Espiritualidad vicenciana: Marianismo vicenciano

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Author: Vicente de Dios, C.M. · Year of first publication: 1995.

I. La extraordinaria floración mariana en tiempos de san Vicente. II. Las relativamente pocas alusiones del san­to a la devoción mariana en su doctrina. III. La explicación de este silencio suyo. IV. La valoración de su doctrina y devoción respecto de la Virgen María.


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«…La devoción mariana constituye una comprobación im­portante. Su difusión era extraordinaria, tanto a nivel teologal como popular. Expresábase en la fundación de congregacio­nes y cofradías, o en la introducción de practicas y ceremo­nias, o bien en la publicación de libros de devoción…

«Pocas son las alusiones de san Vicente de Paúl a la de­voción mariana. André Dodin ha valorado citas y referen­cias. Giuseppe Incerti-Taddel, en cambio, explica el silen­cio del santo por el cuidado de evitar los excesos de la devoción, escogiendo una especie de vía media entre los extremos del énfasis y la negación» (L. Mezzadri, San Vi­cente de Paúl y la religiosidad popular, en Vicente de Paúl, la inspiración permanente, CEME, Salamanca 1982, p. 106s).

Esta cita introductoria resume lo que este ar­tículo quiere decir.

I. La extraordinaria floración mariana en tiempos de san Vicente.

Es absolutamente necesario, para justipreciar la devoción doctrinal y práctica de Vicente de Paúl a la Virgen María, hacernos cargo del am­biente mariano de su tiempo. Sin su conocimiento, careceríamos de perspectiva para calificar su de­voción. Afortunadamente, el estudio del ambiente mariano de los siglos XVI y XVII ha sido profusamente realizado y están a nuestra disposición to­dos los datos deseables.1

Dentro del «ritmo alternativo de progreso y de­cadencia, de fervor y de silencio», por el que Re­né Laurentin se siente sorprendido al recorrer la historia de María en el tiempo de la Iglesia, «durante los últimos años del siglo XVI vuelve a renacer el entusiasmo; comienza un nuevo pe­ríodo; el movimiento mariológico se extiende rápidamente, sobre todo de 1619 a 1630, y llega a su cumbre de 1630 a 1650, para desplomarse después, como agotado por su rapidísimo crenimiento» (Laurentin, o.c., 21.24-25).

Pero del tiempo anterior a ese entusiasmo de los siglos XVI y XVII Laurentin llega a afirmar: «Uno se horroriza cuando se considera la situa­ción desastrosa en que se hallaba la devoción a María al estallar la crisis protestante… cada vez se nutre más de alimentos adulterados, milagros de pacotilla, tópicos equívocos y charlatanerías in­consistentes» (ib. 24). El mismo Lutero (1483- 1564) escribe en 1523: «Si no fuera por los abu­sos en que ha venido a dar el culto a María, no insistiría en que se lo abandone totalmente» (Obras, Weimar, II, 61) . El Concilio de Trento, contra lo que podría suponerse, termina en 1563 sin haber tratado la cuestión mariana, que queda en una situación particularmente deficiente. El Concilio se limita a afirmar la legitimidad del cul­to a la Virgen (Ds 1821-1825) y a declarar, a pro­pósito del decreto sobre la universalidad del pe­cado original, que la intención del Concilio no es incluir en él a María (Ds 1516; cf. Nuevo diccio­nario de Mariología, o. c. 847)

Como tantas veces se ha dicho, todo el que­hacer de Trento y todo el movimiento de refor­ma católica suscitado por él, no se puede redu­cir a reacción antiprotestante. Sería totalmente desmesurado. Tampoco se puede reducir a eso la floración mariana de los siglos XVI y XVII de que estamos hablando. Había un sincero esfuerzo de mejoramiento de la Iglesia, de quien uno de sus más insignes representantes en Francia fue Vi­cente de Paúl. Y no puede caber duda de que, en la mente de los reformadores católicos, la devo­ción a María era un medio notable para ese me­joramiento.

Esa floración mariana se caracterizaba por la abundancia y también por la exageración. Dodin describe la devoción del gobierno y del pueblo, la de teólogos y espirituales. Como ejemplo, ci­ta la «Bibliotheca Mariana», de Maracci Hip­polyte, aparecida en Roma en 1648, con 3. 600 autores y 6. 000 obras impresas o manuscritas sobre la Virgen María. Piensa que «era eviden­te que la mayor parte de las expresiones del cul­to mariano católico estaban más o menos mar­cadas por un sentimiento de reacción, por una voluntad de afirmación contra los pareceres, po­co benévolos, formulados por los seguidores de la religión reformada sobre la Virgen María y su culto. Desconocer esta secreta animosidad, ol­vidar esta legítima voluntad de justificación, nos impediría percibir los resortes, quizá más pode­rosos, de ciertas devociones marianas». Y dis­tingue dos corrientes: la que se podría denomi­nar teológica, a modo de «piedad especulativa, que sitúa a la Virgen como María en Jesús y busca a Jesús en María», y la de «contenido más popular, de tonalidad afectiva más poten­te», que llega a «simplificar y cosificar la devo­ción» (Dodin, o. c., 389-393).

Mezzadri enfoca el tema desde la «religión del pueblo» y nos habla de la ignorancia, de las supersticiones-brujerías-posesiones-milagrerías, de las devociones-peregrinaciones-procesiones… y nos muestra a un san Vicente más afín a una «religión para el pueblo» que a una «religión del pueblo», si bien su proyecto religioso incluía a los pobres como agentes de caridad» (Mezzadri, o. c., 90ss). Por supuesto, el tema de la religión del pueblo o de la religiosidad popular, tal como hoy lo entendemos, pertenecía al futuro lejano (V. de Dios, Simbolismo y religiosidad popular, en La Medalla Milagrosa: doctrina y celebración, CEME, Salamanca 1986, 42-54).

En medio de todo esto, nos resulta tan curiosa e intrigante la actitud mesurada de Vicente de Paúl, distanciándose en énfasis mariano tanto de sus directores y compañeros generacionales (Pe­dro de Bérulle, André Duval, Juan Santiago Olier, Juan Eudes), como de la devoción mariana del pueblo, que sentimos la necesidad de investigar sus posibles motivos, como haremos posterior­mente.

II. Las relativamente pocas alusiones del san­to a la devoción mariana en su doctrina.

Dice Dodin que «en las 8. 000 páginas de tex­tos de la obra epistolar de san Vicente, apenas po­demos contar 80 pasajes relativos a la Virgen» (o. c., 388).

Yo he contado cuidadosamente 206, sin in­cluir en ellas las fórmulas de despedida («soy, en el amor de nuestro Señor y de su santa Ma­dre, su muy obediente y humilde servidor»), ni invocaciones como «sancta Maria succurre mi­seris» o rezos del avemaría, etc., ni las repeti­ciones de una misma frase como ocurre vgr. en los reglamentos de las diversas Caridades, ni, ob­viamente, las ocasiones en que, en las confe­rencias a las Hijas de la Caridad, las citas las ha­cen éstas y no el santo.

La distribución de estos 206 textos es la si­guiente (el tomo va entre paréntesis): 23 (I), 9 (II), 6 (III), 3 (IV), 3 (VI), 5 (VII), 4 (VIII), 46 (IX-1), 47 (IX-2), 15 (XI-3), 11 (IX-4) y 34 (X). De las 206 citas, 93 pertenecen a las conferencias a las Hi­jas de la Caridad, lo que constituye el 45 por ciento.

De todos modos, la cosa cuantitativa no tie­ne mayor importancia y sigue siendo cierto lo que añade Dodin: que «Vicente de Paúl habla de la Vir­gen solamente de paso, en términos clásicos y en un tono moderado» (o. c., 388).

Intentaré a continuación una descripción su­maria de que lo que esas citas contienen:

1 San Vicente siente y vive la devoción a la Virgen y lo notable es que su piedad no es «es­peculativa», sino «de contenido popular, de to­nalidad afectiva» (aunque no exactamente en el sentido que da Dodin a estas dos corrientes, pues el santo sí «busca a María en Jesús y a Jesús en María», y de ninguna manera «cosifica» la devo­ción). Ya lo anuncian las dos cartas de la cautivi­dad (1, 80. 82). Habla positivamente de los san­tuarios marianos, especialmente de aquellos en que proyectan fundaciones de la Congregación de la Misión: así Notre-Dame de Lorm «para que sir­van a Dios y honren a la gloriosa Virgen María» (VI, 56. 153); Notre-Dame de la Rose, «lugar que está bajo la especial protección de la gloriosa Vir­gen María» (VI, 546); Notre-Dame de Trois-Epis, «bajo la especial protección de la gloriosa Madre de su Hijo nuestro Señor» (VI1, 275); Notre-Dame de Betharram, «donde frecuentemente se hacen milagros» (VI1, 379. 516).

En esta su devoción popular, pasa de la sim­plicidad con que explica al hereje de Montmirail el culto a las imágenes de María, a proponer ejem­plos llenos de ingenuidad, como el de los turcos que rezan una especie de rosario y respetan mu­cho al Señor y a la santísima Virgen (IX, 1146), o el del hombre que dejó de jurar al confesarse en una iglesia de nuestra Señora un día de fiesta de la Virgen (IX, 277)

Por otra parte las devociones marianas que recomienda son las devociones más simples del pueblo de Dios: el Rosario (IX, 212-213; 1092. 1145-1147; X, 90. 200. 887, etc.), el Oficio de la Virgen, sus Letanías, el Angelus (IX, 1104), el Ave­maría, la Salve, las jaculatorias (Sancta Maria suc­curre miseris, Sub tuum praesidium, Mater gra­tiae mater misericordiae, Mater Dei memento mei: X, 731. 230). No le faltan detalles, como cuando le promete a Luisa de Marillac «celebrar mañana, fiesta de la Encarnación, la santa misa frente al cuadro» de la Virgen que la santa había pintado y le había enviado (II, 491; cf. X, 906). Y concluye: «Os exhorto a que tengáis siempre mucha devoción a la Virgen» (IX-1, 213; cf. IX­2, 1146; X, 509).

2. Sin embargo, nuestro santo exige mode­ración, condiciones, «buen orden» en la devoción mariana. «He quedado consolado por el buen or­den que pone usted en la devoción a nuestra Se­ñora de Fieulaine», le escribe al Hno. Juan Parre, a quien el obispo de Noyon había encomendado regular la devoción desordenada del pueblo en aquel santuario (VIII, 38. 65. 75 ).

Vicente expresa un tanto rudamente su des­confianza ante visiones y visionarios, y le escribe así al P. Lambert a propósito de una de las ilu­minadas de Chinon: «Desentiéndase cuanto antes de esa joven y aconséjela que no se en­tretenga en todas esas visiones que tiene… Ni nuestro Señor ni la santísima Virgen tenían esas visiones y se ajustaban a la vida ordinaria» (II, 82/ II, 96).

A veces reprimía los viajes de peregrinación a los santuarios marianos por parte de misione­ros (IV, 348) e Hijas de la Caridad: «¿Es que no es buena la devoción a la Virgen? Sí, es buena; pero no basta con que sea bueno lo que hace­mos; es menester que nuestra acción tenga las condiciones que son necesarias» (IX, 685. 689. 783).

Esta moderación se la pide también a Luisa de Marillac: «Siga usted con sus oraciones en honor de la gloriosa Virgen María, pero solamen­te durante su enfermedad; luego ya hablaremos» (IV, 248). Incluso llega a pedirle que abandone la práctica del «pequeño rosario» que ella había ide­ado (cf. II, 492), lo que hizo la santa con obedien­cia pero con «un poco de dolor» (IV, 195).

3. A la misma Luisa de Marillac le recomien­da, ante todo, en relación con la Virgen María, que honre e imite sus estados y actitudes: sus penas (1, 134. 185; IX-2, 683); su alegría (1, 383); su paz y tranquilidad (1, 173; VII, 360).

Una de las actitudes marianas que más re­salta y explaya san Vicente es la escucha de la Palabra (IX-1, 364. 370-371)y la práctica de las má­ximas evangélicas (XI, 428)

Resalta asimismo los tres misterios de María, que, como dice Dodin, «se le hacen constante­mente presentes en su meditación»:

En primer lugar, la Inmaculada Concepción (IV, 551), misterio íntimamente relacionado con el de su perfección, de que tanto habla nuestro san­to (IX, 1031; XI, 312. 277. 335), relacionado también con las virtudes de pureza y de humildad, de que enseguida hablaremos; así como con las dispo­siciones para comulgar bien (IX, 229. 312; X, 34. 43). (Es muy interesante, en el Reglamento de las Conferencias de los Martes, la mención de Ma­ría dentro de la fórmula de renovación de las Pro­mesas Bautismales y Presbiterales, que propone san Vicente a los miembros de las Conferencias para el día de Jueves Santo: X, 143-144; cf. X, 145. 891; RC. HC.).

En segundo lugar, la Anunciación y la Encar­nación, misterio que san Vicente describe con admiración amorosa (XI, 606) y que relaciona tam­bién con la humildad (IX, 1077), con la comunión y con la oración del Avemaría y del Angelus.

Y en tercer lugar, la Visitación, misterio ejem­plar para las Damas de la Caridad: «Honrarán la visita de la santísima Virgen cuando fue a visitar a su prima con prontitud y alegría» (X, 570), mis­terio que debe ser actuado en los viajes de las Hi­jas de la Caridad (1. 509) y en las visitas de los co­misionados del santo a las casas de los misioneros (II, 207) y de las Hijas (IX, 245-246); misterio, ade­más, donde el canto del Magníficat revela el atrac­tivo de la humildad a los ojos de Dios (IX, 965).

Tratándose de «estados», Vicente habla con su habitual naturalidad del matrimonio de la Vir­gen María y san José: «El matrimonio es una cosa santa; la Virgen María se casó» (IX, 575). Aconseja a los que se van a casar que «tengan devoción y honren el matrimonio de san José y la santísima Virgen» (II, 136). Y le escribe a Luisa, invitada a una boda, que Dios bendiga a los no­vios «y le dé a usted las disposiciones que tuvo la santísima Virgen cuando asistió con su Hijo a la boda de Caná» (III, 498).

4. Quizás en lo que más se explaya Vicente es en la ejemplaridad de la Virgen María en las virtudes cristianas más predilectas de su espiri­tualidad. El lema de que «nuestro Señor y tam­bién su santa Madre sean su guía», se lo propo­ne a Luisa de Marillac y a todos (1, 402).

Conocemos su predilección por las cuatro vir­tudes que «están representadas por los cuatro ex­tremos de la cruz, a saber la humildad, la caridad, la obediencia y lapaciencia» (IX, 1064). Son las vir­tudes de las jóvenes campesinas (IX, 91ss.), las virtudes sólidas, las que considera propias del «espíritu de las verdaderas Hijas de la Caridad» (IX, 1077). No son exactamente virtudes que re­salta en otras ocasiones –sencillez, humildad, man­sedumbre, mortificación y celo de la salvación de las almas– (X, 476); pero son equivalentes y el san­to las motiva con el ejemplo de la santísima Vir­gen.

La humildad alcanza el primer lugar en la idea que san Vicente se hace de la Virgen María. «Es la virtud de Jesucristo, la virtud de su santa Ma­dre, la virtud de los mayores santos… y la virtud que más necesitan los misioneros» (XI, 745). La luminiscencia de la humildad de María se exte­rioriza con toda claridad en el Magnificat (IX, 609­610; 965).

De las relaciones entre humildad y caridad, habla san Vicente en la conferencia 91 a las Hi­jas de la Caridad (30. 12. 1657). Si se consideran menos perfectas que aquellas de quienes podrí­an murmurar, «harán de la Compañía un paraíso, una sociedad de almas bienaventuradas en la tie­rra, algún día tendrán los cuerpos llenos de glo­ria en compañía de nuestro Señor y de la santí­sima Virgen» (IX, 1000). Hemos de tolerarnos, pues «solamente Jesucristo y la santísima Vir­gen han estado libres de imperfecciones y sólo ellos no han tenido necesidad de ser tolerados» (IX, 1031; cf. IX, 150. 153).

El ejemplo de la obediencia de Jesús a María y José lo esgrime el santo innumerables veces (VII, 165; IX, 34. 82. 83. 220. 876. 878. 1108). La obe­diencia de María es modelo de disponibilidad para un cambio de destino «con alegría, manse=­dumbre y caridad» (IX, T01; cf., IX, 1217). La obe­diencia debe ser también virtud de los superiores, quienes, a su ejemplo, han de confiar en la gra­cia de estado: «Tenga una devoción especial a la dirección que tuvo la santísima Virgen sobre la per­sona de nuestro Señor, y todo marchará bien» (II, 103; cf. III, 584). Por otra parte, los superiores son siervos: «Uno de estos días, estando en un monasterio de las Anunciadas según creo, me dijo su superiora que la llamaban ancilla. Esto me hizo pensar en vosotras. Esta palabra ancilla es una palabra latina que quiere decir sierva; ése fue el título que la santísima Virgen adoptó cuando dio su consentimiento al ángel para el cumplimiento de la voluntad de Dios en el misterio de la En­carnación de su Hijo; lo cual me ha hecho pensar que, en adelante, en vez de llamar a las herma­nas superioras, no utilizaremos más que la pala­bra de hermana sirviente, ¿qué os parece?…» (IX, 81).

Otras dos virtudes de la virgen María deste­llan de continuo en las palabras del santo: la mo­destia-pureza, y la pobreza. «Ella tenía tanta mo­destia y pudor, que, aunque la saludaba un ángel para ser madre de Dios, sin embargo, su mo­destia fue tan grande que se turbó, sin mirarlo» (IX, 97; cf. IX, 954. 970). «La santísima Virgen salía por las necesidades de su familia y para aliviar y consolar a los pobres, pero era siempre en la pre­sencia de Dios; y fuera de eso, permanecía siem­pre tranquila en su casa, conversando espiritual­mente con Dios y con los ángeles» (IX, 315). El ejemplo de la castidad del Hijo de Dios, «que qui­so cambiar la naturaleza de las cosas y nacer de una virgen» (XI, 682) y, en su prosecución, la guar­da de los sentidos, la delicadeza en el trato, la efi­cacia de los ministerios, la devoción a María, son los valores que maneja nuestro santo (cf. IX, 213. 1180; XI, 127. 670. 678. 679. 682). «Oh san­tísima Virgen, pide al Señor este favor por noso­tros, pídele una verdadera pureza para nosotros, sacerdotes, estudiantes, seminaristas, hermanos coadjutores, y para toda la Compañía» (XI, 321),

Su doctrina sobre la pobreza, en lo que hace al ejemplo de María, la desarrolla san Vicente en sus conferencias a las Hijas de la Caridad. Ante todo, «pensemos en la pobreza del Hijo de Dios y de su santa Madre» (IX, 77), «experimenté­mosla» (IX, 84n), «sintámonos felices de seguir­los» (IX, 889). El primero se ganó la vida con el trabajo de sus manos y luego tuvo que ser ayu­dado por las piadosas mujeres (IX, 398s. 1200). «Y ¿sabéis de qué vivía la santísima Virgen cuando estaba en la tierra, y de qué vivía nuestro Señor? De pan. Entró en la casa del fariseo –nos dice la sagrada Escritura– para comer pan; y en otros va­rios lugares lo mismo. Solamente una vez se dice que comió carne: fue cuando comió el cor­dero pascual con sus apóstoles; y otra vez que comió pescado. /Bendito sea Dios!» (IX, 96). Es­tas peregrinas exégesis que a veces hace nues­tro santo hay que contemplarlas en el marco de una charla a jóvenes campesinas que trata pre­cisamente, ésta, «de la imitación de las jóvenes campesinas». Sigamos. Otros dos motivos de pobreza plantea san Vicente: el fin de la Compa­ñía o servicio de los pobres (IX, 748-749) y el es­píritu del mundo –codicia de los ojos– (IX, 398), con lo cual la pobreza empalma con la obra y el tes­timonio, el inicio y la denuncia. En función de es­to, las Hijas de la Caridad entran en la Compañía con la condición sine qua non de abrazar la po­breza y de profesarla con el voto correspondien­te (IX, 882-883).

Finalmente, la Virgen María es también mo­delo, tema y recurso de oración. Ya la hemos contemplado como virgen oyente, orante y prac­ticante al hablar de su escucha de la Palabra y de su práctica de las Máximas evangélicas. También la presenta el santo como tema y como recurso: «servirse de su mirada para todas las oraciones», verlo todo con los sentidos y el espíritu, con el alma de María (IX, 47-48; cf. IX, 1109). O bien: «llevad la mano al rosario que pende de vuestra cintura, o a la medalla o cruz que hay allí, . elevad vuestro espíritu a Dios y decidle…» (IX, 53).

5) Tema favorito de san Vicente es la pre­sencia de la Virgen María en sus fundaciones: Congregación de la Misión, Damas de la Caridad e Hijas de la Caridad.

Ya en el contrato de fundación de la Congre­gación de la Misión, se establece que los Seño­res de Gondi pretenden fundarla para la salvación de los pobres campesinos… «para honrar el mis­terio de la encarnación, de la vida y muerte de Je­sucristo, por amor a su santísima Madre» (X, 238). En 1636 san Vicente envía al P. Boudet a Chartres «para que nuestro Señor tenga piedad de esta pe­queña Compañía, por la intercesión de la santa Vir­gen» (1, 382).

Las Caridades se fundan bajo el patrocinio de la Virgen María «porque la Madre de Dios es in­vocada y tomada como patrona para las cosas importantes y todo resulte y redunde para gloria del buen Jesús, su Hijo» (X, 567; cf. X, 685. 571. 594. 631. 667. 964). La vocación de las Damas de la Caridad se parece a la de la santísima Virgen (X, 937) y a las de las mujeres que siguieron a Je­sús y le proporcionaban a él y a los pobres las co­sas necesarias (X, 962). Por eso «uno de los prin­cipales puntos de esta Asociación es honrar a nuestro Señor y a su santa Madre» (X, 584. 602. 609. 659). Primero con toda suerte de actos pia­dosos: al levantarse «invocando el santo nombre de Jesús y el de su santa Madre al pie de la ca­ma» (X, 625); rezando el rosario, las Letanías, el Angelus, el Avemaría, la Salve, los cinco padrenuestros y cinco avemarías (X, 602. 631. 651), con­fesando y comulgando el día de «nuestra Seño­ra de agosto» (X, 583). Y segundo en el servicio a los pobres, especialmente en la visita domici­liaria (X, 570), en la invitación a los enfermos pa­ra que coman «por amor a Dios y a su santa Ma­dre» (X, 578), en la exhortación a que confíen en Dios y en su santa Madre cuando estén en peli­gro de muerte (X, 580), en la «celebración de una misa y el rezo devoto cada una de tres Rosarios por los pobres difuntos, cuando buenamente pue­dan» (X, 625).

De alguna manera san Vicente aplica a las Hi­jas de la Caridad la relación de María con la Igle­sia: «Miembro excelentísimo, tipo y ejemplar, ma­dre amantísima» (GS 53). Ante todo, también «la Compañía de las Hijas de la Caridad se ha fundado para amar a Dios, servirle, y honrar a nuestro Se­ñor, su dueño, y a la santísima Virgen» (IX 1, 38).

1. «Santísima Virgen, tú que eres la madre de esta Compañía» (IX, 843). He aquí una expe­riencia hondamente sentida por Luisa de Mari­Ilac y Vicente de Paúl: la Virgen María cuidaba con especial amor maternal de las Hijas de la Ca­ridad (cf. IX, 1147-1148). La Virgen María es la va­ledora, la guardiana de la pequeña compañía de los que se entregan: «Santísima Virgen, tú que ha­blas por aquéllos que no tienen voz y no pueden hablar, te suplicamos que asistas a esta peque­ña Compañía…» (IX, 733). La devoción a María es asimismo un medio eficacísimo para la evangeli­zación y servicio de los pobres: «Quien ama mu­cho a nuestro Señor y a la santísima Virgen es co­mo una llama de amor que penetra en el corazón de aquéllos a los que ama» (IX, 916).

2. «Os parecéis en cierto modo a la santísi­ma Virgen, ya que sois madres y vírgenes a la vez» (IX, 137). Se lo dice el santo a sus hijas sobre to­do a propósito de la obra de los niños abandona­dos, «a fin de que, como ella, verdaderas madres y vírgenes a la vez, la imitéis en el cuidado, vigi­lancia y amor que tenía para con su Hijo» (IX, 145). Esta tipología mariana la expresa también bella­mente en una oración al final de la conferencia 98 (IX, 1079).

3. Finalmente, la Virgen María es Hija de la Caridad de manera eminente. Muchas veces re­curre el santo a explicar el nombre de Hija de la Caridad, «esto es hijas de Dios que es amor, hi­jas que tienen la profesión de amar a Dios y al pró­jimo» (X, 693. 703; IX, 33; cf. XII, 249). Nadie más Hija de la Caridad que la Virgen María, «hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu San­to», como querían expresar las tres cuentas pe­queñas del pequeño rosario de Luisa de Marillac (II, 492-493).

III. La explicación del «silencio» mariano de san Vicente

De acuerdo con Mezzadri cuando escribe que «el problema no consiste en la criba de algunos textos ni en la selección de frases dispersas, sino que asume el significado de toda su exis­tencia» (o. c., 90). Por su parte Dodin resume el significado de esta existencia de san Vicente cuan­ do dice que «jamás su devoción mariana se agota en frondosidades estériles o en manifes­taciones excesivamente ruidosas»; que, para el santo, «no llegar hasta los hechos que autentifi­can el amor de Dios es engañarse peligrosa­mente»; que «reduce su devoción mariana a la hu­mildad, la donación o entrega, y el servicio» (o. c., 395. 398. 403). Por eso, Incerti-Taddei califica a Vi­cente de «maestro de la sospecha» con cita de textos suyos muy significativos, como los que hablan del pequeño método de predicación o del amor efectivo. Sospecha sobre todo de lo que se aleja del Evangelio y de lo excesivamente ex­terior y sentimental (Incerti-Taddei, Devozione mariana nella tradizione vincenziana, en Annali. 87 (1980) 366-394).

Sospechas que albergan también los textos del Vaticano II dentro de su apuesta decidida por la devoción mariana: la falsa exageración doctri­nal; lo que puede inducir a error a los hermanos separados acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia; el sentimentalismo estéril y transitorio y la vana credulidad (LG 67; cf. MC 32. 35. 39).

El Vaticano II, por su deseo de adecuación a la cultura de nuestro tiempo, por el progreso de los estudios eclesiales y por su voluntad ecumé­nica, hubo de insistir en lo más esencial: Cristo, su Evangelio, la misión de la Iglesia. Como con­secuencia entraron en discernimiento dos estilos, de ser cristiano, de los que la devoción a María ha sido un signo (y también muchas veces una víctima). Estilos que se pueden simplificar (de­masiado) en vertical y horizontal, afectivo y efec­tivo, íntimo y comunitario. Y la idea o visión de María sigue las mismas huellas: celeste o terre­na, entronizada o peregrina, en el templo o en la calle.

Vicente parece preferir el segundo de estos estilos. Desmintiendo la primera idea que uno se hace de su figura, es un santo moderno. Sus supuestas desconfianza, lentitud, silencio son siempre pasos hacia adelante, lo mismo en es­piritualidad que en evangelización que en culto. Una espiritualidad «pasiva» que empalma con una actividad que no cesa, una predicación «me­diocre» (IX, 548) que se adelanta al curso literario y oratorio de su tiempo, y una devoción «mini­malista» que resulta apta lo mismo para desins­talar fanatismos que para reclamar resultados.

Nada más opuesto, sin embargo, al estilo del santo que cualquier tipo de demagogia o de abanderamiento. En la devoción mariana, como en toda la religiosidad popular, suelen entrar en dialéctica tres niveles: el del pueblo y sus devo­ciones, con deformaciones notables, pero también con intuición de lo que da sentido a la vida y a sus situaciones; el de los reformistas sin matices, que se fijan sólo en las deformaciones y única­mente ofrecen soluciones teóricas y aún nihilis­tas; y el de la Iglesia institucional, que tiene que ser fiel al depósito revelado y también a las di­versas sensiblidades, sobre todo a las del pueblo pobre. Desde «el significado de toda su existen­cia», tenemos que decir enseguida que el lugar de Vicente no es el de los reformistas sin más, sino, a la vez, un lugar entre el pueblo y un lugar dentro de la Iglesia. Hemos visto que «sintió y vivió la devoción a la Virgen, no de manera es­peculativa, sino popular y afectiva». Pero quiso hacerlo también desde la verdad evangélica y eclesial, silenciosa, sólida y eficazmente. ¿Pode­mos pensar que este modo de hacerlo fue algu­na especie de protesta contra la «pompa» mariana de su tiempo, mucho más que cuestión de défi­cit, teórico o devocional, en su devoción a la Vir­gen María? (cf. XI, 518-520; también sus charlas sobre el amor de Dios, los excesos que hay que evitar en el amor de Dios, las verdaderas luces y las ilusiones: IX, 733-734; XI, 132ss. ; XI, 617ss.). El último capítulo de este articulo, a continuación, puede aclarar la respuesta a esta pregunta.

IV. Valoración de la doctrina y devoción marianas de san Vicente

1. Vicente de Paúl no fue un teólogo acadé­mico ni en devoción mariana ni en ninguna otra cosa. Fue un sacerdote bien formado, cuyo ca­risma no consistió en la intensificación del estu­dio sino en la acción en favor de los pobres. Es­cribió muchas cartas y pronunció muchas pláticas y repeticiones de oración, pero jamás dictó cáte­dra ni escribió libros. Le importaba más la cien­cia competente que la ciencia eminente. Su doctrina no era teórica sino vital y funcional. Le nacía ante todo de su fe y experiencia y la apli­caba a las situaciones y a los ministerios. Era un misionero «sabio y humilde», un doctor (sin títu­lo) «bueno y piadoso», como quería que fueran sus misioneros. De todo ello se deduce lo asis­temático y circunstancial de su doctrina. Por eso hemos titulado este artículo «marianismo vicen­cieno» y no «mariología vicenciana». Sin esta óp­tica para contemplarlo, no se puede entender en absoluto a san Vicente ni san Vicente puede de­cir gran cosa a nadie.

2. Las veces que cita a la Virgen María sin que la persona y el nombre de su Hijo Jesucristo la precedan y acompañen acaso no superan la de­cena . «Nuestro Señor y su santa Madre» es frase favorita suya. Nunca presenta a María desgajada de su Hijo y de su Evangelio. El lema conciliar de «la santísima Virgen, Madre de Dios, en el mis­terio de Cristo y de su Iglesia», no lo desarrolla el santo teóricamente, pero lo vive y lo expresa. María escucha la palabra de Dios y la cumple: «Mejor que ningún otro, penetró en su sentido y la practicó», nos dice Vicente (XI, 428). El Ave­maría y el Magnificat son sus credenciales. Ma­ ría camina «unida a su Hijo en la obra de la sal­vación desde el momento de la concepción vir­ginal de Cristo hasta su muerte» (LG 57). Los misterios de María son ante todo misterios de Jesús y esos misterios son los que el santo con­templa desde una lectura justa de las palabras evangélicas. Vicente admira repetidas veces el hecho de que «sólo el Hijo de Dios y su santa Ma­dre han sido totalmente perfectos», pero la dife­rencia, en énfasis y extensión, que les concede es infinita. A propósito del enterramiento de una difunta en San Lázaro, como quería santa Luisa de Marillac, le escribe Vicente: «Honre la dife­rencia de los sepulcros de nuestro Señor y de la santísima Virgen» (1, 363). San Vicente honró la diferencia entre ambos (lo de menos fueron los sepulcros), a sabiendas de que con ello no dis­minuía el honor de «la gloriosa Virgen María», co­mo gustaba llamarla. La mayor gloria de María no consiste en ser igual a Jesús, sino en ser la pri­mera de sus discípulos dentro del cristianismo, así como la primera de los pobres dentro de la Igle­sia de los pobres.

3. María, para san Vicente, es una mujer del pueblo mucho más que una estatua en su hor­nacina dorada. Naturalmente, María es más que una mujer, es la madre del Hijo de Dios. Pero, lo mismo que éste se hizo «uno de tantos», ella apareció como una de tantas. ¿Cómo la contem­pla con preferencia nuestro santo? Exactamente como lo hace el Evangelio: mujer de escucha y oración; de ilusión y obediencia; virgen y madre cuando el Hijo es concebido, cuando nace y siem­pre; mujer de dolor y de paz, de amor y de fami­lia, de silencio y modestia, de humildad y traba­jo, de pobreza y servicio, «pasiva» y activa… Un párrafo de la Marialis Cultus nos da el sentido de esta visión de María que tiene el santo: «La san­tidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar los ojos a María, la cual brilla como mo­delo de virtud ante toda la comunidad de los ele­gidos. Virtudes sólidas, evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios; la obe­diencia generosa; la humildad sencilla; la caridad solícita; la sabiduría reflexiva; la piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos, agradecida por los bienes recibidos, que ofrece en el templo, que ora en la comunidad apostóli­ca; la fortaleza en el destierro, en el dolor; la po­breza llevada con dignidad y confianza en el Señor; el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz; la delicadeza provisora; la pureza virginal; el fuer­te y casto amor esponsal. De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos, que con tenaz pro­pósito contemplan sus ejemplos para reprodu­cirlos en su vida. Y tal progreso en la virtud apa­recerá como consecuencia y fruto maduro de aquella fuerza pastoral que brota del culto tribu­tado a la Virgen» (nº 57).

Culto, fuerza pastoral, virtudes marianas, es la lógica que establece Pablo VI en esta última fra­se. Pero también es cierta, acaso más, la lógica inversa: virtudes, fuerza pastoral, culto mariano. Las virtudes de la vida cotidiana de María la cons­tituyen «maestra de vida espiritual» (MC 21) y, en consecuencia, de fuerza pastoral. Esto es lo que enseña Vicente. Y «no precisamente por el tipo de vida que ella llevó, y menos por el ambiente socio-cultural en que se desarrolló, hoy supera­do, sino porque en sus condiciones concretas de vida, ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el es­píritu de servicio; es decir, porque fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo, lo cual tie­ne valor universal y permanente» (ib., 35). El pa­so de las condiciones concretas de la vida de Ma­ría a las condiciones concretas de la vida de un cristiano del siglo XVII, lo realiza Vicente de mo­do espontáneo, sencillo y sabio. Su capacidad de «aplicación» del dato erístico o mariano es admi­rable. Como vive lo que dice, la Virgen María emerge de pronto como una Hija de la Caridad, o como un misionero, o como un laico de aque­llos a quienes él hablaba y sigue hablando. Esta es la «autoridad» del discurso del santo. La Vir­gen María surge como modelo y compañera cer­cana y entrañable para el alma y la vida, la oración y la acción.

4. Como es natural, le corresponde a María, por su condición femenina de virgen-esposa-ma­dre, una relación especial y directa con la mujer. San Vicente la descubre enseguida y la va a ma­nejar en su trato espiritual y apostólico con tan­tas mujeres de su tiempo. Podemos esbozar tres puntos: Lo que el santo hizo por la mujer; su vi­sión de María en la mujer; su predilección por un tipo determinado de mujer como revelación de su modo más propio de ver a la Virgen María.

La mujer estará siempre en deuda con Vi­cente de Paúl, porque él amplió genialmente los horizontes de su vida en un tiempo cerrado a ellas. Las mujeres laicas recuperaron, gracias a él, el ministerio propio de la caridad con sus inago­tables posibilidades (X, 953. 957). Y las mujeres religiosas rompieron el reclusorio de los conven­tos para llenar, yendo y viniendo, las calles de los pobres y las casas de los enfermos (IX, 1088).

Una de las dimensiones esenciales de la fe de Vicente era la contemplación continua de Dios en las personas y acontecimientos. Esa visión de fe se intensificaba con la contemplación de Ma­ría en toda mujer. Y en esto hay un sorprenden­te testimonio del santo que a primera vista pudiera parecer banal: «Yo tenía por máxima mirar a la es­posa del señor General (Margarita de Silly, seño­ra de Gondi) como a la Virgen» (1, 377; IX-1, 27; X, 769, etc.). A sus misioneros les pide una actitud equivalente (XI, 719-720). Y a las Hijas de la Cari­ dad les dice que miren a María en las superioras (IX, 27), en sus Hermanas (IX, 831) y en toda mu­jer: «Si tenéis que tratar con una mujer, pensad que es con la santísima Virgen» (IX, 1152).

Vicente contempla a Maria en la mujer. Al principio en las mujeres nobles (Silly, Marillac, Goussault, etc.), pero su búsqueda recala en las jóvenes campesinas, en las mujeres sencillas del pueblo. Así se expresa lncerti-Taddei, ha­blando de las Hijas de la Caridad: «María era efectivamente una mujer pobre Je pueblo, mu­jer como las demás, con las mangas recogidas y el sudor en la frente. ¿Quién ha recobrado es­ta imagen de María? ¿Quién ha buscado en Ma­ría no a la mujer extraordinaria sino a la humil­de Virgen María? No digo: quién ha hecho esto con palabras, desarrollando una reflexión al res­pecto (en esta perspectiva Teresa de Lisieux se­ría más importante que el Fundador), sino digo: ¿quién, sin razonar, ha hecho esto, ha cambia­do la flecha de la brújula desde el norte de las grandes mujeres místicas al sur de las mujeres sencillas del pueblo? El silencio mariano de Vi­cente se hace capacidad de acoger, de las per­sonas y hechos de la vida, esta nueva orienta­ción, que da un nuevo rostro a la misma Madre de Dios. Todo cambio que se opera para trans­formar el rostro de la mujer, cambia implícita­mente el rostro de María, y quizás es también verdad lo contrario… Por esto Vicente, el cam­pesino pobre, tiene la inspiración sorprendente de rezar un día de esta manera verdaderamen­te extraordinaria y absolutamente moderna: «Santísima Virgen, tú que hablas por aquellos que no tienen voz y no pueden hablar, te supli­camos que asistas a esta pequeña Compañía: continúa y acaba una obra que es la mayor del mundo…» (IX, 733). Lo que más maravilla de es­ta oración son unas palabras del todo insospe­chables en la boca del santo: llama a la peque­ña compañía de las Hijas de la Caridad la obra más grande del mundo. Ha sido efectivamente una obra grandísima: delinear un nuevo perfil de la mujer en el pueblo de Dios y, al hacerlo, proponer también un nuevo modo de ver a la Madre de Dios» (o. c., 386-387).

Esta trasposición de la figura de María a la fi­gura de una Hija de la Caridad no quita su pre­sencia y trasparencia en la figura de cualquier otro tipo de mujer cristiana. Lo que aquí se dice es que el estilo de vida de una buena Hija de la Caridad refleja la figura de María según la veía y sentía Vicente de Paúl.

5. Dijimos que la Virgen María, en las pala­bras de san Vicente, aparece siempre precedi­da y acompañada por su Hijo Jesucristo. Tam­bién aparece muchas veces precediendo y acompañando a las otras mujeres del Evangelio a modo de comunidad servidora de los pobres. El amor a Dios, dice Vicente, «era el motivo de todas las acciones de la santísima Virgen y de las buenas mujeres que servían a los pobres ba­jo la dirección de nuestra Señora y los apósto­les: santa Magdalena, santa María, santa María Salomé, Susana y santa Juana de Cusa, mujer del procurador de Herodes, a las que os sentís tan felices do suceder» (IX, 38-39; cf. X, 962; I, 183. 397, etc.).

Sería inconcebible imaginar en san Vicente una imagen de María ajena al servicio de los po­bres. Supondría una negación de sí mismo, co­sa que, si en ningún aspecto ocurrió desde su plena conversión a Dios, menos iba a ocurrir en su contemplación de la Virgen María, íntima­mente unida a Jesús, el evangelizador de los pobres. Los misterios de María derivan en acti­tudes misioneras. Inmaculada Concepción, Anunciación, Visitación, son paradigma del «dár­senos Dios», «darnos a Dios», «darnos a los pobres». No se trata de devociones. Se trata de actitudes necesarias para la evangelización de los pobres contempladas en el alma de la Vir­gen María, reina de los apóstoles y estrella de la evangelización.

Resumiendo todo lo dicho con expresiones de Dodin, podemos concluir así: San Vicente pare­ce un pariente pobre de la familia mariana de su tiempo. Pero no nos fiemos de las apariencias: es más rico por lo que oculta que por lo que dice ex­presamente. Su devoción a la Virgen «es una ac­titud básica, fundamental, de todo su ser. Forma parte, la más íntima, de su religión; armoniza y vivifica enteramente su experiencia religiosa» tIncerti-Taddei, o. c., 399).

Bibliografía

La bibliografía directa es muy escasa. Además de las obras citadas en las Notas, ver:

A. ORCAJO, C.M., El seguimiento de Jesús según Vicente de Paúl, capítulo V, . La Milagrosa, Ma­drid, 1990, pp. 101-114.- T. MARQUINA, C.M., San Vicente de Paúl y la Santísima Virgen, en Anales, 1978-3, pp. 224-234.- J. P. RENOUARD, C.M., Sentido mariano en la experiencia es­piritual de san Vicente, en Las apariciones de la Virgen María a santa Catalina Labouré, CE-ME, Salamanca, 1981, pp. 11-25).

  1. Cf. R. LAURENTIN, La Virgen María (separata de Ini­ciación Teológica, tomo III, pp. 191-246, Herderi, Librería Parroquial, México, 1972; A. DODIN, El culto a María y la experiencia religiosa de san Vicente de Paúl, en Anales, 1975-5, pp. 388-404, y en Vincentiana, 1975-4, pp. 207-225; L. MEZZADRI, San Vicente de Paúl y la religiosidad popular, en Vicente de Paúl, la inspiración permanente, CEME, 1982, pp. 106-112; Nuevo Diccionario de Mariología, Paulinas, Ma­drid, 1988, pp. 847ss.

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