«…La devoción mariana constituye una comprobación importante. Su difusión era extraordinaria, tanto a nivel teologal como popular. Expresábase en la fundación de congregaciones y cofradías, o en la introducción de practicas y ceremonias, o bien en la publicación de libros de devoción…
«Pocas son las alusiones de san Vicente de Paúl a la devoción mariana. André Dodin ha valorado citas y referencias. Giuseppe Incerti-Taddel, en cambio, explica el silencio del santo por el cuidado de evitar los excesos de la devoción, escogiendo una especie de vía media entre los extremos del énfasis y la negación» (L. Mezzadri, San Vicente de Paúl y la religiosidad popular, en Vicente de Paúl, la inspiración permanente, CEME, Salamanca 1982, p. 106s).
Esta cita introductoria resume lo que este artículo quiere decir.
I. La extraordinaria floración mariana en tiempos de san Vicente.
Es absolutamente necesario, para justipreciar la devoción doctrinal y práctica de Vicente de Paúl a la Virgen María, hacernos cargo del ambiente mariano de su tiempo. Sin su conocimiento, careceríamos de perspectiva para calificar su devoción. Afortunadamente, el estudio del ambiente mariano de los siglos XVI y XVII ha sido profusamente realizado y están a nuestra disposición todos los datos deseables.1
Dentro del «ritmo alternativo de progreso y decadencia, de fervor y de silencio», por el que René Laurentin se siente sorprendido al recorrer la historia de María en el tiempo de la Iglesia, «durante los últimos años del siglo XVI vuelve a renacer el entusiasmo; comienza un nuevo período; el movimiento mariológico se extiende rápidamente, sobre todo de 1619 a 1630, y llega a su cumbre de 1630 a 1650, para desplomarse después, como agotado por su rapidísimo crenimiento» (Laurentin, o.c., 21.24-25).
Pero del tiempo anterior a ese entusiasmo de los siglos XVI y XVII Laurentin llega a afirmar: «Uno se horroriza cuando se considera la situación desastrosa en que se hallaba la devoción a María al estallar la crisis protestante… cada vez se nutre más de alimentos adulterados, milagros de pacotilla, tópicos equívocos y charlatanerías inconsistentes» (ib. 24). El mismo Lutero (1483- 1564) escribe en 1523: «Si no fuera por los abusos en que ha venido a dar el culto a María, no insistiría en que se lo abandone totalmente» (Obras, Weimar, II, 61) . El Concilio de Trento, contra lo que podría suponerse, termina en 1563 sin haber tratado la cuestión mariana, que queda en una situación particularmente deficiente. El Concilio se limita a afirmar la legitimidad del culto a la Virgen (Ds 1821-1825) y a declarar, a propósito del decreto sobre la universalidad del pecado original, que la intención del Concilio no es incluir en él a María (Ds 1516; cf. Nuevo diccionario de Mariología, o. c. 847)
Como tantas veces se ha dicho, todo el quehacer de Trento y todo el movimiento de reforma católica suscitado por él, no se puede reducir a reacción antiprotestante. Sería totalmente desmesurado. Tampoco se puede reducir a eso la floración mariana de los siglos XVI y XVII de que estamos hablando. Había un sincero esfuerzo de mejoramiento de la Iglesia, de quien uno de sus más insignes representantes en Francia fue Vicente de Paúl. Y no puede caber duda de que, en la mente de los reformadores católicos, la devoción a María era un medio notable para ese mejoramiento.
Esa floración mariana se caracterizaba por la abundancia y también por la exageración. Dodin describe la devoción del gobierno y del pueblo, la de teólogos y espirituales. Como ejemplo, cita la «Bibliotheca Mariana», de Maracci Hippolyte, aparecida en Roma en 1648, con 3. 600 autores y 6. 000 obras impresas o manuscritas sobre la Virgen María. Piensa que «era evidente que la mayor parte de las expresiones del culto mariano católico estaban más o menos marcadas por un sentimiento de reacción, por una voluntad de afirmación contra los pareceres, poco benévolos, formulados por los seguidores de la religión reformada sobre la Virgen María y su culto. Desconocer esta secreta animosidad, olvidar esta legítima voluntad de justificación, nos impediría percibir los resortes, quizá más poderosos, de ciertas devociones marianas». Y distingue dos corrientes: la que se podría denominar teológica, a modo de «piedad especulativa, que sitúa a la Virgen como María en Jesús y busca a Jesús en María», y la de «contenido más popular, de tonalidad afectiva más potente», que llega a «simplificar y cosificar la devoción» (Dodin, o. c., 389-393).
Mezzadri enfoca el tema desde la «religión del pueblo» y nos habla de la ignorancia, de las supersticiones-brujerías-posesiones-milagrerías, de las devociones-peregrinaciones-procesiones… y nos muestra a un san Vicente más afín a una «religión para el pueblo» que a una «religión del pueblo», si bien su proyecto religioso incluía a los pobres como agentes de caridad» (Mezzadri, o. c., 90ss). Por supuesto, el tema de la religión del pueblo o de la religiosidad popular, tal como hoy lo entendemos, pertenecía al futuro lejano (V. de Dios, Simbolismo y religiosidad popular, en La Medalla Milagrosa: doctrina y celebración, CEME, Salamanca 1986, 42-54).
En medio de todo esto, nos resulta tan curiosa e intrigante la actitud mesurada de Vicente de Paúl, distanciándose en énfasis mariano tanto de sus directores y compañeros generacionales (Pedro de Bérulle, André Duval, Juan Santiago Olier, Juan Eudes), como de la devoción mariana del pueblo, que sentimos la necesidad de investigar sus posibles motivos, como haremos posteriormente.
II. Las relativamente pocas alusiones del santo a la devoción mariana en su doctrina.
Dice Dodin que «en las 8. 000 páginas de textos de la obra epistolar de san Vicente, apenas podemos contar 80 pasajes relativos a la Virgen» (o. c., 388).
Yo he contado cuidadosamente 206, sin incluir en ellas las fórmulas de despedida («soy, en el amor de nuestro Señor y de su santa Madre, su muy obediente y humilde servidor»), ni invocaciones como «sancta Maria succurre miseris» o rezos del avemaría, etc., ni las repeticiones de una misma frase como ocurre vgr. en los reglamentos de las diversas Caridades, ni, obviamente, las ocasiones en que, en las conferencias a las Hijas de la Caridad, las citas las hacen éstas y no el santo.
La distribución de estos 206 textos es la siguiente (el tomo va entre paréntesis): 23 (I), 9 (II), 6 (III), 3 (IV), 3 (VI), 5 (VII), 4 (VIII), 46 (IX-1), 47 (IX-2), 15 (XI-3), 11 (IX-4) y 34 (X). De las 206 citas, 93 pertenecen a las conferencias a las Hijas de la Caridad, lo que constituye el 45 por ciento.
De todos modos, la cosa cuantitativa no tiene mayor importancia y sigue siendo cierto lo que añade Dodin: que «Vicente de Paúl habla de la Virgen solamente de paso, en términos clásicos y en un tono moderado» (o. c., 388).
Intentaré a continuación una descripción sumaria de que lo que esas citas contienen:
1 San Vicente siente y vive la devoción a la Virgen y lo notable es que su piedad no es «especulativa», sino «de contenido popular, de tonalidad afectiva» (aunque no exactamente en el sentido que da Dodin a estas dos corrientes, pues el santo sí «busca a María en Jesús y a Jesús en María», y de ninguna manera «cosifica» la devoción). Ya lo anuncian las dos cartas de la cautividad (1, 80. 82). Habla positivamente de los santuarios marianos, especialmente de aquellos en que proyectan fundaciones de la Congregación de la Misión: así Notre-Dame de Lorm «para que sirvan a Dios y honren a la gloriosa Virgen María» (VI, 56. 153); Notre-Dame de la Rose, «lugar que está bajo la especial protección de la gloriosa Virgen María» (VI, 546); Notre-Dame de Trois-Epis, «bajo la especial protección de la gloriosa Madre de su Hijo nuestro Señor» (VI1, 275); Notre-Dame de Betharram, «donde frecuentemente se hacen milagros» (VI1, 379. 516).
En esta su devoción popular, pasa de la simplicidad con que explica al hereje de Montmirail el culto a las imágenes de María, a proponer ejemplos llenos de ingenuidad, como el de los turcos que rezan una especie de rosario y respetan mucho al Señor y a la santísima Virgen (IX, 1146), o el del hombre que dejó de jurar al confesarse en una iglesia de nuestra Señora un día de fiesta de la Virgen (IX, 277)
Por otra parte las devociones marianas que recomienda son las devociones más simples del pueblo de Dios: el Rosario (IX, 212-213; 1092. 1145-1147; X, 90. 200. 887, etc.), el Oficio de la Virgen, sus Letanías, el Angelus (IX, 1104), el Avemaría, la Salve, las jaculatorias (Sancta Maria succurre miseris, Sub tuum praesidium, Mater gratiae mater misericordiae, Mater Dei memento mei: X, 731. 230). No le faltan detalles, como cuando le promete a Luisa de Marillac «celebrar mañana, fiesta de la Encarnación, la santa misa frente al cuadro» de la Virgen que la santa había pintado y le había enviado (II, 491; cf. X, 906). Y concluye: «Os exhorto a que tengáis siempre mucha devoción a la Virgen» (IX-1, 213; cf. IX2, 1146; X, 509).
2. Sin embargo, nuestro santo exige moderación, condiciones, «buen orden» en la devoción mariana. «He quedado consolado por el buen orden que pone usted en la devoción a nuestra Señora de Fieulaine», le escribe al Hno. Juan Parre, a quien el obispo de Noyon había encomendado regular la devoción desordenada del pueblo en aquel santuario (VIII, 38. 65. 75 ).
Vicente expresa un tanto rudamente su desconfianza ante visiones y visionarios, y le escribe así al P. Lambert a propósito de una de las iluminadas de Chinon: «Desentiéndase cuanto antes de esa joven y aconséjela que no se entretenga en todas esas visiones que tiene… Ni nuestro Señor ni la santísima Virgen tenían esas visiones y se ajustaban a la vida ordinaria» (II, 82/ II, 96).
A veces reprimía los viajes de peregrinación a los santuarios marianos por parte de misioneros (IV, 348) e Hijas de la Caridad: «¿Es que no es buena la devoción a la Virgen? Sí, es buena; pero no basta con que sea bueno lo que hacemos; es menester que nuestra acción tenga las condiciones que son necesarias» (IX, 685. 689. 783).
Esta moderación se la pide también a Luisa de Marillac: «Siga usted con sus oraciones en honor de la gloriosa Virgen María, pero solamente durante su enfermedad; luego ya hablaremos» (IV, 248). Incluso llega a pedirle que abandone la práctica del «pequeño rosario» que ella había ideado (cf. II, 492), lo que hizo la santa con obediencia pero con «un poco de dolor» (IV, 195).
3. A la misma Luisa de Marillac le recomienda, ante todo, en relación con la Virgen María, que honre e imite sus estados y actitudes: sus penas (1, 134. 185; IX-2, 683); su alegría (1, 383); su paz y tranquilidad (1, 173; VII, 360).
Una de las actitudes marianas que más resalta y explaya san Vicente es la escucha de la Palabra (IX-1, 364. 370-371)y la práctica de las máximas evangélicas (XI, 428)
Resalta asimismo los tres misterios de María, que, como dice Dodin, «se le hacen constantemente presentes en su meditación»:
En primer lugar, la Inmaculada Concepción (IV, 551), misterio íntimamente relacionado con el de su perfección, de que tanto habla nuestro santo (IX, 1031; XI, 312. 277. 335), relacionado también con las virtudes de pureza y de humildad, de que enseguida hablaremos; así como con las disposiciones para comulgar bien (IX, 229. 312; X, 34. 43). (Es muy interesante, en el Reglamento de las Conferencias de los Martes, la mención de María dentro de la fórmula de renovación de las Promesas Bautismales y Presbiterales, que propone san Vicente a los miembros de las Conferencias para el día de Jueves Santo: X, 143-144; cf. X, 145. 891; RC. HC.).
En segundo lugar, la Anunciación y la Encarnación, misterio que san Vicente describe con admiración amorosa (XI, 606) y que relaciona también con la humildad (IX, 1077), con la comunión y con la oración del Avemaría y del Angelus.
Y en tercer lugar, la Visitación, misterio ejemplar para las Damas de la Caridad: «Honrarán la visita de la santísima Virgen cuando fue a visitar a su prima con prontitud y alegría» (X, 570), misterio que debe ser actuado en los viajes de las Hijas de la Caridad (1. 509) y en las visitas de los comisionados del santo a las casas de los misioneros (II, 207) y de las Hijas (IX, 245-246); misterio, además, donde el canto del Magníficat revela el atractivo de la humildad a los ojos de Dios (IX, 965).
Tratándose de «estados», Vicente habla con su habitual naturalidad del matrimonio de la Virgen María y san José: «El matrimonio es una cosa santa; la Virgen María se casó» (IX, 575). Aconseja a los que se van a casar que «tengan devoción y honren el matrimonio de san José y la santísima Virgen» (II, 136). Y le escribe a Luisa, invitada a una boda, que Dios bendiga a los novios «y le dé a usted las disposiciones que tuvo la santísima Virgen cuando asistió con su Hijo a la boda de Caná» (III, 498).
4. Quizás en lo que más se explaya Vicente es en la ejemplaridad de la Virgen María en las virtudes cristianas más predilectas de su espiritualidad. El lema de que «nuestro Señor y también su santa Madre sean su guía», se lo propone a Luisa de Marillac y a todos (1, 402).
Conocemos su predilección por las cuatro virtudes que «están representadas por los cuatro extremos de la cruz, a saber la humildad, la caridad, la obediencia y lapaciencia» (IX, 1064). Son las virtudes de las jóvenes campesinas (IX, 91ss.), las virtudes sólidas, las que considera propias del «espíritu de las verdaderas Hijas de la Caridad» (IX, 1077). No son exactamente virtudes que resalta en otras ocasiones –sencillez, humildad, mansedumbre, mortificación y celo de la salvación de las almas– (X, 476); pero son equivalentes y el santo las motiva con el ejemplo de la santísima Virgen.
La humildad alcanza el primer lugar en la idea que san Vicente se hace de la Virgen María. «Es la virtud de Jesucristo, la virtud de su santa Madre, la virtud de los mayores santos… y la virtud que más necesitan los misioneros» (XI, 745). La luminiscencia de la humildad de María se exterioriza con toda claridad en el Magnificat (IX, 609610; 965).
De las relaciones entre humildad y caridad, habla san Vicente en la conferencia 91 a las Hijas de la Caridad (30. 12. 1657). Si se consideran menos perfectas que aquellas de quienes podrían murmurar, «harán de la Compañía un paraíso, una sociedad de almas bienaventuradas en la tierra, algún día tendrán los cuerpos llenos de gloria en compañía de nuestro Señor y de la santísima Virgen» (IX, 1000). Hemos de tolerarnos, pues «solamente Jesucristo y la santísima Virgen han estado libres de imperfecciones y sólo ellos no han tenido necesidad de ser tolerados» (IX, 1031; cf. IX, 150. 153).
El ejemplo de la obediencia de Jesús a María y José lo esgrime el santo innumerables veces (VII, 165; IX, 34. 82. 83. 220. 876. 878. 1108). La obediencia de María es modelo de disponibilidad para un cambio de destino «con alegría, manse=dumbre y caridad» (IX, T01; cf., IX, 1217). La obediencia debe ser también virtud de los superiores, quienes, a su ejemplo, han de confiar en la gracia de estado: «Tenga una devoción especial a la dirección que tuvo la santísima Virgen sobre la persona de nuestro Señor, y todo marchará bien» (II, 103; cf. III, 584). Por otra parte, los superiores son siervos: «Uno de estos días, estando en un monasterio de las Anunciadas según creo, me dijo su superiora que la llamaban ancilla. Esto me hizo pensar en vosotras. Esta palabra ancilla es una palabra latina que quiere decir sierva; ése fue el título que la santísima Virgen adoptó cuando dio su consentimiento al ángel para el cumplimiento de la voluntad de Dios en el misterio de la Encarnación de su Hijo; lo cual me ha hecho pensar que, en adelante, en vez de llamar a las hermanas superioras, no utilizaremos más que la palabra de hermana sirviente, ¿qué os parece?…» (IX, 81).
Otras dos virtudes de la virgen María destellan de continuo en las palabras del santo: la modestia-pureza, y la pobreza. «Ella tenía tanta modestia y pudor, que, aunque la saludaba un ángel para ser madre de Dios, sin embargo, su modestia fue tan grande que se turbó, sin mirarlo» (IX, 97; cf. IX, 954. 970). «La santísima Virgen salía por las necesidades de su familia y para aliviar y consolar a los pobres, pero era siempre en la presencia de Dios; y fuera de eso, permanecía siempre tranquila en su casa, conversando espiritualmente con Dios y con los ángeles» (IX, 315). El ejemplo de la castidad del Hijo de Dios, «que quiso cambiar la naturaleza de las cosas y nacer de una virgen» (XI, 682) y, en su prosecución, la guarda de los sentidos, la delicadeza en el trato, la eficacia de los ministerios, la devoción a María, son los valores que maneja nuestro santo (cf. IX, 213. 1180; XI, 127. 670. 678. 679. 682). «Oh santísima Virgen, pide al Señor este favor por nosotros, pídele una verdadera pureza para nosotros, sacerdotes, estudiantes, seminaristas, hermanos coadjutores, y para toda la Compañía» (XI, 321),
Su doctrina sobre la pobreza, en lo que hace al ejemplo de María, la desarrolla san Vicente en sus conferencias a las Hijas de la Caridad. Ante todo, «pensemos en la pobreza del Hijo de Dios y de su santa Madre» (IX, 77), «experimentémosla» (IX, 84n), «sintámonos felices de seguirlos» (IX, 889). El primero se ganó la vida con el trabajo de sus manos y luego tuvo que ser ayudado por las piadosas mujeres (IX, 398s. 1200). «Y ¿sabéis de qué vivía la santísima Virgen cuando estaba en la tierra, y de qué vivía nuestro Señor? De pan. Entró en la casa del fariseo –nos dice la sagrada Escritura– para comer pan; y en otros varios lugares lo mismo. Solamente una vez se dice que comió carne: fue cuando comió el cordero pascual con sus apóstoles; y otra vez que comió pescado. /Bendito sea Dios!» (IX, 96). Estas peregrinas exégesis que a veces hace nuestro santo hay que contemplarlas en el marco de una charla a jóvenes campesinas que trata precisamente, ésta, «de la imitación de las jóvenes campesinas». Sigamos. Otros dos motivos de pobreza plantea san Vicente: el fin de la Compañía o servicio de los pobres (IX, 748-749) y el espíritu del mundo –codicia de los ojos– (IX, 398), con lo cual la pobreza empalma con la obra y el testimonio, el inicio y la denuncia. En función de esto, las Hijas de la Caridad entran en la Compañía con la condición sine qua non de abrazar la pobreza y de profesarla con el voto correspondiente (IX, 882-883).
Finalmente, la Virgen María es también modelo, tema y recurso de oración. Ya la hemos contemplado como virgen oyente, orante y practicante al hablar de su escucha de la Palabra y de su práctica de las Máximas evangélicas. También la presenta el santo como tema y como recurso: «servirse de su mirada para todas las oraciones», verlo todo con los sentidos y el espíritu, con el alma de María (IX, 47-48; cf. IX, 1109). O bien: «llevad la mano al rosario que pende de vuestra cintura, o a la medalla o cruz que hay allí, . elevad vuestro espíritu a Dios y decidle…» (IX, 53).
5) Tema favorito de san Vicente es la presencia de la Virgen María en sus fundaciones: Congregación de la Misión, Damas de la Caridad e Hijas de la Caridad.
Ya en el contrato de fundación de la Congregación de la Misión, se establece que los Señores de Gondi pretenden fundarla para la salvación de los pobres campesinos… «para honrar el misterio de la encarnación, de la vida y muerte de Jesucristo, por amor a su santísima Madre» (X, 238). En 1636 san Vicente envía al P. Boudet a Chartres «para que nuestro Señor tenga piedad de esta pequeña Compañía, por la intercesión de la santa Virgen» (1, 382).
Las Caridades se fundan bajo el patrocinio de la Virgen María «porque la Madre de Dios es invocada y tomada como patrona para las cosas importantes y todo resulte y redunde para gloria del buen Jesús, su Hijo» (X, 567; cf. X, 685. 571. 594. 631. 667. 964). La vocación de las Damas de la Caridad se parece a la de la santísima Virgen (X, 937) y a las de las mujeres que siguieron a Jesús y le proporcionaban a él y a los pobres las cosas necesarias (X, 962). Por eso «uno de los principales puntos de esta Asociación es honrar a nuestro Señor y a su santa Madre» (X, 584. 602. 609. 659). Primero con toda suerte de actos piadosos: al levantarse «invocando el santo nombre de Jesús y el de su santa Madre al pie de la cama» (X, 625); rezando el rosario, las Letanías, el Angelus, el Avemaría, la Salve, los cinco padrenuestros y cinco avemarías (X, 602. 631. 651), confesando y comulgando el día de «nuestra Señora de agosto» (X, 583). Y segundo en el servicio a los pobres, especialmente en la visita domiciliaria (X, 570), en la invitación a los enfermos para que coman «por amor a Dios y a su santa Madre» (X, 578), en la exhortación a que confíen en Dios y en su santa Madre cuando estén en peligro de muerte (X, 580), en la «celebración de una misa y el rezo devoto cada una de tres Rosarios por los pobres difuntos, cuando buenamente puedan» (X, 625).
De alguna manera san Vicente aplica a las Hijas de la Caridad la relación de María con la Iglesia: «Miembro excelentísimo, tipo y ejemplar, madre amantísima» (GS 53). Ante todo, también «la Compañía de las Hijas de la Caridad se ha fundado para amar a Dios, servirle, y honrar a nuestro Señor, su dueño, y a la santísima Virgen» (IX 1, 38).
1. «Santísima Virgen, tú que eres la madre de esta Compañía» (IX, 843). He aquí una experiencia hondamente sentida por Luisa de MariIlac y Vicente de Paúl: la Virgen María cuidaba con especial amor maternal de las Hijas de la Caridad (cf. IX, 1147-1148). La Virgen María es la valedora, la guardiana de la pequeña compañía de los que se entregan: «Santísima Virgen, tú que hablas por aquéllos que no tienen voz y no pueden hablar, te suplicamos que asistas a esta pequeña Compañía…» (IX, 733). La devoción a María es asimismo un medio eficacísimo para la evangelización y servicio de los pobres: «Quien ama mucho a nuestro Señor y a la santísima Virgen es como una llama de amor que penetra en el corazón de aquéllos a los que ama» (IX, 916).
2. «Os parecéis en cierto modo a la santísima Virgen, ya que sois madres y vírgenes a la vez» (IX, 137). Se lo dice el santo a sus hijas sobre todo a propósito de la obra de los niños abandonados, «a fin de que, como ella, verdaderas madres y vírgenes a la vez, la imitéis en el cuidado, vigilancia y amor que tenía para con su Hijo» (IX, 145). Esta tipología mariana la expresa también bellamente en una oración al final de la conferencia 98 (IX, 1079).
3. Finalmente, la Virgen María es Hija de la Caridad de manera eminente. Muchas veces recurre el santo a explicar el nombre de Hija de la Caridad, «esto es hijas de Dios que es amor, hijas que tienen la profesión de amar a Dios y al prójimo» (X, 693. 703; IX, 33; cf. XII, 249). Nadie más Hija de la Caridad que la Virgen María, «hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo», como querían expresar las tres cuentas pequeñas del pequeño rosario de Luisa de Marillac (II, 492-493).
III. La explicación del «silencio» mariano de san Vicente
De acuerdo con Mezzadri cuando escribe que «el problema no consiste en la criba de algunos textos ni en la selección de frases dispersas, sino que asume el significado de toda su existencia» (o. c., 90). Por su parte Dodin resume el significado de esta existencia de san Vicente cuan do dice que «jamás su devoción mariana se agota en frondosidades estériles o en manifestaciones excesivamente ruidosas»; que, para el santo, «no llegar hasta los hechos que autentifican el amor de Dios es engañarse peligrosamente»; que «reduce su devoción mariana a la humildad, la donación o entrega, y el servicio» (o. c., 395. 398. 403). Por eso, Incerti-Taddei califica a Vicente de «maestro de la sospecha» con cita de textos suyos muy significativos, como los que hablan del pequeño método de predicación o del amor efectivo. Sospecha sobre todo de lo que se aleja del Evangelio y de lo excesivamente exterior y sentimental (Incerti-Taddei, Devozione mariana nella tradizione vincenziana, en Annali. 87 (1980) 366-394).
Sospechas que albergan también los textos del Vaticano II dentro de su apuesta decidida por la devoción mariana: la falsa exageración doctrinal; lo que puede inducir a error a los hermanos separados acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia; el sentimentalismo estéril y transitorio y la vana credulidad (LG 67; cf. MC 32. 35. 39).
El Vaticano II, por su deseo de adecuación a la cultura de nuestro tiempo, por el progreso de los estudios eclesiales y por su voluntad ecuménica, hubo de insistir en lo más esencial: Cristo, su Evangelio, la misión de la Iglesia. Como consecuencia entraron en discernimiento dos estilos, de ser cristiano, de los que la devoción a María ha sido un signo (y también muchas veces una víctima). Estilos que se pueden simplificar (demasiado) en vertical y horizontal, afectivo y efectivo, íntimo y comunitario. Y la idea o visión de María sigue las mismas huellas: celeste o terrena, entronizada o peregrina, en el templo o en la calle.
Vicente parece preferir el segundo de estos estilos. Desmintiendo la primera idea que uno se hace de su figura, es un santo moderno. Sus supuestas desconfianza, lentitud, silencio son siempre pasos hacia adelante, lo mismo en espiritualidad que en evangelización que en culto. Una espiritualidad «pasiva» que empalma con una actividad que no cesa, una predicación «mediocre» (IX, 548) que se adelanta al curso literario y oratorio de su tiempo, y una devoción «minimalista» que resulta apta lo mismo para desinstalar fanatismos que para reclamar resultados.
Nada más opuesto, sin embargo, al estilo del santo que cualquier tipo de demagogia o de abanderamiento. En la devoción mariana, como en toda la religiosidad popular, suelen entrar en dialéctica tres niveles: el del pueblo y sus devociones, con deformaciones notables, pero también con intuición de lo que da sentido a la vida y a sus situaciones; el de los reformistas sin matices, que se fijan sólo en las deformaciones y únicamente ofrecen soluciones teóricas y aún nihilistas; y el de la Iglesia institucional, que tiene que ser fiel al depósito revelado y también a las diversas sensiblidades, sobre todo a las del pueblo pobre. Desde «el significado de toda su existencia», tenemos que decir enseguida que el lugar de Vicente no es el de los reformistas sin más, sino, a la vez, un lugar entre el pueblo y un lugar dentro de la Iglesia. Hemos visto que «sintió y vivió la devoción a la Virgen, no de manera especulativa, sino popular y afectiva». Pero quiso hacerlo también desde la verdad evangélica y eclesial, silenciosa, sólida y eficazmente. ¿Podemos pensar que este modo de hacerlo fue alguna especie de protesta contra la «pompa» mariana de su tiempo, mucho más que cuestión de déficit, teórico o devocional, en su devoción a la Virgen María? (cf. XI, 518-520; también sus charlas sobre el amor de Dios, los excesos que hay que evitar en el amor de Dios, las verdaderas luces y las ilusiones: IX, 733-734; XI, 132ss. ; XI, 617ss.). El último capítulo de este articulo, a continuación, puede aclarar la respuesta a esta pregunta.
IV. Valoración de la doctrina y devoción marianas de san Vicente
1. Vicente de Paúl no fue un teólogo académico ni en devoción mariana ni en ninguna otra cosa. Fue un sacerdote bien formado, cuyo carisma no consistió en la intensificación del estudio sino en la acción en favor de los pobres. Escribió muchas cartas y pronunció muchas pláticas y repeticiones de oración, pero jamás dictó cátedra ni escribió libros. Le importaba más la ciencia competente que la ciencia eminente. Su doctrina no era teórica sino vital y funcional. Le nacía ante todo de su fe y experiencia y la aplicaba a las situaciones y a los ministerios. Era un misionero «sabio y humilde», un doctor (sin título) «bueno y piadoso», como quería que fueran sus misioneros. De todo ello se deduce lo asistemático y circunstancial de su doctrina. Por eso hemos titulado este artículo «marianismo vicencieno» y no «mariología vicenciana». Sin esta óptica para contemplarlo, no se puede entender en absoluto a san Vicente ni san Vicente puede decir gran cosa a nadie.
2. Las veces que cita a la Virgen María sin que la persona y el nombre de su Hijo Jesucristo la precedan y acompañen acaso no superan la decena . «Nuestro Señor y su santa Madre» es frase favorita suya. Nunca presenta a María desgajada de su Hijo y de su Evangelio. El lema conciliar de «la santísima Virgen, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de su Iglesia», no lo desarrolla el santo teóricamente, pero lo vive y lo expresa. María escucha la palabra de Dios y la cumple: «Mejor que ningún otro, penetró en su sentido y la practicó», nos dice Vicente (XI, 428). El Avemaría y el Magnificat son sus credenciales. Ma ría camina «unida a su Hijo en la obra de la salvación desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (LG 57). Los misterios de María son ante todo misterios de Jesús y esos misterios son los que el santo contempla desde una lectura justa de las palabras evangélicas. Vicente admira repetidas veces el hecho de que «sólo el Hijo de Dios y su santa Madre han sido totalmente perfectos», pero la diferencia, en énfasis y extensión, que les concede es infinita. A propósito del enterramiento de una difunta en San Lázaro, como quería santa Luisa de Marillac, le escribe Vicente: «Honre la diferencia de los sepulcros de nuestro Señor y de la santísima Virgen» (1, 363). San Vicente honró la diferencia entre ambos (lo de menos fueron los sepulcros), a sabiendas de que con ello no disminuía el honor de «la gloriosa Virgen María», como gustaba llamarla. La mayor gloria de María no consiste en ser igual a Jesús, sino en ser la primera de sus discípulos dentro del cristianismo, así como la primera de los pobres dentro de la Iglesia de los pobres.
3. María, para san Vicente, es una mujer del pueblo mucho más que una estatua en su hornacina dorada. Naturalmente, María es más que una mujer, es la madre del Hijo de Dios. Pero, lo mismo que éste se hizo «uno de tantos», ella apareció como una de tantas. ¿Cómo la contempla con preferencia nuestro santo? Exactamente como lo hace el Evangelio: mujer de escucha y oración; de ilusión y obediencia; virgen y madre cuando el Hijo es concebido, cuando nace y siempre; mujer de dolor y de paz, de amor y de familia, de silencio y modestia, de humildad y trabajo, de pobreza y servicio, «pasiva» y activa… Un párrafo de la Marialis Cultus nos da el sentido de esta visión de María que tiene el santo: «La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar los ojos a María, la cual brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos. Virtudes sólidas, evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios; la obediencia generosa; la humildad sencilla; la caridad solícita; la sabiduría reflexiva; la piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos, agradecida por los bienes recibidos, que ofrece en el templo, que ora en la comunidad apostólica; la fortaleza en el destierro, en el dolor; la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor; el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz; la delicadeza provisora; la pureza virginal; el fuerte y casto amor esponsal. De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos, que con tenaz propósito contemplan sus ejemplos para reproducirlos en su vida. Y tal progreso en la virtud aparecerá como consecuencia y fruto maduro de aquella fuerza pastoral que brota del culto tributado a la Virgen» (nº 57).
Culto, fuerza pastoral, virtudes marianas, es la lógica que establece Pablo VI en esta última frase. Pero también es cierta, acaso más, la lógica inversa: virtudes, fuerza pastoral, culto mariano. Las virtudes de la vida cotidiana de María la constituyen «maestra de vida espiritual» (MC 21) y, en consecuencia, de fuerza pastoral. Esto es lo que enseña Vicente. Y «no precisamente por el tipo de vida que ella llevó, y menos por el ambiente socio-cultural en que se desarrolló, hoy superado, sino porque en sus condiciones concretas de vida, ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio; es decir, porque fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo, lo cual tiene valor universal y permanente» (ib., 35). El paso de las condiciones concretas de la vida de María a las condiciones concretas de la vida de un cristiano del siglo XVII, lo realiza Vicente de modo espontáneo, sencillo y sabio. Su capacidad de «aplicación» del dato erístico o mariano es admirable. Como vive lo que dice, la Virgen María emerge de pronto como una Hija de la Caridad, o como un misionero, o como un laico de aquellos a quienes él hablaba y sigue hablando. Esta es la «autoridad» del discurso del santo. La Virgen María surge como modelo y compañera cercana y entrañable para el alma y la vida, la oración y la acción.
4. Como es natural, le corresponde a María, por su condición femenina de virgen-esposa-madre, una relación especial y directa con la mujer. San Vicente la descubre enseguida y la va a manejar en su trato espiritual y apostólico con tantas mujeres de su tiempo. Podemos esbozar tres puntos: Lo que el santo hizo por la mujer; su visión de María en la mujer; su predilección por un tipo determinado de mujer como revelación de su modo más propio de ver a la Virgen María.
La mujer estará siempre en deuda con Vicente de Paúl, porque él amplió genialmente los horizontes de su vida en un tiempo cerrado a ellas. Las mujeres laicas recuperaron, gracias a él, el ministerio propio de la caridad con sus inagotables posibilidades (X, 953. 957). Y las mujeres religiosas rompieron el reclusorio de los conventos para llenar, yendo y viniendo, las calles de los pobres y las casas de los enfermos (IX, 1088).
Una de las dimensiones esenciales de la fe de Vicente era la contemplación continua de Dios en las personas y acontecimientos. Esa visión de fe se intensificaba con la contemplación de María en toda mujer. Y en esto hay un sorprendente testimonio del santo que a primera vista pudiera parecer banal: «Yo tenía por máxima mirar a la esposa del señor General (Margarita de Silly, señora de Gondi) como a la Virgen» (1, 377; IX-1, 27; X, 769, etc.). A sus misioneros les pide una actitud equivalente (XI, 719-720). Y a las Hijas de la Cari dad les dice que miren a María en las superioras (IX, 27), en sus Hermanas (IX, 831) y en toda mujer: «Si tenéis que tratar con una mujer, pensad que es con la santísima Virgen» (IX, 1152).
Vicente contempla a Maria en la mujer. Al principio en las mujeres nobles (Silly, Marillac, Goussault, etc.), pero su búsqueda recala en las jóvenes campesinas, en las mujeres sencillas del pueblo. Así se expresa lncerti-Taddei, hablando de las Hijas de la Caridad: «María era efectivamente una mujer pobre Je pueblo, mujer como las demás, con las mangas recogidas y el sudor en la frente. ¿Quién ha recobrado esta imagen de María? ¿Quién ha buscado en María no a la mujer extraordinaria sino a la humilde Virgen María? No digo: quién ha hecho esto con palabras, desarrollando una reflexión al respecto (en esta perspectiva Teresa de Lisieux sería más importante que el Fundador), sino digo: ¿quién, sin razonar, ha hecho esto, ha cambiado la flecha de la brújula desde el norte de las grandes mujeres místicas al sur de las mujeres sencillas del pueblo? El silencio mariano de Vicente se hace capacidad de acoger, de las personas y hechos de la vida, esta nueva orientación, que da un nuevo rostro a la misma Madre de Dios. Todo cambio que se opera para transformar el rostro de la mujer, cambia implícitamente el rostro de María, y quizás es también verdad lo contrario… Por esto Vicente, el campesino pobre, tiene la inspiración sorprendente de rezar un día de esta manera verdaderamente extraordinaria y absolutamente moderna: «Santísima Virgen, tú que hablas por aquellos que no tienen voz y no pueden hablar, te suplicamos que asistas a esta pequeña Compañía: continúa y acaba una obra que es la mayor del mundo…» (IX, 733). Lo que más maravilla de esta oración son unas palabras del todo insospechables en la boca del santo: llama a la pequeña compañía de las Hijas de la Caridad la obra más grande del mundo. Ha sido efectivamente una obra grandísima: delinear un nuevo perfil de la mujer en el pueblo de Dios y, al hacerlo, proponer también un nuevo modo de ver a la Madre de Dios» (o. c., 386-387).
Esta trasposición de la figura de María a la figura de una Hija de la Caridad no quita su presencia y trasparencia en la figura de cualquier otro tipo de mujer cristiana. Lo que aquí se dice es que el estilo de vida de una buena Hija de la Caridad refleja la figura de María según la veía y sentía Vicente de Paúl.
5. Dijimos que la Virgen María, en las palabras de san Vicente, aparece siempre precedida y acompañada por su Hijo Jesucristo. También aparece muchas veces precediendo y acompañando a las otras mujeres del Evangelio a modo de comunidad servidora de los pobres. El amor a Dios, dice Vicente, «era el motivo de todas las acciones de la santísima Virgen y de las buenas mujeres que servían a los pobres bajo la dirección de nuestra Señora y los apóstoles: santa Magdalena, santa María, santa María Salomé, Susana y santa Juana de Cusa, mujer del procurador de Herodes, a las que os sentís tan felices do suceder» (IX, 38-39; cf. X, 962; I, 183. 397, etc.).
Sería inconcebible imaginar en san Vicente una imagen de María ajena al servicio de los pobres. Supondría una negación de sí mismo, cosa que, si en ningún aspecto ocurrió desde su plena conversión a Dios, menos iba a ocurrir en su contemplación de la Virgen María, íntimamente unida a Jesús, el evangelizador de los pobres. Los misterios de María derivan en actitudes misioneras. Inmaculada Concepción, Anunciación, Visitación, son paradigma del «dársenos Dios», «darnos a Dios», «darnos a los pobres». No se trata de devociones. Se trata de actitudes necesarias para la evangelización de los pobres contempladas en el alma de la Virgen María, reina de los apóstoles y estrella de la evangelización.
Resumiendo todo lo dicho con expresiones de Dodin, podemos concluir así: San Vicente parece un pariente pobre de la familia mariana de su tiempo. Pero no nos fiemos de las apariencias: es más rico por lo que oculta que por lo que dice expresamente. Su devoción a la Virgen «es una actitud básica, fundamental, de todo su ser. Forma parte, la más íntima, de su religión; armoniza y vivifica enteramente su experiencia religiosa» tIncerti-Taddei, o. c., 399).
Bibliografía
La bibliografía directa es muy escasa. Además de las obras citadas en las Notas, ver:
A. ORCAJO, C.M., El seguimiento de Jesús según Vicente de Paúl, capítulo V, . La Milagrosa, Madrid, 1990, pp. 101-114.- T. MARQUINA, C.M., San Vicente de Paúl y la Santísima Virgen, en Anales, 1978-3, pp. 224-234.- J. P. RENOUARD, C.M., Sentido mariano en la experiencia espiritual de san Vicente, en Las apariciones de la Virgen María a santa Catalina Labouré, CE-ME, Salamanca, 1981, pp. 11-25).
- Cf. R. LAURENTIN, La Virgen María (separata de Iniciación Teológica, tomo III, pp. 191-246, Herderi, Librería Parroquial, México, 1972; A. DODIN, El culto a María y la experiencia religiosa de san Vicente de Paúl, en Anales, 1975-5, pp. 388-404, y en Vincentiana, 1975-4, pp. 207-225; L. MEZZADRI, San Vicente de Paúl y la religiosidad popular, en Vicente de Paúl, la inspiración permanente, CEME, 1982, pp. 106-112; Nuevo Diccionario de Mariología, Paulinas, Madrid, 1988, pp. 847ss.