Espiritualidad vicenciana: Liturgia

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Martín Burguete, C.M. · Año publicación original: 1995.

Introducción.- I. Liturgia: definiciones de liturgia y didascalia litúrgica. Perspectiva esteticista y jurídica. Con­cepción teológica.- a). Piedad litúrgica.- b) Piedad «litúrgica» de Vicente de Paúl.- c). Entorno litúrgico de Vicente de Paúl.- II. La Eucaristía, centro y cumbre de la vida espiritual.- III. Celebra­ción del Oficio Divino.- IV. El canto litúrgico.


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Introducción

«La asamblea como tal es el sujeto de la ce­lebración eucarística». Todavía hoy una afirmación semejante sorprende a más de uno. Sin embar­go, está sacada de un documento del episcopa­do francés. En realidad debemos asombrarnos un poco de que se tuviera que descubrir de nuevo lo expresado desde siempre en antiguas y venera­bles oraciones. El sacerdote ha dicho siempre las oraciones oficiales en plural: pedirnos, damos gra­cias, ofrecemos. «Desde siempre, afirma J. A. Jungmann, existió el amén al final de las oracio­nes para que los fieles pudieran expresar así su firma al pie de la oración del sacerdote» (J. A. Jungmann, Liturgia hoy, Madrid 1965, 146).

Es seguro que los sacerdotes y el pueblo fiel del tiempo de s. Vicente de Paúl, se expresaron, más o menos, del mismo modo: invitando el sa­cerdote y suscribiendo el pueblo la invitación sa­cerdotal.

Pero si ojeamos una de las más famosas obras sobre la liturgia escritas durante el siglo XVII, del oratoriano Thomassin, podemos concluir lo siguiente: la oración litúrgica y su respuesta -oremos y amén-, estaban envueltas en la más ple­na oscuridad. A este propósito escribe L. Bouyer: «Hubo un tiempo… en que era admitido por muchos católicos que la liturgia debía, a veces, celebrarse; pero que comprenderla era, a lo más, facultativo, nunca necesario o verdaderamente deseable» (L. Bouyer, Piedad litúrgica, Cuerna­vaca 1957, 11). .

El breve cuadro presentado nos sirve de en­trada y nos da pie para adentrarnos en el tema. Es preciso señalar las vertientes que derivan de los cuatro apartados que proponemos a conti­nuación:

Liturgia.
Eucaristía.
Oficio divino.
Canto.

I. Liturgia: definiciones de Liturgia y didascalia litúrgica

Los primeros intentos de ofrecer una defini­ción de la liturgia se remontan a los comienzos del movimiento litúrgico. Muratori (siglo XVIII) fue el primero que incluyó el concepto «culto» en la definición de liturgia, logrando así que ésta abar­case la Misa y los sacramentos. Según él, la li­turgia es «el modo de rendir culto al Dios verda­dero por medio de los ritos externos legalmente determinados, con el fin de darle honor y co­municar sus beneficios a los hombres». Esta perspectiva teológica habría dado muy buenos resultados si se hubiese seguido, pero evolucio­nó hacia una concepción esteticista y jurídica de la liturgia que fue condenada por Pío XII en la En­cíclica Mediator Dei.

Perspectiva esteticista y jurídica

La tendencia esteticista considera la liturgia co­mo «forma externa y sensible del culto». La ten­dencia jurídica afirma que lo específico del culto cristiano es su reglamentación y ordenación por parte de la jerarquía eclesiástica.

Concepción teológica

Aunque estas perspectivas prevalecieron tras el movimiento litúrgico iniciado por Dom Gué­ranguer, a principios del siglo XX aparecieron dos tendencias de carácter teológico que, con el tiem­po, terminaron imponiéndose: la liturgia como «culto de la Iglesia» y como «misterio de salva­ción».

Los iniciadores de la primera tendencia son los benedictinos M. Festugiére y B. Beauduin. Según ellos, la liturgia puede definirse como el «culto de la Iglesia». Son «liturgia» todos y solos los actos que la Iglesia reconoce como propios, comuni­cándoles determinadas notas que proceden de la misma naturaleza de la Iglesia. Cristo resucitado es el único y universal sujeto de ese culto de la Iglesia, puesto que es el mediador entre Dios y los hombres, y el Pontífice de la Nueva Alianza que realiza nuestro culto aquí en la tierra. Sólo quien se incorpora a Cristo y se convierte en miembro de su cuerpo, puede participar real­mente en el culto de la Iglesia.

Las definiciones teológicas coinciden en se­ñalar la liturgia como el culto propio de la Iglesia. Dom Beauduin nos ofrece la siguiente definición: «El sacerdocio de Cristo encuentra su manifes­tación en las funciones sagradas; la liturgia es to­da la obra sacerdotal de la Jerarquía visible». Es­ta visión de la liturgia hace de Dom Beauduin un verdadero pionero en el camino de la reflexión so­bre la naturaleza teológica de la liturgia (J. López, En el Espíritu y la Verdad, Salamanca 1987, 63ss).

La liturgia, como realidad santificadora, fue puesto de manifiesto por O. Casel. Después de un detenido examen de «las religiones de los misterios» y de las fuentes litúrgicas antiguas, donde la liturgia se llama «mysterium-sacramen­tum», formuló la definición de la liturgia como «la acción ritual de la obra salvífica de Cristo». Todos los estudiosos de la obra de Casel destacan la re­ferencia a la obra de la redención, es decir, la ac­ción de Cristo en la liturgia como continuación, por la vía de la presencia del misterio, de la obra de la redención. La definición de liturgia de O. Casel es sencillamente espléndida.

En 1947 apareció la encíclica Mediator Dei, la cual no tardaría en ser calificada como «la carta magna de la liturgia». Aunque Pío XII no preten­dió explicar todos los componentes esenciales de la liturgia, sancionó oficialmente su carácter te­ológico y puso las bases sólidas de una definición científica. «Desde los comienzos del movimien­to litúrgico hasta nuestros días se han propues­to más de treinta definiciones de liturgia y toda­vía no existe una que sea admitida unánimemente. Sin embargo, todos los autores admiten que el concepto de liturgia incluye, al menos, los siguientes elementos: la presencia de Cristo Sa­cerdote, la acción de la Iglesia y del Espíritu San­to, la historia de la salvación continuada y actua­lizada a través de los signos eficaces, dando así culto perfectísimo a Dios y comunicando a los hombres la salvación» (J. A. Abad y M. Garrido, Iniciación a la Liturgia de la Iglesia, Madrid 1988, 16).

La encíclica Mediator Dei de Pío XII, como se anotó más arriba, es considerada de suma im­portancia. Cristo es el punto de partida para com­prender la liturgia. Por su condición de Mediador, tributa al Padre un culto perfectísimo. La liturgia es la continuación ininterrumpida de ese culto en su doble vertiente: glorificación de Dios y salva­ción de los hombres. La Mediator Dei debe ser considerada como verdaderamente precursora del concepto de liturgia ofrecido por la Sacro­sanctum Concilium.

No obstante, el Vaticano II da a su noción de liturgia un enfoque diverso del que encontramos en la Mediator Dei. Pues, mientras la encíclica de Pío XII parte del plano humano religioso, del culto privado-público e interno-externo, que se convierte después en sobrenatural, la constitución conciliar se sitúa directamente en una perspecti­va de teología bíblica.

He aquí la definición que el Concilio nos brinda sobre la liturgia: «Con razón, entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del sacer­docio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público integro.

En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelen­cia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mis­mo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (SC 7).

La Sacrosanctum Concilium en el n» 14 men­ciona el derecho y el deber de los fieles a tomar parte en la Liturgia dada su condición de sacer­docio real. Las celebraciones litúrgicas, afirmará más adelante la Constitución, pertenecen al en­tero cuerpo de la Iglesia, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos (J. Ló­pez, La Liturgia en la vida de la Iglesia, Madrid 1987, 49).

Enseñados por los promotores del movimiento litúrgico y, sobre todo, por la Mediator Dei y la Constitución conciliar, ha llegado el momento de acercarnos a Vicente de Paúl para conocer su mentalidad litúrgica. J. M. Muneta, a cuya obra nos remitiremos con frecuencia, afirma que s. Vi­cente «no ofrece un conjunto sistemático de lo que es el culto y la liturgia» (J. M. Muneta, S. Vi­cente de Paúl, animador del culto, CEME, Sala­manca 1974, 18). Sin embargo, aduce a conti­nuación una definición aceptable para la época del santo. Para Vicente de Paúl el culto es «el su­premo reconocimiento de la majestad de Dios y su soberanía absoluta» (XI, 443). Las descripcio­nes que el santo ofrece sobre la vida «litúrgica» demuestran su especial sensibilidad en este as­pecto.

Es importante subrayar el valor de instrucción (valor didascálico) que, según el santo, contiene la celebración digna. «La experiencia enseñaba a Vicente la fuerza que tiene la liturgia cuando ésta se realiza con seriedad y dignidad. El Oratorio atra­ía al público de París porque la celebración era su­mamente cuidada, ya en los ministros como en los cantores. Se cuidaba en particular la uniformi­dad. Se quería vivir el espíritu de Trento: la com­postura del que sirve al altar -sus gestos- deben suscitar en el fiel el sentimiento religioso que le impulse a la adoración y contemplación del mis­terio que se celebra a través del rito… Vicente, una vez asimilada esta idea, la lleva a la práctica, ya en Clichy ya en los ejercicios de Ordenandos, misio­nes y seminarios» (Muneta, o. c., 75ss).

Desde los orígenes la liturgia ha sido, de he­cho, la principal escuela para alimentar la fe y la formación del pueblo cristiano. Esta afirmación sigue siendo válida en nuestros días.

La Iglesia, consciente de esta realidad, ha reiterado frecuentemente la importancia de la li­turgia como educadora de la fe del pueblo. Pío XI escribía a Dom Capelle: «La liturgia es la gran di­dascalía de la Iglesia».

La liturgia no es un catecismo o un compen­dio del dogma cristiano. Sin embargo, contiene los grandes temas de la fe cristiana. Celebra a lo largo del año litúrgico el entero misterio de Cris­to. Además, algunas partes de la liturgia tienen una estructura muy didascálica. En este sentido hay que mencionar la celebración eucarística pos-conciliar (Abad y Garrido, o. c., 39ss).

«El fino sentido práctico de Vicente le hace emprender la senda de la sencillez litúrgica. Re­alizar con piedad y uniformidad el rito y la rúbrica para impulsar a los fieles a la adoración… No es el rito por el rito, ni el arte que impresiona, ni el ceremonial por satisfacer el gusto de la época, es mucho más profunda la convicción de Vicente: basta leer sus escritos para darse cuenta de que la liturgia era la vivencia de su recia espiritualidad y de su seriedad sacerdotal» (Muneta, o. c., 76).

Tres rasgos referentes a la liturgia comple­mentarán y ampliarán el tema del primer aparta­do: definiciones de liturgia y valor instructivo de la misma. Los complementos aludidos son:

Piedad litúrgica.
Piedad «litúrgica» de Vicente de Paúl.
Entorno «litúrgico» de Vicente de Paúl.

a) Piedad litúrgica

Aparecerá claro qué se entiende por piedad litúrgica si procuramos describir y definir, como se anotó arriba, la realidad a la que hemos dado el nombre de liturgia. Este ha sido el objeto que ha ocupado el mayor espacio e interés hasta el momento. Con las descripciones indicadas he­mos señalado ya los rasgos esenciales de la piedad litúrgica.

  1. La piedad litúrgica es teocéntrica, puesto que pone el acento principal sobre la acción amo­rosa de Dios para con nosotros.
  2. Es cristocéntrica, puesto que el culto en­tero tiene por centro el misterio de Cristo. La sal­vación se espera de él como Mediador único.
  3. Es eclesiológica, puesto que sólo por in­termedio de la Iglesia podemos ser partícipes de la salvación.
  4. La piedad litúrgica es una piedad de mis­terios, es decir, una piedad ligada a símbolos: mediante signos simbólicos externos hace Dios presente aquí el misterio salvífico de Cristo.
  5. Es, por fin, escatológica, puesto que toda la salud que recibimos con los sacramentos es só­lo un comienzo y un preludio de la plenitud de los dones celestiales (A. Verheul, Introducción a la Li­turgia, Barcelona 1967, 210ss).

b) Piedad «litúrgica»de Vicente de Paúl

«En el pensamiento y actuación de Vicente apenas se aprecia esta fisura entre vida litúrgica y piedad privada. En las Reglas Comunes de la Misión no existe festividad que no sea propia­mente litúrgica; más, toda la espiritualidad gira en torno a dos centros polares, que constituyen la base y finalidad del culto cristiano: veneración de los «inefables misterios de la Santísima Trini­dad y de la Encarnación» (Muneta, o. c., 77). Una espiritualidad alimentada por la contemplación de los misterios, como es la que practica s. Vicen­te, es una espiritualidad litúrgica. Nuestro santo comprendió muy bien la fuerza santificadora de la liturgia. Además, asimiló la «pedagogía», des­tinada a hacernos comprender las gracias que emanan de la celebración digna.

c) Entorno litúrgico de Vicente de Paúl

L. Bouyer ha estudiado con la competencia que le caracteriza el movimiento litúrgico que se dio en la Francia del siglo XVII. El mismo autor apunta el rápido ocaso de aquel triunfo litúrgico.

Por lo que sabemos s. Vicente es heredero de la liturgia de Trento. Conoce las celebraciones del Oratorio. Los estudios que realizó «ya desde su época de internado con los padres Franciscanos de Dax» incluía abundante material litúrgico. Vi­cente cuidaría la uniformidad en las celebraciones. La lección del Oratorio y del Misal de s. Pío V (1570) no cayó en el olvido.

San Pío y, en efecto, promulgó el Misal que lleva su nombre en 14 de julio de 1570. Los cri­terios que presidieron su elaboración y su pues­ta en práctica fueron:

a)    fidelidad a la tradición de los antiguos sa­cramentarios, tomando como base el misal de la curia romana.

b)    simplicidad, eliminando elementos inau­ténticos o menos oportunos: misas votivas, fies­tas de los santos, reduciéndolas a un número ra­zonable.

c)    uniformidad centralista, que unifica la di­versidad de las liturgias locales. Las rúbricas del Misal detenían todo peligro de anarquía.

d)    Obligatoriedad. Sólo las órdenes religiosas y las diócesis con liturgia propia de más de dos­cientos años fueron autorizadas a conservarla. «El impulso tridentino y los santos y los pastores que secundaron el concilio no lograron superar la pasividad ya crónica de los fieles. Por el contra­rio, se agrava en la época del barroco, en el que la liturgia se ve confinada al ámbito de lo cere­monial o puramente rubrical» (B. Velado, Viva­mos la santa misa, Madrid 1986, 140). «Vicente se instruyó en las normas establecidas en el Misal y Ritual romanos. Las normas eran claras y pre­cisas en cuanto a la introducción -o mutilación de nuevas ritos» (Muneta, o. c., 75).

II. La Eucaristía, centro y cumbre de la vida espiritual

«La ubicación central de la Eucaristía era de­mostrada hasta externamente en los primeros tiempos del cristianismo, administrando los demás sacramentos o dentro de la celebración eucarís­tica o en combinación con ella. Es como el ma­nantial que siempre brota, y los demás sacra­mentos son como arroyuelos que de él dimanan. Bastará lo expresado aquí para situar a la Euca­ristía en el centro de los sacramentos» (M. Gar­mendía, Eucaristía: Tradición y perspectivas pas­torales, Madrid 1990, 161ss).

La centralidad y riqueza de la Eucaristía es evidente en los textos conciliares. Presentamos dos o tres citas al respecto: «Participando del sa­crificio eucarístico, fuente y cima de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella; y así, tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos to­man parte activa en la acción litúrgica, no de mo­do confuso, sino cada uno según su condición» (LG 11).

Se dice en el nº 2 de la Constitución sobre li­turgia que ésta contribuye, especialmente por el sacrificio eucarístico, a que los fieles expresen por su vida el misterio de Cristo y la verdadera na­turaleza de la Iglesia: unir lo divino y lo humano.

Terminamos estas citas con el testimonio del n9 5 del decreto PO: «Pero los demás sacra­mentos, al igual que todos los ministerios ecle­siásticos y las obras de apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien es­piritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y Pan vivo que, por su carne vi­vificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da vida a los hombres, que de esta forma son invi­tados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él».

Así que hemos de considerar a la Eucaristía como centro y hemos de situarla en el centro de nuestra vida. Si se considera la Eucaristía como centro que ha de influir en nuestras manifesta­ciones cristianas, y si ha de iluminar nuestro ca­mino, habrá que entenderla, estudiarla y amarla con la mayor amplitud posible. Refiriéndose al conjunto del misterio eucarístico, es preciso afir­mar que hoy día la doctrina de la Eucaristía se ha hecho con una nueva expresión, con una nueva unidad que no la tenía, desde luego, en el siglo XVII. Vamos perfeccionando nuestra visión sobre la Eucaristía; hemos aprendido mucho, pero no hemos de pensar que L) ro es definitivo. .

La Misa, pues, como acción de Cristo y de la Iglesia, es el centro de toda la vida cristiana, se­gún se anota más arriba. El sacrificio de Cristo es la cumbre a la que se encamina y en la que cul­mina toda la economía salvífica de la antigua Alian­za y vida entera de Cristo (Abad y Garrido, o. c., 285ss).

Centrando nuestra atención en el siglo XVII qui­siera anotar lo que afirma L. Bouyer: «La misa, que contenía demasiados elementos inasimilables a la mentalidad de la época dejó de ser el polo de la vida litúrgica» (Bouyer, o. c., 16). La Misa es considerada como un ejercicio más de piedad; con s. Francisco de Sales comienza a ser tenida como el acto religioso del culto por excelencia que tiende a hacer de nosotros hostias vivas y san­tas ofrecidas cada día a la gloria del Padre, en unión con el único sacrificio de Jesucristo.

«Si la espiritualidad vicenciana radica en los misterios fundamentales del cristianismo, el mis­terio de Dios Trino y el misterio del Verbo-Encar­nado, éstos recibirán el verdadero culto en la ce­lebración de la Eucaristía. Para Vicente la Eucaristía, ya se la considere como sacramento o como sa­crificio, resume el «misterio» -conjunto de verda­des- de la fe, y constituye el CENTRO DE LA DEVO­CIÓN» (RC. CM, X, 3)». Parecida reflexión dirige a las Hijas de la Caridad: «¿Qué pensáis que se debe hacer durante la misa? No es el sacerdote el úni­co que ofrece el santo sacrificio, sino todos los que a él asisten; y estoy seguro que cuando estéis bien instruidas de lo que allí se realiza, tendréis en la misa una muy grande devoción, porque ella constituye el centro de toda devoción» (IX, 25). J. M. Muneta ofrece una breve selección de textos de Vicente de Paúl sobre la Eucaristía como sa­cramento de comunión: disposiciones para recibirlo (X, 39-45); efectos que produce el sacramento (IX, 279s); no dejar el sacramento por falta de gus­to… Vicente ponía en marcha la doctrina del con­cilio de Trento, que promovía la comunión fre­cuente (Muneta, o. c., 103 ss).

III. Celebración del Oficio Divino

La oración de la Iglesia, como la de Cristo, es expresión de unión personal con el Padre y con todos los hombres, por eso tiene ese carácter esencialmente comunitario. Por comunitario en­tendemos aquí una actitud interior más que una forma de hacer la plegaria.

«Pero el sentido comunitario de la oración no puede quedar relegado al misterio de la comunión en el Espíritu, ha de invadir el área de lo externo y visible. La Iglesia, comunidad de vida por la pre­sencia del Espíritu de Jesús, se ha de manifes­tar al exterior según su naturaleza, y de una ma­nera especial cuando ora y cuando, por medio de esa oración, se une a Cristo y al Padre. Precisamente, el interés del Vaticano II por destacar el valor social y comunitario de las celebraciones li­túrgicas arranca del hecho de ser celebraciones de la Iglesia (SC 26). El Oficio Divino, en este sentido, no puede ser una excepción, hay que devolverle su carácter de oración del Pueblo de Dios, rescatándolo del olvido, de la privatización y del exclusivismo clerical en el que aún se man­tiene» (J. López, o. c., 122s). Conviene citar aquí las palabras del Vaticano II: «Cuando los fieles oran junto con el sacerdote en la forma estable­cida, entonces es verdad la voz de la misma Es­posa que habla al Esposo, más aún es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre» (SC 84).

En la Ordenación General de la Liturgia de las Horas, se afirma que la oración de la Iglesia de­be ser comunitaria, en virtud, precisamente, de la naturaleza comunitaria de la Iglesia. En el n» 20, se dice: «La Liturgia de las Horas, como las de­más acciones litúrgicas, no es una acción priva­da, sino que pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia e influye en él (SC 26). Su celebración eclesial alcanza el mayor esplendor y, por lo mis­mo, es recomendable en grado sumo, cuando su obispo, rodeado de los presbíteros y ministros (SC 41), la realiza una Iglesia particular, en que ver­daderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica».

En esta dirección comunitaria, se orienta san Vicente, a pesar de que la mentalidad sobre el re­zo del Oficio Divino era de ruptura con la prácti­ca coral. «Vicente no es tan individualista como Ignacio, a pesar de hallarse más unido al clero se­cular. La Misión no es una congregación religio­sa más, es una fraternidad de sacerdotes y laicos que aceptan vivir en comunidad… Vicente capta desde un principio el valor espiritual del Oficio Di­vino como fuente de santificación comunitaria, de ahí, que su recitación tendrá un carácter esen­cialmente comunitario» (Muneta, o. c., 106s).

La Constitución conciliar nos previene contra la rutina. La repetición, día tras día, de las mismas expresiones puede provocar cierta rutina y por eso es necesario cierto esfuerzo personal. De ahí, que la Sacrosanctum Concilium haga la si­guiente exhortación: «El Oficio Divino, en cuan­to oración pública de la Iglesia es, además, fuen­te de piedad y alimento de la oración personal. Por eso, se exhorta en el Señor y a cuantos partici­pan en dicho Oficio que, al rezarlo, la mente con­cuerde con la voz» (SC 90). San Vicente nos re­comienda en las Reglas Comunes: «Y en cualquier lugar o tiempo que recemos las horas canónicas, hemos de pensar con qué devoción, reverencia y atención debemos rezarlas» (RC. CM, X, 5). El santo todavía fija su atención en la actitud «dig­na, atenta y devota» del misionero durante el re­zo del Oficio Divino.

La gracia abundante, dirá s. Pablo, acrecienta el número de los que alaban (cf. 2Cor 4, 15). Del corazón y de los labios del cristiano, tiene que bro­tar la alabanza. Con razón, escribía s. Efrén en uno de sus himnos:

¿Cómo cesará, Señor, tu siervo de alabarte? ¿Cómo se abstendrá mi lengua de darte gra­cias?

¿Cómo detendré el dulce manantial que hi­ciste brotar de mi mente, sedienta de Ti?

La oración, como lo demuestra el texto poé­tico del santo, está muy lejos de ser ante todo una obligación moral. San Efrén decía en otra oca­sión:»La trompeta y la fe son extrañas al silencio».

Es evidente que el Oficio Divino está conce­bido y estructurado, primordialmente, como una oración de alabanza, que al ritmo de las horas va santificando el desarrollo de la jornada cristia­na.»En relación con los textos didácticos, mani­fiesta Ignacio Oñativia, los elementos líricos y oracionales en el Breviario romano actual están en una proporción de noventa a diez». Son los ele­mentos líricos y oracionales los que dan a todo el Oficio Divino su fisonomía propia. En esta mis­ma línea, dice L. Bouyer: «Antes de que la idea de la «laus perennis» fuera tomada de la tradición monástica, la Iglesia tenía dos horas de oración pública, al levantarse y al ponerse el sol» (Bou­yer, o. c., 275).

«Temo, confiesa Vicente de Paúl, que no en­tendamos bien qué sean las alabanzas de Dios. Desde luego, no son tan poca cosa como algu­nos se lo imaginan. Habéis de saber que el pri­mer acto de la religión, aun antes que el sacrifi­cio, es alabar a Dios. Hay un principio que dice: Prius est esse quam operari. Es menester que un ser exista antes de obrar y ser sustentado: Prius est esse quam sustentara. Hay que conocer la existencia y la esencia de Dios y tener ciertas no­ciones de sus perfecciones y atributos antes de ofrecerle un sacrificio. Esto es natural, porque si no decidme, ¿a quién ofrecéis vuestros presen­tes? A los grandes, a los príncipes y a los reyes: a estos personajes es a quien rendís vuestros homenajes. Y tan verdad es esto, que Dios ob­servó el mismo orden en la Encarnación. Cuan­do el Ángel vino a saludar a la Virgen, empezó por reconocer que estaba llena de gracia… Y después ¿qué hace? Le ofrece el bello presente de la se­gunda Persona de la Santísima Trinidad. El Espí­ritu Santo, reuniendo lo más puro de la sangre de la Virgen, formó con ella un cuerpo; luego, Dios creó un alma para informar este cuerpo y al ins­tante el Verbo se unió a esta alma con una ad­mirable unión, y de esta suerte el Espíritu Santo obró el misterio inefable de la Encarnación, en don­de la alabanza precedió al sacrificio. Este proce­der de Dios nos enseña cómo nos hemos de comportar nosotros» (XI, 605s).

Con razón, afirma la Constitución sobre litur­gia: «Para el cumplimiento de esta obra tan gran­de por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia» (SC 7). Así se explica el lugar predominante que ocupa la alabanza en la plegaria pública de la Iglesia, y concretamente en el Oficio Divino. Y así resalta la nota fundamental de toda celebración litúrgica: la confesión jubilosa de las «miriabilia Dei». Vi­cente subraya incansablemente la importancia de cantar las alabanzas de Dios con la mejor de las actitudes.

IV. El canto litúrgico

La reforma litúrgica ha afectado al canto y la música. El Concilio dio unas consignas que cam­biaron notoriamente los criterios que hasta en­tonces habían guiado el canto litúrgico:

  • una invitación a que todo el Pueblo de Dios tomara parte activa en el canto
  • la aceptación de todas las formas de mú­sica auténtica en la celebración, con tal que tengan las cualidades debidas.
  • la definición del papel del canto en la cele­bración.

¿Por qué cantamos en nuestras celebracio­nes? Los nuevos libros litúrgicos, al invitar al canto, lo motivan con diversas consideraciones.

a) El canto expresa y realiza nuestras actitu­des interiores.

El canto expresa las ideas y sen­timientos, las actitudes y deseos. Es un lengua­je universal, uno de los signos de expresión del que el hombre echa mano con mayor naturalidad para manifestar su dolor, su alegría o su triunfo. Porque tiene un poder expresivo que muchas ve­ces llega a donde no llega la palabra. Pero el can­to no sólo expresa, sino que realiza la actitud in­terior. El canto no sólo nos sirve para dar noticia de una idea o un sentimiento, sino que los reali­za y alimenta (J. Aldazábal, Canto y música, Dos­siers CPL, Barcelona 1985, 5-7).

El canto, pues, forma parte de la liturgia. El can­to litúrgico pertenece al sacerdote y a la asamblea. Ambos tienen necesidad del lenguaje expresivo del canto.

La Iglesia desea desde el Vaticano II, como se dice más arriba, que los fieles sean conducidos a la plena participación litúrgica. El canto es una expresiva manifestación de participación activa. San Agustín declara: «Los únicos momentos en que los hermanos reunidos en la Iglesia no deben cantar es cuando se lee, cuando se predica, cuan­do el pontífice ora en voz alta o cuando el diáco­no anuncia la oración común. En los otros mo­mentos no veo que los cristianos puedan hacer nada más útil y más santo que cantar salmos».

El cántico, pues, pertenece a todo el pueblo de Dios. El papel del coro debería ser justamen­te el de favorecer el canto de todos. Cuando el pueblo canta, el canto no está destinado ante to­ do a ser escuchado; expresa simplemente la par­ticipación de la asamblea en la acción litúrgica (C. J. Nesmy, Práctica de la Liturgia, Barcelona 1968, 214s).

b) El canto hace comunidad

La Instrucción sobre la música sagrada (MS 5), además de recordar que con el canto «la ora­ción adopta una expresión más penetrante», afir­ma que «el misterio de la sagrada liturgia y su ca­rácter jerárquico y comunitario se manifiesta más claramente; mediante la unión de las voces se lle­ga a una más profunda unión de corazones». El canto «pone de manifiesto de un modo pleno y perfecto la índole comunitaria del culto cristiano» (IG LH 270).

Hay que aceptar, pues, que la música y el canto constituyen un elemento festivo y comu­nitario, normal en las celebraciones litúrgicas. Si preguntamos por qué la Iglesia invita con tanta in­sistencia a que el pueblo cante en las celebra­ciones, la respuesta es sencilla: porque a través del canto se penetra en el misterio. Las palabras que se cantan impresionan con más fuerza y tie­nen menos peligro de resbalar. La Ordenación General del Misal Romano dice que debe tener­se en gran estima el canto en la celebración. Si cantar, como dice s. Agustín, es propio del que ama, ¿habrá que decir que nuestra liturgia es po­co significativa?

La asamblea de los fieles no puede renunciar a expresar con su boca y con su corazón la co­rrespondiente alabanza a Dios. Los cantores, ac­tores privilegiados, prestan la belleza musical a las celebraciones litúrgicas. Cantan melodías que el pueblo sencillo no puede ejecutar, Cantan en nombre de la asamblea. Por medio de la melodía, la palabra adquiere una dimensión nueva. La li­turgia no cultiva la música por sí misma. En el cen­tro se halla la palabra que es servida por la armonía (A. Kirchássner, El simbolismo sagrado de la Li­turgia, Madrid 1963, 89s).

c) La música al servicio del rito

Lo que define a la música en el culto es que está ordenada por entero al cumplimiento del ri­to, bien sea porque se utiliza una obra ya hecha, bien porque se crea una nueva. La música litúr­gica es ante todo un «instrumento» que ha de per­mitir comulgar en una misma acción, aclamar, meditar, proclamar. «Dime lo que cantas y te di­ré lo que crees». Así reza el título de un libro. Co­mo la música da a las palabras un espacio nue­vo, porque les da su fuerza de impregnación, la calidad del repertorio es «una oportunidad para la fe» (J. Lebon, Para vivir la Liturgia, Verbo Divino, Estella 1987, 83). San Vicente, en la conferencia del 26 de septiembre de 1959, dice a los misio­neros: «Sabéis, hermanos míos, que la mayoría de los eclesiásticos – y nosotros somos de ese número- no saben cantar por no haber dado im­portancia capital al canto de las alabanzas de Dios» (X1, 615).

«Esta preocupación por el canto, según afir­mación de J. M. Muneta, aparece siempre que escribe a algún superior de seminario, poniendo de manifiesto que igual que la sólida piedad y de­voción, se enseñará el canto litúrgico» (Muneta, o. c., 132s). El seminario de los «Buenos-Hijos» tenía un reglamento confeccionado por el mis­mo Vicente, que ordenaba entre otras materias… el cántico litúrgico en la misa solemne de los do­mingos y días festivos». «Se ha podido compro­bar que Vicente no era un técnico del canto, ni un avezado director de coro y quizás un corrien­te enseñante. Nadie le puede negar su papel de animador de la Liturgia, por la buena ceremonia y el buen modular. Animador de la asamblea en Clichy, en S. Lázaro, en los retiros…. El canto li­túrgico expresa lo más noble del corazón huma­no y religioso puesto al servicio del culto de la Igle­sia… He aquí la «regla de oro» que condensa en esencia la exquisitez que debe llevar el canto de los misioneros: «Que se cante pausadamente con moderación, que se salmodie con unción» (XI, 207).

A modo de apéndice invitamos al lector inte­resado a leer las conferencias de s. Vicente so­bre el Año Litúrgico. En los escritos de Vicente de Paúl se aprecia un alto sentido del Año Litúr­gico, ya como celebración ya en su sentido as­cético de preparación o introducción… «Es una ver­dadera pena que sólo se conserven los títulos o esquemas de las conferencias sobre las fiestas del Año Litúrgico que Vicente dirigió a la comu­nidad de s. Lázaro. De haberlas recogido sus se­cretarios como lo hicieron en otras muchas, hoy poseeríamos una rica e inagotable fuente de es­piritualidad litúrgica» (Muneta, o. c., 140).

Bibliografía general sobre Liturgia:

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