1. Jesús de Nazaret, centro de vida
La persona de Jesús y su seguimiento son temas nucleares y envolventes de la narración evangélica. Lo son también de la vida, obra y enseñanzas de Vicente de Paul, quien afirma de sí mismo: «Nada me agrada que no sea en Jesucristo» (Abelly, L. La vie du vénérable serviteur de Dieu…, 1. 1, p. 78). Toda la actividad interior y exterior del Santo responde a la llamada que le dirigiera Jesús como evangelizador de los pobres. En él cifra su «fe y experiencia». Tanto la palabra como el trabajo apostólico por él desarrollados atestiguan que nada hay comparable a la vocación cristiana, que consiste en ir tras las huellas de Jesús, haciendo el bien con los sentimientos y afectos del mismo Salvador. Vicente de Paúl reinterpreta, sin reduccionismos, el mensaje evangélico para integrarlo en la propia vida y en la de sus compañeros de comunidad. Para él y para su comunidad «Jesucristo es nuestro padre, nuestra madre y nuestro todo» (V, 511). La fórmula que mejor condensa su moral y adhesión a Cristo está dictada en estos términos: «Jesucristo es la regla de la Misión» (XI, 429). La tradición vicenciana ha ratificado siempre su espiritualidad eminentemente cristocéntrica, espiritualidad acentuada en el s. XVII, aunque el retorno a Jesús como principio y fin de la vida cristiana ha sido una constante vital de la Iglesia en momentos de reforma o de novación.
Como recuerda el C. Vaticano II, «ya desde los comienzos de la Iglesia hubo hombres y mujeres que se propusieron seguir a Cristo con más libertad e imitarlo más de cerca, y, cada uno a su manera, llevaron una vida consagrada a Dios» (PC 1). No han faltado a lo largo de los siglos ejemplos maravillosos de adhesión incondicional a Jesús. Una nota común une a todas las vocaciones específicas: el ideal de seguir a Cristo, según los dones recibidos. Desde la conocida «vida apostólica» de los primeros tiempos de la Iglesia hasta la última expresión del compromiso cristiano, todas las formas de seguimiento buscan la «configuración con Cristo». Pero la vocación particular de cada creyente hace que el seguimiento de Jesús adquiera distintas expresiones en la historia y que se diferencien unas de otras en el modo de plasmar el ideal evangélico. La orientación dada por la Escuela francesa de espiritualidad contribuyó a centrar a muchos cristianos en la persona del Verbo encarnado. El mismo san Vicente lo reconoce; sin embargo, el Jesús que él descubre en el evangelio difiere del presentado por Pedro de Bérulle, máximo representante de esa Escuela. Bérulle tiene el mérito de haber dado a la espiritualidad sobre todo sacerdotal un giro «copernicano» del que se aprovecharon muchos clérigos y comunidades.
Jesús de Nazaret, el Enviado del Padre, el misionero por antonomasia, el evangelizador de los pobres -encarnación de la caridad compasiva y misericordiosa del Padre, es el Jesús que seduce a san Vicente. Él no se cuestiona planteamientos sobre la recuperación del Jesús histórico tal y como la exégesis los formula actualmente: cree y enseña, sin rigorismo académico, que Jesús es «Señor y Cristo» (Hch 2, 26), usa indistintamente los títulos majestuosos con que la comunidad cristiana confiesa la divinidad y humanidad de Jesús, a quien llama «Mesías», «Salvador», «Hijo de Dios», «Hijo de hombre» y «Enviado del Padre» para salvar-liberar a los hombres del pecado y concederles la eterna bienaventuranza. La insistencia en presentar a Jesús como evangelizador, por pueblos y aldeas, manifiesta su pasión por la persona de Jesús descrita en los Evangelios sinópticos. Ello no le priva de la reflexión teológica que hacen san Juan y san Pablo sobre el señorío de Cristo, por el contrario le sirve de base para formular sus compromisos apostólico-espirituales. Para san Vicente, el Jesús histórico es el mismo Cristo de la fe, sin desvinculación con el acontecimiento salvífico. Su entrega se basa en la historia de Jesús Nazareno, que nació, murió y resucitó «dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (IP 2, 21).
San Vicente hace destacar los hechos históricos de Jesús, que «primero practicó y luego enseñó». Podría haber hecho suya la siguiente formulación de fe en Jesús, hombre perfecto, del Va- ticano II: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con voluntad de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» (GS 22). Jesús revela sobre todo la compasión misericordiosa de Dios Padre con los hombres acosados por el pecado y por la pobreza material. Sus dos grandes virtudes: «la religión para con el Padre y la caridad con los hombres» N1, 370) indican su actitud íntima, su psicología más profunda y su experiencia más entrañable. De este «manantial de caridad» fluyen corrientes de caridad infinita desde su encarnación en el seno de María hasta el suplicio de la cruz. Exclama Vicente, seducido por el amor de Cristo: «Miremos al Hijo de Dios. ¡Qué corazón tan caritativo! ¡Qué llama de amor!… ¡Fuente de amor humillado hasta nosotros y hasta un suplicio infame!… Sólo nuestro Señor ha podido dejarse arrastrar por el amor a las criaturas hasta dejar el trono de su Padre, para venir a tomar un cuerpo sujeto a las debilidades. ¿Y para qué? Para establecer entre nosotros, por su ejemplo y su palabra, la caridad con el prójimo. Este amor fue el que lo crucificó y el que hizo esta obra admirable de nuestra redención» (XI, 555). La encarnación y la redención son los dos grandes misterios que encierran de «forma supereminente» el amor de Jesús, imagen visible de la caridad compasiva y misericordiosa del Padre. Precisamente, demuestra su mesianidad practicando la caridad con los oprimidos: da vista a los ciegos, oído a los sordos, salud a los leprosos…, y anuncia a los pobres la buena noticia (cf. Le 7, 22). El evangelio de la misericordia es sin duda el preferido de Vicente de Paúl, porque encarna el rostro del Hijo de Dios que le ha llamado a continuar su obra de salvación en el mundo.
Por esto, el papa Juan Pablo II, al presentar a san Vicente como «heraldo de la misericordia y de la ternura de Dios», afirma: «A través de las generaciones, san Vicente habla no sólo a su siglo, sino a toda la época moderna, inscribiendo de nuevo en ésta, con toda la radicalidad del evangelio, las palabras del sermón de la montaña: «Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia». Él está al comienzo de una larga fila de personas que, siguiendo sus huellas, realizaron en su vida las palabras del salmista: «Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas» (Sal 25, 4)… Todos los hijos e hijas de san Vicente han aprendido de Cristo, con su ayuda, a recorrer la senda evangélica que pasa a través del sermón de la montaña: «Bienaventurados los misericordiosos»» (Juan Pablo II, homilía pronunciada el 27 de septiembre de 1987, en el 200 aniversario de la canonización de san Vicente).
Consecuentemente, el seguimiento lo concibe como vida centrada en el Mesías lleno de caridad, no como teoría desvinculada de su misión salvadora, como imitación del Hombre nuevo que es exaltado por el Padre después de sufrir el anonadamiento de la cruz. Siendo esto así: «Vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo, y nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y para morir como Jesucristo hay que vivir como Jesucristo» (1, 320). Tal consejo inspirado en la doctrina joánica-paulina señala bien a las claras el puesto central que ocupa Jesús en la vida de sus seguidores. La muerte y la vida radicalmente centradas en Cristo Jesús explican la autenticidad de la vocación cristiana.
Temas tan fundamentales en el evangelio como el Reino de Dios, la conversión, la evangelización de los pobres, la oración, la docilidad a la Providencia, la tolerancia intracomunitaria y la alegría en el servicio están íntimamente conexionados con Jesús y su seguimiento. Por otra parte, no encontramos exhortaciones vicencianas que no inviten a seguir a Jesús si no es con los medios antedichos: anunciando el Reino de Dios, practicando la oración y permaneciendo en actitud constante de conversión a los valores del Evangelio, primera y última norma del seguidor de Jesús.
2. Vocación universal a seguir a Jesús
Jesús llama a todos los hombres para que le sigan si quieren caminar a «la luz de la vida» (Jn 8, 12), lejos de las tinieblas. Nadie está excluido de la invitación del divino Maestro; a todos alcanza su voz: «a hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5, 9). Cualesquiera que sean su condición y estado, a todos dirige el Señor la llamada: «Ven y sígueme» (Mt 19, 21; Mc 10, 21; Lc 18, 22). En ningún caso Jesús coacciona la voluntad de los invitados; pero tampoco llama formulísticamente, sino con amor preferencial hacia aquellos a quienes dirige la invitación. Éstos han de dar una respuesta firme y confiada, descansando en los cuidados de la providencia. Al declararse Jesús «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), está concentrando en sí mismo las aspiraciones totales y más altas de los hombres.
Después de Pentecostés, los discípulos se llamaron por primera vez «cristianos», es decir seguidores de Cristo (Hch II, 26). De muchas maneras testimoniaban su fe y amor al Mesías. Entre ellos, los había hombres y mujeres, niños y ancianos, ricos y pobres, casados y solteros, gente de cultura y de escasa formación. Todos formaban un grupo unido, una comunidad compacta por la fe y la caridad, aunque se dieran algunas excepciones. Mediante el sacramento del agua y del Espíritu, los nuevos cristianos ingresaban en la comunidad. Los Hechos de los Apóstoles dan cuenta de cómo cundía por todas partes la Palabra de Dios y cómo «los creyentes cada vez en mayor número se adherían al Señor, una multitud de hombres y mujeres» (Hch 5, 14).
En el transcurso de la historia han ido apareciendo expresiones distintas del seguimiento de Jesús, según las culturas y necesidades de cada época. Hombres evangélicos, dotados de carismas particulares, encarnaron el ideal de Cristo, arrastrando en pos de sí a otros muchos simpatizantes que se entregaban a la soledad o a la predicación de la Palabra. Todos se consideraron seguidores de Jesús, aunque la misión específica de cada uno, en la Iglesia y en el mundo, fuera distinta. Todos aspiraban a ser «sal de la tierra y luz del mundo» (Mt 5, 13-16).
Clases de seguidores
Según el esquema tradicional, Vicente de Paúl distingue tres clases de seguidores de Jesús dentro de la común vocación cristiana. Los apóstoles, los discípulos y la masa del pueblo representan a la multitud de creyentes que ponen su ideal en Cristo Jesús (cf. X, 957). A semejanza de su grupo representativo, los misioneros, las Hijas de la Caridad y los demás laicos comprometidos en la Iglesia han de responder a las exigencias de su vocación particular y a la misión que se les ha encomendado dentro de la gran familia humana y eclesial. Seguir a Jesús no significa despreocuparse de las tareas humanas, sino realizarlas con la mayor responsabilidad, sabiendo que «todos los fieles, de cualquier estado y condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y que esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena» (LG n° 40).
Los apóstoles fueron los primeros llamados y escogidos por Jesús para formar comunidad con él y para ser enviados a predicar (Mc 3, 13). El Señor escogió a los que él quiso, sin que nadie fuera agregado al grupo de los «Doce» sino por llamamiento y elección particular: «No me habéis elegido vosotros a mf, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado a que vayáis y deis fruto, y un fruto que permanezca» (Jn 15, 16). Mientras estuvo al lado de sus apóstoles, Jesús instruía a todos y a cada uno, preparándoles para la misión que les iba a encomendar de «ir por el mundo entero y de predicar la Buena Noticia a toda la creación» (Mc 16, 15). Los apóstoles, efectivamente, después de Pentecostés, se repartieron por el mundo como enviados de Jesús, dando testimonio de la vida, muerte y resurrección del Mesías. El envío es inseparable del seguimiento. Por eso, quien no está dispuesto, como los apóstoles, a ser enviado, se niega asimismo a ser auténtico seguidor del Resucitado.
San Vicente deduce de la lectura del Evangelio que se requiere llamamiento de Dios para entrar en una comunidad misionera que tiende a reproducir la «comunidad apostólica» formada por Jesús. Añade, además, que nadie debe abrazar el «estado eclesiástico» sin una pura intención de agradar a Dios en el desempeño de los ministerios sacerdotales. El misionero que ha dejado familia, padre y madre, hijos y hacienda, patria y pueblo, vive disponible para «ir y venir» de un sitio a otro, predicando la Buena y Alegre Noticia de la salvación «en el nombre del Señor». De esta forma, el «ven y sígueme» lo completa y realiza con el «id y predicad a todas las gentes». Concluye diciendo: «El estado de los misioneros es un estado conforme con las máximas evangélicas, que consiste en dejarlo todo y abandonarlo todo, como los apóstoles, para seguir a Jesucristo y para hacer lo que conviene, a imitación suya» (XI, 697). El grupo de los «Doce» resulta siempre paradigmático para cualquiera de los seguidores de Jesús y es punto de referencia constante.
La segunda clase de seguidores, compuesta por los discípulos, comprende una sección más amplia que la de los apóstoles. Estos escuchaban a diario las enseñanzas del Maestro; aquéllos, más distanciadamente (cf. Mc 6, 1). El Evangelio narra la misión de los Setenta y dos discípulos, cuya tarea principal consistía en recorrer los pueblos por donde había de pasar más tarde Jesús de Nazaret (cf. Lc 10, 1). Iban por las aldeas como enviados del Maestro, y, en su nombre, lo mismo que los apóstoles, realizaban signos y curaciones. Entre los discípulos, no todos acataron con la misma generosidad la invitación divina a formar parte del grupo de Jesús. El joven rico, por ejemplo, no aceptó las condiciones del seguimiento «porque tenía muchas riquezas» (Mt 19, 22). Otros, en cambio, desearon sumarse a la compañía de Jesús, pero fueron disuadidos por el mismo Señor (cf. Lc 8, 38-39).
La relación seguimiento-discipulado ha dado origen a discusiones entre exegetas. Según éstos, Jesús no es un «rabbi» más entre los muchos doctores de la ley, sino un maestro nuevo y único, lleno de autoridad, como lo demuestran las palabras y el poder con que actúa (cf. Mc 1, 22. 24. 27; Lc II, 32;10, 23;16, 16). Él es más que un profeta del Antiguo Testamento: más que Salomón y que Jonás (cf. Lc II, 31-32). La cláusula «pero yo os digo…» descubre la personalidad histórica de Jesús, superior en gracia y poder a todos los maestros anteriores y contemporáneos suyos. San Vicente no se detiene a estudiar, expresamente, la enseñanza de un Jesús que sienta cátedra ante sus discípulos, si bien acepta, de todo corazón, la doctrina de su divino Maestro: «Quien dice doctrina de Jesucristo, dice roca inquebrantable, dice verdades eternas que son seguidas infaliblemente de sus efectos, de modo que el cielo se derrumbaría antes de que fallase la doctrina de Jesucristo» (XI, 417). Por decirlo con la misma sentencia de Jesús, sus palabras «son espíritu y vida» (Jn 6, 63).
Atendida la evolución del «discipulado», san Vicente incluye dentro de este grupo a todos los laicos comprometidos en la acción caritativo social. Las Hijas de la Caridad, los hombres y mujeres de las Cofradías de la Caridad han recibido la gracia particular de seguir a Jesús en la práctica de la caridad y de la justicia. A todos exhorta y anima a vivir con ahínco su vocación y misión cristiana. A las Hijas de la Caridad les dice: «La Providencia os ha reunido aquí, al parecer, con el designio de que honréis su vida humana en la tierra» (IX, 21). El término «honrar» tiene, entre otras acepciones, el significado de «seguir». En este caso, «honrar su vida humana» equivale a seguir o imitar a Jesús, que, mientras estuvo en la tierra, sirvió corporal y espiritualmente a los pobres. Y a las Damas de la Caridad, conocidas hoy comúnmente con el nombre de Voluntarias: «Entre los que se mantuvieron firmes en seguir a nuestro Señor, había tanto hombres como mujeres, que le siguieron hasta la cruz. Ellas no eran apóstoles, pero componían un estado medio, cuyo oficio consistió luego en administrar a los apóstoles los medios de vida y en contribuir a su santo ministerio… No hay ninguna condición en el mundo que se acerque tanto a ese estado como la vuestra. Ellas iban de un lugar a otro para atender a las necesidades no solamente de los obreros del Evangelio, sino a los fieles necesitados» (X, 957).
Finalmente, la masa del pueblo fiel forma la parte más numerosa de los seguidores de Jesús. Existe gran variedad entre los creyentes anónimos, muchos de ellos pacientes de profundas lacras espirituales y materiales, pero también ejemplos vivos de fe y de trabajo; con su esfuerzo diario se convierten en «maestros» de sumisión a la Providencia. En tiempo de Jesús, una gran multitud de gente acudía ocasionalmente «para oírle y ser curados de sus enfermedades, no porque han visto señales, sino porque han comido de los panes y se han saciado» (Jn 6, 17-18. 26). No obstante sus egoísmos y su falta de fe verdadera, ellos son los destinatarios principales de la Buena Noticia, a ellos se dirige el Reino de Dios, ellos encarnan la presencia viva de Cristo doliente. Aunque hijos del Padre común de los cielos, andan extraviados y «como un rebaño sin pastor» (Mc 6, 34). Pese a las limitaciones reales del «pobre pueblo», san Vicente descubre en él ejemplos que imitar: «Es entre ellos, es entre esa pobre gente donde se conserva la verdadera religión, la fe viva; creen sencillamente, sin hurgar; sumisión a las órdenes, paciencia en las miserias que hay que sufrir mientras Dios quiera» (X1, 120). Siguen a Jesús a su manera, a la medida de su escasa o nula formación humana y espiritual. Por lo demás, la evangelización o servicio al pobre es la prueba del seguimiento de Jesús y el testimonio más convincente de que el Espíritu Santo conduce a su Iglesia (cf. X1, 730). El servicio a los pobres, en efecto, garantiza si nuestra fe está viva o muerta, si el seguimiento es auténtico o, por el contrario, se pierde en bellas teorías. Sólo Jesús tiene poder para llamar y derecho a ser servido por sus seguidores. Sin embargo, ha querido identificarse con los necesitados. Por eso cualquier cosa que se haga con uno de esos hermanos suyos más pequeños, con él se hace (cf. Mt 25, 40). En resumen, seguimiento y caridad caminan juntos.
3. Seguimiento de Jesús evangelizador de los pobres
Aunque la llamada de Jesús presenta en la historia de la Iglesia un abanico variopinto por la riqueza de formas con que aparece en la vida de los hombres, san Vicente concibe el seguimiento como una continuación de la obra emprendida en la tierra por el Ungido del Espíritu para evangelizar a los pobres. Indiscutiblemente, el Cristo de Vicente de Paúl, como ya hemos indicado más arriba, es Jesús de Nazaret, que recorre ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia (cf. Mt 9, 35-36; Lc 4, 16-21). Si es cierto que ningún cristiano agota todas las formas de vivir el misterio de Cristo, no es menos seguro que los evangelizadores de los pobres siguen al Señor más acordes con lo que él «hizo y enseñó» (Hch 1, 1). Por eso, aunque todos los cristianos tengan que esforzarse en practicar los consejos evangélicos, ninguno se asemeja tanto al Enviado del Padre como el que prolonga en la tierra la misión salvadora del Hijo de Dios: «Cada bautizado tiene que tender a asemejarse a nuestro Señor, a apartarse de las máximas del mundo, a seguir con afecto y en la práctica los ejemplos del Hijo de Dios, que se hizo hombre como nosotros, para que nosotros no sólo fuéramos salvados, sino también salvadores como él; a saber, cooperando con él en la salvación de las almas» (XI, 414-415). Dicho de otra manera, con palabras del C. Vaticano II: «En el logro de la perfección empeñen los fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo» (LG 40).
Seguimiento y evangelización, tarea unitaria
El problema planteado por algunos teólogos actuales sobre el uso acertado o no de los términos «seguimiento» o «imitación» de Jesús no tiene incidencia capital en las enseñanzas vicencienes. El Santo usa indistintamente un vocablo u otro sin entrar en polémica verbal ni doctrinal. En todo caso, si predomina uno de los dos términos en el lenguaje vicenciano, es sin duda el de seguimiento. Así lo demuestran el conjunto de sus palabras y, sobre todo, el contexto de su vida inspirada en la misión de Jesús en la tierra. Si hubiera que componer una cristología a base de las enseñanzas vicencianas, el seguimiento tal como lo describen los Sinópticos daría unidad a todo el tratado. No sólo no ignora san Vicente el término «seguimiento», sino que contribuye a darle el verdadero sentido que tiene en el Evangelio.
Las imágenes que aplica a Jesús: «regla», «modelo», «maestro», «ejemplo», «espejo», «cuadro» y «escuela», sugieren una espiritualidad de imitación, según las perspectivas espirituales de la época. Pero, frente a este modo de hablar, se impone este otro más iterativo e incisivo de «evangelización», «disponibilidad», «misión», «camino», «movimiento», «acción», «trabajo», «servicio» y «seguimiento». Aún más, la imitación de Cristo a la que se refiere san Vicente no significa jamás algo estático, repetitivo y mimético, sino, por el contrario, algo creativo, dinámico y nuevo. El Santo parte de las lecturas evangélicas para presentarnos a Jesús en movimiento continuo de caridad para con su Padre y con los hombres. Nada tiene de extraño que, según esta visión, el seguimiento sea entendido como prolongación de la obra salvadora. El heraldo del Evangelio ha de estar dispuesto a continuar la misión de Cristo, «misión que se vive sobre todo evangelizando a los pobres, llenándose de los sentimientos y afectos de Cristo, más aún, ha de llenarse de su mismo espíritu y seguir fielmente sus huellas» (Prol. Reg. o Const. C.M.).
Seguir fielmente las huellas de Jesús supone participar en la obra evangelizadora o de servicio a los pobres, pues para esto vino, precisamente, el Enviado del Padre. Con todos los respetos hacia la vida monástica, cuya función en la Iglesia será siempre muy estimable, san Vicente escribe a un misionero: «Lo que necesita la iglesia es tener hombres evangélicos, que se esfuercen en purgarla, en iluminarla y en unirla a su Esposo» (III, 181). Y poco más tarde añade: «Existe una gran diferencia entre la vida apostólica y la soledad de los cartujos. Ésta es muy santa, ciertamente, pero no conviene a los que Dios ha llamado a la primera, que es en sí más excelente. Si no lo fuera, san Juan Bautista y Jesucristo no la hubiesen preferido a la otra, como así lo hicieron al dejar el desierto para predicar a las gentes» (III, 320).
Entendido así el seguimiento, éste espera una cercanía y experiencia cada vez más plena de la misión de Jesús, que escogió «como principal quehacer el de asistir y cuidar a los pobres… Si se le pregunta a nuestro Señor: ¿Qué es lo que has venido a hacer en la tierra? – A asistir a los pobres.- ¿A algo más? – A asistir a los pobres… Y si se le preguntase a un misionero, ¿no sería un honor para él decir como nuestro Señor: misit me evangelizare pauperibus?» (XI, 33-34).
En resumen, seguimiento, evangelización y misión son conceptos y compromisos que se exigen y complementan en la experiencia vicenciana. Las obras de caridad corporales y espirituales en favor del pobre autentican, por una parte, la vocación cristiana y, por otra, garantizan la fidelidad al llamamiento recibido.
Pero el seguidor de Jesús no será capaz de mantenerse fiel si abandona la oración. Tanto la evangelización como el seguimiento mismo, en lo que tienen de sacrificio, someten al creyente a grandes pruebas, de las que no saldrá airoso si no media una intimidad con Jesús por medio de la oración. La experiencia enseña que «no hay nada tan conforme con el Evangelio como reunir, por un lado, luz y fuerzas para el alma en la oración. . . y, por otro, ir luego a hacer partícipes a los hombres de este alimento espiritual» (XI, 734).
4. Renuncias del seguimiento
La llamada de Jesús a seguirle comporta muchas y radicales renuncias. Todas tienden a desinstalar al cristiano de su proyecto egoísta, para situarlo en el cumplimiento de la voluntad de Dios y en la comunión del designio de amor con Cristo. La invitación evangélica no puede ser más exigente, pero tampoco menos liberadora, pues termina en la configuración con Jesús, el hombre más libre para hacer siempre la voluntad del que le ha enviado. Jesús proclama abiertamente a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue cada día con su cruz y me siga; porque si uno quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por mí, la salvará» (Lc 9, 23-24). En ningún caso, las renuncias han de entenderse como algo negativo que destruye a la persona, sino como medios liberadores que aseguran el seguimiento. Existe una relación íntima entre la propuesta de Jesús y la negación de sí mismo hasta participar en el destino del Salvador del mundo, que murió en cruz para darnos la vida. Su pasión es coronada con la resurrección. Así también, el cristiano muere cada día en Cristo crucificado para resucitar con él «viviendo una vida nueva» (Rm 6, 5). El sentido positivo de las re nuncias evangélicas viene dado por los bienes que ellas producen: la libertad de los hijos de Dios, la disponibilidad en el servicio y el gozo en el Señor.
San Vicente interpreta la invitación de Jesús con la máxima radicalidad, sin otorgar a la naturaleza fáciles concesiones. A todo el conjunto de sacrificios impuestos por el seguimiento los llama lisa y llanamente «mortificación», como se decía en su tiempo, y hoy prefiere llamarse ascesis. «Se trata, dice él, de un consejo que les da nuestro Señor a quienes desean seguirle, a quienes se presentan a él para eso: ¿Queréis venir en pos de mí? – Muy bien.- ¿Queréis conformar vuestra vida a la mía? – Perfectamente.- Pero ¿sabéis que hay que comenzar por renunciar a vosotros mismos y seguir llevando vuestra cruz?» (XI, 512). Y poco más abajo añade: «Con la hoz de la mortificación hemos de cortar continuamente todas las malas hierbas de nuestra naturaleza envenenada…, para que no impidan que Jesucristo nos haga fructificar abundantemente en la práctica de las virtudes. . . La señal para conocer si uno sigue a nuestro Señor es ver si se mortifica continuamente» (XI, 522-523).
La renuncia primera y más difícil se llama «negarse a sí mismo». Cada uno conoce los propios fallos y debilidades que le dificultan la marcha en pos de las huellas de Jesús. Los deseos de comodidad, de abundancia en bienes materiales, de dominio sobre las personas y las cosas, son obstáculos reales que impiden avanzar por el camino del Evangelio. Tales aspiraciones se convierten en tiranía y esclavitud para todo hombre, pero, en particular, para el seguidor de Jesús suponen un estancamiento en la carrera. Como repite machaconamente san Vicente, «ésos no tienen libertad para seguir a Jesucristo» (X1, 521). La persona particular encuentra dentro de sí misma el mayor impedimento para obrar libre de toda atadura esclavizante.
La negación de sí mismo facilita el ejercicio de otras renuncias exigidas por el Reino, como dejar a los seres queridos. Jesús, en efecto, excluye del número de sus discípulos a los que prefieren «a su padre, a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismos más que a él» (Lc 14, 26). La tentación de conseguir un «honesto retiro» junto a sus familiares, con peligro de abandonar la misión, constituyó una seria amenaza para el joven Vicente de Paúl; le costó copiosas lágrimas el desprendimiento real de sus parientes, pero tal sacrificio en nombre del Evangelio operó en él la conversión, liberándole de las ataduras que le oprimían y le encerraban en sí mismo anulándole para la evangelización de los pobres. A partir de aquella decisión tajante de dejar lo más querido que tenía en la tierra, un camino expedito se le abrió para seguir a Jesús ejerciendo la caridad.
Sin embargo, añade él mismo: «Hemos de amar a nuestros parientes en nuestro Señor…, porque se despegan de nosotros para que seamos mejores siguiendo a nuestro común Salvador» (X1, 513). Recuerda también cómo, en algunas ocasiones, la decisión a seguir a Jesús puede sembrar desconcierto y división entre los mismos familiares, de acuerdo con lo que dice el Evangelio (cf. Mt 10, 34-37; Lc 12, 51-53). En todo caso, los que permanecen fieles a la llamada del Señor, ésos son aptos para el Reino de Dios. En cambio, «el que echa la mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios» (Lc 9, 62).
Sigue comentando el Santo a propósito de la mortificación de las «pasiones», que las renuncias a toda ambición personal sumergen al discípulo de Jesús en la muerte misma del Redentor. Si la conversión al Evangelio exige romper con muchas inclinaciones pecaminosas, ayuda, por otro lado, a vivir la mística del bautismo, según la cual el cristiano ha de morir con Cristo al mundo, para resucitar con él a una «vida nueva». De esta forma, situamos en nosotros a Jesucristo y podemos decir con san Pablo: «Ya no vivo yo, vive en mí Cristo» (Gal 2, 20). Con otros términos igualmente paulinos, es preciso «despojarse del hombre viejo para revestirse del nuevo» (Col 3, 10). Sin esta disposición de lucha consigo mismo y con las concupiscencias del mundo (cf. 1 Jn 2, 16) no cabe esperar la debida fidelidad al don de la llamada. El seguimiento de Jesús y la entrada en el Reino son fórmulas equivalentes que no admiten divorcio real, sino únicamente distición racional basada en el lenguaje evangélico.
La ruptura con el mundo se entiende en el mismo sentido con que san Pablo exhorta a los cristianos: «no os amoldéis a este mundo» (Rm 12, 2). No critica el Apóstol la solidaridad con los hombres que buscan angustiosos la solución a sus problemas, sino el espíritu del mundo contrario al de Dios. Tampoco san Vicente se despreocupa de los ambientes socio-políticos, culturales y religiosos de su tiempo que trata de mejorar; pero reprocha las ambiciones del mundo, su propósi- t, o de independencia de Dios y su ansia de poder. El no quiso salir de la compañía de los hombres, pero constata las dificultades que conlleva la presencia en medio del mundo, sin ser del mundo (cf. Jn 17, 9-18). La actitud de Jesús frente a los poderes abusivos del mundo comunica a sus seguidores la misma libertad para obrar como Él ante los ataques y persecuciones que vengan de los enemigos del Reino.
«Cargar cada día con la cruz» es otra condición impuesta por el Señor. El auténtico seguidor no tiene otra alternativa que abrazarse con la cruz del Redentor: «El que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10, 38). Cargar con la cruz significa aceptar toda clase de adversida des que provienen de la enfermedad, del trabajo, de la convivencia humana y del hecho mismo de acercarse al Dios abrasador que no soporta el pecado en sus hijos. Como siempre, el medio para superar esas pruebas es la práctica de la mortificación cristiana, activa o pasiva, que de no entenderla rectamente, se ignora el sentido de la vocación cristiana y, en definitiva, del seguimiento: «No podríamos vivir sin ella; lo repito, no podríamos vivir unos con otros. Y no sólo es necesaria entre nosotros, sino también con el pueblo, con el que hay tanto que sufrir. Cuando vamos a una misión, no sabemos dónde nos alojaremos, ni qué es lo que haremos; nos encontramos con cosas muy distintas de las que esperábamos, y la Providencia echa por tierra todos nuestros planes» (Xl, 590). La cruz presenta muchas caras, algunas muy toscas y pesadas. Entre ellas hay que destacar la persecución, aunque vaya acompañada de recompensa: «Dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, que Dios os va a dar una gran recompensa» (Mt 5, 11).
Las renuncias hechas en nombre del Evangelio conducen al cristiano a la comunión e identificación con Cristo. El seguidor se pregunta muchas veces qué haría, qué pensaría o cómo hablaría Jesús en tal o cual circunstancia. La conclusión a que llega es la de adherirse más firmemente a la persona de Jesús que mantuvo relaciones filiales con el Padre y de entrega amistosa con los hombres.
5. Espíritu del seguimiento
La comunión con Jesús no es sólo participación en su cruz, lo es también en su gloria, a la que se llega viviendo los consejos evangélicos. Cristo Jesús encarna el espíritu de las bienaventuranzas -corazón del Evangelio- proclamadas en el Sermón del monte. El espíritu que recogen es el propio y distintivo de los apóstoles o enviados del Señor. Se trata de un «espíritu nuevo», contrario al orden social establecido, enemigo de Dios, que obra siempre con altanería, doblez y ambición. Por el contrario, el espíritu de las bienaventuranzas ofrece armas contrarias al espíritu del mundo y facilita la extensión del Reino. Sus nombres son: pobreza de espíritu, mansedumbre, hambre y sed de justicia, misericordia, limpieza de corazón, construcción de la paz, persecución a causa de la justicia (cf. Mt 5, 1-12; Lc 6, 20-23).
San Vicente afirma que «sin estas virtudes no seremos más que misioneros en pintura» (XI, 602). Aún más: «Entre las máximas evangélicas, ya que son muchas en número, he escogido especialmente las que son más propias del misionero. ¿Cuáles son? Siempre he creído y pensado que eran la sencillez, la humildad, la mansedumbre, la mortificación y el celo» (X1, 586). No es raro que san Vicente llame a estas virtudes «bienaventuranzas» por el estado en que sitúan al seguidor de Jesús y por las obras que se derivan de su práctica. El humanismo vicenciano alcanza su madurez en el ejercicio de las bienaventuranzas, autorretrato del Señor «manso y humilde de corazón» (Mt II, 29).
Según la teología tradicional, las bienaventuranzas son «actos» que proceden de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo. Se diferencian de las unas y de los otros. Contienen una recompensa eterna, cuyo anticipo en la tierra está asegurado por la promesa del Señor. En el lenguaje vicenciano, cada virtud tiene su bienaventuranza correspondiente, con la que se confunde frecuentemente: la sencillez es propia de «los limpios de corazón»; la humildad se encuentra en «los pobres de espíritu»; la mansedumbre en «los no violentos»; la mortificación en «los que tienen hambre y sed de justicia»; el celo en «los constructores de la paz». Esta correspondencia entre virtudes y bienaventuranzas no es tan simple como aparece. Con frecuencia, una misma virtud implica varias bienaventuranzas. La mortificación, por ejemplo, engloba, además del «hambre y sed de justicia», «el llanto» y «la persecución por causa de la justicia». La caridad, que es virtud propia del espíritu de las Hijas de la Caridad y de los laicos vicencianos, está repartida en todas las bienaventuranzas sobre todo en la «misericordia».
Aunque sea el Señor quien se encargue de derramar su espíritu sobre los discípulos, éstos han de esmerarse en el revestimiento de los sentimientos y afectos de quien les ha llamado para continuar su obra. Sin la participación de este espíritu no es posible agradar a Dios ni extender su Reino de amor y de misericordia, de justicia y de paz. Otro talante distinto del propuesto por el Sermón del monte no identifica al seguidor de Jesús. Por el contrario, vivir en dependencia del Evangelizador de Nazaret asegura su configuración en la tierra. A fuerza de preguntarse el imitador de Cristo: «Señor, si tú estuvieras en mi lugar, ¿qué harías en esta ocasión? ¿cómo instruirías a este pueblo? ¿cómo consolarías a este enfermo de espíritu o de cuerpo?» (XI, 240), termina adquiriendo el espíritu mismo que contienen las bienaventuranzas.
Si las formas de seguir a Jesús son variadas en la historia de la Iglesia, los estilos que expresan el espíritu evangélico son igualmente abundantes. La familia vicenciana tiene el suyo propio, dado por Dios para el fiel cumplimiento de la misión encomendada, lo mismo que las demás familias religiosas recibieron el suyo específico en orden al desempeño de la obra para la cual nacieron en la Iglesia y en el mundo. Es tan importante el cultivo del espíritu evangélico que de él depende la vida o la muerte de la comunidad cristiana en general y de la vicenciana en particular. San Pablo asegura que «el que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rm 8, 9). El Espíritu Santo conduce al seguidor de Jesús, imprimiendo en él la semejanza con el Maestro manso y humilde.
6. Seguimiento y Providencia
San Vicente descubre una estrecha relación entre el seguimiento de Jesús y la docilidad a la Providencia, entre «seguir los pasos de la adorable Providencia» y «seguir fielmente las huellas de Jesucristo». La pura necesidad, los signos de los tiempos y la obediencia a las órdenes de la jerarquía son otras muestras de la voluntad divina, manifestada de forma paulatina y esclarecedora (cf. XI, 396). Tales manifestaciones del beneplácito divino cuajan en obras o compromisos de caridad con los necesitados, a imitación del Hijo de Dios que hizo de la voluntad del Padre su alimento cotidiano (cf. Jn 4, 34).
El paso del tiempo se encarga de hacer manifiesto el designio divino sobre Vicente de Paúl, que dice: «Siento una devoción especial en ir siguiendo paso a paso la adorable Providencia de Dios» (II, 176). La conexión que establece entre seguimiento y Providencia queda regulada al poco tiempo de su conversión o encuentro con Jesús evangelizador de los pobres. Enseguida descubre que «la Providencia tiene grandes tesoros ocultos, y los que la siguen y no se adelantan a ella honran maravillosamente a nuestro Señor» (1, 131).
El empleo indistinto del verbo «seguir», para designar los dos consejos evangélicos, la docilidad a la Providencia y el seguimiento de Jesús, denota ya una misma actitud frente a la vocación misionera. La referencia a los «tesoros ocultos» patentiza la confianza en el poder de Dios, que cuida más de sus hijos que de las aves del cielo y de los lirios del campo (cf. Mt 6, 25-34). En esta confianza cifra su ilusión misionera: «No podemos asegurar mejor nuestra felicidad eterna que viviendo y muriendo en el servicio de los pobres, en los brazos de la Providencia y en una renuncia actual a nosotros mismos, para seguir a Jesús» (III, 359).
Tal vez ninguna enseñanza como la recién leída condense mejor la «fe y experiencia» de Vicente de Paúl acerca de su confianza en Dios. En ella encontramos los elementos básicos que componen su vocación y misión cristiana. Este apóstol de la caridad no se detiene en proyectos personales, ajenos al seguimiento de Jesús y al designio divino. Todo le parece poco con tal de asegurarse en el gobierno de Dios, que rige los destinos de la historia. En la misma línea de docilidad a la Providencia concluye: «Nada sorprende al indiferente: aguarda, camina, sufre, trabaja día y noche, dispuesto a seguir las órdenes de Dios más extrañas y más inesperadas» (Xl, 534).
En resumen, el seguimiento de Jesús según san Vicente representa una interpretación válida entre otras muchas que se han dado en la historia del cristianismo. Su originalidad consiste en seguir las huellas de Jesús, el Enviado del Padre, que vino al mundo para evangelizar a los pobres con palabras y obras. Nada hay, por consiguiente, comparable a la vocación del cristiano que se esfuerza en continuar la tarea salvadora del Hijo de Dios en la tierra.
Bibliografía
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