Espiritualidad vicenciana: Prudencia

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: José-Oriol Baylach, C.M. · Año publicación original: 1995.

Introducción. I. Qué es la prudencia, según SV. II. La prudencia en el hablar. III. La prudencia en el obrar: 1. «No apresurarse». 2. «Aconsejarse». 3. «Invariable en el fin, mo­derado en los medios». 4. «Hay que hilar muy fino», 5. «Tomar precauciones para que no le engañen>.


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Introducción

En los 13 tomos de los textos de San Vicente (Sígue­me-CEME, Salamanca 1972-1986), éste emplea 167 veces el vocablo «prudencia».

Con relación al vocablo «prudencia», utiliza 53 veces el adjetivo «prudente», 2 veces el ad­jetivo «imprudente» y una vez el adverbio «im­prudentemente».

Entre los actos de prudencia más señalados: 72 veces «guardar un secreto»; 71 veces «no apresurarse», y 45 veces «pedir consejo».

  1. La iconografía más antigua y cercana a San Vicente (los dos retratos de Simón François de Tours, y los grabados de Nicolás Pitau, Van Schuppen, Re­né Lochon y Gérard Edelinck) nos presentan a un Vicente de Paúl ya anciano. Es la imagen que nos queda; visualmente no podemos forjarnos un «re­trato» de Vicente en plena madurez y menos aún en su juventud. Es una lástima, porque la «ima­gen que nos queda y entra por los ojos» es la de un hombre cargado de años, en el declive de su vida.
  2. La lentitud en el caminar, la palabra y los gestos pausados, parecen ser algunas de las ca­racterísticas de la vejez, sobre todo si ésta es mi­rada por hombres de generaciones más jóvenes. De ahí las fáciles generalizaciones: la juventud es imprudente, arriesgada, temeraria; la ancianidad es prudente, cautelosa, calculadora. ¿Cómo vie­ron a Vicente de Paúl sus contemporáneos? El sr. Olier, fundador del Oratorio de San Sulpicio, gran amigo y conocedor de Vicente, reporta una opi­nión del P. Condren: «El sr. Vicente tiene el ca­rácter de la prudencia» (cf. Faillon, Vie de M. Olier, 1, 313), y Vicente, a su vez, asegura: «El P. Con­dren, santo varón de mucha prudencia» (IX, 478).
  3. Esta imagen de «anciano prudente» viene reforzada por algunas de las frases que solía re­petir el sr. Vicente, tales: «No tenga usted prisa en los asuntos» (II, 420); «hay que ir haciendo las cosas poco a poco» (III, 137); «ir paso a paso sin pretender llegar pronto… hay mucho camino por hacer» (V, 416); «siempre hemos procurado ir de­trás, y no delante de la Providencia» (II, 383).

1. ¿Qué es la prudencia, según san Vicente?

1. Por tres veces San Vicente habló sobre la pruden­cia, con alguna extensión: en la conferencia a su comunidad, el 21 de marzo de 1659, explicando las Reglas Comunes, en el tema «sencillez y pru­dencia» (XI, 465-471); en la conferencia a su co­munidad, el 29 de agosto de 1659, sobre «las máximas contrarias a las máximas evangélicas» (X1, 596); y en la conferencia del 3 de julio de 1660, sobre «las virtudes de Luisa de Marillac» (IX, 1220). En 1655, otra conferencia (XI, 856), pero no te­nemos el texto.

a) Naturaleza

San Vicente comienza su explicación con una adver­tencia previa, para ahorrarse, sin duda, disquisi­ciones extemporáneas: «Ya conocéis las defini­ciones de los doctores y los diversos sentidos que tiene (la palabra prudencia) en la Sagrada Es­critura» (XI, 465), y remite su auditorio al texto mismo de la Regla.

Este texto encierra una amplia definición de la virtud de la «prudencia», definición que San Vicente uti­lizará, detallándola, en sucesivas intervenciones. Para facilitar al lector de este artículo el contacto directo con este texto, se reproduce a continua­ción: «Es una virtud que nos hace hablar y obrar con discreción, por eso nos callaremos pruden­temente las cosas que no conviene decir, espe­cialmente si son de suyo malas o ilícitas, y re­cortaremos, de las que en cierto modo son buenas, las circunstancias que van contra el ho­nor de Dios o contienen algún perjuicio contra el prójimo o pueden proporcionarnos motivo de va­nidad. Y como esta virtud se refiere también, en la práctica, a la elección de los medios adecua­dos para conseguir el fin, tendremos como má­xima inviolable usar siempre los medios divinos para las cosas divinas y juzgar de las cosas se­gún el sentimiento y juicio de Jesucristo, y nun­ca según el del mundo ni según los débiles ra­zonamientos de nuestro espíritu» (X1, 460).

De ahí San Vicente saca algunas definiciones «sintéti­cas» de la prudencia. Por ejemplo: «esta virtud quiere que se diga con discreción y juicio lo que haya que decir» (X1, 466); «consiste en hablar bien y obrar bien» (X1, 466); «consiste en juzgar y en obrar como ha juzgado y obrado la eterna sabi­duría» (X1, 469); «hace que uno procure hacer to­das las cosas de la forma debida» (IX, 1220); «sa­ber portarse bien en todas las ocasiones, y ¿qué virtud hay para eso? La prudencia» (IX, 1220).

b) Práctica en el actuar del prudente

Dos campos en que actúa el hombre pru­dente: el de sus palabras y el de sus acciones. «Es oficio del prudente -afirma San Vicente-, hablar con prudencia y no indiscretamente de todas las co­sas y sin hacer daño a nadie. ¡Oh, Salvador! ¿Dón­de encontrar a esas personas que hablan sola­mente con la debida reserva, cuando conviene y con términos juiciosos?… Es también oficio suyo hacer lo que se hace de una forma sensata y pru­dente y por un buen motivo, no sólo en cuanto a la substancia de la acción, sino en sus circuns­tancias, de modo que el prudente obra como es debido, cuando es debido y por el fin que es de­bido» y «al obrar con discreción, hace todo según peso, número y medida» (XI, 466). Por fin, «los pru­dentes, para ser prudentes, tienen que guardar el debido recato, circunspección y discreción» (XI, 466).

Para que la actuación del hombre prudente, sea verdaderamente prudente, San Vicente la va especifi­cando considerándola en las maneras, en los me­dios, en la oportunidad y en su finalidad. «La pru­dencia, como la sencillez regula las palabras y las acciones» (XI, 466). Según los medios escogidos, la prudencia cristiana puede deSan Vicenteirtuarse en otras clases de prudencia: la prudencia de la carne, la del mundo, la humana, la política, la temporal.

San Vicente da algunas nociones sobre estas clases de prudencia: «la prudencia de la carne y del mun­do busca las riquezas, lo honores y los placeres, y se opone por completo a la verdadera pruden­cia cristiana que nos aparta del afecto a esos bienes perecederos y aparentes para hacernos abrazar los bienes sólidos y permanentes… Es objeto de la prudencia cristiana tomar el camino más corto y más seguro para la perfección. De­jemos la prudencia política y temporal que sólo busca éxitos temporales y a veces injustos, utili­zando sólo medios humanos e inciertos. Hable­mos de esta santa virtud que Nuestro Señor acon­seja a cuantos desean seguirle; es esa virtud la que nos hace llegar al fin al que Él nos quiere conducir, que es Dios. Es misión de la prudencia producir este maravilloso efecto; por medio de ella discernimos lo que es bueno y lo que es mejor para eso, y hace que nos sirvamos de medios di­vinos para las cosas divinas» (X1, 467).

Cinco meses más tarde, San Vicente recuerda a los suyos que, según las Reglas: «Satanás procura siempre impedirnos la práctica de estas máximas (las evangélicas), oponiéndoles las suyas total­mente contrarias, todos pondrán mucha pruden­cia y vigilancia en combatirlas… sobre todo las que más se oponen a nuestro Instituto, que son: 12 la prudencia humana». ¿En qué consiste esta «prudencia humana»? Lo explica diciendo: «La prudencia humana se opone a la sencillez. La sen­cillez hace que una persona no obre nunca con doblez, que hable como piensa, que mire siem­pre a Dios en las cosas divinas y nunca a sí mis­mo… La prudencia humana dice todo lo contra­rio. ¿Qué es la prudencia humana? El afán de buscar los medios ilícitos para progresar y con­seguir lo que se ambiciona; el anhelo y esfuerzo continuo por satisfacer las inclinaciones de la na­turaleza corrompida; de hecho, es eso lo que ve­mos en las personas que viven según esta pru­dencia de la carne… ¿Qué es lo que quiere decir prudencia humana? Seguir las ideas humanas… La prudencia de la carne se mira a sí misma siem­pre y en todas partes y hace que se usen medios indirectos para conseguir el fin propuesto. ¡Qué peligrosa es esta prudencia humana! ¡Quiera Dios que no exista jamás en la Compañía!» (XI, 594 596).

Al dirigirse a las Hijas de la Caridad, y co­mentando las virtudes de Luisa de Marillac, ex­clama: «La verdad es que nunca he visto a una persona con tanta prudencia como ella. La tenía en muy alto grado y desearla con todo mi cora­zón que la Compañía tuviera esta virtud» (IX, 1220). Pero la prudencia a la que se refiere aquí San Vicente es la prudencia en una de las prácticas de esa Com­pañía: «La prudencia consiste en ver los medios, los tiempos, los lugares en que hemos de hacer las advertencias y cómo hemos de comportar­nos en todas las cosas». Y en vez de hablar de la «prudencia humana», menciona «una pruden­cia falsa, que hace que uno no tenga en cuenta el lugar o el tiempo debido y que obliga a hacer inconsideradamente las cosas… Acordaos… de lo que les ha ocurrido a las que carecían de pru­dencia. Se han dejado llevar a ciertas cosas que finalmente les hicieron perder la vocación… Pru­dencia, hijas mías, prudencia en todo… Tenéis que tomar la resolución de practicar bien esta vir­tud durante toda vuestra vida y pedir para ello la ayuda de Dios. Y ¿quién os ayudará en ello? Vues­tra buena madre que está en el cielo… Por con­siguiente, prudencia; Dios os la concederá si se la pedís por amor a ella; pues aunque no se de­be rezar en público a las personas muertas que no están canonizadas, se les puede rezar en par­ticular. Por consiguiente, podéis pedirle a Dios la prudencia por medio de ella» (IX, 1220s).

2. Por 76 veces San Vicente da el calificativo de «pru­dente», o alaba la «prudencia» de algunos con los cuales ha tratado. Estas personas pertenecen a diversos grupos sociales. Unos son Cardenales, co­mo Bagni, antiguo nuncio en Francia (1, 539) y Gri­maldi, también nuncio en París (II, 360), o Durazzo, en Génova (VII, 188); o miembros de la realeza (el Rey, VI, 496), de la nobleza (mariscal Fabert, VII, 501). Numerosos obispos (III, 140. 353; IV, 163; VI, 36. 362; X, 87. 92. 149; II, 10). Funcionarios de la Iglesia o del Estado (VI, 129. 441. 470; V, 166. 236). Entre los Religiosos menciona a los jesuitas (IX, 278) y al P. Condren del Oratorio de San Sul­picio (IX, 478). Entre los más cercanos subraya la prudencia de Luisa de Marillac (1, 193. 584;1X, 1220) y de las Hija de la Caridad Ana Hardemont (VII, 388). De entre los miembros de su comunidad, los PP. Dehorgny (VIII, 295), Lebreton (II, 30. 104. 113), Co­doing (II, 65. 264. 354), Portail (III, 90), Jolly (VI, 484. 495; VI1, 357), Martín (III, 353; VI, 30. 256; VI1, 256. 311; VIII, 185), Blatiron (1V, 473. 511), Chi­roye (III, 127), Serre (V, 310, 582), Get (VI, 332. 562; VI1, 98; VIII, 317), Laudin (VI, 500; VI1, 488), Barry (VI1, 354. 355), Planchamp (VII, 118), De Beaumont (VI, 48; VII, 145), Senaux (VI1, 101. 116), Le Gouz (VII, 418), Cabel (VI, 532), F. Le Vacher (IV, 497), Du­port (IV, 294), Durand (VIII, 90), Nacquart (XI, 257), Bourdoise (VIII, 145), Etienne (VIII, 160), Desdames (VIII, 218), un superior (III, 570), un director espiri­tual (III, 572), varios superiores (IX, 408; X1, 301), hasta una vez al Hno. Barreau (VIII, 526). También a sus amigos Fco. de Sales (X, 87. 92) y J. de Chan­tal (X, 140).

San Vicente ¿fue «generoso» en estos calificativos o en estas alabanzas? ¿o veía reflejadas en estas personas sus propias cualidades de «prudencia»? ¿o juzgaba que para valorar a una persona el test de «su prudencia en el decir y en hacer» le bas­taba para clasificarlo? No lo sabemos. Sólo dis­ponemos de los datos reseñados; pero no cabe duda de que San Vicente se rodeaba mayormente, en sus trabajos y en el reparto de responsabilidades, de personas que él estimaba como «prudentes».

Con todo, no se dejaba llevar por fáciles en­tusiasmos. Tenía sus reservas. Al P. Coglée, su­perior de Sedan, que ha tenido que soportar el ca­rácter de uno de sus cohermanos, le aconseja: «Los más prudentes dicen a veces cosas de las que luego se arrepienten y que se deben a que se han visto sorprendidos… Espero que podrá ha­cerse con éste si lo soporta con caridad, si le ad­vierte con prudencia» (V, 56).

II. La prudencia en el hablar

1. San Vicente la ha sintetizado en la frase ya men­cionada: «esta virtud quiere que se diga con dis­creción y juicio lo que haya que decir» (XI, 466). Y en su contraria: «callar prudentemente las co­sas que no conviene decir» (X1, 460). Estas dos modalidades de ejercer la «prudencia en el hablar» equivalen, con frecuencia y en la práctica, a «guar­dar secreto».

En la conferencia a las Hijas de la Caridad, del 6 de enero de 1658, San Vicente trata, en parte, del «se­creto». Recuerda, primero, el artículo 35 de su Re­gla: «Sobre todo, callarán con mucho cuidado las cosas que obligan a secreto, especialmente lo que se hace o dice en las conferencias, comuni­caciones y confesiones, etc.». Y explica: «Cuan­do se trata de un secreto, tiene que guardarlo de tal forma que, si lo revela, peca mortalmente. Y esto es tan verdadero, hijas mías, que aunque se eche una excomunión por una cosa que se sabe en secreto, no hay obligación de revelarla». El charlista, que no el orador, no se da cuenta o no desea rectificar las exageraciones en que ha in­currido, sin hacer las distinciones necesarias, co­mo lo hará más adelante en el transcurso de su charla-conversación. Y prosigue: «Es secreto lo que se os confía en secreto, tal como se hace en el capítulo de las comunidades, y lo que se os di­ce por comunicación o confesión. Pues bien, los que revelan algo sobre estas cosas pecan contra el secreto. Por ejemplo… si alguna de vosotras re­cibiera mal lo que digo y se lo fuera a decir a los extraños, obraría mal. Si se recibiera mal alguna cosa que dijese el confesor en la confesión y se lo dijera a otro, es pecado y quizás llegue a pe­ cado mortal en algunos casos… Así pues, estáis obligadas a guardar secreto en lo referente a to­do lo que hemos dicho, de forma que no está per­mitido hablar de ello, a no ser para edificación, y nunca para pasar el rato y mucho menos para murmurar de ello» (1X, 1011s)

Por 70 veces San Vicente pide, recomienda, solicita o exige la guarda de un secreto. Y, en otras dos oca­siones, habla de un procedimiento inesperado en su habitual comportamiento: «Convendrá que ten­gamos un lenguaje cifrado; si no usa usted nin­guno, yo podría enviárselo desde aquí» (III, 43), le escribe al Hno. Barreau, por aquel entonces en funciones de cónsul de Francia en Argel. Y al P. Blatiron, superior en Génova: «Me dice usted que hay en su casa un inspector que advierte y ano­ta todo lo que ocurre; le ruego que me diga si es francés y su nombre en términos encubiertos» (III, 486).

2. Ya es sabido que la enseñanza impartida por San Vicente, a través de su correspondencia epistolar o sus conferencias, no es una enseñanza siste­matizada. Es una enseñanza extraída de su ex­periencia personal, cotejada o imbricada a sus co­nocimientos de teología. Enseñanza, y no hay que olvidarlo, expresada o formulada en un len­guaje y unas imágenes muy ajenas a las culturas actuales, posteriores de más de tres siglos a las que él vivió. Hay que contar siempre con este desfase y, en muchos casos, tomar «cum grano salis» algunas de las fórmulas y de las imágenes expresadas en los textos vicencianos, única ba­se de este artículo.

a) San Vicente da una gran importancia a la «guarda de un secreto». Y los «secretos a guardar», es de­cir, aquellos conocimientos que está prohibido comunicar a otros, ya porque esta divulgación puede causar daño a un tercero, ya en virtud de una promesa hecha, no son de los llamados se­cretos profesionales, ni de orden sacramental, como es obvio, sino que se refieren a asuntos ca­si siempre de orden administrativo de las dos co­munidades que él fundó o de las relaciones de sus miembros entre sí y con la gente con la cual de­ben tratar en virtud de sus funciones o apostola­dos.

Se puede atisbar la importancia que le da por estas afirmaciones suyas: «El alma de esta cues­tión es el secreto con todo el mundo» (II, 354); «se­creto inviolable el de los Consejos» (X, 732); «mien­tras las cosas sigan estando en secreto en la Compañía, el diablo no se mezclará en ellas… Así pues, mis queridas Hermanas, mantened vues­tros asuntos en secreto… Hijas mías, ¡qué im­portante es saber guardar el secreto!» (IX, 1230); «el secreto es el nervio de una comunidad» (XI, 825).

Esta importancia la dibuja con peculiares ras­gos: «Que esto quede sólo para los oídos de su corazón» (II, 454); «le digo esto solamente a su corazón» (VI, 499); «dejad la lengua en casa» (IX, 247), a las que deben visitar las casas de las Herma­nas; «por tanto, hijas mías, un candado en la bo­ca» (IX, 1240), antes de proceder a la elección de una superiora en lugar de la señorita Le Gras.

A veces la obligación del secreto es tempo­ral. Así: «Le ruego no hablar de eso todavía», idén­tica recomendación que hace al P. Portail sobre el cambio, en Roma, entre los PP. Codoing y De­horgny (II, 413); y al P. Lambert-aux-Couteaux, so­bre una próxima reunión, en París (IV, 157); y «no le diga usted nada por ahora» (V, 141), al P. Co­glée, anunciándole que está en «búsqueda de marfil para que se lo envíen al señor Demyon», señor que era cuñado del marqués de Fabert. Se­cretos, estos tres, de importancia muy relativa y de vigencia provisional.

b) A veces, por el contrario, el secreto a guar­dar debe ser de alguna importancia, ya que, o bien San Vicente él mismo se lo impone, o bien lo impo­ne a otras personas. Al P. Codoing, superior en Annecy: «Unicamente su hijo (de una persona que ha dado una fuerte suma a la Congregación), que me ha dado la noticia, otra persona y yo sa­bemos de quién se trata, y no se lo puedo decir a nadie» (II, 87). Igualmente, a propósito de una futura fundación, le dice a un sr. Maurisse: «Si us­ted ve oportuno tratar este asunto con el P. Va­geot, superior del seminario (de Saintes), él sa­brá mantener el secreto lo mismo que yo» (IV, 372).

c) También impone el secreto, y por 15 oca­siones, a otras personas. Repite una misma fór­mula: «no lo diga a nadie» (II, 312. 349. 375); «por favor, no hablar de eso» (II, 305. 359); «no hable nunca con nadie de eso» (II, 87); «atención a no hablar de eso», «que no se hable de eso», «no hablar absolutamente con nadie de este asunto», «mantener todo esto en secreto» (II, 126; III, 109; V, 202; III, 305). Las imposiciones, en ciertos ca­sos, son más imperativas: «mantenga todo esto muy en secreto», «que quede esto en secreto», «por favor, secreto», «no diga a nadie lo que le escribo», «no diga a nadie el por qué de mi es­crito y por qué averiguo», «que quede secreto en­tre nosotros» (II, 354; III, 108; V, 467; VIII, 26; II, 320).

d) ¿A qué se debe tanta insistencia en «guar­dar secreto», tanto más que la mayoría de estos corresponsales eran autoridades civiles, ecle­siásticas o superiores de sus Comunidades? Se podría, tal vez, proponer una explicación. El «mun­do» o «mundillo» en que se movía el sr. Vicente era, en resumidas cuentas, un «mundillo» agita­do por anhelos, aspiraciones, intereses tanto humanos como espirituales. La novedad de las mismas fundaciones provocaba reacciones de in­comprensión, de oposición. El sr. Vicente cami­naba sobre terrenos resbalosos; cualquier «fuga de noticias», sobre todo relacionadas con funda­ciones, podía echar a pique lo proyectado.

Pero si el secreto sobre trámites de asuntos administrativos se comprende que fuese guar­dado y, a fortiori, tras las reiteradas insistencias del sr. Vicente, se puede pensar que su insis­tencia en otros campos tenía su razón de ser por otros motivos. Es el caso que menciona en una carta al P. De Beaumont, superior de Richelieu, del 6 de febrero de 1659: «Me han dicho que esas Hermanas (de la casa de Richelieu) saben todo lo que se hace y lo que ocurre en casa de ustedes. Esto puede provenir de que algunos de los nuestros tienen demasiado trato con ellas; y apenas se le ocurre a uno decir cualquier cosa a una sola, la verdad es que poco después lo sa­ben todas las demás; hemos de evitarlo, no ha­blando con ellas ni de paso ni de otra forma más que de cosas necesarias» (VI1, 385).

e) Entre los motivos para guardar un secre­to, San Vicente da uno de orden espiritual: honrar el silencio de Nuestro Señor. Por cuatro veces lo utiliza: al P. Codoing, superior en Roma, al anunciarle que le enviará el proyecto de Reglamento general de la Congregación, le escribe: «Usted es el prime­ro y el único a quien se lo comunico; haga el favor de honrar en esto el silencio de Nuestro Señor ante cualquiera que sea, por cierta razón especial que yo tengo» (II, 258). Al P. Get, solici­tándole informes sobre la marcha del seminario en Montpellier, le dice: «Le ruego que quede es­to entre nosotros dos y que se esfuerce en hon­rar el silencio de Nuestro Señor con todos los de­más, asegurándole que por mi parte lo cumpliré también con su respuesta» (V1, 385). Al P. Get, en­cargado del seminario de Montpellier, con relación a su regreso a Marsella y la noticia de ello al obis­po: «Y si el señor obispo de Montpellier todavía no le ha dicho nada, creo, puesto que su semi­nario va como va, hará bien en disponerle tran­quila y certeramente a que acepte su regreso a Marsella; pero que no le diga que yo le he escri­to… Le ruego, padre, que honre el silencio de Nuestro Señor en esta ocasión a propósito de la presente y con cualquier persona» (VIII, 223). Y a las Damas de la Caridad del hospital de París, en su reglamento: «Honrarán el silencio de Nuestro Señor en todas las cosas que se refieran a la compañía, ya que el príncipe de este mundo se aprovecha de las cosas santas que se divulgan con ligereza» (X, 968).

f) Al tratarse de dinero y por diversos moti­vos, también pide el secreto. Así al P. Codoing con referencia a una letra de cambio de 1. 900 libras: «Haga el favor de avisarme de lo que ha­ga. Es necesario el secreto a propósito de esa cantidad, por miedo a que…» (II, 229). Al P. Get le ha enviado una letra de cambio de 1. 400 li­bras, la mitad para Túnez y la otra mitad para Ar­gel, y le escribe: «Le mando las cartas que en­vío a a cada uno de los PP. Le Vacher, para su aplicación, que debe mantenerse en secreto por los inconvenientes que surgirían si los esclavos tuviesen noticia de que ese dinero es para rescatar a los que están en mayor peligro de pervertirse» (V1, 250). Y en una consulta del P. Rivet sobre la usura: «Le ruego me indique los diversos casos de usura, cuya resolución desea usted. Le contestaré a cada uno de ellos, pero entretanto puede seguir los principios de la Sor-bona, sin hablar nunca en contra de los que pue­den tener opiniones contrarias, sino honrándo­los y venerándolos como padres nuestros. No le diga a nadie lo que le escribo, a no ser a los nuestros, bajo secreto, y a nadie más» (VI1, 197). Esta duda sobre la usura está en relación con el problema moral del préstamo o del interés co­mo provecho de una operación financiera, pues durante mucho tiempo se impugnó la morali­dad de esta operación, la cual no es fácil de es­tablecer, pues supone cierto número de condi­ciones y un tipo razonable de interés. Por otra parte, la usura es un pecado que comete el usu­rero al prestar dinero con un interés excesiva­mente elevado, sobre todo cuando el interés ha sido establecido por ley.

g) En los asuntos internos de sus Comuni­dades (Padres y Hermanas, y aún las Damas de la Caridad), particularmente en lo tocante a las asambleas, reuniones, consejos o fundaciones en marcha, San Vicente es tajante en pedir la guarda del secreto.

«Le ruego -escribe al P. Thibault- que advier­ta a las personas de quienes se aconseja para el buen orden de su casa y de sus asuntos, que guarden secreto absoluto de todas las cosas que se proponen en sus pequeñas reuniones, por ra­zones que puede usted imaginarse» (IV, 250). En Richelieu no terminan las enemistades; al P. De Beaumont, párroco, le sugiere reuniones con uno o dos feligreses para enterarse y resolver en su acción pacificadora, «pero esto deberá hacerse tan secretamente que nadie sepa nada de estas reu­niones y mucho menos de los temas que hayan tratado en ellas» (VI, 418).

A las Hijas de la Caridad, hablándoles sobre la «visita a las casas»: «Es un asunto de los más difíciles… Hay que ser tan prudente, tan preca­vido, tan manso, tan secreto, ¡ah!, secreto co­mo en la confesión» (IX, 246). Les está hablando sobre la sencillez y les comenta: «He aquí otra nueva señal: decir las cosas como uno las pien­sa. La señorita pregunta algo a alguna… pero lue­go viene otra hermana a preguntaros qué es lo que os ha dicho la señorita: hay que callarse, si existe algún inconveniente en darlo a conocer… Hay cosas que es preciso callar, como por ejem­plo, cuando los superiores os han recomendado secreto, o cuando hay peligro de perjudicar al prójimo. Entonces la prudencia os manda callar» (IX, 546). Está terminando la conferencia sobre las virtudes de Luisa de Marillac y, con muchas circunlocuciones va planteando la necesidad de buscar a la señorita Le Gras una sucesora, y les dice: «Os recomiendo mucho que no vayáis ha­blando de vuestros asuntos con los de fuera. Se­creto, hijas mías,… Me diréis, pero ¿qué mal hay en hablar de esas cosas? No hablamos de nada malo, sino de cosas buenas.- Sí, hijas mías, de suyo no son malas esas cosas de las que ha­bláis. Pero, como se trata de un misterio y están en juego los asuntos de Dios, hay que guardar secreto. Mientras las cosas sigan estando en se­creto en la Compañía, el diablo no se mezclará en ellas, pero apenas las conozca el mundo, el príncipe de este mundo intentará derribarla. Así pues, mis queridas hermanas, mantened vues­tros asuntos en secreto» (IX, 1230). En el consejo del 8 de septiembre de 1655, se le plantea el si­guiente caso: «Como había una hermana nueva en la reunión, la señorita preguntó si era nece­sario guardar el secreto de lo que se trataba en el consejo. Nuestro venerado Padre respondió: Sí, y le ruego, señorita, y a todas ustedes, her­manas, que me permitan repetir la petición que les he hecho otras veces, que es rogaros que se obliguen ustedes a ello, o sea, a guardar el se­creto de todo lo que aquí se diga. No es que ten­ga motivos para temer en lo que se refiere a la señorita Le Gras, ya que es una persona de las más discretas que conozco, sino para prevenir­les a todas, ya que puede haber algún espíritu cu­rioso que querría saber de ustedes lo que se ha tratado» (X, 822s). En el consejo del 11 de abril de 1651, hay que elegir a una hermana asisten­ta. San Vicente detalla las condiciones que debe tener y, entre éstas, añade: «También es muy importan­te… llevar en el debido secreto los asuntos de la Compañía» (X, 798).

Igual exigencia para las asambleas de los sa­cerdotes de la Misión. En la primera asamblea ge­neral, en 1642, les dice: «No tenían que hablar fuera de la asamblea con nadie, ni siquiera con los demás participantes, sobre las cosas que se tratasen en la asamblea ni de ningún otro que se refiriese al gobierno de la Compañía, con ningún pretexto de ninguna clase» (X, 357). Yen la asam­blea de 1651, que versó mayormente sobre los votos, repitió: «No hablar de lo que se dice, ni con los de la asamblea, ni con los demás. Guar­dar secreto; en ello insistió mucho», y al final, «guardar siempre el secreto» (X, 396. 415).

Esas exigencias serían, en 1658, codificadas en las Reglas Comunes, en el cap. Vlll, art. 10: «Todos procurarán con la mayor fidelidad guar­dar el secreto, no sólo acerca de las cosas per­tenecientes a la confesión y a la dirección, sino también acerca de lo que se hace o se dice en el capítulo, sobre faltas y penitencias, y en ge­neral sobre todas aquellas cosas cuya manifes­tación sabemos está prohibida por los superio­res o por su naturaleza» (X, 500).

ACOTACIÓN

El lector de estas «insistencias en guardar se­creto», lector de a finales del siglo XX, en que las comunicaciones y las participaciones y las co­rresponsabiiidades trenzan tupidas redes entre los hombres y las sociedades, este lector se que­da un tanto perplejo. Perplejidad porque consta­ta que muchas de las consignas y enseñanzas vi­cencianas no «encajan» en la escala de valores que marcan a la sociedad actual, o corresponden a costumbres o imágenes de «otros tiempos», e, incluso chocan con algunas normativas de la pro­pia Iglesia.

1. Esta perplejidad puede obedecer al olvido o desconocimiento del ambiente cultural y reli­gioso en que vivió San Vicente. Al querer hacer una trans­posición a los tiempos actuales, un lector de los textos vicencianos un tanto olvidadizo de las evo­luciones costumbristas del lenguaje, puede fácil­mente incurrir en el destrozo del texto arrancado a su contexto. Ahora bien, en estos casos, por ex­ceso o por defecto, el lector de referencia pue­de llegar a afirmar que la enseñanza vicenciana está «superada», o bien, a asegurar que para vi­vir esta enseñanza en nuestros tiempos, no hay otro camino que «decir y hacer hoy» como «de­cía y hacía San Vicente hace tres siglos».

Por otra parte, San Vicente es un hombre que, si bien sigue un mismo sendero para alcanzar un fin úni­co y preciso, ha sido sometido a diversas muta­ciones. De modo que se podría decir que San Vicente no es uno sino varios, por lo menos tres a partir de sus experiencias del año 1617. Cualquier acucio­so lector puede cotejar las diferencias de estilo y de contenidos de las cartas y de las conferencias en las tres siguientes épocas de su vida: 1617­1634, un período de 17 años cuando el sr. Vi­cente contaba de los 36 a los 53 años de edad; 1634-1645, período de 11 años, entre sus 53 y 64 años; y un tercer período, 1645-1660, lapso de 15 años, entre sus 64 y 79 años de edad. Para mayor ilustración del contexto socio-cultural, co­tejar estas diferencias con los acontecimientos que envolvían este mismo contexto; varios de los biógrafos de San Vicente presentan estos cuadros en paralelos.

Para comprender, pues, estos textos vicen­cianos, y en particular aquéllos que pueden causar perplejidad, se debe proceder a un doble ejercicio de exégesis, o de hermenéutica, que comporta, igual que cualquier otra empresa de esta índole, una labor de poda de las ramas superfluas y otra de lim­pieza de la hojarasca. Despojados de estos ele­mentos advenedizos, el tronco y los tallos sostie­nen y riegan con mayor intensidad y libertad, con su savia, el árbol o la planta en su integridad. Es la labor semejante del «aggiomamento» que el Vati­cano II pidió a la Iglesia, y, en ésta, particularmente a las Órdenes y Congregaciones religiosas: volver a sus orígenes. Esta vuelta suponía, en primer lu­gar, el conocimiento exacto de lo que quiso su Fundador y, por ende, captar el genuino sentido de sus palabras y de sus escritos desgajados del entorno cultural que los envolvía, ya que, como se comprobaba frecuentemente, las ramas superfluas de «un estilo» o la hojarasca de «unas costum­bres», impedían adentrarse en la idea propia de San Vicente. Tarea incompleta aún, pues, como dijo Yves-Ma­rie Bercé en Colloque international d’Etudes vincentiennes, edic C. L. V., Roma 1983, p. V: «La inmensa reputación de Vicente Depaul va acom­pañada extrañamente de lagunas y oscuridades en su biografía, de imprecisiones e incertidumbres sobre sus obras. A pesar de los volúmenes de car­tas, documentos y conferencias que la paciencia de Pedro Coste ha logrado reunir, el campo de los estudios vicencianos no está cerrado. Nuestras ignorancias provienen, ciertamente, de las insu­ficiencias de las fuentes… y también de la mo­destia y de los silencios voluntarios de San Vicente». Personalmente, he sentido siempre faltar en las bio­grafías un capítulo titulado «Los silencios del sr. Vicente». En la «biografía de San VicenteP», ed. BAC, Ma­drid 1981, J. M. Román, en la p. 85, esboza un capítulo sobre «los silencios del sr. Vicente», es­bozo tan solo y, además, tangencial, a propósito del silencio de Vicente sobre el contenido de sus dos cartas al sr. De Comet (I, 75-88).

2. La discreción es parte integrante de la pru­dencia. San Vicente no deja de recordarlo a algunos de los superiores de sus Comunidades. Escribe al P. Codoing: «Me ha complacido mucho saber por la que usted escribió al P. Soufliers, su manera de dar órdenes. A propósito del P. Soufliers, haga el favor de escribirme a mí todas las cosas y no a otros. Le dice usted algo sobre los PP. Germán y Ploesquellec que no conviene que sepa nadie más que yo, lo mismo que, a ser posible, cual­quier defecto de alguno de los de la compañía… Que usted le escriba a otro para que me lo diga a mí no me hará apresurar la respuesta» (II, 228). A Sor Avoya Vigneron, Hija de la Caridad, un tan­to descontrolada por un cambio de casa e indis­puesta contra Luisa de Marillac, San Vicente, después de reprocharle la imprudencia de sus palabras, le di­ce: «Todo lo que tenga que decirle a ella (Luisa de Marillac) o a mí sobre su hermana, sobre sus tareas o sobre sus preocupaciones, manténgalo en secreto» (VI1, 369).

La discreción no impide que el sr. Vicente ponga al tanto a un superior de alguna informa­ción sobre un cohermano que acaba de recibir en su casa: «Lo que voy a decirle del P. De la Fos­se es en secreto y le ruego que no hable de ello con nadie en el mundo; es que mostraba cierta discrepancia con las verdades indiscutibles y de­cididas por la Iglesia; pero ha vuelto de ello, gra­cias a Dios. Creo que es mi obligación avisarle de esto, para que vigile usted un poco su conducta, sin que él se dé cuenta. Él desea hacer unos ejer­cicios espirituales bajo su dirección» (VI, 104).

Extrema la discreción en el caso de una en­fermedad del P. Alméras: «No he querido comu­nicárselo a su buen padre (éste, de secretario del rey y tesorero de Francia, había sido admitido en la C.M. a la edad de 81 años), porque se preo­cuparía mucho. Aguardaré a que me escriba usted de nuevo antes de decirle nada a nadie, es­perando que esta recaída no tendrá consecuen­cias y que no me veré obligado a dar una mala noticia, cuando apenas acabo de anunciar una buena» (VI, 510).

3. Como los misioneros de la Congregación son enviados a diversas naciones, San Vicente les reco­mienda la prudencia en el modo de convivir con gente desconocida: «Hay que obrar en Roma co­mo en Roma y respetar las costumbres de los lu­gares, si no son viciosas», y «no hay que tomar partido por ninguno; sólo las personas neutrales pueden reunir los espíritus» (1, 485). Al P. Codoing, que se encuentra en Roma gestionando los asun­tos de la Congregación, San Vicente le hace las siguientes observaciones: «Fíjese, padre, cómo usted y yo nos dejamos llevar demasiado por nuestras opi­niones (sobre la manera de dar las clases). Sin em­bargo, está usted en un lugar donde se necesita una exquisita prudencia y circunspección. Siem­pre he oído decir que los italianos son las perso­nas más precavidas del mundo y que suelen desconfiar de las personas que van aprisa. La pru­dencia, la paciencia y la mansedumbre lo logran todo entre ellos y con el tiempo; y como se sa­be que nosotros, los franceses, vamos demasia­do aprisa, les gusta dejarnos mucho tiempo en la calle, sin comprometerse con nosotros» (II, 197).

Y al concluir esta sección de la «prudencia en el hablar», dos intervenciones de San Vicente en que su prudencia maneja, con fina ironía, su misma discreción. Al P. Escart, un cohermano original y «difícil», le escribe: «Recibí la suya con un con­suelo especialísimo, al ver la forma como ha re­cibido usted lo que le escribí sobre la preocupa­ción que siente usted por lo del P. Codoing. ¡Ay, padre, cuántas gracias le doy a Dios por ello, así como por el celo que le ha dado en la observan­cia de las reglas y por el progreso en la virtud de la persona de que habla! Pero como el celo, lo mis­mo que las demás virtudes, se convierte en vicio por exceso, hay que tener mucho cuidado para no perderse en este laberinto, porque el celo que se sale fuera de los límites de la caridad con el prójimo ya no es celo, sino pasión de antipatía» (II, 116).

A Luisa de Marillac: «Me duele que deje su­cumbir su espíritu a unas cuantas aprensiones inútiles, que más bien son impedimento que pro­greso para su salud… Para el señor de Marillac, deseo todo lo que crea bueno usted, pero cuide de no enredarse en nada. En estas cosas me pa­rece que hay que estar dispuestos a aceptar los avisos que da aquél a quien se ha pedido conse­jo; y cuando le diga algo en contra de sus senti­mientos, no habrá que volver dos veces sobre ello» (1, 205).

III. La prudencia en el obrar

Los modos para actuar con prudencia, según el pensamiento de San Vicente y que se desprende de sus escritos, se acomodan a las circunstancias de personas, de lugares, y a su peculiar manera de «maniobrar» según el control de su tempera­mento sanguíneo. Estos modos pueden agru­parse en cinco acápites. Son los siguientes:

1. «No apresurarse»

a) El ir «tranquilamente, sin prisas» (1, 202) es una de las más frecuentes consignas que da y que se da a sí mismo. Consigna que antes de ejecu­tar la acción misma, se convierte en: «Tomarse tiempo para pensar» (1, 242); «es conveniente que yo piense en ello algún tiempo delante de Dios» (II, 326); «pensaré en ello y analizaré las ventajas e inconvenientes delante de Dios» (II, 396); «de­be usted escuchar la propuesta sin resolverla en­seguida, sino pedir tiempo para pensar en ello» (IV, 317); «sin embargo, quiero pensar un poco más en ello» (V, 314); «he respondido (al nuncio) que, tratándose de una propuesta importante, ha­bía que pensarlo seriamente» (VI, 553); «estad se­guras que no se hace nada sin haberío pensado bien» (IX, 69); «no hay que proponer nada sin ha­berlo examinado ante Dios y sin haber reconoci­do que era justo» (X1, 614). A Luisa de Marillac le aconseja el uso de «pensarlo» para «deshacerse de una vocación problemática» (se trataba de una viuda «ruda, melancólica y tosca»): «Creo que hay que despedirla con mansedumbre y decirle que hay que pensarlo mucho» (1, 345). Y al P. Co­doing, en Roma, y siempre en quisquillas con San Vicente, le espeta este alfilerazo: «Me habla usted de al­gunos de la Compañía distintos de los primeros que ya me había usted pedido. Le diré que me gustaría que pensase usted las cosas antes de de­cirlas, ya que, al cambiar tan fácilmente de opi­nión, resulta que las cosas no se pueden realizar como usted pensaba últimamente» (II, 325).

b) Pero antes de «pensarlo bien», San Vicente requiere toda la documentación pertinente: «Esperaré a to­mar una decisión hasta que usted me escriba» (II, 429) y se trataba del abad de Beaulieu que de­seaba obtener el obispado de su hermano difun­to y que decía ser sacerdote, «pero algunos que me han hablado y que lo conocen no saben na­da» (!).

Los asuntos sobre los cuales solicita docu­mentación o mayor información se refieren a fun­daciones en su mayor parte. Tales son los casos de un proyecto presentado por una señorita de Arras: «Es difícil dar un parecer acertado sin sa­ber las circunstancias de un asunto» (V, 14); en la petición de un cambio de propiedad: «No sé dón­de se encuentran esos prados que la señora lu­garteniente general le pide en cambio. Me infor­maré del P. Gicquel para decirle lo que pienso sobre esta propuesta» (V, 395); al serle ofrecida una iglesia en Turín: «Si esa propuesta sigue ade­lante, haga el favor de escribirme, -le dice al P. Martín- indicándome las razones en favor y en contra con todo detalle, para que yo pueda indi­carle lo que pienso. Hemos de recibir con respe­to todo lo que Dios nos presenta y examinar lue­go las cosas con todas sus circunstancias, para hacer lo que más convenga» (V, 603); al ofrecer­le un priorato con parroquia, en Saint-Joire: «Me indica usted que las rentas son pocas, pero no me dice cuáles son. Le ruego -escribe al P. Martín-que me indique a cuánto ascienden las rentas del priorato y de cada prebenda, de dónde se sacan, cuáles son las cargas y a qué nos quieren obligar; de otra forma no podríamos tomar ninguna deci­sión en este negocio» (VIII, 54). El canónigo Pe­dro Dulys es un eclesiástico «lleno de celo, pero de espíritu inquieto, agitado, enredador, incons­tante» y ofrece a San Vicente una fundación en el santuario de Trois-Epis, cerca de Colmar, fundación que ya había ofrecido y retirado a dos Comunidades; San Vicente, que no es un ingenuo, le contesta: «Para cono­cer la voluntad de Dios, nos falta saber cuándo desea el señor obispo de Basilea y usted que se haga esa fundación, y cómo, cuáles son las con­diciones a las que ustedes nos quieren someter, si desea usted primero entregarnos su priorato pa­ra que sea unido a nuestra Congregación y si el señor obispo quiere hacer dicha unión, qué ren­tas tiene, cuáles son sus cargas y qué es lo que usted quiere reservarse. Sería de desear que tu­viera usted la bondad de informarnos plenamen­te de sus intenciones antes de seguir adelante, para que, por nuestra parte, pueda usted estar se­guro de si podemos o no podemos hacer la fun­dación ya que se trata de una fundación a per­petuidad» (VI I, 274s).

Si los asuntos se refieren a dinero, extrema la demanda de informaciones. Desde Roma, el P. Jolly ha pedido libros para el cardenal Brancaccio y el P. Hilarion; San Vicente le averigua: «No sé, padre, si se trata de hacerles un regalo a los dos, o si tie­nen pensado pagarlos ellos. Esperaré su res­puesta antes de decidir nada» (VII, 36); el Hno. Barreau, en Argel, es un «caso de alegre admi­nistración del dinero para los rescates de los es­clavos»; San Vicente, ya «bastante mosqueado», escribe al P. Get, en Marsella: «Después de esto y de otras muchas faltas de este Hermano anteriores a ésta, no tenemos que fiarnos mucho de su ex­cesiva facilidad por no decir ligereza. Sí le envia­mos dinero, ¿no hemos de temer que seguirá abusando y que, en vez de pagar las deudas, con­traerá otras nuevas? Pensándolo bien, creo que convendrá retrasar esos socorros que pide; dí­game cuál es su opinión» (VIII, 267); hay un lío en una de las Caridades, pues funcionarios de la jus­ticia han querido conocer el estado de las cuen­tas; San Vicente escribe a Luisa de Marillac: «Esa perso­na (la srta. Tranchot, Dama de la Caridad)… me ha dicho que usted había enviado a buscar al se­ñor Roche, y le había dicho que no se atrevería él a sostener delante de usted lo que da como hecho. Pues bien, él dice que es verdad, pero que usted le ha dicho o hecho cosas equivalen­tes. Le he dicho que hay que pensar estas mis­mas cosas para poder tener una opinión bien fun­dada y que no me hablase nunca de esas cosas ya que no quería oír hablar nunca de ellas» (II, 444); los capuchinos de Sedan se le quejan «de que la casa de ustedes, que tenía costumbre de darles limosna todas las semanas… no quiere actual­mente seguir socorriéndoles» y San Vicente averigua del actual superior, P. Coglée: «Le ruego que me in­dique cuánto se les daba anteriormente por semana o por mes, si se les da ahora algo y cuán­to, qué razones ha habido para recortarles esa li­mosna o para suprimírsela, si es porque ellos están mejor o porque ustedes tienen alguna difi­cultad y, finalmente, qué es lo que opina esa familia de la petición que hacen estos Padres pa­ra que se les vuelva a socorrer. Cuando me haya informado usted de todo esto, veremos qué es lo que conviene hacer. Entretanto le ruego que no diga a nadie que yo le he escrito sobre esto» (V, 526).

Igual exigencia de información cuando hay que pensar sobre problemas de personas. Un clé­rigo de la Misión se ha quejado de un Padre; San Vicente reacciona: «Deseo suspender mi juicio a propó­sito de su carta hasta que me hable del asunto del P… Me cuesta creer que su conducta sea co­mo usted indica y que estas palabras que tanto le han herido a usted hayan salido sin motivo de sus labios. Sé que… tiene una gran mansedum­bre, que no se ha quejado nadie de él hasta aho­ra, y que su carta me resulta tanto más extraña cuanto que su paciencia ha sido considerable con usted, no sólo para soportar sus faltas, sino para ocultarlas a los demás» (III, 314); se piensa en­tregar una parroquia a un Padre indeciso en su vocación, San Vicente se opone: «convendrá que se des­cargue usted de ese beneficio pero en otra per­sona; ya le indicaré alguno que sea bueno para ello; déjemelo pensar un poco» (V, 112); el P. Cruoly, superior en Le Mans, ha hecho un ofre­cimiento al obispo, que no resulta claro al sr. Vi­cente: «Me parece que me decía usted que al se­ñor obispo no le parece bien que recibamos a los ordenandos, si no les damos de comer a nuestra costa, y que incluso no cree conveniente que re­cibamos gratis a una parte de ellos, si no los recibimos a todos; como la frase que usted me dice resulta un poco oscura, le ruego que me acla­re más ampliamente lo que realmente dijo» (V, 395); le han llegado quejas sobre el P. Bélart, San Vicente le amonesta: «He recibido las dos cartas que usted me ha escrito… Me parece que dice usted más de lo que yo veo, pues tengo demasiadas pruebas de su afecto al seminario para dudar nun­ca de él; esto hace que suspenda mi juicio sobre las quejas que me han dado de su comportamiento demasiado seco hasta que usted me haya dicho qué es lo que ha pasado. No estaría tan preocu­pado como estoy si no me hubieran indicado des­de tres o cuatro sitios distintos los malos efectos que se han seguido de ello» (VI, 363); al P. Get se le ha pedido que deje Marsella y vaya a fundar una casa/seminario en Montpellier; el cambio no es fá­cil a causa de presiones por otros intereses, San Vicente le recomienda: «No le doy ningún consejo parti­cular sobre ello; esperaré a que usted me expon­ga el plan y la situación de todo para indicarle lue­go mi opinión» (VI1, 457) y, como un año después se ha resuelto que regrese a Marsella, San Vicente va «con pies de plomo»: «Ya le he dicho que me he tomado el honor de escribirle al señor obispo de Montpe­llier a propósito de su residencia en Marsella, y co­mo no le he ofrecido a nadie en lugar de usted, yo esperaría su respuesta para ver si es oportuno hacerle esa proposición» (VI II, 275). Y, en tres oca­siones un tanto especiales, contesta al P. Jolly, en Roma: «Me preguntaba usted si es conveniente que durante las misiones, si hay alguna persona que sepa poner remedio a ciertas enfermedades corporales, se le permita dedicarse a ello. Debe­ría usted explicarme esto un poco mejor, pues deduzco de esta pregunta que alguno se ha de­dicado anteriormente a ello y es conveniente que sepa de quién se trata, cuáles son los remedios que ha aplicado y para qué clase de males. Así pues, le ruego que me lo indique antes de que pue­da contestarle» (V1, 376); hay un sacerdote «al que la gente llama «buen padre» que no es de las nue­vas opiniones», San Vicente contesta al P. Delville: «Debería haberme dicho usted cuál es el motivo por el que los jesuitas, según dice, le persiguen. Cuando me lo haya explicado usted, ya le indicaré si convie­ne enviárnoslo o no» (V1, 526); el P. Laudin, supe­rior en Le Mans, está en arreglos con los admi­nistradores, pero no cuenta con ninguna persona de autoridad para apoyarlo y propone uno; San Vicente le contesta: «Me habla usted del sr. de La Bataillé­re como de un amigo que nos aprecia; alabo a Dios por ello; pero me han dicho que no tiene nin­gún crédito en la ciudad, por eso, creo que no hay motivos para apresurarse. Examinaremos opor­tunamente los artículos que nos ha enviado» (VIII, 182).

c) Para el momento de actuar, San Vicente constata que: «Dios saca mucha gloria del tiempo que se emplea en considerar maduramente» (II, 176) y confiesa: «siento devoción especial en ir siguiendo paso a paso la Providencia de Dios» (II, 176). Con­fía: «Tenga confianza en que las cosas de Nues­tro Señor no se estropean por emplear más tiem­po en considerarlas» (II, 185); «los asuntos de Dios se van haciendo poco a poco» (II, 190); «siem­pre hemos procurado ir detrás y no delante de la Providencia» (II, 383); «en las cosas de Dios el que anda con prisas, retrocede» (II, 398).

Su consejo en la acción: «No nos apresuremos en lo que tenemos que hacer» (I I ¿232); «no ten­ga usted prisa en los asuntos» (II, 420); «no apre­suremos las cosas, vayamos con calma» (II, 515); «apresurémonos lentamente» (V, 374), que es el «festina lente» de los antiguos; «me parece bien que aclare estas cosas… habrá que ir haciendo las cosas poco a poco» (VI, 59); «me parece que re­suelve usted con demasiada prisa las cosas» (II, 398); «para hacerlo mejor no tiene usted que tener prisas» (II, 493). A veces la acción ya está en marcha como en el caso de una muchacha que hay que retirar de la casa de la señora de Suivry, y el sr. Vicente le dice a Luisa de Marillac: «en­tre tanto veremos lo que hay que hacer» (1, 308). Y a la misma Luisa de Marillac sobre reclamos de los Chevitanos: «hay que examinar con toda cal­ma de dónde viene el mal y pensar en el reme­dio» (1, 308).

Estando enfermo, le escribe a Luisa de Mari-nao que «esta pequeña molestia me ofrece la ocasión de pensar un poco más en nuestros pe­queños asuntos de la Caridad; después de eso, si Nuestro Señor nos da vida, trabajaremos más expresamente en ellos. Su carta me hizo ver an­teayer que había en su espíritu cierto pesar por ello. ¡Dios mío! Cuán feliz es, señorita, al tener el correctivo de las prisas. Las obras que hace el mismo Dios no se estropean jamás por el no-ha­cer de los hombres» (1, 578).

Constata el «mal resultado de las cosas he­chas con precipitación» (1, 445). Así que le reco­mienda al P. Alméras, por aquel entonces supe­rior en Roma, algo enfermo y apesadumbrado: «No emprenda nada por encima de sus fuerzas, no tenga prisas, no ponga demasiado ímpetu en las cosas, vaya despacio, no se esfuerce dema­siadas (IV, 137). A las Hermanas de Valpuiseaux que habían sufrido saqueos por parte de los sol­dados y bandoleros, pero que siguen trabajando en medio de dificultades, San Vicente les anima: «vuelvo de nuevo, hermanas mías, a pedirles expresa­mente que se cuiden mucho para que recuperen pronto sus fuerzas perdidas; no tengan prisa en trabajar; antes es menester que se pongan del to­do bien» (1V, 384). A un misionero, el P. Rivet, profesor de seminario y predicador de misiones, preocupado por una de éstas en curso: «No tenga usted prisa y, en lugar de un mes, tarde seis semanas en las misiones importantes, como es ésa con la que se ha comprometido» (V, 463). Y a otro misionero, el P. F. Le Vacher, en misión en Argel: «Tenemos muchos motivos para dar gra­cias a Dios por el celo que le da a usted por la salvación de los pobres esclavos; pero ese celo no es bueno, si no es discreto. Parece ser que ha emprendido demasiadas cosas al principio… Muchas veces se estropean las buenas obras por ir demasiado aprisa» (IV, 499). El sr. Le Feron, tío de Nicolás Etienne, por entonces clérigo de la Misión, desea entregar a la Congregación el im­portante priorato de Saint-Martin; San Vicente queda tan «aturdido» como cuando le propusieron el prio­rato de San Lázaro, y escribe: «Creo que con­vendrá que lo dejemos por ahora, no sólo para cor­tar los entusiasmos de la naturaleza, a la que le gustaría que las cosas ventajosas se realizaran enseguida, sino para ponernos en la práctica de la santa indiferencia y darle a Nuestro Señor la oca­sión de manifestarnos sus deseos. Sin embargo, habrá que seguir encomendándole el asunto. Si Él quiere que se lleve a cabo (pero no se llevó a cabo), el retraso no nos hará ningún daño y, cuan­to menos pongamos de lo nuestro, más pondrá Él de lo suyo» (V, 51 Os).

A veces la consigna de «no apresurarse» es determinada por motivos personales del mismo San Vicente: «No acabo de ver claramente el proyecto del P. Codoing; habrá que aguardar con paciencia» (II, 453); «haga el favor de decirle (al P. B.) que yo no contesto a quienes no hacen lo que les he pe­dido, y que, cuando él lo haga, entonces le con­testaré» (V, 503); al marqués de Chandenier, con­testando a una consulta sobre una fundación: «he enviado su carta a sus señores hermanos y les he dicho, sin hacer nada para inclinarles hacia un lado o hacia otro, creyendo que no corresponde a un pobre sacerdote como yo dar su juicio en un asunto en el que hay que tener en cuenta tantas circunstancias considerables, que a mí me bas­taba con proponerles la cosa y no hacer nada más» (V, 472); al P. Rivet, superior de Saintes: «cuando le pedí que se cuidara usted de esa fa­milia, fue con la intención de que hiciese usted todas las funciones de superior; pero no le di el nombramiento para ello, pues tengo la costum­bre de examinar anteriormente el talante de los que empiezan a ejercer dicho cargo para evitar que suceda lo que sucedió hace tiempo a dos sacer­dotes que quisieron gobernar a su antojo y que redujeron a dos casas a un estado tan lamenta­ble que apenas han podido levantar cabeza des­de entonces» (V, 555s). Y un pequeño ardid para deSan Vicenteirtuar las «ideas de hacer un retiro» fuera de su comunidad: «en cuanto al retiro que quiere ir a hacer el P… con los carmelitas descalzos, ha he­cho usted (P. Blatiron) muy bien en aconsejarle que no vaya… Si insiste mucho dicho Padre, rué­ guele que tenga paciencia y dígale que, como no puede darle el permiso que solicita, escribirá us­ted al general de la Compañía y hágalo así efec­tivamente. De esta forma, mientras se espera la respuesta, va corriendo el tiempo y muchas ve­ces la tentación se deSan Vicenteanece» (IV, 97); al P. Jolly, en Roma: «sigo aguardando los planos de la ca­sa de los señores Mattei con las condiciones de venta en cuanto al precio y las garantías. Cuan­do los hayamos recibido, veremos si conviene» (VII, 339). Estando ya avanzado el proyecto del Hospital General en París para el «encerramien­to» de los pobres, a la propuesta que se le hizo, San Vicente contestó: «nosotros no estamos aún decidi­dos a comprometernos en esas tareas por no co­nocer suficientemente si es voluntad de Dios, pero, si lo emprendemos, será al principio sola­mente en plan de prueba» (VI, 240).

d) Respuestas a unas quejas y una confesión que resume el pensamiento de San Vicente sobre su con­signa de «no apresurarse». Contesta al P. Co­doing, por entonces superior en Annecy: «Me di­ce usted que piensa poner el dinero a renta en manos del señor conde de N. ; esto me da oca­sión para decirle que me preocupa esto un poco y que me parece que hubiera sido mejor comprar o hacer construir alguna casa. Ya sé que también esto tiene sus dificultades, pero si usted me hu­biera escrito diciéndome sus intenciones y razo­nes, yo las hubiese pensado delante de Dios, lo mismo que procuré hacer con las del contrato, pe­ro ya es demasiado tarde… Me objetará usted que suelo tardar mucho, que a veces tiene que esperar por seis meses una respuesta que se po­dría haber dado en un mes y que entretanto se pierden las oportunidades y no se hace nada. A esto le respondería que es cierto que soy dema­siado lento para responder y para hacer las cosas, pero que sin embargo no he visto todavía que se haya estropeado ningún asunto por mi retraso, si­no que todo se ha hecho a su debido tiempo y con todas las cosas bien pensadas y las precau­ciones necesarias; sin embargo, me propongo en el futuro contestarle lo antes posible después de haber recibido sus cartas y haber considerado la cosa delante de Dios, que saca mucha gloria del tiempo que se emplea en considerar madura­mente las cosas que se refieren a su servicio, como son todas las que nosotros llevamos entre manos. Así pues, haga el favor de corregirse de esa rapidez en resolver y decidir las cosas y yo procuraré corregirme de mi negligencia» (II, 175s).

2. «Aconsejarse»

«Pedir consejo» o «aconsejarse» es para San Vicente una norma de prudencia, no solamente para evi­tar un traspié, sino para asegurarse de tomar los medios más eficaces en conexión con el fin que se quiere alcanzar. Una de sus frases puede dar el tono de esta norma: «imponerme el yugo de no hacer nada importante sin pedir consejo; por eso Dios me concede todos los días nuevas lu­ces para que comprenda la importancia que tie­ne el obrar de esa manera y me da la devoción de no hacer nada sin consultar» (II, 263).

a) Empieza por dar ejemplo de ello, pidiendo él mismo consejo. Se ha ofrecido a la Congrega­ción, en 1647, el obispado de Babilonia, pues varios lo han rechazado. El Sr. Vicente narra al P. Dehorgny, superior entonces en Roma, estos ava­tares, y que, incluso ha pensado en el P. Lamberto para ese cargo, y añade: «pero todavía no me he decidido, y aunque le he hablado de este plan general y le he pedido su consejo para esto y él se ha ofrecido muchas veces a ir hasta el fin del mundo, nunca le he dicho que pensaba enviarlo allá y no sabe nada todavía… Sin embargo sus­penderé la decisión hasta saber lo que usted me escriba sobre ello, a fin de atender a sus razones, si son mejores que las mías» (III, 166-167). Duda de la rectitud de intención de una posible vocación, y escribe al P. Laudin: «¿querrá darme su opinión sobre él?» (VII, 198). Al P. Jolly, superior en Ro­ma, le pide qué hacer ante una intervención del Nuncio: «me pidió una declaración de nuestras in­tenciones por escrito (si teníamos algo que decir ante el trabajo misionero de los PP. de la Doctri­na Cristiana, que habían obtenido hacer votos simples como nosotros) y añadió que a esos bue­nos Padres les gustaría mucho que nuestra Com­pañía les comunicase los privilegios que tiene. Eso me dio motivo para decirle al señor Nuncio (Cebo Piccolomini) que, si esos buenos Padres nos exponen por escrito lo que pretenden de noso­tros, veremos qué es lo que podemos hacer. Creo que debo ponerle a usted al corriente de todo pa­ra que me diga qué es lo que opina» (VI1, 400); no se fía mucho de las palabras del P. Boucher y consulta al P. Portail: «el P. Boucher me ha es­crito dos veces… con los buenos sentimientos y gratitud que Dios le da. Le ruego, que me indi­que si he de hacerle caso» (III, 116); el procura­dor general le ha enviado una nota sobre que «los carniceros no venden carne» y se dirige a la du­quesa de Aiguillon: «la señora duquesa es nues­tro recurso en todas nuestras necesidades; le su­plico, pues, humildemente que nos dé su buen consejo en el siguiente asunto: es probable que la ciudad compre los bueyes y los corderos que los mercaderes han llevado a Poissy y que los car­niceros no quieren comprar por causa del nuevo impuesto que han cargado sobre el ganado y que quieren utilizar nuestros terrenos para que pasten aquí los bueyes y los corderos. Se trata, señora, de un grave perjuicio para nosotros; tenemos to­dos los terrenos sembrados de grano, avena y heno, y todas las murallas están plantadas de pe­rales, casi todos de peras de invierno y de melo­ cotoneros. Llevan plantados sólo cinco años y es­tán cargados de flores. Parece ser que recoge­remos mucha fruta este año. Según eso, seño­ra, piense en el daño que recibiremos; pues apar­te de la pérdida que habría de unas arpentas de trigo y de avena, los bueyes ramonearán los árboles y los destrozarán, de modo que sólo quedarán los tocones, que tardarán otros tres o cuatro años en dar fruto y los melocotoneros se perderán por completo. Le ruego muy humilde­mente que nos dé su consejo sobre lo que hemos de hacer» (IV, 534); otro asunto totalmente distinto: se dirige a un Superior: «le ruego me aconseje lo que debo hacer con una de nuestras casas de la que me comunican que el Superior es poco ob­servante de las reglas, asiste raramente a los ac­tos de comunidad, sobre todo, a la oración, se preocupa poco de ayudar a las almas que le han sido confiadas_ está siempre por el campo y tie­ne para ello un caballo en el establo sin permitir que le ocupen en otra cosa. Le ruego, Padre, que me dé un consejo sobre todo eso» (IV, 583).

San Vicente pide consejo, pero, si no sigue el que le dan, se excusa. Un Superior quiere construir en una casa que requiere reparaciones, y le contes­ta por la negativa: «si es que no tengo razón, car­go con la culpa; y si usted me ofrece una razón mejor, la escucharé de corazón» (V, 420).

b) Según San Vicente, los asuntos de importancia re­quieren que el interesado busque consejo. Lo re­pite varias veces: «los que mandan no hagan na­da de consideración sin el parecer de los demás» (V, 53); «consultar en los asuntos importantes con personas prudentes» (V, 537); «el pedir consejo no sólo no es ninguna cosa mala, sino que, por el con­trario, hay que hacerlo cuando se trata de una co­sa importante o cuando no somos capaces de decidirnos por nosotros mismos» (IV, 39); «no to­mar decisión en asuntos importantes, sin haber consultado y recibido respuesta» (VII, 151). Mis­ma coletilla al P. Coglée, un tanto precipitado en actuar: «otra vez, cuando pida usted algún con­sejo, convendría que espere la respuesta» (IV, 328). «No obre en este caso, ni en otros de im­portancia, sin consejo de los Padres y la opinión de los amigos» (VII, 217) «si es un asunto impor­tante, ¿qué hacer?, pedir consejo» (XI, 625).

c) Aun en los asuntos de menor importancia, San Vicente dice: «no hago nunca nada sin el parecer de los consultores de la Congregación» (II, 515); «an­tes de encargarle la dirección de esta casa, he consultado a los más antiguos» (V, 459); «como esta propuesta es nueva, he querido tratarlo con nuestros mayores» (VI, 568); a un obispo: «tras ha­ber estudiado su propuesta y recibido el consejo de nuestros mayores, hemos decidido atenernos a la resolución ya tomada» (VIII, 479); «el Superior no hará nada sin pensarlo bien y sin haberse acon­sejado» (IV, 373); «no haga ninguna proposición nueva, sin avisarme de antemano» MI1, 234); «tenemos que hacerlo con el debido consejo» (IV, 574).

d) Entre los asuntos llevados a su consulta, uno sobre «milagros»; al Hno. Parre le contesta: «en cuanto a la devoción y a la afluencia de gen­te hacia el lugar donde se encontró esa imagen, convendría avisar al señor obispo o a los vicarios generales, para que se informasen de los pre­tendidos milagros y detener los abusos, si los hu­biera» (VII, 509). Y, de su experiencia de campe­sino: «no conviene cortar el heno mientras dure este tiempo de lluvias, a pesar de lo que le dicen los obreros» (1, 484), advierte al P. Marceille, ecó­nomo de San Lázaro. Y, de su experiencia en la correspondencia: «tenga cuidado con las perso­nas a las que escribe, y que se ande con pre­caución» (IV, 496); «es conveniente debido al pe­ligro de que se pierdan algunas cartas, repetir brevemente una o dos veces el contenido de las anteriores, cuando se trata de algo importante» (IV, 302); «nunca escriba sobre asuntos de Esta­do… todas las cartas corren el peligro de ser leí­das» (II, 272). Y a los superiores, pensando en el futuro: «Padre, le ruego que en adelante conser­ve las cartas que le escriban a usted y a los de esa casa, de cualquier parte que sea, cuando con­tengan algún detalle interesante que pueda tener importancia o que pueda servir de instrucción en el futuro. No tiene que hacer con ellas más que atarlas en diversos legajos, según su contenido, o según el año de recepción y, una vez empa­quetadas, guardarlas en un lugar destinado a ello, en el que los que vengan después puedan bus­carlas en caso de necesidad. Y si hay algunas an­tiguas en la casa, haga también el favor de reco­gerlas, según el orden indicado» (VIII, 399). San Vicente, hombre prudente, veía «lejos» y aconsejaba to­mar precauciones para el futuro. Lo mismo en cuanto a las misiones populares; escribía a los Su­periores: «ruego que lleven nota en su casa, si no lo han hecho todavía, de todas las misiones que se hagan en el futuro e incluso de las que se han hecho, indicando las circunstancias siguientes lo mejor posible» y da los datos de estas como fi­chas: «7°, cuántas misiones se han hecho en su casa desde su fundación; 2°, el mes y el año en que se han hecho; 3°, el lugar y la diócesis de ca­da misión y si tienen alguna obligación o funda­ción para ello; 4°, cuánto dista ese lugar de la ciu­dad donde está establecida su casa; 5°, cuántos comulgantes hubo; 6°, cuántos misioneros y quién era su director; 7°, cuánto tiempo duró; 8°, si re­sultó bien o mal y por qué; 9°, en qué tiempo es preferible hacerla; 10°, si se estableció allí la Caridad; 1 1°, si hay herejes; 12°, cuáles son los lugares más abandonados y que tengan mayor ne­cesidad de misión en su diócesis y en los alre­dedores y demás circunstancias de interés. Esto se tiene que entender sobre todo para el futuro» (VIII, 290) y sigue precisando más indicaciones.

Como se ve, el ojo avizor y la prudencia de San Vicente se había adelantado a los modernos datos esta­dísticos recogidos en ficheros.

e) Una de las características de San Vicente en la práctica de la prudencia, es que, aún siendo muy personal en sus ideas se rodeaba siempre de gru­pos de asesores o consejeros. Disponía de un cuerpo de estos consejeros para los asuntos ad­ministrativos de sus dos Comunidades; a su vez, éstas disponían de sus consejos generales o par­ticulares. Aseguraba: «nada se resuelve ni eje­cuta más que después de varias consultas» (1, 292); «después de muchas oraciones, de pedir consejo a varias personas y de haber celebrado varias reuniones para ello, se ha creído que sería mejor…» (V, 206). Insiste varias veces: «en todo eso (dificultades entre los Premonstratenses) veo yo varias razones en favor y en contra, pero co­mo no se las puedo escribir ni puede resolverse esta cuestión por carta, creo que es necesario con­sultar a algunos doctores y algunos buenos Pa­dres religiosos» (IV, 315). Al P. Berthe, recién lle­gado a Roma para tratar del asunto de los votos, le aconseja: «consulte con alguna persona de ex­periencia en estas cosas que tenga habilidad pa­ra solucionarlas» (IV, 539). Hablando a los suyos sobre las inspiraciones para conocer la voluntad de Dios, San Vicente, que «hila muy delgado en eso de las inspiraciones», les dice: «muchas veces Dios ilumina el entendimiento y mueve el corazón pa­ra inspirar su voluntad, pero se necesita el grani­to de sal para que no nos engañemos. Entre esa muchedumbre de pensamientos y de senti­mientos que se nos echan encima, hay algunos aparentemente buenos pero que no provienen de Dios ni son según su voluntad; por tanto hay que examinarlos bien, recurrir al mismo Dios y pre­guntarle cómo puede hacerse eso, considerar los motivos, el fin y los medios, para ver si todo es­tá sazonado según su gusto, consultar a los hom­bres prudentes y aconsejarse de los que tienen cuidado de nosotros… Hacer una cosa que parezca razonable es cumplir la voluntad de Dios. Esto se debe entender siempre con ese grano de sal de la prudencia cristiana y con el consejo de los que nos dirigen, ya que pudiera ser que una cosa fue­ra razonable por su naturaleza, pero no en las presentes circunstancias de lugar, de tiempo o de forma; en ese caso no habría que hacerla» (XI, 452-453; cf. la misma idea en XI, 806).

Si hay que ir a un proceso, entonces: «plei­teamos lo menos posible y, cuando nos vemos obligados a hacerlo, pedimos siempre consejo dentro y fuera» (III, 63); «que la Congregación no emprenda jamás ningún proceso, que consulte previamente a los abogados y les pregunte si la causa es cierta; si es dudosa, que la deje» (X, 410).

Si hay rumores en contra de la Compañía, «más vale fallar con el consejo de esos dos bue­nos espíritus (el comendador de Sillery y el P. Felipe de Gondy), que entrometerse uno por sí mis­mo» (1, 476-477); y en otro asunto: «estoy aguar­dando la última decisión que han de tomar los se­ñores Thélon y Midot. Me he tomado el honor de escribir al primero para contestar su carta. Habrá que seguir su parecer. ¿Qué hacer entonces?¿No será mejor fallar con su consejo que correr un riesgo por nuestra cuenta?» (III, 415). Al P. Durand, superior de Agde: «no decida nada en ningún asunto, por poco importante que sea, sin cono­cer su opinión (de sus cohermanos), sobre todo la de su asistente. En cuanto a mí, reúno a los míos cuando hay que resolver alguna dificultad de gobierno, bien sea de las cosas espirituales y eclesiásticas, o bien de las temporales; y cuando se trata de éstas, consulto también con los en­cargados de ellas; les pido incluso el parecer a los Hermanos en lo que toca al cuidado de la casa y a sus oficios, debido al conocimiento que tienen de ello. Esto hace que Dios bendiga las resolu­ciones que se toman de común acuerdo» (VI, 68). Y si el asunto se refiere al rey, entonces «pedir consejo al gobernador» (IV, 39). Encontrando difi­cultades a unas propuestas del P. Delville, le ad­vierte: «éstas son las principales razones, entre otras varias, que nos impiden secundar sus in­tenciones. Y para decirle también mis senti­mientos, me parece que habría sido mejor que no hubiera ido usted tan adelante sin pedir consejo» (V1, 568).

Un claro ejemplo de como San Vicente actuaba con prudencia en los consejos lo tenemos en las ac­tas de las 29 sesiones de ellos con las Hijas de la Caridad (X, 731-873).

3. «Invariable en el fin, moderado en los medios»

a) La prudencia, en general, y es una cons­tante en San Vicente, es el término medio en el decir y en el andar; lo que comanda es el fin a perseguir. Sus comunidades tienen su razón de ser en el ob­jetivo por el cual las fundó. Un año y diez meses antes de su muerte vislumbraba algunas deSan Vicenteia­ciones en su Congregación; de ahí, muy proba­blemente, sus invectivas al finalizar su conferen­cia del 6 de diciembre de 1658 sobre la finalidad de la C.M. : «después que yo me vaya, vendrán lobos rapaces, y de entre vosotros surgirán falsos hermanos que os anunciarán cosas perversas y os enseñarán lo contrario de lo que os he dicho; pero no los escuchéis, son falsos profetas. Lle­gará incluso a haber esqueletos de misioneros que intentarán insinuar falsas máximas para arrui­nar, si pudieran, estos fundamentos de la Com­pañía; a ésos es a los que hay que resistir» (XI, 396).

Trece años antes, escribía al P. Codoing, su­perior en Roma: «quiero creer que las condicio­nes que ponen para el seminario del señor car­ denal Barberini no son tan opuestas a nuestro género de vida que alteren lo esencial. Si así fue­ra, Dios mío, más valdría encerrarnos dentro de nuestra pequeña concha. No quiera Dios que nin­gún motivo humano nos haga aflojar en ningún asunto que hayamos creído de Dios. La máxima que han dejado aquéllos que han sido llamados por Dios a alguna nueva obra, es que no se cam­bie nada bajo ningún pretexto que sea» (II, 393). No cambiar nada… que «altere lo esencial»; lue­go, si no lo altera, se aceptan los cambios nece­sarios o razonables. Por tres ocasiones pronun­cia su fórmula de prudencia «un Superior tiene que ser firme en los fines y humilde y manso en los medios, firme en la observancia de las reglas y santas costumbres de la Compañía, pero apaci­ble en los medios para hacerlas observar» (II, 252); «hay que ser firmes en el fin y suaves en los me­dios» (VI, 558); «mantenerse invariable en el fin y moderado en los medios para llegar a él» (II, 302).

San Vicente es sumamente maleable en lo que no es esencial; habilísimo en explicar las razones de las excepciones que otorga o se otorga a sí mismo. En cambio se muestra inflexible en lo tocante a cuestiones de doctrina de la Iglesia y en oponer­se a las opiniones que discurren fuera del sendero del común de los doctores. Sus intervenciones a propósito del Jansenismo son aleccionadoras, in­cluso la prudencia y la energía con que actuó en el seno de sus Comunidades (III, 296-304, 303; IX, 337; X, 104-106; XI, 83).

b) En los casos de moral, su prudencia, fir­me en lo esencial, es más dúctil frente a las per­sonas. Así tratándose de dos concubinarios: «si puede usted, le escribe al P. Cognée, superior de Sedan, separar por las buenas a esas dos per­sonas que viven como marido y mujer y que no lo son, sin tener que enviar a la mujer a París, se­rá lo mejor que pueda hacer, aconsejándole que se retire a otra parte, o bien al hombre que se aleje de ella, sin que eso sea demasiado públi­co» (IV, 506). Y en cuanto a la explicación del 6° Mandamiento: «le suplico, Padre, que reco­miende más precaución que nunca en la expli­cación del sexto mandamiento y en las pregun­tas que se hacen sobre él. Si no ponemos cuidado en eso, la Compañía sufrirá algún día por ello» (1, 463); y diez días más tarde al mismo P. Lamberto: «en cuanto a lo que dice que el P. Codoing se detiene mucho en explicar el sexto mandamiento, le suplico, Padre, le diga que le rue­go muy humildemente, no hable más, en Ri­chelieu ni en ningún otro sitio, a no ser con mu­cha sobriedad, por ciertas razones que le diré y que son de mucha importancia… Le ruego ex­presamente que haga comprender a la Compa­ñía de mi parte que sean sumamente precavidos en la explicación y en las preguntas del sexto mandamiento» (1, 466. 467).

c) Una medida de prudencia que San Vicente repite constantemente: «cuídese mucho por favor y ha­ga de mi parte esta misma recomendación a esos padres que trabajan con tanto interés» (VIII, 299). Con su experiencia de múltiples remedios, la apli­ca a las enfermedades del alma que sufren los es­clavos en Argel; en sus instrucciones al P. Le Va­cher: «no hay que empeñarse en abolir dema­siado aprisa las cosas que están en uso entre ellos, aún cuando sean malas… Muéstrese con­descendiente con la debilidad humana en todo cuanto pueda. No digo que sea menester apro­bar o permitir sus desórdenes; lo que digo es que los remedios tienen que ser suaves y benignos en la situación en que están, y aplicados con gran precaución» (IV, 498). Pero para asegurar la salud física de sus misioneros no va con remilgos: «no hago el más mínimo caso de todos esos proyec­tos de fundación… que no tienen más que bue­nos deseos pero sin querer gastar nada en ello. Hará usted bien, le escribe al P. Jolly, en decir­les que no basta con que se proporcione un alo­jamiento a los misioneros, sino que hay que dar­les los medios para que puedan vivir y trabajar» (VII, 183); «no se comprometa usted con ningún lugar en donde no haya medios para mantener­se», le pide al P. Ozenne, en Varsovia (VII, 217).

d) La prudencia en las misiones tiene sus exi­gencias; San Vicente las señala aunque puedan molestar a algunos: «añado, escribe al P. Cabel, superior de Sedan, mis deseos a esas advertencias que le han hecho de que no sea tan largo en sus ser­mones. Sabemos por experiencia que esa pro­longación impide el fruto y sirve únicamente pa­ra ejercitar la paciencia de los oyentes, mientras que un discurso breve y patético produce con frecuencia buenos efectos» (VI, 557-558). Al P. Rivet, superior de Saintes, que vive cerca de las Benedictinas de Cognac, algunas de ellas «po­sesas del espíritu maligno», le dice: «siento mu­cho esas cosas que están pasando en las Bene­dictinas… Ha hecho usted bien en excusarse de ser uno de los exorcistas; será conveniente que pida a los que desean comprometerse a ello que le dispensen, ya que hay otros muchos buenos religiosos que podrán ejercer santamente este oficio» (VIII, III).

e) En la distribución de ropa a los necesita­dos, la prudencia del Sr. Vicente va acompañada de cierta astucia. Al Hno. Parre, encargado de es­tos repartos, le escribe: «que se informe cuida­dosamente en cada cantón y en cada aldea de cuántos son los pobres que tendrán necesidad de pedir ropa el invierno que viene, o toda o parte de la misma, a fin de que pueda calcularse el gas­to que habrá que hacer y puedan ir preparándo­se… Convendrá que escriba usted los nombres de esas pobres gentes a fin de que cuando lle­gue la hora de hacer la distribución, se les pue­da dar esa limosna. Para distinguirlos bien, habría que verlos en sus casas, para conocer de cerca a los más necesitados y a los que no lo son tan­to… Puede usted utilizar algunas personas pia­dosas y prudentes, que acudan personalmente a los pobres y que les informen sinceramente de la situación de cada uno. Pero es preciso que es­tos informes se hagan sin que los pobres sepan para qué son, pues de lo contrario los que tienen ya alguna ropa la ocultarán para hacer ver que es­tán desnudos» (VI, 348-349). Y otro caso para el Hno. Parre: «el señor Delahaye, deán de Noyon, ha recomendado a un pobre hombre, llamado se­ñor Sablonniere, diciéndonos que ha quedado arruinado por el campamento volante que acam­pó en Miremont, que le robó sus animales y sus muebles y destruyó sus sembrados. A las seño­ras (de la Caridad) les gustaría que les dijese si es verdad, si no le queda nada a ese pobre hom­bre para reponerse ni para subsistir, si tiene hi­jos y cuántos. Indíquenos, por favor, todo lo que pueda averiguar» (VIII, 97-98).

f) San Vicente ha insistido que la sencillez de la pa­loma no debe separarse de la prudencia de la ser­piente. En sus actuaciones es difícil a veces de­sentrañar hasta qué punto van juntas. En el caso del monasterio de San Eutropio, «en el que se han cometido, dice él, grandes abominaciones», es­tá en marcha un proceso; San Vicente interviene, pero no abiertamente, para conseguir el nombramiento de tres jueces. Encarga al P. Codoing, en Roma, que agilice estos nombramientos, pero le añade: «hágalo usted de forma que no parezca que se ha mezclado usted abiertamente en ello» (II, 239). Y en el caso del Visitador canónico de los con­ventos de la Orden de la Visitación, le menciona al P. Dufestel, superior de Annecy: «me olvidé de decirle al P. Codoing que no se mezclase en el asunto del Visitador de Santa María. Que bien es­tá el no meterse más que en lo que se nos ha mandado» (II, 250-251).

4. «Hay que hilar muy fino»…

a) En el trato entre los hombres y las muje­res, San Vicente está, se podría decir, como obsesiona­do por los peligros que en este trato puedan ha­ber. Tiene frases, comparte consignas que, en la actualidad, nos parecen de «otro mundo». Ya en una conferencia a las Hijas de la Caridad del 30 de mayo de 1647, al comentar las Reglas «se de­tuvo el sr. Vicente en el artículo que habla de evi­tar ofender a Dios mortalmente, sobre todo en lo que se refiere a la castidad, tomando toda clase de precauciones para conservarla, sin dejar entrar a los hombres en la habitación y no entretenién­dose a hablar por la calle con personas de sexo diferente. Y, si se ven obligadas, tienen que hilar muy fino. Hijas mías, esto se entiende de los hombres con los que no os detendréis nunca por la calle, a no ser por extrema necesidad. Hay que hilar muy fino. Decidles lo que tengáis que decirles lo más sucintamente que se pueda, y, después, despedirse de ellos» (IX, 303).

Esta «obsesión» tiene una clara explicación que él mismo da a sus Hermanas: «las religiosas están encerradas y no tienen muchas veces oca­sión de tratar con personas de fuera; pero no pa­sa eso con vosotras, porque una Hija de la Cari­dad está siempre en medio del mundo. Tenéis una vocación que os obliga a asistir indiferentemen­te a toda clase de personas, hombres, mujeres, niños y en general a todos los pobres que os ne­cesiten, como lo hacéis por la gracia de Dios. Pues bien, si es así, ¿cuál es el medio para que os conservéis en la pureza? Os lo decía última­mente: no permitáis que entre nadie en vuestras habitaciones sin mucha necesidad» (IX, 1010).

El «no dejar entrar a los hombres en vuestras habitaciones» es una de las consignas más re­petidas cuando San Vicente se dirige a sus Hermanas: «sobre todo no dejéis a los hombres entrar en vuestras habitaciones, aunque sea vuestro con­fesor, ni a mí mismo; si voy a veros y no cumplo con esto, en razón de mi disposición, y quisiera entrar en vuestra habitación, cerradme la puerta y no me dejéis entrar, ni al P. Portail, ni a un Her­mano de la Misión, si fuera alguno, ni a nadie. Sed firmes en eso» (IX, 684-685); «sabéis bien que, si admitís a un hombre en vuestra habitación, os po­néis en peligro de cometer algún pecado contra la pureza, pues es muy difícil guardarla si no se huye de las ocasiones de perderla. Por esa mis­ma razón os hemos recomendado que no admi­táis a ningún sacerdote, ni laico, por ninguna ra­zón, ni siquiera a los sacerdotes de la Misión, ni a mí mismo, a no ser en caso de enfermedad» (IX, 738). Alguna presenta objeciones: «pero, pa­dre, yo soy del campo y viene a verme mi her­mano; él no sabe nada de nuestras obligaciones y me ruega que le dé de comer; es de noche: ¿qué he de decirle? Si le despido, le parecerá mal que no le dé alojamiento y me tendrá por una ingra­ta»; le contesta el Sr. Vicente: «pórtate como de­bes, preséntale tus excusas; mirad, si le recibís una vez, pronto vendrá vuestro primo y os pedi­rá lo mismo. Más aún, como un pecado trae otros, después de haberle recibido, le diréis: «no tene­mos cama, pero aquí hay un catre donde dormir; o bien, dormiré yo con mi hermana y te dejare­mos mi cama» – «¿Verdad, hijas mías, que ha ocurrido esto algunas veces?… Habéis quedado expuestas seguramente a la tentación contra la pureza. ¡Cómo! ¿Dejará una Hermana a un hom­bre dormir en su propia habitación y hasta en su misma cama? Esto debería asustaros» (IX, 909- 910; cf. otras indicaciones semejantes, en IX, 978, 979, 1238).

Las situaciones pueden complicarse, al ir a las casas de los enfermos o al pasar por las calles. San Vicente les pone en guardia: «la regla os ad­vierte que es un gran inconveniente para vosotras deteneros a hablar con alguien cuando vais por la calle, así como también en la casa adonde se os envía a cuidar enfermos. Por consiguiente no hay que pararse en la calle a hablar con los hom­bres, ni tampoco con las mujeres… No tenéis que entreteneros con los criados, ni con las dueñas, a no ser que se necesite en favor de los pobres, pero es preciso que eso sea brevemente» (IX, 1009). Y no solamente hablar con los hom­bres, sino también no encontrarse con ellos «a so­las… ni mirar jamás al rostro, ni escuchar sus ga­lanterías» (IX, 96); «no os digo solamente que guardéis los mandamientos, sino que ni miréis si­quiera a un hombre a la cara» (IX, 852).

Al referirse a los sacerdotes y particularmen­te a los confesores, San Vicente acentúa las precaucio­nes: «poneos delante de los ojos que son per­sonas que tienen el poder… Nunca llegaréis a honrarlos bastante. Por eso no les habléis nunca, sino con una especial modestia, de tal forma que no os atreváis casi a levantar los ojos en su pre­sencia… Cuando les habléis sobre las necesida­des de algún enfermo, que sea breve y sucinta­mente y jamás en su domicilio; no, hijas mías, jamás; vale más aguardarlos en la iglesia. Si hay alguna necesidad apremiante, repito, que sea apremiante, y no podéis dejarlo para otra ocasión, entonces podréis ir a su casa, pero nunca solas. Qué es lo que iba a hacer una Hermana sola en casa de un sacerdote… Si el caso apremia, podéis tomar una Hermana con vosotras, decirle el asun­to… y marchar luego. Si el sacerdote os quisiese detener para hablar de otra cosa… por una o dos veces podríais responder, y si después de eso, os quisiera entretener más tiempo, decidle, padre, excúseme, tengo que hacer… Hay que tra­tar siempre con ellos con mucha seriedad y con­cisión» (IX, 286); «no hay que mirar a los sacer­dotes como hombres sino como sacrificadores y mediadores entre Dios y nosotros. Si los miráis de ese modo, no tendréis ningún miedo de que suceda algún mal» (IX, 963); «querer charlar es­pecialmente con los eclesiásticos, es algo que tenéis que evitar; sobre todo con éstos, pues con el pretexto de piedad lo que se intenta es buscar cierta satisfacción, y de ordinario se empieza por buenos movimientos, al parecer por una parte y por otra; el afecto empieza poco a poco por lo es­piritual; de ahí se pasa a demostrárselo al otro… Esas pequeñas satisfacciones verbales que em­pezaron por algo espiritual, se convierten luego en sensuales… Luego, se va uno comprome­tiendo poco a poco en motivos carnales. Y mu­chas veces se deja la vocación por buscar esa sa­tisfacción. Por eso, apenas sintáis apego a algún confesor, dejadle; os echará a perder. Hijas mías, si supierais qué malo es comprometerse con un confesor… ¡no os lo podéis imaginar!» (IX, 1176-1177); «os lo recomiendo mucho, que no os apeguéis a una parroquia, a ciertas perso­nas, a los confesores… si os dijera el daño que este apego ha hecho en algunos lugares… Más vale que me calle. Ni apegarse a los confesores, ni a nada. Hijas mías, hay ciertas cosas que son capaces de destruir a la Compañía. Y ésta es una de ellas… No visitar a los sacerdotes en sus ca­sas, fuera del caso en que sean pobres y enfer­mos, y entonces no ir sola, siempre dos juntas, y, si solamente pudiese ir una, tomar compañe­ra a una mujer o joven del lugar» (IX, 1201-1202).

b) A los sacerdotes de la Misión, les consig­nó en sus Reglas Comunes cap. IV, art. 2°: «Jamás hablarán a solas con mujeres en lugar y tiempo indebidos; cuando hablaren con ellas o les escri­bieren, se abstendrán por completo de palabras que, aunque piadosas, manifiesten afectuosa ter­nura para con ellas; y cuando las oigan en con­fesión, lo mismo que al hablar con ellas fuera de la confesión, no se aproximarán demasiado a ellas, guardándose de presumir de su castidad» (X, 484). En la conferencia del 8 de junio de 1658: «digo que hay que tener cuidado con las muje­res; cuando haya algo que decirles o que tratar con ellas, hay que hacerlo siempre en un sitio donde se nos pueda ver; si es en el locutorio, no cerrar la puerta, incluso es mejor no entrar si­quiera en el locutorio. Tengo que deciros que hay alguien entre nosotros que, apenas van a decirle que hay en la puerta una mujer preguntando por él, enseguida corre a meterse en el locutorio pe­queño y cierra la puerta a medias y está allí a ve­ces durante mucho rato. Bien, hermanos míos, evitemos esas frecuentes conferencias inútiles con las mujeres; hablemos con ellas sólo cuan­do sea necesario. Sé muy bien que es un sexo con el que estamos obligados a veces a tratar, pe­ro procuremos que sólo sea en caso de necesi­dad, y además hacerlo con brevedad, aunque con­cediéndoles el tiempo que necesiten para que nos digan lo que tienen que proponernos. Por ejemplo, esas pobres Hermanas de la Caridad, ten­go que tratar con ellas sobre todo lo que ha de hacerse»(XI, 338). «Otro medio… huir del trato con las religiosas, incluso con las más reforma­das… Pero sabed que esas conversaciones son un filtro diabólico, pues somos hombres y hom­bres como los demás. Se compromete uno so capa de devoción; siempre se empieza por ahí, sabe Dios dónde se va a parar. Por tanto, enco­miendo a la Compañía que no acepte nunca un cargo que le obligue a dirigir, guiar y tratar con las religiosas, a conversar con ellas… Otro medio: no escribir nunca con mucho cariño; esto enciende el fuego, engendra el afecto y compromete a los demás a que respondan también con cariño ca­da vez más. Por amor de Dios, hermanos míos, recomiendo que os abstengáis de todo trato per­sonal o epistolar con las mujeres. Tengo aquí una o dos de esas cartas, y qué cartas. ¿Las leeré? Más vale que no lo haga… Otro medio: no tener devotas… ¡qué peligroso es eso! Hay que temer por la Compañía cuando vengan esas devotas alabando a aquel confesor a quien han abierto su corazón y su conciencia. ¡Mala cuestión es ésa! ¡Desgraciada la Compañía que tenga que sufrir a semejantes personas! Son un grave peligro. Sé de un lugar donde las mujeres son tan afectuo­sas con su confesor que más vale no hablar» (XI, 685-686).

«Hilando delgado», S. V, precavido, escribió a Luisa de Marillac cuando buscaba una casa para su incipiente grupo de Hermanas: «le ruego me indique si ha alquilado algún alojamiento y dónde lo ha tomado. Quizás crea que yo tengo algún motivo referente a usted, por el que creo que no es conveniente que se aloje en estos barrios (cer­ca de San Lázaro). No es así, ni mucho menos; se lo aseguro. La razón es ésta: estamos en me­dio de gentes que lo observan todo y juzgan de todo. Apenas nos viesen entrar dos o tres veces en su casa, se pondrían a hablar y a sacar con­secuencias que no podríamos decir hasta dónde llegarían» (1, 346).

Desde el siglo XVII las costumbres en el tra­to y en la convivencia entre hombres y mujeres, y también entre sacerdotes y religiosas o consa­gradas en la vida apostólica, han cambiado mu­cho, incluso la legislación eclesiástica sobre los confesores. Sin embargo, hoy como ayer, la naturaleza humana es siempre la misma, y el es­píritu que anima las consignas, avisos y reco­mendaciones de San Vicente sobre este trato, permane­ce válido e incólume. Como decía él, «hay que hilar muy fino», pues, como dice también, «el diablo se mezcla en todas partes y hemos visto que ocurrían casos tan extraños que parece ne­cesario evitarlos de antemano», como el que se­ñala en el consejo de las Hermanas (X, 778).

5. «Tomar precauciones para que no le engañen»

«Hilaba fino» también en cuestión de «voca­ciones», según se comprueba en los tres si­guientes grupos de textos:

a) En cuanto a la C.M. : «somos precavidos más que antes para recibir a los postulantes que se presentan, especialmente a los jóvenes, ya que hay muy pocos que se ofrezcan a Dios co­mo deben» (1V, 155) le dice al P. Blatirón. Al P. Del­ville, que había enviado a dos «para entrar en la Congregación, . uno de ellos, le dice San Vicente, lo ha to­mado con ganas, pero no así el otro que ha da­do motivos a toda la casa de juzgar que no vale para nosotros. Hubiera sido conveniente que, an­tes de enviarlo, nos hubiera dicho usted que era cojo, pues nos hubiéramos fijado en ello y le habríamos ahorrado el trabajo de venir y el de vol­verse, como ha tenido que hacerlo, ya que de or­dinario, en la forma de ser de esas personas hay algo extraño, tal como hemos visto en él. Si me responde que hay en la Compañía algunos Padres que cojean, le diré que en estos momentos hay solamente uno o dos y que este defecto no se nota en ellos casi nada en comparación con és­te. Esto me ofrece la ocasión de pedirle que en adelante no nos mande a nadie hasta después de que le hayamos prometido recibirle; para ello, co­muníqueme usted sus deseos, su condición, su edad, los estudios que han hecho y sus disposi­ciones corporales y espirituales. Nuestro semi­nario ha crecido mucho; no podemos pasar del nú­mero razonable para no cargarnos demasiado» (VI, 137). De nuevo al P. Delville: «han llegado los tres postulantes que nos ha enviado; los hemos acogido con afecto, como venidos de su parte. Me indica usted la razón por la que nos había envia­do a aquel cojo, que se marchó recientemente; yo ya me había imaginado que le habían urgido para ello y que, al no tener fuerzas para resistir las presiones de quienes querían enviarlo, se vio usted obligado a condescender con ellos. Quie­ro creer que ha sido eso mismo lo que ha ocu­rrido con uno de estos tres… en el que no ha en­contrado usted las cualidades que se necesitan para la Compañía; sin embargo nos lo ha envia­do para darles gusto a los que intercedieron por él, no teniendo ánimos para rechazarlo, viendo en él cierta buena voluntad. Y siento mucho que así sea, por el disgusto que tendrá al saber que no lo hemos recibido… demasiado flojo en latín; todas las personas a las que he dicho que exa­minen sus señales de vocación, han juzgado que no las tiene… Esto me obliga a rogarle expresa­mente que no obligue a los riesgos del viaje a na­die que no le parezca llamado por Dios. No lo son todos los que se presentan, por lo menos aque­llos que no tienen las disposiciones de cuerpo y de espíritu convenientes a nuestro instituto y a nuestras tareas… Debe usted tomar muchas pre­cauciones para que no le engañen» (VI, 148-149).

Hay que indagar bien los motivos o las mo­tivaciones de las vocaciones porque la vocación que no viene de Dios «no es más que la sombra de la verdadera, aunque se cubra de hermosos pretextos y de muy buenos hábitos», advierte al P. Delville. En efecto, escribe al P. Jolly: «no me parece conveniente, ni mucho menos, que reci­ba usted en la Compañía a ese muchacho del campo que se ha presentado para ser Hermano coadjutor, pues, por muy buena voluntad que ten­ga, no puede uno estar muy seguro de un hom­bre que ha cometido tres homicidios» (V1, 470).

San Vicente felicita al P. Dupont, Superior de Tré­guier, por su labor de «promotor vocacional» que diríamos ahora: «me gusta el interés que tiene us­ted por todo ello»; pero hay uno o varios peros, ya que precisa: «todavía no hemos dado permi­so a nadie para que nos envíe a los postulantes que ellos juzguen idóneos para la Compañía, sin que nos los propusieran antes y hubieran recibi­do nuestra respuesta. Creo que no debe usted tampoco hacerlo, debido al disgusto que tendría al ver que le devolvemos algunos en los que no hubiéramos encontrado las cualidades requeri­das, y que tendrían motivos para quejarse de us­ted por haberles hecho hacer un viaje inútil. Cuan­do alguno se presenta, conviene no enviarlo sin haberlo probado durante algún tiempo, aunque parezca una buena persona y de buenas inten­ciones; y durante esta prueba puede usted indi­carnos su nombre, su edad, su condición, sus es­tudios, si tiene padre y hermanos, si son pobres o bien acomodados, si tiene algún título o medio para alcanzarlo; si ha sido virtuoso anteriormen­te o llevaba una vida disipada, qué motivos tiene para dejar el mundo y hacerse misionero, si tie­ne buen juicio, si es de cuerpo bien hecho y tie­ne salud, si habla correctamente, si ve bien, y en fin si está dispuesto a hacerlo todo y sufrirlo to­do, a ir a cualquier sitio para el servicio de Dios, según se le indique por la santa obediencia. Por­que hay que sondearlos en todo y advertirlos, an­tes de prometerles nada, de las dificultades que podrán encontrar en el seminario y más tarde en los empleos que hayan de tener y en nuestra ma­nera de vivir» (VI1, 94).

«Hay que hilar fino», pues hay casos, como el de uno que desea entrar a la C.M., pero, es­cribe San Vicente al P. Laudin, «el Hermano N, tiene un hermano estudiando en Le Mans, con ganas de entrar en la Compañía, le ruego que me indique cuántos años tiene, qué estudios ha hecho, qué cualidades de espíritu y qué disposiciones de cuerpo… pero tengo miedo de que sea el pen­samiento de su hermano lo que le atrae, o bien la curiosidad de ver París, o las dos cosas al mis­mo tiempo, más que el deseo de renunciar al mundo por completo» (VII, 197-198). Y otro caso sobre el que contesta al P. Martín, superior de Turín: «me dice usted que se ha presentado un sacerdote joven para entrar en la Compañía, que pertenece a la Congregación de San Felipe Ne­ri, y que después de haberle animado a seguir en su Congregación y haberle expuesto la dificultad que ponemos para recibir a los de otras comu­nidades, sigue pidiendo entrar con nosotros, de­seando alejarse de sus parientes y ser totalmente de Dios, y que, con esta idea, ha pedido ya su despido, aunque no se lo han concedido. La ver­dad es que estas razones parecen legítimas, pe­ro aún cuando hubiera otras más fuertes, no hay que pensar en recibirlo, porque la experiencia demuestra que los que salen de una comunidad para entrar en otra no resultan bien en ninguna» (VII, 482).

Y si la oposición a las «vocaciones» provie­ne de un obispo, San Vicente tan respetuoso y pruden­te con los Prelados, no se inmuta: «me dice us­ted, escribe al P. Serre, superior de Saint-Méen, en la diócesis de Saint-Malo, que el obispo de Saint-Malo se ha quejado suavemente de que habíamos recibido en nuestra Compañía a algu­nos de sus diocesanos. No por eso hemos de de­jar de recibir a los que se presenten, si los juzga usted idóneos y debidamente dispuestos. ¿No le parece razonable que la Compañía que le ha pro­porcionado sacerdotes para su seminario y para las misiones, tome algunos de su diócesis, lo mismo que de las demás, cuando Dios los en­vía?» (V, 597). Pero, San Vicente adapta su prudencia a las circunstancias. Escribe al P. Jolly, Superior en Roma, el 11 de enero de 1658: «me alegra sa­ber que una persona que ha hecho voto de ser religioso cumpla con su promesa entrando en nuestra Compañía, aunque no sea una religión. Sin embargo, hemos de tener cuidado en no re­cibir a esas personas, si no son espíritus bien he­chos y bien decididos» (VII, 44).

b) En cuanto a las Hijas de la Caridad, pre­cauciones también en su reclutamiento: «me ha­bla usted, escribe a un sacerdote de la Misión, de tres buenas jóvenes que desean pertenecer a la Caridad. Como han concebido ese deseo en medio del fervor de la misión que ha hecho us­ted… habrá que ver si las enfría un poco el tiem­po. Es conveniente probarlas y retrasar su en­trada. Haga el favor de decirme qué edad tienen, si saben leer y escribir, o hacer otra cosa, a qué se han dedicado hasta ahora, si han estado sir­viendo, o si han estado siempre al lado de sus parientes. No basta que tengan buena salud; ha­brá que saber si son robustas o medianamente fuertes, ya que en esta pequeña Compañía no hay sitio para personas débiles o delicadas… Será menester que traigan ropa, o por lo menos diez escudos cada una para su primer hábito, y algo de dinero para poder regresar, en el caso de que no valgan o no puedan acomodarse a nuestras normas» (V, 600).

La Superiora de Saint-Fargeau parece ser una excelente «promotora vocacional». Se le envía una nota con muchos datos pertinentes para se­leccionar a las jóvenes aspirantes; entre ellas: «ese deseo que cunde entre ese gran número de jóvenes que desean entrar en su Compañía no es una señal segura de que Dios las llame, so­bre todo si las anima algún pensamiento huma­no más que la inspiración divina. Puede ser, sin embargo, que en algunas, haya ese movimiento divino; por eso hará usted bien en mantenerlas en esa buena voluntad, aunque no es conve­niente enviarlas todas al mismo tiempo. Escoja dos o tres de las que están mejor dispuestas y de las más idóneas» (VII, 48).

c) ¡Ojo!, también a los ejercitantes que van a la casa de Roma; al P. Jolly le escribe: «me ale­gra mucho saber que tiene usted siempre un gran número de ejercitantes. Tiene que tener us­ted cuidado, no sea que algunos, con el pretex­to del retiro, busquen más bien la mesa. Hay al­gunos que les gusta pasar tranquilamente siete u ocho días de descanso, sin que les cueste na­da» (VI1, 322). Ojo avizor del prudente San Vicente ; no se fía de las apariencias por angélicas que revolo­teen entre efluvios de inciensos y jazmines…

Nota final: el pensamiento de San Vicente sobre «la prudencia» lo pueden expresar estas frases su­yas: «el exceso en la práctica de las virtudes no es menos vicioso que el defecto» (II, 359): «la virtud no está nunca en los extremos, sino en la discreción» (III, 90); «acomode los gastos a sus fuerzas y no emprenda nada más que lo que pue­da hacer» (III, 462); «guarde la debida mesura, Dios no le exige que vaya más allá de los medios que le proporciona» (VII, 431); «vayamos tran­quilamente en nuestras pretensiones» (II, 393).

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