Espiritualidad vicenciana: Reglas

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Miguel Pérez Flores, C.M. · Año publicación original: 1995.

Las Reglas o Constituciones comunes frutos de la experiencia. Redacción. Evolución del texto. Contenido. Ori­ginalidad y dependencia. Valoración. Obligatoriedad. Perennidad. Influencia. Aprobación eclesial. Reglas particulares. Reglas de las Hijas de la Caridad: comunes y particulares.


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La formación de las Reglas o Constituciones comunes de la Congregación de la Misión se co­menzó desde el mismo momento de la fundación. El contrato de fundación (1625) contiene ele­mentos que pasarán al texto de las Reglas o Cons­tituciones comunes. Lo mismo hay que decir de la bula Salvatoris Nostri, por la que el Papa Ur­bano VIII aprobó la Congregación de la Misión en 1632 y de los pequeños reglamentos ( X, 239. 308; I, 130. 151. 231. 242; II, 28. 33).

I. Reglas de la C.M.

La Congregación de la Misión, aunque poco numerosa en sus comienzos, era un comunidad viva espiritual y apostólicamente. Era la vida la que sugería ideas y proyectos, la que corregía prácticas, las limaba o consolidaba. Las Reglas o Constituciones comunes de la Congregación no han sido escritas a priori, son más bien fruto de la experiencia como afirma el P. Coste juzgando el modo de actuar de san Vicente: «La experien­cia es la escuela de los hombres de acción, san Vicente sometió todas sus obras a la prueba del tiempo, modificándolas, corrigiéndolas, adaptán­dolas según las lecciones que recibía».1

Redacción de las Reglas o Constituciones co­munes

En 1635, no existía todavía un texto orgánico completo de las Reglas o Constituciones comu­nes. En esta época, la única fuente de la que po­dría dimanar el derecho propio de la Congregación de la Misión era el mismo san Vicente, por la au­toridad que le concedió la bula Salvatoris Nostri, aunque tuviera que pasar sus decisiones por el tamiz de la autoridad del Arzobispo de París. Por un fragmento trasmitido por Abelly, sabemos que san Vicente estuvo muy enfermo en 1635. El mis­mo san Vicente se preguntó qué pena hubiera si­do la mayor si hubiera fallecido. La respuesta que a sí mismo se dio fue: no haber redactado el tex­to definitivo de las Reglas o Constituciones co­munes II, 317).

San Vicente sabía que tenía autoridad para re­dactarlas, pero se dio cuenta que la responsabi­lidad no podía ser únicamente de él. Buscó cola­boradores entre los misioneros. En una carta que escribió al P. Lebreton, le preguntó qué pensaba de los trabajos que estaban llevando a cabo so­bre las Reglas o Constituciones comunes (II, 114). En 1642 convocó la Asamblea para estudiar como tema central el texto de las Reglas o Cons­tituciones comunes. Los asambleístas compren­dieron su responsabilidad y no se limitaron a acep­tar sin crítica lo que san Vicente les propuso. Para agilizar los trabajos, nombraron una comi­sión, a fin de llegar más fácilmente a conclusio­nes aceptables para todos {X, 354).

El resultado de la Asamblea no fue conside­rado definitivo, ni por san Vicente ni por los otros miembros de la misma. San Vicente escribió el 24 de octubre de 1642 al P. Codoing, a la sazón Superior de la casa de Roma, pidiéndole su pa­recer sobre lo hecho. Es posible que para 1643 se tuviera un texto provisional. Al mismo Padre Codoing, le escribió un poco más tarde, el 30 de enero de 1643, y le prometió «revisar las Reglas o Constituciones comunes y enviárselas a conti­nuación». San Vicente quería que el P. Codoing conociera las Reglas o Constituciones comunes para llevar a cabo la misión que le iba a confiar. El 12 de agosto de 1644, apenas muerto el Papa Urbano VIII, san Vicente volvió a escribir al Padre Codoing y le rogaba que urgiese la confirmación de las Reglas en el intermedio, antes que fuera elegido otro Papa, y que hiciera todo lo posible para que se revocase la cláusula de la bula por la que se concedía al Arzobispo de París el derecho de aprobar las normas emanadas de la autoridad del Superior General de la Congregación de la Mi­sión.

En Roma, no marcharon las cosas con la ra­pidez deseada. San Vicente se decidió trabajar en dos frentes. El 1 de noviembre de 1644, es­cribió al Padre Dehorgny, nuevo Superior de la ca­sa de Roma, y le decía: «Estamos procurando que nos aprueben las Reglas comunes aquí. Si lo logramos, in nomine Domini. Usted no dejará de ver qué es lo que se puede hacer ahí». Todo es­to obliga a pensar que existía un texto de las Re­glas o Constituciones comunes.

En 1646, el Arzobispo Coadjutor de París, Juan Francisco Pablo de Gondi, había conseguido fa­cultades delegadas para aprobar las Reglas o Constituciones comunes de la Congregación de la Misión y, por lo que dice san Vicente, con bue­nos deseos de hacerlo. El 12 de agosto de 1646, escribió al P. Portail y le decía: «Estoy pensando si será preciso que lo mande venir para retocar nuestras Reglas», y añadió: «el Señor Arzobispo tiene facultades para aprobarlas y quiere trabajar en ello». Parece que todo quedó en buenos de­seos.

El 1 de julio de 1651, se celebró la segunda Asamblea general. Duró hasta el 11 de agosto. Se propuso ultimar la redacción definitiva de las Re­glas o Constituciones comunes. De hecho, al fi­nal de la Asamblea, todos estuvieron de acuerdo en enviarlas para su aprobación, porque están conformes con nuestro modo de vivir, con el fin del instituto y adaptadas a las condiciones exigi­das por la bula Salvatoris Nostri.

De la Asamblea de 1651, tenemos, además de las actas oficiales, otra información de uno de los presentes a la Asamblea: el P. Antonio de Lu­cas. Por esta información, sabemos que el texto tenía que ser leído todavía por dos o tres asam­bleístas. Es posible que necesitara ser limado de ciertas imperfecciones. El P. A. de Lucas da a entender que estaban un poco cansados de tan­ta corrección: «Con las Reglas, dejó escrito dicho Padre, pasa como cuando se lavan las manos, siempre se encuentra algo que lavar, o como con las gallinas que siempre encuentran algo que pi­car, aunque hayan pasado más de cien veces por el mismo sitio» (X, 414).

El estudio del desarrollo histórico de las Re­glas o Constituciones comunes suscita varias cuestiones. Una de ellas es la tardanza, por qué san Vicente tardó tanto tiempo en dar el texto de­finitivo. Más aún, consta que tuvo el propósito de retrasar todo lo posible la redacción final, no obs­tante la reflexión tenida a causa de su enferme­dad en 1635. En 1648, aludió a la prudencia de san Ignacio de Loyola y al fracaso de san Fran­cisco de Sales por haber dado demasiado pron­to las reglas a las monjas de santa María. Esta tar­danza estaba justificada por las dificultades que dentro y fuera de la comunidad surgían. El autor anónimo de las Memoires señala que una de las causas fue la carencia de las aprobaciones civi­les de la Compañía de las Hijas de la Caridad. Las Reglas o Constituciones comunes tratan de la Compañía de las Hijas de la Caridad, y mien­tras ésta no fuera aprobada civilmente, no tendría valor lo que sobre ella se decidiera en las Reglas o Constituciones comunes de la Congregación de la Misión.2 El Rey Luis XIV confirmó la apro­bación arzobispal de las Hijas de la Caridad once años después (1655). Sólo a partir de noviembre de 1657, san Vicente podía promulgar las Reglas o Constituciones comunes de la Congregación de la Misión, aunque todavía faltaba la aprobación parlamentaria de la Compañía de las Hijas de la Caridad, dada el 6 de diciembre de 1658.

Otra razón, que el mismo san Vicente expu­so en el prólogo de las Reglas o Constituciones comunes, fue la de imitar a nuestro Señor que pri­mero hizo y después enseñó, y para evitar otros muchos inconvenientes que, sin duda, hubieran surgido de una prematura publicación de las Re­glas o Constituciones comunes. San Vicente dio valor teológico al hecho de ir despacio: no ade­lantarse a la Providencia.

Evolución del texto

Como es normal en la historia de las Reglas y Constituciones de las Comunidades, casi nin­guna regla ha sido redactada completamente desde un primer momento. Los fundadores es­tudiaron, experimentaron, cotejaron sus propó­sitos con las normas de otras comunidades. An­tes de conocer el códice de Sarzana, publicado por el P. A. Coppo, C.M. en 1957, poco se podía saber de la evolución del texto de las ac­tuales Reglas o Constituciones comunes de la Congregación de la Misión. Ahora, podemos com­parar el texto actual con otro, lo más tardar, de 1655. Me limito a dar una muestra, entre otras muchas que podría ofrecer, para ver cómo ha evolucionado el texto de algunos artículos, te­niendo presentes el texto del códice de Sarzana de 1655 y el texto definitivo de 1658. Escojo el articulo primero del capítulo primero, que trata «Sobre el fin, naturaleza e instituto de la Con­gregación de la Misión».

Texto de 1655 «Habiendo sido enviado nuestro Señor Jesucristo al mundo para ha­cer siempre la voluntad de su Padre, para evangelizar a los pobres y dar a los Apóstoles y sus sucesores la ciencia de la salvación para la remisión de los pecados; y como esta mínima Congregación de la Misión ha sido instituida, con el propósito y según la debili­dad de sus fuerzas, de seguir sus huellas, es conveniente que su fin principal sea: Pri­mero cumplir en todo la vo­luntad de Dios; Segundo, evangelizar a los pobres prin­cipalmente a los del campo; Tercero, ayudar a los ecle­siásticos a adquirir la ciencia de los santos, mediante la cual guíen a las gentes por el ca­mino de la salvación».

Texto de 1658. «Nuestro Señor Jesucristo, habiendo si­do enviado al mundo para salvar al género humano, se puso a actuar y a enseñar, se­gun aparece en la Sagrada Es­critura. Llevó a cabo lo prime­ro predicando toda suerte de virtudes. Lo segundo, cuando evangelizaba a los pobres y trasmitía a los apóstoles y dis­cípulos la ciencia necesaria pa­ra dirigir a las gentes. Esta pe­queña Congregación de la Mi­sión, pues quiere imitar en la medida de sus pocas fuerzas al mismo Cristo y Señor, tan­to en sus virtudes cuanto en sus trabajos dirigidos a la sal­vación del prójimo, conviene que use medios semejantes para llevar a la práctica el san­to deseo de imitarlo. Por ello, el fin de la Congregación es: 1» dedicarse a la perfección propia tratando de practicar con todas sus fuerzas las vir­tudes que este supremo ma­estro nos quiso enseñar de palabra y con el ejemplo. 2′ evangelizar a los pobres, sobre todo a los del campo. 3′ ayu­dar a los eclesiásticos a ad­quirir la ciencia y las virtudes exigidas por su estado».

Los cambios que se advierten entre el texto de 1655 y el de 1658 no sólo son de forma, sino de contenido. Queda otra cuestión no fácil de responder, a saber, por qué razones se hicieron los cambios.3

Contenido de las Reglas o Constituciones comunes

San Vicente no incluyó en las Reglas o Cons­tituciones comunes todos los elementos que con­figuran jurídicamente a la Congregación de la Mi­sión, tales como los referentes a las figuras de gobierno y administración de los bienes y a la de­terminación de los derechos y obligaciones de los miembros de la comunidad, etc. Como dice el P. J. Corera, san Vicente dio a la Compañía en las Reglas o Constituciones comunes un «ma­nual de vida» y expuso en ellas el «espíritu de la Compañía vicenciana». Separó asi los contenidos de las Reglas o Constituciones comunes, de la de otros cuerpos normativos, como las Constituciones Mayores, las Reglas particulares, y las nor­mativa referente a las asambleas y a los votos (J. Corera, Las Reglas o Constituciones comunes, en Vicente de Paúl, la inspiración permanente, CEME, Salamanca 1981, pp. 189-198)

Las Reglas o Constituciones comunes van precedidas de un prólogo y la integran doce ca­pítulos. El prólogo es una carta circular que san Vicente dirigió a toda la Congregación. San Vi­cente empezó con una exclamación: ¡He aquí, por fin, hermanos amadísimos…! Es como un suspiro de descanso porque, al fin, se ha llegado a la meta tan esperada. San Vicente explicó la ra­zón de la tardanza en dar las Reglas o Constitu­ciones comunes: imitar a Cristo que primero prac­ticó y después enseñó… para estar seguros de la viabilidad de las disposiciones: «todo ha sido prac­ticado durante años». Exhortó a sus hermanos a que las recibieran con el mismo afecto con el que se las daba y les aseguraba que «todas se inspi­ran en el espíritu de Cristo y no en el espíritu del mundo». Serán, pues, una gran ayuda para prac­ticar las virtudes y enseñanzas de Cristo. No po­día ser de otra manera: porque «Los llamados a continuar la misión de Cristo, que consiste en la evangelización de los pobres, deben llenarse de los mismos sentimientos y afectos de Cristo. Más aún, deben llenarse de su mismo espíritu y se­guir fielmente sus huellas».

Entre los doce capítulos, hay que destacar los dos primeros, el once y el doce. En el primero, san Vicente expuso el fin de la Congregación, las clases de miembros que la integran: clérigos y lai­cos y los ministerios que corresponden a cada gru­po. En el segundo, trazó las líneas de la espiri­tualidad del misionero: las máximas evangélicas opuestas a las del mundo; las virtudes caracte­rísticas del misionero: humildad, sencillez, man­sedumbre, mortificación y celo; puso el fundamento de las mutuas relaciones entre los miembros de la Congregación como miembros del Cuerpo místico de Cristo e hizo una breve intro­ducción a las virtudes de la pobreza, castidad y obediencia con sendos capítulos (tercero, cuar­to y quinto) para cada virtud .

Es interesante el puesto que san Vicente dio a los enfermos en las Reglas o Constituciones co­munes: cómo se deben comportar los mismos en­fermos y cómo los demás se deben comportar con ellos. Todo el capítulo sexto está dedicado a este tema. En el séptimo, ofreció las líneas ge­nerales de conducta íntima de los misioneros, partiendo del consejo de san Pablo: «Que vues­tra modestia sea patente a todos». San Vicente pidió que los misioneros, no fueran frívolos, ni pueriles, ni abandonados en su porte.

Si es importante cómo comportarse íntima­mente, no menos es cómo relacionarse mutua­mente. En el capítulo octavo, trató de este tema. En él, san Vicente expuso aspectos muy importantes sobre la vida comunitaria. El amor mutuo, como Cristo lo mandó, y el que quiera ser el ma­yor que se haga el menor son los dos principios claves. Dio avisos sobre las amistades particula­res y las aversiones; sobre la terquedad en las opi­niones; sobre el silencio de palabra y de obra; so­bre el respeto a los superiores, y exhortó a mez­clar lo útil con lo agradable en las conversaciones. En resumen, san Vicente se interesó para que la convivencia entre los misioneros fuera grata y útil.

Un misionero es una persona que necesaria­mente debe relacionarse con personas externas de toda clase. De las relaciones con los exter­nos, trata el capítulo noveno. El Señor dio normas para que sus discípulos supieran tratar con los es­cribas, fariseos, jueces y cuando los convidaban a los banquetes. Todas las disposiciones tienden a la edificación del prójimo, al respeto mutuo y al respeto de la intimidad de la comunidad.

La comunidad misionera es comunidad de oración y de trabajo. San Vicente señaló en el capítulo décimo las prácticas de piedad de la co­munidad vicenciana: devociones a los misterios de la Trinidad, de la Encarnación y Eucaristía, a la Virgen, rezo del oficio divino, confesión fre­cuente, oración diaria, corrección fraterna, morti­ficaciones comunitarias, la animación espiritual por medio de las conferencias del superior, los ejercicios espirituales anuales, etc. .

El capítulo undécimo está dedicado a las mi­siones, ministerio principal de la Congregación de la Misión. El principio inspirador es Cristo evan­gelizador de los pobres. San Vicente se detuvo en aquellos detalles que pueden impedir el buen trabajo apostólico de las misiones, como los per­misos necesarios del Obispo, el respeto a los Pá­rrocos, las cautelas en las confesiones y en la dirección espiritual, la gratuidad de las misiones y la atención al clero. En esa misma línea, prohi­bió ciertos trabajos apostólicos, como el servicio sacerdotal a las comunidades de mujeres, ex­cepto a las Hijas de la Caridad.

El capítulo duodécimo, lo dedicó san Vicen­te a exponer los medios y las ayudas necesarias para ejecutar bien y fructuosamente los ministe­rios antes dichos. En primer lugar, se señalan las virtudes que el misionero debe tener muy pre­sentes: rectitud de intención y evitar la vanaglo­ria; ni halagos ni crítica a los compañeros; senci­llez en la predicación y en la formación al clero; evitar lo novedoso; no caer en la pereza ni en el celo indiscreto; no envidiar a otras comunidades; fidelidad a las cinco virtudes que caracterizan al misionero, porque son como las «cinco piedras contra Goliat»; fidelidad a las Reglas o Constitu­ciones comunes y para ello, «leerlas una vez ca­da dos meses y pedir perdón varias veces al año y penitencia al Superior por las faltas cometidas contra ellas».

Originalidad y dependencia

Como dije antes, casi todos los fundadores han tenido en cuenta, al redactar las propias re­glas, las reglas de otros muchos fundadores. De san Vicente, se puede afirmar lo mismo: ha sido un arquitecto que, con materiales propios unas veces y con materiales ajenos otras, ha sabido construir el propio edificio. No obstante la coin­cidencia material entre las Reglas Comunes de la Congregación de la Misión con otros cuerpos nor­mativos, vg. con los de la Compañía de Jesús, no se puede decir que sean lo mismo, cada uno tie­ne la propia configuración y, lo que es más im­portante, a cada uno los anima distinto espíritu.

La dependencia material de las Reglas o Cons­tituciones comunes de la Congregación de la Mi­sión, de los cuerpos normativos de la Compañía de Jesús, es evidente. Podemos asegurar que no hay capítulo de las Reglas o Constituciones co­munes de la Congregación de la Misión en el que no se encuentre algún vestigio, bien de las Re­glas comunes, o del Sumario de las Constitucio­nes de los jesuitas. Algunas veces, la semejanza es materialmente total como es el caso de prohi­bir salir de la habitación sin estar decentemente vestidos o cuando se prohíbe llevar de una casa a otra cosa alguna sin permiso del superior. Las coincidencias se suelen encontrar en aquellos nú­meros prácticos que disponen aspectos muy ob­vios y muy convenientes para la convivencia co­munitaria. De los 142 artículos de las Reglas o Constituciones comunes de la Congregación de la Misión, unos 52 están tocados de jesuitismo. Si añadimos otras referencias directas o indirec­tas a otras fuentes, tenemos que más de la mi­tad de las Reglas o Constituciones comunes de la Congregación de la Misión tienen relación de dependencia material con reglas de comunida­des anteriores.

Los primeros números de cada capítulo, sin embargo, son originales en el contenido y en la formulación, aunque haya eco de otras reglas, in­cluso monacales. Estos primeros números de los capítulos de las Reglas o Constituciones comu­nes de la Congregación de la Misión son los ca­pítulos teológicamente inspiradores y motivado­res, los que hacen referencia al ejemplo y pala­bras de Cristo y los que dan el matiz propiamen­te vicenciano.

Valoración

Las Reglas o Constituciones comunes son, según dijo san Vicente, fruto del espíritu divino y no del espíritu humano. Están basadas en la vi­da, obras y espíritu de Cristo «en cuanto fuimos capaces de hacerlo» (X, 462) . Cristo es el princi­pio inspirador de toda doctrina y normativa vi­cenciana; es, usando una expresión del mismo san Vicente, la «regla» de la Misión (XI, 429). El valor más significativo y apreciable de las Reglas o Constituciones comunes vicencianas es el cris­tocentrismo que las anima: todas vienen de Dios y están sacadas del evangelio (IX, 293-294, 727; XI, 323), conducen a Dios como la nave al puer­to (VII, 133-135), santifican (IX, 880), son sende­ros que conducen a la meta a los misioneros y los ayudan a perseverar en la vocación (IX, 56-57; XI, 775-776), son como las alas para las aves que las ayudan a volar (IX, 728). Todo va bien cuando se cumplen las Reglas o Constituciones comunes; de lo contrario, se cae en el desorden y relajación. La vocación del misionero exige contemplar a Cristo evangelizador de los pobres, fundador de una comunidad de apóstoles. Desde esta con­templación, deben comprenderse y practicarse las cinco virtudes propias.

Las normas ascéticas son parcas en las Re­glas o Constituciones comunes de la Congrega­ción de la Misión. San Vicente optó por la asce­sis interior, los actos externos de piedad y de ascesis saldrán del interior del misionero, si está comprometido en seguir las huellas Cristo.

De las normas disciplinares, se puede decir que son normas elementales, necesarias para «andar por casa». En este espacio, es donde san Vicente incorporó normas y prácticas de otras co­munidades, interesado por su valor objetivo y despreocupado de su origen. Cualquier comuni­dad, apostólica o monacal, pide ese mínimo de normas disciplinares.

La vida de piedad de los misioneros debe ser sólida y fundamentarse en los tres grandes mis­terios de la fe cristiana: Trinidad, Encarnación y Eucaristía, considerando a la Eucaristía como el compendio de los otros dos. San Vicente pidió a los misioneros que se confesaran semanalmen­te y en las fiestas principales. Está en favor de la comunión frecuente, la máxima frecuencia que se podía hacer en su tiempo.

Desde la perspectiva pastoral, el principio ins­pirador es el mismo: Cristo evangelizador de los pobres y formador de sacerdotes. San Vicente exigió calidad espiritual a sus misioneros y sufi­ciente formación teológica y ministerial. A san Vi­cente, se lo ha acusado de no formar sacerdotes dados a la investigación en el campo de las cien­cias sagradas, sino a la pastoral y casi a una pas­toral de urgencia. En realidad, san Vicente sintió la urgencia de la atención al pueblo de Dios que se condenaba y no se lo alimentaba con el pan de la palabra, ni se fortalecía con la recepción co­rrecta de los sacramentos. Para que la labor pastoral fuera eficaz, san Vicente cuidó que las re­laciones de los misioneros con los Obispos y párrocos fueran de un gran aprecio, respeto y obediencia.

Desde la perspectiva jurídica, las Reglas o Constituciones comunes recogen los elementos constitucionales fundamentales: fin de la Con­gregación de la Misión, personas que la compo­nen y ministerios a los que se deben dedicar. En todos los capítulos, se supone la existencia de una comunidad de hombres espirituales y apostóli­cos que no necesitan de muchas normas y reglas. El superior tiene que ser un hombre espiritual, capaz de dirigir hombres espirituales; hombre apostólico, capaz de animar un grupo apostólico. Por eso, para san Vicente, el superior es una fi­gura central en la vida del misionero. Algunos han visto cierta exageración en el rol que san Vicen­te dio al superior, como si todo fuera posible con permiso del mismo y nada se pudiera hacer sin su permiso.

En las Reglas o Constituciones comunes de la Congregación, no se encuentra nada que pue­da considerarse como normas coercitivas, no hay derecho penal propiamente tal. Se propuso la idea en la Asamblea de 1651, pero no prosperó.

Sobre el valor literario de las Reglas o Cons­tituciones comunes recojo la opinión del P. A. Or­cajo: «Ignoramos qué mano redactó el original la­tino. Parece ser el mismo autor que redactó otros documentos de la Congregación por la similitud que hay en el ritmo de la frase, la construcción, el estilo histórico, el mismo hipérbaton natural. Pero ¿quién fue este hombre que supo dar mo­vimiento y gracia al giro latino? No sabemos, qui­zás algunos de los asambleístas entre los que ha­bía buenos humanistas» (A. Orcajo, San Vicente de Paúl a través de su palabra, Edit. La Milagro­sa, Madrid 1988, p. 139). De todas maneras, la lectura es fácil, muy comprensible, trasparente hasta apenas necesitar clarificación alguna. San Vicente consiguió decir lo que quiso y lo logró sirviéndose de un buen latinista que comprendió su pensamiento y lo supo redactar.

Obligatoriedad

San Vicente dijo claramente que las reglas no obligaban bajo pecado, a no ser por otras cir­cunstancias que rodean al hecho del faltar a la regla: desprecio, escándalo o porque se trata de leyes divinas, o de los votos u otras virtudes que obligan en conciencia. El fundador de la Con­gregación de la Misión se puso en el campo de los que en su tiempo opinaban así (IX, 292). El autor del prólogo a la edición de las Reglas co­munes de Lisboa recogió el parecer de san Vi­cente, lo mismo que el P. Fiat en el prólogo a la Explications sommaires des Regles communes (A. Fiat, Explications sommaire des Regles com­munes de la C.M., París, 1901, 1, 11.). La razón que se alega es que san Vicente no quiso obli­ gar bajo pecado para no multiplicar los peligros de condenación, lo cual no impide que el Supe­rior pueda imponer alguna penitencia para en­mienda del que no cumple las Reglas o Consti­tuciones comunes.

Prescindiendo del pensamiento de san Vi­cente, hoy, las Reglas no son en su conjunto un cuerpo normativo con valor jurídico y, por tanto, no obligan, fuera de aquellas disposiciones que se han incorporado a las Constituciones y Esta­tutos actuales. Las Reglas o Constituciones co­munes hay que verlas como uno de los mejores medios que Dios ha dado al misionero para lograr la perfección en la caridad, y perseverar en la vo­cación.

Perennidad

Las Reglas como cuerpo normativo está so­metido a las leyes del cambio de la historia. Hay valores que fueron muy estimados en tiempos de san Vicente y hoy no lo son, v. g. : el silencio, la separación entre los distintos grupos de una mis­ma comunidad, la prohibición a los hermanos de aprender a leer y a escribir, la uniformidad, la de­pendencia del Superior y otras disposiciones de pequeña monta. Muchas de estas normas reco­gidas en las Reglas o Constituciones comunes han desaparecido, en parte por la evolución del or­denamiento universal de la Iglesia, como los nú­meros referentes a la recepción de la Eucaristía y de la Penitencia y, en parte, por los cambios en la mentalidad y en los condicionamientos socia­les, como la ley de la separación. Sin embargo, en conjunto, las Reglas o Constituciones comu­nes han valido, y siguen valiendo, como se ve por el uso que del texto han hechos las Consti­tuciones de 1954.

En las Constituciones de la Congregación de la Misión actuales, se citan expresamente a las Reglas o Constituciones comunes solamente sie­te veces y se echa de menos una declaración co­mo la que contenían las Constituciones de 1954: «Tendrán la máxima estima y veneración por las Reglas comunes dadas por nuestro santo padre san Vicente ya que ellas constituyen el código de nuestra perfección» (Constituciones C.M. 1954, art. 218.) No obstante esta omisión en el texto constitucional, las Reglas o Constituciones co­munes siguen siendo el código de la perfección del misionero actual.

Influencia

Me refiero a la influencia de las Reglas o Cons­tituciones fuera de la Congregación de la Misión. Actualmente, más de cien comunidades se orientan de cerca o de lejos a la «barquilla de san Vi­cente y observan su estela». Al carisma vicenciano se lo considera como una de las corrientes más fuertes, capaz de dar vida a otras comunidades que surgieron con la misma intuición, pero care­cieron de los dinamismos del genio de san Vicente. Como ejemplo de la influencia de las Reglas o Constituciones comunes de la Congre­gación en otras comunidades posteriores, se pue­den citar las constituciones de los Redentoristas sobre la imitación de Cristo y a san Juan Bosco que se inspiró en el capítulo primero para expo­ner los fines de la comunidad salesiana. Otro ca­so singular es el de las Misioneras de la Inma­culada Concepción, cuyas bases fundacionales están inspiradas en casi su totalidad en las Reglas o Constituciones comunes de la Congregación de la Misión (N. Más, San Vicente y las Misione­ras de la Inmaculada, Anales 88(1980)741)

Aprobación eclesial

El Arzobispo de París, el 23 de agosto de 1653, aprobó definitivamente Reglas o Consti­tuciones comunes de la Congregación de la Mi­sión, pero, desgraciadamente, la primera impre­sión, hecha en 1655, estaba tan llena de errores que se optó por imprimirlas de nuevo. San Vi­cente aprovechó para hacer otros retoques, no importantes, que por delicadeza presentó al Ar­zobispo para su aprobación. El Arzobispo hizo constar que las aprobaba en virtud de las facul­tades que la bula Salvatoris Nostri, le concedía, y porque en ellas, nada había contrario a los sa­grados cánones y a las disposiciones del Conci­lio de Trento. No podemos hablar que las Reglas o Constituciones comunes estén aprobadas di­recta y explícitamente por el Romano Pontífice, pero sí de una manera indirecta.

La nueva impresión, la de 1658, es la que San Vicente entregó a los misioneros el día 17 de mayo del mismo año en una conferencia me­morable. Estaba admirado de sí mismo: «¿Esta­ré durmiendo? ¿Estaré soñando? ¡Que yo dé unas Reglas! No sé lo que hemos hecho para lle­gar a este punto, no puedo comprender lo que ha pasado; me sigue pareciendo todavía que es­tamos en el comienzo; y cuanto más lo pienso, más alejado me parece todo esto de la invención de los hombres, y más me doy cuenta de que solamente Dios ha podido inspirárselo a la Com­pañía» (XI, 329).

Con la presentación de las Reglas o Consti­tuciones comunes San Vicente culminó una de sus grandes obras. No obstante su ancianidad, tu­vo tiempo para comentar algunos artículos de las mismas. La última conferencia que poseemos es del 19 de diciembre de 1659.

Reglas particulares

San Vicente, como otros fundadores, se pre­ocupó de orientar a los miembros de su comu­nidad que asumían la responsabilidad de ciertos cargos y oficios. Muy pronto aparecieron las lla­madas Reglas particulares o de los oficios, has­ta tal punto que posteriormente aparecieron re­glas para todos los oficios, incluso, los que pue­den ser menos significativos.

En tiempo de san Vicente, existían las lla­madas Reglas del Superior general, del Visita­dor, aunque el oficio no existía como oficio fijo, las del Superior local. El P. Coste, en su edición de los escritos de san Vicente ofrece el Regla­mento para los sacerdotes de la misión de Mar­sella encargados de los galeotes. Hoy, nos pas­ma el leer el artículo primero de este reglamento en el que se dice que «deberán informarse de si se hacen en las galeras las oraciones de la tar­de y de la mañana y si, durante ellas, perma­necen todos en la debida compostura». Infor­marse de si entran mujeres y muchachos en las galeras y si duermen en ellas. Los quince artí­culos son interesantes y constituyen una serie de orientaciones pastorales que sólo se pueden comprender si nos situamos en la mentalidad de entonces (X, 376). .

El P. Coste nos ofrece también el Regla­mento de vida para los Padres J. Levacher y Martín Husson. Este Reglamento data de 1655, se conserva un copia del original que fue fir­mado por san Vicente. Los PP. Levacher y Hus­son trabajaban en Túnez para atender corporal y espiritualmente a los cristianos cautivos. No obstante el lugar y el apostolado que los dichos Padres ejercían, debían guardar con fidelidad las reglas de la Compañía, sus santas costumbres y máximas, practicar las cinco virtudes del mi­sionero. Siguen otras orientaciones de tipo más bien pastoral (X, 422).

Los Superiores generales de la Congrega­ción de la Misión mantuvieron la tradición de las reglas de los oficios y directorios para los dis­tintos ministerios: reglas del Admonitor del P. General, del Secretario General, del encargado de la portería, de la cocina, etc. Directorios pa­ra las misiones, para los Seminarios mayores y menores, Reglas para el Seminario Interno y Es­tudiantes, etc. etc. En 1850, se publicaron tres tomos con las Reglas de los oficios de la Con­gregación de la Misión que, en las sucesivas ediciones se fueron acomodando. La última aco­modación de las Reglas de los oficios se hizo en 1966 y fue firmada por el Superior General, P. W. Slattery (Regulae officiorum C.M. a Con-ven tu generali vigesimo revidae et approbatae, Parísiis, 1850; Regulae officiorum C.M. Roma. 1966).

II. Reglas de las Hijas de las Caridad

San Vicente se murió sin haber dado un tex­to oficial y definitivo de las Reglas Comunes de las Hijas de la caridad, distintas del Reglamento que san Vicente comentó a partir de 1633 en tres conferencias, como explícitamente lo dice santa Luisa al transcribir la conferencia del 31 de julio de 1634: «Es la tercera y última conferencia so­bre las reglas e instrucciones a la pequeña Com­pañía…, y distintas también de los Estatutos que presentó a la comunidad en la conferencia del 30 de mayo de 1647. No obstante este hecho, las hermanas tuvieron Reglas comunes y Reglas par­ticulares, dadas por san Vicente con la colabora­ción íntima de santa Luisa, que se mostró más interesada en dar una regla definitiva a las Her­manas. Es seguro que santa Luisa sufrió por la lentitud del venerado Padre en este asunto de las Reglas (M. Pérez Flores, Reglas de las Hijas de la Caridad siervas de los pobres enfermos, CEME, Salamanca 1989, p. 20).

Las Reglas propias de san Vicente, o proyec­to de Reglas que necesariamente se debían ex­perimentar, como san Vicente dijo en el Consejo de 8 de septiembre de 1655: es necesario estar seguros y que no suceda lo que ha sucedido a otras comunidades, que después de dos años, vieron sus reglas no apropiadas a su vida. En la Compañía de las Hijas de la Caridad, las Reglas se vienen cumpliendo, según el cálculo de san Vi­cente, por más de 18 años (X, 818). Es claro que seguía las misma táctica que con las Reglas de los misioneros que tardó, como dijimos antes, más de 30 años en darles forma definitiva.

Las Reglas de las Hijas de la Caridad provi­sionales, por llamarlas de alguna manera, están integradas por 43 artículos y tratan de lo princi­pal y más necesario para la vida de la Hija de la Caridad. Indico como titulo lo que sugiere el texto de algunos números: fin de la Compañía; es­píritu de la Compañía; indiferencia y desprendi­miento; paciencia; pobreza, castidad, obedien­cia: no pedir ni rehusar nada; buen uso de los bienes de la comunidad y de los pobres; prác­tica de las mortificaciones corporales; observan­cia de las cuatro virtudes propias de las hijas de la caridad: humildad, caridad, obediencia, pa­ciencia, que después pasaron a ser tres: humil­dad, sencillez y caridad; tener grande aprecio de las Reglas y usos de la Compañía, etc.

San Vicente explicó gran parte del contenido de estas Reglas provisionales entre 1655 y 1659. Estas conferencias son la fuente principal para conocer la espiritualidad de la Hija de la Caridad.

Después de la muerte de san Vicente y san­ta Luisa, el Superior general y la Superiora General, sus sucesores, se plantearon la cuestión de ha­cer el texto definitivo de las Reglas comunes. La tarea fue llevada a cabo por el P. Alméras (1660- 1672) y Sor Maturina Guérin en su primer trienio de Superiora general (1667-1673), ayudados el P. F. Fournier (1625-1677). Las promulgó el Supe­rior General P. Jolly en 1674. En su circular a las Hermanas, les aseguró: «No encontraréis nada de nuevo, nada que no vengáis practicando y visto practicar por las hermanas más observantes, for­madas y guiadas por el ejemplo de las primeras hermanas, sobre todo, de la Señora Le Gras, vues­tra queridísima Madre, cuya memoria bendeci­mos. Solamente, se ha puesto en orden lo que ellos nos dejaron, los avisos de nuestro venera­ble Padre, el Señor Vicente, de tal manera que la redacción escrita de las reglas es una compilación de su pensamiento y sentimientos concernientes a vuestro modo de vivir».

El P. Jolly puso todo el máximo cuidado para hacer ver que la nueva redacción era de conteni­do igual. Sor Maturina Guérin reunió a 35 Her­manas, entre las Hermanas Sirvientes y las más ancianas, para que garantizaran que la nueva ver­sión correspondía a las de san Vicente. Hubo al­guna que otra protesta que con el tiempo desa­pareció (Cf. Circulaires des Supérieurs généraux aux filies de la Charité, 1845, t. III, p. 565). Des­de 1674 hasta hoy, las hermanas han considera­do a estas Reglas como las Reglas comunes da­das por san Vicente a la Compañía de las Hijas de la Caridad.

Estas Reglas comunes están estructuradas como las de los misioneros. Están divididas en 10 capítulos. El contenido es plenamente vicencia­no y con añadidos nuevos para responder a las nuevas necesidades de una comunidad que iba creciendo y para sancionar algunas de las prácti­cas ya existentes en la Compañía. Los títulos de los capítulos son: Fin y virtudes de su instituto; pobreza; castidad; obediencia; caridad y unión que deben tener entre sí; de algunos medios pa­ra conservar entre ellas la unión y la caridad; ca­ridad para con los enfermos; las prácticas espiri­tuales y distribución del día.

Entre las cuestiones que se pueden plantear sobre las Reglas comunes de las hijas de la cari­dad está la de su aprobación pontificia. Algunos creen que fueron aprobadas por el Romano Pon­tífice, y se basan en la aprobación general dada por el Cardenal Vendome, legado del Papa Clemente IX el 7 de junio de 1668. Esta opinión no tiene razón de ser, porque no parece que entonces es­tuvieran redactadas. No basta una aprobación general de los textos. Lleva razón, por tanto, el Su­perior General, P. A. Fiat, cuando en una carta di­rigida a la Santa Sede el 20 de julio de 1883 dice que las Reglas de las hijas de la caridad nunca tu­vieron una aprobación pontificia explícita (Génesis de la Compañía. 1633-1968, p. 89).

Otro aspecto interesante es el comparar las Reglas comunes de las hermanas con las de los misioneros y ver la gran semejanza que existe en ciertos puntos, v. g. : indiferencia y el desprendi­miento, sobre la máxima de no pedir ni rehusar nada, uniformidad y singularidad, sobre la casti­dad y el ocio, sobre las amistades y aversiones (M. Pérez Flores, Reglas . ., o. c. pp. 30-35)

Las Reglas comunes de las Hijas de la caridad han tenido un puesto muy aceptable en las Cons­tituciones de 1954 y en las actuales de 1983 (Constituciones de las Hijas de la Caridad, 1983, C 1, 5; 1, 9; 3, 1; Estatuto 11). Aunque las Reglas comunes no son un cuerpo estrictamente nor­mativo, se las sigue considerando como el «có­digo de perfección», y como uno de las mejores medios que las Hijas de la Caridad tienen para vi­vir según el espíritu de los fundadores.

La influencia de las Reglas comunes de las Hi­jas de la Caridad en las reglas de otras comuni­dades femeninas ha sido extraordinaria. Muchas de las comunidades femeninas de los siglos XVII, XVIII y XIX adoptaron un nuevo estilo de vida. Se fueron perdiendo o dejando a un lado las prácti­cas monásticas y se adoptaron modelos de vida comunitaria apostólica. Las Reglas comunes de las Hijas de la Caridad se les presentaba como un camino seguro. Limitándonos a España, más de ocho comunidades tienen sus reglas, claramen­te inspiradas en las de las Hijas de la Caridad (N. Más, Fundación de las Hijas de la Caridad en Es­paña, separata de Anales (1977-1978); Idem, No­tas para una historia de las Hijas de la Caridad en España, CEME, Salamanca 1988).

Reglas particulares de las Hermanas

Como los misioneros, también las hermanas tuvieron desde el principio las Reglas particulares para los distintos oficios: hermanas de las parro­quias, las hermanas que trabajan en las aldeas; en las escuelas, hospitales; y dentro del hospital, existían normas para la hermana que se encargaba de recibir al enfermo, para las que sirven el pan y el vino, para las que velan durante la noche, pa­ra las encargadas de la mortaja. Estas reglas exis­tían en tiempo del P. Alméras y están recogidas en las ediciones de las Reglas comunes.

Las Reglas particulares de las parroquias, jun­tamente con otros temas ocasionales, fueron ob­jeto de las conferencias que san Vicente predicó desde el 24 agosto de 1659 hasta 25 de no­viembre del mismo año. En estas Reglas parti­culares de las parroquias, es donde mejor se des­cribe el estilo de vida de las Hijas de la Caridad: «Considerarán que no se hallan en ninguna reli­gión, ya que este estado no conviene a los ser­vicios de su vocación. Sin embargo, como quie­ra que se ven más expuestas a las ocasiones de pecado que las religiosas obligadas a guardar clau­sura, puesto que tienen por monasterio las casas de los enfermos y aquélla en que reside la Su­ periora, por celda un cuarto de alquiler, por capi­lla la iglesia de la parroquia, por claustro las ca­lles de la ciudad, por clausura la santa obedien­cia sin que tengan que ir a otra parte más que a las casas de los enfermos o a los lugares nece­sarios para su servicio, por rejas el temor de Dios, por velo la santa modestia y no hacen profesión para asegurar su vocación mas que por esa con­fianza continua que tienen en la divina Providen­cia, y el ofrecimiento que hacen de todo lo que son y de su servicio en la persona de los Pobres, por todas esas consideraciones, deben tener tanta o más virtud que si fueran profesas en una orden religiosa; por eso, procurarán portarse en todos esos lugares, por lo menos, con tanta mo­destia, recogimiento y edificación como las ver­daderas religiosas en su convento» (IX, 1175). Nada tiene de extraño que la versión del P. Al­méras introduzca esta descripción de la hija de la caridad en el texto de las Reglas comunes como uno de los más significativos de lo que las hijas de la caridad son y deben vivir.

  1. COSTE, P, El Señor Vicente, el gran santo del gran siglo, CEME, Salamanca, t. II. p. 7: Coste cita a Abelly, Luis., La vie du vénérable serviteur de Dieu Vincent de Paul, 3 vol. III, c. 16. s. I, p. 252.
  2. Mémoires de la Congrégation de la Mission. p. 46- 47. Estas Mémoires están recogidas en un manuscrito de 1892 y mecanografiado en 1912. Este documento es anó­nimo. Se encuentra en la biblioteca de la Curia General de la Congregación de la Misión en Roma.
  3. A. Coppo, La prima stesura delle Regole e constitu­zioni comune della Congregazione della Missione, un ine­dita manoscritto del 1655, Annali (19571 206-254. También ha sido publicado en Vincentiana (1972) 115 con el título Antiquissimus codex regularum et constitutionum CM., au­no 1655 manuscriptus archivio generali datus. El texto com­pleto ha sido publicado en Vincentiana (1991) 303 y ss.

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