I. Ambiente
1. Condiciones Sanitarias
1. Condiciones de vida, alimentación, higiene
Hoy nos es difícil, al menos en los países europeos, imaginarnos la manera de vivir en los siglos precedentes, y cómo era rudimentaria esta vida. Provocaba muertes numerosas, sobre todo, entre los jóvenes; y los que sobrevivían no eran tampoco muy resistentes a las diferentes infecciones.
La calefacción era deficiente, aunque éste no era el factor más peligroso. Las habitaciones no siempre se calentaban, y jamás en casa de [os pobres. Ésa era la causa de que las camas estuvieran colocadas en las alcobas, cerrándolas con puertas o, al menos, rodeadas de cortinas, que pendían del techo de la cama. Por lo menos en casa de los pobres estaban aireadas, puesto que no podían pagarse cristales para sus ventanas.
La alimentación era muy diferente, según las regiones y las clases sociales, sobre todo. Globalmente, los gustos se inclinaban más sobre las viandas que sobre la carne, puesto que la palabra «vianda» en francés se refería, todavía en el s. XVII, a toda clase de «alimento», habiendo cambiado de sentido a finales de ese siglo. Pero los pobres no podían comer carne todos los días. Por otra parte, todavía no existían las exigencias actuales de alimentos o pescados frescos, sobre todo, en épocas de penuria.
En cuanto a otros alimentos, se preferían los cereales, queso, centeno, mijo y leguminosas, como las habas. Se menospreciaban las zanahorias, o los nabos, considerados «raíces», y la ensalada llamada «hierba»; estos dos grupos eran considerados alimento de hambre.
La alimentación, en general, era suficiente, pero los períodos de penuria eran frecuentes, bien por las inclemencias del tiempo, bien por las guerras, interminables en algunas regiones, como La Lorena, que en aquel tiempo no era territorio francés, y el Noroeste de Francia. Hubo casos dramáticos y escenas horribles, llegándose alguna vez al canibalismo.
Tanto las memorias de esa época, como las cartas de los misioneros enviados en ayuda de las Provincias devastadas, nos describen todo eso, como esta carta de los sacerdotes de la Misión de S. Quintín, escribiendo a san Vicente en el invierno de 1651 a 1652: «El hambre es de tal magnitud que vemos a los hombres comiendo tierra, paciendo hierba, arrancando la corteza de los árboles, desgarrando los miserables harapos con los que están cubiertos, para comerlos; pero lo que no nos atreveríamos a decir, si no lo hubiéramos visto y que causa horror, se comen sus brazos y sus manos, y mueren desesperados» (IV, 288).
Las precarias condiciones de conservación de los alimentos y la ausencia de limpieza hacían que la calidad de estos alimentos fuese, con frecuencia, poco sana. Se conocían las salazones de pescado, el cerdo y algunas legumbres. Únicamente los muy ricos y los nobles tenían neveras, es decir, fosas profundas de 3 a 4 metros, con un sumidero en el fondo, en las que durante el invierno se apilaban capas de paja y capas de hielo desmenuzado en los estanques, el cual se podía usar hasta bien avanzado el año. Precisamos que estas fosas han sido calificadas erróneamente de «calabozos» subterráneos. Fuera de esto, los alimentos estaban expuestos a corromperse con bastante rapidez, y no se ponía mucha atención a esto.
No se conocían entonces las precauciones actuales en la forma de comer. Los platos no se generalizarán sino a final del siglo. Todo el mundo come de la misma fuente, sobre todo, en las casas de la gente sencilla. Si la cuchara es conocida desde hace bastante tiempo, el tenedor, introducido en Francia a lo largo del s. XVI, no se había extendido todavía en todas las regiones ni en todas las clases sociales, y se daba el caso de que los nobles y los reyes comieran con los dedos, en una fuente para todos. Es fácil darse cuenta lo que esto puede ocasionar en caso de epidemia.
Por lo que se refiere a la bebida, el vino o la cerveza, según las regiones, era la bebida de los ricos, o de los días de fiesta. Los pobres se contentaban con el agua de ríos o de pozos, incluso en las ciudades.
En fin, la higiene era algo casi olvidado. Aparte de algunas fuentes públicas, el agua corriente no existía. Los pozos eran excavados en cualquier sitio, bien cerca de las fosas de aguas usadas, bien cerca de los cementerios. Respecto a los manantiales, se los tenía como saludables y puros, incluso si eran chorros poco profundos, o simples manantiales, frecuentes en zonas calcáreas, que proceden a veces de terrenos cubiertos de inmundicias. El Renacimiento había abandonado los acueductos romanos, y se prohibieron los baños públicos, que se habían convertido en lugares de encuentros mal vistos. En el siglo XVII, no se lavaba tampoco mucho.
En relación con esto, reinaba la miseria. Pulgas, piojos y sarna eran corrientes, y no se tenían medios eficaces para librarse de ellos. Se pensaba que ciertas enfermedades se convertían en piojosas espontáneamente, que su piel engendraba los piojos, y no se buscaban medios para librarse de ellos. En cuanto a la sarna, bajo el primer imperio, todavía se la combatía con curas de suero durante seis o más meses. Todavía a finales del s. XVIII Goethe compondrá una canción humorística a los piojos, en la 1.ª parte de Fausto, en la escena de la Taberna de Auerbach: el Rey que tenía una pulga como favorita. Ahora, nosotros no podemos hacernos idea de lo que podía acarrear esta plaga, y las epidemias que podían transmitir, ya que el piojo era el vehículo del tifus.
Enfermedades y accidentes
1.° La nosología
La descripción y calificación de las enfermedades eran muy imprecisas, sin criterios rigurosos. Puesto que no existían aún los microscopios ni los termómetros, se ignoraban muchísimas cosas: la naturaleza del tejido corporal, la existencia de bacterias, la medida exacta de la fiebre y, por consiguiente, las diferencias concretas entre las enfermedades. No se tenían más medios que los que tuvo Hipócrates para la investigación, el diagnóstico y, por tanto, para la descripción y la clasificación de las enfermedades: el pulso, frecuentemente tomado sin reloj, el color de la cara, de la lengua, de la orina y de las deposiciones.
Las descripciones que conservarnos mezclan enfermedades de carencia, enfermedades inflamatorias, enfermedades contagiosas, y engloban en un mismo nombre enfermedades consideradas hoy como muy diferentes.
2.° Las enfermedades de carencia
Aún no se habían identificado las enfermedades de carencia. No se sabía que el escorbuto, enfermedad de navegantes, era producido por la carencia de vitamina C. No será hasta mediados del s. XVIII cuando se piense en el papel de los alimentos crudos. En 1795, la Marina inglesa impuso como obligatorio llevar zumo de limón en los barcos. No obstante, se suponía el papel de la presencia equilibrada de ciertos elementos en el organismo para asegurarlo con una alimentación rica, de aguas minerales, o diversas preparaciones.
En fin, la deficiente alimentación y el hambre acuciante, a causa de carencias de proteínas y de vitamina A, llevaban a sus víctimas a situaciones lamentables, incluso cuando no contraían infecciones, y frecuentemente se seguía la muerte.
Un sacerdote de la Misión destinado en Lorena, en San Mihiel, en 1640, nos lo ha descrito en el comienzo de su carta: «Encontré tan gran cantidad de pobres que no pude darles a todos. Hay más de trescientos que se encuentran en suma necesidad, otros más de trescientos, en una situación extrema.
Señor, se lo digo con toda sinceridad: hay más de cien que parecen esqueletos cubiertos de piel, tan horribles que, si nuestro Señor no me diera fuerzas, no me atrevería ni a mirarlos. Tienen la piel como cuero amoratado, con las mejillas tan contraídas que se le ven los dientes totalmente secos y descubiertos, con los ojos y el rostro contraído. Es la cosa más espantosa que puede uno imaginarse» (II, 25).
3.° Las enfermedades inflatamonás e infecciosas
No es fácil identificarlas, porque los términos que empleaban en aquella época no mantienen un equivalente exacto hoy. He aquí algunas:
- Los cánceres existían, pero no tenían designación propia; los reconocemos gracias a lo que dicen de la manera en que estaban dañados los órganos.
- «Fluxión»: designa un flujo de sangre, una congestión, una hinchazón inflamatoria.
- «Tumor»: designa a toda clase de hinchazón o bulto.
- «Apostema»: designa los accesos o tumores purulentos.
- «Mal de la piedra»: designa a los cálculos y los estados inflamatorios que engendran.
- «Fiebre»: designa dos categorías de enfermedades: las afecciones transitorias, pero continuas, como resfriado, bronquitis, tosferina, gripe, viruelas, enteritis, tifoidea y otras «fiebres pútridas», etc., y las fiebres periódicas, intermitentes, como la fiebre de Malta, el paludismo o la malaria. Hablan, por ejemplo, de la «fiebre cuartana».
- «Peste»: es un término genérico que designa a toda enfermedad epidémica que origina una fuerte mortandad: el cólera, el tifus, igual que la peste bubónica propiamente dicha. De hecho, los textos mencionan rara vez la mortalidad de ratas que precede a la verdadera peste, no más que a los ganglios bubones, y ello les hace creer que se trataba frecuentemente del tifus, y no de la verdadera peste. Falta señalar que la mortandad era espantosa; así, sobre una población de 450. 000 habitantes, los archivos del Hospital de París contabilizan 68. 000 muertos sólo en la peste de 1562. Según otros datos, esta epidemia se habría llevado, en menos de dos años, más de cuarenta mil enfermos, lo cual demuestra cuán delicado es establecer estadísticas de épocas pasadas. Como no sabían combatirlas y librarse de ellas, estas epidemias reaparecerían con frecuencia: la peste asoló de nuevo París en 1623 y 1626. Hizo enormes estragos en 1631, puesto que, en una cuestación a domicilio para remediar la angustia de los hospitales, aceptaron sábanas y ropa blanca sin asegurarse que no estaban contaminadas, y propagaron la epidemia (I, 178).
- «El mal de Nápoles», o «la gran viruela de Nápoles»: designaba a la sífilis, aparecida en París en la segunda mitad del s. XV. Es preciso señalar que en Italia fue llamada el mal francés, y también en la Alsacia. El barrio tan bonito de «La Pequeña Francia», en Estrasburgo, fue llamado así porque se hacía alojar allí a los afectados por este mal.
Un extracto de una carta de los sacerdotes de la Misión, que prestaban sus servicios en el Norte de Francia, a san Vicente, en 1650, es un buen ejemplo de los textos de esta época. Podemos constatar que se trata de un documento tan preciso como pudiera serio ahora, lo que nos muestra cómo san Vicente se esforzaba en formar bien a los Padres también en estas materias: «Causa gran compasión ver por doquier una gran multitud de enfermos; son muchísimos los que sufren disentería y fiebres; otros están cubiertos de sarna o de púrpura, (enrojecimiento enfermizo de diversa naturaleza), o de tumores y apostemas (abscesos o tumores purulentos); muchos están hinchados: unos en la cabeza, otros en el vientre, y otros en todo el cuerpo.1
4.° Las enfermedades mentales
Es preciso que también las mencionemos. Los locos, lunáticos, hipocondríacos, melancólicos, gentes afectadas del alto-mal (la epilepsia), conforman más o menos el panorama, junto a la categoría menos caracterizada de los díscolos, los malos caracteres. También se creía mucho en los brujos y las posesiones diabólicas y, a partir de este siglo, los autores están divididos: algunos piensan que los poseídos son, de hecho, enfermos mentales.
5.° Las heridas y accidentes
Eran tan numerosas y variadas como en nuestros días. Habla heridas, mutilaciones, quemaduras y estallidos de órganos internos producidos por la maldad de los hombres, por las guerras, por los bandidos, pero también por torturas legales con el hierro incandescente y el fuego. Esto último, por desgracia, no daba ocasión a ningún tratamiento, y conducía más o menos rápidamente, a la muerte. Los contemporáneos de san Vicente asistían todavía a la estrapada, como espectáculo (se izaba al condenado con una cuerda y luego se le dejaba caer brutalmente), al descuartizamiento (atando los miembros a cuatro caballos haciéndolos partir al galope en las cuatro direcciones), a la rueda (el condenado, atado a una rueda, recibía un mazazo sobre cada uno de sus miembros con el fin de fracturarlos, y después, sobre el hígado para que reventara), y el apaleamiento. Los ahorcados quedaban colgados en la horca hasta que los cuervos hubieran devorado la carne.
En casos de motines, las represiones eran horribles: lenguas cortadas, ojos reventados o sacados, gentes desolladas vivas, como lo será todavía en el s. XVIII el infeliz Damián por haber arañado a Luis XV, y a pesar de que este rey había pedido que lo indultaran. Había heridas, mutilaciones, quemaduras y estallidos de órganos internos producidos por accidentes debidos a la torpeza, a la incuria o, simplemente, a las circunstancias naturales. Las caídas, los accidentes de trabajo y de circulación eran frecuentes. Los caballos podían desbocarse, romperse los ejes de los carruajes, y los caminos mal empedrados podían ceder alguna vez bajo las ruedas y volcarse los vehículos. En consecuencia, además de los enfermos, existía una muchedumbre de imposibilitados y de averiados por accidentes, heridas de guerra o mutilaciones.
6.° Los ancianos
La media de edad era baja. No obstante, un número nada despreciable lograba alcanzar la edad de 60 a 80 años. Se era viejo, esto es, debilitado, disminuido, tocado de toda clase de enfermedades crónicas, mucho antes que en nuestra época, si bien los ancianos constituían un lote importante entre los enfermos y lisiados. Veremos la dura vejez que experimentó el mismo san Vicente.
Curas y tratamientos
1.° Profilaxis
Esto que hemos visto acerca de la higiene nos da pie para entender que entonces no se to maban las debidas precauciones, ineficaces las más de las veces, en los casos de enfermedad y epidemia. Al desconocer la transmisión a través de los microbios, pensaban que se trasmitían a través del aire, nunca a través del agua. Incluso entre los médicos, algunos creían todavía en la influencia de las constelaciones, y procuraban un mínimo de aislamiento. Sin embargo, respecto a la lepra, en los siglos XII y XIII se habían separado rigurosamente a los leprosos, y se había vencido de esta forma esta enfermedad desde finales de la Edad Media. Pero no se hizo nunca lo mismo con las otras plagas.
Es verdad que cuando comenzaba a brotar una peste se intentaba colocar a los apestados separados de los otros enfermos, pero muy pronto se los hospitalizaba con los otros. Lo maravilloso es que tales epidemias así tratadas pudieron por fin desaparecer.
Hacia principios del siglo XVII, se comenzó a suponer el contagio, y a tomar precauciones individuales, como marcar las casas de los apestados para prohibir que cualquiera pudiera entrar; no aproximarse demasiado a los enfermos para no recibir nada de su respiración; colocarse delante de la nariz y la boca un pañuelo empapado en esencias aromáticas; quemar la ropa y lo utilizado en las curas de los contagiados; cuando regresaban a sus casas, flamear los vestidos y calzados. Por desgracia, esto no era lo general, ni siempre era posible hacerlo, sobre todo, cuando el número de enfermos era de centenas y millares. También se comenzó a aislar durante cuarenta días a los pasajeros de los barcos que llegaban con enfermos. La palabra «cuarentena» aparece en 1635.
2.° Medicina
Una gran mezcolanza domina este campo, tanto respecto a las teorías como respecto a los productos. En 1616 Harvey había descubierto y demostrado la circulación de la sangre, pero los sabios no estaban de acuerdo en cuál era la causa que la originaba. Harvey la pone en las contracciones espontáneas del corazón. Descartes lo niega, en nombre de la modernidad, conservando la teoría más antigua del calor inherente al corazón, que hace hervir la sangre que le llega. Fue Harvey quien tuvo razón.
Las teorías biológicas son diversas, pero la más extendida es la de los elementos, los humores, que se remontan hasta Hipócrates. Se creía que las secreciones del cuerpo, sangre, la pituita o flema (la linfa), la bilis y la bilis negra (secreción que se suponía del zo), se formaban, entre otros factores, en función de la proporción diferente de los otros elementos fundamentales (agua, aire, tierra y fuego) y de sus formas de combinarse. El aire ambiente y el agua, en particular, podían ser más o menos puros y nocivos. Los «humores pecantes», origen de enfermedades, eran el resultado de maligno equilibrio de los componentes, o de un exceso de un humor respecto a los otros. Dé ahí que una primera forma de curas consistiera en restablecer el equilibrio de los elementos.
Por otro lado, se pensaba que los humores viciados eran especialmente transmitidos, bien a través del tubo digestivo, bien a través de la sangre. Según eso, era diferente el modo de tratar a los enfermos. Los tratamientos se inspiraban en estas teorías. Primero se combatían los humores de una manera casi quirúrgica, inspirándose en la segunda teoría, haciéndoles salir, bien por una lavativa o purgante, bien por una sangría, que se practicaba por doquier. Los médicos tardaron mucho tiempo en admitir que esto terminaba acabando con los enfermos. Ya entonces se practicaban las ventosas, medio menos brutal de descongestionar los órganos internos.
También se combatían estos humores de una forma más dulce, aportando al cuerpo los elementos complementarios, con el fin de restablecer el equilibrio. Curaban por medio del agua, en particular, con las curas termales (se decía «las aguas») y los baños (el Hospital General de París tenía bañeras sobre ruedas. Nosotros sabemos que el Sr. Vicente iba bastante regularmente a las aguas de Forges-les-Eaux. También bebían preparados de aguas curativas, como el de «Monsieur Deure» que le vendían a san Vicente y a santa Luisa, como veremos.
Se curaba por medio del aire, aconsejando cambiar de aires, y ciertas localidades eran reputadas por tener un aire mejor que otras. Encontramos numerosas alusiones a ello en la correspondencia de san Vicente con santa Luisa de Marillac.
Se curaba por medio del fuego: la cauterización, siempre en vivo, ya que no había anestesia, era bastante practicada. Podemos citar un ejemplo de este tratamiento a un miembro de la Congregación del Sr. Vicente. En la repetición de oración del 24 de agosto de 1647 (y en la siguiente), describe él los sufrimientos del P. Duperroy, misionero en Polonia (XI, 286-289).
El padre Vicente, hablando a propósito de los sufrimientos de esta vida y, especialmente, de las enfermedades, nos dijo, después de haber encomendado a las oraciones de la Compañía al buen padre Duperroy, que estaba en manos de los cirujanos para que lo curasen de un mal que había dejado en él la segunda peste, pues tenía algunas costillas cariadas y tenían que aplicarle fuego (cauterización); y sin embargo, soportaba todos esos males con tanta paciencia que apenas le oían quejarse alguna vez.
Por último, curaban por la tierra, es decir, por toda una variedad de sus componentes, de minerales diversos, incluidos los polvos de metales y de rocas consideradas curativas. También utilizaban muchos derivados de plantas: azafrán, especias, arroz, miel, rosas, cebada, etc., lo mismo que partes diversas del cuerpo de los animales. Las composiciones más bizarras tenían gran crédito: la famosa «triaca» estaba hecha de adormidera, escamas de víboras, recortes de uñas y otras delicadezas. La pata de ante debía curar la epilepsia.
Los reducían a polvo, o sacaban de ellos extractos líquidos, que se preparaban tanto para uso externo (ungüentos, emplastos), como para uso interno, bajo diversas formas: especies de pastas más o menos sólidas, o bebidas (tisanas, «aguas», agua de rosa, aguafuerte, más o menos a base de alcohol, etc.), o también los electuarios, mezcla de productos reducidos a polvo, con miel o con jarales (la triaca era un electuario).
3.° Cirugía
Curaban también «por medio del fuego». La cirugía había progresado y continuó progresando en el s. XVII. Restablecían las fracturas y las luxaciones, operaban sajando las heridas, perforando los abscesos, amputando miembros gangrenados, pero también penetrando más en profundidad en el organismo para realizar cesáreas o para extraer la piedra, es decir, los cálculos. Sin embargo, la anestesia no aparecerá hasta finales del s. XIX. Así, pues, operaban en vivo, atando fuertemente a los «pacientes», término que dice bastante.
Los útiles empleados para restablecer fracturas y luxaciones son muy parecidos a los caballetes que servían para torturar (los cuales están todavía en uso en el s. XVII y lo estarían hasta el XVIII). En cuanto a los instrumentos del cirujano, la lanceta (el término aparece en 1256) o escalpelo (1539), ancestre del bisturí estaba lejos de tener la precisión y el corte de hoy, y algunos se conformaban con un cuchillo cuidadosamente afilado, o con una navaja de afeitar. Más de un charlatán hábil con sus dedos se convirtió en cirujano improvisado, como un famoso Hermano Santiago, que hizo estragos en París en 1697, curandero diestro. Los verdaderos cirujanos dejaban morir muchos pacientes, tantos como aquél, menos por defecto quirúrgico que por falta de antisepsia.
2. El cuidado de los enfermos
A domicilio (familia, vecinos, Hermandades, Hermanas Grises de santa Isabel)
En general, los enfermos permanecían en sus casas mientras la familia podía ocuparse de ellos, pero podía ocurrir que toda la familia estuviera también afectada. No era extraño que algún vecino o vecina se ocupara del enfermo por caridad. Los miembros de las Hermandades de devoción o de oficio eran generalmente socorridos por los de su Hermandad. Pero únicamente se ocupaban de los que eran miembros de su Hermandad. En fin, había, al menos, una familia de congregaciones franciscanas puesta bajo la advocación de santa Isabel de Hungría (1207-1231), que hacía votos y recitaba el oficio en el coro, pero que no estaba obligada a clausura porque, siguiendo el Estatuto de la Orden Tercera, ellas salían algunas horas durante el día, de dos en dos, para visitar y curar a los pobres, a domicilio.2
Los nombres variaban: en Alemania y Lorena se les llamaba Hermanas de santa Isabel; Hermanas Grises y Hermanas de la Calle en Flandes y norte de Francia; Terciarias en Turena. Había también hermanas de éstas en localidades en que serán llamadas las Hijas de la Caridad, tal como Montreuil-sur-Mer (de 1457 hasta después de 1759) y Nantes (desde antes de 1515 hasta 1790). (Es de notar que el término «gris» se empleaba, en sentido amplio, para indicar todo aquello que no era verdaderamente negro, blanco o de color vivo; las Hermanas vestidas de azul, de marrón, lo mismo que de gris, eran llamadas Hermanas Grises; Las Hijas de la Caridad también serán llamadas Hermanas Grises.
En Hospitales
A partir de las destrucciones causadas por las invasiones bárbaras en el s. V, los obispos se convirtieron en los responsables de los pobres, tanto en el orden temporal como en el espiritual. Poco a poco, en colaboración con las municipalidades, fundaron hospicios y hospitales para recibir a los pobres transeúntes y a los enfermos que no tenían a nadie que se ocupara de ellos. Estos establecimientos eran administrados bajo la responsabilidad de los Ayuntamientos, o de los Obispos, o de un Capítulo de Canónigos, y mantenidos por comunidades locales, bien de mujeres solamente, bien de mujeres y hombres, lo mismo que por algunos capellanes sacerdotes.
En la Edad Media, los reglamentos son bastante ejemplares, y la limpieza, la alimentación y el servicio más bien satisfactorios. El s. XVII, quizá como consecuencia de las guerras de religión, junto a la evolución de mentalidad y al empobrecimiento consiguiente a las destrucciones, experimenta una baja en la calidad, y las reformas, puestas en marcha desde 1535, no pudieron dar resultados más que a principios del s. XVII. Cada ciudad contaba con un Hospital General y uno o varios hospitales más, anejos al Hospital General o independientes.
París, durante mucho tiempo, no contó más que con su Hospital General, puesto que el priorato de San Lázaro, ya existente en 1122, se había especializado en leprosos; no obstante, a principios del s. XVII, acogieron allí también a alienados.
A finales del s. XVI, el Hospital General de París resultó bastante insuficiente. También, cuatro Hermanos de san Juan de Dios llegaban de Italia a París en 1601 y obtenían cartas patentes de Enrique IV en marzo de 1602 para fundar su hospital «San Juan Bautista de la Caridad».
El 19 de mayo de 1607, Enrique IV decidía construir un anexo del Hospital, el Hospital San Luis, en la parroquia de San Lorenzo, y sobre terrenos del priorato de San Lázaro y de la Abadía de San Martín de los Campos. El mismo edicto autorizaba la construcción de otro hospital en el sur, el de Santa Ana. Los hospitales de la Salpatriare y de Bicetre fueron fundados más tarde por Luis XIII.
Sólo hablaremos del Hospital General de París, donde san Vicente intervino por mediación de las Damas de la Caridad, y añadiremos algunas indicaciones sobre dos Institutos que influyeron en el Sr. Vicente: los Hermanos de san Juan de Dios con su Hospital de la Caridad, y los Hermanos Servidores de los Enfermos, de san Camilo de Lelis.
1.° El hospital General de París
Su fundación data, por lo menos, de principios del s. IX. Primero dependía del Obispo y del Capítulo, y después, a partir de 1006, sólo del Capítulo, quien lo entregó a la municipalidad de París el 4 de abril de 1505.
Su personal estaba integrado por hermanos y hermanas bajo la dirección el Maestro y de una priora, y a lo largo del s. XV el servicio era allí ejemplar. En los años 1450/1460 el provisor Juan Henri describe de esta forma la abnegación de las hermanas en su «Libro de vida activa», dedicado a la Hermana Helena Pemelle: Cuando (nosotros) las veíamos mantener la cabeza con una mano, y con la otra apoyar la espalda de los pobres enfermos, cuando los sentaban en el retrete, y les lavaban la piel y lavaban sus sucios pies y sus sucias camisas, y cortaban sus uñas, y les cortaban el pelo, y los transportaban tan malolientes de una cama a otra y, una vez muertos, los enterraban. El trabajo de esta casa es bien penoso; hacer, rehacer las camas, enjuagar en agua clara cada mañana sus camisetas, calentar ropa blanca para ponérsela en sus pies, hacer la colada cada semana de ochocientas a novecientas sábanas… Luego, los unos, difíciles para hacer las curas… La injuriaban verbalmente; los otros, en el arrebato de la enfermedad, la golpeaban y herían, y otros le destrozaban a ella sus vestidos. Parecía estar leyendo ya textos de san Vicente.
En cambio, la costumbre de la época y hasta el s. XVIII, era tener en los albergues, lo mismo que en el hospital, camas bastante anchas para acostar en ellas a dos o tres personas. En tiempos de epidemia, podía meterse a más de un enfermo en una misma cama. Esto era algo corriente en otros muchos hospitales. Se originaban batallas entre los enfermos de una misma cama, y el más débil era empujado al suelo. Las Hermanas, poco numerosas, no podían hacer gran cosa en tales casos.
A partir del siglo XV, la calidad del servicio y el espíritu del establecimiento se fue deteriorando, lo que empujó a los canónigos a entregar la administración a la municipalidad. En octubre de 1535, los comisarios nombrados por Francisco I suprimen la autonomía de los hermanos y las hermanas para entregarlas a los religiosos y religiosas de san Agustín.
Enrique IV impulsó la construcción de otros pabellones, que comenzó en 1602. Rara vez se destaca esta obra de Enrique IV. Se continuó con otras ampliaciones hasta después de 1626, lo mismo que con la construcción de nuevos hospitales. En 1646 el conjunto llamado «Hotel-Dieu» (Hospital General) albergaba 2. 800 enfermos en tres establecimientos.
A pesar de todo, el modo de tratar a los enfermos resultaba defectuoso, debido a la mezcla de contagiados con no contagiados en casos de afluencia. Por el mismo tiempo, la reforma de servicios estuvo ayudada, a partir de 1608, por visitadores y visitadoras caritativas, no exentos de conflictos, dado que algunas veces éstos carecían de moderación. La obra de la Compañía del Santísimo Sacramento en pro de la asistencia espiritual comenzó en 1632-1633 y, después, gracias a los esfuerzos de una visitadora, la Sra. Goussault, las Damas de la Caridad fueron fundadas en el «Hotel-Dieu» en 1634, para el servicio espiritual y corporal.
En fin, las religiosas agustinas del Hospital General, en quienes la tendencia contemplativa y la tendencia puramente activa se oponían, en detrimento de la calidad de servicio, pudieron ser reformadas en 1636, bajo la dirección de la Madre Genoveva Bouquet, hija de un orfebre parisino. El Sr. Vicente la había conocido ya en el palacio de la Reina Margot. Ella había entrado con las Hermanas del Hospital General a los 22 años, en 1613, y había hecho profesión en 1629. Contribuyó a la institución de un verdadero noviciado y de una equilibrada vida de comunidad, ayudada por el Canónigo Francisco Ladvocat, encargado de la reforma en 1635 y, seguramente, con la ayuda también del Sr. Vicente.3 Paradójicamente, será después de esta actuación, bajo el reinado de Luis XIV, cuando las condiciones de albergue se hacen inhumanas, porque el rey sólo concedía sus favores al Hospital General. El número de enfermos aumentará sin cesar, sin que nadie comenzara la ampliación. «Se verán obligados a meter a 6 enfermos en una misma cama y, con frecuencia, a ocho» y esta costumbre permaneció hasta el s. XVIII. En 1693 se llega a quince por cama, izando a los menos tullidos sobre el techo de los baldaquinos, colocando a otros sobre hamacas con correderas instaladas bajo las camas.
Las horrendas descripciones del Hospital General, repetidas con frecuencia, son, pues, en parte, un error de cronología. Citar a Cuvier y otros autores del s. XVIII para poner de relieve la acción del Sr. Vicente es mostrar realmente que su acción humanizadora no duró más allá de 1680, lo cual es más bien desolador, pero, desgraciadamente, verdadero. En 1716, bajo la regencia de Felipe de Orleans, se volverá a comenzar una tímida primavera al concedérsela algunas subvenciones y, más tarde, unos terrenos para la ampliación.
3.º Hermanos de San Juan de Dios en Roma y, a partir de 1602, en París
Todavía estaban construyendo su establecimiento cuando san Vicente empezó a relacionarse con ellos, a partir de fines de 1608 ó principios de 1609. Estaba situado en la calle Santos Padres (llamada entonces calle San Pére, deformación de san Pedro).
Su espíritu
Sus casas estaban abiertas a todo tipo de pobres y de enfermos varones. «Todos y cada uno de los enfermos o pobres que lleguen a nuestros hospitales y asilos serán recibidos con toda caridad y benevolencia. Se socorrerá a todos, sin distinción de nacionalidad, ni de religión, sin acepción de personas, con la misma diligencia y con ese mismo sentimiento de afecto que nos obliga a venerar en nuestros hermanos la imagen de Jesucristo».
Los textos de la Regla de los Hermanos reflejan, a la vez, la preocupación por combinar el cuidado del cuerpo y el del alma, y el más grande respeto a la persona: «cuando un enfermo es recibido en el Hospital, un religioso le lava los pies con algunas hierbas aromáticas, y lo desviste; le da una camisa o camisolín, una gorra, todo bien blanco, un gorro, unas zapatillas, una bata de casa, y le avisa con dulzura que se confiese y purifique su alma, mientras ellos se ocuparán de sanar las enfermedades de su cuerpo. A continuación lo conduce, o lo hace llevar, a una cama provista de sábanas blancas, de un jarro para beber, de una taza, de una escupidera, de un orinal, de una poltrona al lado: se le calienta la cama si hace frío, y se le acuesta allí solo».
Todo esto lo encontramos en san Vicente, desde el reglamento de la primera Caridad de Chatillón, en noviembre de 1617, que está referido, por lo demás, al Hospital de la Caridad en Roma. Por supuesto, que se curaban los cuerpos, pero también las almas, empresa en la que san Vicente participa, al menos, desde principios de 1609 hasta finales de 1611. La orden se había dividido en dos; los Hermanos de España hacían un 4.° voto, de servicio a los enfermos, mientras que los de Italia y del resto de Europa, basándose en un breve de Clemente VIII, de 1592, no hacían más que el voto de hospitalidad, incluso con peligro de su vida. Fue la rama italiana la que vino a Francia, y que conoció san Vicente. El ideal de amor misericordioso combina contemplación y acción «rezar para sacrificarse siempre, y sacrificarse rezando sin cesar».
Sus métodos
Ellos introdujeron «un gran progreso técnico en las curas», particularmente en cirugía, muy especialmente en «el corte de la piedra», es decir, la extracción de cálculos de la vejiga. Además, los edificios eran nuevos, con salas luminosas y, sobre todo, con una cama individual para cada enfermo, cosa inusitadas en aquella época. No obstante, no sólo tuvieron admiradores. El párroco de la parroquia y la abadía de Saint Germain des Pres, propietarios de los terrenos, les pusieron trabas durante mucho tiempo, y el clero, al igual que el pueblo, desconfiaba de estos extranjeros. Un panfleto de 1627 les acusa de bebedores, y de sacar demasiado dinero para Roma. Como tenían la reputación de ser el mejor hospital, el Hospital General veía en ellos un temible competidor. Las cuentas que han llegado hasta nosotros muestran un gran rigor, y jamás nadie ha podido probar nada contra ellos.
4. En Italia, Roma, conoce san Vicente a los Hermanos de san Camilo de Lelis
Los Clérigos Regulares Servidores de los Enfermos habían comenzado en 1582, en Roma, al reunirse cinco enfermeros benévolos al lado de Camilo de Lelis, que se ordenó sacerdote después. Además de Roma, pronto tuvieron otros establecimientos en Italia. La vida de san Camilo de Lelis fue escrita por un discípulo suyo que lo había conocido durante 25 años. Este compuso una vida para el público, impresa en 1615, y otra vida para los miembros de la Orden, escrita entre 1615 y 1622, que contiene unas precisiones suplementarias. San Camilo, muerto en 1614, pudo haber sido conocido por san Vicente en Roma.
Su espíritu
El servicio de los enfermos era el gozo de Camilo, y debía ser el de sus Hermanos. «Servidores de los enfermos» debían «mirarlos como sus dueños y señores». Para ello debían vivir «en santa simplicidad y humildad», pero debían abstenerse de mortificaciones corporales, salvo el viernes, en que se ayunaba por la tarde. «A él le parecía difícil que un alma pudiera amar a Dios perfectamente sin amar también al prójimo haciéndole el bien». A pesar de ser una Orden con Votos solemnes, estaban exentos de recitar el oficio en el coro, para no restar tiempo a los enfermos. Pero hacían una hora de oración cada día, y Camilo quería que se trabajara en oración permanente.
Anotemos una de sus fórmulas: «La oración que corta los brazos a la Caridad no sirve de nada. Es una gran perfección, mientras se está a tiempo, de servir a los pobres y de dejar entonces a Dios por Dios: ya tendremos tiempo de contemplarlo en el cielo».
A los votos solemnes de pobreza, castidad y obediencia ellos añaden un 4.° voto: servir a los pobres enfermos todo el tiempo de su vida, y 4 votos simples: entre ellos el de no aceptar ninguna dignidad fuera de su Congregación,, selvo si hay dispensa del Papa. La fórmula de los votos de la Congregación de la Misión retomaba, a veces, palabra por palabra, aquélla de los Camilos.
Habremos observado tantos elementos presentes en san Vicente, que es preciso admitir que él los ha visitado en Roma, tanto como a los Hermanos de san Juan de Dios, y que incluso habrá conocido a san Camilo, que no murió hasta 1614. El P. André Dodin, en un curso de 1948, enseñaba también que los religiosos de los que san Vicente había olvidado el nombre eran los Camilos.
Sus métodos
En conjunto, eran tan precisos y de cariz humano y cristiano como el de los Hermanos de san Juan de Dios. Destaquemos sólo, en cuanto al estilo de la relación pastoral, una preocupación de discreción con los moribundos, para no aterrar a los moribundos. Y, sobre todo, de no hablarles demasiado, sino, por el contrario, continuar animándolos con dulzura y recitarles algunas innovaciones, porque pueden entender, aunque no den señales de ello.
Conclusión
He aquí, dispuesto el cuadro donde el Sr. Vicente va a evolucionar, y esclarecidas algunas de sus fuentes.
II. La aportación de San Vicente
San Vicente reveló un día a sus misioneros el secreto de uno de los resortes de su caridad: Cuando uno ha sentido en sí mismo las debilidades y las tribulaciones es más sensible a las de los demás. Los que han sufrido la pérdida de sus bienes, de la salud y del honor, están mucho mejor dispuestos para consolar a las personas que se encuentran con estas aflicciones y dolores, que los demás, que no saben lo que es eso (XI, 716).
Todos los documentos muestran que nos dice eso porque él mismo pasó por esa experiencia. Por eso, antes de exponer su acción y su estilo, es preciso recordar lo que él mismo vivió, tanto a causa de las pruebas corporales, como de los medios para remediarlas o aliviarlas.
Su propia experiencia
1. Sus enfermedades y accidentes
San Vicente tenía una verdadera fuerza física y una gran resistencia a la fatiga. Era capaz de recorrer largas distancias a pie, y también era un jinete a toda prueba. Sin embargo, desde su juventud sufrió diversos accidentes, y quedó sujeto a los ataques de afecciones de toda clase. Fue herido por una flecha cuando tenía 24 años, en 1605.
En 1608 ó 1609, después de su llegada a París, lo vemos tendido durante cierto tiempo en la habitación que comparte con su compatriota, quien sospecha de que le ha robado la bolsa. Hacia 1615, en casa de los Gondi, como consecuencia de una alta fiebre, comienzan a hinchársele las piernas, cosa que le atormentará toda su vida, y le abrumará en sus últimos años, compli cándose con úlceras supurantes, aparte de los accesos periódicos de su «fiebrecilla», que le duraba de tres a quince días, agravada con frecuencia con los males de sus piernas: son todos síntomas del paludismo. Por último, sufrió inflamación de la vejiga, o de la próstata. Después de su muerte, la autopsia revelará en su brazo «un hueso» plano y oval, «de la anchura de un escudo de plata», calcificación resultante, sobre todo, de los embates infecciosos del paludismo.
Él habla poco de su salud, a no ser con santa Luisa, cuando ambos intercambian con toda libertad sobre este tema. También lo evoca raramente con otros con quienes se cartea, y en las pláticas a las Hermanas y a los Misioneros. El 2 de agosto de 1640, cuando tiene 50 años, explica a las Hijas de la Caridad que frecuentemente no duerme de noche, y que, a veces, la fiebre le obliga a provocar los sudores, pero que, a pesar de todo, se levanta a las cuatro (IX, 45).
18 años más tarde, por el contrario, a sus 77 años, el 6 de octubre de 1659, confesará indirectamente que se le da alguna vez el caso de descansar por la mañana: En cuanto a mí, os confieso que nunca concedo descanso a mi pobre y miserable cuerpo, y que nunca me parece que tengo más necesidad de descansar por la mañana que el día anterior (IX, 101) (expresión complicada: El sentido es: cuando me acaece el dar reposo a mi pobre y miserable cuerpo, me parece que tengo una necesidad mayor de reposar al día siguiente que el día anterior).
En este intervalo nos tropezamos con esta confidencia a santa Luisa, el 25 de noviembre de 1656 sobre el descanso que se toma, a pesar de todo, cuando está enfermo: Me encuentro mejor del constipado, gracias a Dios, y hago todo lo que puedo por reponerme; no salgo de la habitación, descanso toda la mañana. (VI, 132).
No podemos revisar más que algunas de sus confidencias sobre sus enfermedades y accidentes. Y veremos un verdadero diario de salud, lo mismo que unas indicaciones sobre los tratamientos. En mayo de 1631, con 59 años, escribe a santa Luisa: Mi pequeña indisposición no es esta vez la fiebre ordinaria, sino cierta molestia en la pierna, por haberme alcanzado una coz de un caballo, y por un pequeño tumor que comenzó hace ocho o quince días; se trata de tan poca cosa que, si no fuera por el excesivo cariño que tienen conmigo, no dejaría de salir a la ciudad» (I, 173). El primero de mayo de 1633, a sus 59 años, le cuenta a santa Luisa: La caída del caballo por encima de mí ha sido de las más peligrosas, y la protección de nuestro Señor de las más especiales. Ha sido la bondad de Dios la que ha tratado de esta suerte, y el mal uso de mi vida el que ha obligado a enseñarme sus azotes. Le suplico que me ayude a obtener la gracia de enmendarme en el porvenir, y de alcanzar una nueva vida. Sólo me ha quedado una pequeña dilatación de los nervios de un pie que, por ahora, no me da mucho dolor. Mañana tendrán que purgarme, y pasado mañana podré salir en coche para ir a una legua de aquí (I, 250).
De nuevo le declara a Luisa de Marillac en una carta después de 1637: Me encuentro bastante mejor de mi fiebrecilla, gracias a Dios. Ayer me tomé las aguas y me propongo continuar con ellas, si las encuentro; con la ayuda de Dios, me parece que me sientan bien, como siempre lo han hecho (II, 140). Después de 1639, por una vez él no tiene ningún mal, le dice a santa Luisa: Me encuentro bien, gracias a Dios, y soy el amor de Nuestro Señor su muy humilde y obediente servidor (II, 140).
El 14 de enero de 1649, en plena guerra de la Fronda, después de unas gestiones con la Reina y Mazarino para intentar lograr la paz, deberá evitar la venganza de Mazarino, lo mismo que la de los partidarios de la Fronda, y entonces inicia una aventura de cinco meses a caballo, escapando del pillaje, en plena tormenta de nieve a lo largo de 80 kms en total, doscientas cuarenta ovejas de la granja de Orsigny, al sur de París. Y a continuación, cabalgando hasta Le Mans, Angers y Nantes, antes de poder regresar a París. El lunes de Pascua, 5 de abril de 1649, tachó esto en su carta a santa Luisa: He estado con un poco de fiebre durante la noche, después de haberme caído al agua, debajo del caballo; no hubiera podido salir de allí si no me hubieran recogido. Ya estoy bastante bien, gracias a Dios. Fue a una media legua de Durtal. El santo fue salvado por uno de sus sacerdotes, que le acompañaba. Volvió a subir totalmente empapado en el caballo y fue a secarse a una pequeña choza de los alrededores (III, 386, nota 3).
En una carta a santa Luisa, posterior a 1645, nos cuenta que él era sensible a las corrientes de aire, cuando tenía escalofríos (que son ya síntomas de comienzos de fiebre): Si la Señorita Le Gras acepta que acuda al locutorio, lo hará de muy buena gana, a pesar de mi resfriado. La experiencia me ha hecho ver que siempre que salgo con este estado, cojo un nuevo constipado seguido a veces de fiebre; pero hará todo lo que desee la Señorita (III, 57). Hacia 1650 escribe a santa Luisa: No tengo fiebre, Señorita; sólo tengo un poco de constipado, que va disminuyendo, gracias a Dios. He tomado ya la cuarta purga, y me parece que es bastante (III, 579). El 14 de noviembre de 1655 leemos en una carta de Luisa de Marillac la primera alusión a la agravación del mal de la pierna, que va a torturarlo cada vez más. Nos encontraremos más tarde con este texto, porque allí vemos todo el razonamiento terapéutico de santa Luisa.
El 20 de noviembre de 1655 declara a Marcos Coglée, miembro de su Congregación: Me encuentro mejor, gracias a Dios, aunque sigo en cama curando una erisipela que me ha salido en la pierna, después que me dejó la fiebre IV, 444). El doctor Parturier ve en estos males de piernas los síntomas de una arteritis que, unida a los accesos de fiebre, lo relaciona con el paludismo. El 23 de noviembre de 1655 se le escapa una alusión a su salud, hablando con uno de sus amigos. Luis de Chandenier, sacerdote de las Conferencias de los martes, párroco de Toumus: Me encuentro cada vez mejor, gracias a Dios, aunque me sigue molestando la pierna, de forma que tengo que guardar cama y seguir con medicinas (V, 445).
Volvemos con su confidente habitual, Luisa de Marillac, el 25 de noviembre de 1656: Me encuentro mejor del constipado, gracias a Dios y hago todo lo que puedo por reponerme: no salgo de la habitación, ‘ descanso toda la mañana; como todo lo que me dan, y me tomo todas las tardes una especie de julepe (jarabe mucilaginoso o narcótico) que me prepara el hermano Alejandro (V, 132).
El 1658 su carroza vuelca, al romperse la sopanda, y la cabeza de san Vicente choca violentamente contra el empedrado; se puso con fiebre días después. Se vio obligado a guardar cama, y lo creyeron en peligro de muerte. Él lo refiere en varias cartas.
En fin, en sus dos últimos años experimentó cada vez más afecciones. Su carta del 13 de julio de 1659 a Luis Rivet, Superior de Saintes, nos muestra cómo también él se preocupaba de la salud de los miembros de la Congregación: Le agradezco la preocupación que muestra por mi salud. No tengo ninguna nueva enfermedad, pero sin embargo hace siete u ocho meses que no salgo, debido al mal de mis piernas que ha aumentado y, además, tengo un derrame en un ojo desde hace cinco o seis semanas, y no estoy mejor, a pesar de los diversos medios empleados para mi curación ¡bendito sea Dios!
Me preocupa su debilidad de estómago y el desmayo en que se encuentra. La culpa es de sus grandes trabajos con los que ha aumentado los méritos de su alma, al mismo tiempo que consumía las fuerzas de su cuerpo. Le ruego, Padre, que haga tanto cuanto pueda para ponerse bien, y que se cuide mejor que lo ha hecho (VIII, 25).
Después su estado se fue degradando paulatina e inexorablemente, impidiéndole salir de casa y, más tarde, bajar a las salas comunes. Abelly nos enumera sus sufrimientos: úlceras, sobre todo en las piernas y en los pies, hinchazón y dolores en las rodillas. Dificultad de orinar, proveniente, sin duda, de una inflamación de la vejiga o de la próstata. Las piernas al fin le fallaron totalmente el año 1660, último año de su vida, y ya no pudo decir más la santa Misa, pero siguió oyéndola hasta el día de su muerte, por más que sufriera lo indecible en trasladarse de su habitación a la capilla, viéndose obligado a usar muletas para andar.
… pero si consideramos los grandes dolores que las rodillas hinchadas y los pies ulcerados le causaban sin cesar, y, principalmente, durante la noche, pues no podía encontrar ni sitio ni postura que lo aliviaran, debemos reconocer que su vida era en aquellas circunstancias un continuo martirio.
Pero, además,… el último año de su vida le sobrevino una gran dificultad para orinar, que le produjo muchos dolores y molestias sin cuento, porque no podía levantarse ni ayudarse de ninguna de sus piernas, y el menor movimiento que hacia al coger con sus manos una cuerda que estaba atada a una viga de la habitación, le producía dolores muy agudos. En medio de los mayores sufrimientos no se le oía ninguna queja; solamente algunas aspiraciones hacia Dios, y repetía con frecuencia estas palabras: ¡Ah, Salvador mío! ¡Mi buen Salvador y otras parecidas…!
Añadamos que estas miserias no estorbaban en forma alguna su espíritu de penitencia: Entre tantos dolores siempre se mantuvo en su estilo de vida dura y austera, sin tolerar jamás que le acostaran en una cama blanda, sino en un jergón, para pasar sobre él cinco o seis horas de la noche.4
2. Sus conocimientos médicos, en relación con los de santa Luisa
Hemos tomado una parte de sus conocimientos médicos de diferentes fragmentos de sus cartas. Además, en este campo como en muchos otros, no lo podemos separar de santa Luisa, puesto que ellos ponían en común sus descubrimientos.
1 .° Teorías acerca de los tratamientos
La carta del 17 de octubre de 1631 a Luisa de Marillac nos demuestra hasta qué punto el Sr. Vicente tenía la preocupación de instruirse con los médicos, y de relacionar el juicio acerca de la enfermedad con el conocimiento del conjunto de la persona. Se trata del hijo de santa Luisa, Miguel, que contaba entonces 18 años: Su hijo llegó con un pequeño dolor de cabeza, hace cuatro o cinco días. Le hicimos sangrar al día siguiente y guardar cama. El Sr. Quartier nos ha dicho que no había que purgarlo hasta que se le pasase el dolor de cabeza, lo cual le ocurrió tres días más tarde,
Vemos en este último párrafo que él ejercía también en materia de diagnóstico y de pronóstico. Encontramos otras trazas en algunos de los pasajes citados aquí. En este último caso, la curación del joven Miguel ha necesitado más tiempo que el previsto: no será hasta el 14 de septiembre {de 1631) cuando podrá regresar al colegio, como nos lo señala una carta del 15 (I, 187).
Pero él sabía echar una mirada crítica sobre los médicos, aunque no haya querido reemplazarlos jamás. Continúa confiando en el criterio de éstos, aunque con reservas, como lo atestigua esta carta a santa Luisa, fechada en septiembre de 1651, acerca del mal estado de salud de su hijo, que tenía entonces 38 años: Yo estoy muy preocupado, Señorita, por la preocupación que usted siente con la enfermedad del señor administrador (su hijo Miguel era entoaces baile de san Lázaro); le expreso los mismos deseos que ayer mismo le manifesté a usted y a su hijo, esto es, que hagan caso del médico. Pero ¿cómo va ser posible que se pueda superar una inclinación que está en él tan arraigada? (Una enfermedad crónica). Después de todo, se cree que los médicos hacen morir más enfermos que los que sanan, puesto que Dios quiere que lo reconozcamos como el médico soberano de las almas y de los cuerpos, sobre todo con los que no utilizan medicinas. Sin embargo, cuando uno está enfermo, hay que someterse al médico y obedecerlo (IV, 248).
Su diagnóstico es particularmente interesante en materia de posesiones. Mientras muchos de sus contemporáneos eclesiásticos y religiosos creen enseguida en una posesión diabólica ante comportamientos o palabras delirantes o melancólicas, él, lo mismo que un buen número de médicos y no pocos obispos, veía más bien un desarreglo psíquico, y desanconsejaba vivamente los exorcismos.
Citemos estas líneas de su largo informe, no datado, al duque de Atri acerca de su hija: Varias personas de grave piedad, temiendo que esa buena niña estuviese agitada por alguna posesión u obsesión maligna… que hacía tres años que no rezaba a Dios, y cerca de dos años que la habían tenido encerrada en una habitación en Port-Royal… Mi pensamiento fue al principio que se trataba sólo de ese humor melancólico que la afectaba… «Después la joven habló en varias ocasiones durante mucho tiempo con el Sr. Vicente». Y fue en esta acción donde yo me confirmé en la opinión que tenla anteriormente… ella se vio totalmente liberada (I, 472).
Hubo también pretendidos posesos en Chinón. El Obispo no creía en esos casos, ni tampoco san Vicente, escribió a Lamberto Aux Couteaux, el 22 de julio de 1640: Sobre esa buena muchacha, todo lo que me han dicho me hace desconfiar de su espíritu (II, 58).
2.° La prevención
Es preciso recordar que el año 1631 estuvo marcado por una epidemia que hizo grandes estragos. Podremos resaltar que el Sr. Vicente, al menos en esta ocasión, no la llama «la peste», cuando escribe a Luisa de Marillac: Me gustaría saber si hay contagio en los alrededores de esa parroquia (de san Nicolás de Chardonnet, en París) o dentro de ella, y si tienen miedo sus damas (de la Caridad de san Nicolás) (I, 178-179).
El, en todo caso, no sentía miedo. Además de esto, en 1632 ó enero de 1633, Luisa de Marillac da la impresión de haber temido que ha atrapado la peste después de haber visitado a una enferma, y el Sr. Vicente la incita a no temer el contagio, a ejemplo de las Damas de la Caridad: La bondad de Dios sobre los que se entregan a Él en el ejercicio de la Cofradía de la Caridad, en la que ninguno de cuantos a ella pertenecen ha sido tocado por la peste, me obliga a tener una perfectísima confianza en que no le alcanzará el mal. ¿Creerá, Señorita, que no sólo visité al difunto señor superior de san Lázaro, que murió de la peste, sino que incluso percibí su aliento? Sin embargo, ni yo, ni los otros que lo asistieron hasta el último momento, hemos sufrido mal alguno. No, Señorita, no tema; nuestro Señor quiere servirse de usted para algo que se refiere a su gloria, y creo que la conservará para ello. Celebraré la santa Misa por su intención (I, 238).
Observemos la mención del papel atribuido al aliento, y el uso de uno de los remedios muy corrientes en aquella época: el recurso a la plegaria y a la santa Misa, además de las precauciones señaladas antes. Queda señalar que, así y todo, hubo una víctima entre las personas cercanas al Sr. Vicente: Margarita Naseau, que siempre la consideró la primera Hija de la Caridad, murió de esta peste en 1633, por haber acostado en su misma cama a una apestada.
3.° Los remedios
El Sr. Vicente utilizaba aquéllos en boga, en su época. Se apresuraba para anotar las fórmulas nuevas que encontraba, a hacérselas comunicar y a comunicarlas; testigo de ello es este pasaje de una carta a Edmundo Jolly el 17 de agosto de 1657, que no es, ni mucho menos, un querer preguntar, sino la petición de que se le envíe la fórmula. Me preguntaba usted si es conveniente que durante las misiones, si hay alguna persona que sepa poner remedio a ciertas enfermedades corporales, se le permita dedicarse a ello. Deduzco de esta pregunta que alguno se ha dedicado anteriormente a ello; y es conveniente que sepa de quién se trata, cuáles son los remedios que ha aplicado, y para qué clase de males. Así, pues, le ruego que me lo indique antes de que pueda contestarle (VI, 276).
Se trata del misionero Luis Eu, del que dirá, el 21 de diciembre, en una carta que citaremos más tarde, que no ve inconveniente en que este Padre siga curando de esta forma a los pobres. El 23 de junio de 1658 junta este ansia de remedios a una visión de fe: Usar los remedios temporales que le ordenen a uno para el alivio y la curación de su enfermedad; hacerlo así es también honrar a Dios, que ha creado las plantas y le ha dado a cada una virtud (XI, 347).
Nos contentaremos con señalar algunos de esos remedios: El agua del Sr. Deure, que parece que tuvo diferentes fórmulas. Encontramos la primera mención en mayo de 1630, escribiendo a Luisa de Marillac (I, 147). Algo más tarde, antes de 1634, escribe a Luisa de Marillac: En cuanto al agua, beba sin cuidado; no ha hecho nunca daño a nadie y muchos se han curado con ella. La señora de Portmal (no conocida fuera de esta cita) empieza a sentirse bien. Le haré decir al Sr. Deure que se la envié, o bien dígale usted a la Señorita que se lo mande decir (I, 199).
Pasados ya once años tenemos de nuevo otra mención el 16 de julio de 1645, esta vez de santa Luisa: Estoy preocupada por su mal, que temo sea más grave de lo que nos han dicho. Si fuera usted uno de nuestros pobres, me parece que nuestras aguas del Sr. Deure le habrían curado pronto, mientras que los ungüentos, de la clase que sean, reavivan el mal y lo mantienen siempre en supuración (II, 461).
Destaquemos el razonamiento terapéutico de santa Luisa, avalado por la experiencia, y que es exacto, ya que los ungüentos de entonces no eran siempre asépticos. A partir de este momento ya no volvemos a tener noticias de esta agua del Sr. Deure, bien porque se hayan perdido las cartas que hablan de ello, bien porque los resultados no han sido suficientemente satisfactorios y se dejó de usar, o bien el Sr. Deure había muerto. Ya hemos dicho que el Sr. Vicente se mostraba tan apresurado en comunicar las fórmulas como en recogerlas. He aquí un ejemplo, referente al Sr. De Hopille, Gran Vicario de Agén, en una carta del 11 de noviembre de 1657 al Superior de Agén, Edme Menestrier: Le envío una nota en la que se explica la manera de hacer esa agua que se toma como remedio contra el mal de piedra, la forma de emplearla y sus propiedades. Haga el favor de entregársela al Sr. De Hopille, que nos la he pedido (VI, 548). Puede ser que esta nota sea la que mencionaba ya al Sr. De Comet el 24 de julio de 1607. El Hospicio de Marans, en Charente Marítima, conserva en un antiguo manuscrito una fórmula atribuida a san Vicente (I, 80, nota 18):
4.° El té, los jarabes y otras cocciones o infusiones
Santa Luisa usaba bastante abundantemente el té como remedio, y se lo aconsejaba a san Vicente. Nosotros hoy sabemos que la cafeína contenida en él en menor proporción que el café es beneficiosa para el corazón y para la circulación de los vasos capilares del cerebro y, por consiguiente, de la memoria, tomada en dosis pequeñas de tazas de café o té. Otras bebidas son mencionadas de forma salpicada en las cartas. En cuanto a los emplastos y pomadas encontramos también numerosas menciones, pero por desgracia, sin las fórmulas de sus componentes.
Terminemos este apartado con tres cartas de santa Luisa que resumen un poco los conocimientos de ambos y, sobre todo, sus investigaciones sobre los remedios. El 18 de marzo de 1651 ella le propone este complejo tratamiento a san Vicente: Permítame decirle que me parece que es necesario, para aliviar el mal que le ha causado su herida, mandar sacar sangre del lado de acá, aunque sólo sea una sangradera, para sofocar el ardor que puede producirse encima con el movimiento de los humores que producen las purgas, pero me parece absolutamente necesario que no emplee usted tanto la sal por encima durante algunas semanas.
Le envío una especie de pomada que tengo la experiencia que es muy buena para quitar el ardor y calmar el dolor. Me gustaría, Padre, que la probase usted frotando todos los alrededores y poniendo por encima un lienzo plegado, como una compresa de tres o cuatro dobles, empapada en esta agua, después de que se haya enfriado un poco sobre la ceniza caliente. Hay que cambiarla, al menos, dos veces al día. Y si el ardor de la herida fuera tan grande que secara en seguida el lienzo, habría que empaparía más veces y tener cuidado, si se pega a la herida, de no sacarlo sin humedecerlo antes un poco, para que no quite la costra.
Pero, en nombre de Dios, mi venerado Padre, no espere tanto tiempo para llamar al Sr. Pimpernelle, que fue el que me curó la pierna con cierto ungüento que al principio hizo una llaga muy grande, pero que luego la curó.
Quizá, si manda usted que lo sangren y emplea tres o cuatro días este remedio, ya no necesite usted nada más. Se lo deseo con todo mi corazón, y le ruego que su caridad le pida misericordia a nuestro buen Dios por mi pobre alma (IV, 169).
El 14 de noviembre de 1655 le escribe sobre el mal de su pierna: Permítame que le diga que es absolutamente necesario que su pierna no esté más de medio cuarto de hora colgando, y que no sienta el calor del fuego. Si se le enfría, habría que calentarla con algún paño caliente por encima de los calcetines, y si le parece a usted bien probar esta pomada dulce que le envío, frotando con ella ligeramente y poniendo encima un paño mojado en dos dobleces con agua tibia, espero que podrá sentarle bien. Cuando el paño se enfríe, habrá que recalentarlo, pero que el agua no esté del todo caliente ni del todo fría. Las sangrías le han debilitado el cuerpo, junto con ese mal; y cuando pone usted el pie en tierra, el calor y los humores acuden allí como a la parte más débil. Me gustaría que no bebiera usted tanta agua, y que dejase a las entrañas templarse y refrescarse, para no enviar tan violentamente el calor a la pobre pierna enferma. Con el consejo del médico, quizá con medio escudo de sales minerales (original francés: cristal mineral) en el primer vaso de agua que se tome por la mañana podría usted pasar mejor día (V, 440-441).
El 22 de diciembre de 1658, santa Luisa le habla todavía de su mal de las piernas: El temor que tengo de que venga de nuevo la helada me obliga a tomarme la libertad de decirle que creo que su dolor de piernas pasará cuando usted se purgue. Permítame que le explique una manera que me han enseñado y que no produce ninguna molestia: el peso de un escudo de sen, metido en remojo durante una hora en medio cuarto de litro del primer caldo ordinario, y tomárselo muy caliente. Tomárselo poco antes de la comida, y comer un potaje después de haber tomado esa pequeña cantidad, también muy caliente. Esto, repetido durante dos o tres días, hace el efecto de una medicina muy fuerte, pero sin debilitarle a uno; y continuar así, una o dos veces por semana, si le sienta a usted. De esta forma podrá sentir algún alivio en esas pobres piernas. Me olvidaba decirle que esto no le impide seguir tomando la sopa de la mañana ni comer al mediodía.
Me parece que ha sido el Sr. De Lorme, o algún otro médico de experiencia, el que ha enseñado este secreto, que él utiliza hace más de treinta años. Nos gustaría mucho que lo ensayase y que lo continuase, para ver si Dios le da su bendición a su empleo; la prueba no le hará ningún daño, al menos por la experiencia que yo tengo cuando lo he usado (VII, 351).
Ya es el momento de pasar al estilo de relaciones con los enfermos que san Vicente propuso y llevó a cabo.
El estilo de su actuar
El Sr. Vicente no lo inventa todo. Él sabe recuperar del pasado, pero también sabe inventar.
Veremos en primer lugar cómo siente él la preocupación por la eficacia; quiere tratamientos que curen o, al menos, alivien. Por ello busca ser competente y le preocupa la formación. Pero también experimenta una preocupación humanizante, bien sea para asegurar unos cuidados a los más desfavorecidos —y por eso puede llamársele precursor de la protección social—, bien sea para asegurar la calidad de las relaciones personales, curando en las casas, si es posible, pero también en los hospitales.
1.° Ser competentes y estar formados
San Vicente y santa Luisa insistieron en la necesidad de una formación seria, en los diferentes campos donde debían trabajar las Hermanas: en el plan doctrinal y catequético, y en el plan de relaciones, para todas, y en el plan medical, de pediatría o de pedagogía, según fueran los servicios de las Hermanas.
El 1 de enero de 1654 toma como tema de su conferencia esto, con generalidades, pero dando los motivos: Fijaos, Hermanas mías; todas sabéis ya, estoy seguro de ello, qué importante es que una Hermana esté bien informada de lo que tiene que hacer cuando se la manda a algún sitio. Las Damas la piden; se sienten muy consoladas cuando ven a una Hermana que está bien preparada en todo; los pobres también se sienten felices cuando se los instruye y se los sirve mejor (IX, 594).
Los medios para formarse eran las conferencias, pero también la lectura; y si un numeroso grupo de Hermanas llegaba sin saber leer, uno de sus primeros deberes, como se los recuerda el Sr. Vicente el 22 de enero de 1645, era aprender a leer: Vuestra regla os ordena, hijas mías, aprender a leer y a escribir en las horas destinadas para esto. Yo desearía, Hermanas mías, que tuvieseis todas este conocimiento, no ya para ser sabias, pues esto muchas veces no hace más que hinchar el corazón y llenarlo del espíritu de orgullo, sino porque eso os ayudaría a servir mejor a Dios (IX, 212).
Una vez que habían recibido la formación inicial, las Hermanas destinadas al cuidado de los enfermos debían continuar todavía formándose al lado de los médicos y, entre ellas, como se lo explica en esta misma conferencia: Además, hijas mías, tenéis que tener un gran respeto con las órdenes que os den los señores médicos para el tratamiento que pongan a vuestros enfermos, y tened cuidado de no faltar a ninguna de sus prescripciones, tanto por lo que se refiere a las horas, como a las dosis de las drogas, ya que a veces se trata de asuntos de vida o muerte.
Tened también mucho cuidado de fijaros en la manera con que los médicos tratan a los en fermos en las ciudades, para que cuando estéis en las aldeas, sigáis su ejemplo, o sea, en qué casos tenéis que sangrar, cuándo tenéis que retirar la sangría, qué cantidad de sangre tenéis que sacar cada vez, cuándo hay que hacer sangría en el pie, cuándo las ventosas, cuándo las medicinas y todas esas cosas que sirven en la diversidad de enfermos con quienes podáis encontraros… Es conveniente que tengáis algunas charlas sobre este tema (IX, 214-215).
¿El ser competentes lleva consigo que uno deba creerse superior a los otros y exigir más consideración? Una de las plagas de nuestro mundo es la sectorización, la especialización por sectores, que se ignoran mutuamente, y la estratificación en capas donde las que están más arriba menosprecian a las de abajo: así, frecuentemente, en los hospitales, las enfermeras se creen superiores a las ayudantes técnico-sanitarias, etc. Esta tentación ya existía en tiempos de san Vicente. Él luchó para que los Padres no menospreciaran a los Hermanos y, como santa Luisa, para que las Hermanas que son más competentes no miren por encima del hombro a las otras.
Él imagina una objeción de unas Hermanas cuando les habla del respeto cordial, el 1 de enero de 1644: Pero, Padre, me diréis, las que saben sangrar y cuidar los males, las que tienen muchos conocimientos, ¿no pueden pretender más honor y deferencia que las demás? Hijas mías, todo eso no vale nada, y todo se puede perder en un instante. Hemos visto a algunas personas olvidarse en una enfermedad de todo lo que sabían. Si el respeto que se les debía, como cristianos, estaba fundado en esas cualidades, adiós todo ese respeto (IX, 155).
2.° Atención «social»
Las Damas y las Hermanas daban de comer y curaban gratuitamente a los enfermos pobres. El Sr. Vicente no olvidaba, sin embargo, a aquéllos que, teniendo su sueldo, tenían habitualmente de qué vivir y con qué curarse, pero que las circunstancias los ponían en aprieto. Dos veces, por lo menos, encontramos en sus escritos unas directrices que indican un sentido de la protección social que casi no existió hasta nuestro siglo.
El 17 de setiembre de 1656 le escribe a Luis Rivet, Superior de Saintes: Si pueden ustedes pagarle a su criado el salario de los cuatro meses de enfermedad, así como los gastos de medicinas y del médico, creo que convendrá que le paguen, ya que se trata de un hombre pobre y un buen servidor (VI, 84).
Es verdad que no impone en este caso una obligación estricta, sino que dice sólo «convendría», aunque la razón esgrimida puede resultar restrictiva: «ya que se trata de un hombre pobre y un buen servidor». Es claro que, si no era pobre, la obligación sería menos apremiante. ¿Pero podemos suponer que de no haber sido un buen servidor, el Sr. Vicente habría dispensado al superior de cargar con los gastos? Nada da pie para comprender la frase en este sentido; más bien parece añadir simplemente un argumento de más para exhortado a ello; éste es un proceder al que san Vicente está bastante acostumbrado. Apenas un año más tarde, el 15 de junio de 1657 emplea con Antonio Durand, Superior de Agde, una postura señalando claramente la obligación: «tiene usted», aunque también añada ciertos matices: «lo más razonable que sea posible» «siempre que se presente ocasión»: Le pido a Nuestro Señor que les devuelva la salud a esos hombres que se han caído desde el tejado de su casa o, si quiere disponer de ellos, que les dé su gloria. Realmente es una pena ver cómo les ocurren estas cosas a las personas que trabajan por nosotros, y un motivo de temor, al menos para mí, de que mis pecados sean la causa de ello. Tiene usted que visitarlos y hacer que los atiendan en su enfermedad lo más razonable que sea posible y, si mueren, manifestarles a sus viudas o a sus parientes más cercanos el pesar que ustedes sienten, haciéndoles esperar sus servicios y su protección, y servirlos efectivamente siempre que se presente ocasión de hacerlo (VI, 310).
3.° Servicio corporal y espiritual
La primera Cofradía de la Caridad surge el 23 de agosto de 1617. En el acta de asociación de las Damas, el Sr. Vicente les propone como fin: Asistir corporal y espiritualmente (X, 571). Corporalmente, administrándoles su bebida y su comida y los medicamentos. Espiritualmente, haciendo que los que mueren salgan de este mundo en buen estado, y los que curen tomen la resolución de bien vivir en adelante. La fórmula: haciendo que los que mueren salgan de este mundo en buen estado, y que los que curen tomen la resolución de bien vivir en adelante, grabada en el mármol de su memoria, la repetirá hasta su muerte, marcando fuertemente un aspecto capital del ministerio vicenciano, incluidos los padres misioneros. El 8 de diciembre siguiente el primer renglón ya se cumpliría: asistir corporal y espiritualmente (X, 574 y 579).
El gran motivo de la misión con los pobres y los enfermos es para él a la vez la reconciliación, e incluso la amistad, entre las personas y las familias, y con Dios, la salvación eterna de cada uno. Así se lo explica a las Hermanas el jueves, 19 de julio de 1640: Es preciso que sepáis que el designio de Dios en vuestra fundación ha sido, desde toda la eternidad, que lo honréis contribuyendo con todas nuestras fuerzas al servicio de las almas, para hacerlas amigas de Dios, esto es, disponiéndolas con gran cuidado a recibir los sacramentos, y esto incluso antes de que os ocupéis del cuerpo… Durante sus enfermedades, tened mucho cuidado de prepararlos para la muerte, y de que tomen buenas resoluciones para bien vivir, si Dios permite que se curen. De esta forma, hijas mías, de enemigos que eran de Dios, se convertirán en amigos de Dios (IX, 39).
La insistencia sobre el servicio espiritual tanto como el corporal se mantendrá siempre consolidado en las Cofradías de la Caridad, por ejemplo, en el Reglamento de la Caridad de señoras en Montmirail: Pensarán con frecuencia que, para ser buenas sirvientes de los pobres, es preciso asistirlos espiritual y corporalmente, y tener compasión de su miseria (X, 618).
Vicente sabe, por otra parte, que ya otros le han precedido en este ejercicio de un ministerio espiritual llevado a cabo por laicos, en particular por unos hombres, miembros de la Compañía del Santo Sacramento. Lo explica en 1636 a las Damas de la Caridad del Hospital General de París: A las oficiales… Les ha parecido oportuno designar trece o catorce de las más asiduas y piadosas, a fin de dedicarse de dos en dos cada día para hacer todo lo posible a fin de reparar solamente a las mujeres enfermas a la confesión general, ya que Dios ha querido disponer de unos cuantos hombres de piedad y debidamente preparados para trabajar con los hombres e introducirlos a que hagan dicha confesión general (X, 901).
El 29 de noviembre de 1633, son fundadas las Hijas de la Caridad. Curiosamente, en 1634 funda con la señora Goussault las Damas de la Caridad del Hospital General, mientras que Genoveva Bouquet comienza a trabajar en la reforma de las Hermanas de este Hospital General. Tanto con las Hijas de la Caridad como con las Damas, insistirá siempre sobre la importancia del ministerio espiritual. Así, el 22 de enero de 1646: ¿Creéis, hijas mías, que Dios espera de vosotras solamente que les llevéis a sus pobres un trozo de pan, un poco de carne y de sopa y algunos remedios? Ni mucho menos, no ha sido ése su designio al escogeros para el servicio que le rendís en la persona de los pobres; él espera de vosotras que miréis por sus necesidades espirituales tanto como por las corporales. Necesitan el maná espiritual, necesitan el espíritu de Dios (IX, 229).
Señalemos todavía esto otro, del 11 de noviembre de 1657: Un turco, un idólatra, puede asistir al cuerpo. Por eso nuestro Señor no tenía ningún motivo para instituir una Compañía solamente con esa finalidad, ya que la naturaleza obliga suficientemente a ello. Pero no pasa lo mismo con el alma. No todos pueden ayudarles en eso, y Dios os ha escogido principalmente para que les deis las instrucciones necesarias para su salvación. Pensad en vosotras mismas (X, 917).
Este texto es esclarecedor, no sólo para una teología de los ministerios de los laicos y de las mujeres, sino también para el plan de su concepción de la naturaleza. En verdad, san Vicente cree en el pecado original. Pero podemos observar que también cree que la naturaleza tiene capacidades para hacer el bien, cree en los valores naturales y en una ayuda natural. Es éste un texto para que lo reflexionemos también ahora, cuando el aspecto del servicio corporal no atrae tanto las vocaciones femeninas, ya que se puede llevar a cabo permaneciendo en la vida laical o en el matrimonio.
Con los Misioneros, él recuerda, por el contrario, que incluso los sacerdotes han de preocuparse del servicio corporal. Por lo menos, tenemos una referencia de las actividades medicales o paramedicales de los Hermanos o de los Padres de la Congregación de la Misión. Se trata del P. Luis d’Eu, que prodigaba remedios a los pobres de la región de Roma, y del que ya hemos hablado antes. El 21 de diciembre de 1657 el Sr. Vicente escribe al Superior, el P. Edmundo Jolly: Haga el favor de consultar si hay algún peligro en que los sacerdotes se pongan a dar algunos remedios a los pobres para curarlos de ciertos males que puedan padecer; yo no veo en ello nada malo; y me parece que, si otros tampoco lo ven, debería usted dejar que el P. d’Eu ejerciera su caridad en esas ocasiones, con tal que esos remedios corporales no lo aparten de sus funciones espirituales, ni le cuesten mucho trabajo y dinero (VII, 30-31).
Muchos Misioneros murieron cuando atendían a los apestados en Génova. Leamos de nuevo este fragmento de una carta del 6 de diciembre de 1658, citada al principio, en el que el Sr. Vicente evocaba las objeciones de algunos de su congregación en tales servicios: Tenemos que asistirlos y hacer que los asistan de todas las maneras, nosotros y los demás… Hacer esto es evangelizar de palabra y de obra; es lo más perfecto; y es lo que nuestro Señor practicó y tienen que practicar los que le representan en la tierra por su cargo y por su carácter, como son los sacerdotes (XI, 393-394).
4.° Prioridad a las curas a domicilio
San Vicente pone el acento de forma especial en el servicio a los enfermos en sus domicilios, porque imita lo que hacía nuestro Señor, y porque permite evitar las diferentes miserias de la promiscuidad. Precisamente, para eso fueron fundadas las Cofradías de la Caridad, ya en 1617; exceptuamos a la Compañía de Señoras del Hospital General de París, fundada en 1634 para-visitar a los hospitalizados.
El 2 de febrero de 1653 explica a las Hermanas el espíritu de su Compañía siguiendo esa misma línea: No conozco ninguna Compañía religiosa más útil a la Iglesia que las Hijas de la Caridad, si se penetran bien de su espíritu en el servicio que pueden hacer al prójimo, a no ser las Hermanas del Hospital Mayor y las de la Plaza Real. (Hospitalarios de la Caridad de Nuestra Señora, que atendían desde 1629 un hospital para mujeres}, que son Hijas de la Caridad y religiosas al mismo tiempo, ya que se dedican al servicio de los enfermos, aunque con la diferencia de que los sirven en sus propias casas y no asisten más que a los que les llevan, mientras que vosotras vais a buscar al enfermo en su casa y asistís a todos los que morirían sin vuestra ayuda, porque no se atreven a pedirla.
En esto obráis como obraba nuestro Señor. Él no tenía una casa donde acogerlos; iba de ciudad en ciudad, de aldea en aldea, y curaba a todos los que encontraba (IX, 525; X, 748-749).
Las numerosas señales de atención que él recomienda muestran bastante bien con qué gran humanidad deben ser realizadas estas curas a domicilio. Sus directrices a las Damas de Chatillón, a partir de noviembre y diciembre de 1617, son bien conocidas. Estaban inspiradas, de suyo, en los Reglamentos de los Hermanos de san Juan de Dios y en los de los Servidores de los Pobres Enfermos, de san Camilo de Lelis, que él había conocido: La que esté de día, después de haber tomado todo lo necesario de la tesorera para poder darles a los pobres la comida de aquel día, preparará los alimentos, se los llevará a los enfermos, los saludará cuando llegue con alegría y caridad, acomodará la mesita sobre la cama, pondrá encima una mantel, un vaso, la cuchara y pan, hará lavar las manos al enfermo y rezará el Benedícite, echará el potaje en una escudilla y pondrá la carne en un plato, acomodándolo todo en dicha mesita; luego invitará caritativamente al enfermo a comer, por amor de Dios y de su santa Madre, todo ello con mucho cariño, como si se tratase de su propio hijo o, mejor dicho, de Dios, que considera como hecho a sí mismo el bien que se hace a los pobres.
Le dirá algunas palabritas sobre nuestro Señor; con este propósito, procurará alegrarlo si lo encuentra muy desolado, le cortará en trozos la carne, le echará de beber, y después de haberío ya preparado para que coma, si todavía hay alguno después de él, lo dejará para ira buscar al otro y tratarlo del mismo modo, acordándose de empezar siempre por aquél que tenga consigo a alguna persona, y de acabar con los que están solos, a fin de poder estar con ellos más tiempo; luego volverá por la tarde a llevarles la cena con el mismo orden que ya hemos dicho.
…En cuanto a los que estén en peligro de muerte inminente, se encargarán de avisar al señor párroco para que les administre la extremaunción, les moverán a que tengan confianza en Dios, y que piensen en la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo, encomendándose a la santísima Virgen, a los Ángeles, a los santos y, especialmente, a los patronos de la ciudad, y a aquellos cuyo nombre llevan; harán todo esto con un gran celo de cooperar en la salvación de las almas, y de llevarlos como de la mano hasta Dios. Las sirvientas de la Caridad se preocuparán de hacer que entierren a los muertos a costa de la Cofradía, darles una mortaja, mandar que hagan la fosa, a no ser que el muerto tenga medios para ello o provea a ello el rector de la iglesia, rogándoles en este caso que así lo haga, y asistirán a los funerales de aquellos a quienes hayan atendido durante su enfermedad, si pueden hacerlo cómodamente, ocupando en todo esto el lugar de madres que acompañan a sus hijos hasta el sepulcro; de esta manera practicarán por entero, y con mucha edificación, las obras de misericordia espiritual y corporal. Debemos destacar esa preocupación de enlazar las relaciones de proximidad hasta más allá de la muerte; eso era una cosa normal en aquella época, y desde mucho tiempo antes: las diferentes Cofradías de piedad o de oficios lo contenían en sus reglamentos (X, 577-580).
5.° Humanización de los Hospitales
Ya hemos visto que no hay que ennegrecer el cuadro de los hospitales antes de la actuación del Sr. Vicente, ya que, desde hacía tiempo, había muchas cosas buenas, y que la situación se volvió mucho más negra algunos años después de su muerte. Por otra parte, acordémonos de la situación dentro de ciertos hospitales y hospicios nuestros, no hace todavía mucho tiempo. Así, pues, conviene constatar que, cuando estudiamos los reglamentos para las Hijas de la Caridad destinadas a un Hospital General o a un hospital, lejos de criticar el reglamento de aquel centro, el Sr. Vicente recomienda a las Hermanas acatarlo (cfr. X, 683) y sabemos que en él se proveían incluso golosinas. No obstante, el Sr. Vicente señala ciertas disposiciones que contribuyeron a hacer que los enfermos estén más a gusto con pequeños obsequios. Citaremos algunos textos para las Damas visitadoras, que no están al cuidado de los enfermos, que no tienen la responsabilidad del cuidado de los enfermos, y otros para las Hijas de la Caridad de hospitales que los cuidaban.
Consejos a las damas visitadoras del Hospital General de París
En una carta del 25 de julio de 1634 a Francisco Du Coudray, a quien le pide que obtenga del Papa unas indulgencias para las Cofradías de la Caridad, le expone la labor de las Damas de la Caridad: Hemos fundado una (Cofradía de la Caridad) hace poco, compuesta de cien o de ciento veinte damas de alta calidad (Las Damas del Hospital General de París) que hacen la visita todos los días y asisten, de cuatro en cuatro, a ochocientos o novecientos pobres o enfermos, con helados, caldos, consomés, confituras y otras clases de dulces, además de su alimento ordinario que les proporciona la casa, para disponer a esas pobres gentes a hacer confesión general de su vida pasada y procurar que los que mueran partan de este mundo en buen estado, y los que sanen prometan seriamente no ofender más a Dios; de forma que esto se lleva a cabo con una bendición particular de Dios (I, 287-288).
Fijémonos en la importancia dada a los dulces y a las golosinas. No es ninguna innovación; ya lo encontramos antes que él, casi con las mismas expresiones, en los reglamentos de los diversos hospitales o en los registros de contabilidad. Eso prueba que él los estudiaba. La redacción de esta carta al P. Du Coudray sitúa estas golosinas en relación con las incitaciones a la conversión. Tales prácticas nos sorprenden hoy con su cariz de dulce presión. Pero, por un lado, en aquella época eso no era algo chocante. Y, por otro lado, hay que subrayar que se trata de una carta, escrita a vuelapluma. Los textos oficiales de los reglamentos no mencionan esta expresión: «para disponer», lo que demuestra bien que el Sr. Vicente no pensaba en absoluto presionar a los enfermos. Los que no se confesaban, recibían las mismas golosinas, porque el Sr. Vicente no buscaba presionarlos, sino crear en ellos lazos de confianza, como vemos en otros muchos textos. Al igual que los Hermanos de san Juan de Dios, él quería que se acogiera a todo pobre, sin distinción de religión ni ninguna otra cosa.
Encontramos esta mención de las golosinas en todos los reglamentos de las Damas de la Caridad visitadoras, y de las Hijas de la Caridad de los Hospitales. Por el contrario, jamás la encontramos en los reglamentos de las Cofradías de la Caridad que visitaban y cuidaban a los enfermos en sus casas. ¿Habría que ver aquí una compensación al sufrimiento que representa para un enfermo el verse alejado de su propia casa y vivir mezclado con otros? ¿Otro simplemente el hecho de que entonces les es más difícil procurarse estas golosinas que cuando está con su familia? Por el contrario, encontramos mencionada la ropa blanca y los vestidos en los reglamentos de las Caridades, y no en los de los hospitales, porque en este caso el establecimiento suministraba estas cosas.
Una conferencia de 1636, citada antes, precisa el servicio espiritual. Todo ello fue recogido de nuevo en el Reglamento de 1660, que destaca mejor la unidad del servicio corporal y espíritu: Las Damas se distribuirán para ir por turno a servir a los enfermos, haciéndolo de dos maneras: 1.°…irán dos cada día a instruir a las mujeres enfermas en las verdades cristianas necesarias para la salvación, las prepararán para que hagan una confesión general de toda su vida, les expondrán los motivos y la forma de hacerla bien, y les exhortarán a servirse de todos los medios posibles para salvarse, con la ayuda de Dios, tanto si mueren como si curan de aquella enfermedad.
2.° Las que hayan sido destinadas a distribuirles la colación se dirigirán a las dos, al Hospital (General)… distribuirán a los enfermos las golosinas y refrigerios preparados para ellos, según el orden que lleve la encargada, aprovechando la ocasión para consolar a los enfermos con alguna palabra edificante apropiada a sus necesidades {X, 966). Fijémonos en esta última frase: el Sr. Vicente, lo mismo que santa Luisa, no quieren que hagan discursos estereotipados, sino palabras que salgan realmente de nosotros, y adaptados a cada persona.
Y todo esto lo une conjuntamente con la adoración y la ofrenda, en línea con el sacerdocio bautismal, lo mismo que lo une a la santificación personal: Todas adorarán a nuestro Señor, entrando en la capilla del hospital, le ofrecerán el servicio que le van a rendir… Se retirarán a las cinco en verano y a las cuatro en invierno, después de haber dado gracias a Dios por el favor que les hizo de servir a sus pobres miembros, le pedirán perdón por las faltas que hayan cometido, y la gracia de enmendarse; luego ofrecerán a Dios a los pobres enfermos, rogándoles que los santifique a ellos y a todos los que los asisten…
…Se actuará siempre por puro amor de Dios, mirando únicamente al bien mayor que pueda hacerse, y no a los lugares y las personas que hayan sido recomendadas.
Todas las damas, tanto las oficiales como las demás, se esforzarán por adquirir la perfección cristiana que requiere su condición…
Y para que se conserven y se vayan perfeccionando en este espíritu, además de sus comuniones ordinarias y particulares, comulgarán todas juntas los sábados de las cuatro témporas, que es cuando se conceden las sagradas órdenes, a fin de que quiera Dios conceder buenos sacerdotes a su Iglesia, y nuevas bendiciones a la Compañía (X, 966-968).
Aparte de la preocupación general por la santificación personal, es preciso señalar de nuevo la insistencia sobre responsabilizarse de la «condición» de cada persona, y la unión con la Eucaristía, cada una personalmente, pero también todas juntas, en la línea del Cuerpo Místico, cuya perspectiva le viene frecuentemente a la mente a san Vicente como a los del cardenal Bérulle.
Reglamentos de las Hijas de la Caridad de Angers (finales de 1639) y de Nantes (1646)
En el Reglamento de Angers, que data de 1640 y de principios del 1641, el empleo de la jornada está previsto hasta en los detalles más insignificantes, uniendo el servicio corporal hecho en la mañana y la tarde, al espiritual, realizado más bien a media mañana y al principio de la tarde. Veamos lo esencial de ese reglamento: A las seis irán a la sala de los enfermos, vaciarán los cubos, harán las camas, limpiarán las salas, darán las medicinas… A las siete darán el desayuno a los más enfermos, haciéndoles tomar un caldo o un huevo fresco, y a los demás, un poco de manteca o manzanas cocidas. Después de esto… pondrán mucho cuidado en hacer tomar el caldo a los enfermos que hayan tomado las medicinas, en las horas indicadas.
… Instruirán a los ignorantes en las cosas necesarias para la salvación, les moverán a hacer una confesión general de toda su vida pasada y, después, a confesarse y comulgar todos los domingos…, consolarán a los que estén muy enfermos; les harán actos de fe, esperanza y caridad, de contrición y de conformidad con la voluntad de Dios; dispondrán a los que estén próximos a morir para que salgan de este mundo en buen estado, y a los que curen a no ofender nunca a Dios y, en el caso de que lo ofendan, a confesarse lo antes posible.
Pondrán mucho interés en que los pobres enfermos tengan todo lo que necesitan, la comida en las horas ordenadas, la bebida cuando tengan sed y, a veces, algunas golosinas para comer.
…Una vez que hayan comido los pobres (ellas) harán (sus comidas y sus oraciones).
Hecho esto… procurarán entretener a los enfermos.
…Si no hay en Angers una Compañía de Damas de la Caridad en el hospital para dar la colación a los pobres enfermos, las Hermanas se dirigirán a la enfermería a las dos en punto, para darles algunas confituras para la colación, como peras y manzanas cocidas y, si les parece bien a esos señores, pastas y rosquillas.
Las que no tengan que estar guardando enfermos volverán a sus ocupaciones y, si no tienen nada urgente que hacer, se quedarán en la enfermería para instruir a los pobres, disponer a los recién llegados a la confesión general y hacer que hagan actos interiores de fe, de esperanza, de caridad, de contrición y de conformidad con la voluntad de Dios, y consolarlos, lo mismo que por la mañana.
…Después de la acción de gracias… harán acostar antes de las siete a los enfermos que estén levantados, disponiendo que haya vino y algunas golosinas para atender a las necesidades de los más enfermos.
…A las ocho se retirarán las Hermanas, dejando a una de ellas en la enfermería para que vele y asista a los más enfermos y ayude a los moribundos a bien morir; ésta acabará su rosario durante el primer sueño de los enfermos y pasará la noche en vela, leyendo y dando alguna cabezada mientras descansen los enfermos (X, 640, 682ss).
Fijémonos en la importancia que da siempre a las golosinas y a los dulces que tan apreciados son por los enfermos y las personas de edad (la diabetes y el papel que juega en ella el azúcar era poco conocido). En fin, en Nantes el modo de acoger las Damas visitadoras está previsto en una corta frase: Recibirán a las personas que visiten a los enfermos con respeto, mansedumbre y humildad, haciendo lo posible por contentarlas y edificarlas (X, 710).
Un espírituhumano y cristiano a la vez o, mejor, teologal
1.° Este espíritu tiene su fundamento teológico: Jesús está realmente en el pobre
San Vicente estuvo marcado especialmente por dos pasajes evangélicos: por el versículo 18 del capítulo 4 de san Lucas: «me envió a evangelizar a los pobres» y por el capítulo 25 de san Mateo, sobre todo, por el versículo 40: «cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis», texto que él cita desde el reglamento de la Primera Caridad de Chatillón (X, 575). Y saca esta conclusión: eso significa que hay en ello una especie de presencia real de Jesús en los pobres. Y se lo dice a las Hijas de la Caridad el 25 de noviembre de 1658, cuando les explica por qué llamarlos nuestros maestros: Los pobres son nuestros amos; son nuestros reyes; hay que obedecerlos; y no es una exageración llamarlos de ese modo, ya que nuestro Señor está en los pobres (IX, 1. 137).
Mucho más, es justamente porque son pobres, esto es, desfigurados, casi sin aspecto de hombres, por lo que se encuentra en ellos Jesús, desfigurado por su pasión, al mismo tiempo que resucitado. El 16 de marzo de 1642 el Sr. Vicente acaba de evocar la Pasión de Jesús, y una Hermana añade, habiendo aprendido bien la lección: Una Hermana observó que sería conveniente, al entrar en la habitación de los enfermos, ver en ellos a nuestro Señor en la cruz, y decirles que su cama tenía que representarles la cruz de nuestro Señor en la que ellos sufren con El (IX, 78).
Todo esto es fruto de la Misión misma de Jesús, que quiso no sólo ser a imagen nuestra, uno de nosotros, sino mucho más, ser nuestro modelo, hombre perfecto, a la vez que «varón de dolores» y, finalmente, los que sufren son los que están hechos a su imagen; Él es el prototipo. Y esto mismo es lo que san Vicente explica a los Misioneros, en un escrito sin fechar: Cuando uno ha sentido en sí mismo las debilidades y las tribulaciones, es más sensible a las de los demás… Ya sabéis que nuestro Señor quiso experimentar en sí mismo todas las miserias. Tenemos un Pontífice —dice san Pablo— que sabe compadecer nuestras debilidades, porque las ha experimentado él mismo (Heb 4, 15).
¡Sí, Sabiduría eterna, tú has querido experimentar y tomar sobre tu inocente persona todas nuestras pobrezas! Ya sabéis, hermanos míos, que Él hizo todo esto para santificar todas las aflicciones a las que estamos sujetos, y para ser el original y el prototipo de todos los estados y condiciones de los hombres (XI, 716-717).
La misma enseñanza vemos en estas palabras bien conocidas sin fecha, a los Misioneros: Dadle la vuelta a la medalla y veréis con las luces de la fe que son ésos los que nos representan al Hijo de Dios que quiso ser pobre; El casi no tenía aspecto de hombre en su pasión, y pasó por loco entre los gentiles, y por piedra de escándalo entre los judíos; y por eso mismo pudo definirse como el evangelista de los pobres (XI, 725).
Y es por eso mismo por lo que, al servir a los enfermos, es a Jesús, el varón de dolores, al que encontramos: si Jesús está realmente en los pobres, servirlos es servirle a Él. El Sr. Vicente decía sin cesar, y lo repite todavía el 25 de noviembre de 1659: Debéis tratar a los pobres con mucha mansedumbre y respeto,… acordándoos de que es a nuestro Señor a quien hacéis este servicio, ya que Él lo considera como hecho a sí mismo: «cum ipso sum in tribulatione» (yo estoy con él en la tribulación, sal. 90 (91), 15), dice hablando de los pobres: Si él está enfermo, yo también lo estoy, si está en la cárcel, yo también; si tiene grilletes en los pies, los tengo yo con él (IX, 1. 194).
2.° Este espíritu también es teologal por su referencia a la bondad de Dios y a la caridad de Cristo
Servir a los pobres es convertirse en las manos caritativas de la Providencia. San Vicente expresa esta idea muchas veces con fórmulas muy gráficas, como la del 11 de noviembre de 1657: Estáis destinadas a representar la bondad de Dios delante de esos pobres enfermos (IX, 73). Además, servir a los pobres es imitar a Jesucristo, y continuar lo que El hizo. El Sr. Vicente lo afirmó más de una vez, como el 9 de marzo de 1642, dirigiéndose a las Hijas de la Caridad: ¡Qué felicidad, hermanas mías, hacer lo que un Dios ha hecho en la tierra! (IX, 73).
La misma enseñanza da a los Misioneros el 6 de diciembre de 1658: ¡Evangelizar a los pobres es un oficio tan alto que es, por excelencia, el oficio del Hijo de Dios! Y a nosotros se nos dedica a ello como instrumentos por los que el Hijo de Dios sigue haciendo desde el cielo lo que hizo en la tierra (XI, 387). Con 16 años de intervalo, bella continuidad en su espiritualidad. Y observemos que la expresión empleada corresponde a aquella que define, en la teología clásica, el papel del ministro de un sacramento: «instrumento». La repite todavía el 30 de mayo de 1659, hablando sobre la caridad. Hemos sido escogidos por Dios como instrumentos de su caridad inmensa y paternal, que desea reinar y ensancharse en las almas (XI, 553).
En fin, servir a los pobres es hacer el milagro de la Resurrección: resurrección espiritual, ciertamente. El Sr. Vicente, que había tomado posesión del priorato de san Lázaro por la casualidad de un deseo de su prior, vio en ello un signo provindencial. Escuchémoslo explicar a los Misioneros la obra de los retiros espirituales, en un extracto sin fecha: Esta casa, hermanos míos, servía antes de refugio para los leprosos; se los recibía aquí y ninguno se curaba; ahora sirve para recibir pecadores, que son enfermos cubiertos de lepra espiritual, pero que se curan, por la gracia de Dios. Más aún: son muertos que resucitan.
¡Qué dicha que la casa de san Lázaro sea un lugar de resurrección! Este santo, después de haber permanecido durante tres días en el sepulcro, salió lleno de vida; Nuestro Señor, que lo resucitó a él, les concedió esta misma gracia a muchos que, después de haber permanecido aquí algunos días, como en el sepulcro de Lázaro, salen con una vida nueva. ¿Quién no se alegrará con semejante bendición, y quién no sentirá un amor y un agradecimiento muy grande para con la bondad de Dios por semejante bien? (XI, 712).
Pero también imagen de una resurrección corporal: el servicio corporal a los enfermos y los heridos está beneficiado con esta misma mirada de resurrección, que la cita frecuentemente a las Hijas de la Caridad. La explicación que da de ella a las cuatro Hermanas enviadas a Sedán, el 23 de julio de 1654, es un poco largo (IX, 652-653). Contentémonos con la manera con que transmite a las Hijas de la Caridad el 8 de septiembre de 1657 las noticias llegadas de las Hermanas de Polonia, que cuidaban a los heridos en el cerco de Varsovia: ¡Salvador mío! ¿No es admirable ver a unas pobres mujeres entrar en una ciudad sitiada? ¿Y para qué? Para reparar lo que los malos destruyen. Los hombres van allá para destruir, los hombres van a matar, y ellas para devolver la vida por medio de sus cuidados. Ellos los envían al infierno, pues es imposible que en medio de aquella carnicería no haya algunas pobres almas en pe cado mortal; pero estas pobres Hermanas hacen todo lo que pueden para rhandarlos al cielo (IX, 911).
Ahora podemos comprender que este servicio, que continúa la caridad de Jesús, y ofrecido a Jesús mismo, sea una consagración. El Sr. Vicente, fiel a la concepción del sacerdocio bautismal que impregna a toda la escuela berullana, ve toda misión y todo servicio a los pobres en una perspectiva de ofrenda y de consagración: «ofrezcamos a Dios», «entreguémonos», «consagrémonos», son palabras que le afloran sin cesar, bajo diversas formas.
El 22 de octubre de 1650 el Sr. Vicente declara a siete Hermanas al enviarlas a Misión: Si os llevan a ver al obispo de esa diócesis, le pediréis su bendición;… le diréis que sois unas pobres Hijas de la Caridad, que os habéis entregado a Dios para el servicio a los pobres (IX, 498). El 9 de febrero de 1653 expone así el espíritu de la Compañía a las Hijas de la Caridad: El espíritu de la Compañía consiste en entregarse a Dios para amar a nuestro Señor y servirlo en la persona de los pobres corporal y espiritualmente, en sus casa o en otras partes, para instruir a las jóvenes pobres, a los niños y, en general, a todos los que la Providencia os envía (IX, 533).
A sus 75 años, en abril de 1656, deja todavía estallar su entusiasmo en una carta a un Padre de la Misión que acababa de hacer sus votos: Le abrazo con todo el afecto de mi alma, considerando a la suya como una víctima ofrecida continuamente a la gloria de su soberano Señor, que trabaja por su perfección y por la salvación de su prójimo. ¡Dios mío, Padre! ¡Qué felicidad la de aquéllos que se entregan a él sin reserva para realizar las obras que Jesucristo realizó, y para practicar las virtudes que Él practicó IV, 555).
Concluyamos con una expresión recortada, dirigida a los Misioneros el 7 de noviembre de 1659, pero válida para todo servicio prestado a los pobres y a los enfermos, que es, tanto como la predicación, continuación de la misión de Jesús: Agradecer a Dios la gracia que nos ha concedido al habernos puesto en este estado, y al estar así consagradas para continuar la misión de su Hijo y de los Apóstoles (XI, 643).
La práctica de este espíritu puede resumirse en dos puntos: San Vicente los señaló el 11 de noviembre de 1657 ante las Hijas de la Caridad: se, virlos con respeto y con devoción (IX, 916).
3.° Respeto cordial, bondad, misericordia, compasión
No basta con proveer a los enfermos de alimentos y curas; incluso la competencia técnica (médica, social o pastoral) tampoco basta: conviene también dedicar a cada uno un poco de atención, un poco de tiempo y, sobre todo, su corazón, ahí hace falta el corazón, la presencia cariñosa, la intuición agradable, atenta y respetuosa; en resumen, eso que puede designarse con una palabra de moda —pero todavía poco puesta en práctica—: la escucha. San Vicente llamaba a esto, respeto cordial, o bondad.
San Vicente habla con frecuencia del respeto, pero siempre acompañado de simpatía y de proximidad, de «cordialidad», como a él le gusta decir, y su frase preferida es: practicar «el respeto cordial mutuo», incluso cuando es preciso exigir. Ésta es una manera delicada de mostrar al otro que estarnos pendientes de él, que lo observamos, que cuenta para nosotros, y que no es sólo objeto de nuestros cuidados.
San Vicente estuvo ciertamente atento a ello, porque él mismo era sensible a las muestras de atención, aunque luchara por liberarse de ellas por humildad. Nos lo confiesa, al menos una vez, en el caso de un perrito destinado a la reina de Polonia, que las Hermanas guardaban antes de enviárselo. No es la única vez que el Sr. Vicente mira con simpatía a los animales y saca unas lecciones de ellos; con ellos se vigila menos que delante de la personas. El 7 de mayo de 1655, escribiéndole al P. Carlos Ozenne, misionero en Varsovia, le comunica noticias del perro: Dígale a la Señorita de Villers que el pequeño favorito (el perrito) empieza ya a dignarse mirarme, y que me da lección en muchas cosas, y me llena de confusión (V, 354). Helo aquí, impresionado porque un perrito lo ha mirado: ¡cómo se revela el alma del Sr. Vicente en estos pequeños detalles! Entre estas lecciones apostamos que estaba ésta de saber prestar atención a los otros, ser amable.
Desde 1641 recomendaba esto a las Hermanas del Hospital General de Angers: (Ellas) vivirán con mucha bondad, mansedumbre y cordialidad unas con otras y con los pobres (X, 685).
El 25 de noviembre de 1659 el duodécimo artículo (del reglamento de parroquias): Aunque no deber ser demasiado condescendientes con los enfermos, cuando éstos se nieguen a tomar las medicinas o sean muy insolventes, con todo, se guardarán bien de tratarlos con aspereza o despreciarlos; al contrario, los tratarán con respeto y humildad, acordándose de que la rudeza o desprecio con que los traten se dirigen a Nuestro Señor, del mismo modo que el honor y servicio que puedan prestarles (IX, 1. 193).
El 2 de junio de 1658, al comentar el artículo 39 de las Reglas, les explicó ampliamente a las Hermanas lo que eran la cordialidad y el respeto: La cordialidad propiamente hablando, es el afecto de la caridad que se tiene en el corazón… Si tenéis amor a los pobres, demostraréis que os sentís muy gustosas de verlos. Cuando una Hermana tiene amor a otra Hermana, se lo demuestra en sus palabras. Esto se llama cordialidad, es to, una exultación del corazón por la que se demuestra que uno está muy contento de estar con otra persona… La cordialidad es, pues, una alegría que se siente en el corazón cuando se ve a una persona a quien se ama y que se refleja, en un segundo momento en el rostro, pues cuando una persona siente alegría en su corazón no lo puede ocultar… También puede decirse que si la caridad fuera un árbol, la rama sería la cordialidad.
… Hay personas que tiene la santa costumbre de no tratar nunca con nadie más que con un rostro alegre y sonriente y que demuestran siempre, con algunas palabras de cordialidad, la alegría que sienten al volver a ver a los demás.
… Cuando tratéis con el prójimo, es menester que os esforcéis en ejercer esta cordialidad como cuando sirváis a los enfermos, hacer que aparezca cierto gozo en nuestro rostro, para demostrarles el placer que sentís al servirlos, y mostraros contentas de hablar con ellos; pero es preciso que sea una alegría moderada, no sea que os excedáis.
… Hay también otra (virtud) que les recomienda esta misma regla a las Hijas de la Caridad, que es el respeto.
¿Qué quiere decir respeto, hijas mías? Respeto es una virtud por la cual una persona demuestra que siente deferencia y veneración por otra, y que la estima.
Habremos notado al leer este bello término «veneración», que indica bien el matiz de respeto mezclado de apego y de afecto, tal como uno puede sentirlo ante una santa y buena persona.
… Hijas mías… es menester que estas dos virtudes de la cordialidad y del respeto se encuentren en las Hijas de la Caridad, juntamente las dos, porque si sólo demostráis tener cordialidad con una persona, no le guardáis respeto, y si sólo le demostráis respeto, todavía os falta la cordialidad.
… La cordialidad, hijas mías, es una virtud que os hace demostrar el amor que tenéis a todo el mundo; el respeto es un testimonio de la estima en que tenéis a la persona que respetáis. La cordialidad procede del corazón; el respeto tiene su fuente en el entendimiento, pues procede del conocimiento del mérito de la persona a la que se cree digna de honor (IX, 1. 037-1. 041).
El respeto cordial no se contenta con mostrar un rostro agradable. El texto precedente nos muestra que debe llegar hasta la escucha, seguida de su puesta en práctica. Hablar mucho no es recomendable; vale más escuchar. En este tema, los textos del Sr. Vicente son innumerables, y sus expresiones son verdaderos hallazgos.
Escuchar es renunciar al propio punto de vista y dejar entrar el del otro, como lo explica san Vicente a las Hijas de la Caridad el 18 de octubre de 1655: Es Dios el que os ha encomendado el cuidado de sus pobres, y tenéis que porteros con ellos con su mismo espíritu, compadeciendo sus miserias y sintiéndolas en vosotras mismas en la medida de lo posible, como aquel que decía: «yo soy perseguido con los perseguidos, maldito con los malditos, esclavo con los esclavos, afligido con los afligidos, y enfermo con los enfermos» (IX, 751).
Sus exhortaciones de ponerse a la escucha, del 11 de noviembre de 1657, hechas a las Hijas de la Caridad ya incluyen el enunciado de la condición sin la cual no: la no-defensiva, aceptar todo sin creerse atacado: Vuestro principal empleo, después del amor de Dios y del deseo de haceros agradables a su Divina Majestad, tiene que servir a los pobres enfermos con mucha dulzura y cordialidad, compadeciéndoos de su mal y escuchando sus pequeñas quejas, como tiene que hacerlo una buena madre; porque ellos os miran como a sus madres nutricias y como a personas enviadas por Dios para asistirlos. Por eso estáis destinadas a representar la bondad de Dios delante de esos pobres enfermos.
Nuestro Señor es, junto con ese enfermo, el que recibe el servicio que le hacéis. Según eso, no sólo hay que tener mucho cuidado en alejar de sí la dureza y la impaciencia, sino además afanarse en servir con cordialidad y con gran dulzura, incluso a los más enfadados y difíciles, sin olvidarse de decirles alguna buena palabra (IX, 2. 915-2. 916).
Ya él había dicho el 31 de julio de 1634 a las Hijas de la Caridad: Soportad sus malos humores, animadlos a sufrir por el amor de Dios, no os irritéis jamás contra ellos, y no les digáis palabras duras; bastante tienen con sufrir su mal. Pensad que sois su ángel de la guarda invisible, su padre y su madre, y no los contradigáis más que en lo que les es perjudicial, porque entonces sería una crueldad concederles lo que piden. Llorad con ellos; Dios os ha constituido para que seáis su consuelo (IX, 25).
El 27 de abril de 1659 una Hermana recuerda el ejemplo de Sor Bárbara Angiboust. Sor Juana Luce dijo: Padre, yo viví en los galeotes con ella. Tenía mucha paciencia para soportar las dificultades con que allí se tropieza por causa del mal humor de aquellas personas. Pues, a pesar de que algunas veces se irritaban con ella hasta llegar a echarle por tierra el caldo y la carne, diciéndole todo lo que les sugería la impaciencia, ella lo sufría sin decir nada, y lo volvía a recoger con mansedumbre, poniéndoles tan buena cara como si no le hubieran dicho ni hecho nada.
—Eso está muy bien hecho: ponerles la misma cara que antes. —Padre, y no solamente eso, sino que en cinco o seis ocasiones impidió que les pegaran los guardias (IX, 1. 165).
La escucha en el respeto cordial debe llegar hasta la ternura. Ser tierno, ternura, enternecerse, otras tantas palabras muy frecuentes en san
Vicente. No ternura consigo mismo, que lo vuelve duro para los otros, sino dureza para sí, a fin de poder ser enteramente tierno para los otros. Pero como el corazón humano es espontáneamente duro, lo mismo que la nuca es rígida (Ex, 32, 9), es preciso enternecerlo, lo cual supone alguna vez triturarlo. Eso es lo que parece dar a entender este pasaje del 6 de agosto de 1656 a los Misioneros: Cuando vayamos a vera los pobres, hemos de entrar en sus sentimientos para sufrir con ellos y ponernos en las disposiciones de aquel gran apóstol que decía: «Omnibus omnia factus sum» (1 Cor 9, 22); de forma que no recaiga sobre nosotros la queja que antaño hizo Nuestro Señor por boca de un profeta: «Sustinui qui simul mecum contristaretur, et non fuit» (Sal 69, 21).
Para ello es precioso que sepamos enternecer nuestros corazones y hacerlos capaces de sentir los sufrimientos y las miserias del prójimo, pidiendo a Dios que nos dé el verdadero espíritu de misericordia, que es el espíritu propio de Dios; pues, como dice la Iglesia, es propio de Dios conceder su misericordia y dar este espíritu (oración de las letanías de los santos) (XI, 233-234).
Todo esto está en conformidad con la mejor psicología, pero Vicente se basa, sobre todo, en el ejemplo del Señor Jesús, que nosotros tenemos que seguir. Leamos, entre otros, este pasaje de la larga conferencia a los Misioneros sobre la caridad, del 30 de mayo de 1659: Y paso enseguida al cuarto efecto de la caridad. Consiste en no ver sufrir a nadie sin sufrir con él, no ver llorar a nadie sin llorar con él. Se trata de un acto de amor que hace entrar a los corazones unos en otros para que sientan lo mismo, lejos de aquellos que no sienten ninguna pena por el dolor de los afligidos ni por el sufrimiento de los pobres.
¡Qué cariñoso era el Hijo de Dios! Le llaman para que vaya a ver a Lázaro y va; la Magdalena se levanta y acude a su encuentro llorando; la siguen los judíos llorando también; todos se ponen a llorar. ¿Qué es lo que hace nuestro Señor? Se pone a llorar con ellos, lleno de ternura y compasión. Ese cariño es el que lo hizo venir del cielo; veía a los hombres privados de su gloria y se sentía afectado por su desgracia. También nosotros hemos de sentir este cariño por el prójimo afligido y tomar parte en su pena (Xl, 560-561).
Y enseguida nos expone la razón profunda, que muestra su alma mística:… ¿Y cómo puedo yo sentir su enfermedad sino a través de la participación que los dos tenemos en Nuestro Señor, que es nuestra cabeza? Todos los hombres componen un cuerpo místico; todos somos miembros unos de otros. Nunca se ha oído que un miembro, ni siquiera en los animales, haya sido insensible al dolor de las demás miembros; que una parte del hombre haya quedado magullada, herida, violentada, y que los demás no lo hayan sentido… Con mucha más razón, los cristianos, que son miembros de un mismo cuerpo y miembros entre sí, tienen que padecer juntos. /Cómo! iSer cristiano y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfermo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura; es carecer de humanidad; es ser peor que las bestias (XI, 560-561).
Aquí nos encontramos lejos de la simple filantropía a base de emotividad: estamos en plena teología mística. Más que remitirnos al ejemplo de Nuestro Señor, nos remite a su presencia en nosotros. La ternura en la escucha y el respeto cordial se muestra también por una palabra de bondad cordial, dicha con entero conocimiento. Siempre es posible decir una palabra salida del corazón, incluso cuando tenemos muchos enfermos que visitar o curar; para eso no se necesita mucho tiempo.
El Sr. Vicente se lo explica detalladamente a las Hermanas el 11 de noviembre de 1657: Sin olvidarse de decirles alguna buena palabra… Hay que decirles siempre alguna cosa por el estilo para llevarlos a Dios. No decir muchas cosas a la vez, sino ir poco a poco dándoles la instrucción que necesitan…
De la misma forma, una buena Hija de la Caridad que le dice unas buenas palabras a un enfermo es como si lanzara un dardo que inflama su corazón en el amor de Dios (alusión a las flechas de Cupido en la mitología)…
Un alma buena de verdad, que ama mucho a Nuestro Señor y a la santísima Virgen, que no mira ninguna otra cosa en cuanto hace, más que agradar a Jesucristo, es como una llama de amor que penetra en el corazón de aquéllos a quienes habla.
… Quizás me diga alguna: «Padre, tenemos que atender a treinta enfermos; ¿es posible llevarles a cada uno su porción e instruirlos?» Mis queridas Hermanas, responderé a eso que habrá que decirles, al menos, una buena palabra de pasada, algunas frases de nuestro Señor, procurando elevarse hasta Dios para tomar del corazón de Nuestro Señor algunas palabras de consuelo.
… Y así decirle alguna cosa según las necesidades que veamos en él. Y para lograr que esto resulte útil, tenéis que llenares del espíritu de Nuestro Señor, de modo que todos vean que lo amáis y que intentáis hacerlo amar… Las que estén, llenas de Dios hablarán con afecto, porque llevan a Dios en el corazón, y lo que salga de ese corazón llevará consigo un poco de fuego que penetrará en el del enfermo; será como un bálsamo que lo llena todo con su aroma (IX, 2. 916- 2. 918).
San Vicente, siempre sensible también a la justicia como a la pureza de intención, quiere que mostremos a todos la misma ternura y les consagremos el mismo tiempo. El 11 de noviembre de 1659 nos comenta el n.° 8, tan sabio, de las
Reglas de las Hermanas de las Parroquias:… ordenando los ejercicios y tiempos, según que el número y la necesidad de los enfermos sea mayor o menor… una Hermana que se empeñase en quedarse mucho tiempo instruyendo a un enfermo, con perjuicio de otro, no obraría como es debido. Es preciso que sepa ordenar su tiempo, de modo que no deis a Pedro el tiempo que se debe dar a Juan (IX, 1187).
En fin, esta gran bondad llena de respeto debe también practicarse en el interior de nuestras comunidades, aunque el Sr. Vicente recomienda siempre a sus seguidores ser exigentes consigo mismos y resistentes, y que él mismo siempre lo ha sido. Su experiencia de la enfermedad lo empuja a recomendarnos el estar todavía más atentos cara a los enfermos.
Encontramos un texto muy importante y muy actual en su conferencia a las Hermanas sobre la uniformidad, del 18 de noviembre de 1657:… En nuestras enfermedades… tenéis que evitar los mimos excesivos y contentares con el trato que se da a los pobres. Pero os digo que si alguna, debido a sus enfermedades o a su edad o a su debilidad, necesita algo más, la Caridad que atiende a todas las necesidades tiene que tenerlo en cuenta.
… Las personas enfermas necesitan cuidados especiales; pero si no, esto sería una (carnicería).
¿Cómo tratar a una persona enferma y achacosa como a las demás, sin consideración alguna? Hijas mías, hay que atenderla cuando la edad o las achaques la han reducido a ese estado, si no, sería una injusticia.
Por eso, hijas mías, no os preocupéis, no os aflijáis las que sois ancianas o estáis enfermas, si no podéis seguir a las demás. La Compañía es una madre que sabe distinguir bien entre sus hijos enfermos y los que están bien (IX, 949-950).
Después de estos largos desarrollos sobre la primera virtud del espíritu vicenciano, que es el respeto cordial, pasemos a la segunda, que no se subdivide, y que ya hemos abordado en los fundamentos teológicos: la devoción.
4.° La devoción: servir a los pobres es una especie de liturgia, o de octavo sacramento
La palabra devoción (al menos en trances) ha sufrido un empobrecimiento de sentido respecto a la época de san Francisco de Sales y de san Vicente. Entonces todavía conservaba su sentido original, etimológico, de «estar dedicado» a alguien, entregado, consagrado, a su servicio y a su honor, y especialmente frente a Dios. tanto en san Vicente como en san Francisco de Sales, significa el apego activo a Dios para servirlo con un amor ardiente en toda su vida, de forma que toda nuestra vida se convierta en un culto ofrecido a Dios —en la línea de san Pablo: todo por la gloria de Dios (1 Cor 10, 31).
Así que para san Vicente hay una «presencia real» de Jesús en los pobres —ya lo hemos visto antes— y saca la conclusión de esto: su servicio es una especie de culto tributado al Hijo de Dios, una verdadera «dedicación», la cual lleva consigo el respeto cordial, como él lo declara a las Hijas de la Caridad el 11 de noviembre de 1657: Así, pues, esto es lo que os obliga a servirles con respeto, como a vuestros amos, y con devoción, porque representan para vosotros a la persona de Nuestro Señor, que ha dicho: «lo que hagáis al más pequeño de los míos, lo consideraré como hecho a mí mismo» (Mt 25, 44). Efectivamente, hijas mías, nuestro Señor es, junto con ese enfermo, el que recibe el servicio que le hacéis. Según eso, no sólo hay que tener mucho cuidado en alejar de sí la dureza y la impaciencia, sino además afanarse en servir con cordialidad y con dulzura, incluso a las más enfadosos y difíciles, sin olvidarse de decirles alguna buena palabra (IX, 916.
Es sorprendente ver al Sr. Vicente poner en igualdad el culto de Nuestro Señor en la liturgia, el culto que se tributa en la santa Eucaristía, y en la persona de los pobres y los enfermos. Es ése todo el sentido del artículo 1.° de las Reglas Comunes de las Hijas de la Caridad, porque «honrar» quiere decir tributar un culto, y ese culto se realiza sirviéndolo en los pobres: Honrar a Nuestro Señor Jesucristo como la fuente y el modelo de toda caridad, sirviéndolo corporal y espiritualmente en la persona de los pobres, sean enfermos, sean niños, sean prisioneros u otros, que, por vergüenza, no se atreven a mostrar sus necesidades.
Dicho de otra forma, el servicio a los pobres, tal corno san Vicente lo vivió y nos lo recomienda, es una verdadera experiencia espiritual. La vida mística vicenciana no es sólo unión con Dios o con Jesucristo en sí mismo, sino unión con Dios y con Jesús presente en la persona de los pobres, incluso cuando son repugnantes, desagradables, rebeldes, agresivos, corno hemos visto en los fundamentos teológicos. No faltan textos para ello; contentémonos con este pasaje del 13 de febrero de 1646, apoyando la palabra de una Hermana: Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres: Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una Hermana irá diez veces cada día a vera los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios… Id a ver a los pobres condenados a cadena perpetua, y en ellos encontraréis a Dios; servid a esos niños, y en ellos encontraréis a Dios. Hijas mías, ¡cuán admirable en esto! Sí, Dios acoge con agrado el servicio que hacéis a esos enfermas y lo considera, como habéis dicho, hecho a él mismo (IX, 240).
Evidentemente, este encuentro no es siempre tan agradable como hacerlo delante del sagrario o en un mullido oratorio. Y san Vicente ya lo advertía a los suyos, preparándolos a la paciencia, como ya hemos visto. Pero ello no impide que esto sea un verdadero encuentro, e incluso, un encuentro místico, quizás más verdadero que las efusiones más o menos sensibles. Es esta convicción la que hace comprender la frase que él repite muchas veces a las Hijas de la Caridad: dejar la oración o la santa Misa cuando un pobre llama para una necesidad urgente es dejar a Dios por Dios. Ya hemos visto que la frase es de san Camilo de Lelis, del que san Vicente debió aprenderla, aunque él la refiera a santo Tomás de Aquino, que, en efecto, tiene una expresión análoga.
Una frase dirigida a las Hermanas el 31 de julio de 1634 recoge bien todo esto: Hijas mías, sabed que cuando dejéis la oración y la santa Misa por el servicio a los pobres, no perderéis nada, ya que servir a los pobres es ir a Dios; y tenéis que ver a Dios en sus personas (IX, 25).
En ésta convicción que da toda su profundidad a este texto tan conocido de su conferencia del 5 de diciembre del 1659 a los Misioneros, hablando de la castidad: Que no se permita nada especial, ni en la comida ni en el vestido; exceptúo siempre a los enfermos, ¡pobres enfermos!, para atender a los cuales habría que vender hasta los cálices de la Iglesia. Dios me ha dado mucho cariño hacia ellos, y le ruego que dé este mismo espíritu a la Compañía (XI, 4. 675). No se trata aquí de una simple sensibilidad que nos lleva a extremos, sino de una consecuencia de su doctrina, porque es, en verdad, hacer servir también los cálices para el culto de Jesucristo, y de una forma tan auténtica como en la Eucaristía.
III. ¿Y cuando uno mismo está enfermo?
Todo esto es muy bonito cuando uno tiene todavía fuerzas. Pero llega un tiempo en el que nosotros mismos estamos al otro lado de la barrera, tocados por la enfermedad durante más o menos tiempo, de forma más o menos dolorosa y más o menos grave. El Sr. Vicente en persona cumplió una gran parte de su labor en medio en diversas enfermedades, y eso le autoriza para aclararnos también en este campo para que hagamos buen uso de la enfermedad y captemos el sentido cristiano de la enfermedad.
Sus enseñanzas pueden resumirse en cuatro puntos: acogida de la enfermedad por abandono a la Providencia. paciencia, obediencia, y conciencia de tener todavía una misión que cumplir.
Estos cuatro puntos están presentados, de forma global, en el n.° 3 del capítulo 6 de las Reglas Comunes de los Misioneros, que expresa muy claramente las virtudes propias de los enfermos, y les recuerda que todavía son muy útiles a la Compañía, teniendo incluso una misión de predicar: Nuestros enfermos deben persuadirse de que no están en la enfermería o en la cama sólo para curarse, sino también para predicar al menos con el ejemplo, como desde un púlpito, las virtudes cristianas, en particular la paciencia y la conformidad con la voluntad de Dios. Así serán para los que les asisten y les visitan como el suave aroma de Cristo, y aprovecharán la enfermedad para hacerse más fuertes en la virtud (2 Cor 12, 9); Una de las virtudes que más necesitan los enfermos es la obediencia. Por eso obedecerán con mucha fidelidad a los médicos del alma y también a los del cuerpo, así como al enfermero y a las otras personas destinadas a cuidarlos. París, jueves 29 de diciembre de 1994 (IX, 1. 037-1. 041).
1. Acogida de la enfermedad, abandono en manos de la Providencia
Un cristiano acepta la enfermedad, no sólo porque es Dios quien se la envía, sino, sobre todo, porque la escala de valores reales no es la de nuestra sensibilidad —que se expresa al ver en el sufrimiento el mal supremo, o que se oculta en su caparazón estoicamente, haciéndose más grande que ese mal— sino la de nuestra fe, que sabe que ese mal nos prepara para ver y recibir un bien mucho mayor. Eso es lo que el Sr. Vicente escribe, en 1631, a Isabel du Fay, recordándole al mismo tiempo la obligación de cuidarse: ¡Dios mío, cuán admirables y adorables son los caminos por donde Él la conduce, señorita! Ciertamente no ahorra nada para la santificación de un alma. Entrega el cuerpo y el espíritu a la debilidad para robustecerla en el menos precio de las cosas de la tierra y en el amor a su Majestad, hiere y cura; crucifica en su cruz para glorificar en su gloria; en una palabra: da la muerte para hacer vivir en la eternidad. Apreciemos esas apariencias de mal para obtener los verdaderos bienes que produce, señorita, y así seremos felices en este mundo y en el otro. (I, 185). Apreciemos el juego de palabras, tan rico en teología paulina: estar crucificado con Jesús para resucitar con Él: ahí está toda la espiritualidad del misterio pascual.
¿Quiere decir esto que hay que exponerse temerariamente a las enfermedades? Ciertamente no, si atendemos a lo que escribió a Luisa de Marillac a lo largo de 1632, estimulándola a tomar precauciones para no caer enferma. Es verdad que emplea una expresión enigmática, que pude interpretarse de maneras diversas, sobre todo, si la sacamos de contexto: Por amor de Dios, Señorita, no se ponga enferma en el camino. Hay que aceptar la enfermedad como a un estado muy divino. Es cierto que Nuestro Señor la ayuda de una manera especial. Pero me parece que usted es verdugo de sí misma por el poco cuidado que de ella tiene. Esté alegre, se lo suplico (1, 200).
La enfermedad, «estado muy divino», no quiere ciertamente decir que es preciso exponerse a ella, imaginando que Nuestro Señor nos protegerá de una manera especial. Parece que eso quiere decir, por el contrario, que no se debe desearla, lo mismo que no se desea ser Dios —aunque la aceptemos como venida de la mano de Dios si nos viene, a pesar de todas nuestras preocupaciones. «Dar lugar a la enfermedad» (aceptar la enfermedad) significa probablemente no «hacerle un lugar», sino más bien «dejarle un lugar si viene», evitando ser «verdugo de sí mismo»… Esta interpretación parece confirmada por lo que aparece en un extracto de conferencia no fechada, donde se ve el realismo del Sr. Vicente: de hecho, la enfermedad es un estado impertinente, casi insoportable, y no divino en sí mismo, pero que puede al menos servir a los designios de Dios; ella contiene un tesoro, pero bien oculto. Hay que reconocer que el estado de la enfermedad es un estado molesto, y casi insoportable por la naturaleza. Sin embargo, es uno de los medios más poderosos de que Dios se sirve para que cumplamos con nuestro deber, para qu’e nos despeguemos del afecto al pecado y para llenarnos de sus dones y de sus gracias. ¡Oh Salvador! ¡Tú que tanto sufriste y que moriste para redimirnos y mostrarnos cómo este estado de dolor podía glorificar a Dios y servir a nuestra santificación, concédenos que podamos conocer el gran bien y el inmenso tesoro que está oculto en este estado de enfermedad! Por medio de él, hermanos míos, se purifica el alma, y los que carecen de virtud tienen un medio eficaz para adquirirla. Es imposible encontrar un estado más adecuado para practicarla. En la enfermedad, la fe se ejercita de forma maravillosa, la esperanza brilla con todo su esplendor, la resignación, el amor de Dios y de todas las demás virtudes encuentran materia abundante para su ejercicio (XI, 760).
A continuación, el Sr. Vicente añade otro efecto benéfico: la enfermedad hace que nos conozcamos a nosotros mismos y a los otros. Es ahí donde se reconoce lo que cada uno encierra y lo que es. Es la medida con la que podemos sondear y saber de forma más segura hasta dónde llega la virtud de cada uno, si abunda en ella, si hay poco o nada de ella. Jamás se observa mejor lo que es el hombre que cuando está en la enfermería. He ahí, las pruebas más seguras que se tienen para reconocer a los que son más virtuosos y a los que son menos.
Todo esto se resume en una frase del 28 de junio de 1658: Hemos de considerar que todo lo que nos pasa en este mundo nos viene de Dios, o es El el que permite que nos suceda: la muerte, la vida, la salud, la enfermedad, todo esto nos viene por orden de la divina providencia y, de alguna manera que a veces no sabemos, siempre es por el bien y la salvación de los hombres (XI, 244, 247). En el resto de esta conferencia evoca cómo el devoto Hermano Antonio Flandín Maillet sabía acoger las enfermedades: Recibo las enfermedades como si vinieran de parte de Dios. De aquí se deriva esta consecuencia: saber tolerar las enfermedades con paciencia, y meditar sus motivos.
2. Paciencia
Está recomendada en el artículo de las Reglas Comunes a los Misioneros, citada antes, por una simple palabra, lo mismo que en el artículo 15.° de las de las Hijas de la Caridad, comentado por san Vicente el 11 de noviembre de 1657: Las Hermanas enfermas… también no tienen que impacientarse ni murmurar cuando no se les trata a su gusto, imaginándose que ellas no saben tan bien lo que hay que hacer como e! médico o las enfermeras; y que, en el fondo, siendo pobres, deben estar muy contentas de sufrir algo por el amor de Dios, que se complace también en el ejercer la paciencia de aquéllas (IX, 925).
El 28 de junio de 1658, recomienda a los Misioneros que se cuiden, y después añade: Pero tener tantos mimos con nosotros mismos, derrumbarnos por el menor daño que tenemos que sufrir, ¡oh Salvador!, eso es lo que tenemos que evitar. Si; hermanos míos, tenemos que romper con ese espíritu y con ese cariño excesivo a nosotros mismos (XI, 347).
Al Sr. Vicente le gusta también tomar los ejemplos de paciencia de sus Misioneros o de las Hermanas.
3. Obediencia
San Vicente habló frecuentemente de la obediencia; el 11 de noviembre de 1657 les habla a propósito de los deberes de las Hermanas enfermas: Por ahí, es por donde se conoce la virtud de una persona: en si obedece bien al médico cuando está enferma; la señal de una verdadera Hija de la Caridad o de un verdadero religioso es cuando se deja hacer todo lo que quieren el médico o sus enfermeros (IX, 925).
Ocho días más tarde, el 18 de noviembre de 1657, en un párrafo citado antes, cuando recordaba a las Hermanas las consideraciones que han de tenerse con los enfermos, también les evoca la necesaria obediencia: Cuando creáis necesitar alguna cosa, encomendádselo a Dios y pedidle que, si lo necesitáis de verdad, os lo dé a conocer. Y después de haberlo encomendado a Dios, si creéis que es su voluntad que lo digáis, podéis proponérselo con indiferencia a la Superiora. Acordaos bien de esto: proponerlo con indiferencia y en caso de necesidad. Y pedidle a Dios que os dé a conocer si ésa es su voluntad, hasta que os sintáis en esa indiferencia de conseguirlo o de que se os niegue lo que pidáis (IX, 950).
4. Conciencia de tener todavía una misión
El texto de las Reglas Comunes de los Misioneros citado al principio de esta parte tiene esta bella imagen que concierne a la misión de los enfermos. Ellos están como en un púlpito, para predicar con el ejemplo. Tiene a la vez la misión de rezar y de ofrecerlo por la Iglesia. Una imagen parecida aparece en el extracto de conferencia no fechada, que ya hemos citado: Hemos de alabar a Dios de que, por su bondad y misericordia, haya en la Compañía enfermos y achacosos que hacen de sus sufrimientos y enfermedades un espectáculo de paciencia, donde presentan todo el esplendor de sus virtudes. Le daremos gracias a Dios por habernos dado estos compañeros (XI, 761).
Los enfermos pueden colaborar todavía de otra forma: testifican que Dios permite quizá la enfermedad para hacer ver que El es bastante poderoso para hacer su obra sin nosotros.
San Vicente repitió muchas veces que los asuntos de Dios se ejercitan algunas veces mejor cuando se les soporta que cuando se actúa. Lo dice generalmente en otros contextos que no son los de la enfermedad, pero es bueno aplicar también esos textos para la enfermedad, porque nos muestran lo esencial: que es Dios el que, en definitiva, actúa.
Contando la de santa Luisa, encontraremos tres veces la expresión: Honrar el no hacer de Nuestro Señor. Citemos la primera, entre 1626 y mayo de 1629: Procure vivir contenta en medio de sus motivos de descontento, y honre siempre el no hacer y el estado desconocido del Hijo de Dios. Allí está su centro y lo que El espera de usted para el presente y para el porvenir, por siempre II, 126).
La última es del 13 de octubre de 1639. Por causa de la propia enfermedad de él, santa Luisa se ve obligada al no-hacer, conteniéndose contra su voluntad. Sigo con mi fiebrecilla… Su carta me hizo ver anteayer que había en mi espíritu cierto pesar por ello. ¡Dios mío! ¡Cuán feliz es, Señorita, al tener el correctivo de las prisas! Las obras que hace el mismo Dios no se estropean jamás por el no-hacer de los hombres. Le ruego que confíe en El.
En fin, también lo emplea con el P. Guillermo Desdames, que está en Varsovia, el 11 de abril de 1659 (VII, 417). Veamos todavía otra expresión, en otro contexto, pero tan expresiva que podemos retenerla. El 14 de enero de 1640, san Vicente recuerda a Luis Abelly, Vicario General de Bayona, que muchas veces hacemos más bien tolerando a los pecadores que queriendo actuar demasiado fuerte (II, 10). Aquí, el término «sufriendo» designa menos el sufrimiento que una cierta «pasividad» o «tolerancia», palabra que significa apoyo. Pero podemos aplicarla a la enfermedad, en sentido acomodaticio: Yo tengo una absoluta confianza en que un prelado que obre de esa forma (con dulzura) hará mucho más provecho a esas personas que todas las censuras eclesiásticas juntas. Nuestro Señor y los santos hicieron mucho más sufriendo que obrando.
En fin, es ante los sufrimientos físicos de sus Misioneros y de las Hermanas cómo san Vicente recibió del Espíritu Santo más mirada profundas sobre el lugar inevitable del sufrimiento en nuestras vidas. Podemos aplicar a la enfermedad lo que él dice en una conferencia de abril de 1655, a propósito de las persecuciones y del peligro de martirio del P. Francisco Le Blanc, prisionero de los protestantes en Escocia: Es nuestro hermano el que sufre; ¿no tenemos que sufrir con él?… Es lo que Dios hace cuando uno le ha hecho notables servicios: lo carga de cruces, de aflicciones y de oprobios. Padres y hermanos míos, tiene que haber algo muy grande, incomprensible al entendimiento humano, en las cruces y en los sufrimientos, ya que Dios suele pagar el servicio que se le hace con aflicciones, persecuciones, cárceles y martirio, a fin de elevar a un grado de perfección y de gloria a los que se entregan perfectamente a su servicio (XI, 98- 99).
El Sr. Vicente, frecuentemente, juntó la fe en la Providencia con la constatación de los males y los fracasos: creer que Dios sacará de ello el bien. Pero la frase que muestra mejor hasta qué punto realizó de manera devastadora el escándalo del sufrimiento permitido por un Dios bueno, es esta confesión transmitida por Abelly: Y ¿qué vamos a hacer nosotros, sino querer lo que quiere la divina Providencia y no querer lo que ella no quiere? Esta mañana me ha venido durante mi pobre oración un gran deseo de querer todo lo que acontece en el mundo, tanto de bueno como de malo, todas las penas en general y en particular, puesto que Dios las quiere, ya que las envía (VI, 440).
Hablar de decir sí a la voluntad de Dios cuando todo va bien, o más o menos bien, es fácil. Decir sí cuando uno mismo está destrozado, es más difícil, pero comprensible. Mas cuando uno ve sufrir a los que ama, y desplegarse la desgracia sobre el mundo, befado el nombre de Dios y su reino, sin que se vislumbre el final, tal como lo. vivió san Vicente, entonces eso desborda las fuerzas de la razón, y uno se queda en la fe pura y desnuda… Eso es lo que esta frase nos revela de Viente: la adhesión a un Dios que él ama, pero que no lo comprende…
A pesar de todo, él vive en esperanza, vive el misterio pascual; la Cruz como camino para la Resurrección; los enfermos y los lisiados son la bendición de la Compañía, como escribía el 19 de junio del 1658 al P. Louis Dupont, superior de Tréguier (VII, 159). Y lo repite en la Casa-Madre el 28 de junio siguiente, durante la conferencia ya citada, añadiendo el motivo teológico de la Encarnación: Hemos de creer que las personas enfermas de la Compañía son una bendición para la misma Compañía y para la casa; y esto lo hemos de tener más en cuenta por el hecho de que Nuestro Señor Jesucristo quiso este estado de aflicción, que él mismo aceptó para si, habiéndose hecho hombre para sufrir (XI, 345).
Y recomienda incluso la alegría en medio de las pruebas, ya desde 1632, a Luisa de Marillac, por la confianza de sentirse amada de Dios: Esté llena de confianza de que usted es hija muy querida de Nuestro Señor, por su misericordia. Le ordeno también que se procure una santa alegría en su corazón con todas las distracciones que le sean posibles (I, 201).
Al final de su vida, el 6 de junio de 1659, después de sus terribles noches, hará referencia a san Francisco predicando la alegría perfecta de Santiago en las pruebas: Tenemos necesidad de alguna contrariedad que nos afirme en la confianza en Dios, en el despego de nosotros mismos y en esa plenitud de gozo que acompaña a todos los que sufren. ¡Que el colmo de vuestra dicha sea pasar por toda clase de pruebas! (Sant 1, 2) ¿Quién nos afianzará en este gozo perfecto, esto es, en la fuente de la verdadera alegría? Quiere decir esto que todos los motivos de alegaría están acumulados y encerrados en un alma afligida y perseguida, poniéndola en un estado bienaventurado (XI, 572).
IV. Conclusión general
1. El necesario despojamiento
Para poder dejar que Jesús actúe de esa forma en nosotros y para nosotros, para podernos unir a Él en sus miembros sufrientes, aunque sean repugnantes, y para poder recibir su gozo incluso en la prueba del dolor, comprendemos la necesidad de despojarnos de nosotras mismas, de toda búsqueda personal, y dejarnos llenar de Dios y de Jesús. Ese es también el estilo de nuestro servicio a los pobres. San Vicente lo dijo en muchas ocasiones, para diversos ministerios. Conocemos su mejor expresión acuñada, en 1656, escribiendo al P. Antonio Durand, cuya misión era la formación de los sacerdotes: Por consiguiente, Padre, debe vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo (XI, 236).
El Sr, Vicente también designa esta labor con otras expresiones: Primero, la pureza de intención. Todavía es una noción ascética, es decir, dependiente en gran parte de nuestro ejercicio (sentido del término griego ascesis), de nuestros esfuerzos. Purificar nuestra intención es trabajar en no buscar más que la alegría de Dios y de los pobres. Para conseguirlo, será preciso que nos preguntemos con frecuencia: «¿A quién voy a agradar? ¿Al otro o a Dios? ¿O a mí?» Y también: «quién manda y quién obedece? ¿el pobre o yo?».
Buscar sólo la alegría de Dios supone que el servicio de los pobres, al igual que toda vida después de Jesús, da alegría a Dios. Querer la alegría de Dios es ser Dios mismo, se atreve a decirles a las Hermanas el 18 de octubre de 1655: ¡Qué estado tan dichoso… sin poder hacer más obras que las que agradan a Dios! Eso es hacer en cierto modo, lo que Dios hace, pues todo lo que Él realiza es para su gloria y su placer; de modo que podemos decir que, cuando hacemos alguna obra con esa finalidad de agradar a Dios, hacemos, en cuanto es posible, lo que Él hace, y de esta forma somos Dios mismos (IX, 757).
Todavía desarrolla este tema de la alegría de Dios el 21 de julio de 1658, explicando mejor su fundamento teológico: A ver con qué espíritu hacéis vuestro trabajo, la confianza que tenéis en El, todo esto lo mira con tanto gozo que parece que no es posible otro mayor. ¿Por qué? Porque se ve a sí mismo en ello, cuando ve esas virtudes en vosotras. Por eso no puede menos de amaros, pues también nosotros amamos a las cosas que se nos parecen. Y una vez que una persona ha llegado a ese grado, Dios se complace en su alma, al ver en ella las huellas de las divinas perfecciones que ha puesto allí por su gracia, de su amor, de su bondad, de su sabiduría. El Hijo ve allí su conformidad con la voluntad de Dios su Padre, y pone allí su complacencia.
… ¡Cuánto consuelo para vosotras saber que no sólo la oración es agradable a Dios, sino también todas las ocupaciones, hasta las más bajas, cuando se hacen para seguir las reglas, como lavar los pies a los pobres, besar la tierra, ver a un enfermo, ir a vaciar un cubo! Todo esto es tan agradable a Dios que a veces él prefiere esas cosas tan pequeñas a otras mayores, sobre todo si se hacen como es debido (IX, 1082).
Falta esta pregunta concreta: ¿quiero en verdad alegrar únicamente a Dios? ¿A quién quiero agradar? El 2 de noviembre de 1655, el Sr. Vi cente nos recuerda, tal como lo había hecho Jesús, que las mejores obras, de hecho, pueden ser buscadas por nosotros mismos y, por lo tanto, perder su valor a los ojos de Dios, y de los mismos pobres, si llegan a darse cuenta: Una Hermana irá de buena gana a tal parroquia, porque las damas la quieren y hablan bien de ella; otra hablará con afabilidad y dulzura a los pobres, porque dicen que es una buena Hermana y que cumple muy bien su deber. ¡Ay, Hermanas mías! Esta es una máxima del mundo: hacer las cosas por la propia satisfacción. Tened cuidado con ella! (IX, 762).
Así, pues, es preciso purificar nuestras intenciones, imitando en esto, como en todo, a Nuestro Señor Jesucristo, decía él el 19 de julio de 1640: ¡Oh, mis queridas Hermanas! Hay que imitar al Hijo de Dios que no hacía nada sino por el amor que tenía a Dios su Padre. De esta forma, vuestro propósito, al venir a la Caridad, tiene que ser puramente por el amor y el gusto de Dios; mientras estéis en ella, todas vuestras acciones tienen que tender a este mismo amor (IX, 38).
E insiste en ello el 13 de febrero de 1646: Un medio para hacer el servicio de los pobres como Dios quiere, es hacerlo con caridad, hijas mías… Es hacerlo en Dios porque Dios es caridad, es hacerlo puramente por Dios; es hacerlo en gracia de Dios, porque el pecado nos separa de la caridad de Dios,…No seréis verdaderas Hijas de la Caridad mientras no hayáis purificado todos vuestros motivos, mientras no hayáis arrancado todas las raíces de vuestras costumbres viciosas, mientras no os hayáis separado de vuestros apegos particulares (IX, 238).
La segunda expresión es: «el puro amor». Expresión netamente mística, es decir, que aquí es Dios quien nos ofrece amarlo puramente y estar unidos a El. Desde el 19 de julio de 1640 invitó a ello a las Hermanas: Cómo se puede amar a Dios soberanamente. Os lo voy a decir. Se trata de amarlo más que a cualquier cosa, más que al padre, a la madre, a los parientes, a los amigos, a una criatura cualquiera; amarlo más que a sí mismo, porque, si se presentase alguna cosa contra su gloria y su voluntad, o si fuese posible morir por el, valdría más morir que hacer algo contra su gloria y su amor (IX, 37).
Pocas veces emplea esta expresión, pero las Hermanas la retuvieron, y santa Luisa la usará más de una vez. Un 11 de julio, entre 1646 y 1649, una Hermana la utiliza al hablar de la pureza de intención, lo cual muestra su relación: La advertencia que nos hace san Pablo de que, aunque hagamos toda clase de buenas obras, si no tenemos caridad, que quiere decir puro amor de Dios, esto no nos servirá de nada (IX, 334-335).
2. El céntuplo prometido
No obstante, el Sr. Vicente no es un hombre de una sola pieza, no se le puede reducir a un esquema simple. A partir de sus primeras cartas, lo encontramos sensible a los «consuelos», y aquí volverá siempre. Primero, aunque no busque esta intención, no subraya que es normal encontrar placer de servir a Dios y a los pobres, como lo hace Sor Andrea, de la que habla el 25 de mayo de 1654: «No tengo ninguna pena y ningún remordimiento, más que el de haberme deleitado mucho en el servicio de los pobres». Y como yo le preguntase: «No, Padre, no hay nada, a no ser que sentía mucha satisfacción al ir por esos pueblos a ver a esas buenas gentes; volaba de gozo por poder servirlos» (IX 612).
El 25 de noviembre de 1659 enseña a las Hermanas que hay verdaderas satisfacciones al servir a los pobres: Yo os confieso, hijas mías, que nunca he sentido mayor consuelo que cuando tuve el honor de servir a los pobres. Esto es lo que constituye el gozo y el consuelo de las Hijas de la Caridad. «Dichoso el hombre que tiene piedad y presta» (Sal III (112), 5). Es feliz el hombre que practica la caridad. Y entre todas las obras de caridad no hay ninguna que proporcione tanto consuelo como la visita a los pobres (IX, 1190).
Resumiendo: el servicio a los pobres, en la abnegación, es el camino de la verdadera felicidad. La razón profunda de ello se la da a los Misioneros en enero de 1657: Dios ama a los pobres y, por consiguiente, ama a quienes aman a los pobres; pues cuando se ama mucho a una persona, se siente también afecto a sus amigos y servidores (XI, 273).
El 24 de noviembre de 1658 da ánimos a sor Ana Hardemont, en Ussel, desanimada en ese destino aislado y difícil: Les ha costado a ustedes algún trabajo acomodarse a las costumbres del país, pero también han conseguido un gran mérito delante de Dios por haber superado sus repugnancias y haber cumplido la divina voluntad por encima de la suya… Hermana, ¡qué consolada se sentirá usted en la hora de la muerte por haber consumido su vida por el mismo motivo por el que Nuestro Señor dio la suya! ¡Por la caridad, por Dios, por los pobres!… ¿Y qué mayor acto de amor se puede hacer que entregarse a sí mismo por completo, de estado y de oficio, por la salvación y el alivio de los afligidos? En eso está toda nuestra perfección (VII, 326).
El 7 de febrero de 1660, le recuerda al P. Santiago de la Fosse todos los trabajos de asistencia espiritual y corporal que la Compañía de los misioneros ha asumido, y añade: Usted mismo ha tenido parte en ese gran trabajo y ha creído que iba a morir en él, lo mismo que muchos otros, que dieron su vida por conservar la de los miembros doloridos de Jesucristo, que es ahora su recompensa y será algún día la de usted (VIII, 226).
Terminamos con el panorama que pintó a las Hijas de la caridad el 13 de febrero de 1646, y que resume todo el sentido que él da al servicio a los pobres y a los enfermos: revelarles la bondad de Dios: Si Dios da una eternidad bienaventurada a los que no le han ofrecido más que un vaso de agua, ¿qué no dará a una Hija de la Caridad, que lo deja todo y se entrega a sí misma para servirlo durante toda su vida?… Tiene motivos para esperar ser de aquéllos a los que se dirá: «venid, benditos de mi Padre, poseed el reino que os está preparado» (Mt 25, 34).
Otro nuevo motivo es que los pobres asistidos por ella serán sus intercesores delante de Dios; acudirán en montón a su encuentro; dirán al buen Dios: «Dios mío, ésta es la que nos asistió por tu amor; Dios mío, ésta es la que nos enseñó a conocerte… Ésta es la que me enseñó a creer que había un Dios en tres personas; yo no lo sabía. Dios mío, ésta es la que me enseñó a esperar en ti; ésta es la que me enseñó tus bondades por medio de las suyas (IX, 240-241).
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- ABELLY, Vicente de Paúl, libro II, cap. XI, sección II, n.° 219, p. 478, CEME, 1994.
- Cf. Guide des Archives de Meurthe-et-Moselle, H. 2, 807 a 2. 872. Dict. Hist. Et Géogr. Eccl; Archivum Francisc, Histor, 1. 9II, 1. 921. Revue Francis. D’Hist. 1. 924; 1929, p. 129s., 298s., 354s. LALLEMAND, L., Hist. De la Charité III, p. 167s.
- Cf. HÉLYOT, II, COI. 496-470; ESCHOLIER, p. 34, 36, y CANDILLE, p. 38; BLUCHE, p. 732; Cf. COSTE, P., El Señor Viente, el Gran Santo del Gran Siglo, CEME, Salamanca, 1980, tomo I, pp. 159-161.
- Cf. ABELLY, L. o. c. I. I. c. 50, pág. 223-224. sin que le haya quedado ninguna molestia; por eso le hemos hecho tomar esta mañana su pequeña medicina… Cuando se haya purgado, si se siente bien tres días mas tarde, le permitiremos volver al colegio. He dicho si se siente bien tres días más tarde, o sea, si no se repite su mal (I, 190).