Desde la mitad del siglo XV, muchos obispos concienzudos y deseosos de renovar su diócesis habían notado el problema de la formación de los aspirantes al sacerdocio. Algunos habían creado colegios más o menos grandes para educar a un cierto número de aspirantes. Este tipo de instituciones surgieron en Italia, en Tortona, Pistoia,
Florencia, Bolonia, Venecia y en Roma, gracias al Cardenal Domenico Capranica.
En España la misma obra fue realizada por algunos obispos muy capaces desde el punto de vista pastoral, como Hernando de Talavera que fundó en Granada un colegio para los que aspiraban a las sacras órdenes y también Francisco Jiménez de Cisneros proyectó colegios. Hay que decir que estos ejemplos no se convirtieron, por el momento, en algo común para toda la Iglesia.
La Reforma Protestante había aumentado la urgente necesidad de una reforma del clero desde el punto de vista teológico y pastoral. El Concilio de Trento dio respuestas a ambos problemas con la clarificación doctrinal y la reforma disciplinaria; en efecto, reafirmó con vigor la institución divina del sacramento del Orden y emanó una serie de decretos para la formación de los aspirantes al sacerdocio y tocante a las obligaciones que tenían que cumplir aquéllos que querían entrar a formar parte del sacerdocio. Un decreto de gran importancia fue promulgado el 15 de julio de 1563 y disponía la erección de los seminarios diocesanos creando, de este modo, una institución que había faltado hasta ese momento y que comportará grandes consecuencias para toda la Iglesia Católica hasta hoy.
Este mismo documento disponía que cada obispo tenía que fundar un colegio «Seminario perpetuo de los ministros de Dios» donde iba a recibir un cierto número de jóvenes para formarlos a la vida sacerdotal. Los alumnos de estos seminarios tenían que recibir la tonsura, vestir los hábitos eclesiásticos, estudiar la gramática, iniciarse en el estudio de las Sacras Escrituras y de la Teología, ir a Misa y confesarse una vez al mes.
El Concilio insistió también en la reforma de las costumbres, en la dignidad, en la rectitud, así como también en la santidad y en el espíritu misionero que tenía que animar a los sacerdotes. Éstos debían mantener el decoro en el vestir, en el comportamiento y era tarea de los obispos renovar los decretos de los antiguos concilios y sínodos en los que se prohibían el lujo, los bailes, los banquetes, el uso de las armas, las diversiones mundanas y otras cosas que podían no estar de acuerdo con su condición. Además la XXII sesión del concilio había reafirmado que el sacerdote es un hombre que ha sido llamado por Dios, hombre de la Iglesia y ejemplo para los hombres con su conducta, con la pureza de vida y con la integridad de la doctrina. Tiene que defender el honor de Dios y de la Iglesia. Se decía también que el sacerdote es ministro de Cristo y su función, la «cura animarum» exige que sea consagrado y santificado para poder conducir hacia la santidad a sus fieles. Por consiguiente no tiene que llegar a compromisos deshonorables, pero seguir el camino de la virtud y convertirse en modelo de imitación. El impulso a una más viva espiritualidad sacerdotal fue determinada con mayor energía hacia la mitad del siglo XVI sobre todo en España y en Italia. No faltaron ejemplos fuertes, actos de coraje y de devoción, como por ejemplo, durante la hambruna y la epidemia de peste que afligió Roma en las primeras décadas del siglo VI. Un sacerdote ejemplar fue Antonio María Zaccaría que en su primera Misa rechazó regalos, banquetes y música. El santo asumió como modelo los clérigos regulares y fundó más tarde los Barnabitas. Para él la vida del sacerdote tenía que estar nutrida por la oración, por la penitencia y ser rica espiritualmente. La pobreza evangélica y la caridad apostólica tenían que ser las características de la misión de los sacerdotes en las ciudades y en el campo. Otro ejemplo es el de un grupo de estudiantes españoles que en París hacen votos de pobreza y castidad y no se sienten monjes, sino religiosos que no consideran necesaria la celebración solemne coral de la liturgia, que reconocen la obediencia al Sumo Pontífice como vínculo indisoluble poniéndose, de este modo, al servicio de la Sede Apostólica para toda la Iglesia. Éstas fueron las premisas de la Compañía de Jesús, orden que sirvió como modelo para otras comunidades futuras. En Francia, durante cierto tiempo, el Concilio de Trento no tuvo repercusiones por el hecho de que el Parlamento rechazó registrar los decretos. En dicho país, la reforma eclesiástica se había convertido en algo muy urgente después de las Guerras de Religión que habían causado muchos daños. La miseria espiritual, a principios del siglo XVII, era uno de los motivos recurrentes para iniciar, sin ambages, la reforma del clero. Al final, es decir, el 7 de julio de 1615 la asamblea del clero en Francia, presentes los Cardenales y Obispos del Reino, decidió recibir y cumplir los decretos tridentinos que hasta esa fecha no habían sido respetados. El historiador Hubert Jedin ha escrito: «esta decisión puso en marcha una vivaz oleada de reforma y constituyó un punto de partida para la rápida ascensión de la Iglesia en Francia en los tiempos sucesivos». No eran suficientes los decretos, era necesario que sacerdotes conscientes de la grandeza de su vocación y misión se pusieran a la obra, llenos de confianza para realizar este proyecto de renovación. Estos hombres fueron: el Cardenal Pierre de Berulle, Carlos Condren, Adriano Bourdoise, Juan Jaime Olier, Andrés Duval, director espiritual de tantos hombres, eminente, y Vicente de Paúl, los cuales con las palabras y con las obras supieron revitalizar el orden sacerdotal, inculcando a muchos la necesidad de una profunda renovación. Estos mismos hombres fueron también fundadores de comunidades de sacerdotes y entre sus objetivos estaban la formación moral e intelectual del clero. Eran comunidades que practicaban la vida en común (tomando como modelo la apostólica «vivendi forma»), no hacían votos, se ponían al servicio de los obispos, vivían los ideales sacerdotales y difundían un nuevo tipo de espiritualidad del sacerdocio.
Vicente de Paúl había experimentado en carne propia y en su experiencia de predicador de misiones cuán difícil era ser y tener buenos sacerdotes. En la predicación misionera se había dado cuenta que no era suficiente evangelizar el campo, es más, era necesario que el fruto del trabajo de las misiones fuese garantizado y realizado por sacerdotes preparados, presentes pastoralmente y completamente dedicados al cuidado de las almas. El contrato de fundación de la Congregación de la Misión (1625) había previsto ya la ayuda a los párrocos y a los sacerdotes los domingos y en las fiestas del verano. Vicente sintió como un deber la participación activa en la reforma del clero de Francia. Surgieron varias obras en este ámbito: los ejercicios espirituales para los ordenandos (1628), las conferencias de los martes (1633), los retiros y los seminarios. Al principio algunos obispos se mostraron escépticos por lo que concierne la institución de los seminarios, otros, en cambio, consideraron importante empezar a acoger jóvenes en estas instituciones. Fueron fundados algunos seminarios: Rouen, Reims, Bordeaux, Agen, que no tuvieron éxito porque los candidatos eran demasiado jóvenes. En 1641 Juste Guerin, obispo de Ginebra y amigo de San Vicente, fundó un seminario en Annecy que puso al cuidado de los sacerdotes de la Misión. Se enseñaba filosofía, retórica y gramática y estaba abierto no sólo a los sacerdotes, sino también a los jóvenes aspirantes. San Vicente, consciente de la importancia de la tarea confiada, escribía: «Puesto que el santo Concilio de Trento aconseja vivamente la obra de los seminarios, nos hemos consagrado a Dios para servirlo donde nos sea posible» (II, 190). En 1646 Nicolás Pavillon, obispo de Alet, fundó un seminario en el que se enseñaba la verdadera doctrina porque había notado que entre los aspirantes reinaba muchas veces la ignorancia y la poca convicción. Progresivamente hubo un crecimiento, en los años 1640-50, de los seminarios puestos bajo la dirección de los sacerdotes de la misión: Le Mans, Saint Meen, Marsella, Treguier, Saintes, Perigueux y otros. Junto con los fundadores de las comunidades sacerdotales hubo obispos que se comprometieron seriamente en la fundación de seminarios y en la formación de un cierto edificante y diligente: Sebastián Zamet de Langres, Augustin Potier de Beauvais, Francois Perrochet de Boulonge, Alain de Solminihac de Cahors. También el Cardenal Richelieu ayudó financieramente a los obispos y a Vicente a erigir algunos seminarios como los de Bons-Enfants (1646), Saint Magloire, Rouen, Toulouse. Después de la apertura de los seminarios de Vaugirard por parte de Olier, de Saint Magloire confiado a los Oratorianos, aproximadamente en 1642, comenzó a distinguirlos en mayores y menores. Adrien Bourdoise concibió un tipo de seminario especial, es decir, el seminario parroquia’ donde la enseñanza era exclusivamente de orden práctico. El seminario de Saint Nicolas de Chardonnet pertenecía a este tipo y recibía a clérigos y sacerdotes, muchachos y jóvenes, y también, antes de 1641, a personas con algunas inclinaciones por la vida eclesiástica. Constatando la multiplicación de los seminarios, Vicente, si por un lado agradecía a Dios porque se había inaugurado una nueva era para Francia, por otro estaba un poco perplejo por lo que se refiere a la acogida de muchachos en seminarios ya que la experiencia no había tenido mucho éxito. Vicente estaba convencido que era necesario dar un tipo de preparación cuidadosa y diversificada según la edad y la preparación básica. Prácticamente nacieron tres modelos de seminario: el seminario parroquia’ antes mencionado, el seminario-convictorio en los que los alumnos seguían sólo cursos prácticos-formativos, mientras frecuentaban la universidad o los colegios para la formación intelectual, el seminario-colegio que se ocupaba de la formación intelectual y espiritual-litúrgica. San Vicente no dudó en emplear no pocos de sus sacerdotes en la formación de los aspirantes a la vida sacerdotal. A este propósito escribía: «No sabéis, señores, que es nuestro deber formar buenos eclesiásticos e instruir los habitantes del campo, y el sacerdote de la Misión que quiera hacer una cosa y no la otra, es un misionero a mitad; habiendo sido mandado para hacer ambas cosas» (VII, 477).
Vicente tenía una alta consideración del cargo de director del seminario y sostenía que el director tenía que ser pío, humilde y paciente, firme y dulce sobre todo lleno de confianza en Dios. Tenía que ser un testigo para sus seminaristas y ser un experto y estar preparado en las ciencias sacras, uniendo virtud y sólida doctrina (IV, 555; VI, 370). El método aplicado en el Seminario de San Lázaro, dedicado a San Carlos Borromeo, era sustancialmente práctico: aprender a celebrar la Santa Misa, administrar los sacramentos, predicar, cantar, evangelizar y resolver casos de conciencia. La permanencia en el Seminario no duraba mucho tiempo, no estaba destinada a los estudios especulativos porque se consideraba más necesaria la práctica. Vicente deseaba que los clérigos se ejercitaran en lo que habrían tenido que practicar un día, es decir, confesiones, bautizos, también en la solución de las controversias. La enseñanza de la doctrina católica tenía que proceder de un autor seguro y aprobado y no del libre pensamiento de un maestro. Por lo que se refiere a la formación del clero, Vicente escogió a sus hermanos más preparados y más capaces para realizar una tarea tan importante.
La Congregación de la Misión que tenía y tiene como fin no sólo la evangelización de los pobres, sino también la formación del clero en forma indiscutible, no puede dejar este servicio, sino que tiene que reelaborarlo con nuevas formas de presencia.
En Francia la Congregación de la Misión en los siglos XVII-XVIII asumió la dirección de aproximadamente 2/3 de los seminarios franceses. Esto «incidió profundamente en la estructura de la congregación que fue calificada esencialmente como una comunidad para la formación del clero».
Bibliografía
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