Espiritualidad vicenciana: Misión Ad Gentes

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicenciana, Misiones «Ad gentes»Leave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Carlos Esparza Huarte, C.M. · Año publicación original: 1995.

I. UN CARISMA EN EXPANSIÓN: 1. Encuentro con Dios en los acontecimientos. 2. Cada obra a su tiempo. II. ESCENARIO MISIONAL EN LA ÉPOCA DEL SR. VICENTE. 1. Los Patronatos. 2. Con la hegemonía política fue pasando a Francia la misional. III. LA CONGREGACIÓN DE PROPAGAN­DA FIDE. 1. Misioneros de la Congregación de Propaganda Fi­de. 2. Contactos del Sr. Vicente con la Congregación de Pro­paganda Fide. 3. La casa de Roma y el Colegio-Seminario de la Congregación de Propaganda Fide. IV. LA HORA DE LA MISIÓN AD GENTES. V. EVOLUCIÓN DEL COMPROMISO MISIONE­RO DEL SR. VICENTE SIEMPRE IN CRESCENDO. VI. MOTI­VACIÓN MISIONERA DEL SR. VICENTE. 1. Un amor misione­ro. 2. Evangelización y salvación. 3. Tenemos las mismas cartas credenciales que los Apóstoles. 4. La Iglesia tiene la pa­labra. 5. En la lógica de Folleville y Châtillon. 6. Los más aleja­dos son los más abandonados. 7. Peligro de que desaparezca la Iglesia de Europa. VII. LA MISIÓN DE MADAGASCAR. VIII. NOTAS PARA UNA MISIONOLOGIA VICENCIANA. 1. La fina­lidad de la misión ad gentes. 2. Clero nativo. 3. La misión y sus diversas tareas. 4. Selección y formación de vocaciones. 5. Lai­cos misioneros. IX. ¿FILIAS DE LA CARIDAD, MISIONERAS? X. ESPIRITUALIDAD MISIONERA DEL SR. VICENTE.


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I. Un carisma en expansión

Encuentro con Dios en los acontecimientos

La misión ad gentes del Sr. Vicente, como to­das sus demás obras, no nace de doctrinas o pla­nes preconcebidos, sino de la lectura que él hace de los acontecimientos. Para él, los acon­tecimientos son signos de Dios que revelan su vo­luntad en la historia. No es de extrañar que diga: «Nadie sabía lo que eran las misiones», «no pen­sábamos encargarnos de los ordenandos», «no pensábamos ir a Berbería». También dirá: «No pensábamos en Madagascar cuando vinieron a ha­cernos la propuesta» (XI, 296). A sus 72 años, el Sr. Vicente alude a un principio fundamental que guiaba su vida, el de no adelantarse a la Provi­dencia: «Muchas veces se estropean las obras buenas por ir de prisa… El bien que Dios quiere se realiza por sí mismo… Así es como empeza­ron todas las obras que actualmente llevamos… Dios se sirvió de nosotros sin que supiéramos has­ta dónde íbamos a llegar» 1V, 499).

Cada obra a su tiempo

Entre los muchos acontecimientos de la lar­ga vida del Sr. Vicente (1580-1660), algunos fue­ron experiencias fundantes, especialmente lúci­das, intuiciones originales de encuentro con Dios que iluminaron su vida. En estas experiencias, descubrió de una manera muy particular a Cristo evangelizador de los pobres, descubrió a los po­bres como nuestros maestros y señores, como nuestros jueces. A sus 37 años (1617), el Sr. Vi­cente ha salido ya de su mediocridad y nada le detiene, su actividad es frenética y se multiplican sus obras.

Desde sus 59 años (1639), conservarnos en los escritos del Sr. Vicente alusiones a las misio­nes ad gentes y diversos tanteos y proyectos de misión. A sus 68 años (1648), asume la misión de Madagascar. La voluntad de Dios se le ha mani­festado por el Nuncio y la Congregación de Pro­paganda Fide. Esta misión marca la cima de su experiencia misionera. Cada cosa se ha hecho a su tiempo: «Todas las cosas principales que se han hecho en esta Compañía me parece que si se hubieran hecho antes de lo que se hicieron no habrían estado bien hechas. Lo puedo decir esto de todas sin excepción alguna» (II, 176). El Sr. Vi­cente emprende la misión ad gentes como una evolución homogénea, un desarrollo de su mi­sión primera y de su fe y caridad misioneras. El Sr. Vicente empieza su misión rural en un seño­río feudal, con una experiencia aparentemente casual, pero pronto esta misión se hará nacional y más tarde romperá fronteras. Los no cristianos son también pobres, son pobres espiritual y ma­terialmente, son los pobres de países lejanos (XI, 395-6).

II. Escenario misional en la época del sr. Vicente

Los patronatos

Los siglos XVI y XVII asisten asombrados a los viajes de los navegantes que descubren nuevas tierras. El Papa había encomendado a Portugal (1452) y a España (1493) la evangelización de los países descubiertos. Por bulas papales se crearon los patronatos regios. Los Papas delegaron, a tí­tulo de privilegio, una parte importante de su ju­risdicción a estos monarcas católicos. Era una solución de emergencia. La propagación de la fe debería ser el fin principal de la colonización. El pa­tronato regio dirige la evangelización a costa del erario público, construye iglesias, sustenta el cul­to y a los clérigos, presenta personas para los ofi­cios eclesiásticos, garantiza la enseñanza religio­sa… España envió un promedio de 90 misioneros al año durante el s. XVI y unos 100 al año duran­te el s. XVII. Los patronatos fueron eficaces en su momento. El año que nació el Sr. Vicente (1580), había en la América española 5 arzobispados, 24 obispados y 370 casas religiosas. Ese mismo año se creó la diócesis de Manila (Filipinas).

Para el tiempo del nacimiento del Sr. Vicen­te, Roma había visto ya que los patronatos, no obs­tante sus ventajas, le creaban dificultades. Había serios inconvenientes: injerencia del estado, fal­ta de coordinación, conflictos jurisdiccionales. A ello, se juntó el declinar político de España y Por­tugal. Se hacía imprescindible la creación de un organismo central de la Santa Sede que dirigiera la actividad misional. De este convencimiento nació la S. Congregación de Propaganda Fide (22 junio 1622). Los patronatos siguieron en sus res­pectivos territorios. Los misioneros del Sr. Vi­cente no fueron «patronalistas» (de patronato), fueron «propagandistas» (de Propaganda Fide).

Con la hegemonía política de Francia fue pasan­do a ella la misional

En el primer tercio del s. XVII en Francia, la misión ad gentes llegó a estar muy viva entre las órdenes religiosas. Desde 1632, los jesuitas pu­blicaban sus famosas Relationes sobre misiones extranjeras. Se leían en la Corte y en muchos gru­pos y comunidades. El Sr. Vicente las hacía leer en el comedor. Eran una llamada a la vida heroi­ca. Eran tiempos de epopeya. S. Chaplin inicia la colonización de Canadá en 1608. Allí hay un gran esfuerzo misionero francés y mueren los prime­ros mártires. Más tarde, otras órdenes (capuchi­nos, dominicos, carmelitas…) llegan a las Antillas y al Próximo Oriente. A partir de 1640, el man­dato misionero prende también en el episcopa­do, en el clero y hasta en los laicos. Hay una es­pecie de moda misionera. De Francia, salen los primeros Vicarios Apostólicos de la S. C. de Pro­paganda Fide. Ya en 1642 se habla de fundar el Seminario de Misiones Extranjeras en París. En 1642, un autor anónimo publica un buen manual de misionología titulado Memóires et lnstructions chrétiennes sur le suject des Missions étrange­res. Este libro esboza la teología de la misión y un plan completo de la organización de la misión extranjera. Berulle y Olier consideran que apartar a los sacerdotes diocesanos de la misión ad gen­tes es mutilar su sacerdocio. Ven que la obliga­ción misionera brota del bautismo y de la incor­poración al Cuerpo Místico de Cristo. Se considera que Francia debe sustituir a España que se ha he­cho indigna y ha abusado de las bendiciones con­cedidas. Francia se siente el arsenal de la Iglesia. La Francia cristiana debe responder desde la Cor­te a la aldea, desde los contemplativos a los hos­pitalarios.

El Sr. Vicente refleja esta inquietud misione­ra de la iglesia de Francia en varias ocasiones. En 1643, afirma: «No lo digo sólo por nosotros, sino de los misioneros del Oratorio, de la doctrina cris­tiana, los misioneros capuchinos, de los misio­neros jesuitas… Ved cómo se van hasta las Indias, al Japón, al Canadá» (XI, 55-56). Cuando en 1652 le escribe el P. Dufour, a quien ha destinado a Ma­dagascar, alabando la vocación misionera como la mayor le dice: «Ofrézcase a él (Dios) de nue­vo como un obrero al que ha llamado a una mi­sión tan elevada, la más útil y santificadora que hay en la tierra, como es la de atraer almas al co­nocimiento de Jesucristo y marchar a extender su imperio en los lugares donde el demonio reina hace tiempo. Y ahora, vemos incluso cómo mu­chos religiosos salen de sus claustros y muchos sacerdotes de su país para ir a predicar el evan­gelio a los infieles. Y si llegaran a faltar, sería menester quitarles a los cartujos su soledad pa­ra enviarlos allá». (IV, 348). Para el Sr. Vicente, es clara la universalidad y urgencia de la vocación mi­sionera: «¿Por qué restringimos a un punto y ponernos límites mediante un cuarto cuando te­nemos toda la circunferencia del círculo?» (Dodin, SVP, Entretiens…, p. 1030).

III. El sr. Vicente y la Sagrada Congregación de Propaganda Fide

Misioneros de la sagrada Congregación de Pro­paganda

Esta Congregación está directa o indirecta­mente en todas las iniciativas ad gentes del Sr. Vicente. Hoy se llama Congregación para la Evan­gelización de los Pueblos. Esta Congregación de Propaganda Fide se crea tres años antes (1622) de que el Sr. Vicente funde la Congregación de la Misión (1625). La competencia de este dicas­terio romano abarcaba el mundo en general, por delegación del Papa, aunque, de hecho, no se in­miscuía en territorios de patronatos, a no ser por vía de consejo o dirección normativa. Mons. In­goli, su primer secretario (1622-1649), escribió un famoso memorial contra el derecho de patro­nato. Esta S. Congregación acumulaba todas las atribuciones de todas las Congregaciones roma­nas «en lo referente a la fe en países herejes o infieles». Al principio, tenía una competencia ge­neral para ortodoxos, herejes, protestantes e in­fieles. Esto influyó al proyectar el Sr. Vicente envíos de misioneros, por ejemplo, al norte de Eu­ropa. ¿Dónde encontrar misioneros? Tenía que ser, sobre todo, en Francia. De la Congregación de Propaganda Fide salieron, como creación ori­ginal, los Prefectos y Vicarios Apostólicos. El P. Nacquart, primer misionero enviado por el Sr. Vi­cente a Madagascar, fue Prefecto Apostólico y los hermanos Le Vacher, Juan y Felipe, fueron Vica­rios Apostólicos en Argel y Túnez respectiva­mente.

Contactos del Sr. Vicente con la Congregación de Propaganda Fide

La Congregación de Propaganda Fide, hoy lla­mada Congregación para la Evangelización de los Pueblos, fue decisiva en la proyección misionera del Sr. Vicente. En el s. XVII, no había una dis­tinción clara entre misiones interiores y extranje­ras. En una repetición de oración (1657), dice el Sr. Vicente: «La sagrada Congregación de Pro­ paganda Fide es la que tiene el poder de enviar a dichas misiones, ya que el Papa que es el único que tiene poder para enviar misioneros por todo el mundo, le ha concedido esta facultad y este en­cargo. Esta Congregación ha recibido poder del Papa para enviar por toda la tierra y es la que nos ha enviado a nosotros. Pues bien, ¿no es ésta una verdadera vocación?» (XI, 297). A partir de la fun­dación de la casa de Roma (1641), la relación del Sr. Vicente con la Congregación de Propaganda Fide fue frecuente para informar, para exponer sus iniciativas misioneras y escuchar las propuestas de ese dicasterio, para pedir licencias… En Cos­te podemos ver un largo epistolario (IV, 26, 86-88, 92-94, 289-291, 320-3, 458, 509); (V, 16-19, 403- 5, 524, 547); (VII, 179); (VIII, 114, 229).

La casa de Roma y el Colegio-Seminario de la Congregación de Propaganda Fide

Es esta casa la única que abre el Sr. Vicente por propia iniciativa. Le permite el contacto di­recto con la Santa Sede. Mons. Ingoli aprobó su apertura (X, 345). El nuevo espíritu que animaba a los Sacerdotes de la Misión pronto impresionó a la Curia Romana. En Roma, va buscando el Sr, Vicente firmeza y catolicidad para su misión. El Pa­pa Alejandro VII había encomendado la dirección espiritual del Colegio-Seminario de la Congrega­ción de Propaganda Fide a los misioneros del Sr. Vicente 11657). El Sr. Vicente anima al P. Jolly a que cuide la formación de esos alumnos «que van a ir por todos los rincones de la tierra». Cuan­do la Congregación de Propaganda Fide pensó agregar a este colegio un seminario para sacer­dotes destinados a la misión ad gentes quiso en­cargar a los misioneros del Sr. Vicente incluso la dirección disciplinar del mismo. El Sr. Vicente ve las dificultades operativas, pero a pesar de todo, dice: «Bendito sea Dios que piensa en esta po­bre y ruin Compañía para servir a la Iglesia Uni­versal… Si Su Santidad acepta la propuesta ‘in nomine Domini’ habrá que obedecer» (VI, 495); Cfr. ; (VII, 359). En su última carta al P. Joily, su­perior de Roma, un mes antes de morir (13-VIII­1660) le dice: «Doy gracias a Dios de que le ha­ya llegado el proyecto que se ha formado en Ro­ma de establecer allí un seminario para las mi­siones extranjeras. Si Dios quiere su ejecución se servirá de Vd. y le dará su bendición» (VI II, 359).

IV. La hora de la misión Ad Gentes

El Sr. Vicente vivió 60 años de sacerdocio (1600-1660). Fueron años de cambio acelerado y profundo en la Iglesia francesa. Años de recep­ción tardía de Trento y de reforma católica. La idea de misión ad gentes, en el Sr. Vicente, no surge ex nihilo. No hay un salto cualitativo entre la misión a los pobres de Francia y la misión a los pobres infieles. Su proyecto de misión es una respuesta actual y abierta a las necesidades de la Iglesia postridentina. Poco a poco constatará la dimensión universal de su obra (XI, 395). Dijimos que en el s. XVII no había una clara distinción en­tre misiones interiores y extranjeras. Hay en el Sr. Vicente una evolución in crescendo. Al menos en el subconsciente, que es donde decidimos la ma­yor parte de las cosas, el Sr. Vicente actúa así. El mero hecho de pedir que su Congregación sea re­conocida como de derecho pontificio implicaba ya la apertura a la misión universal. Por eso la Con­gregación de Propaganda Fide le contesta: «Si se instituyese una congregación que tenga como finalidad las misiones, como es ésta, se indigna­rían las demás congregaciones que no querrían ya suministrar misioneros a esta Congregación de Propaganda Fide» (X, 270). La Congregación de Propaganda estaba en intensa captación de mi­sioneros. En la Bula de aprobación de su Con­gregación, el Papa habla de «casas que se fun­den en cualquier sitio» (X, 316).

La escasez de personal, los compromisos con los obispos franceses y las peticiones de nuevas fundaciones le impiden pensar en el exterior. Acababa de nacer su Congregación. En 1639, ca­torce años después de su fundación, le dice a Mons. Ingoli que le ha propuesto unir la Congre­gación de la Misión a la C. de Propaganda Fide: «Cuando le hablé de enviarle misioneros se tra­taba de una simple propuesta. Pero ahora me se­ría imposible porque, al presente, hemos au­mentado el número de misioneros de Aguillon, hemos dado otros cuatro para fundar en Alet y vamos a enviar otros cuatro a Ginebra» (1, 573). En 1642, escribía el P. Codoing: «Esta pequeña Compañía se ha educado en esta disposición de que dejándolo todo, cuando quiera Su Santidad enviarla ‘a ca pite ad calcem’ a esos países, irá de muy buen grado» (II, 214). En la obediencia al P. Nacquart, al enviarlo a Madagascar (1648), le in­dica que, de acuerdo con las Reglas que existen ya desde la aprobación de la comunidad, la mi­sión «ad gentes» está aceptada en la Congrega­ción de la Misión si Dios llama: «Según las Re­glas de nuestro Instituto estamos obligados a atender a la salvación de las almas en cualquier sitio a donde Dios nos llame, sobre todo en lu­gares donde hay mayor necesidad y faltan otros operarios evangélicos… y sabiendo que en las Indias, especialmente en la Isla de Madagascar, hay una gran penuria de operarios y es muy abun­dante la mies… os destinamos y os enviamos por la presente para que, según las funciones de nuestro Instituto, os dediquéis a la salvación de las almas» (X, 379).

V. Evolución del compromiso misionero del sr. Vicente siempre in crescendo

Podemos ver los jalones más importantes en su evolución respecto a la misión ad gentes. A sus 54 años (1634), nueve años después de fundada la Congregación de la Misión, habla de un joven maronita de Constantinopla, que estaba en con­tacto con el P. Coudray en Roma y manifiesta in­terés por la Compañía (1, 253). Tenía 59 años (1639) cuando escribió el escrito más antiguo que con­servamos en que alude a la misión extranjera. Es una carta al P. Lebreton en Roma para Mons. In­goli (1, 573) Cfr. ; (1, 539-543). En 1604, Mons. In­goli le pide dos misioneros para acompañar a un obispo de otra comunidad a la misión de Per­nanbuco (Brasil). Deberán ser de Aviñón. El Sr. Vi­cente no se niega, pero trata de buscarlos en otra comunidad. No tiene a nadie en Aviñón. Esta­blece un principio claro: Sólo el Papa puede en­viar ad gentes y todos los eclesiásticos tienen obligación de obedecerlo. Al celebrar la misa, tie­ne una experiencia privilegiada y ofrece a su Di­vina Majestad la Compañía para ir «a donde Su Santidad ordene» (II, 45-46). Matiza, sin embar­go, su ofrecimiento pidiendo que la dirección y dis­ciplina de los misioneros enviados esté en manos del Superior General. En el período de 1643-47, la Congregación de Propaganda pide Sacerdotes de la Misión para Persia. Uno deberá suceder a Mons. Duval, obispo de Babilonia. El Sr. Vicente está enterado de lo que se trama por «una bue­na religiosa». Pero quiere mayor evidencia de que es la voluntad de Dios. Por una parte, sabe que alguien ha dicho que «los misioneros que no van a socorrer a las almas infieles que perecen están en camino de condenación» (II, 346), pero, en con­tra, está la escasez de misioneros y el que hay muchas razones para dudar que el Señor quiera sacar obispos del cuerpo de la Compañía y que ahora no hay nada que hacer en Babilonia donde está prohibido hablar contra la religión de Maho­ma so pena de muerte (II, 346-347). A pesar de todo, su conciencia de la urgencia misionera es tal que está dispuesto a pasar por encima de to­do. Sabe que allí sobra el boato episcopal como sucede con los obispos armenios. Nuestro Señor y los apóstoles renunciaron a toda pompa. Dirá más tarde: «Somos nosotros los que llevarnos la talega al hombro,… pobres espigadores detrás de los grandes misioneros» (XI, 189). Al fin, deci­de desprenderse de uno de sus dos asistentes, el P. Lamberto aux Couteaux, y le escribe a Mons. Ingoli diciéndole: «Es como si me arrancaran un ojo o me cortaran un brazo» (III, 147). También había que desembolsar 6. 000 escudos. Después de todo, no se pudo llevar a cabo esta misión sin que sepamos por qué. En 1645, envía misione­ros a Túnez para atender a esclavos cristianos. En 1646, envía al P. Le Soudier a Salé (Marruecos).

Un padre recoleto le gana la delantera y el Sr. Vi­cente le ordena detenerse en Marsella (III, 430). Esto le escarmentó y no mandará ya a nadie sin facultades previas. Este mismo año, dos misio­neros Regaron a Argel para atender a los cristia­nos esclavos. Otros llegaron a Irlanda aplastada por las tropas protestantes. En esta nación mu­rió en 1651 Tadeo Lee a manos de las tropas que le cortaron las manos y los pies en presencia de su madre. Es el protomártir de la Congregación de la Misión. En 1647, se nota un cambio en el Sr. Vicente. El no tener las casas llenas en Fran­cia ya no es un motivo para no enviar misioneros ad gentes. (III, 143). En 1648, motu propio, el Sr. Vicente pide a la Congregación de Propaganda Fide la autorización para dirigir la misión de las tres Arabias y le ruega tenga a bien designar un vice­prefecto (III, 309, 348). No llegó a materializarse. En 1651, los misioneros llegan a Escocia e Islas Hébridas. En 1652, piensa en América, en una ex­pedición a la Guayana. No se logrará porque el que la organiza no tiene las facultades de la Congre­gación de Propaganda Fide. Entre 1654-55, hay conversaciones para enviar misioneros a Suecia y Dinamarca. En 1656, la Congregación pide un misionero para el Líbano. El Sr. Vicente ofrece a Thomas Berthe. No se pudo realizar. En 1648, asume una acción misionera directa encargán­dose su Compañía de la misión de Madagascar.

Muchos misioneros de distintas órdenes vi­sitaban al Sr. Vicente, unos para pedirle fondos dadas sus influencias (IV, 349), otros para que hi­ciera de mediador entre misioneros. El Sr. Vi­cente apoyó al Sr. Pallu, miembro de la Confe­rencia de los Martes, que fue cofundador de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París. Dicho señor se alojaba, en Roma, en la casa de los mi­sioneros del Sr. Vicente (VI, 540). La actitud del Sr. Vicente, ante las misiones ad gentes, pasa de la «admiración y oración» en 1639 (II, 212), al «gran afecto y devoción» (III, 35), de impresionarle mu­cho esa vocación (II, 400) a considerarla «la más útil y santificadora que hay en la tierra» (IV, 348). Al asumir la misión de Madagascar, la misión ad gentes tiene un lugar esencial e intenso en su pro­yecto misionero.

VI. Motivación misionera del sr. Vicente

Sin pretender sistematizar, que no es la in­tención, ni el estilo del Sr. Vicente, vamos a tra­tar de ver los motivos que tiene el Sr. Vicente pa­ra su compromiso misionero ad gentes.

Un amor misionero

Justamente se le ha llamado «apóstol de la caridad». Pero, ¡cuidado con reducionismos! La caridad es multidimensional. El amor fontal del Pa­dre es el origen de todos los envíos, de todas las misiones. Dios lo tiene todo y quiere compartir­lo, quiere que seamos felices. El amor de Dios es expansivo, desbordante. El amor le hizo al Padre entregar a su Hijo (IX, 147; XI, 535). La misión de la Iglesia tiene su origen en ese amor (C. Vat. II., AG 2).

La caridad, por naturaleza, necesita comuni­carse, es misionera y el misionero debe actuar mo­vido por esa caridad apostólica (C. Vat. II., AG 7). En el carisma vicenciano, la caridad tiene la pri­macía. Es el amor universal, afectivo y efectivo. Los misioneros del Sr. Vicente no son religiosos y no están, como se decía antes, en estado de perfección, sino «en estado de caridad» (XV, 564). El misionero cumple su misión porque ama a Cris­to y a quienes él ama: «El estado de la Misión es un estado de amor…, que hace profesión de lle­var al mundo a la estima y al amor de nuestro Se­ñor» (XV, 736), Los misioneros que continúan la misión de Cristo han de estar llenos de su espí­ritu de compasión y misericordia. El amor es el medio más eficaz de convertir herejes (II, 377). El misionero debe transmitir ese amor de Dios en Cristo que le envía. Debe llevar a todas partes su fuego, a todas partes ese fuego de amor…: a Ber­bería, las Indias, el Japón (XI, 190). Nos escogió para llevar ese amor a toda la tierra: «Hemos si­do escogidos por Dios como instrumentos de su caridad inmensa y paternal que desea reinar y ensancharse en las almas… Por tanto, nuestra vocación consiste en ir, no a una parroquia, ni só­lo a una diócesis, sino por toda la tierra; ¿para qué? para abrasar los corazones de todos los hombres, hacer lo que hizo el Hijo de Dios que vino a traer fuego a la tierra para inflamaría de su amor… He sido enviado no sólo para amar a Dios, sino para hacerlo amar. No me basta con amar a Dios si no lo ama mi prójimo» (XI, 553-554). Para llevar ese amor a todo el mundo, el misionero debe experimentarlo primero él: «Si es cierto que hemos sido llamados para llevar a nuestro alre­dedor y por todo el mundo el amor de Dios, si he­mos de inflamar con él a todas las naciones, si tenemos la vocación de ir a encender este fue­go divino por toda la tierra, si esto es asi: ¡cuán­to he de arder yo mismo en este fuego divino!» (XI, 554).

El amor misionero es fuerte hasta la muerte: «Entreguémonos a Dios para ir por toda la tierra a llevar su santo evangelio… Que no nos arre­dren las dificultades; se trata de fa gloria del Pa­dre Eterno y de la eficacia de la palabra y de la pasión de su Hijo» (XI, 290). La salvación de los hombres es un asunto tan importante que han de emplearse todas nuestras fuerzas, aunque mu­ramos «con las armas en la mano». Por un mi­sionero mártir por caridad, Dios suscitará otros (XI, 290).

Evangelización y salvación

El Sr. Vicente defendió con todas sus fuerzas, contra el jansenismo, la universalidad de la re­dención. Cristo murió por todos. Le interesan las verdades fundamentales de la soteriología por su incidencia misionera. El jansenismo de su tiem­po habla del papel casi exclusivo de la gracia en la salvación del hombre sin que apenas importe la colaboración humana, habla de una Iglesia co­rrompida que Dios quiere destruir, de una Iglesia de élites. Niega la redención universal y en su ri­gorismo moral y espiritual separa al pueblo de los sacramentos. Nada más contrario a la intuición fundamental de san Vicente y a su vocación co­mo instrumento del amor misericordioso de Dios para la salvación de todos (III, 300-304). El Sr. Vi­cente afirmará que Dios no quiere destruir la Igle­sia, sino reformarla desde dentro, una Iglesia uni­versal abierta a todos. Estas herejías encienden su celo por la propagación de la Iglesia en otros países (III, 37, 165; XI, 244, 245, 289).

En la línea de la teología de su tiempo, el Sr. Vicente piensa que la salvación está íntimamen­te ligada al anuncio de la Palabra y al conocimiento de los misterios fundamentales de nuestra fe (XI, 387-388). Los teólogos están divididos sobre qué es necesario conocer para salvarse. El Sr. Vi­cente sabe que muchos autores no están de acuerdo con san Agustín y santo Tomás y otros porque es muy exigente el conocimiento que pi­den. A él también le parece duro ese requeri­miento. Pero, por ir a lo seguro, repite mucho la necesidad de instruir a todos en las verdades ne­cesarias para la salvación. Unos, por ejemplo exi­gían la fe explícita en Cristo, otros decían que bastaba la implícita. ¿Qué pasa con el viejo prin­cipio Fuera de la Iglesia no hay salvación? En los s. XVI y XVII, se recrudeció la controversia por el descubrimiento de enormes poblaciones de in­dígenas no cristianos. Ya los Padres habían ha­blado de una acción de Dios en los paganos que invenciblemente desconozcan los misterios fun­damentales de nuestra fe y sigan la ley natural. Se decía: Facienti quod est in se Deus non de­negat gratiam. Hoy, sabemos que, por caminos que Dios sólo conoce, Dios les puede hacer par­ticipar en el misterio de Cristo. Pero los infieles siguen estando fuera del modo ordinario de sal­vación inaugurado por Cristo. De ahí, la necesidad de las misiones.

Tenemos las mismas cartas de misión que los apóstoles

Al hablar del pequeño método, el Sr, Vicente afirma que el solemne mandato misionero del Señor Resucitado: «Euntes in mundum… Id por todo el mundo, in mundum universum, por todo el mundo y predicad el evangelio a toda creatu­ra» (Mt, 28, 1 6) se dirige también a toda la Com­pañía: «¡Oh Salvador! Nosotros tenemos las mis­mas cartas credenciales que los apóstoles» (XI, 165). Este epílogo de Mateo es la clave y re­sumen de todo el evangelio. Es un «Id» univer­sal, sin límites. «Id», no esperéis a que vengan. Se pregunta el Sr. Vicente «¿Qué quiere decir misionero? Quiere decir enviado de Dios. A vo­sotros es a quienes os ha dicho el Señor: ‘Eun­tes in mundum universum, praedicate evange­lium omni creaturae'». Hay que estar dispuesto a dejar comodidades y descanso para ir a esas tie­rras «bárbaras e infieles» (XI, 342, 764).

La Iglesia tiene la palabra

El Sr. Vicente, hombre de fe, ve a Cristo Hijo del Padre, pero, a la vez, lo ve hombre concreto, evangelizador como lo describen los sinópticos. Cristo es la regla de la Misión. La Iglesia es con­tinuadora de esa misión de Cristo y, para ello, de­be estar movida por su Espíritu. La eclesiología del Sr. Vicente, aunque belarminiana, no olvida la Iglesia como misterio y proyecto salvador. Aplica a la Iglesia las imágenes bíblicas de Cuerpo de Cristo, Santa Esposa del Salvador, viña del Señor, mies,… Las dos últimas las usa en un contexto directamente misionero (VIII, 114, 115). Con la ca­tegoría «Reino de Dios», el Sr. Vicente explica la vocación misionera de la Iglesia (XI, 281, 387). Dios reina, sobre todo en los justos, pero ese reinado debe extenderse por la conquista de las almas. El Sr. Vicente, desde su mirada de fe, respeto y cariño, defiende y reconoce al Papa «como otra especie de hombre» (XI, 692). El puede enviar mi­sioneros «ad gentes» (III, 147). Su Compañía se ha educado en esta disposición de obediencia y de atenerse a la voluntad de Dios que se mani­fiesta por el Papa (II, 214). Dios habla por «aque­llos en quienes reside el poder o por la pura ne­cesidad» (XI, 396).

En la lógica de Folleville y Châtillon

Los infieles son pobres. Surgen nuevos pobres a medida que se ensancha el horizonte geográfi­co. No son las misiones ad gentes cronológica­mente las primeras, ni el fin propio y único de sus fundaciones, pero, como consecuencia de su ser­vicio a Cristo en el pobre, deberán los misione­ros del Sr. Vicente ir a cualquier lugar donde el pobre se encuentre (P. Richard McCullen). Hoy coincide que los países más de misión son los más pobres, el Tercer Mundo. Le dice al P. Nac­quart, primer misionero de Madagascar: «Hay que tener el corazón del Hijo de Dios que nos dispone para ir, como él hubiera ido, si hubiese creído conveniente la sabiduría divina, a predicar la conversión a las naciones pobres» (XI, 190). Ad­vierte a los suyos: «Tened cuidado, no sea que Dios os retire esa gracia y os castigue quitándo­os esa vocación» (XI, 188).

Los más alejados son los más abandonados

Los más alejados (ale plus eloignées) son los más abandonados («le plus abandonnées}. La ex­presión «los más lejanos», en boca del Sr. Vi­cente, significa el superlativo de la miseria y aban­dono espiritual y material. Las necesidades de aquí no pueden ser objeción para no ir a Mada­gascar, a las Indias, a Berbería, a países lejanos. Nuestra vocación de «evangelizare pauperibus» es aquí y allí. El que piense de otra manera es un falso hermano. Hay que acercarse a los que es­tán lejos sin alejarse de los que están cerca (XI, 395-397). Pide a Dios que los misioneros es­tén siempre preparados para ir a países lejanos. Se pregunta si es mejor pedir el ir a países leja­nos o no pedir ni rehusar nada. Al menos, pide a sus misioneros esta disponibilidad, un estado de «indiferencia», para ir a países lejanos. Si hay al­guna dificultad, se expondrá al superior y se es­tará a lo que él diga (XI, 362).

Peligro de que desaparezca la Iglesia en Europa

Este es un motivo personal, circunstancial. La ignorancia, la corrupción y la herejía hacen estra­gos en Europa. Crece en oleadas el celo del Sr. Vicente ante la situación. Repite su temor de que desaparezca la Iglesia de Europa por las depra­vadas costumbres. Esto le enciende en celo por propagar la Iglesia por los países no cristianos. Te­me que, por ejemplo, en cien años haya desapa­recido la Iglesia de Europa. Piensa que tal vez Dios quiera trasladar la Iglesia a otras partes. El Señor ha prometido que está con la Iglesia has­ta el fin del mundo, pero no ha prometido que es­tará establecida aquí o allí. En alguna ocasión cul­pa a los sacerdotes por la situación, que pueden ser los mayores enemigos de la Iglesia (XI, 244, 245, 289. Cfr. ;III, 37, 165).

VII. La misión de Madagascar

Comienzos de la evangelización de una Isla que está «bajo Capricornio»

Así la llama el Sr. Vicente. Es ésta la acción misionera ad gentes más importante realizada por el Sr. Vicente y sus misioneros. Esta isla fue descubierta por los portugueses en 1500. Era punto de apoyo en la ruta a la India. Los domini­ cos y jesuitas portugueses iniciaron una reduci­da evangelización en el sur de la Isla. Ahora era colonia francesa. Esta Congregación estaba tra­tando con los carmelitas descalzos cuando el Nun­cio de París se adelantó y contactó al Sr. Vicen­te. Los carmelitas renunciaron a hacerse cargo y la Congregación de Propaganda Fide encargó al Sr. Vicente la responsabilidad de evangelizar la Is­la. En Madagascar estaba todo por hacer. El Sr. Vicente después de consultar a los suyos, ve cla­ra la voluntad de Dios (III, 255;1V, 354;VI, 21;X, 382).

El sistema de colonización francés se pare­cía al anglo-holandés. Se hacía por compañías comerciales a las que el Estado concedía la co­lonización y explotación del territorio. Tenían obli­gación de llevar sacerdotes para atender a los co­lonos y evangelizar a los indígenas. La Sociedad de Oriente tenía el monopolio desde 1642. Le iba mal en el negocio. Luego entró su rival el duque de Meilleraye. La rivalidad entre ambos afectó al Sr. Vicente que mezcló admirablemente su hu­milde obsequio y su firmeza. No había barcos cuando se quería. Salían cuando salían. Los fran­ceses habían establecido un fuerte en el sur de la Isla, en Fort-Dauphin.

Dificultades de todas clases

Los colonos eran en su mayor parte aventu­reros, ex-presos, desgarrados buscadores de ga­nancias fáciles. También había hugonotes. El pri­mer Gobernador, Sr. Pronis, era hugonote. El Sr. Flacourt, que le sucedió, era un hombre terco, au­toritario, que miraba sólo el interés comercial. Só­lo creía en la fuerza. Pensaba que los nativos no eran hombres. No se atenía a lo estipulado con los misioneros. El P. Nacquart le dice al Sr. Vicente que no se fíe de lo que oye. Quisiera volver a Francia para informar. El P. Nacquart se plantea el problema de las guerras injustas contra los na­tivos con robos, incendios, muertes, inmoralida­des,… Muy difícil se lo ponían a los misioneros con tan malos ejemplos. Los indígenas tenían una religión politeísta dirigida a los «olis». Tenían pavor al diablo y de ahí la gran influencia de los «ombiases» (hechiceros). Era una isla descono­cida. Los indígenas, al ser robados, traicionados,… se hacían violentos. Dos misioneros murieron a garrotazos después de haber tratado de envene­narlos.

Distancias y comunicaciones

La distancia hacía la misión casi imposible. La travesía duraba seis meses en el mejor de los casos. Era una odisea. Muchos morían en el in­tento. Los barcos no eran galeones españoles o portugueses, sino barcos privados pequeños, de poca garantía. Montarse en ellos suponía auda­cia y gran motivación. De las seis expediciones que tuvieron lugar en tiempo del Sr. Vicente, en tres, hubo naufragios.

Las seis expediciones en vida del Sr. Vicente

El Sr. Vicente tiene conciencia de que la mi­sión ad gentes es la más alta y contagia esa con­vicción a sus misioneros. Los que llegaron fueron de las tres primeras expediciones. Envió 21 mi­sioneros, tres repetidos. La edad media era de 35 años, el más joven tenía veintidós y el mayor 47. Todos duraron poco en la Isla. El que más dos años, un mes y catorce días. La Congregación de la Misión tendría entonces (1648) unos 200 miem­bros. En vida del Sr. Vicente duró la aventura do­ce años (1648-1660). Después de muerto, otros doce. Los misioneros iban, a tiempo completo, in­cluso en el viaje daban catequesis, misiones, pre­paraban para el precepto pascual, celebraban las cuarenta horas… Anunciaban la Buena Nueva don­de fuera. La primera expedición (1648) la com­ponían los PP. Nacquart (31 años) y Gondrée (28 años). El Sr. Vicente, al destinar al P. Nacquart, le invita a echar la red con valentía, le invita a la aventura por la gloria de Dios (III, 255-260). El P. Gondrée murió al año de llegar. El P. Nacquart que­dó sólo. Nacquart era un hombre despierto, de grandes dotes de gobierno, ágil, equilibrado, bon­dadoso, que hablaba con fuego e iba directo a los corazones. Entusiasmado programa su sueño mi­sionero. Sueña con una iglesia, una comunidad de seis misioneros, un seminario para nativos, cua­tro hermanos expertos en oficios, Hijas de la Ca­ridad… Cuatro cartas que envía al Sr. Vicente son cuatro largos informes (III, 398-409; 500-534; 536­551; 562-567). Pregunta, con San Francisco Ja­vier, dónde están los doctores que pierden el tiempo en las academias mientras faltan quienes partan el pan a tantos pobres infieles (III, 533). Su naturaleza desbordante no tuvo en cuenta el medio en que se movía y murió después de una correría apostólica. Fue llorado por los nativos y sentido y elogiado por Flacourt. El Sr. Vicente se enteró cinco años más tarde. Maravilla cómo en dieciocho meses (1649-50) pudo componer el pri­mer catecismo en malgache siguiendo el cate­cismo tridentido de Francia. Suponía un gran es­fuerzo expresar los contenidos de nuestra fe en una lengua sin fe equivalente. Después de tres­cientos años, este catecismo ha sido reimpreso por los luteranos y un ejemplar del mismo fue re­galado a Juan Pablo II cuando visitó la Isla.

La segunda expedición la componían los PP. Mousnier, Bourdaise y el Hno. Forest (V, 474­482). Mousnier murió a los meses en una peno­sa expedición. Bourdaise había tenido dificultad en sus estudios, pero el Sr. Vicente intuyó su va- lía humana y espiritual. Quedó sólo y fue el que más tiempo duró. Resucitó el entusiasmo y la estima de los indígenas. Era tenaz, inasequible al desaliento. Tenía éxito como cirujano, era más poderoso que los «ombiases». La gente se atro­pellaba por oírle y verle rezar el breviario. Mien­tras, el Sr. Vicente está moviendo todos los re­sortes para enviarle compañeros. Está detrás de todo. Le pide moderación en su celo (V, 474, 497; VIII, 146). La tercera expedición la componen los PP. Dufour, Prévost y Belleville. Este último, hi­jo de familia noble de Normandía era un hombre de gran coraje. Murió en el viaje al llegar a Cabo Verde y fue arrojado al mar que «es el cemen­terio de los que mueren en él» comenta el Sr. Vi­cente. Los otros dos misioneros murieron a los cuatro meses. Otra vez queda Bourdaise sólo. Dice al Sr. Vicente: «No he quedado sino yo pa­ra darle la noticia» (VI, 186). Poco después murió también Bourdaise de disentería. El Sr. Vicente, al dirigirse a su comunidad, usa un apóstrofe dra­mático (1658): «P. Bourdaise, ¿sigue Vd. todavía vivo o no? Si está Vd. vivo, Dios quiera conser­varle la vida. Si está ya en el cielo, rece por no­sotros» (VI II, 145; XI, 377). La cuarta, quinta y sex­ta expediciones (1656, 1658, 1660), después de increíbles aventuras, no pudieron llegar a Mada­gascar. La cuarta expedición naufragó en la embocadura del Loira. Murieron treinta de los setenta. Entre los que se salvaron en una balsa estaba el Hno. Cristóbal que arengaba levantan­do un crucifijo. Los dos sacerdotes se habían quedado en tierra. La quinta expedición tuvo que atracar en Lisboa debido a una tempestad y al sa­lir fue apresada por un navío español y retornó a Francia (VII; 2II, 212). La sexta expedición enca­lló al bordear la Gironda. Se salvaron en un es­quife después de quince días en el mar sin esperanza. Reanudado el viaje, encallaron en el Cabo de Buena Esperanza y recogidos por un na­vío holandés volvieron a Francia cuando ya había muerto el Sr. Vicente. El Sr. Vicente, misionero entre sus misioneros, está detrás de todas estas aventuras y heroísmos.

Final de doce años heroicos

El P. Nacquart bautizó unos 75. Quería ase­gurarse. El P. Bourdaise bautizó unas 300 fami­lias. Aparte de otros logros, no parece humana­mente hablando corresponderse el esfuerzo con los resultados. Pero el ímpetu misionero que Ma­dagascar dio a la Congregación de la Misión per­durará mientras ésta exista. Es la herencia del espíritu misionero del Fundador. Los muertos mandan y si son santos más. La fe se fortalece dándola. A la muerte del Sr. Vicente, su sucesor, el Sr. Almerás, envió 33 misioneros en los doce años siguientes de los cuales sólo 2 regresaron vivos. La situación se hizo insostenible: se can­celaron los viajes de las navieras, estallaron re­beliones,… El Sr. Almerás consultó con los más señalados de la Congregación y tuvo que dis­continuar, por el momento, la misión. Pero nun­ca fue abandonada del todo. Hay una larga historia de los hijos del Sr. Vicente, allí cerca, en las Islas Mascareñas, Isla de Mauricio y Reunión. Desde allí, hicieron intentos de volver desde 1713. Por fin, en 1896 se reabrió la misión de Madagascar, floreciente hoy. Se cumplieron las palabras del Fundador: «Dios, a veces oculta a sus servidores los frutos de sus trabajos por razones muy jus­tas, pero no deja de triunfar y mucho, aunque los misioneros no vean sus beneficios»

VIII. Notas para una misionología vicenciana

El Sr. Vicente toca la mayor parte de los te­mas de la misionología. Pero nada más lejano de su pensamiento que hacer elaboraciones teoló­gicas. El es un hombre de acción. Se mueve den­tro de la teología de su tiempo respondiendo, desde su experiencia de fe, a las preguntas que presenta la misión. Dispersos en sus conferen­cias y cartas hay muchos temas misionológicos tratados de paso.

La finalidad de la misión ad gentes

Para el Sr. Vicente, el fin de la misión «ad gentes» es la gloria de Dios y la salvación de las almas (II, 45). Es el anuncio de Cristo y la exten­sión de su Reino (IV, 348). El anuncio de Cristo con­lleva la implantación de su Iglesia. Por eso, dirá que son bienaventurados los que pueden cola­borar en la extensión de la Iglesia (III, 37). Pasa­das las disputas previas al C. Vat. II, hoy se da una formulación omnicomprensiva del fin de la mi­sión que incluye todos los elementos que dis­persamente menciona el Sr. Vicente: anuncio de Cristo, implantación de la Iglesia, hacer efectivos los valores del Reino (justicia, amor, solidaridad, paz…). Hacer efectivo el evangelio, hacer todo lo anunciado por los profetas (XI, 391). Todo junto. Claro está que nada tiene que ver con lo colonial y político. Por eso, el P. Nacquart se desahoga con él repudiando los abusos de la colonia francesa en Madagascar (II, 538). Al no haber distinción en aquel tiempo entre misiones interiores y extran­jeras (Abelly II, 118-120), el Sr, Vicente habla de dos tareas: una de defensa y crecimiento de la fe en los países católicos y otra de conversión en los países paganos como hacen los conquista­dores (XI, 245).

Clero nativo

El establecimiento de la Iglesia requiere obis­pos y sacerdotes indígenas. El Sr. Vicente así lo cree y pide al Papa Inocencio X que nombre obis­pos en Tonkin y Conchinchina para que evange­licen a los nativos y ordenen sacerdotes (IV, 579). Pero tiene algunas reservas contra la pronta or­denación de indígenas. Recuera que «los padres jesuitas siempre han puesto muchas dificultades para admitir en las órdenes sagradas a las per­sonas de aquellos países de las Indias… y sólo han admitido a los hijos de padre o de madre que fue­se europea» (XI, 196). En este afán de dar base cristiana a los indígenas, el Sr. Vicente preparó y bautizó en París a un malgache esperando pu­diera ser algún día, al menos, catequista e intér­prete de los misioneros (VI1, 70).

La misión y sus diversas tareas

La una y única misión de la Iglesia se realiza en diversas tareas complementarias. La misión empieza por el testimonio. El Sr. Vicente ve a Je­sús primero actuando y después enseñando. So­lía decir que los misioneros no convierten por sa­bios, sino por buenos. A los primeros misioneros de Madagascar les recomienda que «se esfuer­cen en vivir con las personas que tengan que tra­tar en olor de suavidad y de buen ejemplo» (III, 257). La misión es también anuncio. Para el Sr. Vicente, la salvación está ligada al anuncio de las verdades fundamentales de la fe. Al P. Nacquart le dice que conviene comenzar por demostrar la verdad del Primer Ser Soberano y la convenien­cia del misterio de la Trinidad, la necesidad del mis­terio de la Encarnación, . ., (II1, 257-258). La misión como promoción es esencial en toda evangeliza­ción vicenciana. Se trata de cumplir lo anunciado por los profetas, de hacer efectivo el evangelio: «Si alguno cree que ha venido a la misión para evangelizar a los pobres y no para cuidarlos, pa­ra remediar sus necesidades espirituales y no las temporales, le diré que tenemos que asistirlos y hacer que los asistan de todas las maneras» (XI, 282; XI, 393). Algunos rasgos de la misión como inculturación aparecen claros en el Sr. Vicente. Só­lo puede salvarse lo que ha sido asumido por el hombre. La cultura es parte del hombre. Cristo asumió todo menos el pecado (Fil 2, 7; Heb 4, 15). El Sr. Vicente recomienda a sus misioneros de Madagascar que se adapten a la gente usan­do, no sutiles razonamientos de la teología, sino de la naturaleza, que se sirvan de cuadros e imá­genes. El Espíritu va por delante del misionero. Podrán encontrar muchas cosas buenas (semina Verbi). Por eso «el misionero no hace más que desarrollar en ellos las señales que Dios ha deja­do de sí mismo» (III, 257-58). Para hacerles ver a los malgaches la maldad del hombre caído le di­ce al P. Nacquart que lo puede hacer «mediante los desórdenes que ellos mismos condenan pues también ellos tienen leyes, reyes y castigos» (III, 258). Quizá el elemento más importante de una cultura es la lengua. El Sr. Vicente reconoce que fácilmente los misioneros pueden caer en la ten­tación de hablar la lengua materna. Esto le dis­gusta grandemente. Entonces viene la insatis­facción, el decir que no se vale y el querer regresar a la patria. El Sr. Vicente es tajante. Hay que aprender la lengua del país, sea Polonia o Mada­gascar… La Compañía tiene que pedir a Dios el don de lenguas. No hay que desanimarse. Pone como ejemplos a los apóstoles, a los misioneros jesuitas y al P. Nacquart que, en menos de cua­tro meses, entendía y se hacía entender en mal­gache (V, 508, 517;XI, 342-43, 375).

Selección y formación de las vocaciones misio­neras

El Sr. Vicente discierne con mucho cuidado los espíritus. Prueba a las personas antes de enviar­las. Si el resultado es positivo sería osadía resis­tir al Espíritu. Está plenamente convencido de que los que fueron a misiones tenían vocación. No duda de que Belleville, Dufour y Prévost fue­ron llamados por Dios. Los tres lo pidieron mu­chas veces (XI, 296). Abelly nos informa de que no quería mandar a nadie por su propia iniciativa. Sólo enviaba a los que lo habían pedido varias ve­ces y era clara su llamada porque un hombre lla­mado por Dios hace más que muchos que no tie­nen verdadera vocación (Abelly, o. c., II, 461). Los dos primeros en ir a Madagascar lo habían pedi­do (III, 255). El P. Mousnier había hecho voto de rezar el rosario para obtener la gracia de ir a mi­siones. Al P. Dufour, al que disuadió de ser car­tujo, cuando le pide ir a Berbería le dice: «Sien­do ese servicio una vocación extraordinaria es preciso examinar y orar a Dios para que nos ha­ga conocer si le llama,… para tener mayor segu­ridad de que es la voluntad de Dios» (III, 444). Dos años más tarde, lo destinó a Madagascar, aunque tardó cinco en marchar. Mientras tanto, Vicente mantenía y alimentaba aquella vocación misio­nera (ES V, 398). El Señor Vicente es exigente en las cualidades que deben tener los misioneros. Es-coge entre los mejores: «En la Compañía hay muy pocos que tengan los talentos que se ne­cesitan para una misión de semejante importan­cia» (V, 46). El P. Nacquart es «la mejor hostia» y los dos primeros misioneros de Madagascar son «dos de los mejores sujetos de la Compañía». No considera estos envíos una sangría aunque le cuesten.

Por otra parte, es admirable constatar cómo en tan corto espacio de tiempo desde la funda­ ción de la Congregación, el Sr. Vicente pudo en­tusiasmar y preparar tantos misioneros. Collet lo ha descrito bien: «¡Qué fibra, qué coraje, qué grandeza de alma, qué desprendimiento de todo interés personal, qué celo por la gloria de Dios, qué talento para formar en pocos años, incluso meses, misioneros listos para hacerlo y sufrirlo to­do. Siempre tenía misioneros que le pedían ir. J. Guérin, por ejemplo, había deseado ser mártir en­tre los cautivos de Túnez» (Collet, o. c., 1, 409).

Laicos misioneros

El Sr. Vicente es figura profética y precursor en la movilización del laicado misionero. Estaba todavía muy por venir el compromiso del laico con las misiones ad gentes, que es de nuestro siglo. Pero el Sr. Vicente se enfrenta con el pen­samiento de su época. Discrepa de san Francis­co Javier. Todos los cristianos deben evangeli­zar, El fin de la primera Cofradía está en la línea del de la Congregación de la Misión y de las Hi­jas de la Caridad. La mujer tiene también voca­ción misionera. Esta movilización de los laicos no nace de la teoría, sino del contacto con la reali­dad (X, 579, 645, 937, 952-533). Las Damas de la Caridad colaboraron entusiastas con la Sociedad de Misiones Extranjeras de París, con la misión de Babilonia y otras. Facilitaron ayuda a numero­sas misiones (Collet, o. c., II, 61-63).

IX. ¿Hijas de la Caridad, misioneras?

Obispos, sacerdotes y religiosos eran los úni­cos que iban a la misión extranjera. La hora de las religiosas fue el s. XIX. En la época del Sr. Vi­cente, había algún tímido intento respecto a las religiosas. Las Hilas de la Caridad, aunque no son religiosas, tienen que situarse en este contexto. El Sr. Vicente consideró seriamente el enviar Hi­jas de la Caridad a Madagascar y, si no lo hizo, fue probablemente por no ver todavía la cosa se­gura y por la peligrosidad de los viajes. Pero en­cendió en ellas la conciencia misionera. Los mi­sioneros de Madagascar las piden (V, 279;IX, 743). El Sr. Vicente se lo cuenta complacido a las Her­manas para animarlas (IX, 472, 473, 743). Las Her­manas se entusiasman. Muchas quieren ir con los misioneros. El Sr. Vicente contesta complacido a Sor Nicolasa Harán, que le escribió ofreciéndose para Madagascar: «He leído con alegría su carta, sobre todo por los deseos que tiene de ir a ser­vir a Dios en Madagascar. Ese movimiento que Dios le ha concedido de ir a Madagascar es agra­dable a Dios y debe continuar ofreciéndose para ir o quedarse, según sea su beneplácito» (VI, 245). Esta Hermana fue la tercera Superiora General después de Santa Luisa.

Cuando se corrió entre las Hermanas que al­gunas se iban a embarcar, el Sr. Vicente aclara el asunto (VII, 391). Santa Luisa refleja esta in­quietud misionera cuando dice que la mayor parte de las Hermanas no quieren que la em­barcación vaya sin ellas. En la conferencia del 18-X-1655, sobre el fin de la Compañía, les dice: «Así es como habéis de portaros para ser bue­nas Hijas de la Caridad, para ira donde Dios quie­ra; si es a África, a África; al ejército, a las Indias, a donde os pidan ¡enhorabuena!» (IX, 752). El 29- IX-1655, dialogando la explicación de las Regias, les dice: «Ya habéis oído que se les enviará y se les mandará volver cuando se juzgue conve­niente. Tenéis que estar en esta disposición de ir a cualquier parte ya que se os pide de diver­sos lugares. En Madagascar, nuestros padres nos piden que les enviemos algunas Hijas de la Caridad. Hay cuatro mil quinientas leguas hasta allí y se necesita seis meses de viaje. Hijas mías, os digo esto para ver los designios de Dios sobre vosotras. Disponeos, pues, hijas mías, y en­tregaras a Nuestro Señor para ir a donde a él le plazca ¿Estáis dispuestas para ir a cualquier par­te sin excepción? Si, Padre, dijeron ellas» (IX, 743). Es claro que el Sr. Vicente quiere a las Hijas de la Caridad misioneras. Las ve así proféticamen­te en el futuro. Espera el momento que no lle­gará para él. Pero sí para el P. Juan Bautista Etienne, Superior General quien, reconociendo la raíz misionera de las Hijas de la Caridad, misio­neras por naturaleza, las envía a China en 1847. Fue la primera Congregación, como tal, que en­vió misioneras ad gentes.

A la Madre María de la Encarnación, el Sr. Vi­cente la anima a ir a Canadá con la viuda Sra. Le Peltrie aunque un benedictino y un jesuita la ha­bían desaconsejado (IX, 1054).

X. Espiritualidad misionera del sr. Vicente

Continuador de la misión de Cristo evangeli­zador de los pobres, el espíritu misionero del Sr. Vicente lo lleva, en los últimos veinte años de su vida, a aprovechar todas las oportunidades para hablar y actuar a favor de la misión ad gentes. Tie­ne una gran devoción a San Francisco Javier.

Hace leer en el refectorio de San Lázaro su vi­da. Entre los libros que llevan los misioneros a Ma­dagascar, van la vida y las cartas del gran após­tol de las Indias. Invita siempre a los misioneros de paso a que cuenten sus experiencias. ¡Con qué devoción lee las crónicas misioneras que le llegan de los suyos! Las manda copiar para que lleguen a todos. Su espíritu de humildad comunitaria le impide imprimirlas (VI, 34, 170, 410, 427, 540). El Sr. Vicente vive la misión como si estuviera en pri­ mera fila. Todo le repercute. Collet resume su compromiso misionero con Madagascar así: «Es­ta misión le costó infinito y probó su paciencia más que ninguna otra, reveló su grandeza de corazón y su sumisión constante a los designios de Dios. Cuentan mucho en ella sus misioneros, pero pue­de decirse que él cuenta mucho más». (Collet, o. c., I, 435). Cuando alguien insinúa posibles pre­ferencias por una naviera u otra dirá dolorido: «No he mirado nunca más que el servicio de Dios» (VII, 45). Al P. Nacquart le hace recuento de las virtu­des del misionero: «Sólo la humildad es capaz de soportar esta gracia; el perfecto abandono de to­do lo que Vd. es y puede ser, con la exhuberan­te confianza en su soberano Creador. Necesita una fe tan grande como la de Abrahán, la caridad de san Pablo, el celo, la paciencia, la deferencia, la pobreza, la solicitud, la discreción, la integridad de costumbres y un gran deseo de consumirse to­talmente por Dios; todo eso le será tan necesa­rio como al gran san Francisco Javier» (III, 256). Aquí nos vamos a fijar en tres virtudes misione­ras del Sr. Vicente y en la disponibilidad que re­quiere.

Discernimiento

El discernimiento es siempre resultado de una intensa experiencia de amor a los demás (Fil 1, 9). Ante tantas contrariedades, la situación de Madagascar, desde el punto de vista humano, era desesperada. Había razones para dudar si Dios quería o no servirse de él en aquel momento pa­ra aquella misión. Parecía temeraria, imposible (ABELLY, o. c., II, 236-237). Eran muchas las difi­cultades: falta de barcos, problemas con las Com­pañías, travesía muy peligrosa, situación colo­nial, hugonotes, guerras y masacres de nativos, clima, condiciones de vida, muerte de la mayor parte de los misioneros. Dudar es humano. Tam­bién el Sr. Vicente conoció la duda y se desaho­gó con el Señor: «Son incomprensibles los ca­minos de Dios… Señor, parecía que tú querías establecer tu imperio en aquellos países… y aho­ra, sin embargo, permites que perezca… en el mismo puerto» (XI, 261). Eran razonamientos de prudencia humana. Pero hacía mucho tiempo que para el Sr. Vicente lo sensato para la razón humana podía no ser lo sensato para Dios por­que: «Nadie había pensado ir allí, fue el Nuncio, el representante del Papa, esto es Dios, el que nos ha llamado» (XI, 264). Al no comprender «esos golpes tan sensibles», el Sr. Vicente baja la cabeza, besa la mano de Dios que lo hiere y adora la conducta admirable de Dios que «quie­re probarnos», que trata a la Compañía como a su propio Hijo, como a los Apóstoles y a la Iglesia naciente. Nosotros debemos hacer nuestra parte. Dios da éxito a la perseverancia (VII, 432, 434. VIII, 145-46, 292).

Fortaleza

El amor es siempre fuerte. El don de fortale­za es el don del amor fuerte incluso hasta el mar­tirio. El Sr. Vicente habla de misión y martirio. Da gracias a Dios porque ha dado a su Compañía el espíritu del martirio. (Xl, 190, 281, 290, 298). Pi­de a la Compañía que esté dispuesta a quemar su vida por Dios y el prójimo, sea en las Indias o en países todavía más lejanos: «Yo mismo, aun­que viejo y caduco, no dejo de tener dentro de mí esta disposición y estoy dispuesto e incluso a marchar a las Indias para ganar allí almas para Dios, aunque tenga que morir por el camino o en el barco» (XI, 281). La fortaleza no impide la ter­nura. Al Sr. Vicente, las peripecias de sus misio­neros le arrancan lágrimas de alegría y de grati­tud a Dios, pero también lágrimas amargas por su muerte. El exponerse a tantos peligros por la sal­vación del prójimo ya es un martirio (VIII, 145, XI, 292). El Sr. Vicente no conoce el desánimo, el desaliento ante los fracasos continuos, las críticas de los suyos, las odiseas de los viajes y las muer­tes de los suyos. Se enciende cuando habla de posibles misioneros cobardes. No los aguanta. Los llama «pollos mojados», «cadáveres de mi­sioneros». Los misioneros que mueren en el es­tablecimiento de la Iglesia son santos. No le im­portan los gastos económicos, unas 8. 000 libras en 1658 cuando el capital total fundacional de la Congregación había sido de 40. 000 libras. No se puede abandonar ni una sola alma por miedo a gas­tos. Sólo el poder hacer conocer a los infieles la belleza de nuestra religión sería razón suficiente para esos gastos (VII, 45, 107). No quiere creer que haya cobardes por el naufragio de una de las ex­pediciones. Al enterarse de la muerte de los PP. Dufour, Belleville y Prévost, comenta: «Quizá di­ga alguno de esta compañía que es preciso dejar Madagascar: es la carne y la sangre las que ha­blan así…; pero yo estoy seguro que el espíritu ha­bla de otro modo… ¿Será posible que seamos tan cobardes y tan poco hombres?… Decidme, ¿Se­ría un buen ejército aquel que, por haber perdido dos mil o tres mil o cinco mil hombres lo aban­donase todo? ¡Bonito sería ver un ejército de ese calibre, huidizo y comodón! Pues lo mismo hemos de decir de la Misión, ¡bonita compañía sería la de la Misión si, por haber tenido cinco o seis ba­jas, abandonase la obra de Dios!, ¡una compañía cobarde apegada a la carne y a la sangre! No, yo no creo que en la compañía haya uno solo que ten­ga tan pocos ánimos y no esté dispuesto a ocu­par el lugar de los que han muerto» (XI, 296-298).

Caridad apostólica (Celo)

El misionero es el hombre de la caridad, ori­gen y sentido de la misión. La vocación vicen­ciana se fundamenta en ese amor difusivo y compasivo de Dios. La caridad apostólica (celo), principio unificador de la vida del misionero, na­ce con el amor y crece con él: «Si el amor de Dios es fuego, el celo es la llama; si el amor es un sol el celo es su rayo. El celo es lo más puro que hay en el amor de Dios» (XI, 590). El misionero es lla­mado a encender el fuego divino por toda la tie­rra (XI, 554). Al dar cuenta, en 1655, del horario agotador de los misioneros de Madagascar y Ber­bería, comentaba: «Ésos son obreros! ¡Ésos son buenos misioneros! Quiera la bondad de Dios darnos el espíritu que los anima y un corazón lar­go, ancho, inmenso»… «El P. Le Vacher de Argel es un hombre todo fuego» (XI, 122, 203). Pero el celo debe ser discreto. El Sr. Vicente previene a sus misioneros aconsejándoles comer al menos una vez al día, tener cuidado con las austeridades, no vadear los ríos y mantenerse con la ropa mo­jada,… Al P. Bourdaise, a quien cree vivo, le es­cribe una carta patética y le recuerda que debe «moderar su celo» (VIII, 147). El mundo es pe­queño para sus misioneros. Quieren llegar a la In­dia, a China y al Japón. El mismo Sr. Vicente, a sus casi ochenta años, confiesa con toda senci­llez: «Esto (de las misiones) me da nuevos y gran­dísimos deseos de poder, en medio de mis pe­queños achaques, ir a acabar mi vida en un cha­parral» (V, 185).

Disponibilidad para la misión: Un aviso para ob­jetores

La disponibilidad para ir a la misión ad gentes se convierte para él en signo de la autenticidad de la vocación (XI, 281, 362). El mismo Sr. Vicen­te, no hay cosa que desee tanto como ir, si fue­ra posible, de compañero del primer misionero de Madagascar (III, 260): ¿Son demasiadas y muy di­versas las obras emprendidas? ¿Muy ambicio­sas? ¿Para qué esto y aquello? Se le encienden los ojos al Sr. Vicente al oír esto. Los tales serán misioneros flojos, cobardes y lo dice: «Si alguno llegara a proponer más tarde en la compañía que se quitase esta práctica, se abandonase este hos­pital, se retirase a los que trabajan en Berbería, se quedasen aquí, no fuesen allá, se dejase esta tarea y no se acudiese a las necesidades de le­jos, que dijeseis con energía a esos falsos her­manos: Señores, dejadnos con las leyes de nues­tros padres… Serán espíritus libertinos, libertinos, libertinos… Serán gentes comodonas, personas que no viven más que en un pequeño círculo» (XI, 397). La misión ad gentes es una de las obras más importantes dentro del fin de la Congrega­ción de «Evangelizare pauperibus». No se men­cionan en las Reglas. Pero, siguiendo el espíritu del Fundador, las Constituciones actuales de la Congregación de la Misión dicen: «Entre las obras de apostolado de la Congregación, ocupan un lu­gar destacado las misiones ‘ad gentes'» (Const., art. 16). Lo mismo afirman las Constituciones de las Hijas de la Caridad: «La Compañía es misio­nera por naturaleza» (Const. 2, 10). A sus 78 años (6-XII-1658), en su conferencia sobre el fin de la Congregación de la Misión, el Sr. Vicente sale al paso de posibles futuros objetores, espíritus de contradicción y comodones, que criticarán la am­plitud de sus obras después de su muerte: «Ha­brá algunos que criticarán esas obras, no lo du­déis; otros dirán que es demasiado ambicioso enviar misioneros a países lejanos, a las Indias, a Berbería. Pero, Dios y Señor mío, ¿no enviaste tú a santo Tomás a las Indias y a los demás após­toles por toda la tierra? ¿No quisiste que se en­cargaran del cuidado de todos los pueblos…? No importa; nuestra vocación es ‘Evangelizare pau­peribus'» (XI, 395).

Bibliografía

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