste»! Hijas mías, ¡cómo hemos de utilizar, para llegar al cielo, los medios que Dios nos ha puesto en la mano, a fin de evitar este reproche!» (IX, 1030-1031).
Entre los medios para conseguir ese paraíso en la tierra, fruto de la tolerancia, destacan: la oración en la que se pide al Señor fuerza para soportar a los que nos caen «antipáticos» por su modo de ser (cf. Xl, 558); la humildad para saber «rebajarse ante los demás, sin preferirnos nunca a nadie» (XI, 351); la mortificación de las propias pasiones e inclinaciones, ya que la naturaleza tiende a salirse con la suya, postergando los gustos de quienes nos rodean; finalmente, «la condescendencia en todo, fuera del pecado, es un excelente medio para mantener la paz y la unión en la comunidad» (XI, 1029). ¿Quién duda ahora, con estos medios, de no conseguir un pequeño paraíso en la tierra? «Donde está la caridad, allí está Dios. El claustro de Dios es la caridad, pues allí es donde Dios se complace, donde encuentra su palacio de delicias, su morada y su placer. Sed caritativas, sed benignas, tened espíritu de tolerancia, y Dios habitará en vosotras, seréis su claustro, lo tendréis entre vosotras, lo tendréis en vuestros corazones» (IX, 274-275), concluía el Sr. Vicente animando a sus Hijas de la Caridad a mostrarse siempre tolerantes unas con otras en todo lo que su recta conciencia les dictara.
5. Tolerancia amable con los pobres
La evangelización de palabra y obra ofrece el tercer campo donde practicar la tolerancia paciente y alegre: es su dimensión misionera postulada por el espíritu vicenciano. Aquí el área de la virtud es vastísima. Cada día y cada trabajo presentan mil oportunidades donde ejercitarse con espíritu de fe y caridad. «El misionero necesita mucha paciencia con los de fuera: son pobres gentes que vienen a confesarse toscos, ignorantes, tan cerrados y, por decirlo así, tan animales, que no saben cuántos dioses hay, ni cuántas personas en Dios; aunque se lo digáis cincuenta veces, al final seguirán siendo tan ignorantes como al principio. Si uno no tiene mansedumbre para aguan tar su rusticidad, ¿qué podrá hacer? Nada; al contrario, asustará a esas pobres gentes que, al ver nuestra impaciencia, se disgustarán y no querrán volver a aprender las cosas necesarias para la salvación» (Xl, 588-589).
El carácter agrio de muchos pobres machacados por las contrariedades de la vida expone a sus servidores a frecuentes actos de tolerancia. Sólo con espíritu de fe podrá descubrirse en ellos la persona de Jesús que espera nuestro socorro y un trato lleno de comprensión y amabilidad. ¿Qué tiene de extraño que un ser desposeído de educación y cultura, colmado de desdichas, reclame una paciencia inagotable con su persona, cuando tantos otros favorecidos de dones naturales, culturales y religiosos ponen a prueba nuestra tolerancia condescendiente? Todas las razones que existen para soportarse a sí mismo y a los hermanos de comunidad, concurren, y alguna más por su misma condición de pobres, miembros distinguidos del cuerpo de Cristo, para tolerar sus deficiencias y servirles con alegría. El fin que Dios ha querido dar a la familia vicenciana: evangelizar a los pobres, corporal y espiritualmente, hace que la tolerancia sea una virtud preferida, expresión del espíritu de caridad.
Tanto amor paciente con los pobres garantiza el paraíso en la otra vida, el cielo eterno: es la consumación de la bienaventuranza comenzada en el tiempo mediante la práctica de la caridad mutua. Ese cielo anhelado por todos los servidores de los pobres nadie se lo podrá arrebatar ni mermar, como puede suceder con los paraísos creados en la tierra por los mismos evangelizadores que se quieren bien y saben tolerarse.
Bibliografía
F. CONTASSOT, Saint Vincent de Paul, guide des supérieurs, Paris 1964, ch. 5, La patience et le support.- B. MARTINEZ, La mansedumbre, la cordialidad y la tolerancia en el espíritu y en la identidad de las Hijas de la Caridad, en Reflexiones sobre la identidad de las Hijas de la Caridad, CEME, Salamanca 1980, p. 163-178.- J. SuEscuN, Vida fraterna para la misión, en Don total para el servicio, CEME, Salamanca 1982, p. 153-179.