Espiritualidad vicenciana: Enfermos

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Bernard Koch, C.M. · Año publicación original: 1995.

I. AMBIENTE: Condiciones sanitarias: Condiciones de vida, alimentación, higiene. Enfermedades y accidentes. Curas y tratamientos: Profilaxis, Medicina, Cirugía. El cuidado de los enfermos: A domicilio (familia, vecinos, Hermandades, Her­manas Grises). En hospitales: Hospital General de París; Hermanos de san Juan de Dios, en Roma y, a partir de 1602, en París: su espíritu, sus métodos. En Italia, Roma, san Vicen­te conoce a los Hermanos de san Camilo de Lelis: su espíritu, SUS métodos. II. LA APORTACIÓN DE SAN VICENTE: SU propia ex­periencia: sus enfermedades y accidentes, sus conocimientos médicos, en relación con los de santa Luisa: Nosología y tra­tamientos. El estilo de su actuar: No lo inventa todo, pero lo aumenta reimplantándolo o renovándolo: Ser competentes y es­tar formados, la atención social, servicio corporal y espiritual, prioridad a las curas a domicilio, humanización en los Hospita­les. Un espíritu, humano y cristiano a la vez, o mejor, teologal: Un respeto cordial, devoción. III. ¿Y CUANDO UNO ESTÁ ENFER­MO?: Acogida de la enfermedad, paciencia, obediencia, con­ciencia de tener todavía una misión. IV. CONCLUSIÓN GENERAL: El necesario despojamiento, el céntuplo prometido.


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I. Ambiente

1. Condiciones Sanitarias

1. Condiciones de vida, alimentación, higiene

Hoy nos es difícil, al menos en los países eu­ropeos, imaginarnos la manera de vivir en los si­glos precedentes, y cómo era rudimentaria esta vida. Provocaba muertes numerosas, sobre to­do, entre los jóvenes; y los que sobrevivían no eran tampoco muy resistentes a las diferentes in­fecciones.

La calefacción era deficiente, aunque éste no era el factor más peligroso. Las habitaciones no siempre se calentaban, y jamás en casa de [os po­bres. Ésa era la causa de que las camas estuvie­ran colocadas en las alcobas, cerrándolas con puertas o, al menos, rodeadas de cortinas, que pendían del techo de la cama. Por lo menos en casa de los pobres estaban aireadas, puesto que no podían pagarse cristales para sus ventanas.

La alimentación era muy diferente, según las regiones y las clases sociales, sobre todo. Glo­balmente, los gustos se inclinaban más sobre las viandas que sobre la carne, puesto que la pala­bra «vianda» en francés se refería, todavía en el s. XVII, a toda clase de «alimento», habiendo cam­biado de sentido a finales de ese siglo. Pero los pobres no podían comer carne todos los días. Por otra parte, todavía no existían las exigencias ac­tuales de alimentos o pescados frescos, sobre to­do, en épocas de penuria.

En cuanto a otros alimentos, se preferían los cereales, queso, centeno, mijo y leguminosas, co­mo las habas. Se menospreciaban las zanahorias, o los nabos, considerados «raíces», y la ensala­da llamada «hierba»; estos dos grupos eran con­siderados alimento de hambre.

La alimentación, en general, era suficiente, pero los períodos de penuria eran frecuentes, bien por las inclemencias del tiempo, bien por las guerras, interminables en algunas regiones, co­mo La Lorena, que en aquel tiempo no era terri­torio francés, y el Noroeste de Francia. Hubo ca­sos dramáticos y escenas horribles, llegándose alguna vez al canibalismo.

Tanto las memorias de esa época, como las cartas de los misioneros enviados en ayuda de las Provincias devastadas, nos describen todo eso, como esta carta de los sacerdotes de la Misión de S. Quintín, escribiendo a san Vicente en el in­vierno de 1651 a 1652: «El hambre es de tal mag­nitud que vemos a los hombres comiendo tierra, paciendo hierba, arrancando la corteza de los ár­boles, desgarrando los miserables harapos con los que están cubiertos, para comerlos; pero lo que no nos atreveríamos a decir, si no lo hubiéramos visto y que causa horror, se comen sus brazos y sus manos, y mueren desesperados» (IV, 288).

Las precarias condiciones de conservación de los alimentos y la ausencia de limpieza hacían que la calidad de estos alimentos fuese, con fre­cuencia, poco sana. Se conocían las salazones de pescado, el cerdo y algunas legumbres. Úni­camente los muy ricos y los nobles tenían neve­ras, es decir, fosas profundas de 3 a 4 metros, con un sumidero en el fondo, en las que duran­te el invierno se apilaban capas de paja y capas de hielo desmenuzado en los estanques, el cual se podía usar hasta bien avanzado el año. Preci­samos que estas fosas han sido calificadas erró­neamente de «calabozos» subterráneos. Fuera de esto, los alimentos estaban expuestos a co­rromperse con bastante rapidez, y no se ponía mu­cha atención a esto.

No se conocían entonces las precauciones actuales en la forma de comer. Los platos no se generalizarán sino a final del siglo. Todo el mun­do come de la misma fuente, sobre todo, en las casas de la gente sencilla. Si la cuchara es co­nocida desde hace bastante tiempo, el tenedor, introducido en Francia a lo largo del s. XVI, no se había extendido todavía en todas las regiones ni en todas las clases sociales, y se daba el caso de que los nobles y los reyes comieran con los de­dos, en una fuente para todos. Es fácil darse cuen­ta lo que esto puede ocasionar en caso de epi­demia.

Por lo que se refiere a la bebida, el vino o la cerveza, según las regiones, era la bebida de los ricos, o de los días de fiesta. Los pobres se con­tentaban con el agua de ríos o de pozos, incluso en las ciudades.

En fin, la higiene era algo casi olvidado. Apar­te de algunas fuentes públicas, el agua corriente no existía. Los pozos eran excavados en cual­quier sitio, bien cerca de las fosas de aguas usa­das, bien cerca de los cementerios. Respecto a los manantiales, se los tenía como saludables y puros, incluso si eran chorros poco profundos, o simples manantiales, frecuentes en zonas calcá­reas, que proceden a veces de terrenos cubiertos de inmundicias. El Renacimiento había abandona­do los acueductos romanos, y se prohibieron los baños públicos, que se habían convertido en lugares de encuentros mal vistos. En el siglo XVII, no se lavaba tampoco mucho.

En relación con esto, reinaba la miseria. Pul­gas, piojos y sarna eran corrientes, y no se tení­an medios eficaces para librarse de ellos. Se pen­saba que ciertas enfermedades se convertían en piojosas espontáneamente, que su piel engen­draba los piojos, y no se buscaban medios para librarse de ellos. En cuanto a la sarna, bajo el pri­mer imperio, todavía se la combatía con curas de suero durante seis o más meses. Todavía a fina­les del s. XVIII Goethe compondrá una canción hu­morística a los piojos, en la 1.ª  parte de Fausto, en la escena de la Taberna de Auerbach: el Rey que tenía una pulga como favorita. Ahora, noso­tros no podemos hacernos idea de lo que podía acarrear esta plaga, y las epidemias que podían transmitir, ya que el piojo era el vehículo del ti­fus.

Enfermedades y accidentes

1.° La nosología

La descripción y calificación de las enferme­dades eran muy imprecisas, sin criterios riguro­sos. Puesto que no existían aún los microscopios ni los termómetros, se ignoraban muchísimas co­sas: la naturaleza del tejido corporal, la existen­cia de bacterias, la medida exacta de la fiebre y, por consiguiente, las diferencias concretas entre las enfermedades. No se tenían más medios que los que tuvo Hipócrates para la investigación, el diagnóstico y, por tanto, para la descripción y la clasificación de las enfermedades: el pulso, fre­cuentemente tomado sin reloj, el color de la ca­ra, de la lengua, de la orina y de las deposiciones.

Las descripciones que conservarnos mezclan enfermedades de carencia, enfermedades infla­matorias, enfermedades contagiosas, y engloban en un mismo nombre enfermedades considera­das hoy como muy diferentes.

2.° Las enfermedades de carencia

Aún no se habían identificado las enfermeda­des de carencia. No se sabía que el escorbuto, enfermedad de navegantes, era producido por la carencia de vitamina C. No será hasta mediados del s. XVIII cuando se piense en el papel de los alimentos crudos. En 1795, la Marina inglesa im­puso como obligatorio llevar zumo de limón en los barcos. No obstante, se suponía el papel de la pre­sencia equilibrada de ciertos elementos en el or­ganismo para asegurarlo con una alimentación rica, de aguas minerales, o diversas preparacio­nes.

En fin, la deficiente alimentación y el hambre acuciante, a causa de carencias de proteínas y de vitamina A, llevaban a sus víctimas a situaciones lamentables, incluso cuando no contraían infec­ciones, y frecuentemente se seguía la muerte.

Un sacerdote de la Misión destinado en Lo­rena, en San Mihiel, en 1640, nos lo ha descrito en el comienzo de su carta: «Encontré tan gran cantidad de pobres que no pude darles a todos. Hay más de trescientos que se encuentran en su­ma necesidad, otros más de trescientos, en una situación extrema.

Señor, se lo digo con toda sinceridad: hay más de cien que parecen esqueletos cubiertos de piel, tan horribles que, si nuestro Señor no me diera fuerzas, no me atrevería ni a mirarlos. Tienen la piel como cuero amoratado, con las mejillas tan contraídas que se le ven los dientes totalmente secos y descubiertos, con los ojos y el rostro con­traído. Es la cosa más espantosa que puede uno imaginarse» (II, 25).

3.° Las enfermedades inflatamonás e infecciosas

No es fácil identificarlas, porque los términos que empleaban en aquella época no mantienen un equivalente exacto hoy. He aquí algunas:

  • Los cánceres existían, pero no tenían de­signación propia; los reconocemos gracias a lo que dicen de la manera en que estaban dañados los órganos.
  • «Fluxión»: designa un flujo de sangre, una congestión, una hinchazón inflamatoria.
  • «Tumor»: designa a toda clase de hincha­zón o bulto.
  • «Apostema»: designa los accesos o tu­mores purulentos.
  • «Mal de la piedra»: designa a los cálculos y los estados inflamatorios que engendran.
  • «Fiebre»: designa dos categorías de en­fermedades: las afecciones transitorias, pero continuas, como resfriado, bronquitis, tosferina, gripe, viruelas, enteritis, tifoidea y otras «fiebres pú­tridas», etc., y las fiebres periódicas, intermitentes, como la fiebre de Malta, el paludismo o la malaria. Hablan, por ejemplo, de la «fiebre cuartana».
  • «Peste»: es un término genérico que de­signa a toda enfermedad epidémica que origina una fuerte mortandad: el cólera, el tifus, igual que la peste bubónica propiamente dicha. De hecho, los textos mencionan rara vez la mortalidad de ra­tas que precede a la verdadera peste, no más que a los ganglios bubones, y ello les hace creer que se trataba frecuentemente del tifus, y no de la verdadera peste. Falta señalar que la mortan­dad era espantosa; así, sobre una población de 450. 000 habitantes, los archivos del Hospital de París contabilizan 68. 000 muertos sólo en la pes­te de 1562. Según otros datos, esta epidemia se habría llevado, en menos de dos años, más de cuarenta mil enfermos, lo cual demuestra cuán delicado es establecer estadísticas de épocas pa­sadas. Como no sabían combatirlas y librarse de ellas, estas epidemias reaparecerían con frecuencia: la peste asoló de nuevo París en 1623 y 1626. Hi­zo enormes estragos en 1631, puesto que, en una cuestación a domicilio para remediar la angustia de los hospitales, aceptaron sábanas y ropa blan­ca sin asegurarse que no estaban contaminadas, y propagaron la epidemia (I, 178).
  • «El mal de Nápoles», o «la gran viruela de Nápoles»: designaba a la sífilis, aparecida en Pa­rís en la segunda mitad del s. XV. Es preciso se­ñalar que en Italia fue llamada el mal francés, y también en la Alsacia. El barrio tan bonito de «La Pequeña Francia», en Estrasburgo, fue llamado así porque se hacía alojar allí a los afectados por es­te mal.

Un extracto de una carta de los sacerdotes de la Misión, que prestaban sus servicios en el Nor­te de Francia, a san Vicente, en 1650, es un buen ejemplo de los textos de esta época. Podemos constatar que se trata de un documento tan pre­ciso como pudiera serio ahora, lo que nos mues­tra cómo san Vicente se esforzaba en formar bien a los Padres también en estas materias: «Causa gran compasión ver por doquier una gran multi­tud de enfermos; son muchísimos los que su­fren disentería y fiebres; otros están cubiertos de sarna o de púrpura, (enrojecimiento enfermizo de diversa naturaleza), o de tumores y apostemas (abscesos o tumores purulentos); muchos están hinchados: unos en la cabeza, otros en el vientre, y otros en todo el cuerpo.1

4.° Las enfermedades mentales

Es preciso que también las mencionemos. Los locos, lunáticos, hipocondríacos, melancólicos, gentes afectadas del alto-mal (la epilepsia), con­forman más o menos el panorama, junto a la ca­tegoría menos caracterizada de los díscolos, los malos caracteres. También se creía mucho en los brujos y las posesiones diabólicas y, a partir de este siglo, los autores están divididos: algunos piensan que los poseídos son, de hecho, enfer­mos mentales.

5.° Las heridas y accidentes

Eran tan numerosas y variadas como en nues­tros días. Habla heridas, mutilaciones, quemadu­ras y estallidos de órganos internos producidos por la maldad de los hombres, por las guerras, por los bandidos, pero también por torturas legales con el hierro incandescente y el fuego. Esto últi­mo, por desgracia, no daba ocasión a ningún tra­tamiento, y conducía más o menos rápidamente, a la muerte. Los contemporáneos de san Vicente asistían todavía a la estrapada, como espectáculo (se izaba al condenado con una cuerda y luego se le dejaba caer brutalmente), al descuartizamiento (atando los miembros a cuatro caballos haciéndo­los partir al galope en las cuatro direcciones), a la rueda (el condenado, atado a una rueda, recibía un mazazo sobre cada uno de sus miembros con el fin de fracturarlos, y después, sobre el hígado pa­ra que reventara), y el apaleamiento. Los ahorca­dos quedaban colgados en la horca hasta que los cuervos hubieran devorado la carne.

En casos de motines, las represiones eran horribles: lenguas cortadas, ojos reventados o sa­cados, gentes desolladas vivas, como lo será to­davía en el s. XVIII el infeliz Damián por haber arañado a Luis XV, y a pesar de que este rey ha­bía pedido que lo indultaran. Había heridas, mu­tilaciones, quemaduras y estallidos de órganos internos producidos por accidentes debidos a la torpeza, a la incuria o, simplemente, a las cir­cunstancias naturales. Las caídas, los accidentes de trabajo y de circulación eran frecuentes. Los caballos podían desbocarse, romperse los ejes de los carruajes, y los caminos mal empedrados podían ceder alguna vez bajo las ruedas y vol­carse los vehículos. En consecuencia, además de los enfermos, existía una muchedumbre de im­posibilitados y de averiados por accidentes, heri­das de guerra o mutilaciones.

6.° Los ancianos

La media de edad era baja. No obstante, un número nada despreciable lograba alcanzar la edad de 60 a 80 años. Se era viejo, esto es, de­bilitado, disminuido, tocado de toda clase de enfermedades crónicas, mucho antes que en nuestra época, si bien los ancianos constituían un lote importante entre los enfermos y lisiados. Veremos la dura vejez que experimentó el mis­mo san Vicente.

Curas y tratamientos

1.° Profilaxis

Esto que hemos visto acerca de la higiene nos da pie para entender que entonces no se to­ maban las debidas precauciones, ineficaces las más de las veces, en los casos de enfermedad y epidemia. Al desconocer la transmisión a través de los microbios, pensaban que se trasmitían a través del aire, nunca a través del agua. Incluso entre los médicos, algunos creían todavía en la in­fluencia de las constelaciones, y procuraban un mínimo de aislamiento. Sin embargo, respecto a la lepra, en los siglos XII y XIII se habían separa­do rigurosamente a los leprosos, y se había ven­cido de esta forma esta enfermedad desde fina­les de la Edad Media. Pero no se hizo nunca lo mismo con las otras plagas.

Es verdad que cuando comenzaba a brotar una peste se intentaba colocar a los apestados se­parados de los otros enfermos, pero muy pronto se los hospitalizaba con los otros. Lo maravilloso es que tales epidemias así tratadas pudieron por fin desaparecer.

Hacia principios del siglo XVII, se comenzó a suponer el contagio, y a tomar precauciones in­dividuales, como marcar las casas de los apes­tados para prohibir que cualquiera pudiera entrar; no aproximarse demasiado a los enfermos para no recibir nada de su respiración; colocarse de­lante de la nariz y la boca un pañuelo empapado en esencias aromáticas; quemar la ropa y lo uti­lizado en las curas de los contagiados; cuando regresaban a sus casas, flamear los vestidos y cal­zados. Por desgracia, esto no era lo general, ni siempre era posible hacerlo, sobre todo, cuando el número de enfermos era de centenas y milla­res. También se comenzó a aislar durante cuarenta días a los pasajeros de los barcos que llegaban con enfermos. La palabra «cuarentena» aparece en 1635.

2.° Medicina

Una gran mezcolanza domina este campo, tanto respecto a las teorías como respecto a los productos. En 1616 Harvey había descubierto y demostrado la circulación de la sangre, pero los sabios no estaban de acuerdo en cuál era la cau­sa que la originaba. Harvey la pone en las con­tracciones espontáneas del corazón. Descartes lo niega, en nombre de la modernidad, conservan­do la teoría más antigua del calor inherente al co­razón, que hace hervir la sangre que le llega. Fue Harvey quien tuvo razón.

Las teorías biológicas son diversas, pero la más extendida es la de los elementos, los hu­mores, que se remontan hasta Hipócrates. Se creía que las secreciones del cuerpo, sangre, la pituita o flema (la linfa), la bilis y la bilis negra (se­creción que se suponía del zo), se formaban, en­tre otros factores, en función de la proporción di­ferente de los otros elementos fundamentales (agua, aire, tierra y fuego) y de sus formas de combinarse. El aire ambiente y el agua, en parti­cular, podían ser más o menos puros y nocivos. Los «humores pecantes», origen de enfermeda­des, eran el resultado de maligno equilibrio de los componentes, o de un exceso de un humor respecto a los otros. Dé ahí que una primera forma de curas consistiera en restablecer el equi­librio de los elementos.

Por otro lado, se pensaba que los humores vi­ciados eran especialmente transmitidos, bien a tra­vés del tubo digestivo, bien a través de la sangre. Según eso, era diferente el modo de tratar a los enfermos. Los tratamientos se inspiraban en es­tas teorías. Primero se combatían los humores de una manera casi quirúrgica, inspirándose en la segunda teoría, haciéndoles salir, bien por una la­vativa o purgante, bien por una sangría, que se practicaba por doquier. Los médicos tardaron mucho tiempo en admitir que esto terminaba acabando con los enfermos. Ya entonces se prac­ticaban las ventosas, medio menos brutal de descongestionar los órganos internos.

También se combatían estos humores de una forma más dulce, aportando al cuerpo los ele­mentos complementarios, con el fin de restable­cer el equilibrio. Curaban por medio del agua, en particular, con las curas termales (se decía «las aguas») y los baños (el Hospital General de París tenía bañeras sobre ruedas. Nosotros sabemos que el Sr. Vicente iba bastante regularmente a las aguas de Forges-les-Eaux. También bebían pre­parados de aguas curativas, como el de «Monsieur Deure» que le vendían a san Vicente y a santa Lui­sa, como veremos.

Se curaba por medio del aire, aconsejando cambiar de aires, y ciertas localidades eran repu­tadas por tener un aire mejor que otras. Encon­tramos numerosas alusiones a ello en la corres­pondencia de san Vicente con santa Luisa de Marillac.

Se curaba por medio del fuego: la cauteriza­ción, siempre en vivo, ya que no había anestesia, era bastante practicada. Podemos citar un ejem­plo de este tratamiento a un miembro de la Con­gregación del Sr. Vicente. En la repetición de ora­ción del 24 de agosto de 1647 (y en la siguien­te), describe él los sufrimientos del P. Duperroy, misionero en Polonia (XI, 286-289).

El padre Vicente, hablando a propósito de los sufrimientos de esta vida y, especialmente, de las enfermedades, nos dijo, después de haber en­comendado a las oraciones de la Compañía al buen padre Duperroy, que estaba en manos de los cirujanos para que lo curasen de un mal que había dejado en él la segunda peste, pues tenía algunas costillas cariadas y tenían que aplicarle fue­go (cauterización); y sin embargo, soportaba to­dos esos males con tanta paciencia que apenas le oían quejarse alguna vez.

Por último, curaban por la tierra, es decir, por toda una variedad de sus componentes, de mi­nerales diversos, incluidos los polvos de metales y de rocas consideradas curativas. También utili­zaban muchos derivados de plantas: azafrán, es­pecias, arroz, miel, rosas, cebada, etc., lo mismo que partes diversas del cuerpo de los animales. Las composiciones más bizarras tenían gran cré­dito: la famosa «triaca» estaba hecha de adormi­dera, escamas de víboras, recortes de uñas y otras delicadezas. La pata de ante debía curar la epilepsia.

Los reducían a polvo, o sacaban de ellos ex­tractos líquidos, que se preparaban tanto para uso externo (ungüentos, emplastos), como para uso interno, bajo diversas formas: especies de pastas más o menos sólidas, o bebidas (tisanas, «aguas», agua de rosa, aguafuerte, más o menos a base de alcohol, etc.), o también los electuarios, mezcla de productos reducidos a polvo, con miel o con jarales (la triaca era un electuario).

3.° Cirugía

Curaban también «por medio del fuego». La cirugía había progresado y continuó progresando en el s. XVII. Restablecían las fracturas y las luxaciones, operaban sajando las heridas, perfo­rando los abscesos, amputando miembros gangrenados, pero también penetrando más en profundidad en el organismo para realizar cesá­reas o para extraer la piedra, es decir, los cálcu­los. Sin embargo, la anestesia no aparecerá hasta finales del s. XIX. Así, pues, operaban en vivo, atando fuertemente a los «pacientes», tér­mino que dice bastante.

Los útiles empleados para restablecer fractu­ras y luxaciones son muy parecidos a los caba­lletes que servían para torturar (los cuales están todavía en uso en el s. XVII y lo estarían hasta el XVIII). En cuanto a los instrumentos del cirujano, la lanceta (el término aparece en 1256) o escal­pelo (1539), ancestre del bisturí estaba lejos de tener la precisión y el corte de hoy, y algunos se conformaban con un cuchillo cuidadosamente afilado, o con una navaja de afeitar. Más de un charlatán hábil con sus dedos se convirtió en ci­rujano improvisado, como un famoso Hermano Santiago, que hizo estragos en París en 1697, cu­randero diestro. Los verdaderos cirujanos dejaban morir muchos pacientes, tantos como aquél, me­nos por defecto quirúrgico que por falta de anti­sepsia.

2. El cuidado de los enfermos

A domicilio (familia, vecinos, Hermandades, Hermanas Grises de santa Isabel)

En general, los enfermos permanecían en sus casas mientras la familia podía ocuparse de ellos, pero podía ocurrir que toda la familia estuviera también afectada. No era extraño que algún ve­cino o vecina se ocupara del enfermo por caridad. Los miembros de las Hermandades de devoción o de oficio eran generalmente socorridos por los de su Hermandad. Pero únicamente se ocupa­ban de los que eran miembros de su Hermandad. En fin, había, al menos, una familia de congrega­ciones franciscanas puesta bajo la advocación de santa Isabel de Hungría (1207-1231), que hacía votos y recitaba el oficio en el coro, pero que no estaba obligada a clausura porque, siguiendo el Estatuto de la Orden Tercera, ellas salían algunas horas durante el día, de dos en dos, para visitar y curar a los pobres, a domicilio.2

Los nombres variaban: en Alemania y Lorena se les llamaba Hermanas de santa Isabel; Her­manas Grises y Hermanas de la Calle en Flandes y norte de Francia; Terciarias en Turena. Había también hermanas de éstas en localidades en que serán llamadas las Hijas de la Caridad, tal co­mo Montreuil-sur-Mer (de 1457 hasta después de 1759) y Nantes (desde antes de 1515 hasta 1790). (Es de notar que el término «gris» se em­pleaba, en sentido amplio, para indicar todo aque­llo que no era verdaderamente negro, blanco o de color vivo; las Hermanas vestidas de azul, de ma­rrón, lo mismo que de gris, eran llamadas Her­manas Grises; Las Hijas de la Caridad también se­rán llamadas Hermanas Grises.

En Hospitales

A partir de las destrucciones causadas por las invasiones bárbaras en el s. V, los obispos se convirtieron en los responsables de los pobres, tanto en el orden temporal como en el espiritual. Poco a poco, en colaboración con las municipali­dades, fundaron hospicios y hospitales para reci­bir a los pobres transeúntes y a los enfermos que no tenían a nadie que se ocupara de ellos. Estos establecimientos eran administrados bajo la res­ponsabilidad de los Ayuntamientos, o de los Obis­pos, o de un Capítulo de Canónigos, y manteni­dos por comunidades locales, bien de mujeres so­lamente, bien de mujeres y hombres, lo mismo que por algunos capellanes sacerdotes.

En la Edad Media, los reglamentos son bas­tante ejemplares, y la limpieza, la alimentación y el servicio más bien satisfactorios. El s. XVII, qui­zá como consecuencia de las guerras de religión, junto a la evolución de mentalidad y al empobre­cimiento consiguiente a las destrucciones, ex­perimenta una baja en la calidad, y las reformas, puestas en marcha desde 1535, no pudieron dar resultados más que a principios del s. XVII. Cada ciudad contaba con un Hospital General y uno o varios hospitales más, anejos al Hospital General o independientes.

París, durante mucho tiempo, no contó más que con su Hospital General, puesto que el prio­rato de San Lázaro, ya existente en 1122, se ha­bía especializado en leprosos; no obstante, a principios del s. XVII, acogieron allí también a alie­nados.

A finales del s. XVI, el Hospital General de Pa­rís resultó bastante insuficiente. También, cuatro Hermanos de san Juan de Dios llegaban de Ita­lia a París en 1601 y obtenían cartas patentes de Enrique IV en marzo de 1602 para fundar su hos­pital «San Juan Bautista de la Caridad».

El 19 de mayo de 1607, Enrique IV decidía construir un anexo del Hospital, el Hospital San Luis, en la parroquia de San Lorenzo, y sobre te­rrenos del priorato de San Lázaro y de la Abadía de San Martín de los Campos. El mismo edicto autorizaba la construcción de otro hospital en el sur, el de Santa Ana. Los hospitales de la Salpatriare y de Bicetre fueron fundados más tarde por Luis XIII.

Sólo hablaremos del Hospital General de Pa­rís, donde san Vicente intervino por mediación de las Damas de la Caridad, y añadiremos algu­nas indicaciones sobre dos Institutos que influ­yeron en el Sr. Vicente: los Hermanos de san Juan de Dios con su Hospital de la Caridad, y los Hermanos Servidores de los Enfermos, de san Ca­milo de Lelis.

1.° El hospital General de París

Su fundación data, por lo menos, de principios del s. IX. Primero dependía del Obispo y del Ca­pítulo, y después, a partir de 1006, sólo del Ca­pítulo, quien lo entregó a la municipalidad de Pa­rís el 4 de abril de 1505.

Su personal estaba integrado por hermanos y hermanas bajo la dirección el Maestro y de una priora, y a lo largo del s. XV el servicio era allí ejemplar. En los años 1450/1460 el provisor Juan Henri describe de esta forma la abnegación de las hermanas en su «Libro de vida activa», dedicado a la Hermana Helena Pemelle: Cuando (nosotros) las veíamos mantener la cabeza con una mano, y con la otra apoyar la espalda de los pobres en­fermos, cuando los sentaban en el retrete, y les lavaban la piel y lavaban sus sucios pies y sus su­cias camisas, y cortaban sus uñas, y les cortaban el pelo, y los transportaban tan malolientes de una cama a otra y, una vez muertos, los enterraban. El trabajo de esta casa es bien penoso; ha­cer, rehacer las camas, enjuagar en agua clara cada mañana sus camisetas, calentar ropa blan­ca para ponérsela en sus pies, hacer la colada ca­da semana de ochocientas a novecientas sába­nas… Luego, los unos, difíciles para hacer las curas… La injuriaban verbalmente; los otros, en el arrebato de la enfermedad, la golpeaban y herían, y otros le destrozaban a ella sus vestidos. Parecía estar leyendo ya textos de san Vicente.

En cambio, la costumbre de la época y hasta el s. XVIII, era tener en los albergues, lo mismo que en el hospital, camas bastante anchas para acostar en ellas a dos o tres personas. En tiem­pos de epidemia, podía meterse a más de un en­fermo en una misma cama. Esto era algo co­rriente en otros muchos hospitales. Se originaban batallas entre los enfermos de una misma cama, y el más débil era empujado al suelo. Las Her­manas, poco numerosas, no podían hacer gran co­sa en tales casos.

A partir del siglo XV, la calidad del servicio y el espíritu del establecimiento se fue deterioran­do, lo que empujó a los canónigos a entregar la administración a la municipalidad. En octubre de 1535, los comisarios nombrados por Francisco I suprimen la autonomía de los hermanos y las her­manas para entregarlas a los religiosos y religio­sas de san Agustín.

Enrique IV impulsó la construcción de otros pa­bellones, que comenzó en 1602. Rara vez se des­taca esta obra de Enrique IV. Se continuó con otras ampliaciones hasta después de 1626, lo mismo que con la construcción de nuevos hos­pitales. En 1646 el conjunto llamado «Hotel-Dieu» (Hospital General) albergaba 2. 800 enfermos en tres establecimientos.

A pesar de todo, el modo de tratar a los en­fermos resultaba defectuoso, debido a la mezcla de contagiados con no contagiados en casos de afluencia. Por el mismo tiempo, la reforma de servicios estuvo ayudada, a partir de 1608, por visitadores y visitadoras caritativas, no exentos de conflictos, dado que algunas veces éstos ca­recían de moderación. La obra de la Compañía del Santísimo Sacramento en pro de la asistencia es­piritual comenzó en 1632-1633 y, después, gracias a los esfuerzos de una visitadora, la Sra. Goussault, las Damas de la Caridad fueron fundadas en el «Ho­tel-Dieu» en 1634, para el servicio espiritual y cor­poral.

En fin, las religiosas agustinas del Hospital General, en quienes la tendencia contemplativa y la tendencia puramente activa se oponían, en detrimento de la calidad de servicio, pudieron ser reformadas en 1636, bajo la dirección de la Ma­dre Genoveva Bouquet, hija de un orfebre parisi­no. El Sr. Vicente la había conocido ya en el pa­lacio de la Reina Margot. Ella había entrado con las Hermanas del Hospital General a los 22 años, en 1613, y había hecho profesión en 1629. Con­tribuyó a la institución de un verdadero noviciado y de una equilibrada vida de comunidad, ayuda­da por el Canónigo Francisco Ladvocat, encarga­do de la reforma en 1635 y, seguramente, con la ayuda también del Sr. Vicente.3 Paradójicamente, será después de esta actuación, bajo el reinado de Luis XIV, cuando las condiciones de albergue se hacen inhumanas, porque el rey sólo conce­día sus favores al Hospital General. El número de enfermos aumentará sin cesar, sin que nadie co­menzara la ampliación. «Se verán obligados a me­ter a 6 enfermos en una misma cama y, con frecuencia, a ocho» y esta costumbre permaneció hasta el s. XVIII. En 1693 se llega a quince por cama, izando a los menos tullidos sobre el techo de los baldaquinos, colocando a otros sobre ha­macas con correderas instaladas bajo las camas.

Las horrendas descripciones del Hospital Ge­neral, repetidas con frecuencia, son, pues, en par­te, un error de cronología. Citar a Cuvier y otros autores del s. XVIII para poner de relieve la acción del Sr. Vicente es mostrar realmente que su ac­ción humanizadora no duró más allá de 1680, lo cual es más bien desolador, pero, desgraciada­mente, verdadero. En 1716, bajo la regencia de Felipe de Orleans, se volverá a comenzar una tí­mida primavera al concedérsela algunas subven­ciones y, más tarde, unos terrenos para la am­pliación.

3.º Hermanos de San Juan de Dios en Roma y, a partir de 1602, en París

Todavía estaban construyendo su estableci­miento cuando san Vicente empezó a relacionar­se con ellos, a partir de fines de 1608 ó principios de 1609. Estaba situado en la calle Santos Padres (llamada entonces calle San Pére, deformación de san Pedro).

Su espíritu

Sus casas estaban abiertas a todo tipo de po­bres y de enfermos varones. «Todos y cada uno de los enfermos o pobres que lleguen a nuestros hospitales y asilos serán recibidos con toda cari­dad y benevolencia. Se socorrerá a todos, sin dis­tinción de nacionalidad, ni de religión, sin acep­ción de personas, con la misma diligencia y con ese mismo sentimiento de afecto que nos obli­ga a venerar en nuestros hermanos la imagen de Jesucristo».

Los textos de la Regla de los Hermanos re­flejan, a la vez, la preocupación por combinar el cuidado del cuerpo y el del alma, y el más gran­de respeto a la persona: «cuando un enfermo es recibido en el Hospital, un religioso le lava los pies con algunas hierbas aromáticas, y lo des­viste; le da una camisa o camisolín, una gorra, todo bien blanco, un gorro, unas zapatillas, una ba­ta de casa, y le avisa con dulzura que se confie­se y purifique su alma, mientras ellos se ocupa­rán de sanar las enfermedades de su cuerpo. A continuación lo conduce, o lo hace llevar, a una cama provista de sábanas blancas, de un jarro para beber, de una taza, de una escupidera, de un orinal, de una poltrona al lado: se le calienta la cama si hace frío, y se le acuesta allí solo».

Todo esto lo encontramos en san Vicente, desde el reglamento de la primera Caridad de Chatillón, en noviembre de 1617, que está refe­rido, por lo demás, al Hospital de la Caridad en Roma. Por supuesto, que se curaban los cuerpos, pero también las almas, empresa en la que san Vicente participa, al menos, desde principios de 1609 hasta finales de 1611. La orden se había di­vidido en dos; los Hermanos de España hacían un 4.° voto, de servicio a los enfermos, mientras que los de Italia y del resto de Europa, basándose en un breve de Clemente VIII, de 1592, no hacían más que el voto de hospitalidad, incluso con pe­ligro de su vida. Fue la rama italiana la que vino a Francia, y que conoció san Vicente. El ideal de amor misericordioso combina contemplación y acción «rezar para sacrificarse siempre, y sacrifi­carse rezando sin cesar».

Sus métodos

Ellos introdujeron «un gran progreso técnico en las curas», particularmente en cirugía, muy especialmente en «el corte de la piedra», es de­cir, la extracción de cálculos de la vejiga. Ade­más, los edificios eran nuevos, con salas lumi­nosas y, sobre todo, con una cama individual para cada enfermo, cosa inusitadas en aquella época. No obstante, no sólo tuvieron admirado­res. El párroco de la parroquia y la abadía de Saint Germain des Pres, propietarios de los terrenos, les pusieron trabas durante mucho tiempo, y el clero, al igual que el pueblo, desconfiaba de es­tos extranjeros. Un panfleto de 1627 les acusa de bebedores, y de sacar demasiado dinero para Ro­ma. Como tenían la reputación de ser el mejor hos­pital, el Hospital General veía en ellos un temible competidor. Las cuentas que han llegado hasta nosotros muestran un gran rigor, y jamás nadie ha podido probar nada contra ellos.

4. En Italia, Roma, conoce san Vicente a los Hermanos de san Camilo de Lelis

Los Clérigos Regulares Servidores de los En­fermos habían comenzado en 1582, en Roma, al reunirse cinco enfermeros benévolos al lado de Camilo de Lelis, que se ordenó sacerdote des­pués. Además de Roma, pronto tuvieron otros establecimientos en Italia. La vida de san Cami­lo de Lelis fue escrita por un discípulo suyo que lo había conocido durante 25 años. Este compuso una vida para el público, impresa en 1615, y otra vida para los miembros de la Orden, escrita en­tre 1615 y 1622, que contiene unas precisiones suplementarias. San Camilo, muerto en 1614, pudo haber sido conocido por san Vicente en Roma.

Su espíritu

El servicio de los enfermos era el gozo de Ca­milo, y debía ser el de sus Hermanos. «Servido­res de los enfermos» debían «mirarlos como sus dueños y señores». Para ello debían vivir «en santa simplicidad y humildad», pero debían abs­tenerse de mortificaciones corporales, salvo el viernes, en que se ayunaba por la tarde. «A él le parecía difícil que un alma pudiera amar a Dios per­fectamente sin amar también al prójimo hacién­dole el bien». A pesar de ser una Orden con Votos solemnes, estaban exentos de recitar el oficio en el coro, para no restar tiempo a los en­fermos. Pero hacían una hora de oración cada día, y Camilo quería que se trabajara en oración permanente.

Anotemos una de sus fórmulas: «La oración que corta los brazos a la Caridad no sirve de na­da. Es una gran perfección, mientras se está a tiempo, de servir a los pobres y de dejar enton­ces a Dios por Dios: ya tendremos tiempo de contemplarlo en el cielo».

A los votos solemnes de pobreza, castidad y obediencia ellos añaden un 4.° voto: servir a los pobres enfermos todo el tiempo de su vida, y 4 votos simples: entre ellos el de no aceptar nin­guna dignidad fuera de su Congregación,, selvo si hay dispensa del Papa. La fórmula de los votos de la Congregación de la Misión retomaba, a ve­ces, palabra por palabra, aquélla de los Camilos.

Habremos observado tantos elementos pre­sentes en san Vicente, que es preciso admitir que él los ha visitado en Roma, tanto como a los Hermanos de san Juan de Dios, y que incluso habrá conocido a san Camilo, que no murió has­ta 1614. El P. André Dodin, en un curso de 1948, enseñaba también que los religiosos de los que san Vicente había olvidado el nombre eran los Camilos.

Sus métodos

En conjunto, eran tan precisos y de cariz hu­mano y cristiano como el de los Hermanos de san Juan de Dios. Destaquemos sólo, en cuanto al es­tilo de la relación pastoral, una preocupación de discreción con los moribundos, para no aterrar a los moribundos. Y, sobre todo, de no hablarles demasiado, sino, por el contrario, continuar ani­mándolos con dulzura y recitarles algunas inno­vaciones, porque pueden entender, aunque no den señales de ello.

Conclusión

He aquí, dispuesto el cuadro donde el Sr. Vi­cente va a evolucionar, y esclarecidas algunas de sus fuentes.

II. La aportación de San Vicente

San Vicente reveló un día a sus misioneros el secreto de uno de los resortes de su caridad: Cuando uno ha sentido en sí mismo las debilida­des y las tribulaciones es más sensible a las de los demás. Los que han sufrido la pérdida de sus bienes, de la salud y del honor, están mucho me­jor dispuestos para consolar a las personas que se encuentran con estas aflicciones y dolores, que los demás, que no saben lo que es eso (XI, 716).

Todos los documentos muestran que nos dice eso porque él mismo pasó por esa expe­riencia. Por eso, antes de exponer su acción y su estilo, es preciso recordar lo que él mismo vivió, tanto a causa de las pruebas corporales, como de los medios para remediarlas o aliviarlas.

Su propia experiencia

1. Sus enfermedades y accidentes

San Vicente tenía una verdadera fuerza física y una gran resistencia a la fatiga. Era capaz de recorrer largas distancias a pie, y también era un jinete a toda prueba. Sin embargo, desde su juventud sufrió diversos accidentes, y quedó su­jeto a los ataques de afecciones de toda clase. Fue herido por una flecha cuando tenía 24 años, en 1605.

En 1608 ó 1609, después de su llegada a Pa­rís, lo vemos tendido durante cierto tiempo en la habitación que comparte con su compatriota, quien sospecha de que le ha robado la bolsa. Ha­cia 1615, en casa de los Gondi, como conse­cuencia de una alta fiebre, comienzan a hinchár­sele las piernas, cosa que le atormentará toda su vida, y le abrumará en sus últimos años, compli­ cándose con úlceras supurantes, aparte de los accesos periódicos de su «fiebrecilla», que le du­raba de tres a quince días, agravada con frecuencia con los males de sus piernas: son todos síntomas del paludismo. Por último, sufrió inflamación de la vejiga, o de la próstata. Después de su muer­te, la autopsia revelará en su brazo «un hueso» plano y oval, «de la anchura de un escudo de pla­ta», calcificación resultante, sobre todo, de los embates infecciosos del paludismo.

Él habla poco de su salud, a no ser con san­ta Luisa, cuando ambos intercambian con toda li­bertad sobre este tema. También lo evoca rara­mente con otros con quienes se cartea, y en las pláticas a las Hermanas y a los Misioneros. El 2 de agosto de 1640, cuando tiene 50 años, expli­ca a las Hijas de la Caridad que frecuentemente no duerme de noche, y que, a veces, la fiebre le obliga a provocar los sudores, pero que, a pesar de todo, se levanta a las cuatro (IX, 45).

18 años más tarde, por el contrario, a sus 77 años, el 6 de octubre de 1659, confesará indi­rectamente que se le da alguna vez el caso de des­cansar por la mañana: En cuanto a mí, os confieso que nunca concedo descanso a mi pobre y mi­serable cuerpo, y que nunca me parece que ten­go más necesidad de descansar por la mañana que el día anterior (IX, 101) (expresión complica­da: El sentido es: cuando me acaece el dar reposo a mi pobre y miserable cuerpo, me parece que tengo una necesidad mayor de reposar al día si­guiente que el día anterior).

En este intervalo nos tropezamos con esta confidencia a santa Luisa, el 25 de noviembre de 1656 sobre el descanso que se toma, a pesar de todo, cuando está enfermo: Me encuentro me­jor del constipado, gracias a Dios, y hago todo lo que puedo por reponerme; no salgo de la habi­tación, descanso toda la mañana. (VI, 132).

No podemos revisar más que algunas de sus confidencias sobre sus enfermedades y acci­dentes. Y veremos un verdadero diario de salud, lo mismo que unas indicaciones sobre los trata­mientos. En mayo de 1631, con 59 años, escri­be a santa Luisa: Mi pequeña indisposición no es esta vez la fiebre ordinaria, sino cierta molestia en la pierna, por haberme alcanzado una coz de un caballo, y por un pequeño tumor que comenzó ha­ce ocho o quince días; se trata de tan poca cosa que, si no fuera por el excesivo cariño que tienen conmigo, no dejaría de salir a la ciudad» (I, 173). El primero de mayo de 1633, a sus 59 años, le cuenta a santa Luisa: La caída del caballo por en­cima de mí ha sido de las más peligrosas, y la pro­tección de nuestro Señor de las más especiales. Ha sido la bondad de Dios la que ha tratado de esta suerte, y el mal uso de mi vida el que ha obli­gado a enseñarme sus azotes. Le suplico que me ayude a obtener la gracia de enmendarme en el porvenir, y de alcanzar una nueva vida. Sólo me ha quedado una pequeña dilatación de los nervios de un pie que, por ahora, no me da mucho dolor. Mañana tendrán que purgarme, y pasado maña­na podré salir en coche para ir a una legua de aquí (I, 250).

De nuevo le declara a Luisa de Marillac en una carta después de 1637: Me encuentro bas­tante mejor de mi fiebrecilla, gracias a Dios. Ayer me tomé las aguas y me propongo continuar con ellas, si las encuentro; con la ayuda de Dios, me parece que me sientan bien, como siempre lo han hecho (II, 140). Después de 1639, por una vez él no tiene ningún mal, le dice a santa Luisa: Me encuentro bien, gracias a Dios, y soy el amor de Nuestro Señor su muy humilde y obediente ser­vidor (II, 140).

El 14 de enero de 1649, en plena guerra de la Fronda, después de unas gestiones con la Rei­na y Mazarino para intentar lograr la paz, deberá evitar la venganza de Mazarino, lo mismo que la de los partidarios de la Fronda, y entonces inicia una aventura de cinco meses a caballo, esca­pando del pillaje, en plena tormenta de nieve a lo largo de 80 kms en total, doscientas cuarenta ovejas de la granja de Orsigny, al sur de París. Y a continuación, cabalgando hasta Le Mans, An­gers y Nantes, antes de poder regresar a París. El lunes de Pascua, 5 de abril de 1649, tachó es­to en su carta a santa Luisa: He estado con un poco de fiebre durante la noche, después de ha­berme caído al agua, debajo del caballo; no hu­biera podido salir de allí si no me hubieran reco­gido. Ya estoy bastante bien, gracias a Dios. Fue a una media legua de Durtal. El santo fue salva­do por uno de sus sacerdotes, que le acompañaba. Volvió a subir totalmente empapado en el caba­llo y fue a secarse a una pequeña choza de los alrededores (III, 386, nota 3).

En una carta a santa Luisa, posterior a 1645, nos cuenta que él era sensible a las corrientes de aire, cuando tenía escalofríos (que son ya sínto­mas de comienzos de fiebre): Si la Señorita Le Gras acepta que acuda al locutorio, lo hará de muy buena gana, a pesar de mi resfriado. La ex­periencia me ha hecho ver que siempre que sal­go con este estado, cojo un nuevo constipado seguido a veces de fiebre; pero hará todo lo que desee la Señorita (III, 57). Hacia 1650 escribe a santa Luisa: No tengo fiebre, Señorita; sólo ten­go un poco de constipado, que va disminuyendo, gracias a Dios. He tomado ya la cuarta purga, y me parece que es bastante (III, 579). El 14 de no­viembre de 1655 leemos en una carta de Luisa de Marillac la primera alusión a la agravación del mal de la pierna, que va a torturarlo cada vez más. Nos encontraremos más tarde con este texto, porque allí vemos todo el razonamiento terapéu­tico de santa Luisa.

El 20 de noviembre de 1655 declara a Marcos Coglée, miembro de su Congregación: Me en­cuentro mejor, gracias a Dios, aunque sigo en ca­ma curando una erisipela que me ha salido en la pierna, después que me dejó la fiebre IV, 444). El doctor Parturier ve en estos males de piernas los síntomas de una arteritis que, unida a los ac­cesos de fiebre, lo relaciona con el paludismo. El 23 de noviembre de 1655 se le escapa una alu­sión a su salud, hablando con uno de sus amigos. Luis de Chandenier, sacerdote de las Conferen­cias de los martes, párroco de Toumus: Me en­cuentro cada vez mejor, gracias a Dios, aunque me sigue molestando la pierna, de forma que ten­go que guardar cama y seguir con medicinas (V, 445).

Volvemos con su confidente habitual, Luisa de Marillac, el 25 de noviembre de 1656: Me en­cuentro mejor del constipado, gracias a Dios y ha­go todo lo que puedo por reponerme: no salgo de la habitación, ‘ descanso toda la mañana; como to­do lo que me dan, y me tomo todas las tardes una especie de julepe (jarabe mucilaginoso o narcóti­co) que me prepara el hermano Alejandro (V, 132).

El 1658 su carroza vuelca, al romperse la sopanda, y la cabeza de san Vicente choca vio­lentamente contra el empedrado; se puso con fiebre días después. Se vio obligado a guardar cama, y lo creyeron en peligro de muerte. Él lo refiere en varias cartas.

En fin, en sus dos últimos años experimentó cada vez más afecciones. Su carta del 13 de ju­lio de 1659 a Luis Rivet, Superior de Saintes, nos muestra cómo también él se preocupaba de la sa­lud de los miembros de la Congregación: Le agra­dezco la preocupación que muestra por mi salud. No tengo ninguna nueva enfermedad, pero sin embargo hace siete u ocho meses que no salgo, debido al mal de mis piernas que ha aumentado y, además, tengo un derrame en un ojo desde ha­ce cinco o seis semanas, y no estoy mejor, a pe­sar de los diversos medios empleados para mi cu­ración ¡bendito sea Dios!

Me preocupa su debilidad de estómago y el desmayo en que se encuentra. La culpa es de sus grandes trabajos con los que ha aumentado los méritos de su alma, al mismo tiempo que con­sumía las fuerzas de su cuerpo. Le ruego, Padre, que haga tanto cuanto pueda para ponerse bien, y que se cuide mejor que lo ha hecho (VIII, 25).

Después su estado se fue degradando pau­latina e inexorablemente, impidiéndole salir de casa y, más tarde, bajar a las salas comunes. Abelly nos enumera sus sufrimientos: úlceras, sobre todo en las piernas y en los pies, hincha­zón y dolores en las rodillas. Dificultad de orinar, proveniente, sin duda, de una inflamación de la vejiga o de la próstata. Las piernas al fin le falla­ron totalmente el año 1660, último año de su vi­da, y ya no pudo decir más la santa Misa, pero siguió oyéndola hasta el día de su muerte, por más que sufriera lo indecible en trasladarse de su ha­bitación a la capilla, viéndose obligado a usar mu­letas para andar.

… pero si consideramos los grandes dolores que las rodillas hinchadas y los pies ulcerados le causaban sin cesar, y, principalmente, durante la noche, pues no podía encontrar ni sitio ni postu­ra que lo aliviaran, debemos reconocer que su vi­da era en aquellas circunstancias un continuo martirio.

Pero, además,… el último año de su vida le so­brevino una gran dificultad para orinar, que le pro­dujo muchos dolores y molestias sin cuento, por­que no podía levantarse ni ayudarse de ninguna de sus piernas, y el menor movimiento que hacia al coger con sus manos una cuerda que estaba ata­da a una viga de la habitación, le producía dolores muy agudos. En medio de los mayores sufrimientos no se le oía ninguna queja; solamente algunas aspiraciones hacia Dios, y repetía con frecuencia estas palabras: ¡Ah, Salvador mío! ¡Mi buen Sal­vador y otras parecidas…!

Añadamos que estas miserias no estorbaban en forma alguna su espíritu de penitencia: Entre tantos dolores siempre se mantuvo en su estilo de vida dura y austera, sin tolerar jamás que le acostaran en una cama blanda, sino en un jer­gón, para pasar sobre él cinco o seis horas de la noche.4

2. Sus conocimientos médicos, en relación con los de santa Luisa

Hemos tomado una parte de sus conoci­mientos médicos de diferentes fragmentos de sus cartas. Además, en este campo como en mu­chos otros, no lo podemos separar de santa Lui­sa, puesto que ellos ponían en común sus des­cubrimientos.

1 .° Teorías acerca de los tratamientos

La carta del 17 de octubre de 1631 a Luisa de Marillac nos demuestra hasta qué punto el Sr. Vi­cente tenía la preocupación de instruirse con los médicos, y de relacionar el juicio acerca de la en­fermedad con el conocimiento del conjunto de la persona. Se trata del hijo de santa Luisa, Miguel, que contaba entonces 18 años: Su hijo llegó con un pequeño dolor de cabeza, hace cuatro o cin­co días. Le hicimos sangrar al día siguiente y guar­dar cama. El Sr. Quartier nos ha dicho que no ha­bía que purgarlo hasta que se le pasase el dolor de cabeza, lo cual le ocurrió tres días más tarde,

Vemos en este último párrafo que él ejercía también en materia de diagnóstico y de pronós­tico. Encontramos otras trazas en algunos de los pasajes citados aquí. En este último caso, la curación del joven Miguel ha necesitado más tiempo que el previsto: no será hasta el 14 de sep­tiembre {de 1631) cuando podrá regresar al co­legio, como nos lo señala una carta del 15 (I, 187).

Pero él sabía echar una mirada crítica sobre los médicos, aunque no haya querido reempla­zarlos jamás. Continúa confiando en el criterio de éstos, aunque con reservas, como lo atestigua es­ta carta a santa Luisa, fechada en septiembre de 1651, acerca del mal estado de salud de su hijo, que tenía entonces 38 años: Yo estoy muy pre­ocupado, Señorita, por la preocupación que usted siente con la enfermedad del señor administra­dor (su hijo Miguel era entoaces baile de san Lá­zaro); le expreso los mismos deseos que ayer mismo le manifesté a usted y a su hijo, esto es, que hagan caso del médico. Pero ¿cómo va ser posible que se pueda superar una inclinación que está en él tan arraigada? (Una enfermedad cróni­ca). Después de todo, se cree que los médicos ha­cen morir más enfermos que los que sanan, pues­to que Dios quiere que lo reconozcamos como el médico soberano de las almas y de los cuerpos, sobre todo con los que no utilizan medicinas. Sin embargo, cuando uno está enfermo, hay que so­meterse al médico y obedecerlo (IV, 248).

Su diagnóstico es particularmente interesan­te en materia de posesiones. Mientras muchos de sus contemporáneos eclesiásticos y religio­sos creen enseguida en una posesión diabólica ante comportamientos o palabras delirantes o melancólicas, él, lo mismo que un buen número de médicos y no pocos obispos, veía más bien un desarreglo psíquico, y desanconsejaba viva­mente los exorcismos.

Citemos estas líneas de su largo informe, no datado, al duque de Atri acerca de su hija: Varias personas de grave piedad, temiendo que esa bue­na niña estuviese agitada por alguna posesión u obsesión maligna… que hacía tres años que no rezaba a Dios, y cerca de dos años que la habían tenido encerrada en una habitación en Port-Royal… Mi pensamiento fue al principio que se trataba só­lo de ese humor melancólico que la afectaba… «Después la joven habló en varias ocasiones du­rante mucho tiempo con el Sr. Vicente». Y fue en esta acción donde yo me confirmé en la opinión que tenla anteriormente… ella se vio totalmente liberada (I, 472).

Hubo también pretendidos posesos en Chi­nón. El Obispo no creía en esos casos, ni tampoco san Vicente, escribió a Lamberto Aux Couteaux, el 22 de julio de 1640: Sobre esa buena mucha­cha, todo lo que me han dicho me hace descon­fiar de su espíritu (II, 58).

2.° La prevención

Es preciso recordar que el año 1631 estuvo marcado por una epidemia que hizo grandes es­tragos. Podremos resaltar que el Sr. Vicente, al menos en esta ocasión, no la llama «la peste», cuando escribe a Luisa de Marillac: Me gustaría saber si hay contagio en los alrededores de esa parroquia (de san Nicolás de Chardonnet, en Pa­rís) o dentro de ella, y si tienen miedo sus damas (de la Caridad de san Nicolás) (I, 178-179).

El, en todo caso, no sentía miedo. Además de esto, en 1632 ó enero de 1633, Luisa de Marillac da la impresión de haber temido que ha atrapa­do la peste después de haber visitado a una en­ferma, y el Sr. Vicente la incita a no temer el con­tagio, a ejemplo de las Damas de la Caridad: La bondad de Dios sobre los que se entregan a Él en el ejercicio de la Cofradía de la Caridad, en la que ninguno de cuantos a ella pertenecen ha si­do tocado por la peste, me obliga a tener una perfectísima confianza en que no le alcanzará el mal. ¿Creerá, Señorita, que no sólo visité al difunto señor superior de san Lázaro, que murió de la peste, sino que incluso percibí su aliento? Sin embargo, ni yo, ni los otros que lo asistieron has­ta el último momento, hemos sufrido mal algu­no. No, Señorita, no tema; nuestro Señor quiere servirse de usted para algo que se refiere a su glo­ria, y creo que la conservará para ello. Celebraré la santa Misa por su intención (I, 238).

Observemos la mención del papel atribuido al aliento, y el uso de uno de los remedios muy co­rrientes en aquella época: el recurso a la plegaria y a la santa Misa, además de las precauciones se­ñaladas antes. Queda señalar que, así y todo, hu­bo una víctima entre las personas cercanas al Sr. Vicente: Margarita Naseau, que siempre la con­sideró la primera Hija de la Caridad, murió de es­ta peste en 1633, por haber acostado en su mis­ma cama a una apestada.

3.° Los remedios

El Sr. Vicente utilizaba aquéllos en boga, en su época. Se apresuraba para anotar las fórmu­las nuevas que encontraba, a hacérselas comu­nicar y a comunicarlas; testigo de ello es este pasaje de una carta a Edmundo Jolly el 17 de agosto de 1657, que no es, ni mucho menos, un querer preguntar, sino la petición de que se le envíe la fórmula. Me preguntaba usted si es con­veniente que durante las misiones, si hay alguna persona que sepa poner remedio a ciertas en­fermedades corporales, se le permita dedicarse a ello. Deduzco de esta pregunta que alguno se ha dedicado anteriormente a ello; y es conve­niente que sepa de quién se trata, cuáles son los remedios que ha aplicado, y para qué clase de ma­les. Así, pues, le ruego que me lo indique antes de que pueda contestarle (VI, 276).

Se trata del misionero Luis Eu, del que dirá, el 21 de diciembre, en una carta que citaremos más tarde, que no ve inconveniente en que este Padre siga curando de esta forma a los pobres. El 23 de junio de 1658 junta este ansia de reme­dios a una visión de fe: Usar los remedios tem­porales que le ordenen a uno para el alivio y la cu­ración de su enfermedad; hacerlo así es también honrar a Dios, que ha creado las plantas y le ha dado a cada una virtud (XI, 347).

Nos contentaremos con señalar algunos de esos remedios: El agua del Sr. Deure, que pare­ce que tuvo diferentes fórmulas. Encontramos la primera mención en mayo de 1630, escribiendo a Luisa de Marillac (I, 147). Algo más tarde, an­tes de 1634, escribe a Luisa de Marillac: En cuan­to al agua, beba sin cuidado; no ha hecho nunca daño a nadie y muchos se han curado con ella. La señora de Portmal (no conocida fuera de esta cita) empieza a sentirse bien. Le haré decir al Sr. Deure que se la envié, o bien dígale usted a la Se­ñorita que se lo mande decir (I, 199).

Pasados ya once años tenemos de nuevo otra mención el 16 de julio de 1645, esta vez de san­ta Luisa: Estoy preocupada por su mal, que temo sea más grave de lo que nos han dicho. Si fuera usted uno de nuestros pobres, me parece que nuestras aguas del Sr. Deure le habrían curado pronto, mientras que los ungüentos, de la clase que sean, reavivan el mal y lo mantienen siem­pre en supuración (II, 461).

Destaquemos el razonamiento terapéutico de santa Luisa, avalado por la experiencia, y que es exacto, ya que los ungüentos de entonces no eran siempre asépticos. A partir de este momento ya no volvemos a tener noticias de esta agua del Sr. Deure, bien porque se hayan perdido las car­tas que hablan de ello, bien porque los resultados no han sido suficientemente satisfactorios y se de­jó de usar, o bien el Sr. Deure había muerto. Ya hemos dicho que el Sr. Vicente se mostraba tan apresurado en comunicar las fórmulas como en recogerlas. He aquí un ejemplo, referente al Sr. De Hopille, Gran Vicario de Agén, en una carta del 11 de noviembre de 1657 al Superior de Agén, Ed­me Menestrier: Le envío una nota en la que se explica la manera de hacer esa agua que se toma como remedio contra el mal de piedra, la forma de emplearla y sus propiedades. Haga el favor de entregársela al Sr. De Hopille, que nos la he pedido (VI, 548). Puede ser que esta nota sea la que mencionaba ya al Sr. De Comet el 24 de julio de 1607. El Hospicio de Marans, en Charente Marí­tima, conserva en un antiguo manuscrito una fór­mula atribuida a san Vicente (I, 80, nota 18):

4.° El té, los jarabes y otras cocciones o infusiones

Santa Luisa usaba bastante abundantemente el té como remedio, y se lo aconsejaba a san Vi­cente. Nosotros hoy sabemos que la cafeína con­tenida en él en menor proporción que el café es beneficiosa para el corazón y para la circulación de los vasos capilares del cerebro y, por consi­guiente, de la memoria, tomada en dosis peque­ñas de tazas de café o té. Otras bebidas son men­cionadas de forma salpicada en las cartas. En cuanto a los emplastos y pomadas encontramos también numerosas menciones, pero por des­gracia, sin las fórmulas de sus componentes.

Terminemos este apartado con tres cartas de santa Luisa que resumen un poco los conoci­mientos de ambos y, sobre todo, sus investiga­ciones sobre los remedios. El 18 de marzo de 1651 ella le propone este complejo tratamiento a san Vicente: Permítame decirle que me pare­ce que es necesario, para aliviar el mal que le ha causado su herida, mandar sacar sangre del lado de acá, aunque sólo sea una sangradera, para so­focar el ardor que puede producirse encima con el movimiento de los humores que producen las purgas, pero me parece absolutamente necesa­rio que no emplee usted tanto la sal por encima durante algunas semanas.

Le envío una especie de pomada que tengo la experiencia que es muy buena para quitar el ar­dor y calmar el dolor. Me gustaría, Padre, que la probase usted frotando todos los alrededores y poniendo por encima un lienzo plegado, como una compresa de tres o cuatro dobles, empapa­da en esta agua, después de que se haya enfria­do un poco sobre la ceniza caliente. Hay que cam­biarla, al menos, dos veces al día. Y si el ardor de la herida fuera tan grande que secara en seguida el lienzo, habría que empaparía más veces y te­ner cuidado, si se pega a la herida, de no sacar­lo sin humedecerlo antes un poco, para que no quite la costra.

Pero, en nombre de Dios, mi venerado Pa­dre, no espere tanto tiempo para llamar al Sr. Pimpernelle, que fue el que me curó la pierna con cierto ungüento que al principio hizo una lla­ga muy grande, pero que luego la curó.

Quizá, si manda usted que lo sangren y em­plea tres o cuatro días este remedio, ya no ne­cesite usted nada más. Se lo deseo con todo mi corazón, y le ruego que su caridad le pida mise­ricordia a nuestro buen Dios por mi pobre alma (IV, 169).

El 14 de noviembre de 1655 le escribe sobre el mal de su pierna: Permítame que le diga que es absolutamente necesario que su pierna no es­té más de medio cuarto de hora colgando, y que no sienta el calor del fuego. Si se le enfría, habría que calentarla con algún paño caliente por enci­ma de los calcetines, y si le parece a usted bien probar esta pomada dulce que le envío, frotando con ella ligeramente y poniendo encima un paño mojado en dos dobleces con agua tibia, espero que podrá sentarle bien. Cuando el paño se en­fríe, habrá que recalentarlo, pero que el agua no esté del todo caliente ni del todo fría. Las sangrías le han debilitado el cuerpo, junto con ese mal; y cuando pone usted el pie en tierra, el calor y los humores acuden allí como a la parte más débil. Me gustaría que no bebiera usted tanta agua, y que dejase a las entrañas templarse y refrescar­se, para no enviar tan violentamente el calor a la pobre pierna enferma. Con el consejo del médi­co, quizá con medio escudo de sales minerales (original francés: cristal mineral) en el primer va­so de agua que se tome por la mañana podría us­ted pasar mejor día (V, 440-441).

El 22 de diciembre de 1658, santa Luisa le ha­bla todavía de su mal de las piernas: El temor que tengo de que venga de nuevo la helada me obli­ga a tomarme la libertad de decirle que creo que su dolor de piernas pasará cuando usted se pur­gue. Permítame que le explique una manera que me han enseñado y que no produce ninguna mo­lestia: el peso de un escudo de sen, metido en remojo durante una hora en medio cuarto de litro del primer caldo ordinario, y tomárselo muy caliente. Tomárselo poco antes de la comida, y co­mer un potaje después de haber tomado esa pe­queña cantidad, también muy caliente. Esto, re­petido durante dos o tres días, hace el efecto de una medicina muy fuerte, pero sin debilitarle a uno; y continuar así, una o dos veces por sema­na, si le sienta a usted. De esta forma podrá sen­tir algún alivio en esas pobres piernas. Me olvidaba decirle que esto no le impide seguir tomando la sopa de la mañana ni comer al mediodía.

Me parece que ha sido el Sr. De Lorme, o al­gún otro médico de experiencia, el que ha ense­ñado este secreto, que él utiliza hace más de treinta años. Nos gustaría mucho que lo ensaya­se y que lo continuase, para ver si Dios le da su bendición a su empleo; la prueba no le hará nin­gún daño, al menos por la experiencia que yo ten­go cuando lo he usado (VII, 351).

Ya es el momento de pasar al estilo de rela­ciones con los enfermos que san Vicente propu­so y llevó a cabo.

El estilo de su actuar

El Sr. Vicente no lo inventa todo. Él sabe re­cuperar del pasado, pero también sabe inventar.

Veremos en primer lugar cómo siente él la preo­cupación por la eficacia; quiere tratamientos que curen o, al menos, alivien. Por ello busca ser com­petente y le preocupa la formación. Pero tam­bién experimenta una preocupación humanizante, bien sea para asegurar unos cuidados a los más desfavorecidos —y por eso puede llamársele pre­cursor de la protección social—, bien sea para asegurar la calidad de las relaciones personales, curando en las casas, si es posible, pero también en los hospitales.

1.° Ser competentes y estar formados

San Vicente y santa Luisa insistieron en la ne­cesidad de una formación seria, en los diferentes campos donde debían trabajar las Hermanas: en el plan doctrinal y catequético, y en el plan de re­laciones, para todas, y en el plan medical, de pe­diatría o de pedagogía, según fueran los servi­cios de las Hermanas.

El 1 de enero de 1654 toma como tema de su conferencia esto, con generalidades, pero dan­do los motivos: Fijaos, Hermanas mías; todas sa­béis ya, estoy seguro de ello, qué importante es que una Hermana esté bien informada de lo que tiene que hacer cuando se la manda a algún si­tio. Las Damas la piden; se sienten muy conso­ladas cuando ven a una Hermana que está bien preparada en todo; los pobres también se sien­ten felices cuando se los instruye y se los sirve mejor (IX, 594).

Los medios para formarse eran las conferen­cias, pero también la lectura; y si un numeroso grupo de Hermanas llegaba sin saber leer, uno de sus primeros deberes, como se los recuerda el Sr. Vicente el 22 de enero de 1645, era aprender a leer: Vuestra regla os ordena, hijas mías, apren­der a leer y a escribir en las horas destinadas para esto. Yo desearía, Hermanas mías, que tu­vieseis todas este conocimiento, no ya para ser sabias, pues esto muchas veces no hace más que hinchar el corazón y llenarlo del espíritu de orgullo, sino porque eso os ayudaría a servir me­jor a Dios (IX, 212).

Una vez que habían recibido la formación ini­cial, las Hermanas destinadas al cuidado de los enfermos debían continuar todavía formándose al lado de los médicos y, entre ellas, como se lo ex­plica en esta misma conferencia: Además, hijas mías, tenéis que tener un gran respeto con las órdenes que os den los señores médicos para el tratamiento que pongan a vuestros enfermos, y tened cuidado de no faltar a ninguna de sus pres­cripciones, tanto por lo que se refiere a las horas, como a las dosis de las drogas, ya que a veces se trata de asuntos de vida o muerte.

Tened también mucho cuidado de fijaros en la manera con que los médicos tratan a los en­ fermos en las ciudades, para que cuando estéis en las aldeas, sigáis su ejemplo, o sea, en qué ca­sos tenéis que sangrar, cuándo tenéis que reti­rar la sangría, qué cantidad de sangre tenéis que sacar cada vez, cuándo hay que hacer sangría en el pie, cuándo las ventosas, cuándo las medicinas y todas esas cosas que sirven en la diversidad de enfermos con quienes podáis encontraros… Es conveniente que tengáis algunas charlas sobre es­te tema (IX, 214-215).

¿El ser competentes lleva consigo que uno de­ba creerse superior a los otros y exigir más con­sideración? Una de las plagas de nuestro mundo es la sectorización, la especialización por secto­res, que se ignoran mutuamente, y la estratifica­ción en capas donde las que están más arriba menosprecian a las de abajo: así, frecuentemen­te, en los hospitales, las enfermeras se creen superiores a las ayudantes técnico-sanitarias, etc. Esta tentación ya existía en tiempos de san Vi­cente. Él luchó para que los Padres no menos­preciaran a los Hermanos y, como santa Luisa, pa­ra que las Hermanas que son más competentes no miren por encima del hombro a las otras.

Él imagina una objeción de unas Hermanas cuando les habla del respeto cordial, el 1 de ene­ro de 1644: Pero, Padre, me diréis, las que saben sangrar y cuidar los males, las que tienen mu­chos conocimientos, ¿no pueden pretender más honor y deferencia que las demás? Hijas mías, to­do eso no vale nada, y todo se puede perder en un instante. Hemos visto a algunas personas ol­vidarse en una enfermedad de todo lo que sabí­an. Si el respeto que se les debía, como cristia­nos, estaba fundado en esas cualidades, adiós todo ese respeto (IX, 155).

2.° Atención «social»

Las Damas y las Hermanas daban de comer y curaban gratuitamente a los enfermos pobres. El Sr. Vicente no olvidaba, sin embargo, a aqué­llos que, teniendo su sueldo, tenían habitualmente de qué vivir y con qué curarse, pero que las cir­cunstancias los ponían en aprieto. Dos veces, por lo menos, encontramos en sus escritos unas di­rectrices que indican un sentido de la protección social que casi no existió hasta nuestro siglo.

El 17 de setiembre de 1656 le escribe a Luis Rivet, Superior de Saintes: Si pueden ustedes pa­garle a su criado el salario de los cuatro meses de enfermedad, así como los gastos de medici­nas y del médico, creo que convendrá que le pa­guen, ya que se trata de un hombre pobre y un buen servidor (VI, 84).

Es verdad que no impone en este caso una obligación estricta, sino que dice sólo «conven­dría», aunque la razón esgrimida puede resultar restrictiva: «ya que se trata de un hombre pobre y un buen servidor». Es claro que, si no era po­bre, la obligación sería menos apremiante. ¿Pe­ro podemos suponer que de no haber sido un buen servidor, el Sr. Vicente habría dispensado al superior de cargar con los gastos? Nada da pie para comprender la frase en este sentido; más bien parece añadir simplemente un argumento de más para exhortado a ello; éste es un proceder al que san Vicente está bastante acostumbrado. Apenas un año más tarde, el 15 de junio de 1657 emplea con Antonio Durand, Superior de Agde, una postura señalando claramente la obligación: «tiene usted», aunque también añada ciertos ma­tices: «lo más razonable que sea posible» «siem­pre que se presente ocasión»: Le pido a Nuestro Señor que les devuelva la salud a esos hombres que se han caído desde el tejado de su casa o, si quiere disponer de ellos, que les dé su gloria. Realmente es una pena ver cómo les ocurren es­tas cosas a las personas que trabajan por noso­tros, y un motivo de temor, al menos para mí, de que mis pecados sean la causa de ello. Tiene us­ted que visitarlos y hacer que los atiendan en su enfermedad lo más razonable que sea posible y, si mueren, manifestarles a sus viudas o a sus pa­rientes más cercanos el pesar que ustedes sien­ten, haciéndoles esperar sus servicios y su pro­tección, y servirlos efectivamente siempre que se presente ocasión de hacerlo (VI, 310).

3.° Servicio corporal y espiritual

La primera Cofradía de la Caridad surge el 23 de agosto de 1617. En el acta de asociación de las Damas, el Sr. Vicente les propone como fin: Asistir corporal y espiritualmente (X, 571). Cor­poralmente, administrándoles su bebida y su comida y los medicamentos. Espiritualmente, ha­ciendo que los que mueren salgan de este mun­do en buen estado, y los que curen tomen la resolución de bien vivir en adelante. La fórmula: haciendo que los que mueren salgan de este mundo en buen estado, y que los que curen to­men la resolución de bien vivir en adelante, gra­bada en el mármol de su memoria, la repetirá hasta su muerte, marcando fuertemente un as­pecto capital del ministerio vicenciano, incluidos los padres misioneros. El 8 de diciembre siguiente el primer renglón ya se cumpliría: asistir corporal y espiritualmente (X, 574 y 579).

El gran motivo de la misión con los pobres y los enfermos es para él a la vez la reconciliación, e incluso la amistad, entre las personas y las fa­milias, y con Dios, la salvación eterna de cada uno. Así se lo explica a las Hermanas el jueves, 19 de julio de 1640: Es preciso que sepáis que el designio de Dios en vuestra fundación ha sido, desde toda la eternidad, que lo honréis contribu­yendo con todas nuestras fuerzas al servicio de las almas, para hacerlas amigas de Dios, esto es, disponiéndolas con gran cuidado a recibir los sacramentos, y esto incluso antes de que os ocu­péis del cuerpo… Durante sus enfermedades, tened mucho cuidado de prepararlos para la muer­te, y de que tomen buenas resoluciones para bien vivir, si Dios permite que se curen. De esta for­ma, hijas mías, de enemigos que eran de Dios, se convertirán en amigos de Dios (IX, 39).

La insistencia sobre el servicio espiritual tan­to como el corporal se mantendrá siempre con­solidado en las Cofradías de la Caridad, por ejem­plo, en el Reglamento de la Caridad de señoras en Montmirail: Pensarán con frecuencia que, pa­ra ser buenas sirvientes de los pobres, es preci­so asistirlos espiritual y corporalmente, y tener compasión de su miseria (X, 618).

Vicente sabe, por otra parte, que ya otros le han precedido en este ejercicio de un ministerio espiritual llevado a cabo por laicos, en particular por unos hombres, miembros de la Compañía del Santo Sacramento. Lo explica en 1636 a las Da­mas de la Caridad del Hospital General de París: A las oficiales… Les ha parecido oportuno designar trece o catorce de las más asiduas y piadosas, a fin de dedicarse de dos en dos cada día para ha­cer todo lo posible a fin de reparar solamente a las mujeres enfermas a la confesión general, ya que Dios ha querido disponer de unos cuantos hombres de piedad y debidamente preparados para trabajar con los hombres e introducirlos a que hagan dicha confesión general (X, 901).

El 29 de noviembre de 1633, son fundadas las Hijas de la Caridad. Curiosamente, en 1634 fun­da con la señora Goussault las Damas de la Ca­ridad del Hospital General, mientras que Genoveva Bouquet comienza a trabajar en la reforma de las Hermanas de este Hospital General. Tanto con las Hijas de la Caridad como con las Damas, insisti­rá siempre sobre la importancia del ministerio espiritual. Así, el 22 de enero de 1646: ¿Creéis, hijas mías, que Dios espera de vosotras sola­mente que les llevéis a sus pobres un trozo de pan, un poco de carne y de sopa y algunos re­medios? Ni mucho menos, no ha sido ése su de­signio al escogeros para el servicio que le rendís en la persona de los pobres; él espera de voso­tras que miréis por sus necesidades espirituales tanto como por las corporales. Necesitan el ma­ná espiritual, necesitan el espíritu de Dios (IX, 229).

Señalemos todavía esto otro, del 11 de no­viembre de 1657: Un turco, un idólatra, puede asistir al cuerpo. Por eso nuestro Señor no tenía ningún motivo para instituir una Compañía sola­mente con esa finalidad, ya que la naturaleza obli­ga suficientemente a ello. Pero no pasa lo mis­mo con el alma. No todos pueden ayudarles en eso, y Dios os ha escogido principalmente para que les deis las instrucciones necesarias para su salvación. Pensad en vosotras mismas (X, 917).

Este texto es esclarecedor, no sólo para una teología de los ministerios de los laicos y de las mujeres, sino también para el plan de su con­cepción de la naturaleza. En verdad, san Vicente cree en el pecado original. Pero podemos obser­var que también cree que la naturaleza tiene ca­pacidades para hacer el bien, cree en los valores naturales y en una ayuda natural. Es éste un tex­to para que lo reflexionemos también ahora, cuan­do el aspecto del servicio corporal no atrae tan­to las vocaciones femeninas, ya que se puede llevar a cabo permaneciendo en la vida laical o en el matrimonio.

Con los Misioneros, él recuerda, por el con­trario, que incluso los sacerdotes han de preo­cuparse del servicio corporal. Por lo menos, tenemos una referencia de las actividades medi­cales o paramedicales de los Hermanos o de los Padres de la Congregación de la Misión. Se tra­ta del P. Luis d’Eu, que prodigaba remedios a los pobres de la región de Roma, y del que ya hemos hablado antes. El 21 de diciembre de 1657 el Sr. Vicente escribe al Superior, el P. Edmundo Jolly: Haga el favor de consultar si hay algún peligro en que los sacerdotes se pongan a dar algunos re­medios a los pobres para curarlos de ciertos ma­les que puedan padecer; yo no veo en ello nada malo; y me parece que, si otros tampoco lo ven, debería usted dejar que el P. d’Eu ejerciera su ca­ridad en esas ocasiones, con tal que esos reme­dios corporales no lo aparten de sus funciones es­pirituales, ni le cuesten mucho trabajo y dinero (VII, 30-31).

Muchos Misioneros murieron cuando atendí­an a los apestados en Génova. Leamos de nue­vo este fragmento de una carta del 6 de diciem­bre de 1658, citada al principio, en el que el Sr. Vicente evocaba las objeciones de algunos de su congregación en tales servicios: Tenemos que asistirlos y hacer que los asistan de todas las ma­neras, nosotros y los demás… Hacer esto es evan­gelizar de palabra y de obra; es lo más perfecto; y es lo que nuestro Señor practicó y tienen que practicar los que le representan en la tierra por su cargo y por su carácter, como son los sacerdo­tes (XI, 393-394).

4.° Prioridad a las curas a domicilio

San Vicente pone el acento de forma especial en el servicio a los enfermos en sus domicilios, porque imita lo que hacía nuestro Señor, y por­que permite evitar las diferentes miserias de la promiscuidad. Precisamente, para eso fueron fun­dadas las Cofradías de la Caridad, ya en 1617; exceptuamos a la Compañía de Señoras del Hos­pital General de París, fundada en 1634 para-vi­sitar a los hospitalizados.

El 2 de febrero de 1653 explica a las Herma­nas el espíritu de su Compañía siguiendo esa mis­ma línea: No conozco ninguna Compañía religio­sa más útil a la Iglesia que las Hijas de la Caridad, si se penetran bien de su espíritu en el servicio que pueden hacer al prójimo, a no ser las Her­manas del Hospital Mayor y las de la Plaza Real. (Hospitalarios de la Caridad de Nuestra Señora, que atendían desde 1629 un hospital para muje­res}, que son Hijas de la Caridad y religiosas al mis­mo tiempo, ya que se dedican al servicio de los enfermos, aunque con la diferencia de que los sir­ven en sus propias casas y no asisten más que a los que les llevan, mientras que vosotras vais a buscar al enfermo en su casa y asistís a todos los que morirían sin vuestra ayuda, porque no se atreven a pedirla.

En esto obráis como obraba nuestro Señor. Él no tenía una casa donde acogerlos; iba de ciudad en ciudad, de aldea en aldea, y curaba a todos los que encontraba (IX, 525; X, 748-749).

Las numerosas señales de atención que él recomienda muestran bastante bien con qué gran humanidad deben ser realizadas estas curas a domicilio. Sus directrices a las Damas de Chati­llón, a partir de noviembre y diciembre de 1617, son bien conocidas. Estaban inspiradas, de suyo, en los Reglamentos de los Hermanos de san Juan de Dios y en los de los Servidores de los Pobres Enfermos, de san Camilo de Lelis, que él había conocido: La que esté de día, después de haber tomado todo lo necesario de la tesorera para po­der darles a los pobres la comida de aquel día, pre­parará los alimentos, se los llevará a los enfermos, los saludará cuando llegue con alegría y caridad, acomodará la mesita sobre la cama, pondrá encima una mantel, un vaso, la cuchara y pan, hará lavar las manos al enfermo y rezará el Be­nedícite, echará el potaje en una escudilla y pon­drá la carne en un plato, acomodándolo todo en dicha mesita; luego invitará caritativamente al en­fermo a comer, por amor de Dios y de su santa Madre, todo ello con mucho cariño, como si se tratase de su propio hijo o, mejor dicho, de Dios, que considera como hecho a sí mismo el bien que se hace a los pobres.

Le dirá algunas palabritas sobre nuestro Se­ñor; con este propósito, procurará alegrarlo si lo encuentra muy desolado, le cortará en trozos la carne, le echará de beber, y después de haberío ya preparado para que coma, si todavía hay alguno después de él, lo dejará para ira buscar al otro y tratarlo del mismo modo, acordándose de em­pezar siempre por aquél que tenga consigo a al­guna persona, y de acabar con los que están so­los, a fin de poder estar con ellos más tiempo; lue­go volverá por la tarde a llevarles la cena con el mismo orden que ya hemos dicho.

…En cuanto a los que estén en peligro de muerte inminente, se encargarán de avisar al señor párroco para que les administre la extre­maunción, les moverán a que tengan confianza en Dios, y que piensen en la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo, encomendándose a la santísima Virgen, a los Ángeles, a los santos y, es­pecialmente, a los patronos de la ciudad, y a aque­llos cuyo nombre llevan; harán todo esto con un gran celo de cooperar en la salvación de las almas, y de llevarlos como de la mano hasta Dios. Las sir­vientas de la Caridad se preocuparán de hacer que entierren a los muertos a costa de la Cofradía, darles una mortaja, mandar que hagan la fosa, a no ser que el muerto tenga medios para ello o pro­vea a ello el rector de la iglesia, rogándoles en es­te caso que así lo haga, y asistirán a los funerales de aquellos a quienes hayan atendido durante su enfermedad, si pueden hacerlo cómodamente, ocupando en todo esto el lugar de madres que acompañan a sus hijos hasta el sepulcro; de esta manera practicarán por entero, y con mucha edi­ficación, las obras de misericordia espiritual y corporal. Debemos destacar esa preocupación de enlazar las relaciones de proximidad hasta más allá de la muerte; eso era una cosa normal en aquella época, y desde mucho tiempo antes: las diferentes Cofradías de piedad o de oficios lo con­tenían en sus reglamentos (X, 577-580).

5.° Humanización de los Hospitales

Ya hemos visto que no hay que ennegrecer el cuadro de los hospitales antes de la actuación del Sr. Vicente, ya que, desde hacía tiempo, ha­bía muchas cosas buenas, y que la situación se volvió mucho más negra algunos años después de su muerte. Por otra parte, acordémonos de la situación dentro de ciertos hospitales y hospicios nuestros, no hace todavía mucho tiempo. Así, pues, conviene constatar que, cuando estudia­mos los reglamentos para las Hijas de la Caridad destinadas a un Hospital General o a un hospital, lejos de criticar el reglamento de aquel centro, el Sr. Vicente recomienda a las Hermanas acatarlo (cfr. X, 683) y sabemos que en él se proveían in­cluso golosinas. No obstante, el Sr. Vicente señala ciertas disposiciones que contribuyeron a hacer que los enfermos estén más a gusto con peque­ños obsequios. Citaremos algunos textos para las Damas visitadoras, que no están al cuidado de los enfermos, que no tienen la responsabilidad del cuidado de los enfermos, y otros para las Hi­jas de la Caridad de hospitales que los cuidaban.

Consejos a las damas visitadoras del Hospital General de París

En una carta del 25 de julio de 1634 a Fran­cisco Du Coudray, a quien le pide que obtenga del Papa unas indulgencias para las Cofradías de la Caridad, le expone la labor de las Damas de la Ca­ridad: Hemos fundado una (Cofradía de la Caridad) hace poco, compuesta de cien o de ciento vein­te damas de alta calidad (Las Damas del Hospi­tal General de París) que hacen la visita todos los días y asisten, de cuatro en cuatro, a ochocien­tos o novecientos pobres o enfermos, con hela­dos, caldos, consomés, confituras y otras clases de dulces, además de su alimento ordinario que les proporciona la casa, para disponer a esas po­bres gentes a hacer confesión general de su vi­da pasada y procurar que los que mueran partan de este mundo en buen estado, y los que sanen prometan seriamente no ofender más a Dios; de forma que esto se lleva a cabo con una bendición particular de Dios (I, 287-288).

Fijémonos en la importancia dada a los dulces y a las golosinas. No es ninguna innovación; ya lo encontramos antes que él, casi con las mismas expresiones, en los reglamentos de los diversos hospitales o en los registros de contabilidad. Eso prueba que él los estudiaba. La redacción de es­ta carta al P. Du Coudray sitúa estas golosinas en relación con las incitaciones a la conversión. Ta­les prácticas nos sorprenden hoy con su cariz de dulce presión. Pero, por un lado, en aquella épo­ca eso no era algo chocante. Y, por otro lado, hay que subrayar que se trata de una carta, escrita a vuelapluma. Los textos oficiales de los regla­mentos no mencionan esta expresión: «para disponer», lo que demuestra bien que el Sr. Vi­cente no pensaba en absoluto presionar a los enfermos. Los que no se confesaban, recibían las mismas golosinas, porque el Sr. Vicente no buscaba presionarlos, sino crear en ellos lazos de confianza, como vemos en otros muchos textos. Al igual que los Hermanos de san Juan de Dios, él quería que se acogiera a todo pobre, sin dis­tinción de religión ni ninguna otra cosa.

Encontramos esta mención de las golosinas en todos los reglamentos de las Damas de la Ca­ridad visitadoras, y de las Hijas de la Caridad de los Hospitales. Por el contrario, jamás la encon­tramos en los reglamentos de las Cofradías de la Caridad que visitaban y cuidaban a los enfermos en sus casas. ¿Habría que ver aquí una compen­sación al sufrimiento que representa para un en­fermo el verse alejado de su propia casa y vivir mezclado con otros? ¿Otro simplemente el hecho de que entonces les es más difícil procurarse es­tas golosinas que cuando está con su familia? Por el contrario, encontramos mencionada la ro­pa blanca y los vestidos en los reglamentos de las Caridades, y no en los de los hospitales, por­que en este caso el establecimiento suministra­ba estas cosas.

Una conferencia de 1636, citada antes, pre­cisa el servicio espiritual. Todo ello fue recogido de nuevo en el Reglamento de 1660, que destaca mejor la unidad del servicio corporal y espíri­tu: Las Damas se distribuirán para ir por turno a servir a los enfermos, haciéndolo de dos mane­ras: 1.°…irán dos cada día a instruir a las muje­res enfermas en las verdades cristianas necesa­rias para la salvación, las prepararán para que hagan una confesión general de toda su vida, les expondrán los motivos y la forma de hacerla bien, y les exhortarán a servirse de todos los medios posibles para salvarse, con la ayuda de Dios, tan­to si mueren como si curan de aquella enferme­dad.

2.° Las que hayan sido destinadas a distri­buirles la colación se dirigirán a las dos, al Hos­pital (General)… distribuirán a los enfermos las golosinas y refrigerios preparados para ellos, se­gún el orden que lleve la encargada, aprovechando la ocasión para consolar a los enfermos con alguna palabra edificante apropiada a sus necesidades {X, 966). Fijémonos en esta última frase: el Sr. Vi­cente, lo mismo que santa Luisa, no quieren que hagan discursos estereotipados, sino palabras que salgan realmente de nosotros, y adaptados a cada persona.

Y todo esto lo une conjuntamente con la ado­ración y la ofrenda, en línea con el sacerdocio bautismal, lo mismo que lo une a la santificación personal: Todas adorarán a nuestro Señor, en­trando en la capilla del hospital, le ofrecerán el ser­vicio que le van a rendir… Se retirarán a las cin­co en verano y a las cuatro en invierno, después de haber dado gracias a Dios por el favor que les hizo de servir a sus pobres miembros, le pedirán perdón por las faltas que hayan cometido, y la gra­cia de enmendarse; luego ofrecerán a Dios a los pobres enfermos, rogándoles que los santifique a ellos y a todos los que los asisten…

…Se actuará siempre por puro amor de Dios, mirando únicamente al bien mayor que pueda ha­cerse, y no a los lugares y las personas que ha­yan sido recomendadas.

Todas las damas, tanto las oficiales como las demás, se esforzarán por adquirir la perfección cristiana que requiere su condición…

Y para que se conserven y se vayan perfec­cionando en este espíritu, además de sus co­muniones ordinarias y particulares, comulgarán todas juntas los sábados de las cuatro témporas, que es cuando se conceden las sagradas órdenes, a fin de que quiera Dios conceder buenos sacer­dotes a su Iglesia, y nuevas bendiciones a la Com­pañía (X, 966-968).

Aparte de la preocupación general por la san­tificación personal, es preciso señalar de nuevo la insistencia sobre responsabilizarse de la «con­dición» de cada persona, y la unión con la Euca­ristía, cada una personalmente, pero también to­das juntas, en la línea del Cuerpo Místico, cuya perspectiva le viene frecuentemente a la mente a san Vicente como a los del cardenal Bérulle.

Reglamentos de las Hijas de la Caridad de Angers (finales de 1639) y de Nantes (1646)

En el Reglamento de Angers, que data de 1640 y de principios del 1641, el empleo de la jor­nada está previsto hasta en los detalles más in­significantes, uniendo el servicio corporal hecho en la mañana y la tarde, al espiritual, realizado más bien a media mañana y al principio de la tar­de. Veamos lo esencial de ese reglamento: A las seis irán a la sala de los enfermos, vaciarán los cubos, harán las camas, limpiarán las salas, da­rán las medicinas… A las siete darán el desayu­no a los más enfermos, haciéndoles tomar un caldo o un huevo fresco, y a los demás, un poco de manteca o manzanas cocidas. Después de es­to… pondrán mucho cuidado en hacer tomar el cal­do a los enfermos que hayan tomado las medi­cinas, en las horas indicadas.

… Instruirán a los ignorantes en las cosas ne­cesarias para la salvación, les moverán a hacer una confesión general de toda su vida pasada y, des­pués, a confesarse y comulgar todos los domin­gos…, consolarán a los que estén muy enfermos; les harán actos de fe, esperanza y caridad, de contrición y de conformidad con la voluntad de Dios; dispondrán a los que estén próximos a mo­rir para que salgan de este mundo en buen es­tado, y a los que curen a no ofender nunca a Dios y, en el caso de que lo ofendan, a confesarse lo antes posible.

Pondrán mucho interés en que los pobres en­fermos tengan todo lo que necesitan, la comida en las horas ordenadas, la bebida cuando tengan sed y, a veces, algunas golosinas para comer.

…Una vez que hayan comido los pobres (ellas) harán (sus comidas y sus oraciones).

Hecho esto… procurarán entretener a los en­fermos.

…Si no hay en Angers una Compañía de Da­mas de la Caridad en el hospital para dar la cola­ción a los pobres enfermos, las Hermanas se dirigirán a la enfermería a las dos en punto, para darles algunas confituras para la colación, como peras y manzanas cocidas y, si les parece bien a esos señores, pastas y rosquillas.

Las que no tengan que estar guardando en­fermos volverán a sus ocupaciones y, si no tie­nen nada urgente que hacer, se quedarán en la enfermería para instruir a los pobres, disponer a los recién llegados a la confesión general y hacer que hagan actos interiores de fe, de esperanza, de caridad, de contrición y de conformidad con la voluntad de Dios, y consolarlos, lo mismo que por la mañana.

…Después de la acción de gracias… harán acostar antes de las siete a los enfermos que es­tén levantados, disponiendo que haya vino y al­gunas golosinas para atender a las necesidades de los más enfermos.

…A las ocho se retirarán las Hermanas, de­jando a una de ellas en la enfermería para que vele y asista a los más enfermos y ayude a los moribundos a bien morir; ésta acabará su rosario durante el primer sueño de los enfermos y pasará la noche en vela, leyendo y dando alguna cabe­zada mientras descansen los enfermos (X, 640, 682ss).

Fijémonos en la importancia que da siempre a las golosinas y a los dulces que tan apreciados son por los enfermos y las personas de edad (la diabetes y el papel que juega en ella el azúcar era poco conocido). En fin, en Nantes el modo de acoger las Damas visitadoras está previsto en una corta frase: Recibirán a las personas que vi­siten a los enfermos con respeto, mansedumbre y humildad, haciendo lo posible por contentarlas y edificarlas (X, 710).

Un espírituhumano y cristiano a la vez o, mejor, teologal

1.° Este espíritu tiene su fundamento teológico: Jesús está realmente en el pobre

San Vicente estuvo marcado especialmente por dos pasajes evangélicos: por el versículo 18 del capítulo 4 de san Lucas: «me envió a evan­gelizar a los pobres» y por el capítulo 25 de san Mateo, sobre todo, por el versículo 40: «cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis», texto que él ci­ta desde el reglamento de la Primera Caridad de Chatillón (X, 575). Y saca esta conclusión: eso significa que hay en ello una especie de presen­cia real de Jesús en los pobres. Y se lo dice a las Hijas de la Caridad el 25 de noviembre de 1658, cuando les explica por qué llamarlos nuestros ma­estros: Los pobres son nuestros amos; son nues­tros reyes; hay que obedecerlos; y no es una exa­geración llamarlos de ese modo, ya que nuestro Señor está en los pobres (IX, 1. 137).

Mucho más, es justamente porque son po­bres, esto es, desfigurados, casi sin aspecto de hombres, por lo que se encuentra en ellos Jesús, desfigurado por su pasión, al mismo tiempo que resucitado. El 16 de marzo de 1642 el Sr. Vicen­te acaba de evocar la Pasión de Jesús, y una Her­mana añade, habiendo aprendido bien la lección: Una Hermana observó que sería conveniente, al entrar en la habitación de los enfermos, ver en ellos a nuestro Señor en la cruz, y decirles que su cama tenía que representarles la cruz de nues­tro Señor en la que ellos sufren con El (IX, 78).

Todo esto es fruto de la Misión misma de Je­sús, que quiso no sólo ser a imagen nuestra, uno de nosotros, sino mucho más, ser nuestro mo­delo, hombre perfecto, a la vez que «varón de do­lores» y, finalmente, los que sufren son los que están hechos a su imagen; Él es el prototipo. Y esto mismo es lo que san Vicente explica a los Misioneros, en un escrito sin fechar: Cuando uno ha sentido en sí mismo las debilidades y las tri­bulaciones, es más sensible a las de los demás… Ya sabéis que nuestro Señor quiso experimentar en sí mismo todas las miserias. Tenemos un Pon­tífice —dice san Pablo— que sabe compadecer nuestras debilidades, porque las ha experimentado él mismo (Heb 4, 15).

¡Sí, Sabiduría eterna, tú has querido experi­mentar y tomar sobre tu inocente persona todas nuestras pobrezas! Ya sabéis, hermanos míos, que Él hizo todo esto para santificar todas las aflicciones a las que estamos sujetos, y para ser el original y el prototipo de todos los estados y condiciones de los hombres (XI, 716-717).

La misma enseñanza vemos en estas pala­bras bien conocidas sin fecha, a los Misioneros: Dadle la vuelta a la medalla y veréis con las luces de la fe que son ésos los que nos representan al Hijo de Dios que quiso ser pobre; El casi no te­nía aspecto de hombre en su pasión, y pasó por loco entre los gentiles, y por piedra de escánda­lo entre los judíos; y por eso mismo pudo defi­nirse como el evangelista de los pobres (XI, 725).

Y es por eso mismo por lo que, al servir a los enfermos, es a Jesús, el varón de dolores, al que encontramos: si Jesús está realmente en los po­bres, servirlos es servirle a Él. El Sr. Vicente de­cía sin cesar, y lo repite todavía el 25 de no­viembre de 1659: Debéis tratar a los pobres con mucha mansedumbre y respeto,… acordándoos de que es a nuestro Señor a quien hacéis este servicio, ya que Él lo considera como hecho a sí mismo: «cum ipso sum in tribulatione» (yo estoy con él en la tribulación, sal. 90 (91), 15), dice ha­blando de los pobres: Si él está enfermo, yo tam­bién lo estoy, si está en la cárcel, yo también; si tiene grilletes en los pies, los tengo yo con él (IX, 1. 194).

2.° Este espíritu también es teologal por su refe­rencia a la bondad de Dios y a la caridad de Cristo

Servir a los pobres es convertirse en las ma­nos caritativas de la Providencia. San Vicente ex­presa esta idea muchas veces con fórmulas muy gráficas, como la del 11 de noviembre de 1657: Estáis destinadas a representar la bondad de Dios delante de esos pobres enfermos (IX, 73). Ade­más, servir a los pobres es imitar a Jesucristo, y continuar lo que El hizo. El Sr. Vicente lo afirmó más de una vez, como el 9 de marzo de 1642, di­rigiéndose a las Hijas de la Caridad: ¡Qué felici­dad, hermanas mías, hacer lo que un Dios ha he­cho en la tierra! (IX, 73).

La misma enseñanza da a los Misioneros el 6 de diciembre de 1658: ¡Evangelizar a los pobres es un oficio tan alto que es, por excelencia, el ofi­cio del Hijo de Dios! Y a nosotros se nos dedica a ello como instrumentos por los que el Hijo de Dios sigue haciendo desde el cielo lo que hizo en la tierra (XI, 387). Con 16 años de intervalo, bella continuidad en su espiritualidad. Y observemos que la expresión empleada corresponde a aque­lla que define, en la teología clásica, el papel del ministro de un sacramento: «instrumento». La repite todavía el 30 de mayo de 1659, hablando sobre la caridad. Hemos sido escogidos por Dios como instrumentos de su caridad inmensa y pa­ternal, que desea reinar y ensancharse en las al­mas (XI, 553).

En fin, servir a los pobres es hacer el milagro de la Resurrección: resurrección espiritual, cier­tamente. El Sr. Vicente, que había tomado pose­sión del priorato de san Lázaro por la casualidad de un deseo de su prior, vio en ello un signo pro­vindencial. Escuchémoslo explicar a los Misio­neros la obra de los retiros espirituales, en un extracto sin fecha: Esta casa, hermanos míos, ser­vía antes de refugio para los leprosos; se los re­cibía aquí y ninguno se curaba; ahora sirve para recibir pecadores, que son enfermos cubiertos de lepra espiritual, pero que se curan, por la gra­cia de Dios. Más aún: son muertos que resucitan.

¡Qué dicha que la casa de san Lázaro sea un lugar de resurrección! Este santo, después de haber permanecido durante tres días en el se­pulcro, salió lleno de vida; Nuestro Señor, que lo resucitó a él, les concedió esta misma gracia a mu­chos que, después de haber permanecido aquí al­gunos días, como en el sepulcro de Lázaro, sa­len con una vida nueva. ¿Quién no se alegrará con semejante bendición, y quién no sentirá un amor y un agradecimiento muy grande para con la bon­dad de Dios por semejante bien? (XI, 712).

Pero también imagen de una resurrección cor­poral: el servicio corporal a los enfermos y los heridos está beneficiado con esta misma mirada de resurrección, que la cita frecuentemente a las Hijas de la Caridad. La explicación que da de ella a las cuatro Hermanas enviadas a Sedán, el 23 de julio de 1654, es un poco largo (IX, 652-653). Con­tentémonos con la manera con que transmite a las Hijas de la Caridad el 8 de septiembre de 1657 las noticias llegadas de las Hermanas de Polonia, que cuidaban a los heridos en el cerco de Varso­via: ¡Salvador mío! ¿No es admirable ver a unas pobres mujeres entrar en una ciudad sitiada? ¿Y para qué? Para reparar lo que los malos destru­yen. Los hombres van allá para destruir, los hom­bres van a matar, y ellas para devolver la vida por medio de sus cuidados. Ellos los envían al infier­no, pues es imposible que en medio de aquella carnicería no haya algunas pobres almas en pe­ cado mortal; pero estas pobres Hermanas hacen todo lo que pueden para rhandarlos al cielo (IX, 911).

Ahora podemos comprender que este servi­cio, que continúa la caridad de Jesús, y ofrecido a Jesús mismo, sea una consagración. El Sr. Vi­cente, fiel a la concepción del sacerdocio bautis­mal que impregna a toda la escuela berullana, ve toda misión y todo servicio a los pobres en una perspectiva de ofrenda y de consagración: «ofrez­camos a Dios», «entreguémonos», «consagré­monos», son palabras que le afloran sin cesar, ba­jo diversas formas.

El 22 de octubre de 1650 el Sr. Vicente de­clara a siete Hermanas al enviarlas a Misión: Si os llevan a ver al obispo de esa diócesis, le pe­diréis su bendición;… le diréis que sois unas po­bres Hijas de la Caridad, que os habéis entrega­do a Dios para el servicio a los pobres (IX, 498). El 9 de febrero de 1653 expone así el espíritu de la Compañía a las Hijas de la Caridad: El espíritu de la Compañía consiste en entregarse a Dios para amar a nuestro Señor y servirlo en la perso­na de los pobres corporal y espiritualmente, en sus casa o en otras partes, para instruir a las jó­venes pobres, a los niños y, en general, a todos los que la Providencia os envía (IX, 533).

A sus 75 años, en abril de 1656, deja todavía estallar su entusiasmo en una carta a un Padre de la Misión que acababa de hacer sus votos: Le abrazo con todo el afecto de mi alma, conside­rando a la suya como una víctima ofrecida conti­nuamente a la gloria de su soberano Señor, que trabaja por su perfección y por la salvación de su prójimo. ¡Dios mío, Padre! ¡Qué felicidad la de aquéllos que se entregan a él sin reserva para re­alizar las obras que Jesucristo realizó, y para prac­ticar las virtudes que Él practicó IV, 555).

Concluyamos con una expresión recortada, dirigida a los Misioneros el 7 de noviembre de 1659, pero válida para todo servicio prestado a los pobres y a los enfermos, que es, tanto como la predicación, continuación de la misión de Jesús: Agradecer a Dios la gracia que nos ha concedido al habernos puesto en este estado, y al estar así consagradas para continuar la misión de su Hijo y de los Apóstoles (XI, 643).

La práctica de este espíritu puede resumirse en dos puntos: San Vicente los señaló el 11 de noviembre de 1657 ante las Hijas de la Caridad: se, virlos con respeto y con devoción (IX, 916).

3.° Respeto cordial, bondad, misericordia, com­pasión

No basta con proveer a los enfermos de ali­mentos y curas; incluso la competencia técnica (médica, social o pastoral) tampoco basta: con­viene también dedicar a cada uno un poco de atención, un poco de tiempo y, sobre todo, su co­razón, ahí hace falta el corazón, la presencia ca­riñosa, la intuición agradable, atenta y respetuo­sa; en resumen, eso que puede designarse con una palabra de moda —pero todavía poco pues­ta en práctica—: la escucha. San Vicente llama­ba a esto, respeto cordial, o bondad.

San Vicente habla con frecuencia del respe­to, pero siempre acompañado de simpatía y de proximidad, de «cordialidad», como a él le gusta decir, y su frase preferida es: practicar «el respeto cordial mutuo», incluso cuando es preciso exigir. Ésta es una manera delicada de mostrar al otro que estarnos pendientes de él, que lo observa­mos, que cuenta para nosotros, y que no es só­lo objeto de nuestros cuidados.

San Vicente estuvo ciertamente atento a ello, porque él mismo era sensible a las muestras de atención, aunque luchara por liberarse de ellas por humildad. Nos lo confiesa, al menos una vez, en el caso de un perrito destinado a la reina de Polonia, que las Hermanas guardaban antes de en­viárselo. No es la única vez que el Sr. Vicente mi­ra con simpatía a los animales y saca unas lec­ciones de ellos; con ellos se vigila menos que delante de la personas. El 7 de mayo de 1655, es­cribiéndole al P. Carlos Ozenne, misionero en Var­sovia, le comunica noticias del perro: Dígale a la Señorita de Villers que el pequeño favorito (el pe­rrito) empieza ya a dignarse mirarme, y que me da lección en muchas cosas, y me llena de con­fusión (V, 354). Helo aquí, impresionado porque un perrito lo ha mirado: ¡cómo se revela el alma del Sr. Vicente en estos pequeños detalles! En­tre estas lecciones apostamos que estaba ésta de saber prestar atención a los otros, ser amable.

Desde 1641 recomendaba esto a las Herma­nas del Hospital General de Angers: (Ellas) vivi­rán con mucha bondad, mansedumbre y cordia­lidad unas con otras y con los pobres (X, 685).

El 25 de noviembre de 1659 el duodécimo ar­tículo (del reglamento de parroquias): Aunque no deber ser demasiado condescendientes con los enfermos, cuando éstos se nieguen a tomar las medicinas o sean muy insolventes, con todo, se guardarán bien de tratarlos con aspereza o des­preciarlos; al contrario, los tratarán con respeto y humildad, acordándose de que la rudeza o des­precio con que los traten se dirigen a Nuestro Señor, del mismo modo que el honor y servicio que puedan prestarles (IX, 1. 193).

El 2 de junio de 1658, al comentar el artículo 39 de las Reglas, les explicó ampliamente a las Hermanas lo que eran la cordialidad y el respeto: La cordialidad propiamente hablando, es el afec­to de la caridad que se tiene en el corazón… Si tenéis amor a los pobres, demostraréis que os sentís muy gustosas de verlos. Cuando una Her­mana tiene amor a otra Hermana, se lo demues­tra en sus palabras. Esto se llama cordialidad, es­ to, una exultación del corazón por la que se de­muestra que uno está muy contento de estar con otra persona… La cordialidad es, pues, una ale­gría que se siente en el corazón cuando se ve a una persona a quien se ama y que se refleja, en un segundo momento en el rostro, pues cuando una persona siente alegría en su corazón no lo puede ocultar… También puede decirse que si la caridad fuera un árbol, la rama sería la cordialidad.

… Hay personas que tiene la santa costum­bre de no tratar nunca con nadie más que con un rostro alegre y sonriente y que demuestran siem­pre, con algunas palabras de cordialidad, la alegría que sienten al volver a ver a los demás.

… Cuando tratéis con el prójimo, es menes­ter que os esforcéis en ejercer esta cordialidad como cuando sirváis a los enfermos, hacer que aparezca cierto gozo en nuestro rostro, para de­mostrarles el placer que sentís al servirlos, y mos­traros contentas de hablar con ellos; pero es pre­ciso que sea una alegría moderada, no sea que os excedáis.

… Hay también otra (virtud) que les reco­mienda esta misma regla a las Hijas de la Cari­dad, que es el respeto.

¿Qué quiere decir respeto, hijas mías? Res­peto es una virtud por la cual una persona de­muestra que siente deferencia y veneración por otra, y que la estima.

Habremos notado al leer este bello término «veneración», que indica bien el matiz de respe­to mezclado de apego y de afecto, tal como uno puede sentirlo ante una santa y buena persona.

… Hijas mías… es menester que estas dos vir­tudes de la cordialidad y del respeto se encuen­tren en las Hijas de la Caridad, juntamente las dos, porque si sólo demostráis tener cordialidad con una persona, no le guardáis respeto, y si só­lo le demostráis respeto, todavía os falta la cor­dialidad.

… La cordialidad, hijas mías, es una virtud que os hace demostrar el amor que tenéis a todo el mundo; el respeto es un testimonio de la estima en que tenéis a la persona que respetáis. La cor­dialidad procede del corazón; el respeto tiene su fuente en el entendimiento, pues procede del co­nocimiento del mérito de la persona a la que se cree digna de honor (IX, 1. 037-1. 041).

El respeto cordial no se contenta con mostrar un rostro agradable. El texto precedente nos muestra que debe llegar hasta la escucha, se­guida de su puesta en práctica. Hablar mucho no es recomendable; vale más escuchar. En este te­ma, los textos del Sr. Vicente son innumerables, y sus expresiones son verdaderos hallazgos.

Escuchar es renunciar al propio punto de vis­ta y dejar entrar el del otro, como lo explica san Vicente a las Hijas de la Caridad el 18 de octubre de 1655: Es Dios el que os ha encomendado el cuidado de sus pobres, y tenéis que porteros con ellos con su mismo espíritu, compadeciendo sus miserias y sintiéndolas en vosotras mismas en la medida de lo posible, como aquel que decía: «yo soy perseguido con los perseguidos, maldito con los malditos, esclavo con los esclavos, afligido con los afligidos, y enfermo con los enfermos» (IX, 751).

Sus exhortaciones de ponerse a la escucha, del 11 de noviembre de 1657, hechas a las Hijas de la Caridad ya incluyen el enunciado de la con­dición sin la cual no: la no-defensiva, aceptar to­do sin creerse atacado: Vuestro principal empleo, después del amor de Dios y del deseo de haceros agradables a su Divina Majestad, tiene que ser­vir a los pobres enfermos con mucha dulzura y cordialidad, compadeciéndoos de su mal y escu­chando sus pequeñas quejas, como tiene que hacerlo una buena madre; porque ellos os miran como a sus madres nutricias y como a personas enviadas por Dios para asistirlos. Por eso estáis destinadas a representar la bondad de Dios de­lante de esos pobres enfermos.

Nuestro Señor es, junto con ese enfermo, el que recibe el servicio que le hacéis. Según eso, no sólo hay que tener mucho cuidado en alejar de sí la dureza y la impaciencia, sino además afanarse en servir con cordialidad y con gran dul­zura, incluso a los más enfadados y difíciles, sin olvidarse de decirles alguna buena palabra (IX, 2. 915-2. 916).

Ya él había dicho el 31 de julio de 1634 a las Hijas de la Caridad: Soportad sus malos humores, animadlos a sufrir por el amor de Dios, no os irri­téis jamás contra ellos, y no les digáis palabras duras; bastante tienen con sufrir su mal. Pensad que sois su ángel de la guarda invisible, su padre y su madre, y no los contradigáis más que en lo que les es perjudicial, porque entonces sería una crueldad concederles lo que piden. Llorad con ellos; Dios os ha constituido para que seáis su con­suelo (IX, 25).

El 27 de abril de 1659 una Hermana recuerda el ejemplo de Sor Bárbara Angiboust. Sor Juana Luce dijo: Padre, yo viví en los galeotes con ella. Tenía mucha paciencia para soportar las dificul­tades con que allí se tropieza por causa del mal humor de aquellas personas. Pues, a pesar de que algunas veces se irritaban con ella hasta llegar a echarle por tierra el caldo y la carne, diciéndole todo lo que les sugería la impaciencia, ella lo su­fría sin decir nada, y lo volvía a recoger con man­sedumbre, poniéndoles tan buena cara como si no le hubieran dicho ni hecho nada.

—Eso está muy bien hecho: ponerles la mis­ma cara que antes. —Padre, y no solamente eso, sino que en cinco o seis ocasiones impidió que les pegaran los guardias (IX, 1. 165).

La escucha en el respeto cordial debe llegar hasta la ternura. Ser tierno, ternura, enternecer­se, otras tantas palabras muy frecuentes en san

Vicente. No ternura consigo mismo, que lo vuel­ve duro para los otros, sino dureza para sí, a fin de poder ser enteramente tierno para los otros. Pero como el corazón humano es espontánea­mente duro, lo mismo que la nuca es rígida (Ex, 32, 9), es preciso enternecerlo, lo cual supone al­guna vez triturarlo. Eso es lo que parece dar a en­tender este pasaje del 6 de agosto de 1656 a los Misioneros: Cuando vayamos a vera los pobres, hemos de entrar en sus sentimientos para sufrir con ellos y ponernos en las disposiciones de aquel gran apóstol que decía: «Omnibus omnia factus sum» (1 Cor 9, 22); de forma que no recaiga so­bre nosotros la queja que antaño hizo Nuestro Señor por boca de un profeta: «Sustinui qui simul mecum contristaretur, et non fuit» (Sal 69, 21).

Para ello es precioso que sepamos enterne­cer nuestros corazones y hacerlos capaces de sentir los sufrimientos y las miserias del prójimo, pidiendo a Dios que nos dé el verdadero espíritu de misericordia, que es el espíritu propio de Dios; pues, como dice la Iglesia, es propio de Dios con­ceder su misericordia y dar este espíritu (oración de las letanías de los santos) (XI, 233-234).

Todo esto está en conformidad con la mejor psicología, pero Vicente se basa, sobre todo, en el ejemplo del Señor Jesús, que nosotros tene­mos que seguir. Leamos, entre otros, este pasaje de la larga conferencia a los Misioneros sobre la caridad, del 30 de mayo de 1659: Y paso ense­guida al cuarto efecto de la caridad. Consiste en no ver sufrir a nadie sin sufrir con él, no ver llo­rar a nadie sin llorar con él. Se trata de un acto de amor que hace entrar a los corazones unos en otros para que sientan lo mismo, lejos de aque­llos que no sienten ninguna pena por el dolor de los afligidos ni por el sufrimiento de los pobres.

¡Qué cariñoso era el Hijo de Dios! Le llaman para que vaya a ver a Lázaro y va; la Magdalena se levanta y acude a su encuentro llorando; la si­guen los judíos llorando también; todos se po­nen a llorar. ¿Qué es lo que hace nuestro Señor? Se pone a llorar con ellos, lleno de ternura y com­pasión. Ese cariño es el que lo hizo venir del cie­lo; veía a los hombres privados de su gloria y se sentía afectado por su desgracia. También noso­tros hemos de sentir este cariño por el prójimo afligido y tomar parte en su pena (Xl, 560-561).

Y enseguida nos expone la razón profunda, que muestra su alma mística:… ¿Y cómo puedo yo sentir su enfermedad sino a través de la par­ticipación que los dos tenemos en Nuestro Señor, que es nuestra cabeza? Todos los hombres com­ponen un cuerpo místico; todos somos miem­bros unos de otros. Nunca se ha oído que un miembro, ni siquiera en los animales, haya sido insensible al dolor de las demás miembros; que una parte del hombre haya quedado magullada, herida, violentada, y que los demás no lo hayan sentido… Con mucha más razón, los cristianos, que son miembros de un mismo cuerpo y miem­bros entre sí, tienen que padecer juntos. /Cómo! iSer cristiano y ver afligido a un hermano, sin llo­rar con él ni sentirse enfermo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura; es ca­recer de humanidad; es ser peor que las bestias (XI, 560-561).

Aquí nos encontramos lejos de la simple fi­lantropía a base de emotividad: estamos en ple­na teología mística. Más que remitirnos al ejem­plo de Nuestro Señor, nos remite a su presencia en nosotros. La ternura en la escucha y el respeto cordial se muestra también por una palabra de bondad cordial, dicha con entero conocimiento. Siempre es posible decir una palabra salida del co­razón, incluso cuando tenemos muchos enfer­mos que visitar o curar; para eso no se necesita mucho tiempo.

El Sr. Vicente se lo explica detalladamente a las Hermanas el 11 de noviembre de 1657: Sin olvidarse de decirles alguna buena palabra… Hay que decirles siempre alguna cosa por el estilo pa­ra llevarlos a Dios. No decir muchas cosas a la vez, sino ir poco a poco dándoles la instrucción que necesitan…

De la misma forma, una buena Hija de la Ca­ridad que le dice unas buenas palabras a un en­fermo es como si lanzara un dardo que inflama su corazón en el amor de Dios (alusión a las fle­chas de Cupido en la mitología)…

Un alma buena de verdad, que ama mucho a Nuestro Señor y a la santísima Virgen, que no mira ninguna otra cosa en cuanto hace, más que agradar a Jesucristo, es como una llama de amor que penetra en el corazón de aquéllos a quienes habla.

… Quizás me diga alguna: «Padre, tenemos que atender a treinta enfermos; ¿es posible lle­varles a cada uno su porción e instruirlos?» Mis queridas Hermanas, responderé a eso que habrá que decirles, al menos, una buena palabra de pa­sada, algunas frases de nuestro Señor, procu­rando elevarse hasta Dios para tomar del corazón de Nuestro Señor algunas palabras de consuelo.

… Y así decirle alguna cosa según las necesi­dades que veamos en él. Y para lograr que esto resulte útil, tenéis que llenares del espíritu de Nuestro Señor, de modo que todos vean que lo amáis y que intentáis hacerlo amar… Las que es­tén, llenas de Dios hablarán con afecto, porque lle­van a Dios en el corazón, y lo que salga de ese corazón llevará consigo un poco de fuego que penetrará en el del enfermo; será como un bál­samo que lo llena todo con su aroma (IX, 2. 916- 2. 918).

San Vicente, siempre sensible también a la jus­ticia como a la pureza de intención, quiere que mostremos a todos la misma ternura y les con­sagremos el mismo tiempo. El 11 de noviembre de 1659 nos comenta el n.° 8, tan sabio, de las

Reglas de las Hermanas de las Parroquias:… or­denando los ejercicios y tiempos, según que el número y la necesidad de los enfermos sea ma­yor o menor… una Hermana que se empeñase en quedarse mucho tiempo instruyendo a un enfer­mo, con perjuicio de otro, no obraría como es de­bido. Es preciso que sepa ordenar su tiempo, de modo que no deis a Pedro el tiempo que se de­be dar a Juan (IX, 1187).

En fin, esta gran bondad llena de respeto de­be también practicarse en el interior de nuestras comunidades, aunque el Sr. Vicente recomienda siempre a sus seguidores ser exigentes consigo mismos y resistentes, y que él mismo siempre lo ha sido. Su experiencia de la enfermedad lo em­puja a recomendarnos el estar todavía más aten­tos cara a los enfermos.

Encontramos un texto muy importante y muy actual en su conferencia a las Hermanas sobre la uniformidad, del 18 de noviembre de 1657:… En nuestras enfermedades… tenéis que evitar los mimos excesivos y contentares con el trato que se da a los pobres. Pero os digo que si alguna, debido a sus enfermedades o a su edad o a su debilidad, necesita algo más, la Caridad que atien­de a todas las necesidades tiene que tenerlo en cuenta.

… Las personas enfermas necesitan cuida­dos especiales; pero si no, esto sería una (carni­cería).

¿Cómo tratar a una persona enferma y acha­cosa como a las demás, sin consideración algu­na? Hijas mías, hay que atenderla cuando la edad o las achaques la han reducido a ese estado, si no, sería una injusticia.

Por eso, hijas mías, no os preocupéis, no os aflijáis las que sois ancianas o estáis enfermas, si no podéis seguir a las demás. La Compañía es una madre que sabe distinguir bien entre sus hi­jos enfermos y los que están bien (IX, 949-950).

Después de estos largos desarrollos sobre la primera virtud del espíritu vicenciano, que es el respeto cordial, pasemos a la segunda, que no se subdivide, y que ya hemos abordado en los fun­damentos teológicos: la devoción.

4.° La devoción: servir a los pobres es una especie de liturgia, o de octavo sacramento

La palabra devoción (al menos en trances) ha sufrido un empobrecimiento de sentido respec­to a la época de san Francisco de Sales y de san Vicente. Entonces todavía conservaba su sentido original, etimológico, de «estar dedicado» a al­guien, entregado, consagrado, a su servicio y a su honor, y especialmente frente a Dios. tanto en san Vicente como en san Francisco de Sales, sig­nifica el apego activo a Dios para servirlo con un amor ardiente en toda su vida, de forma que toda nuestra vida se convierta en un culto ofrecido a Dios —en la línea de san Pablo: todo por la glo­ria de Dios (1 Cor 10, 31).

Así que para san Vicente hay una «presencia real» de Jesús en los pobres —ya lo hemos vis­to antes— y saca la conclusión de esto: su servi­cio es una especie de culto tributado al Hijo de Dios, una verdadera «dedicación», la cual lleva consigo el respeto cordial, como él lo declara a las Hijas de la Caridad el 11 de noviembre de 1657: Así, pues, esto es lo que os obliga a servirles con respeto, como a vuestros amos, y con devoción, porque representan para vosotros a la persona de Nuestro Señor, que ha dicho: «lo que hagáis al más pequeño de los míos, lo consideraré como hecho a mí mismo» (Mt 25, 44). Efectivamente, hijas mí­as, nuestro Señor es, junto con ese enfermo, el que recibe el servicio que le hacéis. Según eso, no sólo hay que tener mucho cuidado en alejar de sí la dureza y la impaciencia, sino además afanar­se en servir con cordialidad y con dulzura, incluso a las más enfadosos y difíciles, sin olvidarse de decirles alguna buena palabra (IX, 916.

Es sorprendente ver al Sr. Vicente poner en igualdad el culto de Nuestro Señor en la liturgia, el culto que se tributa en la santa Eucaristía, y en la persona de los pobres y los enfermos. Es ése todo el sentido del artículo 1.° de las Reglas Co­munes de las Hijas de la Caridad, porque «hon­rar» quiere decir tributar un culto, y ese culto se realiza sirviéndolo en los pobres: Honrar a Nues­tro Señor Jesucristo como la fuente y el modelo de toda caridad, sirviéndolo corporal y espiritual­mente en la persona de los pobres, sean enfer­mos, sean niños, sean prisioneros u otros, que, por vergüenza, no se atreven a mostrar sus ne­cesidades.

Dicho de otra forma, el servicio a los pobres, tal corno san Vicente lo vivió y nos lo recomienda, es una verdadera experiencia espiritual. La vida mística vicenciana no es sólo unión con Dios o con Jesucristo en sí mismo, sino unión con Dios y con Jesús presente en la persona de los pobres, in­cluso cuando son repugnantes, desagradables, rebeldes, agresivos, corno hemos visto en los fundamentos teológicos. No faltan textos para ello; contentémonos con este pasaje del 13 de fe­brero de 1646, apoyando la palabra de una Her­mana: Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres: Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una Her­mana irá diez veces cada día a vera los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios… Id a ver a los pobres condenados a cadena per­petua, y en ellos encontraréis a Dios; servid a esos niños, y en ellos encontraréis a Dios. Hijas mías, ¡cuán admirable en esto! Sí, Dios acoge con agrado el servicio que hacéis a esos enfer­mas y lo considera, como habéis dicho, hecho a él mismo (IX, 240).

Evidentemente, este encuentro no es siem­pre tan agradable como hacerlo delante del sa­grario o en un mullido oratorio. Y san Vicente ya lo advertía a los suyos, preparándolos a la pa­ciencia, como ya hemos visto. Pero ello no impi­de que esto sea un verdadero encuentro, e in­cluso, un encuentro místico, quizás más verdadero que las efusiones más o menos sensibles. Es es­ta convicción la que hace comprender la frase que él repite muchas veces a las Hijas de la Ca­ridad: dejar la oración o la santa Misa cuando un pobre llama para una necesidad urgente es dejar a Dios por Dios. Ya hemos visto que la frase es de san Camilo de Lelis, del que san Vicente de­bió aprenderla, aunque él la refiera a santo Tomás de Aquino, que, en efecto, tiene una expresión análoga.

Una frase dirigida a las Hermanas el 31 de ju­lio de 1634 recoge bien todo esto: Hijas mías, sabed que cuando dejéis la oración y la santa Mi­sa por el servicio a los pobres, no perderéis na­da, ya que servir a los pobres es ir a Dios; y te­néis que ver a Dios en sus personas (IX, 25).

En ésta convicción que da toda su profundi­dad a este texto tan conocido de su conferencia del 5 de diciembre del 1659 a los Misioneros, ha­blando de la castidad: Que no se permita nada es­pecial, ni en la comida ni en el vestido; exceptúo siempre a los enfermos, ¡pobres enfermos!, pa­ra atender a los cuales habría que vender hasta los cálices de la Iglesia. Dios me ha dado mucho cariño hacia ellos, y le ruego que dé este mismo espíritu a la Compañía (XI, 4. 675). No se trata aquí de una simple sensibilidad que nos lleva a extre­mos, sino de una consecuencia de su doctrina, porque es, en verdad, hacer servir también los cá­lices para el culto de Jesucristo, y de una forma tan auténtica como en la Eucaristía.

III. ¿Y cuando uno mismo está enfermo?

Todo esto es muy bonito cuando uno tiene to­davía fuerzas. Pero llega un tiempo en el que no­sotros mismos estamos al otro lado de la barre­ra, tocados por la enfermedad durante más o me­nos tiempo, de forma más o menos dolorosa y más o menos grave. El Sr. Vicente en persona cumplió una gran parte de su labor en medio en diversas enfermedades, y eso le autoriza para aclararnos también en este campo para que ha­gamos buen uso de la enfermedad y captemos el sentido cristiano de la enfermedad.

Sus enseñanzas pueden resumirse en cuatro puntos: acogida de la enfermedad por abandono a la Providencia. paciencia, obediencia, y con­ciencia de tener todavía una misión que cumplir.

Estos cuatro puntos están presentados, de forma global, en el n.° 3 del capítulo 6 de las Re­glas Comunes de los Misioneros, que expresa muy claramente las virtudes propias de los en­fermos, y les recuerda que todavía son muy úti­les a la Compañía, teniendo incluso una misión de predicar: Nuestros enfermos deben persuadirse de que no están en la enfermería o en la cama sólo para curarse, sino también para predicar al menos con el ejemplo, como desde un púlpito, las virtudes cristianas, en particular la paciencia y la conformidad con la voluntad de Dios. Así se­rán para los que les asisten y les visitan como el suave aroma de Cristo, y aprovecharán la enfer­medad para hacerse más fuertes en la virtud (2 Cor 12, 9); Una de las virtudes que más necesi­tan los enfermos es la obediencia. Por eso obe­decerán con mucha fidelidad a los médicos del alma y también a los del cuerpo, así como al enfermero y a las otras personas destinadas a cuidarlos. París, jueves 29 de diciembre de 1994 (IX, 1. 037-1. 041).

1. Acogida de la enfermedad, abandono en ma­nos de la Providencia

Un cristiano acepta la enfermedad, no sólo porque es Dios quien se la envía, sino, sobre to­do, porque la escala de valores reales no es la de nuestra sensibilidad —que se expresa al ver en el sufrimiento el mal supremo, o que se ocul­ta en su caparazón estoicamente, haciéndose más grande que ese mal— sino la de nuestra fe, que sabe que ese mal nos prepara para ver y re­cibir un bien mucho mayor. Eso es lo que el Sr. Vicente escribe, en 1631, a Isabel du Fay, re­cordándole al mismo tiempo la obligación de cui­darse: ¡Dios mío, cuán admirables y adorables son los caminos por donde Él la conduce, señorita! Ciertamente no ahorra nada para la santificación de un alma. Entrega el cuerpo y el espíritu a la debilidad para robustecerla en el menos precio de las cosas de la tierra y en el amor a su Ma­jestad, hiere y cura; crucifica en su cruz para glo­rificar en su gloria; en una palabra: da la muerte para hacer vivir en la eternidad. Apreciemos esas apariencias de mal para obtener los verdaderos bienes que produce, señorita, y así seremos fe­lices en este mundo y en el otro. (I, 185). Apre­ciemos el juego de palabras, tan rico en teología paulina: estar crucificado con Jesús para resuci­tar con Él: ahí está toda la espiritualidad del mis­terio pascual.

¿Quiere decir esto que hay que exponerse te­merariamente a las enfermedades? Ciertamen­te no, si atendemos a lo que escribió a Luisa de Marillac a lo largo de 1632, estimulándola a to­mar precauciones para no caer enferma. Es ver­dad que emplea una expresión enigmática, que pude interpretarse de maneras diversas, sobre todo, si la sacamos de contexto: Por amor de Dios, Señorita, no se ponga enferma en el ca­mino. Hay que aceptar la enfermedad como a un estado muy divino. Es cierto que Nuestro Señor la ayuda de una manera especial. Pero me pare­ce que usted es verdugo de sí misma por el po­co cuidado que de ella tiene. Esté alegre, se lo suplico (1, 200).

La enfermedad, «estado muy divino», no quie­re ciertamente decir que es preciso exponerse a ella, imaginando que Nuestro Señor nos pro­tegerá de una manera especial. Parece que eso quiere decir, por el contrario, que no se debe de­searla, lo mismo que no se desea ser Dios —aun­que la aceptemos como venida de la mano de Dios si nos viene, a pesar de todas nuestras pre­ocupaciones. «Dar lugar a la enfermedad» (acep­tar la enfermedad) significa probablemente no «hacerle un lugar», sino más bien «dejarle un lu­gar si viene», evitando ser «verdugo de sí mis­mo»… Esta interpretación parece confirmada por lo que aparece en un extracto de conferencia no fechada, donde se ve el realismo del Sr. Vicen­te: de hecho, la enfermedad es un estado im­pertinente, casi insoportable, y no divino en sí mismo, pero que puede al menos servir a los designios de Dios; ella contiene un tesoro, pero bien oculto. Hay que reconocer que el estado de la enfermedad es un estado molesto, y casi in­soportable por la naturaleza. Sin embargo, es uno de los medios más poderosos de que Dios se sirve para que cumplamos con nuestro deber, para qu’e nos despeguemos del afecto al peca­do y para llenarnos de sus dones y de sus gra­cias. ¡Oh Salvador! ¡Tú que tanto sufriste y que moriste para redimirnos y mostrarnos cómo es­te estado de dolor podía glorificar a Dios y ser­vir a nuestra santificación, concédenos que podamos conocer el gran bien y el inmenso te­soro que está oculto en este estado de enfer­medad! Por medio de él, hermanos míos, se pu­rifica el alma, y los que carecen de virtud tienen un medio eficaz para adquirirla. Es imposible en­contrar un estado más adecuado para practicar­la. En la enfermedad, la fe se ejercita de forma maravillosa, la esperanza brilla con todo su es­plendor, la resignación, el amor de Dios y de to­das las demás virtudes encuentran materia abun­dante para su ejercicio (XI, 760).

A continuación, el Sr. Vicente añade otro efec­to benéfico: la enfermedad hace que nos conoz­camos a nosotros mismos y a los otros. Es ahí donde se reconoce lo que cada uno encierra y lo que es. Es la medida con la que podemos son­dear y saber de forma más segura hasta dónde llega la virtud de cada uno, si abunda en ella, si hay poco o nada de ella. Jamás se observa me­jor lo que es el hombre que cuando está en la en­fermería. He ahí, las pruebas más seguras que se tienen para reconocer a los que son más virtuo­sos y a los que son menos.

Todo esto se resume en una frase del 28 de junio de 1658: Hemos de considerar que todo lo que nos pasa en este mundo nos viene de Dios, o es El el que permite que nos suceda: la muer­te, la vida, la salud, la enfermedad, todo esto nos viene por orden de la divina providencia y, de al­guna manera que a veces no sabemos, siempre es por el bien y la salvación de los hombres (XI, 244, 247). En el resto de esta conferencia evoca cómo el devoto Hermano Antonio Flandín Maillet sabía acoger las enfermedades: Recibo las en­fermedades como si vinieran de parte de Dios. De aquí se deriva esta consecuencia: saber tolerar las enfermedades con paciencia, y meditar sus mo­tivos.

2. Paciencia

Está recomendada en el artículo de las Reglas Comunes a los Misioneros, citada antes, por una simple palabra, lo mismo que en el artículo 15.° de las de las Hijas de la Caridad, comentado por san Vicente el 11 de noviembre de 1657: Las Hermanas enfermas… también no tienen que im­pacientarse ni murmurar cuando no se les trata a su gusto, imaginándose que ellas no saben tan bien lo que hay que hacer como e! médico o las enfermeras; y que, en el fondo, siendo pobres, deben estar muy contentas de sufrir algo por el amor de Dios, que se complace también en el ejer­cer la paciencia de aquéllas (IX, 925).

El 28 de junio de 1658, recomienda a los Mi­sioneros que se cuiden, y después añade: Pero tener tantos mimos con nosotros mismos, de­rrumbarnos por el menor daño que tenemos que sufrir, ¡oh Salvador!, eso es lo que tenemos que evitar. Si; hermanos míos, tenemos que romper con ese espíritu y con ese cariño excesivo a nos­otros mismos (XI, 347).

Al Sr. Vicente le gusta también tomar los ejem­plos de paciencia de sus Misioneros o de las Her­manas.

3. Obediencia

San Vicente habló frecuentemente de la obe­diencia; el 11 de noviembre de 1657 les habla a propósito de los deberes de las Hermanas en­fermas: Por ahí, es por donde se conoce la virtud de una persona: en si obedece bien al médico cuando está enferma; la señal de una verdadera Hija de la Caridad o de un verdadero religioso es cuando se deja hacer todo lo que quieren el mé­dico o sus enfermeros (IX, 925).

Ocho días más tarde, el 18 de noviembre de 1657, en un párrafo citado antes, cuando recor­daba a las Hermanas las consideraciones que han de tenerse con los enfermos, también les evoca la necesaria obediencia: Cuando creáis necesitar alguna cosa, encomendádselo a Dios y pedidle que, si lo necesitáis de verdad, os lo dé a conocer. Y después de haberlo encomen­dado a Dios, si creéis que es su voluntad que lo digáis, podéis proponérselo con indiferencia a la Superiora. Acordaos bien de esto: proponerlo con indiferencia y en caso de necesidad. Y pe­didle a Dios que os dé a conocer si ésa es su vo­luntad, hasta que os sintáis en esa indiferencia de conseguirlo o de que se os niegue lo que pi­dáis (IX, 950).

4. Conciencia de tener todavía una misión

El texto de las Reglas Comunes de los Mi­sioneros citado al principio de esta parte tiene esta bella imagen que concierne a la misión de los enfermos. Ellos están como en un púlpito, para predicar con el ejemplo. Tiene a la vez la mi­sión de rezar y de ofrecerlo por la Iglesia. Una ima­gen parecida aparece en el extracto de confe­rencia no fechada, que ya hemos citado: Hemos de alabar a Dios de que, por su bondad y miseri­cordia, haya en la Compañía enfermos y achaco­sos que hacen de sus sufrimientos y enferme­dades un espectáculo de paciencia, donde presentan todo el esplendor de sus virtudes. Le daremos gracias a Dios por habernos dado estos compañeros (XI, 761).

Los enfermos pueden colaborar todavía de otra forma: testifican que Dios permite quizá la en­fermedad para hacer ver que El es bastante po­deroso para hacer su obra sin nosotros.

San Vicente repitió muchas veces que los asuntos de Dios se ejercitan algunas veces me­jor cuando se les soporta que cuando se actúa. Lo dice generalmente en otros contextos que no son los de la enfermedad, pero es bueno aplicar también esos textos para la enfermedad, porque nos muestran lo esencial: que es Dios el que, en definitiva, actúa.

Contando la de santa Luisa, encontraremos tres veces la expresión: Honrar el no hacer de Nuestro Señor. Citemos la primera, entre 1626 y mayo de 1629: Procure vivir contenta en medio de sus motivos de descontento, y honre siempre el no hacer y el estado desconocido del Hijo de Dios. Allí está su centro y lo que El espera de us­ted para el presente y para el porvenir, por siem­pre II, 126).

La última es del 13 de octubre de 1639. Por causa de la propia enfermedad de él, santa Lui­sa se ve obligada al no-hacer, conteniéndose con­tra su voluntad. Sigo con mi fiebrecilla… Su car­ta me hizo ver anteayer que había en mi espíritu cierto pesar por ello. ¡Dios mío! ¡Cuán feliz es, Señorita, al tener el correctivo de las prisas! Las obras que hace el mismo Dios no se estropean jamás por el no-hacer de los hombres. Le ruego que confíe en El.

En fin, también lo emplea con el P. Guiller­mo Desdames, que está en Varsovia, el 11 de abril de 1659 (VII, 417). Veamos todavía otra ex­presión, en otro contexto, pero tan expresiva que podemos retenerla. El 14 de enero de 1640, san Vicente recuerda a Luis Abelly, Vicario General de Bayona, que muchas veces hacemos más bien tolerando a los pecadores que queriendo actuar demasiado fuerte (II, 10). Aquí, el térmi­no «sufriendo» designa menos el sufrimiento que una cierta «pasividad» o «tolerancia», pala­bra que significa apoyo. Pero podemos aplicarla a la enfermedad, en sentido acomodaticio: Yo tengo una absoluta confianza en que un prelado que obre de esa forma (con dulzura) hará mucho más provecho a esas personas que todas las censuras eclesiásticas juntas. Nuestro Señor y los santos hicieron mucho más sufriendo que obran­do.

En fin, es ante los sufrimientos físicos de sus Misioneros y de las Hermanas cómo san Vicen­te recibió del Espíritu Santo más mirada profun­das sobre el lugar inevitable del sufrimiento en nuestras vidas. Podemos aplicar a la enfermedad lo que él dice en una conferencia de abril de 1655, a propósito de las persecuciones y del peligro de martirio del P. Francisco Le Blanc, pri­sionero de los protestantes en Escocia: Es nues­tro hermano el que sufre; ¿no tenemos que sufrir con él?… Es lo que Dios hace cuando uno le ha hecho notables servicios: lo carga de cru­ces, de aflicciones y de oprobios. Padres y her­manos míos, tiene que haber algo muy grande, incomprensible al entendimiento humano, en las cruces y en los sufrimientos, ya que Dios suele pagar el servicio que se le hace con aflicciones, persecuciones, cárceles y martirio, a fin de ele­var a un grado de perfección y de gloria a los que se entregan perfectamente a su servicio (XI, 98- 99).

El Sr. Vicente, frecuentemente, juntó la fe en la Providencia con la constatación de los males y los fracasos: creer que Dios sacará de ello el bien. Pero la frase que muestra mejor hasta qué punto realizó de manera devastadora el escándalo del sufrimiento permitido por un Dios bueno, es esta confesión transmitida por Abelly: Y ¿qué va­mos a hacer nosotros, sino querer lo que quiere la divina Providencia y no querer lo que ella no quiere? Esta mañana me ha venido durante mi pobre oración un gran deseo de querer todo lo que acontece en el mundo, tanto de bueno co­mo de malo, todas las penas en general y en particular, puesto que Dios las quiere, ya que las envía (VI, 440).

Hablar de decir sí a la voluntad de Dios cuan­do todo va bien, o más o menos bien, es fácil. De­cir sí cuando uno mismo está destrozado, es más difícil, pero comprensible. Mas cuando uno ve sufrir a los que ama, y desplegarse la desgracia sobre el mundo, befado el nombre de Dios y su reino, sin que se vislumbre el final, tal como lo. vivió san Vicente, entonces eso desborda las fuer­zas de la razón, y uno se queda en la fe pura y desnuda… Eso es lo que esta frase nos revela de Viente: la adhesión a un Dios que él ama, pero que no lo comprende…

A pesar de todo, él vive en esperanza, vive el misterio pascual; la Cruz como camino para la Resurrección; los enfermos y los lisiados son la bendición de la Compañía, como escribía el 19 de junio del 1658 al P. Louis Dupont, superior de Tréguier (VII, 159). Y lo repite en la Casa-Madre el 28 de junio siguiente, durante la conferencia ya citada, añadiendo el motivo teológico de la En­carnación: Hemos de creer que las personas en­fermas de la Compañía son una bendición para la misma Compañía y para la casa; y esto lo hemos de tener más en cuenta por el hecho de que Nuestro Señor Jesucristo quiso este estado de aflicción, que él mismo aceptó para si, habiéndose hecho hombre para sufrir (XI, 345).

Y recomienda incluso la alegría en medio de las pruebas, ya desde 1632, a Luisa de Marillac, por la confianza de sentirse amada de Dios: Es­té llena de confianza de que usted es hija muy querida de Nuestro Señor, por su misericordia. Le ordeno también que se procure una santa alegría en su corazón con todas las distracciones que le sean posibles (I, 201).

Al final de su vida, el 6 de junio de 1659, des­pués de sus terribles noches, hará referencia a san Francisco predicando la alegría perfecta de San­tiago en las pruebas: Tenemos necesidad de al­guna contrariedad que nos afirme en la confian­za en Dios, en el despego de nosotros mismos y en esa plenitud de gozo que acompaña a todos los que sufren. ¡Que el colmo de vuestra dicha sea pasar por toda clase de pruebas! (Sant 1, 2) ¿Quién nos afianzará en este gozo perfecto, es­to es, en la fuente de la verdadera alegría? Quie­re decir esto que todos los motivos de alegaría están acumulados y encerrados en un alma afli­gida y perseguida, poniéndola en un estado bie­naventurado (XI, 572).

IV. Conclusión general

1. El necesario despojamiento

Para poder dejar que Jesús actúe de esa for­ma en nosotros y para nosotros, para podernos unir a Él en sus miembros sufrientes, aunque se­an repugnantes, y para poder recibir su gozo in­cluso en la prueba del dolor, comprendemos la ne­cesidad de despojarnos de nosotras mismas, de toda búsqueda personal, y dejarnos llenar de Dios y de Jesús. Ese es también el estilo de nuestro servicio a los pobres. San Vicente lo dijo en mu­chas ocasiones, para diversos ministerios. Co­nocemos su mejor expresión acuñada, en 1656, escribiendo al P. Antonio Durand, cuya misión era la formación de los sacerdotes: Por consi­guiente, Padre, debe vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo (XI, 236).

El Sr, Vicente también designa esta labor con otras expresiones: Primero, la pureza de inten­ción. Todavía es una noción ascética, es decir, dependiente en gran parte de nuestro ejercicio (sentido del término griego ascesis), de nues­tros esfuerzos. Purificar nuestra intención es tra­bajar en no buscar más que la alegría de Dios y de los pobres. Para conseguirlo, será preciso que nos preguntemos con frecuencia: «¿A quién voy a agradar? ¿Al otro o a Dios? ¿O a mí?» Y también: «quién manda y quién obedece? ¿el pobre o yo?».

Buscar sólo la alegría de Dios supone que el servicio de los pobres, al igual que toda vida des­pués de Jesús, da alegría a Dios. Querer la ale­gría de Dios es ser Dios mismo, se atreve a de­cirles a las Hermanas el 18 de octubre de 1655: ¡Qué estado tan dichoso… sin poder hacer más obras que las que agradan a Dios! Eso es hacer en cierto modo, lo que Dios hace, pues todo lo que Él realiza es para su gloria y su placer; de modo que podemos decir que, cuando hacemos alguna obra con esa finalidad de agradar a Dios, hacemos, en cuanto es posible, lo que Él hace, y de esta forma somos Dios mismos (IX, 757).

Todavía desarrolla este tema de la alegría de Dios el 21 de julio de 1658, explicando mejor su fundamento teológico: A ver con qué espíritu ha­céis vuestro trabajo, la confianza que tenéis en El, todo esto lo mira con tanto gozo que parece que no es posible otro mayor. ¿Por qué? Porque se ve a sí mismo en ello, cuando ve esas virtudes en vosotras. Por eso no puede menos de amaros, pues también nosotros amamos a las cosas que se nos parecen. Y una vez que una persona ha llegado a ese grado, Dios se complace en su alma, al ver en ella las huellas de las divinas per­fecciones que ha puesto allí por su gracia, de su amor, de su bondad, de su sabiduría. El Hijo ve allí su conformidad con la voluntad de Dios su Padre, y pone allí su complacencia.

… ¡Cuánto consuelo para vosotras saber que no sólo la oración es agradable a Dios, sino tam­bién todas las ocupaciones, hasta las más bajas, cuando se hacen para seguir las reglas, como la­var los pies a los pobres, besar la tierra, ver a un enfermo, ir a vaciar un cubo! Todo esto es tan agradable a Dios que a veces él prefiere esas co­sas tan pequeñas a otras mayores, sobre todo si se hacen como es debido (IX, 1082).

Falta esta pregunta concreta: ¿quiero en ver­dad alegrar únicamente a Dios? ¿A quién quie­ro agradar? El 2 de noviembre de 1655, el Sr. Vi­ cente nos recuerda, tal como lo había hecho Je­sús, que las mejores obras, de hecho, pueden ser buscadas por nosotros mismos y, por lo tan­to, perder su valor a los ojos de Dios, y de los mismos pobres, si llegan a darse cuenta: Una Hermana irá de buena gana a tal parroquia, por­que las damas la quieren y hablan bien de ella; otra hablará con afabilidad y dulzura a los po­bres, porque dicen que es una buena Hermana y que cumple muy bien su deber. ¡Ay, Herma­nas mías! Esta es una máxima del mundo: ha­cer las cosas por la propia satisfacción. Tened cui­dado con ella! (IX, 762).

Así, pues, es preciso purificar nuestras in­tenciones, imitando en esto, como en todo, a Nuestro Señor Jesucristo, decía él el 19 de ju­lio de 1640: ¡Oh, mis queridas Hermanas! Hay que imitar al Hijo de Dios que no hacía nada si­no por el amor que tenía a Dios su Padre. De es­ta forma, vuestro propósito, al venir a la Caridad, tiene que ser puramente por el amor y el gusto de Dios; mientras estéis en ella, todas vuestras acciones tienen que tender a este mismo amor (IX, 38).

E insiste en ello el 13 de febrero de 1646: Un medio para hacer el servicio de los pobres como Dios quiere, es hacerlo con caridad, hijas mías… Es hacerlo en Dios porque Dios es caridad, es ha­cerlo puramente por Dios; es hacerlo en gracia de Dios, porque el pecado nos separa de la ca­ridad de Dios,…No seréis verdaderas Hijas de la Caridad mientras no hayáis purificado todos vues­tros motivos, mientras no hayáis arrancado todas las raíces de vuestras costumbres viciosas, mien­tras no os hayáis separado de vuestros apegos particulares (IX, 238).

La segunda expresión es: «el puro amor». Ex­presión netamente mística, es decir, que aquí es Dios quien nos ofrece amarlo puramente y es­tar unidos a El. Desde el 19 de julio de 1640 in­vitó a ello a las Hermanas: Cómo se puede amar a Dios soberanamente. Os lo voy a decir. Se tra­ta de amarlo más que a cualquier cosa, más que al padre, a la madre, a los parientes, a los ami­gos, a una criatura cualquiera; amarlo más que a sí mismo, porque, si se presentase alguna co­sa contra su gloria y su voluntad, o si fuese po­sible morir por el, valdría más morir que hacer algo contra su gloria y su amor (IX, 37).

Pocas veces emplea esta expresión, pero las Hermanas la retuvieron, y santa Luisa la usa­rá más de una vez. Un 11 de julio, entre 1646 y 1649, una Hermana la utiliza al hablar de la pu­reza de intención, lo cual muestra su relación: La advertencia que nos hace san Pablo de que, aunque hagamos toda clase de buenas obras, si no tenemos caridad, que quiere decir puro amor de Dios, esto no nos servirá de nada (IX, 334-335).

2. El céntuplo prometido

No obstante, el Sr. Vicente no es un hombre de una sola pieza, no se le puede reducir a un es­quema simple. A partir de sus primeras cartas, lo encontramos sensible a los «consuelos», y aquí volverá siempre. Primero, aunque no busque es­ta intención, no subraya que es normal encontrar placer de servir a Dios y a los pobres, como lo ha­ce Sor Andrea, de la que habla el 25 de mayo de 1654: «No tengo ninguna pena y ningún remor­dimiento, más que el de haberme deleitado mu­cho en el servicio de los pobres». Y como yo le preguntase: «No, Padre, no hay nada, a no ser que sentía mucha satisfacción al ir por esos pueblos a ver a esas buenas gentes; volaba de gozo por poder servirlos» (IX 612).

El 25 de noviembre de 1659 enseña a las Hermanas que hay verdaderas satisfacciones al servir a los pobres: Yo os confieso, hijas mías, que nunca he sentido mayor consuelo que cuan­do tuve el honor de servir a los pobres. Esto es lo que constituye el gozo y el consuelo de las Hi­jas de la Caridad. «Dichoso el hombre que tiene piedad y presta» (Sal III (112), 5). Es feliz el hombre que practica la caridad. Y entre todas las obras de caridad no hay ninguna que proporcio­ne tanto consuelo como la visita a los pobres (IX, 1190).

Resumiendo: el servicio a los pobres, en la abnegación, es el camino de la verdadera felici­dad. La razón profunda de ello se la da a los Mi­sioneros en enero de 1657: Dios ama a los po­bres y, por consiguiente, ama a quienes aman a los pobres; pues cuando se ama mucho a una per­sona, se siente también afecto a sus amigos y servidores (XI, 273).

El 24 de noviembre de 1658 da ánimos a sor Ana Hardemont, en Ussel, desanimada en ese destino aislado y difícil: Les ha costado a uste­des algún trabajo acomodarse a las costumbres del país, pero también han conseguido un gran mérito delante de Dios por haber superado sus repugnancias y haber cumplido la divina voluntad por encima de la suya… Hermana, ¡qué conso­lada se sentirá usted en la hora de la muerte por haber consumido su vida por el mismo motivo por el que Nuestro Señor dio la suya! ¡Por la caridad, por Dios, por los pobres!… ¿Y qué mayor acto de amor se puede hacer que entregarse a sí mis­mo por completo, de estado y de oficio, por la salvación y el alivio de los afligidos? En eso es­tá toda nuestra perfección (VII, 326).

El 7 de febrero de 1660, le recuerda al P. Santiago de la Fosse todos los trabajos de asis­tencia espiritual y corporal que la Compañía de los misioneros ha asumido, y añade: Usted mis­mo ha tenido parte en ese gran trabajo y ha cre­ído que iba a morir en él, lo mismo que muchos otros, que dieron su vida por conservar la de los miembros doloridos de Jesucristo, que es aho­ra su recompensa y será algún día la de usted (VIII, 226).

Terminamos con el panorama que pintó a las Hijas de la caridad el 13 de febrero de 1646, y que resume todo el sentido que él da al servicio a los pobres y a los enfermos: revelarles la bon­dad de Dios: Si Dios da una eternidad bienaven­turada a los que no le han ofrecido más que un vaso de agua, ¿qué no dará a una Hija de la Ca­ridad, que lo deja todo y se entrega a sí misma para servirlo durante toda su vida?… Tiene mo­tivos para esperar ser de aquéllos a los que se dirá: «venid, benditos de mi Padre, poseed el rei­no que os está preparado» (Mt 25, 34).

Otro nuevo motivo es que los pobres asisti­dos por ella serán sus intercesores delante de Dios; acudirán en montón a su encuentro; dirán al buen Dios: «Dios mío, ésta es la que nos asis­tió por tu amor; Dios mío, ésta es la que nos en­señó a conocerte… Ésta es la que me enseñó a creer que había un Dios en tres personas; yo no lo sabía. Dios mío, ésta es la que me enseñó a esperar en ti; ésta es la que me enseñó tus bon­dades por medio de las suyas (IX, 240-241).

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  1. ABELLY, Vicente de Paúl, libro II, cap. XI, sección II, n.° 219, p. 478, CEME, 1994.
  2. Cf. Guide des Archives de Meurthe-et-Moselle, H. 2, 807 a 2. 872. Dict. Hist. Et Géogr. Eccl; Archivum Fran­cisc, Histor, 1. 9II, 1. 921. Revue Francis. D’Hist. 1. 924; 1929, p. 129s., 298s., 354s. LALLEMAND, L., Hist. De la Cha­rité III, p. 167s.
  3. Cf. HÉLYOT, II, COI. 496-470; ESCHOLIER, p. 34, 36, y CANDILLE, p. 38; BLUCHE, p. 732; Cf. COSTE, P., El Señor Vien­te, el Gran Santo del Gran Siglo, CEME, Salamanca, 1980, tomo I, pp. 159-161.
  4. Cf. ABELLY, L. o. c. I. I. c. 50, pág. 223-224. sin que le haya quedado ninguna molestia; por eso le hemos hecho tomar esta mañana su pe­queña medicina… Cuando se haya purgado, si se siente bien tres días mas tarde, le permitiremos volver al colegio. He dicho si se siente bien tres días más tarde, o sea, si no se repite su mal (I, 190).

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